Me crié en la casa de mi abuela en Ashburnham. Iba a una escuela rural. Comí en la cocina hasta que cumplí diez años, y a partir de entonces pasé a la mesa del comedor con los grandes. Solía haber invitados. Era una época de la vida en la que la conversación de los adultos me agotaba profundamente. Supongo que era hostil. Fuera como fuere, la abuela me instruía:
—Ahora que tienes edad suficiente para sentarte a mi mesa, espero que contribuyas a la conversación. Cuando la gente se reúne por la noche lo hace para cenar, pero también para intercambiar opiniones, experiencias, información. Todos los días aprendemos algo, ¿verdad? Todos los días te toparás con algo que será interesante para mí y también para los invitados, así que deberás intervenir más activamente en la conversación.
Pedí que me mandaran de vuelta a la cocina, pero la abuela hizo como que no oía, y esa noche estaba muy nervioso cuando bajé a cenar. La conversación siguió su curso habitual, y de pronto la abuela me sonrió indicando que había llegado mi turno. Lo único que recordaba era que en el camino de regreso de la escuela había visto a una señora robando claveles en el parque. Al oír mis pasos, la mujer ocultó las flores bajo el abrigo, y en cuanto me alejé, siguió cortando claveles.
—Vi a una señora en el parque robando claveles.
—¿Eso es todo? —preguntó la abuela.
—También vi un partido de básquet.
Los adultos reanudaron la conversación, y yo comprendí que había fracasado y que debía prepararme. En la escuela estábamos estudiando historia antigua así que empecé a memorizar todas las noches dos páginas de mi libro de texto.
—De todos los Estados griegos que se extendían desde el Mar Negro hasta el Mediterráneo —dije cuando me llegó el turno—, ninguno podía rivalizar con Atenas, y el mérito debe atribuirse a Pericles…
La noche siguiente hablé de Solón, y la siguiente, de la Constitución ateniense. Al final de la semana la abuela me dijo bondadosamente:
—Creo que será mejor que te limites a escuchar la conversación.
La abuela era rica. No entraré en detalles más que para decir que era una mujer robusta, de rostro común y corriente, pero el hecho de no haber tenido que preocuparse nunca por el dinero le había permitido conservar, incluso en la vejez, una lozanía infrecuente. Su suerte y su dinero le habían ahorrado las principales causas de preocupación. Éramos buenos amigos, aunque a veces me burlaba de ella. Cuando tenía doce años, un día en que no fui a la escuela, ella esperaba para cenar a un lord inglés llamado Penwright. Los títulos de nobleza la excitaban y su excitación acerca de la llegada de Lord Penwright me puso de malhumor. Yo debía participar de la cena. Cuando me enteré de que servirían ostras, fui al pueblo y compré en Woolworth’s una perla falsa. Le dije a Olga, la cocinera, que la metiese en una de las ostras del plato de Lord Penwright. Había doce personas a la mesa y todos estábamos charlando cuando Lord Penwright exclamó de pronto:
—Oh, caramba —y nos mostró la perla. Era la más grande que vendían en Woolworth’s, ya la luz de las velas parecía invalorable—. Qué exquisita sorpresa —dijo su señoría.
—Hmmm —dijo la abuela y su rostro siempre animado reveló inquietud.
—La haré engarzar y se la regalaré a mi esposa —dijo el lord.
—Pero la perla es mía —dijo la abuela—. Es mi casa. Son mis ostras. La perla es mía.
—No lo había visto desde ese punto de vista —dijo el lord y, suspirando, entregó la perla a la abuela.
Apenas ella la tuvo en su mano comprendió que venía de Woolworth’s y, volviéndose hacia mí, que estaba en el otro extremo de la mesa, dijo:
—Sube a tu cuarto.
Fui a la cocina, cené y después subí a mi cuarto. Ella no volvió a mencionar el asunto, pero las cosas entre nosotros nunca volvieron a ser iguales. Y en septiembre me enviaron a un internado.