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La primera vez que supe de Nailles (escribió Hammer) fue en la sala de espera de un dentista, en Ashburnham. Había una foto y un breve artículo acerca de su ascenso a jefe de la División Enjuagues de la Saffron Corporation. El artículo mencionaba sus años en Roma y decía que Nailles era miembro del Departamento de Bomberos Voluntarios de Bullet Park y socio del Gorey Brook Country Club. No supe entonces ni sé ahora qué fue lo que atrajo mi atención. Estaba la coincidencia de los apellidos, y me gustó la foto. Pero sólo varios meses más tarde tomé la decisión. Estaba en una playa, había nadado un rato y me disponía a leer un libro.

Estaba solo, en una época en que la valoración de lo doméstico había alcanzado tal intensidad que la soltería se había convertido en un flagrante motivo de sospecha. Uno aparecía en la playa acompañado por su esposa, sus hijos, sus padres o un grupo de invitados. Rara vez se veía a un hombre solitario. Era una hermosa playa, lo recuerdo bien. Tradicionalmente relacionamos la desnudez con el juicio final y la eternidad; por eso, quizá, tendemos a los pensamientos apocalípticos cuando estamos semidesnudos en una playa. Avanzamos hacia la rompiente como si nos internáramos inocentemente en un torbellino moral que aboliera el tiempo. El veredicto esa tarde parecía ser evangélico y el único acorde de tristeza era el llanto de un niño asustado de las olas. Entonces, un maricón que venía caminando por la orilla se detuvo a unos tres metros de donde yo estaba. Era una consecuencia directa de mi soledad. Su andar no era incriminatorio pero sí decididamente presumido. Tenía buen porte, estaba muy bronceado y su pantalón de baño era de una brevedad excesiva. Me dirigió una mirada insinuante y levemente estrábica y luego enganchó los pulgares en el elástico del pantalón y lo bajó para mostrar unos centímetros de trasero. Al mismo tiempo otro hombre apareció en escena. Era bastante mayor que el maricón —unos cuarenta años— y tenía el arrebatado color de aquellos cuyos días de playa están contados. No tenía nada de atlético: parecía uno de esos empleados concienzudos, encorvado de espaldas y de ancho trasero, resultado de años de honesto yugo. Estaba con su esposa y dos hijos, y trataba de remontar un barrilete, al pie de los médanos, con el viento de frente. El barrilete no quería levantar vuelo y el hilo se había enredado. El maricón me dirigió otra miradita, volvió los ojos al mar y dio otra bajada distraída al elástico de su pantaloncito. Yo me puse de pie y me uní al hombre del barrilete. Le expliqué que si se paraba en la parte más alta del médano era probable que el barrilete alzara vuelo, y lo ayudé a desenredar la madeja de hilo. El maricón suspiró, se acomodó los pantaloncitos y siguió su camino, como yo había planeado que ocurriera, mientras sentía entre los dedos la delgadez y la resistencia de aquel hilo de barrilete que había servido para revelarle lacónicamente mis intenciones, y que ahora me transmitía una fortaleza moral extraordinaria, como si el mundo en el cual yo había declarado vivir se mantuviese unido por esa tanza barata, incolora, admirablemente resistente. Cuando terminamos de desenredar la madeja trepé con el barrilete hasta lo más alto del médano y, sosteniéndolo en alto, vi cómo el viento lo remontaba en línea recta hacia el cielo azul. Los niños estaban encantados. El desconocido y su esposa agradecieron mi ayuda. Yo regresé a mi libro. El maricón había desaparecido, pero me dejó anhelando un orden moral cuyas recompensas fuesen más rotundas que el placer de unos niños, las sonrisas agradecidas de dos desconocidos y la resistente tensión de un hilo de barrilete.

Soy hijo de madre soltera. Mi padre se llamaba Franklin Pierce Taylor. Mi madre, Gretchen Shurz Oxencroft, y había sido secretaria de mi padre. Hace años que no la trato pero puedo verla ante mis ojos en este momento, sus cabellos grises al viento y sus altivos ojos azules brillando en medio de su rostro como dos pozos de agua en una pradera. Nació en un pueblo minero de Indiana, era la menor y la menos atractiva de cuatro hijas. Ni su padre ni su madre fueron más allá de la escuela secundaria, pero las privaciones y el hastío del Medio Oeste desarrollaron en ellos un respeto casi litúrgico por las evasiones que ofrecía el saber. El ejemplar de las obras completas de Shakespeare que tenían en la mesa de la sala parecía depositado allí como una maza. El padre era un nativo de Yorkshire, de tupido cabello oscuro y rasgos caballunos. Era flaco como un alambre, y a los cuarenta le diagnosticaron tuberculosis. Había empezado como obrero en una cantera, lo ascendieron a capataz y, durante una depresión del mercado de piedra caliza, se quedó sin empleo. En la casa donde se crió mi madre había un espejo con marco dorado, un sofá relleno de crin y varias piezas de porcelana y de plata que su madre había traído de Filadelfia. Ninguna de esas cosas estaban allí a modo de recordatorio de tiempos mejores, pero ¡Filadelfia, Filadelfia!, desde aquellas planicies de piedra caliza parecía la ciudad de la luz.

Gretchen detestaba su nombre, y se hizo llamar sucesivamente Grace, Gladys, Gwendolin, Gertrude, Gabriella, Giselle y Gloria. En su adolescencia abrieron una biblioteca en el pueblo y, fuese por accidente o por mal consejo, devoró en aquella sala las obras completas de John Galsworthy. Eso le dejó un leve acento británico y una discrepancia incurable entre su mundo de ensueño y las planicies de piedra caliza. Una tarde de invierno en que volvía de la biblioteca a su casa en un trolebús, vio a su padre de pie bajo un farol, con su caja de almuerzo en la mano. El conductor no frenó para dejarlo subir y Gretchen se volvió hacía la mujer que tenía al lado y exclamó: «¡Usted vio a ese pobre hombre! ¡Hizo señas para subir, pero el descaro del conductor para ignorarlo!» Eran los ecos de Galsworthy en los que había estado sumergida toda la tarde. ¿Cómo incluir a su padre en ese paisaje? No habría dado el papel de criado ni el de jardinero. Tal vez como peón de las caballerizas, aunque los únicos caballos que había visto eran los que tiraban de la noria en la cantera. Ella sabía que era un hombre honesto y valeroso, pero su soledad bajo el farol se le hizo tan intolerable que la había obligado a repudiarlo de esa manera.

Gretchen —o Gwendolyn, como a veces se llamaba a sí misma— se graduó con honores en el colegio secundario y recibió una beca de la Universidad de Bloomington. Más o menos una semana después de graduarse en la universidad abandonó las planicies de piedra caliza para probar suerte en Nueva York. Sus padres fueron a la estación a despedirla. Él estaba consumido; ella en un abrigo raído. Mientras se despedía de ellos a través de la ventanilla, otro viajero le preguntó si eran sus padres. Gretchen sintió en su interior los ecos de Galsworthy y estuvo a punto de decir que no eran más que una pobre gente a la que había ido a visitar, pero en cambio exclamó:

—Oh, sí, sí. Son mi padre y mi madre.

Los hijos de la anarquía y del cambio crecen en un territorio genéticamente misterioso, y ésa era la nacionalidad de Gretchen (ahora Gloria). Luego de hacerse socialista en el último año de la Universidad, la fueron despabilando los males, injusticias, indecencias, imperfecciones y desigualdades del mundo. Más que llegar, se arrojó sobre Nueva York y en poco tiempo consiguió ser contratada como secretaria de Franklin Pierce Taylor. Él era un joven adinerado y visionario, miembro del Partido Socialista. Gretchen fue primero su secretaria y poco después su amante. Se los veía muy felices juntos. Lo que se interpuso en esa felicidad —o al menos eso afirmaba mi padre— fue que el ardor revolucionario de mi madre empezara a manifestarse a través de la cleptomanía. Viajaban mucho en esa época y cada vez que llegaba el momento de dejar un hotel, mi madre metía en sus valijas las toallas, los cubiertos, hasta las fundas de las almohadas y las tapas metálicas que mantenían calientes los platos del desayuno. La idea era distribuir aquellos bienes entre los pobres, aunque él nunca vio que se materializara la idea. «Alguien ha de necesitar estas cosas», mascullaba ella, mientras atiborraba las valijas de cosas que no le pertenecían. Una vez, al entrar en su habitación en el Hay-Adams de Washington él se la encontró parada sobre una silla tratando de descolgar los caireles de la araña. «Alguien sabrá qué uso darle a esto», masculló al verlo. En el Commodore Perry de Toledo se robó la balanza del baño, pero él se negó a cerrar la valija hasta que ella devolviese el adminículo a su lugar. En cambio logró llevarse una radio de un hotel en Cleveland y un cuadro del Palace de San Francisco. Este hábito incurable —siempre según él— fue causa de amargas disputas que desembocaron en la separación en Nueva York. A Gretchen la perseguía una inquebrantable mala suerte en la relación con todo artefacto —tostadoras, planchas, coches—, y si bien estaba provista del correspondiente artefacto anticonceptivo, la mala suerte atacó de nuevo en ese momento. Poco después de la separación descubrió que estaba embarazada.

Taylor no pensaba casarse con ella, pero pagó los gastos del parto y le habilitó una renta mensual, y con eso ella alquiló un pequeño departamento en el West Side. Se presentaba con el nombre de Miss Oxencroft. Quería parecer desconcertante. Supongo que veía algo original en nuestra mutua ilegitimidad. Cuando yo tenía tres años vino de visita la madre de mi padre. Le encantó que yo fuera rubio. Ofreció adoptarme. Después de un mes de deliberaciones, mi madre —que nunca fue muy consecuente— aceptó. Pensaba que su destino era viajar por el mundo alimentando su espíritu. Así que me buscaron una niñera y me llevaron a vivir al campo con la abuela. Poco después, mi cabello empezó a ponerse castaño. A los ocho años ya era decididamente oscuro. Mi abuela no se amargó ni se puso excéntrica ni me lo reprochó nunca, pero a menudo repetía que la había tomado por sorpresa. En mi partida de nacimiento figuraba como Paul Oxencroft, pero se consideró que eso era inaceptable y una tarde apareció un abogado en casa para arreglar el asunto. Mientras discutían cómo me llamarían, por la ventana pasó un jardinero llevando un martillo, y así decidieron el asunto. Se fijó un fondo bancario que proporcionara un ingreso decente a Gretchen, y ella partió a Europa. Así concluyó su período como Gloria. Los cheques, giros y documentos insistían en llamarla Gretchen, de modo que fue Gretchen.

Cuando mi padre era joven veraneaba en Munich. Había trabajado toda su vida con barras y pesas, y tenía esa clase de físico imposible de conseguir en cualquier otra disciplina deportiva. Incluso de viejo siguió conservándolo; parecía uno de esos gimnastas retirados que promocionan cursos de calistenia y fórmulas de granola. Por vanidad o por placer, en Munich posó para el escultor Fledspar, a quien le habían encargado decorar la fachada del Prinz-Regenten Hotel. Mi padre fue el modelo para las cariátides masculinas que sostienen sobre sus hombros la marquesina hoy arquetípica de incontables teatros, estaciones ferroviarias, edificios de departamentos y palacios de justicia. El Prinz-Regenten fue bombardeado en 1944, pero mucho antes yo alcancé a ver los rasgos más que identificables de mi padre, su musculatura uniformemente desarrollada, sosteniendo la marquesina de ese hotel que era por entonces uno de los más elegantes de Europa. El estilo de Fledspar fue muy popular a comienzos de siglo; volví a ver a mi padre, esta vez de cuerpo entero, sosteniendo los tres pisos superiores del Hotel Mercedes de Francfort. También lo vi en Yalta, en Colonia y hasta en Broadway. Lo vi desprestigiarse y perder aplomo a medida que esas fachadas monumentalistas fueron pasando de moda. Y lo vi caído entre la maleza de un baldío en Berlín Occidental. Pero eso vino mucho después, y todo sentimiento de rencor acerca de mi ilegitimidad, incluyendo que él se presentara siempre como mi tío, quedó relegado al hecho de que hubiese sostenido sobre sus hombros el Prinz-Regenten, las mejores suites del Mercedes y la Opera de Malsburgo, también bombardeada. Parecía un hombre muy responsable y yo lo quería.

Cierta vez estuve con una chica que me aseguraba saber cómo era o había sido mi madre. No entiendo por qué una escaramuza carnal podía revelarle algún aspecto de mi vieja madre, pero parece que lo hacía. Lo había interpretado todo mal, pero ni me molesté en corregirla. «Puedo imaginar perfectamente a tu madre. La veo en su jardín, cortando rosas. Usa vestidos de seda y grandes sombreros», suspiraba. Si alguien veía a mi madre en el jardín, se la encontraba en cuatro patas, arrancando malezas como un perro cava en la tierra. No era en absoluto la criatura grácil y delicada que mi amiga imaginaba. Como carezco de padre legítimo, puede que haya esperado de ella más de lo que era capaz de dar, pero lo cierto es que siempre me decepcionó, y a veces supo desconcertarme. Actualmente vive en Kitzbühel, hasta mediados de diciembre, o cuando caigan las primeras nieves, momento en que se traslada a una pensión de Estoril. Cuando la última nieve se derrite, regresa a Kitzbühel. Estos traslados responden más a razones económicas que a su gusto por el sol. Todavía me escribe, una o dos veces al mes. No puedo tirar las cartas a la basura sin abrir porque quizá traigan alguna noticia importante. Transcribo la última carta que recibí, para dar una idea de su estilo epistolar.

«Anoche soñé una película entera», escribe, «no una escena, sino una película en colores con todas las de la ley, acerca de un pintor japonés llamado Chardin. Y después soñé que volvía al jardín de mi vieja casa en Indiana y encontraba todo tal como lo había dejado. Incluso las flores que había cortado hacía tantos años estaban en el porche, aún frescas. Allí estaba todo, pero no como podría haberlo recordado, porque la memoria me falla y además nunca fui capaz de recordar con tanto detalle, sino como un don del espíritu mucho más profundo que el recuerdo. Y después soñé que subía a un tren y que por la ventanilla veía el agua azul y el cielo azul. No estaba muy segura del lugar adonde iba, pero rebuscando en mi bolso encontré una invitación para pasar un fin de semana con Robert Frost. Sé que Frost está muerto y enterrado, y dudo de que nos hubiéramos soportado más de cinco minutos, pero fue como una compensación o una dádiva que me hacía mi imaginación.

»La memoria me falla en algunos rubros, pero en otros es de una tenacidad a veces agotadora. Parece estar tocando música todo el tiempo. Escucho música en mi cabeza desde que me despierto hasta que me acuesto. Lo que me desconcierta es la variada calidad del repertorio. A veces me despierto al son del adagio del primer Razumovsky[10]. Ya sabes cuánto me gusta. Puede tocarme un concierto de Vivaldi al desayuno, seguido de un poco de Mozart. Pero otras veces me despiertan los tremendos acordes de esas marchas de De Sousa, seguidos por un jingle de golosinas y un tema de Chopin. Detesto a Chopin, ¿por qué mi memoria me atormenta con música detestable? Hay veces que parece recompensarme; pero otras veces es como si quisiera vengarse, y ya que estamos en el tema, aprovecho para referir algo que pasó con la pequeña Jamsie. (Jamsie es su border terrier.) La semana pasada, me despertó un sonido extraño a eso de las tres de la mañana. Como bien sabes, Jamsie duerme junto a mi cama. El sonido provenía de ella: estaba contando. La oí clarísimamente; contó del uno al doce. Después recitó el abecedario. Tuvo sus dificultades con la ese pero lo recitó entero. Sé que me creerás loca, pero si los delfines pueden hablar, ¿por qué Jamsie no? Cuando terminó el abecedario la desperté. Parecía un poco avergonzada de que la pescara repasando sus lecciones, pero después me sonrió y volvimos a dormirnos las dos.

»Supongo que todo esto te parecerá ridículo, pero por lo menos no me dedico al tarot o a la astrología, ni creo, como mi amiga Elizabeth Howland, que los limpiaparabrisas ofrecen consejos valiosos para invertir en el mercado bursátil. El mes pasado sus limpiaparabrisas la urgieron a comprar acciones de Merck, cosa que hizo, y ganó no sé cuántos miles. Supongo que miente acerca de sus pérdidas, como la mayoría de los jugadores. Lo cierto es que a mí los limpiaparabrisas no me hablan, pero en cambio oigo música en los lugares más inesperados, sobre todo en los aviones. Acostumbrada al ronroneo de los jets transoceánicos, he desarrollado un oído capaz de percibir la esquiva música de los viejos DC-7 y Constellation que me llevan de Portugal a Ginebra. Una vez que estos aviones han alzado vuelo, la armonía de sus motores resuena en mis oídos como una música universal, tan fortuita y ajena al mismo tiempo como la textura de los sueños. No es música jubilosa precisamente, pero sería un error caracterizarla como triste. El sonido del Constellation es más contrapuntístico, y en cierto modo menos universal que el del DC-7. Pero soy capaz de identificar en un avión el paso de un tono mayor a una séptima descendente con la misma nitidez con que puedo hacerlo en una sala de conciertos. El sonido de estos aviones tiene la misma capacidad contrapuntística que la música barroca pero sé por experiencia que nunca alcanzará un clímax ni una resolución. En la iglesia a la que iba de joven, en Indiana, había un organista que no había completado su educación musical, fuese por dificultades financieras o por falta de perseverancia. Tenía una facilidad natural para tocar el órgano pero, a causa de su educación inconclusa, lo que comenzaba vigorosamente como una fuga desembocaba en la vulgaridad más informe. Los Constellation padecen la misma falta de perseverancia. La primera, la segunda y la tercera voz de la fuga resuenan claramente, pero después, como el organista, todo se derrumba en una sucesión de extravíos armónicos. Los motores de los DC-7 son más expresivos pero más limitados también. Cierta noche que volábamos a Francfort oí claramente a las hélices llegar hasta la mitad de las variaciones de Bach por Gounod. También he oído la Música acuática de Haendel, el tema de la muerte de Tosca y la obertura del Mesías. Otra noche, en Innsbruck —puede adjudicarse la excepcionalidad al frío intenso que hacía— los motores lograron producir una exaltada síntesis de todos los sonidos de la vida —sirenas de barcos y trenes, chirridos de portones de hierro y de elásticos de camas, tambores y vientos y lluvias y truenos y pasos—; todos esos sonidos parecían trenzados en un cordel de aire que se interrumpió en cuanto la azafata hizo el anuncio de no fumar (Nicht Rauchen), un anuncio que ha llegado a significar que, si no estoy en casa, al menos voy en camino.

»Por supuesto, sé que no vas a darle la menor importancia a todo esto. No es un secreto para mí que habrías preferido tener una madre más convencional —una que te enviara tortas caseras y recordara tu cumpleaños—, pero también creo que la timidez y circunspección que hemos puesto ambos en el estudio y conocimiento del otro ha alcanzado a veces extremos muy poco prácticos. En nuestra lucha por entrever el alma humana —y acaso anhelamos alguna vez otra cosa alegamos que nos rige la honestidad de la desesperación, cuando lo que hacemos en realidad es erigir estructuras artificiales de realidad aceptable, y mientras tanto nos rehusamos obstinadamente a admitir los términos que rigen nuestras vidas. Antes de terminar esta carta te aburriré con otra observación. Lo que voy a decir es algo que sin duda sabe la mayoría de los que viajan; sin embargo, yo no me atrevería a confiárselo a un íntimo, por temor de que me creyese loca. Como tú ya me crees loca, no hay nada que temer.

»En mis viajes he observado que las camas que ocupo en hoteles y pensiones poseen una atmósfera muy variable y ejercen una influencia profunda en mis sueños. Es sabido que transmitimos parte de nosotros mismos —de nuestro espíritu y de nuestros deseos— a los colchones sobre los cuales descansamos, y tengo evidencia de sobra para demostrarlo. El invierno pasado, en Nápoles, soñé que lavaba un guardarropa entero de ropa de nailon, cosa que, como bien sabes, es algo que no haría en la vida. El sueño era muy explícito: podía ver las prendas colgadas a secar en la ducha, y hasta oler su humedad, cosa que, como bien sabes, no puede pertenecer a mi arsenal de recuerdos. Cuando desperté me sentí inmersa en una atmósfera completamente diferente de la mía: severa, tímida, casta. Evidentemente había una presencia en la habitación. Por la mañana pregunté en la recepción quién había ocupado antes que yo aquella cama. El conserje revisó sus libros y dijo que había sido una turista norteamericana —una tal Harriet Lowell— que luego se había trasladado a una habitación más chica, y que en ese mismo momento salía del comedor. Me volví para mirar a la señorita Lowell, cuyo vestido blanco de nailon ya había visto en mis sueños, y cuyo espíritu severo, tímido y casto aún flotaba en la habitación que había desocupado. Sé que dirás que fue una coincidencia, pero déjame terminar. Tiempo después, en Ginebra, me acosté en una cama que parecía exhalar una atmósfera tan desagradablemente venérea que mis sueños fueron de lo más repugnantes. Vi, por ejemplo, dos hombres desnudos, uno montado en el otro como jinete y caballo. Por la mañana pregunté al recepcionista quiénes habían sido los ocupantes anteriores, y me contestó: «Ah, oui, deux tapettes». Habían hecho tanto ruido que se los había invitado a abandonar el hotel. Desde entonces me he acostumbrado a imaginar quién fue el ocupante anterior de mi cama, y a comprobarlo a la mañana siguiente con el conserje. Acierto siempre, es decir, siempre que el empleado se ha mostrado dispuesto a cooperar. Si se trata de prostitutas, se muestran un poco remisos. Si no siento ninguna presencia, he llegado a la conclusión de que es porque la habitación lleva una semana o diez días desocupada. Nunca he errado. A lo largo de mis viajes de este año, he compartido los sueños de hombres de negocios, turistas, parejas casadas, prostitutas y personas de lo más castas. Mi experiencia más notable fue en Munich durante la primavera.

»Me alojé como siempre en el Bristol, y soñé con un abrigo de marta cibelina. Como sabes, detesto las pieles, pero vi en todo detalle ese abrigo: el corte del cuello, el tornasol de la piel, la seda amarilla del forro y hasta dos entradas para la ópera en uno de los bolsillos. Por la mañana pregunté a la camarera que me trajo el café si la ocupante anterior de esa habitación tenía un abrigo de piel. La camarera se tomó las manos, elevó los ojos al cielo y dijo sí, sí, era de marta cibelina rusa, el más hermoso que había visto en su vida. Y agregó que aquella mujer estaba enamorada de su abrigo, que era como un amante para ella. ¿Y le gustaba ir a la ópera, por casualidad?, pregunté, mientras revolvía mi café y trataba de disimular mi interés. Sí, sí, dijo la camarera, había venido especialmente al Festival Mozart, durante dos semanas había partido cada noche a la ópera envuelta en su abrigo de piel.

»El asunto no me desconcertó demasiado —siempre supe que la vida es abrumadoramente misteriosa— pero ¿aceptas ahora que tengo pruebas indiscutibles de que dejamos fragmentos de nosotros mismos, de nuestros deseos, de nuestro espíritu, en las camas en que dormimos? Ahora bien, qué hacer con esta información. Si se la confesara a una amiga seguramente me creería loca, y después de todo, ¿qué utilidad tiene saber que en mi cama durmió una solterona, una prostituta o lleva una semana desocupada? ¿Es un don particular o todos los viajeros lo tienen y, más que un don, es una facultad que no viene al caso explotar? Mi conclusión final es que nuestros sueños son absolutamente universales —traten de prendas de vestir o de entradas para el teatro—, y que si nos conociéramos unos a otros con esa intimidad podríamos tener un mundo mucho más pacífico de lo que estamos dispuestos a imaginar».