10

Después del almuerzo Nellie se sirvió un whisky. «Debería ir a un psiquiatra», pensó, pero entonces recordó a aquel que había estado en su living, caminando en círculos alrededor de un invisible sillón de dentista. Lo odiaba, y no por sus negocios inmobiliarios sino porque ella siempre supuso que podría contar con la psiquiatría ante cualquier crisis y aquel sujeto la había despojado de esa ilusión. Recordó que la mujer de la limpieza —la ladrona— usaba dentadura postiza y que su desinfectante favorito era uno que, según los anuncios, olía a bosque de montaña, pero aquella imitación del bucólico aire montañés era tan tosca y repulsiva que parecía un mal chiste. Asientos de inodoros coronados de nieve. Eliot le había dicho que fuese a ver al gurú, de modo que fue.

El barrio de los pobres —el sector más antiguo del pueblo— se extendía a orillas del río. Nellie no pasaba nunca por allí. Había leído en el diario que robaban y golpeaban a las mujeres en pleno día, y que en los bares había peleas con cuchillos. Esa tarde llovía y había poca luz. La lluvia tiene siempre el mismo sabor; sin embargo, para Nellie había diferentes lluvias, que caían de cielos diferentes. Algunas lluvias caían como redes de pesca, de cielos cándidos como los de su niñez; otras caían con áspera violencia, otras con la sorpresa con que nos asalta un recuerdo. Ese día, la lluvia tenía el sabor salado de la sangre. Ese día, Nellie se metió en el barrio de los pobres, rumbo a la funeraria Peyton. El edificio era precario, con una puerta en arco para recibir piadosamente a los muertos (asesinados en peleas con cuchillo) que ingresaban y luego partían al tenebroso cementerio ubicado en el límite mismo de todo. A la izquierda de la puerta en arco había otra que supuso que llevaba a los cuartos de arriba. Cuando la abrió tuvo ante sus ojos un pasillo desnudo que desembocaba en una escalera.

Sintió una instantánea opresión en el pecho, la ausencia no sólo de la familiaridad que le proporcionaban sus dominios sino de un aroma esencial que condicionaba el ánimo de sus cromosomas. El hedor foráneo, inmemorial, de aquel pasillo, de los lugares como ése, la despojaba de toda certeza moral. Miró alrededor en busca de algún elemento familiar —un extinguidor habría sido suficiente—, pero no había nada en ese pasillo que tuviera que ver con ella. Si en ese mismo momento se le hubiese acercado uno de aquellos violadores de los que hablaban los diarios, habría quedado a su merced. Estaba perdida. Aterrorizada. Su instinto le ordenaba escapar; su deber la conminaba a subir aquella escalera. La contradicción entre ambos impulsos tenía la turbulencia de un río sin puentes, y le hizo ver la silenciosa discordia que había en su vida. Se sentía despidiéndose de sí misma en una estación ferroviaria; de pie entre los deudos al borde de una tumba. Adiós, Nellie.

No tenía nada que hacer allí, y lo sabía en el fondo de su corazón. No era ni una empleada del censo, ni una asistente social que distribuía gratuitamente píldoras anticonceptivas, ni una asesora voluntaria de madres solteras, ni una dama adinerada repartiendo la recaudación de la tómbola benéfica de la iglesia. Era una mujer con un hijo enfermo, que buscaba (por consejo de una ladrona) un sanador. «Soy una buena mujer», se dijo. Esa estupidez no fue intencional; fue compulsiva, y la hizo sentir ridícula e impotente. «Jamás he pisado una ardilla con el auto; siempre repongo las semillas en el comedero de aves», se repitió mientras subía la escalera. Al final de los escalones había una ventana. Alguien había escrito en el vidrio sucio: Sid Greenberg te la pone y te la chupa. Había dos puertas en el piso de arriba. Una tenía un cartel que decía: Templo de la Luz. Detrás se oía música, voces cantando que venían de una radio. Nellie golpeó a la puerta. Como no hubo respuesta, dijo sin mucha convicción:

—Swami Rutuola, Swami Rutuola…

Detrás de la otra puerta se oyó una risa —lasciva o alcohólica— y una voz de mujer que imitaba el acento de Nellie: «Suemi Rutolah, Suemi Rutolah…» Un hombre se unió a la risa. Seguramente estaban en la cama. «Oh, Suemi, Suemi», dijo la voz de mujer desfalleciendo de risa. Nellie volvió a golpear y una voz de hombre le dijo que pasara. Al entrar se topó con un negro de piel clara tapizando el respaldo de una silla. El lugar olía a viruta. ¿Qué fue primero, Cristo el carpintero o el santo olor de la madera nueva? Había un altar en el rincón. Una lámpara votiva ardía entre flores de cera. Las flores de cera significaban muerte; muerte o restaurantes chinos.

—Bienvenida al Templo de la Luz —dijo él. Su voz era aflautada, con un acento evidente. Jamaiquino, pensó Nellie. Tenía el rostro angosto y uno de los ojos inutilizado. ¿Por una flecha, por una piedra? El ojo muerto apuntaba ciegamente a las alturas, en actitud de histeria religiosa. El otro ojo era vivaz, luminoso y expresivo.

—Soy la señora Nailles —dijo ella—. Mary Ashton me dio su dirección. Mi hijo está enfermo.

—¿Quiere que vaya a verlo ahora? —preguntó él, con su melódica voz.

—Sí, por favor —contestó ella—, si puede. Si cree que puede ayudarme.

—Puedo intentarlo —dijo él—. Déjeme lavar las manos primero. No tengo auto, y es difícil encontrar taxi cuando llueve.

Nellie le describió los síntomas de Tony y parte de la historia mientras iban en el coche. El acento, ahora, no le parecía jamaiquino. Carecía de raíces étnicas, era un mero amaneramiento. Cuando llegaron lo condujo hasta el cuarto de Tony pero antes le ofreció una copa.

—No, gracias —dijo él—. Llevo en mí algo más estimulante que el alcohol.

—¿Puedo ayudar en algo?

—Asegúrese de que no nos molesten.

—Lo haré —dijo Nellie, y bajó y se sirvió una copa.

—Me llamo Swami Rutuola —dijo el recién llegado a Tony—, y he venido a ayudarte, o por lo menos eso intentaré. Primero te hablaré de mi ojo. A los quince años tuve el desafortunado impulso de robar una bicicleta. Era una Schwinn inglesa, roja, con cambios. Se me hizo irresistible. La escondí en el sótano. Cuando mi padre la encontró me castigó con severidad, y me acompañó a devolverla. El padre del niño de la bicicleta no quería levantar cargos, pero mi padre y mi madre insistieron en llevarme ante el juez. Temían que me convirtiera en ladrón si no recibía castigo. Eran gente buena, con el tiempo he llegado a comprenderlos, pero todo les daba miedo. Me condenaron a seis meses en el reformatorio. Como suele suceder, entre los presos había unos pandilleros que imponían su autoridad a todos los demás; Eran muy brutales, y para protegerme fingí que era cojo. Pensé que así no me someterían a su brutalidad, pero un día en el comedor olvidé cojear, y cuando vieron que los había engañado me dieron una paliza. Estuve dos semanas en la enfermería y perdí la visión del ojo izquierdo. Te explico todo esto porque he notado que cuando una persona habla con otra se comunica con los ojos casi tanto como con las palabras. Y, como uno de mis ojos no tiene modo de comunicarse, resulta muy desconcertante para algunas personas. Así que, mientras hablemos, me mantendré de perfil para que mi ojo malo no te desconcierte. Pero antes que nada quisiera que arregles un poco tu cuarto. La santidad es signo de limpieza, dicen. ¿O es al revés?

—Creo que es al revés —dijo Tony.

El swami comenzó a recoger la ropa que colgaba de las sillas y del picaporte. Encontró una bolsa de lona en el ropero, y allí metió las prendas que iba recogiendo. Colgó una chaqueta de una percha, acomodó los zapatos, cerró la puerta del ropero y sacudió un poco los almohadones del sillón.

—¿No te parece que ha quedado mejor? —dijo—. Si no tienes inconveniente, ahora me gustaría encender un incienso.

—Puede hacer todo lo que quiera —respondió Tony—, pero no me gusta el incienso. No aguanto ningún perfume. Nunca uso loción después de afeitarme. Me agrada el perfume en las chicas, pero no me gusta olerlo por toda la casa. Ni en las grandes tiendas lo soporto.

—Creo que sé a qué te refieres —observó el swami—, pero éste no es dulzón ni fuerte. Es madera de sándalo. Tiene olor a limpio. —Extrajo de su bolsillo un fino palillo de incienso y lo encendió.

—Está bien —dijo Tony.

—Nací en Baltimore —dijo el swami—, en una familia pobre, pero las privaciones de mi raza son más que conocidas, de modo que te ahorraré las mías. Fui a la escuela hasta octavo grado, sé leer muy bien pero no soy muy bueno para la matemática. Mi padre era carpintero, y cuando salí bajo palabra del reformatorio fui a trabajar con él. Mucho tiempo después me fui a Nueva York, y conseguí empleo en Grand Central Station. No era un trabajo importante: limpiaba los baños, ocho horas todas las noches, cinco noches a la semana. Fregaba los pisos y cosas así, pero la mayor parte del tiempo se me iba en borrar de las paredes las inscripciones que dejaba la gente. Las paredes eran blancas, se podía escribir en ellas fácilmente, y los sábados por la noche quedaban completamente cubiertas de inscripciones. Al principio me molestaba, pero después comprendí que la gente escribía en las paredes porque lo necesitaba. Odiaban que alguien borrase lo que habían escrito, como si lo consideraran parte de ellos. Así que usaban cortaplumas para dejar sus mensajes en las puertas de madera. No se podía decir que estaban locos porque eran miles, y así fue cómo llegué a comprender cuán solas están las personas, y cuánto sufren. Una noche, una madrugada en realidad, yo estaba limpiando el piso cuando se me acercó un hombre y dijo: «Ayúdeme, ayúdeme, creo que voy a morir». Estaba bien vestido, pero tenía el rostro de color ceniza. Yo le dije que acababa de ver a un oficial de policía y que podía subir las escaleras a buscarlo y él podría pedir una ambulancia, pero el hombre me dijo que no lo dejara: «No quiero morir solo». Así que le dije que lo ayudaría a subir y lo tomé de la cintura y fuimos subiendo muy despacio, él gimiendo de dolor, y cuando llegamos arriba no vi a ningún policía, no había nadie, y él dijo que necesitaba sentarse, así que lo acomodé en los escalones. El salón principal estaba desierto, y en penumbras, y hacía frío, sólo uno de los grandes carteles estaba iluminado. Era una publicidad de cámaras fotográficas. Mostraba a una pareja con sus dos niños a la orilla del agua, creo que era en un lago porque atrás se veían montañas cubiertas de nieve. Era una imagen hermosa, y parecía más hermosa porque el gran salón estaba tan frío y desierto y no había nada alegre que mirar. Así que le dije al hombre que mirase las montañas, para ver si podía distraerlo. Y al rato le dije: «Recemos». Y él contestó que no podía recordar ninguna plegaria, y yo tampoco, así que le dije: «Inventemos una». Y comencé a decir: «Valor, valor, valor, valor», y seguí repitiéndolo hasta que él se me unió. Entonces yo dije otras palabras y él las repitió conmigo y después dijo que se sentía mejor y al rato dijo que le parecía que podría tomar un taxi para ir a un hotel y dormir un poco y se despidió y nunca volví a verlo. Pocas semanas después vine a trabajar aquí con el señor Percham, que es mi primo y es carpintero.

La lluvia ha cesado. Nailles vuelve a casa. Golondrinas y mirlos surcan el crepúsculo. El viento sopla del noroeste, y cuando Nailles sube los escalones que llevan a su casa cree distinguir el sonido que hacen los diferentes árboles cuando el viento sopla entre sus ramas: arce, haya, roble. ¿De qué le sirve ese saber a su hijo, o a él? Pero alguien tiene que observar el mundo. La luz crepuscular parece un acorde de timbre perfecto y duración infinita. Nellie le dice que el gurú está arriba con Tony, y que no deben interrumpirlos. Nailles bebe bastante. Después de la cena Nellie dice que subirá a acostarse y obliga a Nailles a prometer que no interrumpirá al gurú. Ella besa y abre una novela para reforzar su autocontrol.

«En la pequeña localidad de Ostervogen, al norte de Dinamarca», lee, «en el año 1869, ocurrieron los siguientes hechos. Una mañana de enero apareció un joven caminando por la calle principal. La lustrosa elegancia de sus botas y el corte de su ropa daban a entender que venía de Copenhague o de París. No llevaba sombrero, pero en su mano izquierda podía verse un enorme anillo de sello, con el escudo de los Von Hendreich. Durante la noche había nevado, y los techos de la pequeña aldea estaban blancos. Las criadas barrían la nieve de las veredas con escobas de ramas. El joven —que era el conde Eric van Hendreich— se detuvo frente a la residencia más importante y consultó un pesado reloj de oro que llevaba en el bolsillo. Un momento después las campanas de la iglesia dieron las once. Cuando se extinguió en el aire frío la última vibración del bronce, el joven subió ágilmente los peldaños que conducían a la puerta de la casa, y tocó la campanilla. Una doncella que vestía el delantal y la cofia característicos de entonces abrió la puerta, le dedicó una sonrisa tímida y una profunda reverencia. Era una joven bonita, y su voluminoso atuendo no alcanzaba a disimular que estaba embarazada. Ella siguió a través de un vestíbulo oscuro hasta un gran salón donde una anciana dama estaba sentada junto a un samovar. El joven conde saludó afectuosamente en francés a su anfitriona, y aceptó una taza de té. “Sólo puedo quedarme un momento”, dijo. “Tomaré la diligencia a Copenhague y el buque correo a Ostende”. “Quel dommage”, dijo la anciana. A su lado tenía sus labores de bordar, en un canasto lleno de ovillos de diferentes colores. La dama extendió la mano al canasto, extrajo una pequeña pistola de mango de marfil y disparó un balazo al corazón del joven conde…»

Nailles deja caer con fastidio el libro sobre la mesa y elige otro, titulado Verano lluvioso. Lee la primera frase: «Era un verano muy lluvioso, los ceniceros en las mesas alrededor de la piscina siempre estaban llenos de agua y colillas…» Arroja el libro al otro extremo del living. Suena el timbre. Nailles abre y se encuentra con su vecina, la señora Harvey. Se pregunta por qué tiene el rostro mojado. Detrás de ella ve las primeras estrellas en el cielo. ¿Puede ser que esté llorando? Y en ese caso, ¿por qué? El que debería estar llorando es él.

—Pase, por favor —dijo Nailles—. Entre.

—Creo que la última vez que estuve aquí fue por la colecta para la mutual —dice ella, y decididamente está llorando—. Vengo a pedir de nuevo.

La Cruz Roja, piensa Nailles, la Liga contra la Atrofia Muscular o contra las Enfermedades Cardíacas. Y pregunta:

—¿De qué se trata esta noche, señora Harvey?

—De la familia Harvey —dice ella—. Estoy pidiendo para papá —y ríe, entre sollozos.

—Por favor, siéntese —dice Nailles—. Le serviré una copa.

—Es una larga historia —dice ella—, pero debo contársela entera si pretendo que me ayude. No sé si sabe que Charlie estudiaba en Amherst. Hace poco fue a Boston con algunos compañeros y participó en una manifestación. Lo arrestaron y pasó dos noches en la cárcel, pero sólo le dieron una multa y una sentencia en suspenso. Eso fue hace dos semanas. Pero entonces el comité de reclutamiento le cambió la clasificación: en lugar de licencia por estudio, lo pasaron a apto para todo servicio. Debía presentarse el jueves. Mencioné el asunto en la peluquería y la mujer que tenía sentada al lado, a quien en realidad no conozco, me dijo que hay un psiquiatra en el pueblo que se especializa en entrenar jóvenes para que sean eximidos del servicio militar. Cobra quinientos dólares. Pensé hablarlo con papá, pero me pareció deshonesto. Charlie no quiere que lo recluten pero tampoco quiere mentir. Sería como suicidarse para que no lo mataran. Esto último me lo guardé para mí, por supuesto. La cuestión es que debía presentarse el jueves, así que el miércoles papá fue al Banco y retiró tres mil dólares, que era todo lo que teníamos. Le dio a Charlie quinientos en efectivo y el resto en un cheque certificado. En ningún momento le preguntamos sus planes. Después de la cena, Charlie subió a preparar su equipaje y papá lo llevó a la estación. No se dijeron una sola palabra, ni siquiera se despidieron. Papá dice que no se animó a despedirse porque temía echarse a llorar. Creo que Charlie está en el Canadá, o en Suecia, todavía no tenemos noticias de él. El asunto es que, un día después, se presentó un hombre del gobierno en la oficina de papá y le dijo que sabía que había retirado tres mil dólares del Banco para facilitar la huida de su hijo. Papá y yo creíamos que las cuentas bancarias eran privadas, pero evidentemente no. El hombre del gobierno dijo que deseaba ver a papá en casa y entonces papá tomó un tren más temprano y el hombre del gobierno llegó en auto, y primero acusó a papá de ayudar a un desertor y después dijo que iba a abreviar la cosa, y sacó un cigarrillo de su bolsillo, lo puso sobre la mesa y dijo que papá estaba arrestado por posesión de drogas. El cigarrillo era de marihuana, el primero que papá había visto en su vida. El hombre explicó que se encargaba de rastrear desertores porque había pasado un año y medio en un campo de prisioneros de guerra en Alemania, comiendo ratas, y quería que las nuevas generaciones aprendiesen cómo son las cosas. Entonces papá llamó a su abogado, Harry Marchand, y se fueron todos a la capital del condado, donde tiene su oficina el hombre del gobierno, y papá fue arrestado por posesión de droga, y lo metieron en la cárcel. Fijaron la fianza en dos mil dólares y, como estamos a fin de mes, no tenemos esa cifra, así que estoy yendo de casa en casa tratando de juntarlos.

—Creo que arriba tengo doscientos —dice Nailles—, si sirven de algo.

—Claro que sirven.

En el dormitorio a oscuras, Nellie pregunta a Nailles quién está abajo.

—Es Grace Harvey —dice Nailles—. Ya te contaré.

Cuando abre la caja fuerte empotrada en la pared y retira el dinero, ella pregunta:

—¿Ha terminado el swami? ¿Vas a pagarle?

—No —dice Nailles—. Ya te lo explicaré todo.

—¿Le hago un recibo? —pregunta Grace Harvey.

—No, claro que no.

—Durante cinco años hice la colecta de la mutual —dice ella—, pero nunca me imaginé que algún día me tocaría ir de puerta en puerta pidiendo dinero para la fianza de papá.

El cuarto de Tony huele intensamente a sándalo.

—Desde aquella experiencia en la Grand Central —dice el swami—, creo en rezar. Como no pertenezco a ninguna religión, quizá te preguntes a quién dirijo mis plegarias, y yo no sabría contestarte. Creo que mis plegarias son una fuerza, no una conversación con Dios, y cuando son escuchadas, como ocurre a veces, no sé a quién dirigir mi gratitud. He curado varios casos de artritis, pero mis métodos no siempre son eficaces. Ruego que lo sean en tu caso.

»Tu madre me ha dicho que jugabas al fútbol. Me gustaría que me considerases una especie de líder de porristas espiritual. Los cánticos de las porristas no marcan tantos, pero a veces ayudan. Y yo tengo toda clase de cánticos. Tengo cánticos para los asuntos del corazón y para la compasión y la esperanza y también tengo cánticos de lugares. En los cánticos de lugares sólo pienso en un lugar donde me gustaría estar y me repito a mí mismo una descripción de ese lugar. Por ejemplo, me imagino una casa junto al mar. Entonces elijo la hora del día y el clima que más me gusta. Y me digo: estoy en una casa junto al mar a las cuatro de la tarde y está lloviendo. Después me digo que estoy sentado en una reposera, y que tengo un libro sobre las rodillas. Después me digo que hay una muchacha conmigo a quien amo, que fue a hacer algo pero está por regresar. Digo todo eso, una y otra vez. Digo que estoy en una casa junto al mar a las cuatro de la tarde y está lloviendo y estoy sentado en una reposera con un libro en las rodillas y estoy esperando a una muchacha a quien amo que fue a hacer algo, pero está por regresar. Hay toda clase de cánticos como éste. Si te gusta una ciudad determinada, a mí me gusta Baltimore, eliges la hora del día y el clima y la circunstancia y te lo repites una y otra vez. ¿Ahora harás lo que yo diga?

—Sí —dice Tony—, haré lo que sea.

—Quiero que repitas conmigo lo que yo diga.

—Lo haré —dice Tony.

—Estoy en una casa junto al mar.

—Estoy en una casa junto al mar.

—Estoy mirando llover y son las cuatro de la tarde.

—Estoy mirando llover y son las cuatro de la tarde.

—Estoy sentado en una reposera con un libro sobre las rodillas.

—Estoy sentado en una reposera con un libro sobre las rodillas.

—Estoy esperando a la muchacha que amo, que fue a hacer algo pero está por regresar.

—Estoy esperando a la muchacha que amo, que fue a hacer algo, pero está por regresar.

—Estoy sentado bajo un manzano. Estoy vestido con ropa limpia. Estoy contento.

—Estoy sentado bajo un manzano. Estoy vestido con ropa limpia. Estoy contento.

—Lo has hecho muy bien —dice el swami—. Ahora, probemos el cántico del amor. Repite Amor cien veces. En realidad, no necesitas contar. Sólo tienes que decir Amor, Amor, Amor hasta que te canses de decirlo. Lo haremos juntos.

—Amor, Amor, Amor, Amor, Amor, Amor, Amor, Amor, Amor, Amor, Amor, Amor…

—Muy bien —dice el swami—. Lo has hecho muy bien. Veo que lo hiciste en serio. Veamos si puedes sentarte.

—Es increíble —dice Tony—. Me siento mucho mejor. Quisiera probar otra plegaria.

Cuando Nailles los oyó cantar Esperanza, Esperanza, Esperanza, Esperanza, se sirvió otro whisky. ¿Era un sacerdote vudú? ¿Estaba sometiendo a Tony a un sortilegio? Si Nailles no creía en el poder de la magia, ¿por qué la magia tenía el poder de intimidarlo? Por la ventana podía ver su jardín a la luz de las estrellas. Esperanza, Esperanza, Esperanza, Esperanza. Las voces sonaban como tambores. El jardín de Nailles y aquel conjuro pertenecían a reinos distintos. Ya nada tenía sentido.

—Ahora trata de sentir tus pies —dice el swami a Tony—. Y fíjate si puedes incorporarte.

Tony se pone de pie. Ha perdido peso y tonicidad muscular. Se le notan las costillas. Tiene las nalgas flojas y llagas rojas en la espalda.

—Camina unos pasos —dice el swami—. No muchos, sólo dos o tres.

Tony lo hace. Y se echa a reír.

—Me siento yo mismo de nuevo. Es increíble. Estoy débil, por supuesto, pero ya no siento más esa tristeza. Soy yo mismo de nuevo.

—Muy bien. Ahora, ¿por qué no te vistes y bajamos a ver a tus padres? —dice el swami.

—Estoy mucho mejor, papá —dice Tony, cuando entra en el living—. Todavía estoy débil, pero esa horrible tristeza se ha ido. Ya no estoy triste, ni siento que la casa está hecha de naipes. Me siento como si hubiera muerto y resucitado.

Nellie baja la escalera en bata y se detiene en el vestíbulo. Está llorando.

—¿Cómo podemos agradecerle? —pregunta Nailles al swami—. ¿Podemos ofrecerle una copa?

—No, no, gracias —dice el swami con su voz aflautada y melodiosa—. Llevo en mí algo mucho más estimulante que el alcohol.

—Déjeme pagarle entonces.

—Oh, no, no es necesario —dice el swami—. Compréndame, lo que tengo es un don y debo ofrendarlo. Pero puede llevarme a casa. A veces es difícil conseguir taxi.

Y eso fue todo. Diez días después Tony volvió al colegio y todo fue tan maravilloso como había sido antes, aunque cada lunes por la mañana Nailles seguía encontrándose con su proveedor en el estacionamiento del supermercado, en los baños públicos, en el lavadero automático y en los diferentes cementerios del pueblo.