Cuando Tony llevaba veintidós días en cama, Nellie recibió una carta de una mujer llamada Mary Ashton, que se dedicaba a tareas de limpieza y que antes había trabajado para ella. Mary era una mujer inteligente y laboriosa, pero también era ladrona. Primero había robado dos pequeños anillos de diamantes que habían pertenecido a la madre de Nellie. Nellie jamás usaba los anillos, y no acusó del robo a la empleada. Era difícil encontrar mucamas que trabajaran bien. Mary era pobre, y Nellie pensó que los anillos eran una especie de bonificación. Más o menos un mes después desapareció un par de gemelos de oro y Nellie despidió a la empleada, sin mencionar los gemelos ni los anillos. La carta que recibió estaba pulcramente mecanografiada (¿había robado la máquina de escribir?), en buen papel (¿robado?). La carta decía:
«Estimada señora Nailles: supe que su hijo está enfermo y lo lamento mucho. Es uno de los muchachos más simpáticos que he conocido. En el pueblo hay un sanador que se hace llamar Swami Rutuola. El año pasado curó de artritis a mi hermana. Trabaja con Percham, el carpintero, pero suele estar en su casa por la tarde. No tiene teléfono. Vive en el piso de arriba de la funeraria Peyton, en Hill Street».
La combinación de robo y sanación perturbó a Nellie. Esa tarde ella y Nailles ofrecieron un cóctel, de modo que no tuvo oportunidad de mostrarle la carta a su marido. El cóctel fue un éxito. No es fácil elogiar un cóctel, pero Nellie supo ganarse elogios como anfitriona. No había fatuidad en el orgullo que sentía por sus habilidades domésticas. Las acogedoras habitaciones parecían iluminadas por su encanto. Los dieciséis o diecisiete invitados eran compañía francamente grata para Nellie. La comida y los tragos estuvieron espléndidos, y no se dijeron cosas triviales, aburridas o estúpidas. Charlie Wenworth, sentado junto a Martha Tuckerman, en el sofá, compartió con ella un instante de anhelo inolvidable. Cuando se miraron a los ojos, les pareció de pronto que la vida juntos sería un paraíso. Se festejarían mutuamente los chistes, se entibiarían los huesos, viajarían al Japón. Martha luego abandonó el sofá y se reunió en la barra con su marido. Ése fue el momento más cercano a la pasión adúltera que tuvo lugar entre los invitados.
La única contrariedad fue que la casa de los Nailles tenía un sendero de entrada circular y, como Tony no pudo encargarse del estacionamiento por estar en cama, la llegada y salida de los huéspedes fue más bien caótica. Nailles se pasó la última media hora del cóctel moviendo autos o pidiendo a la gente que los moviera. A las ocho, todos se habían marchado. Nailles y Nellie cenaron en la cocina unos huevos revueltos con salchichas y ella le mostró la carta.
—Dios —dijo él—, ¿no era la que robaba? Quizá forma parte de una banda. Y ese swami es su cómplice. Es cierto que la sanación milagrosa es lo único que no hemos intentado, pero no sé si estoy dispuesto a arriesgarme.
Los esfuerzos de Nailles por llegar cada mañana a la ciudad en tren habían llegado a tal punto que fue a ver al doctor Mullin, quien le recetó un tranquilizante poderoso. Nailles lo tomaba todas las mañanas con el café, y decía a Nellie que eran vitaminas. El tranquilizante creaba en él la ilusión de que flotaba en una nube, como Zeus en una estampa mitológica. De pie en el andén esperando el tren de las 7:56, se sentía envuelto en su nube. Cuando el tren llegaba, él lo abordaba con su nube y se instalaba en un asiento junto a la ventanilla. Aunque el día estuviera nublado o especialmente frío, aunque los pueblos por los cuales pasaba el tren parecieran sórdidos y deprimentes, nada hacía mella en su nimbo rosado. Se hubiera dicho que flotaba por las vías hasta Grand Central Station, dedicando una sonrisa amplia y levemente distraída a la pobreza, la enfermedad, la opulencia, la belleza de las mujeres desconocidas, la lluvia y la nieve.
A la mañana siguiente del cóctel, un estruendo de disparos despertó a Nellie. Había habido disturbios en los barrios pobres, y por un instante ella se preguntó si los manifestantes habían decidido dejar el gueto y tomar por la fuerza las casas de los ricos en Chestnut Lane. Nailles no estaba en la cama. Nellie se asomó a la ventana y lo vio en el jardín, disparando en calzoncillos su escopeta contra una inmensa tortuga. Aún no había salido el sol, pero el cielo estaba luminoso; y en esa atmósfera pura y grácil el hombre desnudo y la tortuga prehistórica parecían enfrentados en una batalla cómicamente primordial. Nailles apuntó su arma y disparó otra vez. La tortuga recibió el impacto, retrocedió y después se incorporó lentamente como un animal marino, y comenzó a arrastrarse hacia Nailles. Fuera del zoológico, ella nunca había visto un reptil tan grande. Pero el que parecía fuera de lugar en la luz de aquel amanecer era Nailles, no el animal. El jardín, el cielo, el aire mismo parecían los dominios de la tortuga, y Nailles parecía haber irrumpido por error en la escena. Disparó de nuevo y erró. Disparó una vez más y Nellie vio cómo la enorme cabeza de la tortuga se torcía hacia a un costado, alcanzada por la carga de perdigones. Nailles disparó de nuevo, dejó el arma en el pasto, se acercó a su víctima y la alzó por la cola.
—Querido, ¿estás seguro de que la mataste? —gritó Nellie desde la ventana.
—Sí —dijo él, sorprendido de verla en la ventana—. Está muerta. Tiene el cuello roto.
—¿De dónde crees que vino?
—Supongo que del pantano. Debe de tener cien años. Cuando fui al baño la vi cruzando el jardín. Al principio creí que estaba soñando. El caparazón debe de medir no menos de un metro. Podría haber lastimado a un niño o a un perro. Después la entierro.
De regreso en el dormitorio, con el oído derecho aún zumbando por los disparos y el pulso un tanto tembloroso, Nailles dejó caer en su mano un tranquilizante, el último que le quedaba. Era tal el temblor de su mano que la pastilla cayó al suelo y rodó bajo un mueble. Nailles esperó a que Nellie saliera de la habitación. Entonces dobló una percha de alambre hasta darle forma de gancho y, de rodillas junto al mueble, trató de rescatar la pastilla. Pescó dos monedas y un botón pero ni señales de la pastilla. Así que retiró la lámpara que había sobre el mueble y lo apartó de la pared. Era una pieza de por sí pesada, y tenía los cajones llenos de cosas, de manera que no fue fácil moverla, y cuando al fin lo logró no encontró la pastilla por ningún lado, pero vio una grieta en el piso de parqué; por allí seguramente había caído. Aunque introdujo el gancho metálico en la grieta, lo único que pudo extraer fue suciedad.
La mera idea de tomar el tren sin la pastilla liberó todos los síntomas del pánico. Se le aceleró la respiración y se le hincharon los labios. El lugar que ocupaba el dolor en su memoria era extraño: hasta entonces creía no tener el menor recuerdo del dolor, pero la agonía de confusión y humillación que lo asaltó al pensar que tendría que descender en Greenacres y otra vez en Lascalles, y de nuevo en Clearhaven y en Turandot, fue tan vívida como si ya la estuviera haciendo. No podría lograrlo. El coraje no tenía nada que ver. Aunque se impusiera a sí mismo ir hasta la estación, sabía que no lograría abordar el tren de las 7:56. Baños fríos, autodisciplina, plegarias, todo lo que pensó le recordó la atrofia moral de su primer año en los boy scouts. Tenía que ir a la ciudad a ganarse el sustento, por Nellie y por su hijo. Si no podía llegar a la ciudad, los dejaría indefensos, sitiados por el frío, el hambre y el miedo, como refugiados en una ciudad incendiada. Se dio una ducha fría, pensando que quizás eso facilitaría las cosas, pero el agua no atenuó en absoluto la imagen del tren de las 7:56 como un abismo sin fondo. Ignoraba el horario de atención del médico, pero sabía que sin otra receta sería incapaz de cualquier otra cosa.
El consultorio estaba en un edificio de dos pisos, llamados departamentos-jardín aunque no había jardines por ninguna parte. Tocó el timbre y un hombre en pijama abrió la puerta.
—Perdón, debo de haberme equivocado de dirección —dijo Nailles.
—¿Busca al médico?
—Sí, es una emergencia. Un asunto de vida o muerte.
—La dirección es la correcta, pero él ya no trabaja aquí —dijo el desconocido—. Le retiraron la licencia hace tres semanas. Creo que ahora trabaja en un laboratorio de la ciudad.
—¿Qué ocurrió?
—Descubrieron que recetaba toda clase de pastillas ilegales. Perdone pero me pescó desayunando…
—Sí, claro, disculpe —dijo Nailles.
Podía ir a la ciudad en su auto, ¿o no? Podía tomar un ómnibus o un taxi. Un hombre le habló desde un coche estacionado junto al suyo.
—¿Busca al médico?
—Por Dios, sí —dijo Nailles—, sí.
—¿Qué le daba?
—No sé el nombre. Era para el tren.
—¿De qué color eran las pastillas?
—Gris y amarillo. Mitad gris y mitad amarillo.
—Sé cuáles eran. ¿Quiere algunas?
—Por Dios sí, sí.
—Nos veremos en el cementerio de Laurel Avenue. ¿Sabe cuál digo? El que tiene la estatua del soldado.
Nailles llegó al cementerio antes que el desconocido. Era un lugar anticuado, con muchas estatuas, pero el monumento al soldado era una cabeza más alto que la horda de ángeles de piedra. Los sepultureros trabajaban a lo lejos. Nailles había supuesto que las tumbas se cavaban con máquinas, pero esos hombres trabajaban con pico y pala. Pasó junto a una serie de ángeles extraños, algunos de tamaño natural, otros enanos, algunos erguidos sobre las tumbas que bendecían con sus alas abiertas, otros atesorando una cruz con las alas plegadas. El soldado vestía uniforme de la Primera Guerra: el casco como un plato de sopa, polainas, pantalones de montar, botas acordonadas y, en la mano derecha, con la culata apoyada en el suelo, un Springfield de 1912. Lo habían esculpido en una piedra blanca que no se había decolorado pero sí erosionado, desdibujando sus facciones y sus insignias hasta convertirlo en un espectro. El desconocido se acercó a Nailles, con unos tulipanes en la mano que seguramente había robado de alguna tumba. Los depositó en un jarrón a los pies del soldado espectral y dijo:
—Veinticinco dólares.
—Yo pagaba diez por una caja grande —dijo Nailles.
—Escuche —dijo el desconocido—, me pueden dar diez años de cárcel por esto, y una multa de diez mil dólares.
Nailles le dio el dinero a cambio de cinco pastillas.
—El lunes necesitará más —dijo el desconocido—. Nos veremos en los baños de la estación a las siete y media.
Nailles se llevó la pastilla a la boca, pero necesitaba líquido para tragarla. Vio que se había juntado agua de lluvia en una de las urnas conmemorativas, y recogió con la mano lo suficiente como para tragar la pastilla. Mientras iba en su coche hasta la estación, esperó que la pastilla hiciese efecto, que se formara la nube. Para cuando llegó al estacionamiento, ya había comenzado a producirse el efecto maravilloso. Se sentía ligero, sereno, hasta un poco aburrido y distraído. Olvidó meter una moneda en el parquímetro. Cuando terminó su indoloro viaje a la ciudad, telefoneó a Nellie y le dijo que probase con el gurú.