Dos noches antes de que a Tony lo afectara eso que Nailles insistía en diagnosticar como mononucleosis, sus padres habían ido a una cena en casa de los Ridley.
Los Ridley eran una pareja que aportaba a la sagrada institución del matrimonio un toque decididamente mercantil, como si casarse y concebir, criar y educar hijos fuese como manufacturar y comercializar productos de primera necesidad, en cuya elaboración competían con otros fabricantes. No eran George y Helen Ridley; eran los Ridley. Uno sentía que bien podían formar una sociedad anónima y vender acciones de su destino en la Bolsa. En la entrada de su casa habían clavado un cartel que decía Los Ridley. En la puerta de su camioneta habían hecho pintar la misma leyenda. En su casa, las cajas de fósforos, los individuales y las servilletas tenían un monograma con su apellido. Cada vez que recibían invitados, el matrimonio presentaba a sus bellos hijos tal como un vendedor expone los méritos de un modelo nuevo de auto en una concesionaria. Las penas y entusiasmos, los anhelos carnales y sórdidas inquietudes del matrimonio parecían no haber menoscabado jamás la eficacia de su organización. Uno sentía que hasta tenían sucursales y un batallón de vendedores a domicilio.
Los Ridley eran tan mezquinos con su bebida que cuando Nailles y Nellie regresaron a casa, él se dirigió a la barra a preparar una copa para cada uno.
Nailles se puso los anteojos para medir el whisky. A Nellie le pareció que calculaba con excesiva meticulosidad la medida de alcohol, el hielo y la soda, y advirtió que sobre un costado de la boca de su marido había una ancha huella de lápiz labial. Quizás había besado inocentemente a alguien en un rincón, eso no la inquietaba; pero esa marca carmesí le daba un aire ridículo. La utilidad procreadora de Eliot había concluido, pensó Nelie, pero su comezón venérea se mantenía intacta. Mientras Nellie lo miraba, Nailles se rascó la entrepierna, y eso la llevó a preguntarse si no había una obsolescencia alarmante en los hombres pasados los cuarenta, cierto error de cálculo de la naturaleza, al conservarles esa ociosa energía sensual con la que eran capaces de poblar por sí solos una ciudad pequeña. Más tarde, cuando Nailles se le insinuó en la cama, ella no lo expulsó de mal modo pero le dio a entender claramente que no era bienvenido.
A Nailles no le simpatizaban los hombres que temían a las mujeres. Tenía un amigo de joven que padecía esa terrible debilidad. Se llamaba Harry Pile[8], y había temido toda su vida a las mujeres. Naturalmente, el asunto había comenzado con su madre, una mujer impetuosa, de grandes pechos, que con sus órdenes contradictorias había quebrado el espíritu de su marido y castigaba a su único hijo con un bastón nudoso. Cuando Pile tenía ocho o nueve años se enamoró de una chica llamada Janet Forbes, que era un poco impresionable pero bastante formidable a su manera. Tenía músculos, la voz un poco ronca para una niña, y su tío, Wilbert Forbes, había descubierto en Alaska una montaña que llevaba su nombre. Que el objeto de sus desvelos llevase el mismo nombre que una montaña sugería cierta inaccesibilidad que a Harry lo intimidaba y complacía al mismo tiempo. En el colegio y en la universidad, Pile se enamoró invariablemente de mujeres que se caracterizaban por su independencia y su temperamento intratable. Su primer matrimonio fue con una joven bella y enérgica que le dio tres hijas y después huyó con un camarero italiano. Esta experiencia intensificó sus temores. Su segunda esposa era tan recatada, tímida y melancólica que pareció que Pile había superado sus miedos; pero luego resultó que era alcohólica y se convirtió en otra fuente de temor para él. Entretanto las hijas del primer matrimonio se habían convertido en tres jóvenes decididas y porfiadas, y una vez que Pile intentó corregir a la mayor, ella le rompió una lámpara en la cabeza. Fue Pile quien recogió los pedazos y quien puso distancia a partir de entonces.
Pile temía a su secretaria, a la recepcionista y a las desconocidas que se cruzaba por la calle. Cumplidos los treinta enfermó, y cuando Nailles fue a visitarlo al hospital descubrió que, por supuesto, Pile temía a las enfermeras, incluso a las bondadosas y maternales voluntarias que traían libros y revistas a los enfermos. Su deterioro fue fulminante. La última vez que Nailles fue al hospital lo encontró demacrado y apenas capaz de hablar. Le preguntó si necesitaba algo y Pile negó con la cabeza. Le preguntó si había alguien a quien deseara ver y Pile se limitó a suspirar. Hasta que finalmente habló, en un murmullo ronco:
—¿Crees que Dios es mujer? —preguntó. Fue una de las últimas cosas que dijo. Quizá la última, porque murió esa noche.
Nailles no temía a Nellie, pero no la molestó más esa noche. Frustrado e indignado se dirigió al cuarto de huéspedes y durmió allí.
Si uno conocía a Nailles en un tren, avión, barco u ómnibus y le preguntaba a qué se dedicaba, él solía contestar que era bioquímico. Si uno insistía, era probable que dijese que trabajaba para la Saffron Corporation; pero eso era todo lo que uno podía sacarle. Efectivamente había estudiado unos años de bioquímica en la universidad, pero no sólo no había hecho ningún posgrado sino que tampoco se había graduado, y sus conocimientos químicos eran un poco anticuados. Había trabajado para Monsanto, en Delaware, durante cinco años, y después estuvo tres años analizando fertilizantes químicos para la FAO, en Roma. La Saffron Corporation tenía un pequeño laboratorio en Westfield, pero se trataba esencialmente de una empresa que manufacturaba y comercializaba un limpiador para pisos llamado Moppet, una línea de barnices para muebles llamada Tudor y el enjuague bucal Spang.
Nailles se ocupaba principalmente de la comercialización del Spang, y podía decirse que el asunto menoscababa su dignidad. Muchas veces se preguntaba si hubiera sido más digno fabricar colchones, cera depilatoria, vidrios de colores o asientos para inodoro. La respuesta era no. En los comerciales de Spang, dos boxeadores en el cuadrilátero criticaban sus respectivos alientos. El mal aliento era una barrera que se alzaba entre los amantes, los amigos, los esposos. Nailles sabía que en cierto sentido eso era cierto. El mal aliento era una enfermedad, como la obesidad y la melancolía, y la tarea de Nailles era corregirlo. Si la compatibilidad sexual era la piedra angular de un matrimonio sólido, el mal aliento podía llevar al divorcio. El mal aliento podía socavar la autoestima y la dignidad de un hombre. Todo aquel que sospechaba padecerlo hablaba en murmullos en dirección a su camisa, con la esperanza de que el hálito se dirigiese hacia abajo. El mal aliento no hacía diferencias de clase. Nailles había leído que el mal aliento había frustrado la relación de Lord Russell y su amada. El mal aliento podía deteriorar las relaciones entre el sacerdote y su grey. Nailles había notado que el padre Ransome le echaba encima el aliento cuando le extendía la hostia. En la mitología de Nailles, las ninfas se quejaban entre ellas del mal aliento de Príapo. El mal aliento alejaba a los niños del hogar. En las reuniones de gabinete no se prestaba la debida atención al buen estadista por su mal aliento. El mal aliento era causa de guerras.
Saffron era una empresa familiar. Un anciano bondadoso llamado Marshman era el presidente y dueño de la mayoría de las acciones, y el año anterior su hijo Michael se había graduado en la universidad e ingresado en Saffron. Era un joven dinámico, lleno de ideas, detestable. Había encargado una evaluación de todos los productos de Saffron a una consultora. Y el veredicto había sido que la fórmula del Spang era demasiado suave: el inconsciente colectivo asociaba la limpieza con lo astringente, dijeron, y las ventas del Spang aumentarían si su sabor fuera más desagradable. Se había ordenado al laboratorio que preparase una nueva fórmula, y al día siguiente de la cena en casa de los Ridley, Nailles partió en su auto a Westfield para probar el nuevo enjuague bucal. Fue un día insípido. Hacía buches y escupía, más buches y escupía. Nailles no tenía un paladar especialmente sensible, y terminó eligiendo la nueva fórmula al azar. A las cuatro, cuando encaró el regreso a Bullet Park, le ardía la boca, así que se detuvo en un bar sobre la ruta a beber una copa.
Desde afuera, el lugar tenía un aspecto más sórdido que recomendable, pero cuando entró en el salón en penumbras se encontró con uno de esos santuarios en los cuales se podía beber en una atmósfera de sereno recogimiento. El barman vestía un chaleco amarillo. Cuatro hombres bebían whisky en la barra. Uno de ellos alimentaba con papas fritas a un perro callejero.
—Nunca voy más allá de Southwark —dijo otro—, soy incapaz de ir más lejos.
El ritmo de la charla parecía ajustarse a cierta métrica íntima, evocativa y tan azarosa como la poesía. Todos ellos venían de algún lado y se irían a otro lado, pero sentados allí, en la penumbra de las cuatro de la tarde, parecían tan parte del establecimiento como los taburetes de la barra.
—Le pago un trago a quien pueda decir de qué raza es este perro —dijo el de las papas fritas. Nadie aceptó el reto, de modo que él mismo respondió la pregunta—: Mitad beagle y mitad setter irlandés.
Nailles pidió un martini, cosa que lo identificó inmediatamente como un extraño de paso.
—Tuve una novia que se lo pasaba diciendo hola —dijo uno de los parroquianos—. ¿Alguno ha conocido una chica así? —Nadie respondió, así que continuó—: Siempre decía hola. Solía ir a verla los jueves por la noche, después de cenar. El marido jugaba al bowling los jueves. Ella me recibía en bata o algo parecido, me daba un buen beso y lo primero que me decía era hola. Y mientras yo me desvestía y ella me besaba las orejas y todo, seguía diciendo hola, hola, hola… Seguía diciendo hola mientras entrábamos en calor, y cuando estábamos en pleno asunto seguía diciendo hola, cada vez más fuerte, y cuando acababa casi aullaba hola, hola, hola. Después encendía un cigarrillo y me servía un vaso de whisky, siempre lo hacía, y volvía a besarme mientras repetía hola, hola. Cuando yo me vestía y le daba un beso de despedida, seguía diciéndome hola, hola. Quizá decía otras cosas, pero sinceramente lo único que recuerdo es esa manera de decir hola sin parar.
—Las cosas que me decía mi esposa —intervino el cuarto parroquiano en la barra— no me atrevería a repetirlas. Era muy educada para hablar, pero en cuanto se metía en la cama decía cualquier grosería. Peor que una puta. Yo le preguntaba quién le había enseñado a decir esas cosas. Porque de mí no las había aprendido. Me volvía loco de celos. Era una mujer hermosa, y le gustaba salir, y si quería engañarme tenía oportunidades de sobra, porque yo me iba a las siete de la mañana y no volvía hasta las seis y media, y si no la atendían en casa, seguramente se hacía atender en otra parte. Los celos me estaban trastornando. No quería contratar un detective ni seguirla ni nada de eso, pero necesitaba asegurarme, no sé si me explico. Entonces se me ocurrió una idea. La Cosa. Si tenía La Cosa puesta, era porque tenía planes. Yo sabía que guardaba La Cosa en el botiquín, así que era fácil saber qué estaba pasando. Una noche volví a casa y fui al baño a lavarme la cara, y abrí el botiquín y vi que La Cosa no estaba. Pensé que aún la tendría puesta. Así que bajé, muy enojado, y le pregunté qué había hecho todo el día, y ella me dijo que había salido de compras. No había comprado nada, pero se había pasado la tarde mirando vestidos. Yo le dije que me parecía que había estado mirando otra cosa. Ella siguió cocinando, así que le pregunté dónde estaba La Cosa, y por qué tenía que ponérsela para ir de compras. Le grité y la insulté, y ella lloró y lloró, y dijo que tenía La Cosa puesta porque lo habíamos hecho esa mañana. Y con eso me cerró la boca porque yo no recordaba si lo habíamos hecho o no esa mañana. Así que me disculpé y ella dejó de llorar, y cenamos, pero esa noche no permitió que la tocara, cosa que me hizo seguir sospechando. Quiero decir que no se me aplacaron los celos en absoluto. Una semana después fue a visitar a su hermana en Detroit. La llevé en el coche al aeropuerto y le di un beso de despedida, y esa noche cuando volví a casa abrí el botiquín y ahí estaba La Cosa. Así que fui a recibirla al aeropuerto cuando volvió, y todo iba sobre rieles, pero esa noche cuando me lavaba los dientes abrí el botiquín y vi que había dos Cosas. O sea que había dejado La Cosa en casa para engañarme pero había comprado otra en Detroit. Así que le pregunté para qué había comprado una Cosa en Detroit y ella empezó a llorar y dijo que había comprado una Cosa nueva esa tarde porque la Cosa vieja tenía un agujero. Yo pregunté si la había comprado en la farmacia, y ella dijo que sí, así que le dije voy a comprobar la verdad, y llamé a la farmacia y pregunté si ella había comprado una Cosa esa tarde. Dijeron que no anotaban esas compras, y que el empleado de la tarde ya se había ido, así que pedí su número de teléfono, y me lo dieron, y lo llamé, y él dijo que no podía recordar, había sido una tarde muy ajetreada y no podía recordar todas las compras que le habían hecho. Ella seguía llorando, y por supuesto yo me sentía un poco indigno, pero aún necesitaba saber qué estaba pasando. Más o menos una semana después ella dormía y yo me estaba vistiendo para ir a trabajar y se me soltó un botón así que fui a buscar la caja donde ella guardaba las agujas y los hilos, y cuando la abrí me encontré con otra Cosa. Así que volví al dormitorio y se la mostré y le pregunté cuántas putas Cosas necesitaba tener, y ella se cubrió con las frazadas y no me contestó, y yo me fui a trabajar con un botón menos en la camisa. Más o menos una semana después comenzaron a vender la píldora, y ella tiró todas sus Cosas y comenzó a tomar la píldora, así que nunca pude saber. Nos divorciamos seis o siete meses después.
Nailles bebió otra copa y volvió a la ruta. La conversación del bar lo había desconcertado más que entretenido. ¿Qué pensar del tipo que jugaba al bowling? ¿Sabía o le importaba cómo pasaba su esposa los jueves a la noche? Nailles era monógamo, irremediablemente monógamo, la mera existencia de la promiscuidad lo desconcertaba. Se había enamorado de Nellie apenas la conoció, y el éxito de su matrimonio no era para él un asunto sentimental, era una cuestión de vida o muerte. Recordaba un sábado a la tarde poco antes. Nellie se había dormido en sus brazos y él se sintió tan unido a ella que lo embargó una embriaguez absoluta, tal fue la sensación de que, para bien o para mal, eran indivisibles. Nellie roncaba con suavidad, y él sentía una paz suprema. Ella era su chica, su diosa, la madre de su único hijo. Cuando Nellie despertó, dijo:
—¿Roncaba?
—Terriblemente —dijo Nailles—, parecías una motosierra.
—Fue una siesta de lo más agradable —dijo ella.
—Fue de lo más agradable tenerte en brazos mientras dormías —dijo él.
Al llegar a casa, Nailles preparó una copa para él y otra para Nellie, y cuando subió a refrescarse un poco, abrió el botiquín con el mismo propósito obsceno, detestable, que el desconocido del bar. Después, bajó y le preguntó a Nellie cómo había pasado el día.
—Fui de compras —dijo ella—. No compré nada, solamente estuve mirando ropa. No encontré nada que me tentara.
—¿Podemos pasar un minuto al living? Quiero preguntarte algo. —Nellie lo siguió y él cerró las puertas corredizas, para que Tony no los oyese.
Tal como se daban los hechos en una sociedad cuyos cánones sexuales estaban empíricamente a la vista, Nellie, como toda mujer atractiva, había sido abordada por diferentes hombres en su vida. Los episodios que habían tenido lugar eran los siguientes:
Un sábado a la noche, en el club, los Fallow le habían presentado a un joven de apellido Ballard. Ella sacó a bailar, y cuando estuvo en sus brazos, Nellie experimentó una corriente galvánica de sexualidad, mucho más intensa que lo que había sentido jamás por Nailles. Supo que él estaba igual de perturbado mientras se desplazaban lánguidamente por la pista de baile. Si él le hubiera propuesto ir a su auto, ella no habría podido negarse; y además, ¿por qué debía negarse? Estaba bajo el influjo de la más profunda atracción sexual que había sentido en su vida. Él no le propuso nada; no fue necesario. Los dos habían palidecido cuando él se limitó a ofrecerle el brazo y así abandonaron la pista. Pero cuando pasaban frente al bar alguien gritó: «¡Fuego, fuego, fuego!» El bar comenzó a llenarse de humo y los bebedores salieron en tropel empujando a los dos amantes. Entonces Nailles se abrió paso en dirección contraria con un matafuegos en la mano, y se zambulló en el ambiente lleno de humo. La orquesta siguió tocando, pero todas las parejas habían abandonado la pista y contemplaban el espectáculo desde las puertas del salón. Pocos minutos después llegaron los bomberos, y arrastraron una enorme manguera de lona blanca por la alfombra carmesí del salón, y consiguieron apagar el fuego sin inundar el lugar. Los empleados del bar, tosiendo y con los ojos llorosos, comenzaron a llevar las botellas al salón, de dos en dos. Cuando Nailles reapareció por fin, tiznado de hollín, Nellie corrió a su lado y le dijo: «Mi querido, estaba tan preocupada por ti». Después volvieron a casa, y ella nunca volvió a ver a Ballard ni a pensar en él.
Entre los mujeriegos del vecindario había un hombre llamado Peter Spratt, al que todo el mundo llamaba Jack. Su esposa bebía mucho, y la especulación general era si las infidelidades de él habían comenzado por el alcoholismo de ella, o viceversa. En las fiestas, Spratt[9] solía llevar aparte a Nellie y explicarle lo que podrían hacer si alguna vez los dejaban solos. Ella nunca se ofendía, ya veces hasta la excitaban esas palabras de él. Un sábado, Spratt le pidió prestadas a Nailles las tijeras de podar. El lunes al mediodía tocó el timbre. Nellie abrió la puerta. Él entró en el vestíbulo, depositó en una silla las tijeras de podar, y después de dirigirle una mirada sensual y penetrante que la dejó aturdida, dijo: «Ahora te tengo para mí solo». Nunca podrá saberse si Nellie se hubiera resistido o no, porque Nailles, que estaba en cama, resfriado, preguntó desde arriba:
—¿Quién es, querida? —y se asomó por la escalera, en bata y pijama—. Hola, Jack —dijo, al ver a Spratt—, ¿por qué no fuiste a trabajar?
—Me tomé el día —dijo Spratt.
—Brindemos por eso. Entra y bebamos una copa.
Nellie trajo el hielo y los dos hombres bebieron. Spratt nunca volvió a intentarlo.
Otro donjuán del vecindario, Bob Harmon, había invitado varias veces a almorzar a Nellie. En un momento en que ella estaba aburrida de Nailles y de sus desvelos acerca del enjuague bucal, decidió aceptar una de aquellas invitaciones. Tenía treinta y ocho años, ¿qué daño podía hacer un rato de coqueteo inofensivo en una mesa de restaurante? Se encontraron en un bar en la ciudad y él propuso ir a su departamento, en lugar de un restaurante. El lugar estaba preparado con toda la parafernalia de la seducción, incluyendo champán y caviar. Ella comió un bocadito de caviar y bebió un vaso de champán, mientras él le contaba lo estéril que había sido su vida hasta conocerla. Aún no había intentado el menor movimiento de aproximación, cuando el caviar, o algo que había comido en el desayuno, provocó un disturbio volcánico en las entrañas de Nellie. Preguntó dónde estaba el baño y allí permaneció encerrada los quince minutos siguientes, doblada en dos por los espasmos. Cuando reapareció, pálida y temblorosa, dijo que debía irse a casa. Él pareció tan aliviado al verla salir del baño que no puso objeción.
En suma, la castidad de Nellie había sido preservada por un incendio, un resfrío y unos huevos de esturión en mal estado, aunque ella se comportaba como si su virtud fuera una joya emblemática de su carácter, disciplina e inteligencia.
Cuando concluyó la ruin escena en el living, Nellie subió a limpiarse las lágrimas; después sirvió la cena, porque no quería que Tony sospechara nada. Al final de la cena Nailles preguntó:
—¿Hiciste tu tarea?
—Sí, toda —dijo—. Estuve dos horas estudiando.
—¿Qué tal si jugamos unos hoyos de golf?
—Sí, claro.
Nailles sacó unos palos y varias pelotas del armario del vestíbulo, y fueron en el auto a un minigolf en la ruta 64. Nailles calculaba que lo habían construido en los años treinta. Había hoyos con formas de volcán, de puente y hasta de molino. El lugar estaba abandonado desde hacía mucho tiempo. Los hoyos con agua estaban secos, el molino había perdido sus aspas y el césped había desaparecido; sólo quedaba el cemento desnudo, pero la mayoría de los obstáculos estaban intactos, y en las noches de verano el lugar era frecuentado por hombres y niños, aunque había carteles por todas partes prohibiendo el acceso. Por supuesto, no había luces, pero era una noche bastante luminosa. Soplaba un viento suave del oeste, y desde el otro lado del río llegaba el eco de los truenos. Cuando Nailles se describía a sí mismo la escena, cosa que haría más de cien veces en los meses por venir, su relato era más o menos así:
«Estaba avergonzado por la discusión con Nellie, atribuía todo el asunto a oscuras causas psicológicas relacionadas con el enjuague bucal. Si no hubiese ido a Westfield no habría ocurrido nada de eso. Recuerdo lo feliz que me sentía de tener a Tony a mi lado. Le enseñé cómo sostener el palo y cómo leer la caída antes de pegar, y vi que tenía condiciones. Yo había dejado el golf cuatro años antes, pero me pareció que podría retomar si jugáramos juntos. Sé que él no es apuesto —tiene la nariz muy grande, y es demasiado pálido—, pero es mi hijo y lo quiero. Ya dije que soplaba una brisa y se oían los truenos al otro lado del río. Recuerdo los truenos porque pensé cuánto me gustaba ese ruido. Es un sonido tan humano, tanto más que el sonido de los aviones a chorro, me recuerda lo que se siente al ser joven. En mi adolescencia éramos socios del country club, y yo iba a todos los bailes, y cada vez que oigo hasta hoy alguna de las canciones que tocaba la orquesta, recuerdo lo que sentía cuando iba a un baile a los diecisiete años, pero los truenos me lo recuerdan mucho mejor. No es que me sienta joven cuando oigo truenos, simplemente puedo recordar la vitalidad que teníamos en esos tiempos. Hicimos par en el hoyo dos, y en el tercer hoyo había que hacer pasar la pelota por el centro de un viejo neumático. A mí me costó bastante. Tony hizo par, yo ya iba para doble bogey si lograba embocar, cuando de pronto Tony dijo:
»—¿Sabes, papá?
»—Qué —dije yo.
»—Voy a dejar el colegio —dijo él.
»Me tomó con la guardia baja. Realmente. Jamás me hubiese esperado algo parecido. Ante todo, pensé, no debía perder los estribos. Tenía que mostrarme razonable, paciente. Me imaginé un personaje razonable y paciente, como en una obra de teatro, y me dispuse a representar el papel. Pero lo que sentía era que la paciencia era una manta en la que trataba de envolverme, pero se me deslizaba a cada momento. Así que dije, con mucha paciencia:
»—¿Por qué, Tony?
»Y él contesto que porque no aprendía nada. Dijo que Francés le parecía un castigo y que Inglés era peor, porque él leía más que el profesor. Después dijo que Astronomía era una farsa, que el profesor estaba senil. Dijo que cada vez que el viejo apagaba las luces para proyectar una película todos se echaban a dormir, o arrojaban bollos de papel mascado, y que una vez el viejo se había puesto a llorar cuando todos se levantaron de golpe y abandonaron el aula en mitad de una frase de él. Dijo que sabía que el viejo había llorado porque al llegar a la puerta miró hacia atrás y lo vio. Así que se le acercó y le explicó que no querían ser groseros, pero no podían llegar tarde a la clase siguiente, y el profesor le contestó que nadie lo entendía, que él adoraba a sus alumnos, a todos. Entonces Tony me dijo que no podía respetar a un profesor que lloraba delante de él. Mientras tanto habíamos llegado al hoyo cinco, donde hay que hacer pasar la pelota por un arco. Yo hice par, él llevaba tres golpes y parecía tan poco concentrado en el juego como en la conversación. Yo le dije que tenía que graduarse. Le pregunté qué se proponía hacer si no se graduaba, y él dijo que podía hacer un poco de asistencia social en los barrios pobres. Dijo que había un hogar para niños abandonados en donde seguramente podría trabajar. Yo tenía dificultades con mi paciencia, la manta se seguía deslizando de mis hombros a cada momento. Dije que si quería hacer asistencia social yo no tenía inconveniente, y estaba seguro de que su madre tampoco, pero primero tenía que graduarse. Dije que suponía que, para hacer asistencia social, como para cualquier otra cosa, necesitaría formación, y que después de graduarse, con mucho gusto lo enviaríamos a una universidad donde aprendiera la profesión de asistente social. Entonces él dijo que no entendía para qué servía el diploma de graduación si no aprendía nada en la escuela. Dijo que era un pedazo de papel sin valor, una farsa. Yo respondí que, le diese el valor que le diere al diploma, tenía que respetar las reglas del juego. Dije que los pantalones, por ejemplo, quizá no fueran la prenda más cómoda para vestirse, pero una de las reglas del juego era que los varones usáramos pantalones. Le pregunté qué ocurriría si yo fuera a tomar el tren con el culo al aire, y él dijo que no le importaba si yo tomaba el tren con el culo al aire. Si dependía de él, yo podía tomar tranquilamente el tren con el culo al aire. Para entonces ya habíamos dejado de jugar, y los que venían detrás nos pidieron paso, y nosotros nos hicimos a un lado.
»Ya soplaba más viento, y los truenos se oían más cerca, y amenazaba lluvia y había poca luz ya, no alcanzaba a ver las caras de los que jugaban. Creo que eran muchachos del secundario o quizá fuesen más chicos, casi todos de los barrios pobres, con sus pantalones ajustados y sus chaquetas de jean y fijador en el pelo. Tenían voces espectrales, o impostaban la voz de tal manera que sonaban espectrales y cuando uno de ellos estaba por pegar otro se interponía, o le hacía morisquetas o lo molestaba con el palo. No es que me desagraden esos chicos; en realidad me atemorizan, no sé de dónde vienen ni adónde van, y cuando uno no sabe nada de la gente es como estar en la más completa oscuridad. No temo a la oscuridad, pero cierta clase de ignorancia humana me atemoriza. He notado que cuando alguien me produce esa sensación, si lo miro a la cara y puedo ver algún indicio de la clase de persona que es, me tranquilizo; pero como digo, estaba oscureciendo, y no podía ver los rostros de los desconocidos que estaban jugando. Así que ellos pasaban a nuestro lado y nosotros seguíamos hablando del diploma de Tony y de las reglas del juego. Yo dije que cualquier cosa que quisiera hacer tenía que aprenderla, tenía que prepararse. Le dije que incluso si quería ser poeta necesitaba preparación. Y entonces le dije algo que nunca le había dicho antes. Le dije:
»—Tony, te quiero.
»—La única razón por la cual me quieres —dijo él—, o crees que me quieres, es porque puedes darme cosas.
»Yo dije que eso no era cierto, que la única razón por la cual yo era un padre generoso era porque mi propio padre no me había dado mucho. Dije que, como mi propio padre había sido tan mezquino, yo quería ser generoso. Él repitió:
»—Generoso, generoso, generoso, generoso. —Y dijo que sabía bien que yo era muy generoso. Dijo que casi todos los días del año oía algún comentario sobre cuán generoso era yo. Y agregó—: Quizá no me case nunca. No sería el primer hombre de la Tierra que no quisiera casarse, ¿verdad? Quizá sea maricón. Quizá prefiera vivir con un marica apuesto y agradable. Quizá prefiera ser promiscuo y cogerme centenares de mujeres. Hay muchas maneras de hacer las cosas, además de casarse y llenar cunas. Si tener hijos es tan importante, ¿por qué tuviste uno solo? ¿Porqué?
»Entonces le dije que su madre estuvo a punto de morir cuando él nació.
»—Disculpa —dijo él—. No lo sabía.
»Y después dijo que yo tenía que comprender que quizás a él no le interesara volver cada noche a una casa donde lo esperara una bella esposa y un montón de hijos torpes que querían jugar a la pelota con él. Dijo que quizá prefiriera ser ladrón o santo o borracho o recolector de basura o empleado de una estación de servicio o policía de tránsito o ermitaño. Ahí perdí la paciencia. Le dije que tendría que mover el culo y hacer algo útil. Y entonces él dijo:
»—¿Qué? ¿Vender enjuague bucal, por ejemplo?
»Yo tenía el palo de golf en la mano y se lo hubiera partido en el cráneo en ese momento, pero él retrocedió como si me hubiera leído la mente, y arrojó su palo y salió corriendo. De modo que ahí me quedé, en ese minigolf en ruinas rodeado de extraños en la oscuridad, después de haber estado a punto de asesinar a mi hijo. Y lo único que deseaba hacer era perseguirlo y darle con el palo por la cabeza. Estaba furioso. No podía entender cómo mi único hijo, la persona que más quiero en el mundo, podía despertar en mí el deseo de matarlo. Recogí el palo de Tony y subí al auto. Cuando llegué a casa le dije a Nellie que había peleado con Tony, y por supuesto ella tomó partido por el muchacho, a causa de la discusión que habíamos tenido. Así que me serví una copa y me senté frente al televisor… No había otra cosa que hacer. Estuve frente al televisor hasta medianoche, cuando lo oí entrar. No me dirigió la palabra y yo tampoco le hablé. Subió a acostarse y yo hice lo mismo poco después.
»Desde entonces está en cama.