Era un sábado de otoño a la tarde.
Detrás de la casa, cerca del bosque de olmos secos, había un estanque donde en primavera anidaba una bandada de mirlos de alas rojas. Según la ley de su especie, hubieran debido emigrar al sur en otoño, pero la cantidad de comederos llenos de alpiste que había en los jardines del vecindario amortiguó sus instintos migratorios, de modo que las aves, absolutamente confundidas, permanecían todo el otoño y el invierno en Bullet Park. Su canto —dos notas ascendentes y un trino áspero, como el de la cigarra— estaba indisolublemente ligado a los atardeceres de verano, pero ahora se lo oía también en otoño y hasta cuando había nieve. Oír esa música estival en los últimos días clementes del año era como escuchar un fragmento de ópera en el cual la heroína, condenada a muerte, oye en su celda oscura (Orrido Carcere) la dulce melodía de amor entonada al comienzo del segundo acto. Ese día soplaba viento del oeste, y después del almuerzo se empezó a oír el tum-tum-tum del bombo de la banda, ensayando antes del partido de fútbol.
Después de que lo excluyeron del equipo, Tony no dedicó sus horas libres a estudiar los verbos irregulares en francés precisamente. En cambio, leía poesía, como si estuviera compartiendo con los poetas la dolorosa experiencia de estar forzado a representar el papel de espectador. Nunca había leído poesía antes. Nailles no era tan necio como para prohibírselo, pero se sentía incómodo. Podía aceptar que la poesía era una de las artes más elevadas, pero le costaba quitarse de la cabeza la convicción de que el asunto pertenecía a la órbita de las mujeres, o de los hombres de sensibilidad mórbida.
Esa tarde, apenas Tony oyó el bombo, subió a su cuarto y se recostó. Nailles estaba preocupado y lo llamó desde la escalera.
—Tony, Tony, ¿quieres que hagamos algo? Vamos a dar una vuelta, o algo.
—No, gracias, papá —contestó Tony—. Más tarde iré a la ciudad a ver una película, o un partido de básquet.
—Muy bien —dijo Nailles—. Te llevaré a la estación.
Esa noche, cuando se despertó a eso de las tres, Nailles salió de su cama y atravesó el pasillo en dirección al cuarto de Tony. Se sentía viejo, como si durante el sueño le hubiesen canjeado sus fantasías de hombre fuerte y saludable —montañas cubiertas de nieve, mujeres bellas— por los desvelos de un octogenario decrépito que temía haber perdido su dentadura postiza. Se sentía frágil, marchito, como una sombra de sí mismo. La cama de Tony estaba vacía.
—Oh, Dios mío —dijo en voz alta. Su único y amado hijo había caído en manos de ladrones, pervertidos, prostitutas, asesinos o drogadictos. No temía tanto los sufrimientos en sí que pudiera experimentar su hijo como el hecho de que, si Tony experimentara sufrimientos inconcebibles, él carecería de recursos para protegerlo del derrumbe de lo que hasta entonces conformaba su amado reino. Sin su hijo no podía vivir. Sin su hijo temía a la muerte.
Regresó por el pasillo, cerró la puerta de su dormitorio, donde Nellie dormía y bajó a telefonear a la Oficina de Personas Desaparecidas de Nueva York. Nadie contestó. Entonces llamó a la central de policía, pero no tenían datos de nadie que se pareciera a Tony. Les dejó su número y pidió que lo llamasen si había noticias. Bebió medio vaso de whisky y después se paseó por el living repitiendo:
—Oh, Dios mío, oh, Dios mío, Dios mío.
Después volvió a subir, tomó un Nembutal, se metió en la cama y pocos minutos después se durmió. Despertó a las siete y media. Fue al cuarto de Tony. Seguía vacío. Entonces despertó a Nellie y le contó que el muchacho no estaba. Telefoneó otra vez a la Oficina de Personas Desaparecidas, pero no contestó nadie, y cuando llamó a la policía no supieron decirle nada. El siguiente tren de Nueva York llegaba a las 8:10, y como no se le ocurría otra cosa que hacer, trató de infundirse una esperanza tan obstinada como incierta: Tony llegaría en ese tren. Nailles sentía que, si creía en eso con fuerza suficiente, el muchacho reaparecería. Fue en su auto a la estación y, cuando llegó el tren, vio bajar a Tony en compañía de esos misteriosos hombres y mujeres que viajan en tren los domingos por la mañana y que invariablemente llevan misteriosas bolsas de papel en la mano. Nailles abrazó a su hijo hasta que le crujieron los huesos y preguntó:
—Tony, Dios mío, ¿por qué no nos llamaste, por qué no avisaste?
—Era muy tarde, papá. No quería despertarlos.
—¿Qué pasó?
—Bueno, estaba un poco deprimido por el asunto del fútbol, así que al llegar a la ciudad pensé comprar un libro de poesía. Entré en una librería, y me puse a charlar con una mujer muy agradable, la señora Hubbard[6], y se me ocurrió invitarla a cenar y ella me propuso en cambio ir a su departamento. Dijo que podía preparar ella misma la cena; y yo acepté.
—¿Pasaste la noche con ella?
—Sí.
Nailles sabía que su hijo ya era un varón desarrollado, y no tenía motivos para protestar si el muchacho se había comportado como tal; pero ¿qué clase de mujer levantaba a un joven en una librería, y lo arrastraba a su cama?
—¿Era una prostituta?
—No, no, papá. Es muy simpática. Es viuda. Estudió en Smith. El marido murió en la guerra.
El asunto empezó a irritar a Nailles. ¿Porque ella había dado a su marido a la patria, él debía darle su hijo? Las viudas de guerra debían casarse de nuevo, no exhibir su desamparo a los ojos de la sociedad poniendo en evidencia las injusticias de la guerra. Si era tan atractiva, despierta y decente, ¿por qué no había vuelto a casarse?
—No podemos decirle eso a tu madre. La mataría. Tendremos que inventar una excusa. Fuiste a un partido de básquet, se hizo tarde y pasaste la noche en casa de los Crutchman[7].
—Pero la invité a almorzar con nosotros hoy.
—¿Qué?
—La señora Hubbard. Viene a almorzar.
—Oh, Dios mío —dijo Nailles—. ¿Cómo se te ocurrió hacer algo semejante?
—Está sola, y me parece que no tiene muchos amigos, y además tú siempre me has dicho que invite gente a casa.
—Está bien —dijo Nailles—. Diremos lo siguiente: entraste en una librería, conociste a una viuda de guerra que se sentía sola y la invitaste a almorzar con nosotros. Después te fuiste a cenar, viste el partido de básquet y pasaste la noche en casa de los Crutchman. ¿De acuerdo?
—Lo intentaré.
—Más vale que lo intentes.
Nellie abrazó cariñosamente a su hijo cuando llegaron. Tony dijo que había invitado a almorzar a una viuda, y Nailles se apresuró a agregar que Tony había pasado la noche en casa de los Crutchman. El muchacho podía a lo sumo pecar por omisión, pero Nailles lo sabía incapaz de mentirle en la cara a su madre.
—¿Cómo están los Crutchman? —preguntó Nellie—. Hace tanto que no los veo. ¿Es bonito el cuarto de huéspedes? Siempre están insistiendo para que nos quedemos, pero a mí me gusta volver a casa. Deberíamos enviarles una atención. ¿Te parece bien unas flores? Podría escribirles unas líneas.
—Eh, no te molestes —dijo Nailles—. Yo me encargo.
Después del desayuno Nailles preguntó a Tony si quería cortar leña, pero el muchacho dijo que prefería hacer su tarea. La palabra conmovió a Nailles con su carga de inocencia, pubertad, pureza y sencillez; todo eso que había sido corrompido en la cama de aquella viuda de guerra. Cortó leña hasta que se hizo la hora de bañarse y vestirse, y después se sirvió una copa. Nellie estaba cocinando una pata de cordero, y el candoroso aroma invadía la casa. Nailles contempló a su esposa, sondeando el menor indicio de sospecha, aprensión o duda, pero la vio tan inocentemente ajena a todo que fue hasta la cocina y la besó. Después se plantó frente a la ventana del living a esperar.
Tony estacionó el auto y bajó a abrirle la puerta a la señora Hubbard, que descendió riendo. Vestía un abrigo gris abierto, con cuello de terciopelo y traía un paraguas, que apoyaba a su paso como si fuese un bastón. Iba descaradamente del brazo de Tony. Era más baja que él y alzaba el rostro hacia el joven en una actitud de coqueteo que irritó a Nailles. No llevaba sombrero, y tenía el pelo de un rojizo indefinido, sin duda teñido. Nailles le dio treinta años. Usaba tacos muy altos, que destacaban sus pantorrillas. Tenía el rostro demasiado redondo, Nailles se preguntó si a causa del alcohol u otro tipo de excesos. Abrió la puerta y saludó cortésmente, y la mujer le contestó:
—Es un gesto tan divino, compadecerse de una pobre viuda.
Tony recogió su abrigo.
—Encantada de conocerla —dijo Nellie, desde el living—. Por favor, pase —agregó, y señaló vagamente hacia el fuego que ardía en el hogar. Su rostro expresaba el placer que le daba siempre mostrar su casa e invitar a su mesa a quien se sentía solo.
—Qué casa tan divina —dijo la señora Hubbard, los ojos fijos en la alfombra. Nailles sospechó que usaba anteojos.
—¿Puedo prepararle una copa? —preguntó Nailles—. Los domingos acostumbramos beber Manhattans.
—Cualquier bebida me vendría divino —dijo la señora Hubbard, y Nailles se dirigió a la barra. Tony preguntó si podía ayudar. Nailles pensó que podía ayudar echándola de la casa, pero no dijo nada.
—¿Se le hizo pesado el viaje? —preguntó Nellie.
—En realidad, para nada —dijo la señora Hubbard—. Tuve la suerte de encontrar un compañero de viaje de lo más interesante… un joven que según parece tiene propiedades en la zona. No recuerdo su nombre. Creo que era italiano. Tenía los ojos muy oscuros… Hmm —dijo cuando vio una novela sobre la mesa—. O’Hara.
—Estaba hojeándola solamente —dijo Nellie—. Quiero decir, si una conoce gente como la que él describe en ese libro, basta hojear unas páginas para entender lo desequilibrada que tiene la mente ese tipo. La mayoría de nuestro grupo es feliz en su matrimonio y vive con sencillez. Prefiero infinitamente las obras de Camus. —Nellie pronunció Camuuú—. Tenemos un grupo de lectura muy activo, y ahora estamos leyendo Camus.
—¿Qué libro de Camus?
—Ahora no recuerdo los títulos —dijo Nellie—. Estamos leyéndolo todo.
Hay que decir en favor de la señora Hubbard que no insistió en el tema. Tony le trajo un cenicero, y Nailles contempló con atención el comportamiento de su querido hijo. La actitud de Tony hacia ella era viril y cortés. En ningún momento la tocó, pero la miraba de un modo posesivo, íntimo. Parecía completamente satisfecho. Nailles no entendía cómo esa mujer tenía el descaro de presentarse ante ellos después de corromper a su hijo. ¿Era totalmente amoral? ¿Creía que ellos eran totalmente amorales? Pero el sentimiento más intenso y extraño que lo embargaba, ante el aire de superioridad del muchacho, era el de haber sido depuesto. Como en esas leyendas de los tiempos en que los hombres usaban coronas y vivían en torres de piedra, y el príncipe bastardo, el usurpador, lograba acceder al trono. Toda la autoridad sexual que emanaba de su lecho matrimonial y se extendía por todos los cuartos de la casa estaba siendo cuestionada. Como si no hubiera espacio para dos varones en ese reino erótico. Nailles no sentía el desafío sino la inevitabilidad, y sólo pensaba en arrastrar a Nellie arriba y demostrarse a sí mismo, como un gallo viejo, que el cetro aún era suyo, y que el joven príncipe mejor siguiera ocupándose de manzanas de oro y demás tonterías.
—¿Cómo perdió a su marido, señora Hubbard? —preguntó Nellie.
—En realidad no lo sé —dijo ella—. No me dieron muchos detalles. Sólo dijeron que murió en combate, y que eso me daba derecho a la pensión. Pero qué perro más divino —exclamó cuando Tessie entró en la habitación—. Adoro los setters. Papá criaba. Tuvo algunos que incluso ganaron premios.
—¿Dónde? —preguntó Nailles.
—En la isla —dijo la señora Hubbard—. Teníamos una casa muy grande en la isla, hasta que papá perdió su dinero. Y, cuando digo perdió, quiero decir que lo perdió todo.
—¿Dónde competían sus perros?
—Sobre todo en la isla. Una vez llevó uno a un concurso en Nueva York, pero no le gustó el ambiente.
—¿Pasamos al comedor? —propuso Nellie.
—¿Puedo usar las instalaciones antes? —preguntó la señora Hubbard.
—¿Las qué? —preguntó Nellie.
—El baño —dijo la señora Hubbard.
—Sí, claro. Disculpe.
Nellie trinchó el cordero y no se dijo absolutamente nada interesante o significativo hasta más o menos la mitad del almuerzo, cuando la señora Hubbard empezó elogiando las habilidades culinarias de Nellie y pasó a decir:
—Es divino tener un lugar tan apropiado para el almuerzo dominical —dijo—. Mi piso es muy pequeño, y mis ingresos también, así que jamás puedo hacer cordero. Anoche, el pobre Tony tuvo que arreglarse con una hamburguesa.
—¿Dónde fue eso? —preguntó Nellie.
—Emma me dio de comer en su casa —dijo Tony.
—¿No estuviste en casa de los Crutchman?
—No, mamá —dijo Tony.
Nellie comprendió todo de golpe y quedó con la mirada perdida en el aire. ¿Debía abalanzarse a la yugular de esa desconocida que había mancillado a su inocente hijo? Puta. Perra. Yegua. Degenerada. ¿Debía echarse a llorar y abandonar la mesa? Tony era el único que miraba a su madre, y parecía estar temiendo cada una de estas alternativas. ¿Qué ocurriría entonces? Él iría tras ella, escaleras arriba, repitiendo: «Mamá, mamá, mamá». Y Nailles pediría un taxi que se llevase para siempre a la sucia señora Hubbard. Pero Nellie se limitó a dejar su plato, encender un cigarrillo y a continuación dijo:
—Juguemos al Baúl de la Abuela. Siempre jugábamos cuando Tony era niño y las cosas no andaban bien.
—Sí, juguemos —dijo la señora Hubbard, que no terminaba de entender lo que estaba ocurriendo.
—Abrí el baúl de la abuela y metí un piano de cola —dijo Nellie.
—Abrí el baúl de la abuela y metí un piano de cola y un cenicero —dijo Nailles.
—Abrí el baúl de la abuela y metí un piano de cola y un cenicero y un libro de Dylan Thomas —dijo la señora Hubbard.
—Abrí el baúl de la abuela y metí un piano de cola y un cenicero y un libro de Dylan Thomas y una pelota de fútbol —dijo Tony.
—Abrí el baúl de la abuela y metí un piano de cola y un cenicero y un libro de Dylan Thomas y una pelota de fútbol y un pañuelo —dijo Nellie.
—Abrí el baúl de la abuela y metí un piano de cola y un cenicero y un libro de Dylan Thomas y una pelota de fútbol y un pañuelo y un bate de béisbol —dijo Nailles.
Así llegaron al final del almuerzo, y cuando se levantaron de la mesa la señora Hubbard pidió que la llevasen a la estación. Agradeció a Nailles y a Nellie, se puso el abrigo, abrió la puerta y volvió sobre sus pasos, haciendo a un lado a Tony:
—Casi me olvido el paraguas.
Cuando el taxi se alejaba, Nellie se puso a llorar. Nailles la abrazó, mientras le decía:
—Ya pasó, querida, ya pasó.
Pero ella se soltó y subió a su dormitorio. Cuando Tony volvió, Nailles le dijo que su madre estaba descansando.
—Por el amor de Dios, hijo, te pido que nunca vuelvas a hacer algo semejante.
—No lo haré, papá —dijo Tony.