6

Tony se había anotado en fútbol ese año, y logró entrar en el equipo B. Sus calificaciones seguían dejando que desear, especialmente francés, donde sus notas eran tan bajas que a la profesora le daba vergüenza anotarlas en el boletín. Una tarde, cuando él se disponía a sumarse al equipo para entrenar, dijeron por el altavoz que debía presentarse en dirección. A Tony le inquietaba menos enfrentar al director que perderse parte del entrenamiento. Cuando entró en dirección, una secretaria le dijo que se sentara a esperar.

—Pero tengo entrenamiento de fútbol. Ya estoy llegando tarde.

—El director está ocupado —contestó la secretaria.

—¿Puedo volver más tarde? ¿O mañana?

—Mañana también llegarías tarde a entrenamiento.

—¿No puedo verlo en horas de clase?

—No.

Tony miró alrededor. A pesar de la inexorable atmósfera de estudio que regía los claustros, aquel lugar le pareció de una exasperante irrealidad. El única elemento concreto y perdurable era una vitrina repleta de trofeos de atletismo que había contra la pared. A su debido momento lo hicieron pasar a la oficina del director y le dijeron que tomara asiento.

—Tony, ya reprobaste dos veces francés —dijo el director—, y todo indica que volverás a reprobar este año. Tus padres quieren que vayas a la universidad y, como bien sabes, para ingresar necesitas haber aprobado al menos un idioma moderno. Tu coeficiente intelectual es muy elevado, la señorita Hoe y yo no entendemos qué es lo que pasa.

—Soy incapaz de hablar en francés, señor —dijo Tony—. Sencillamente no puedo con la pronunciación. A mi padre le pasa lo mismo. Es sólo eso. Suena falso.

El director presionó el intercomunicador y dijo:

—Señorita Hoe, ¿puede hablar ahora con Tony?

La respuesta afirmativa se oyó clara y nítida:

—Por supuesto.

—Ve a ver a la señorita Hoe —dijo el director.

—¿Puedo verla después de clases mañana, señor? Me estoy perdiendo el entrenamiento de fútbol.

—Creo que la señorita Hoe tiene algo que decirte al respecto. Te está esperando.

La señorita Hoe estaba esperándolo en un aula cuya luminosidad no sirvió de nada para reanimarlo. Faltaba poco para que atardeciera; Tony ya se había perdido el precalentamiento y los ejercicios de pase y tacle. La señorita Hoe estaba sentada delante de un afiche enorme de los muros de Carcassonne. Era la única superficie de colores normales en toda la habitación. Las luces fluorescentes del cielo raso y su reflejo en el esmalte de las paredes daban al aula el aspecto de una caverna incandescente, completamente ajena a la penumbra en que se iba extinguiendo la tarde otoñal allá afuera; era como si la energía que iluminaba aquella habitación viniera de otro condado, mucho más al norte, donde ya estaba nevando. Los pupitres y el escritorio eran de plástico brillante. Hasta el encerado del piso vinílico encandilaba.

—Entra, Tony. Toma asiento, por favor. Es hora de que conversemos un poco.

La señorita Hoe[5] podría haber sido bonita —sus rasgos eran menudos y delicados—, pero tenía la piel de una palidez macilenta y bajo aquella impiadosa luz se le notaban unos pelos en el mentón. Su cintura era muy estrecha, y parecía darle orgullo porque siempre usaba cinturones o cadenas que le marcaran el talle, ya veces se recogía el pelo con una vincha de lo más juvenil. Su boca era demasiado pequeña, si se consideraba el arduo esfuerzo que implicaba la pronunciación de las vocales francesas. No usaba perfume, y su cuerpo exhalaba la acre tibieza humana de todo final de jornada.

Por supuesto, vivía sola; pero respetaremos su intimidad evitando toda intromisión en los aspectos clínicos de su virginidad, así como en el inventario de muebles y adornos que atestaban su departamento de un ambiente. Su soltería la predisponía a auténticos ataques de pánico. Tenía cuatro cerrojos en la puerta de su departamento, y siempre llevaba en el bolso un frasco de amoníaco, para echarle a los ojos a quien la atacara en la calle. Había leído por ahí que los ataques de pánico era un síntoma de represión sexual. Podía entender que su soltería y su virginidad la hicieran reprimida a los ojos de los demás. Pero el pánico debía adjudicarse en partes por lo menos iguales a la represión y a las noticias que traían los diarios. No era su represión lo que había hecho aumentar los casos de abuso sexual. La señorita Hoe había terminado por creer que había una conspiración anárquica de psicópatas en marcha. Mujeres como ella aparecían violadas, mutiladas o estranguladas todas las semanas, e incluso diariamente. Cada momento sola en la oscuridad la hacía desfallecer de miedo. Y, como soñaba a menudo que era violada por un energúmeno en una zanja, su represión había terminado por fundirse con el pánico.

—¿Qué día naciste, Tony? —preguntó.

—El 27 de mayo.

—Lo sabía —dijo ella—. Géminis.

—¿Qué?

—Es la constelación bajo cuyo signo naciste. Géminis determina muchas de las características de tu personalidad, y casi me animaría a decir de tu destino. Los hombres nacidos bajo el signo de Géminis son buenos para los idiomas. Eso demuestra que podrías hacer mejor las cosas en mi clase, incluso podrías hacerlas en forma brillante. No se puede negar la influencia de las estrellas, ¿no crees?

Tony desvió los ojos hacia la ventana. Aún había luz para ver el contorno y hasta el color de los árboles, lo suficiente como para competir con la incandescente caverna en la que estaban; pero en diez minutos ya no sería capaz de ver en la ventana otra cosa que el reflejo de la señorita Hoe y de sí mismo. No sabía nada de astrología, salvo que era un pasatiempo para tontos. Si la señorita Hoe era capaz de leer en las estrellas, seguramente ya sabría (y en eso Tony acertaba) que su destino era vivir sola, sin amor, sin hijos y sin consuelo.

Entonces ella suspiró, y él tuvo súbita conciencia de la manera en que respiraba: la tenue sibilancia de ese pecho magro al llenarse y vaciarse. Fue una sensación de tal intimidad —como si uno estuviera en brazos del otro—, que Tony corrió la silla hacia atrás con brusquedad. El sonido de las patas contra el piso vinílico quebró el trance.

—Tony, he hablado de todo esto con el señor Northrup y llegamos a una conclusión. Ya que te resulta tan difícil administrar tu tiempo, vamos a ayudarte. Queremos que dejes fútbol.

El muchacho no se esperaba tan desproporcionado castigo. No quería llorar, pero sus conductos lacrimales se estaban congestionando. Esa mujer no sabía lo que decía. Qué podía saber de fútbol una profesora de francés. Tony amaba el fútbol, la táctica, la repentización, la camiseta y hasta la pelota misma, su forma, color y olor, el modo en que giraba en espiral en el aire y encajaba a la perfección entre su brazo y su caja torácica. Amaba la época del año en que se jugaba, amaba los viajes en ómnibus a otras escuelas, incluso amaba estar en el banco de suplentes. No había nada más natural que el fútbol para él en esa época de su vida. ¿Cómo podían despojarlo de eso y reemplazarlo con verbos franceses?

—Señorita Hoe, usted no sabe lo que está diciendo.

—Tony, me temo que lo sé perfectamente. Ya hablé con el entrenador.

—¿Con el entrenador?

—Sí, y él también cree que sería mejor para ti y para la escuela, y hasta para el equipo de fútbol, que dedicaras más tiempo a tus estudios.

—¿El entrenador dijo eso?

—El entrenador dijo que pones mucho entusiasmo, pero que de ningún modo te considera indispensable. A veces se pregunta si no estás perdiendo el tiempo.

Tony se puso de pie.

—¿Sabe qué, señorita Hoe? —dijo.

—Qué, Tony. ¿Qué quieres decirme, querido?

—Que podría matarla —dijo él—. Podría estrangularla en este instante.

Ella se echó hacia atrás, tumbó la silla contra los muros de Carcassonne y comenzó a gritar. El griterío atrajo al señor Graham, el profesor de latín, y al señor Clark de ciencias. Ambos entraron corriendo en el aula. La señorita Hoe estaba contra la pared, detrás de su escritorio, señalando con el brazo extendido a Tony.

—Intentó matarme —gritó—. Quería matarme.

—Vamos, vamos, Mildred —dijo el señor Graham—. Cálmate, por favor.

—Quiero que venga la policía —siguió gritando ella—. Llamen a la policía.

El señor Clark pidió por el intercomunicador a la secretaria que llamase a la policía. Luego levantó la silla de la señorita Hoe. Ella se sentó, aún jadeante y temblorosa pero con la severidad con que enfrentaba a una clase díscola. Tony se limitaba a mirarse las manos. Poco después oyeron a lo lejos el sonido de una sirena policial, cuya perentoriedad y estridencia se correspondía menos con el crepúsculo otoñal que con un drama televisivo en el que ellos eran los actores y lo que estaba en juego no eran minucias tales como un puñado de malas notas en francés o una reacción mal interpretada. Tony era el hermano perdido de la señorita Hoe, que había regresado del extranjero con la noticia de que la bella madre de ambos era una reconocida espía comunista. El profesor de ciencias era el marido de la señorita Hoe —un fracasado cuyas desventuras comerciales y excesos alcohólicos la habían llevado a ella al borde del colapso nervioso—, y el señor Clark era del FBI. Cuando calló la sirena policial, fue como si el dilema que los comprometía se interrumpiera momentáneamente para dar paso a una tanda comercial de analgésicos y detergentes, hasta que el oficial de policía entró en el aula y preguntó:

—¿Qué ocurre aquí?

El oficial se esperaba un caso de vandalismo. Aunque no fuera la hora del día en que ocurrían tales episodios, ésa era la causa habitual de los llamados que recibían de la escuela. Pero qué era lo que llevaba a los chicos a destrozar las tapas de los pupitres y romper las ventanas, lo ignoraba olímpicamente.

La señorita Hoe alzó la cabeza. Su rostro bañado en lágrimas era patético.

—Intentó matarme —dijo, señalando a Tony—. Quería matarme.

—Vamos, Mildred —dijo el señor Clark—. Cálmate, ya pasó.

—¿No hay protección para mujeres como yo? —exclamó ella fuera de sí—. ¿Van a quedarse así, sin hacer nada, y dejar que siga suelto este asesino, hasta que una noche me encuentren estrangulada en un callejón? ¿Cómo saben que no tiene un cuchillo? ¿Lo han registrado? ¿Le han preguntado siquiera si está armado?

—Hijo, ¿estás armado? —preguntó el policía.

—No —dijo Tony.

—¿Has intentado matar a esta señora?

—No, señor —dijo Tony.

—¿Querías matarla?

—No, señor. Me enojé con ella y le dije que quería hacerlo, pero no la toqué. Ni pensaba tocarla.

—Exijo que hagan algo —dijo la señorita Hoe—. Tengo derecho a que me protejan.

—Señora, ¿quiere presentar cargos? Serían por amenaza e intento de agresión.

—Eso mismo —dijo la señorita Hoe.

—Muy bien; nos lo llevaremos a la comisaría. Vamos, hijo.

El pasillo estaba atestado de profesores, secretarias y empleados de mantenimiento. Nadie sabía lo que había ocurrido y todos preguntaban a todos de qué se trataba todo aquel alboroto. Tony y el policía ya habían llegado al fin del pasillo y estaban a punto de desaparecer de la vista de todos cuando la señorita Hoe gritó desde el otro extremo:

—Oficial, oficial.

Era una voz tan atribulada que el policía se frenó en el acto y se volvió.

—¿Pueden llevarme a casa en su patrullero?

—¿Dónde vive?

—En Warwick Gardens.

—Está bien.

—Déme un minuto.

Se puso el abrigo, apagó las luces del aula, cerró la puerta con llave y se abrió paso por el pasillo hasta llegar donde ellos esperaban. Subió al asiento trasero del patrullero. Tony iba adelante, entre los dos policías.

—Muy amables de su parte llevarme a casa —dijo la señorita Hoe—. Les agradezco. La oscuridad me da un miedo terrible. Cada vez que bajo a almorzar a la cafetería lo primero que pienso es que en cuatro horas va a oscurecer. Ojalá nunca anocheciera… nunca. Sin duda habrán sabido de esa mujer que apareció estrangulada en Maple el mes pasado. Tenía mi edad, el mismo nombre de pila que yo, hasta éramos del mismo signo. Y todavía no encontraron al asesino…

Uno de los policías la acompañó hasta la puerta del edificio, y después siguieron viaje hasta la comisaría, en el centro del pueblo. Tony explicó que su madre estaba en la ciudad, pero que su padre generalmente regresaba en el tren de las 18:32.

—El juez no vendrá hasta las ocho —dijo uno de los policías—, y no podemos darte entrada si no está el juez. Pero no te veo muy peligroso, de manera que te entregaremos en custodia a tu padre apenas él vuelva a casa. Esa mujer parecía un poco histérica…

Era, por supuesto, la primera vez que Tony pisaba una comisaría. El edificio era nuevo, nada rudimentario pero un poco sórdido. Los tubos fluorescentes emitían una luz desangelada, granulosa, y una voz extraordinariamente áspera brotaba de una radio: «Altura: un metro sesenta y ocho», estaba diciendo la voz. «Ojos: azules. Dientes: torcidos. Cicatriz en la mejilla derecha. Mancha de nacimiento en la nuca. Peso: ochenta kilogramos. Buscado por asesinato…»

Anotaron el nombre y la dirección de Tony y le dijeron que tomara asiento. El único otro civil era un hombre de aspecto descuidado, que llevaba una bufanda de seda blanca al cuello. Su ropa estaba grasienta y raída y tenía las manos sucias, pero la bufanda de seda blanca era una declaración de dignidad.

—¿Cuánto tiempo me tendrán aquí? —preguntó al oficial detrás del escritorio.

—Hasta que venga el juez.

—¿De qué se me acusa?

—Vagancia.

—Lo único que hice fue tomar un taxi hasta la Veintisiete —dijo el vagabundo—. En el camino le pedí al tipo que frenase porque quería mear, y apenas bajé, él arrancó y se fue. ¿Por qué haría algo así? —El oficial carraspeó y luego tosió—. Veo que no le queda mucho en este mundo —dijo el vagabundo—. Con una tos así, no le doy muchos años. Ja, ja, ja. Eso mismo me dijo un médico hace veintiocho años. ¿Y sabe dónde está ahora? Dos metros bajo tierra. Alimentando las margaritas desde abajo. Murió un año después de decirme lo que me dijo. El secreto para mantenerse joven es leer libros para niños. Si uno sigue leyendo libros para niños, se mantiene joven. Las novelas, la filosofía y todas esas cosas nos hacen envejecer. ¿Le gusta pescar en el río?

—A veces —dijo el oficial con toda la indiferencia posible.

El vagabundo ofendía su olfato, su visión y su sentido de armonía de las cosas, no por su evidente excentricidad sino porque ya había oído la misma historia muchas veces.

Eran todos iguales, se parecían entre sí mucho más que los ejecutivos que tomaban el tren de las 18:32 desde la ciudad. Todos los vagabundos tenían teorías igualmente descabelladas, antecedentes igualmente excéntricos, practicaban dietas igualmente absurdas, apelaban a los mismos trucos para iniciar una conversación y solían llevar siempre una prenda refinada y sucia como aquella bufanda de seda blanca.

—Espero que no coma lo que pesca —dijo el vagabundo—. Ese río no es más que una cloaca. Toda la mierda de Nueva York viene con la marea dos veces al día. Usted no se comería un pescado que encontrara en el inodoro, ¿verdad? ¿Verdad?

Entonces se volvió a Tony y le preguntó:

—Hijo, ¿por qué estás aquí?

—No se lo digas —intervino el oficial—. No tiene derecho a hacer preguntas.

—¿No puedo mostrarme amable? —dijo el vagabundo—. Si conversamos un poco, tal vez descubramos algún interés en común. Por ejemplo, yo estudié las costumbres y la historia de los indios cherokees, cosa que le parece interesante a mucha gente. Una vez viví tres meses en una reserva de Oklahoma. Vestía su misma ropa, estudiaba sus costumbres y comía su comida. ¿Sabían que comen perros? Es su alimento favorita. Los hierven, o a veces los asan, y…

—Cállese —dijo el oficial.

A las siete menos cuarto llamaron a Nailles a su casa. Él dijo que iría para allá inmediatamente. Cuando entró en la comisaría y vio a su hijo, el primer impulso que tuvo fue abrazarlo, pero a último momento se contuvo.

—Puede llevárselo —dijo el oficial—. No creo que haya pasado nada. Él mismo se lo contará. Me parece que la persona que levantó cargos contra él estaba un poco histérica.

Mientras volvían a casa, Tony relató a su padre lo que había ocurrido. Nailles fue incapaz de ofrecer al muchacho un consejo, una opinión, una experiencia similar, cualquier reacción mínimamente paterna que fuera de utilidad en un momento como ése. Comprendía lo que significaba para el muchacho saberse excluido del equipo y hasta podía coincidir con las amenazas a la señorita Hoe. Entonces se levantó una brisa al paso del auto, y arremolinó hojas de todos los colores —sobre todo amarillas— a la luz de los faros.

Todo lo que pudo decirle Nailles a su hijo fue:

—Me encanta cuando las hojas se arremolinan a la luz de los faros. No sé por qué. Quiero decir, no son más que hojas secas, no sirven para nada, pero me encanta verlas flotar así.