5

Cuando Tony llevaba diecisiete días en cama hubo una semana de inesperado buen tiempo, y Nailles despertó una de esas mañanas sintiéndose maravillosamente. Eran más o menos las seis. El sol aún no había salido, pero el cielo resplandecía. Se afeitó, se bañó y se internó en el costado de la cama que ocupaba Nellie, y al abrazarla la sintió mucho más joven de lo que sabía que era. Era como si el amor que sentían el uno por el otro los librara del paso del tiempo, o al menos alejara por un rato las características menos favorables de ambos, dándoles absoluta libertad para el goce mutuo. Cuando se asomó por la ventana, el paisaje delante de sus ojos parecía un paraíso. Sabía que no lo era. Bajo el pasto corría el desagüe hacia el pozo ciego y esa bandada de cardenales entre los árboles seguramente tenía piojos. Pero aun sabiendo que el brillo de su plumaje y la claridad de su canto nada tenían que ver con la paz en la tierra, con el amor o con las cuentas bancarias, le infundieron tal exaltación que abrió los brazos como si pudiera abrazar el paisaje y aquellas aves.

—Me siento tan bien —dijo—. Algo pasó mientras dormía. Es como si me hubieran ofrendado algo. Siento que todo volverá a ser como era cuando todo era maravilloso. Tony se levantará hoy o quizá mañana, y volverá a la escuela. Sencillamente sé que todo saldrá bien.

Nailles se hizo un abundante desayuno y después subió a la habitación de Tony. El hecho de que ninguno de ellos hubiera estado nunca enfermo hizo doblemente foráneo el hedor que lo asaltó al entrar. Las persianas estaban bajas, las ventanas cerradas. Tony dormía en calzoncillos, con el torso desnudo, la piel de un color avinagrado. Tenía el pelo revuelto, llevaba por lo menos un mes sin cortárselo. Abrazaba con desesperación la almohada.

—Despierta, Tony —dijo Nailles—. Es un día maravilloso, maravilloso. Despierta y echa un vistazo. —Abrió las persianas y la luz inundó el cuarto del enfermo—. Mira, Tony, cómo todo resplandece. Nadie puede quedarse en cama con un día así. Es como un desafío, hijo. Tienes todo por delante. Irás a la universidad, tendrás un buen empleo, podrás casarte y tener hijos. Tu vida te espera. Acércate a la ventana.

Tomó a su hijo de la mano y lo alzó de la cama y lo llevó hasta la ventana, y le apoyó el brazo sobre los hombros y se quedó a su lado.

—Mira cómo todo resplandece. ¿No te sientes mejor?

Tony cayó de rodillas al piso.

—Mañana, papá —sollozó—. Tal vez mañana.

Nailles se sintió como un niño que desde la cima de una colina contempla el orden subyacente, el evidente sentido en que se sucedían los techos, los árboles, las calles y el río que corría a sus pies. Había un sentido evidente en su amor por Nellie y en la luz de aquella mañana, ¿pero cuál era el sentido, el mensaje, la lección a aprender del abatimiento de su hijo? El dolor les ocurría a los demás; el pesar y el sufrimiento les ocurrían a los demás; había habido una terrible equivocación. Tony sollozaba con violencia, y de pronto habló, aulló:

—Devuélveme las montañas.

—¿Qué dijiste, hijo?

—Devuélveme las montañas.

—¿Qué montañas, hijo? —preguntó Nailles—. ¿Te refieres a aquellas montañas que escalábamos? En realidad no eran lo que se dice montañas, ¿verdad? ¿Recuerdas cuando trepábamos de Franconia a Crawford? Lo pasábamos bien, ¿o no? ¿Te refieres a esas montañas?

—No lo sé —dijo Tony y volvió a la cama.

—Tengo que irme, o perderé el tren —dijo Nailles—. Te veré esta noche.

Mientras esperaba el tren de las 7:56, Nailles evitó las preguntas acerca de la salud de su hijo y se autoconvenció de que tenía monocucleosis. Estaba de pie en el andén, entre Harry Shinglehouse y Hammer. Nailles y Hammer leían el New York Times. Shinglehouse leía el Wall Street Journal. Desde aquella cena, Nailles y Hammer se saludaban y eso era todo. A veces tomaban el mismo tren por la mañana, pero Nailles había coincidido una sola vez con su vecino en el tren de vuelta de las 18:32, y se lo encontró dormido en el asiento, fuera porque estaba borracho, cansado o ambas cosas. Llevaba un maletín negro sobre las rodillas, estaba encorvado en una posición patética, desesperante. ¿Qué padecen los hombres y mujeres que se duermen en los trenes y en los aviones? ¿Por qué parecen tan desamparados, vapuleados, abatidos? Uno los oye roncar, los ve retorcerse y murmurar en sueños, como si fueran víctimas de una tragedia terrible, aunque sólo están volviendo a su hogar para cenar y cortar el césped. Nailles se quedó contemplando a su vecino aquella tarde y, como no despertó en Bullet Park, le sacudió el hombro y dijo:

—Ya llegamos.

—¿Eh? Gracias —dijo Hammer. Fueron las únicas palabras que cruzaron.

Esa mañana se saludaron con un gesto de la cabeza y siguieron leyendo sus diarios plegados, mientras las vías vibraban al paso del expreso de Chicago, que venía dos horas retrasado y pasó a unos ciento cuarenta kilómetros por hora. Nailles sujetó su sombrero, bajó el diario y cerró los ojos, porque el estrépito del tren era como el de una turbina. Cuando abrió los ojos vio que el tren se perdía vertiginosamente en la distancia soltando un penacho de vapor que parecía una cola de cerdo. Retomó la lectura del Times hasta que advirtió que Harry Shinglehouse había desaparecido. Se volvió bruscamente para comprobar si Harry había cambiado de lugar mientras él leía, pero no lo vio por ninguna parte. Miró entonces hacia las vías, y vio un zapato marrón muy lustrado entre los durmientes.

—Dios mío —dijo—. Ese tipo. Cómo se llama. El tren se lo chupó.

—¿Hmmm? —dijo Hammer, y bajó su diario.

—Shinglehouse. Ha desaparecido.

—Dios mío, es cierto —dijo Hammer.

—¡Shinglehouse! —gritó Nailles—. Está muerto. Lo pisó el tren.

—¿Qué hacemos? —preguntó Hammer.

—Hay que avisar a la policía —dijo Nailles—. Voy a llamar a la policía.

Había una cabina telefónica al final del andén y Nailles corrió hacia ella y llamó a la policía.

—Agente Shea —dijo una voz.

—Escuche —dijo Nailles—. Mi nombre es Eliot Nailles. Estoy en la estación de tren. Acaba de pasar el expreso de Chicago, y se chupó a Shinglehouse. Creo que lo pisó el tren.

—No entiendo —dijo el patrullero.

Nailles tuvo que repetir la historia tres veces. El tren de las 7:56 entró en la estación, y todos menos Hammer y Nailles lo abordaron. Pocos minutos después oyeron la sirena y vieron las luces de un patrullero. Dos agentes entraron corriendo en el andén.

—Estaba de pie, aquí mismo, junto a nosotros —dijo Nailles—. Ése es su zapato. Estaba de pie junto a nosotros, y entonces pasó el tren, y no lo vimos más.

—¿Dónde esta el cuerpo?

—No lo sé —dijo Nailles.

—Creo que será mejor que vengan con nosotros a la comisaría para que los interroguemos.

—Pero tenemos que ir a trabajar —dijo Hammer—. Yo tengo una reunión.

—Yo también —dijo Nailles—, y de todos modos no sabemos nada. ¿Por qué no llaman a la policía ferroviaria? —Era un tiro a ciegas, pero alguien tenía que hacer algo para que las cosas siguiesen su curso, y el policía pareció agradecer la sugerencia. El otro recogió el zapato de las vías, y los dos volvieron al patrullero. De pronto, Hammer se echó a llorar.

—Calma —dijo Nailles—. Vamos. Ya está. ¿Era amigo suyo?

—No —sollozó Hammer—. Ni lo conocía, al pobre infeliz.

—Vamos, vamos —dijo Nailles, y pasó un brazo sobre los hombros de Hammer. Aunque apenas se conocieran, el accidente había instaurado una rara intimidad entre ellos. Hammer contuvo sus sollozos, pero Nailles mantuvo el brazo sobre los hombros de su vecino, y así los vieron subir los pasajeros del tren de las 8:11. Nailles y Hammer fueron juntos a la ciudad, sobrecogidos por el misterio de la vida y la muerte.

El episodio salió en el diario de la tarde. El desaparecido estaba sin trabajo y dejaba esposa y tres hijos. Había sido candidato a concejal por los republicanos, y trabajaba en publicidad. Nailles pensó en llamar a la viuda, pero no se le ocurrió qué decirle.

Al día siguiente amaneció nublado y lluvioso. Nailles se durmió, y perdió el tren que tomaba siempre. El tren local en el que tuvo que viajar hizo veintidós paradas entre Bullet Park y Grand Central. Las ventanillas sucias y el cielo nublado terminaron de deprimirlo. No podía olvidar el zapato de Shinglehouse. Se sentía raro. Leyó su ejemplar del Times, pero, con excepción de las páginas deportivas, las noticias le parecían de otro planeta. Un loco con una carabina había masacrado a diecisiete personas en un parque de Dallas, entre las víctimas había un arzobispo que estaba paseando a su perro. Se libraban las guerras de costumbre. El sindicato de músicos, el de pilotos aéreos, el de bomberos, el de artistas circenses y el de marineros amenazaban con entrar en huelga. El secretario de la Casa Blanca desmentía los rumores de una pelea a puñetazos entre el Presidente, el secretario de Estado y el de Defensa. La sequía amenazaba la cosecha de trigo. En Ohio se había visto un objeto volador no identificado. Un peluquero de Linden, Nueva Jersey, había matado a balazos a su esposa, sus cuatro hijos y su perro, y se había suicidado. Una densa niebla de tres días en Chicago había paralizado la mayoría de los transportes causando grandes pérdidas. Nailles intentó el ingenuo recurso de levantarse el ánimo haciendo un inventario de su buena suerte. ¿Lo habían pescado robando? No. ¿Lo habían asesinado en un parque? No. ¿Había quedado atrapado en un edificio en llamas, en un glaciar a la deriva, lo había mordido un perro rabioso? No. Entonces, ¿por qué no estaba más contento?

El tren se detuvo en Tremont Point, en Greenacres, en Lascalles, en Meadowvale y en Clearhaven. El viaje le pareció intolerable. ¿Por qué? Lo había hecho mil veces. ¿Por qué ese trayecto más que conocido entre su hogar y la oficina le parecía ahora tan tortuoso? Respiraba con esfuerzo, tenía náuseas, las manos transpiradas y una lluvia oscura caía en su corazón. Cuando el tren llegó a Longbrook, Nailles manoteó su impermeable, se abrió paso entre los pasajeros que subían y bajó del vagón. El tren se alejó y Nailles quedó solo en el andén de aquella estación ferroviaria suburbana a las ocho y media de la mañana.

El sentimiento de estar vivo consistía, para Nailles, en una sucesión de puentes que conectaban los distintos mundos en los que transcurría su vida. Y, ahora, uno de los puentes principales se había derrumbado. Se refugió de la lluvia en la sala de espera. Lo que necesitaba era coraje, ¿pero de dónde sacarlo? No podía convocarlo así como así, eso era evidente. ¿Desarrollarlo en un gimnasio, entonces? ¿Ganarlo en la lotería? ¿Comprarlo por correspondencia? ¿Esperarlo como una ofrenda celestial? Había otro tren local en quince minutos, y los pasajeros ya iban ocupando el andén. Nailles subió al tren tratando de engañarse a sí mismo con una alegría evidentemente espuria. Logró hacer dos estaciones y volvió a bajarse. Así, de estación en estación, de tren en tren, fue su desolado peregrinaje hasta la ciudad.

Esa noche, después de cenar, Nailles se sirvió un whisky doble y subió con él a la habitación de Tony. Se sentó en una silla al lado de la cama, como había hecho tantas veces, cuando le leía La isla del tesoro.

—¿Cómo te sientes, hijo?

—Más o menos igual.

—¿Has cenado?

—Sí.

—En el diario del domingo había un artículo sobre lo que piensa tu generación acerca del mundo. ¿Tú crees que el mundo corre grave peligro?

—No, no lo creo.

—¿Puede ser que eso tenga algo que ver con tu problema?

—No tengo ningún problema con el mundo. Estoy triste, eso es todo.

—Sin duda hay muchas cosas por las cuales entristecerse cuando miramos el mundo en que vivimos, pero me duele la gente que se la agarra con los suburbios. No entiendo por qué. Si vas al teatro, seguro hay algún personaje que sataniza los suburbios. Realmente me niego a creer que jugar al golf y cultivar flores sean actividades perversas. La vida es más barata aquí, y yo me asfixiaría si no pudiera hacer un poco de ejercicio. La gente tiende a establecer una relación entre decoro y pureza moral que no entiendo. Por ejemplo, que yo use chaleco no significa necesariamente que me crea puro de corazón. No hay relación. En todas partes ocurren toda clase de escándalos; que algunos sean de gente que tiene jardines no significa que tener jardín sea una vileza. Recordarás cuando procesaron a Charlie Stringer el año pasado por enviar pornografía por correspondencia. Él dijo que era editor, y supongo que las imágenes obscenas eran su negocio. Vivía en una de esas casas Tudor de Hansen Circle, tenía una bonita esposa, tres hijos, dos perros y un jardín lleno de flores y árboles hermosos. Pero los críticos dirían: ésa era su fachada para ocultar que lucraba con la corrupción y la obscenidad. ¿Qué quieren decir? ¿Que quienes lucran con la inmundicia sólo viven en cloacas? El tipo es un hijo de puta, por supuesto, pero ¿por qué un hijo de puta no querría regar su jardín y jugar a la pelota con sus hijos?

»Hablamos hasta el cansancio de libertad y de independencia. Si hubiera que definir nuestra meta como nación, dudo que se pudieran evitar las palabras libertad e independencia. El Presidente siempre está hablando de libertad y de independencia, el ejército y la marina siempre están luchando en defensa de la libertad y la independencia, y los domingos, en la iglesia, el padre Ransome agradece a Dios nuestra libertad e independencia. Pero tú y yo sabemos que los negros que viven en esas barracas de mala muerte junto al río no tienen ni libertad ni independencia para elegir qué hacer y dónde vivir. Charlie Simpson es un gran tipo, pero él y Phelps Mardsen y media docena de nuestros prominentes vecinos hacen su dinero en negocios con Salazar, Franco y otros dictadores de ese calibre. Hablan más que nadie de libertad y de independencia, pero son los que ponen el dinero y las armas y los recursos técnicos necesarios para sofocar la libertad y la independencia en donde asome. Odio la mentira y la falsedad y el engaño, me entristece vivir en un mundo que ampara y consiente a tantos mentirosos. De hecho, yo mismo tengo mucha menos libertad e independencia de la que desearía. Sé que mi forma de vestir, mis hábitos alimentarios, mi vida sexual y gran parte de mis pensamientos están más que reglamentados, pero a veces me gusta que me digan lo que tengo que hacer. No puedo decidir lo que está bien y lo que está mal en todas las situaciones de mi vida.

»A veces los diarios son desconcertantes. Publican fotos de soldados muriendo en la jungla o en fosos llenos de barro y al lado ponen avisos de anillos de esmeraldas o de tapados de piel que valen cuarenta mil dólares. Sería infantil decir que ese soldado murió por esas esmeraldas, pero ahí los tienes, día tras día: el soldado moribundo y el anillo o el tapado de piel. ¿Y la homosexualidad? No paran de hablar de eso, y me molesta. Quisiera que no existiese. Antes de afiliarme al Chemist Club, cuando quería mear tenía que hacerlo en los baños de Grand Central, y cada vez que entraba allí tenía problemas. Una vez estaba subiendo las escaleras y un tipo me agarró del brazo. Yo tenía puesto un traje de Brooks, un sombrero Locke y zapatos Peal; la razón por la cual iba así vestido era porque quería que mis intenciones quedasen bien en claro. De modo que me solté y me alejé de él. Pero no le pegué. Ni siquiera le miré la cara. Jamás les he mirado la cara. La única razón por la cual me afilié al Chemist Club fue para tener un lugar en la ciudad donde poder mear sin enfrentar una crisis moral. Tú sabes que no soy bioquímico, y vender enjuague bucal no es algo de lo cual enorgullecerse, pero cuando pienses en las necesidades cotidianas de esta familia, piensa que alguien se encarga de que podamos satisfacerlas. Y me refiero a las hojas de afeitar, el jabón, la nafta, los huevos, el jabón, los zapatos, los abonos de tren. Alguien tiene que ocuparse de que tengamos todo eso, Tony. ¿Comprendes? ¿Tony?

Tony dormía.

Nailles terminó su trago y miró con afecto a su enigmático hijo. Tony había nacido en Roma, cuando Nailles trabajaba allí para la FAG. Una tarde a última hora, Nailles había llevado a Nellie al Hospital Internacional, al otro lado del río. El médico era un hombre muy gordo. Cronometró las contracciones de Nellie y dijo a Nailles que regresaran al hospital a las diez y media de la noche. Cuando Nailles regresó, se lo llevaron a un consultorio para determinar su tipo sanguíneo. Nadie le dio explicaciones. Poco después apareció un amigo con una botella de whisky y un paquete de cigarrillos norteamericanos, dos cosas difíciles de conseguir en Roma en aquella época. Las monjas no objetaron que bebieran; de hecho, les facilitaron vasos y hielo. El amigo de Nailles se fue a medianoche. El médico gordo llegó a las tres de la mañana. Transpiraba, y parecía preocupado.

—¿Mi mujer está en peligro? —preguntó Nailles.

—Sí, está en peligro. La vida es un peligro —dijo secamente el médico—. ¿Por qué los norteamericanos quieren ser inmortales?

—Por favor, explíqueme qué pasa —dijo Nailles.

—Lo que pasa es que, cuando esto haya concluido, aconsejaré a su esposa que no tenga más hijos.

En el parque al otro lado de la calle había pavos reales. Cuando amaneció comenzaron a graznar. Nailles pensó que era un portento. El médico reapareció a las ocho.

—Vaya a dar un paseo —dijo a Nailles—. Distráigase. Tome un poco de aire.

Nailles descendió la colina hacia San Pedro y entró en la basílica a rezar. Después, subió por la escalera que llegaba hasta la cúpula, donde todos esos santos y apóstoles gigantescos le daban la espalda. Roma le había encantado. Ahora le parecía siniestra; la ciudad de la loba. La loba quería matar a Nellie. El sangriento pasado de la ciudad reclamaba su vida. Roma iba a asesinar a Nellie.

Atravesó a pie la ciudad, tratando de embotar su dolor con cansancio. En un callejón vio un viejo que vendía calaveras y símbolos fálicos. En el café del zoológico pidió un Campari. Junto al café había una jaula de aves de rapiña, que desgarraban carne cruda con sus picos. Al salir del café vio una hiena y la jaula de los lobos. Cuando regresó al hospital, una monja le dijo que era padre de una criatura de cuatro kilos y que su esposa estaba fuera de peligro. Nailles aulló de alivio y anduvo dándose contra las paredes de la sala de espera. Por la noche lo dejaron ver a Nellie y a su hijo. Tony le pareció refulgente, lleno de ímpetu y vigor.

Mucho tiempo después, Nellie y él contemplaron la posibilidad de adoptar un hermanito para Tony, pero que un huérfano pusiera en tela de juicio la soberanía de Tony era algo que ninguno de los dos deseaba en absoluto.

Nailles no sabía de qué modo juzgar su valía como padre. Habían tenido una pelea seria cuando Tony tenía nueve años. De un día para otro, el niño había abandonado toda actividad deportiva y amistades, y se pasaba horas frente al televisor. La noche de la pelea llovía. Nailles entró en su casa por la puerta de la cocina. Nellie estaba cocinando. Nailles la besó en la nuca y le levantó la falda, pero ella se escabulló.

—Por favor, querido —dijo—. Esto no es un cabaret. Dejé sobre la mesa el boletín de calificaciones de Tony. Creo que deberías echarle un vistazo.

Nailles se preparó una copa y abrió el boletín. Todas las calificaciones eran bajas. Nailles se levantó y cruzó el comedor y el vestíbulo rumbo al living, donde Tony estaba sentado frente al televisor. La única luz era la que emanaba, ondulante y submarina, de la pantalla. Con el ruido de la lluvia que caía afuera, el efecto era el de una caverna dentro de una cascada.

—¿Tienes tarea? —preguntó Nailles.

—Muy poca —contestó Tony.

—Deberías hacerla antes de ver televisión —dijo Nailles.

En la pantalla, unos dibujos animados bailaban con entusiasmo.

—Termina este programa y voy —dijo Tony.

—Me parece que deberías ir a hacerla ahora —dijo Nailles.

—Mamá me dejó ver este programa —dijo Tony.

—¿Desde cuándo pides permiso para ver televisión? —dijo Nailles. Sabía que, en la relación con su hijo, el sarcasmo sólo servía para multiplicar los malentendidos, pero estaba cansado y con poca paciencia.

—Jamás pides permiso. Llegas a casa a las tres y media, plantas la silla frente al televisor y te quedas ahí hasta la cena. Después de cenar, vuelves a sentarte frente al maldito aparato y te quedas ahí hasta las nueve. Si no haces tu tarea, ¿cómo pretendes mejorar tus notas?

—En la tele aprendo muchas cosas —dijo Tony con timidez—. Aprendo geografía, y cosas de animales y de estrellas.

—¿Qué estas aprendiendo ahora? —preguntó Nailles.

Los dibujos animados habían formado dos bandos, y cada uno tiraba del extremo de una soga. Un ave de gran tamaño cortó la soga con el pico, y los integrantes de ambos bandos cayeron al piso.

—Esto es distinto —dijo Tony—. No es de aprender. Sólo una parte lo es.

—Déjalo, Eliot —dijo Nellie desde la cocina, con voz suave y nítida. Nailles se dirigió a la cocina.

—¿No crees que estar desde las tres y media hasta las nueve frente al televisor, con un breve intervalo para cenar, es demasiado?

—Es mucho tiempo —asintió Nellie—, pero para él es muy importante. Ya se le va a pasar.

—Ya sé que es muy importante —dijo Nailles—. Cuando fuimos a comprar los regalos de Navidad, lo único que le importaba era volver frente al televisor. No le interesaba comprar regalos para ti, ni para sus primos, ni para sus tíos, ni para sus tías. Lo único que quería era el televisor. Como un adicto. Tenía síndrome de abstinencia. Parecía yo a la hora del cóctel; pero yo tengo treinta y cuatro años y al menos hago el esfuerzo de racionar el trago y el cigarrillo.

—No está en edad de racionar todavía —dijo Nellie.

—No puede ir a tirarse en trineo, ni jugar a la pelota, ni hacer su tarea, ni siquiera puede ir a dar un paseo porque se perdería un programa.

—Ya se le va a pasar —dijo Nellie.

—Las adicciones no se pasan solas. Hay que hacer un esfuerzo, o alguien tiene que hacerlo por uno. Las adicciones no se curan solas.

Y volvió a cruzar el vestíbulo y se internó en el living en penumbras, con su ondulante luz submarina y el ruido de la lluvia allá afuera. En la pantalla, un ceceoso vestido de payaso exhortaba a sus amigos a pedirle a mamita que les comprara un cochecito a pilas de líneas aerodinámicas. Nailles encendió una luz y vio que su hijo estaba totalmente absorto en el payaso ceceoso.

—Hablé con tu madre —dijo Nailles—, y decidimos que debemos hacer algo con este asunto de la televisión. —El payaso había dejado su lugar al dibujo animado de un elefante y un tigre bailando un vals—. Creo que una hora por día es suficiente. A ti te corresponde decidir qué hora.

Tony ya había recibido otras amenazas, pero siempre lo había salvado la intervención de su madre o la permisividad de Nailles. Ahora, ante la mera idea de las dolorosas, estériles horas vacías que pasaría en casa al volver de la escuela, el niño se echó a llorar.

—No hay llanto que valga —dijo Nailles, mientras otros animales se unían al vals del elefante y el tigre.

—No me importa —dijo Tony—. No es asunto tuyo.

—Eres mi hijo —dijo Nailles—, y es asunto mío que hagas lo que es debido. El verano pasado hubo que pagar un profesor particular para que te aprobaran, y si no mejoras tus calificaciones no aprobarás este año. ¿No te parece que es asunto mío que apruebes el curso? Si fuera por ti, ni siquiera irías a la escuela. Te levantarías por la mañana, encenderías el televisor y te lo pasarías ahí sentado hasta la hora de acostarte.

—Basta, no me importa, déjame en paz —dijo Tony, y apagó el televisor, cruzó el vestíbulo y comenzó a subir las escaleras.

—Hijo, vuelve aquí —gritó Nailles—. Vuelve ya mismo o subiré a buscarte.

—No le grites —dijo Nellie mientras salía de la cocina—. Estoy cocinando un estofado de ternera, y huele bien, y estaba feliz de que hubieras regresado, y ahora todo está por arruinarse.

—Yo también estaba feliz —dijo Nailles—, pero tenemos un problema y no podemos evadirlo sólo porque ese estofado de ternera huele bien.

Desde el pie de la escalera gritó:

—Hijo, baja de una vez o no habrá televisión durante un mes. ¿Me oyes? Baja ahora mismo o no te dejaré ver televisión un mes entero.

El niño descendió lentamente las escaleras.

—Ven aquí, siéntate —dijo Nailles—, y hablemos. Te dije que puedes ver una hora por día; sólo debes decirme qué hora prefieres.

—No sé —dijo Tony—. Me gusta el programa de las cuatro. Y el de las seis. Y el de las siete también…

—Es decir, que no puedes limitarte a una hora, ¿verdad?

—No sé —dijo Tony.

—Creo que necesito que me prepares una copa —dijo Nellie—. Whisky con soda.

Nailles preparó el trago y volvió a sentarse frente a Tony.

—Bien, si no puedes decidirlo —dijo Nailles—, yo decidiré por ti. Primero, debo asegurarme de que hayas hecho tu tarea antes de que enciendas el televisor.

—Pero nunca llego a casa antes de las tres y media —dijo Tony—, y a veces el autobús se demora. Si hago mi tarea me perderé el programa de las cuatro.

—Lo lamento —dijo Nailles—, lo lamento de verdad.

—Basta, déjalo en paz —dijo Nellie—. Por favor. Ya tuvo suficiente por hoy.

—No estamos hablando de hoy; estamos hablando de todos los días del año, incluso sábados, domingos y feriados. Ya que nadie aquí parece capaz de llegar a un acuerdo, voy a tomar la decisión yo. Tiraré ese maldito artefacto.

—No, papá, no —gritó Tony—. Por favor, no hagas eso. Por favor, por favor, por favor. Trataré. Trataré de mejorar.

—Has tratado durante meses sin el menor resultado —dijo Nailles—. Te lo pasas prometiendo que verás menos y cada día ves más. Tal vez tengas buenas intenciones, pero no se notan los resultados. Así que voy a tirar ahora mismo ese televisor.

—Oh, por favor, no lo hagas, Eliot —exclamó Nellie—. Te ruego que no lo hagas. Adora su televisión, ¿no te das cuenta de que la adora?

—Me doy cuenta perfectamente —dijo Nailles—. Por eso voy a tirarlo. Yo adoro el gin, y el cigarrillo, pero éste es el decimocuarto que fumo hoy y ésta es mi cuarta copa. Si me sentara a beber a las tres y media y siguiera bebiendo hasta las nueve, desearía que alguien me ayudase.

Desenchufó el televisor de un tirón y alzó el artefacto. Era pesado y de un tamaño difícil de maniobrar. Para transportarlo, Nailles tuvo que arquear la espalda como una embarazada. Con el cable arrastrando detrás se dirigió a la puerta de la cocina.

—Papá, papá, no lo hagas, no, no —rogó Tony, y cayó de rodillas, las manos unidas en súplica, gesto que seguramente había aprendido de un programa de televisión.

—Eliot, Eliot —gritó Nellie—. No lo hagas. Después te arrepentirás, Eliot. No lo hagas, por favor.

Tony corrió hacia su madre, y ella lo abrazó. Los dos lloraban.

—No lo hago por gusto —gritó Nailles—. Me agrada ver un partido de fútbol o béisbol cuando estoy en casa, y el que pagó esta condenada porquería fui yo. No hago esto por gusto. Lo hago por necesidad.

—No mires, no mires —dijo Nellie a Tony, y apretó el rostro del niño contra su falda.

La puerta de la cocina estaba cerrada, y Nailles tuvo que depositar el televisor en el piso para abrirla. La lluvia repiqueteaba sonoramente afuera. Con un esfuerzo volvió a levantar el aparato, abrió de un puntapié la puerta de alambre tejido y arrojó el televisor a las sombras. Aterrizó en el sendero de cemento y se hizo añicos con la musicalidad de un choque automovilístico. Nellie llevó a Tony por las escaleras a su dormitorio, y se arrojó sobre la cama matrimonial sollozando. Tony se le unió. Nailles cerró la puerta de la cocina al ruido de la lluvia y se sirvió otra copa. La quinta, dijo.

Todo eso había ocurrido ocho años antes.