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Para Nailles, el dolor y el sufrimiento eran como un principado de Europa Central, con gobierno feudal y territorio enteramente montañoso, que nunca sería parte de su itinerario ni de la gama de opciones de su agente de viajes. De vez en cuando recibía tarjetas postales de ese lugar distante; una vista de la estatua de Esculapio en la plaza pública, con un paisaje nevado al fondo, y al dorso de la tarjeta el mensaje: «Edna está con calmantes día y noche, le quedan unas tres semanas de vida, le gustaría recibir una carta tuya». Nailles solía escribir cartas de ánimo a los moribundos, que despachaba a esa capital remota y exótica donde el Glockenspiel del Rathaus[4] estaba decorado con figuras tullidas, las estatuas de los parques ilustraban el grotesco que el dolor es capaz de arrancarle a la imaginación, el palacio se había convertido en hospital y ríos de sangre espumosa corrían bajo los puentes. Su destino no era recorrer ese país, y se despertaba espantado cada vez que veía en sueños, por la ventana de un tren, ese terrorífico paisaje montañoso.

Cuando Tony llevaba doce días en cama, Nailles supo que su inexperiencia con el dolor había terminado. No habría llegado al extremo de afirmar que la suerte se distribuía como se reparten golosinas al final de un cumpleaños infantil, pero tenía la vaga sensación de que cada uno recibía su ración de placer animal, esfuerzo, dinero y amor, y que las groseras desigualdades que veía por doquier eran misterios que no le concernían. ¡Afortunado Nailles! Y ahora su hijo estaba al borde de la muerte. No le quedó más remedio que pensar que también eso era su vida, y que debía aprender a lidiar con lo obsesivo del sufrimiento. Lo primero que hacía al despertar cada mañana era escuchar si se oían los pasos de Tony por la escalera. Todo aquello que ocupaba su atención a lo largo del día —bebida, ocio, trabajo, dinero— no eran más que distracciones momentáneas de la abrumadora imagen de su hijo abrazado a una almohada en su cama. Después de experimentar el carácter obsesivo del sufrimiento, supo lo que eran los toscos celos del que siente que se le acabó la suerte. ¿Por qué, de todos los jóvenes que vivían en Bullet Park, le tocaba justamente a Tony padecer esa misteriosa e incurable enfermedad? No era él quien formulaba la pregunta; era el mundo el que se la imponía, implacable. Ese nuevo mundo que se presentaba ante sus ojos desde las primeras luces de la mañana hasta el atardecer.

Las risas alegres e irreflexivas que escuchaba en el andén le hacían preguntarse amarga y coléricamente por qué los hijos de sus amigos eran libres de transitar a la luz del día mientras el suyo yacía cautivo. Cuando almorzaba con amigos que inevitablemente se referían a los éxitos de sus hijos, experimentaba tal tristeza y resentimiento que se sentía físicamente apartado de sus interlocutores. Cuando veía a un joven desconocido corriendo por la calle sentía deseos de gritarle: «Detente, por lo que más quieras. Tony era tan fuerte y veloz como tú». Tal como había sido una especie de patriota de su modo de vida, ahora se sentía envuelto en la subversión, el espionaje y el afán de venganza.

—¿Conoces a los Hammer? —le preguntó Nellie una noche.

Nailles contestó que los había conocido en la iglesia.

—Ella llamó hoy a la tarde para invitarnos a cenar —dijo Nellie—. No me parece que corresponda invitar a cenar a desconocidos, pero quizá vienen de algún lugar donde existe esa costumbre.

—A mí también me extraña —dijo Nailles—. Sólo nos saludamos al salir de la iglesia. Quizá se sientan solos…

Pero no estaba pensando en la soledad de los Hammer sino en la suya. La imagen de Tony postrado en su cama demolía su sólido sentido de idoneidad social. Tony estaba enfermo, Nailles estaba triste, había más sufrimiento en la vida de lo que habría sido capaz de creer. Quizá correspondiera hacer caso omiso de la falta de oportunidad de la señora Hammer y aceptar su invitación.

—Si no tenemos otro compromiso, ¿por qué no vamos? —dijo—. Sería de buenos vecinos, y podemos volver temprano.

De modo que pocas noches después fueron en el coche hasta Powder Hill. Era una noche estrellada. Venus resplandecía como una lamparita eléctrica, y mientras recorrían el sendero que llevaba a la puerta principal, Nailles besó a su esposa. Hammer los hizo pasar y les presentó a su esposa y a los demás invitados. Marietta Hammer parecía distraída, apática o quizás estaba borracha. Una de las grandes falencias de Nailles era su incapacidad para juzgar a la gente por su apariencia. Para él, todos los hombres y todas las mujeres eran seres honestos, confiables, íntegros y felices, y después venían las sorpresas y las desilusiones. Advirtió enseguida que la optimista evaluación de los Hammer que había hecho en la iglesia era excesiva. Había tres parejas más: los Taylor, los Phillips y los Hazzard. Aparentemente no había mucama. Hammer preparó los tragos en la barra, y Marietta se excusó y desapareció en la cocina.

—¿Hace mucho que conocen a los Hammer? —preguntó Eliot a los demás.

—En realidad, no los conozco para nada —dijo el señor Taylor—. Tengo la concesionaria Ford del pueblo y cuando él vino a comprar un coche me invitó a cenar. Me parece que necesitan un segundo coche, todos los que viven en Powder Hill tienen dos, así que podría decirse que he venido por negocios.

—Yo les vendí la heladera —dijo el señor Phillips.

—Yo les vendí la casa —dijo Hazzard.

—Es una casa muy bonita —dijo la señora Hazzard—. Los Heathcup vivían aquí hasta que él falleció.

—Era de lo más agradable —dijo el señor Hazzard—. Todavía no comprendo por qué lo hizo.

—Veamos —dijo Hammer, desde la barra—. Un bourbon para usted. Un whisky con agua para…

—¿A qué se dedica exactamente, señor Hammer? —preguntó el señor Hazzard.

—Soy el presidente de Paul Hammer Associates —dijo Hammer—. Hacemos negocios de todo tipo.

Marietta Hammer se rió. La risa estaba destinada a su marido. Era una risita musical, aguda, de esas que se oyen en las reuniones femeninas, en los clubes de bridge o en los restaurantes que ofrecen postres gratis. A diferencia de ciertas risas, carecía de toda insinuación erótica. El cabello rubio de Marietta Hammer, sus aros y su vestido eran largos, y su belleza era de esas que aparecen en las tapas de revistas, especialmente de esas revistas que hay en la sala de espera de los dentistas, un poco ajadas, del año pasado o del anterior. Marietta se dirigió a la barra y se sirvió más whisky. El señor Taylor no disimuló que estaba ahí por negocios y con el trago aún en la mano procedió a explicar los interesantes descuentos que podía ofrecer a Hammer cuando éste decidiera comprar un segundo coche. La cena no fue gran cosa para los parámetros de Bullet Park. Hubo una especie de guiso o gulasch, y Marietta se sirvió con tan evidente disgusto que Nailles se pregunto si había cocinado Hammer.

—Todavía no habrán tenido tiempo de hacerse una idea de Bullet Park, pero estamos seguros de que les gustará. A mí, al menos, siempre me ha parecido un lugar de lo más agradable —dijo.

—Llevamos apenas dos semanas aquí —contestó Hammer.

—Si les interesa mi opinión —dijo Marietta—, creo que apesta. Es como un baile de disfraces que no termina nunca. Basta vestirse en Brooks, ir en tren a la ciudad y aparecer por la iglesia una vez por semana y nadie va a preguntarte quién eres realmente.

—Por favor, querida —dijo Hammer—. Esta noche no.

—¿Cuál es el problema? —retrucó ella—. ¿Por qué estás tan molesto? Has estado así toda la semana. ¿Te fastidia que me haya comprado este vestido? ¿Es eso? ¿Te parece que debería comprar mi ropa en Macy’s, Alexander’s u otra tienda por el estilo? Por Dios, no pensarás que tendría que hacerme yo misma la ropa. Gasté cuatrocientos dólares, es cierto, pero me queda bien y algo tengo que ponerme, ¿no? ¿O vas a decirme que tengo demasiada ropa? Tengo bastante, que no es lo mismo que demasiado. Está bien, lo reconozco, tengo demasiada ropa, y dije una estupidez, y la satisfacción que te da oírlo. Dios, si te vieras la cara, me haces reír.

—En Ohrbach’s se consigue buena ropa a medida —dijo la señora Taylor.

—Querida, esta noche no —dijo Hammer.

—Eres un pusilánime —siguió diciendo la mujer—. Eres un maldito pusilánime, y no trates de echarme la culpa. Eres la clase de hombre que cree que algún día conseguirá que una rubia despampanante, bien educada, rica e inteligente se enamore de él. Dios, puedo imaginarme la fantasía completa. Es repugnante. Tendrá el cabello lacio y las piernas largas, y unos veintiocho años, y será divorciada pero sin hijos. Apuesto a que es actriz o cantante en un club nocturno elegante. ¿Y qué haces con ella, eh? ¿Qué haces con ella además de montártela? ¿Para qué sirve un maldito pusilánime como tú? ¿La llevas al teatro? ¿Le compras joyas? ¿Te la llevas de viaje? Seguro que sí. Ésa es tu manera de impresionarla. Diez días en el Raffaello, montándotela a la mañana, al mediodía y a la tarde, y a las siete bajas con ella al bar de primera clase, con tu esmoquin a medida. ¡Qué pareja distinguida! Basura. No, no será el Rafaello sino el France, para que puedas exhibir tu maldito francés. Claro, y luego la arrastrarás por todo París mostrándole tus escondrijos favoritos. La compadezco, en serio. Pero a ver si lo entiendes de una vez, querido. Si apareciera esa rubia, no tendrías el coraje para llevarla a la cama. Te lo pasarías rondándola, quizá te atreverías a robarle un beso en un pasillo, y finalmente decidirías no serme infiel. Y eso si apareciese esa rubia, que no aparecerá nunca. Porque no existe. Vivirás solo el resto de tu vida. Eres un pobre tipo, un maldito pusilánime, estás más solo que una piedra, que un hueso pelado, que una botella vacía…

—Será mejor que nos vayamos —dijo la señora Taylor.

—Sí —dijeron los Phillips, y todos se incorporaran a la vez en dirección a la puerta.

—Buenas noches.

—Buenas noches.

—Buenas noches.

Acostado en la cama a oscuras unas horas más tarde, Nailles pensó: Hammer y Nailles, sal y pimienta, aceite y vinagre, Romeo y Julieta, soga y roldana, trueno y relámpago, jamón y queso, carne y puré, rienda y cabestro, zapatos y medias, anzuelo y plomada, verdadero y falso, romo y filoso, botas y espuelas, corbata y chaleco, perro y gato, leche y azúcar, silla y mesa, pluma y tintero, luna y estrellas, arco y flecha, risas y lágrimas, mami y papi, guerra y paz, cielo e infierno, bien y mal, vida y muerte, amor y muerte, muerte e impuestos… Se durmió y soñó que estaba en una pequeña iglesia rural a la que a veces iba en verano. La iglesia tenía forma de cruz, con una raída alfombra verde a lo largo del pasillo central. Había un áspero y deprimente olor a barniz eclesiástico. La ocasión era un funeral, el ataúd estaba frente al altar, pero él no podía recordar de quién era el alma por la cual se habían reunido a rezar, así que paseó su mirada por la congregación para descubrir quién faltaba. ¿Charlie Estabrooke? No, estaba allí, a la izquierda con su esposa. ¿Bailey Barnes? Estaba a la derecha, con toda su familia. ¿Alex Kneeland? ¿Eddie Clapp? ¿Jim Randolph? ¿Sam Farrar? ¿Dave Poor? ¿Rick Rhodes? ¿Jim Stesse? ¿Roger Cromwell? Cuando vio que la congregación estaba completa, comprendió que el funeral debía de ser el suyo.