3

Una mañana Tony se negó a levantarse de la cama.

—No estoy enfermo —dijo cuando su madre le tomó la temperatura—. Sólo siento una terrible tristeza. No tengo ánimo para levantarme.

Sus padres decidieron darle ese día de descanso. Cinco días después seguía sin levantarse de la cama.

Nellie acabó pensando que los tres médicos que fueron a ver a su hijo eran como esos pretendientes de los mitos y leyendas, que debían elegir entre tres cofres, uno de oro, otro de plata y otro de plomo. Sólo en uno de ellos yacía la recompensa: joyas y una prometida. Fue el factor adivinatorio el que le recordó a aquellos príncipes legendarios. Uno por uno, los tres facultativos estuvieron frente a su hijo, tratando de adivinar la fuerza que lo había abatido. ¿Oro? ¿Plata? ¿Plomo? El primero fue el médico clínico.

El doctor Mullin fue de mala gana, pues por esa época los médicos ya no hacían visitas a domicilio. Si la enfermedad era grave, una ambulancia llevaba a la víctima al hospital, y allí los residentes e internos ejecutaban los ritos. El doctor Mullin dijo a Nellie que llevase a Tony a su consultorio. A Nellie no le resultaba fácil explicar que Tony se negaba a levantarse de la cama. Cuando al fin consiguió transmitirle la situación, Mullin aceptó ir un mediodía a su casa.

Llegó en un Volkswagen sucio con un guardabarros abollado. Era joven, más joven que Nellie, e irradiaba un optimismo y una vitalidad que parecían por completo indiferentes a todo lo que debía de haber aprendido acerca del sufrimiento, la enfermedad y la muerte. Esas cualidades en realidad habían perjudicado su desenvolvimiento profesional, porque los pacientes, enfrentados con la perspectiva de la tumba, no veían con buenos ojos a un médico tan inexperto en el dolor. No era atropellado ni tonto, pero el vigor de su optimismo era una perturbación, como esos vientos que abren bruscamente las puertas y dispersan los papeles. Nellie lo llevó hasta el cuarto de Tony y esperó abajo. Podía oír la voz resonante y alegre de Mullin, y las tranquilas réplicas de Tony.

—No tiene absolutamente nada —dijo el médico cuando bajó—. Le he tomado una muestra de sangre que enviaré al laboratorio. Si mañana se levanta, puedo hacerle un electrocardiograma, pero estoy seguro de que no hay nada malo por ahí. En realidad, hace mucho que no veo un ejemplar tan saludable. Es joven, y evidentemente está disfrutando los beneficios de su edad. Lo cual no impide que guarde cama, pero creo que no es más que una depresión pasajera. Si mañana no se levanta, le recetaré unas pastillas que resolverán el problema.

Preparó una receta y sonrió a Nellie. Nuestras relaciones con los sanadores profesionales son tan esporádicas como íntimas y solícitas, y durante un momento Nellie amó al médico. Él le pidió que lo llamase por la mañana, alrededor de las once, y ella así lo hizo.

—No quiere levantarse —dijo Nellie—. Ya lleva seis días así. A las diez le di una de las pastillas con un jugo de naranja. Poco después oí que se levantaba, se duchaba y después bajó a la cocina. Se había vestido, pero noté enseguida que algo andaba mal. Se tambaleaba un poco y se reía, tenía las pupilas como cabezas de alfiler. Le pregunté qué quería para desayunar, y contestó: seis huevos fritos, seis tostadas y un litro de leche. Dijo que en su vida había sentido tanta hambre. Estaba muy nervioso. Se paseó por la cocina, riendo, y tropezó con la mesa como si hubiera estado borracho. Después de devorar el desayuno dijo: «Me siento fuerte. En mi vida me he sentido tan fuerte. Será mejor que salga de casa antes de que destroce todo». Eso dijo. Salió por la puerta de la cocina y se fue corriendo por el camino que lleva a Courtland. Es un viejo sendero que atraviesa el bosque y tiene unos diez kilómetros. Por ahí salía a correr cuando estaba en el equipo de atletismo. Por supuesto, no iba a alcanzarlo, así que me subí al auto y conduje hasta la ruta 64, donde desemboca el camino. Esperé una hora, hasta que al fin apareció trotando. Creo que ya había eliminado la droga de su organismo, porque ya no parecía borracho, pero ahora era como si hubiese perdido la memoria. No recordaba el desayuno ni entendía cómo había llegado hasta la ruta 64. Lo dije que subiera al auto y volví a casa. Se durmió en el camino. Después se duchó de nuevo y volvió a la cama.

—Bueno, mejor no seguir con eso —dijo el doctor Mullin—. Había oído decir que esa droga tenía efectos secundarios, pero me pareció que podíamos arriesgarnos. Señora Nailles, en realidad no sé qué decirle… Salvo que pruebe con un terapeuta. Yo suelo derivar pacientes al doctor Bronson, que tiene consultorio en el pueblo. Si quiere consultarlo…

El psiquiatra se resistió aún más que el clínico a salir de su consultorio, pero cuando Nellie le explicó la situación aceptó finalmente ir. Nellie estaba esperando frente a la ventana cuando llegó, a las tres. Tenía un convertible celeste, cuyo capó era insólitamente largo, como si su función principal fuese transmitir el más descarado derroche. A Nellie la dejó un poco perpleja que un hombre cuya profesión era curar la melancolía y el pesar tuviera un auto tan ostentoso, pero cuando el médico descendió de su bólido de carrera le pareció un eremita agobiado e indeciso. El doctor Bronson cerró la puerta del coche, se frotó las manos y examinó su vehículo de un extremo al otro, con mirada inquieta y suspicaz. Después subió los escalones del frente y tocó el timbre.

No llevaba maletín, nada que delatara su profesión. Tenía algo de la afectación que caracteriza a los dentistas. Sus modales eran corteses y lánguidos y se frotaba las manos. Mientras ella lo ponía al tanto de la situación, él iba y venía en círculo por el living como si hubiera un sillón de dentista en medio de la alfombra. Caminaba un poco encorvado, como si se pasara el día trabajando con pacientes postrados, pero su voz tenía un dejo triste y reconfortante. Nellie lo acompañó hasta el dormitorio de Tony y cerró la puerta. Cincuenta minutos más tarde el médico estaba de vuelta en el living.

—Señora Nailles, me temo que su hijo está bastante mal, y lo peor del caso es que no quiere cooperar. Creo que tendrían que internarlo.

—¿Internarlo?

—Hay una clínica llamada Stonehenge en el pueblo vecino, adonde suelo enviar pacientes. Quizá reaccione con electroshocks.

—Oh, no —dijo Nellie y se puso a llorar.

—El electroshock no hace daño, señora. Después de la primera sesión no se siente. No genera la menor ansiedad en el paciente.

—Por favor no, doctor.

—Señora Nailles, creo que su hijo está profundamente perturbado. Harán falta meses de terapia para empezar a entender qué le pasó. Y eso si él coopera. Los jóvenes de su generación, que vienen de un ambiente como éste, suelen presentar resistencia a la psicoterapia. Supongo que ustedes le dan todo lo que pide.

—Dentro de lo razonable —dijo Nellie—. No tiene auto.

—He visto que tiene un radiograbador, un tocadiscos y un ropero lleno de ropa cara.

—Sí.

—En el grupo socioeconómico al que ustedes pertenecen, hay una tendencia a reemplazar los valores morales por posesiones materiales. Yo soy de la idea de que es mejor tener una idea estricta del bien y el mal, aunque sea equivocada, que no tener nada.

—Eliot va a la iglesia casi todos los domingos —dijo Nellie.

Qué pobre y hueco sonaba, pronunciado en voz alta. Nellie sabía cuán laxa era la religiosidad de su marido, cuán apáticas eran sus convicciones en ese rubro; si comulgaba de tanto en tanto era por costumbre, superstición o sentimentalismo.

—Nadie miente en esta casa —continuó—. Creo que Tony jamás ha dicho una mentira. —El psiquiatra le dedicó una sonrisa tan leve que era ofensiva—. No leemos la correspondencia ajena. No engañamos a nadie. No repetimos chismes. Pagamos todas nuestras cuentas. Mi marido me ama. Es cierto que bebemos una copa antes de cenar. Y yo fumo bastante…

¿Eso era todo? El panorama parecía bastante pobre, pero ¿qué más pretendían de ella? ¿Qué creyera en profetas barbados, en jinetes feroces, en truenos y relámpagos, en sagrados mandamientos tallados en piedra en lenguajes antiguos?

—Somos honestos y decentes —dijo, irritada—, nadie va a hacerme sentir culpable por eso.

—Señora Nailles, no pretendo que se sienta culpable. No hay nada reprobable en la honestidad y la decencia, pero el hecho es que su hijo está muy enfermo.

Entonces sonó el teléfono. Cuando Nellie atendió era alguien que pedía hablar con el doctor Bronson.

—No voy a vender esa propiedad por menos de cincuenta mil dólares —dijo él al teléfono—. Si quiere algo más barato, tengo un bonito chalet moderno en Chesmut. —Hubo una pausa—. Sé muy bien que esa propiedad está tasada en treinta mil, pero es una tasación que se realizó hace ocho años. Cincuenta mil es mi último precio. Discúlpeme —dijo a Nellie después de cortar.

—No se preocupe —dijo Nellie, pero la conversación la había inquietado. ¿Las operaciones inmobiliarias eran una especie de segundo trabajo del doctor Bronson o era la cura de la locura su actividad suplementaria?

—¿Vendrá a verlo de nuevo? —preguntó.

—Sólo si lo pide él —dijo el doctor—. De lo contrario estaremos malgastando su dinero y mi tiempo.

Cuando el psiquiatra se fue, Nellie subió las escaleras y le preguntó a Tony cómo estaba.

—Más o menos igual —dijo él—. Todavía siento esta pena terrible. Es como si la casa estuviera hecha de naipes. Cuando me enfermaba de chico, tú me enseñaste a armar castillos de naipes, y a derribarlos de un soplido. Me gusta esta casa, es hermosa, pero es como si estuviera hecha de naipes.

El tercer médico fue un especialista en sonambulismo. Llegó en tren y tomó un taxi desde la estación, y al verlo Nellie lo confundió con un mecánico, por la enorme caja de herramientas que cargaba. Cuando le preguntó si Tony podía sufrir algún daño, él le aseguró que sólo llevaba allí dentro inocuos electrodos para medir la temperatura corporal. Ella lo llevó a la habitación de huéspedes, y ya se disponía a presentarlo a Tony cuando él le dijo:

—Primero necesito dormir una siestita. Estuve despierto toda la noche.

—¿Necesita algo? —preguntó Nellie.

—Nada, gracias. Sólo voy a recostarme —respondió, y cerró la puerta.

A las cinco, cuando reapareció en el living, Nellie le ofreció un trago.

—Paso, gracias. Voy a Alcohólicos Anónimos; hace un año y medio que dejé la bebida. Tendría que haberme visto. Pesaba ciento veinte kilos, y la mayor parte era alcohol. Primero fui a un grupo en el Village. No sirvió de mucho. Quiero decir que eran todos demasiado bohemios. Después me pasé a un grupo en el East Side, y allí por suerte no había chiflados. Todos hombres de negocios. Abogados, doctores. Hablábamos mucho del síndrome de abstinencia. Lo que se siente en el fondo del pozo. Es como un viaje al infierno. Todos habíamos estado allí, y hablábamos como hablan los viajeros de los lugares donde estuvieron. Un grupo magnífico. Después de cada reunión, rezábamos un poco. Supongo que los sacerdotes piensan todo el tiempo en Dios. Piensan en Él cuando se despiertan, y todo lo que ven durante el día les recuerda a Él, y por supuesto le rezan antes de acostarse. En mi caso era más o menos así, sólo que no pensaba en Dios sino en el trago. Mi primer pensamiento al despertarme era para el trago, y seguía pensando en lo mismo todo el día, y me acostaba cuando ya no podía beber más. Para mí, el trago era como Dios; quiero decir que estaba en todas partes. Las nubes me recordaban el trago, la lluvia me recordaba el trago, las estrellas me recordaban el trago. Solía pensar en las mujeres antes de dedicarme al trago, pero después solamente pensaba en el trago. Supuestamente, los sueños vienen de una región muy profunda de la mente, como el sexo, pero en mi caso era el trago. Soñaba que tenía una copa en una mano y una botella en la otra. Después soñaba que me servía un poco de licor en la copa. Después me lo bebía, y soñaba con ese sentimiento maravilloso, como si estuviera empezando una nueva vida. Soñaba con el bourbon, soñaba con el whisky, con el gin y el vodka. Nunca soñé con el ron. Nunca me gustó el ron. Me sentaba a beber y mirar dibujos animados en la televisión y sentía que me deslizaba por un palo enjabonado, me iba deslizando suave y agradablemente. Pero a la mañana siguiente me despertaba temblando, con resaca, y volvía a pensar en el trago.

Durante la cena el especialista trató de explicar cómo funcionaba su profesión, pero su vocabulario era tan técnico que ni Nellie ni Eliot entendieron demasiado. A las ocho subió al dormitorio de Tony con su caja de instrumentos, y antes de cerrar la puerta dijo:

—Hora de trabajar.

Cuando bajó para desayunar tenía los ojos enrojecidos y parecía haberse quedado despierto toda la noche. Nailles lo llevó a la estación, y al fin de la semana el hombre envió su evaluación por correo. El informe decía: «El paciente perdió la conciencia a las 21:12, y se comprobó el correspondiente descenso de temperatura corporal. Durmió en la posición de Fanchon, es decir, boca abajo, con la rodilla derecha flexionada. A las 22:00 tuvo una secuencia onírica de dos minutos, que elevó la temperatura corporal y relajó la tensión cardiovascular. A las 22:03 pasó a la posición Nimbus, es decir, flexionó la pierna izquierda. La siguiente secuencia onírica sobrevino a la 1:15, duró tres minutos, produjo una erección que despertó al paciente por muy breve lapso, pero al acomodarse en la posición prenatal volvió a dormirse. La temperatura corporal se mantuvo estable. A las 3:10 volvió a adoptar la posición de Fanchon y comenzó a roncar. El ronquido era oral y nasal y continuó durante ocho minutos y medio…»

El informe estaba escrito a máquina, ocupaba cinco páginas y adjunta venía una factura por quinientos dólares.