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Sagrada Comunión. Domingo de Sexagésima. Nailles oyó un grillo en la sacristía y un tamborileo metálico por los desagües de lluvia, mientras rezaba sus plegarias. Su concepción del calendario religioso estaba más asociada al clima que a las revelaciones de los Santos Evangelios. San Pablo significaba tormentas de nieve. San Mateo, el deshielo. Para las bodas de Caná y la purificación de los leprosos, la caldera del sótano de la iglesia seguía encendida, pero ya debían abrirse los ventiletes de los vitrales para que entrara un poco de áspero aire primaveral. Abstenerse de fornicar. Honrar el receptáculo que nos fue conferido. Jesús se alejaba de la costa de Tiro y Sidón cuando terminaba la temporada de esquí. Para la Crucifixión, un trineo abandonado en un lecho de violetas iba cubriéndose con los primeros brotes florales. En Pascua aparecían las primeras truchas por el río. Para Pentecostés y el milagro de las lenguas ya se podía nadar. San Jorge y las Revelaciones anunciaban los primeros calores del verano, las rosas trepadoras ya llegaban hasta el marco de las ventanas y una abeja extraviada entraba y salía zumbando de la casa de Dios. La Santísima Trinidad traía sequía y calor insufribles. La parábola del Buen Samaritano proclamaba el cambio de estación, cuando los tenues sonidos nocturnos en el jardín comenzaban a adquirir una aspereza metálica. La carne tentaba al espíritu con su lascivia en el humo de las primeras fogatas de otoño y la Resurrección de los Muertos. Poco después llegaban San Andrés y las primeras nieves de Adviento.

Esta dualidad mental de Nailles durante el oficio religioso había comenzado de niño, cuando dedicaba la mayor parte del tiempo que pasaba en la iglesia a examinar las formas apresadas en las vetas de los bancos de roble. Bajo cierta luz y determinado estado de ánimo las figuras se volvían bastante inteligibles. En la tercera fila a la derecha había una carga de jinetes mongoles. En el banco siguiente, junto a la pila de agua bendita, alcanzaba a ver un ancho espejo de agua, con una península y un faro. En la misma fila, al otro lado del pasillo, se enfrentaban dos batallones de hombres armados, y por el siguiente corría un rebaño de ganado. Esa falta de concentración no inquietaba a Nailles. No pretendía librarse de su carne ni de su memoria en el atrio; sus pensamientos conservaban un viso de objetividad incluso dentro de la iglesia, y esa mañana de invierno advirtió que la señora Trencham estaba desplegando su ya característica competitividad devocional. La señora Trencham era una conversa reciente —había sido unitarista— y estaba más que orgullosa de su dominio del ritual. Era una mujer belicosa: en cuanto oía los pasos del sacerdote en la sacristía, ya se ponía de pie, y disparaba sus amén y ruega por nosotros con voz grave y resonante, siempre un segundo adelantada al resto de la congregación, como si estuviera en una carrera de obstáculos eclesiástica. Sus genuflexiones eran profundas, sus confesiones eran de lo más puntillosas, y si tenía rivales, como a veces ocurría, se persignaba cuantas veces hiciera falta, como prueba de la superioridad de su fervor. La señora Trencham era invencible.

Había crisantemos en el altar y el lienzo era púrpura. Sólo estaban encendidas las dos velas que simbolizaban la carne y el espíritu. Charlie Stuart avanzó hasta uno de los bancos delanteros. Algo en su aspecto desconcertó a Nailles. El traje le quedaba grande. Seguramente había adelgazado, ¿pero cuánto? Veinte, veinticinco kilos por lo menos. La holgura del saco le daba un aire consumido, decrépito. Cáncer, pensó Nailles. Pero las esposas de ambos eran buenas amigas; si se tratara de eso, él ya se habría enterado. Las certezas y rumores acerca del cáncer corrían como el viento por el vecindario. La visión de su agobiado amigo suscitó en Nailles pensamientos sombríos sobre el misterio de la enfermedad y de la muerte. Pensar en la muerte le recordó que el padre de Charlie había muerto unos meses antes en un accidente aéreo en Sudamérica, y eso lo llevó a la reconfortante conclusión de que Charlie estaba usando los trajes de su padre. ¡Qué sencillo era todo! Nailles celebró íntimamente ese triunfo del sentido práctico sobre la muerte. Entonces entraron los forasteros.

La fila de hombres y mujeres que esperaban para comulgar era sólo de conocidos. Rara vez aparecían nuevos feligreses, y eso legitimó la curiosidad de Nailles. Ambos andarían cerca de los cuarenta —la cabellera de él era de color castaño, sin canas—, los dos parecían saludables practicantes de la monogamia heterosexual. Cuando ella se arrodilló frente al altar, fue casi una reverencia. Él se limitó a dirigir un solemne gesto de asentimiento a la cruz. Cuando llegaron a la frase sobre la Virgen María en el Credo, ella volvió a hacer una genuflexión, él permaneció erguido. Se notaba que ella había sido muy hermosa, y probablemente nunca perdería la autoridad que de joven le había conferido esa certeza. Él tenía un rostro áspero y despierto. De no ser por esa vivacidad, habría parecido vulgar. Ambos contestaban las oraciones del sacerdote con voz nítida.

Ella era una de esas mujeres que parecen reverdecer en estado de santo matrimonio. El remordimiento no había dejado una sola huella en su rostro. Sin duda descollaba en todas sus facetas: a la hora de ser ardiente, sensata, astuta o cariñosa. El matrimonio parecía inventado para mujeres como ella; y seguramente las mujeres como ella habían tenido algo que ver en su invención. Alguien menos gentil que Nailles podría haber visto en el hombre a uno de esos fulanos que, en la cumbre de su perfección, son desenmascarados por rapiñar dos millones de dólares de los fondos que le fueron confiados, para solventar sus salvajes apetitos sexuales contranatura. Esa misma persona habría visto en la mujer a un ser hastiado y vengativo, una bebedora secreta de jerez que soñaba cada noche que era desflorada por un harén masculino. Pero a los ojos de Nailles, en esa mañana lluviosa, ambos parecían invencibles. Su honor, su pasión y su inteligencia eran auténticos. Sus vidas no carecerían de peligros, pero seguramente sometían sus triunfos y decepciones a un inalterable sentido común.

Luego de darles fraternalmente la paz, el sacerdote abandonó el altar murmurando para sí una plegaria camino a la sacristía. Para Nailles, el sonido de toda plegaria murmurada poseía una antigüedad orgánica, que llegaba a sus oídos como el rumor de una rompiente. El monaguillo apagó las velas de la carne y del espíritu. Nailles terminó de rezar y salió por el pasillo central detrás de los forasteros.

—Somos los Hammer —estaba diciendo el forastero al sacerdote.

A Nailles no le hizo mucha gracia, sabiendo de antemano que a casi todas sus amistades les resultaría cómico. Cuántos centenares de cócteles tendrían que soportar uno al lado del otro los Hammer y los Nailles[3]. No se consideraba supersticioso, pero creía en el misterioso poder de la nomenclatura. Por ejemplo, creía que las personas llamadas John y Mary nunca se divorciaban. Para bien o para mal, en la locura y en la cordura parecían unidos para siempre por la sencillez de sus nombres. Podían odiarse y despreciarse, podían pelearse, lastimarse y arruinarse la vida, pero no tenían derecho a divorciarse. Tom, Dick y Harry podían ir a Reno sin pensarlo dos veces, pero sólo la muerte podía separar a John y Mary. Y cuánto peor podía llegar a ser Hammer y Nailles.

—Bienvenidos a la Iglesia de Cristo —dijo el cura—. Bienvenidos a Bullet Park. El padre Frisbee me escribió acerca de ustedes.

Seguramente el padre Frisbee no había mencionado las finanzas del matrimonio, pero al padre Ransome le bastó un vistazo para calcular que dejarían en las arcas de la iglesia por lo menos quinientos al año, aunque ya había sufrido varias decepciones con anterioridad. Por ejemplo, los Follansbee, que tenían sus propios caballos e iban a Europa todos los veranos, apenas soltaban un dólar en la bandeja cuando acudían a la iglesia, y eso las raras veces que iban, aunque seguramente alegaban haber destinado mil dólares en donaciones a la iglesia en su declaración de impuestos. Ver para creer.

—Señor y señora Hammer —dijo el sacerdote—, permítanme presentarles a su vecino, el señor Nailles.

Y soltó una risita.

La mirada que cruzaron ambos fue de curiosidad no exenta de encono. Era evidente que el forastero estaba previendo el indeseado vínculo que determinarían sus apellidos en una comunidad tan pequeña como ésa. Nailles, que detestaba la genealogía, los linajes y todo rastreo ocioso en el esplendor de los tiempos idos, transgredió todas sus convicciones al respecto cuando se oyó decir:

—Éramos de Noailles cuando mi familia llegó a Norteamérica.

—A mí nunca me interesó la historia de mi apellido —dijo el forastero.

Quizá fue grosero adrede. Porque, acto seguido, tomó a su esposa del brazo y salió de la iglesia.

—A propósito —dijo el cura—, ¿qué pasa con Tony, que no está viniendo a las clases de confirmación?

—Lo pusieron en el equipo de básquet —dijo Nailles en voz alta, para que los Hammer alcanzaran a oír—. Es el único de su división en el equipo, y detestaría pedirle que abandone.

—Comprendo —dijo el padre Ransome—. El obispo vendrá en la primavera a confirmar a los chicos, pero supongo que para entonces Tony estará en plena temporada de béisbol.

—Me temo que tiene razón —dijo Nailles, y dejó pasar a la señora Trencham, que insinuó una reverencia en dirección al cura y probablemente le habría besado el anillo si el padre Ransome hubiese tenido uno.

Mientras se alejaba de la iglesia en su auto, Nailles encendió el limpiaparabrisas, pese a que ya no llovía. El motivo de ese acto gratuito era que, en la época a la que me refiero, la sociedad había alcanzado tal nomadismo y automatización que se estableció un método para comunicarse mediante el uso de los faros delanteros, balizas, luces de freno, guiños y limpiaparabrisas. El diario de la tarde definía los temas a tratar y las claves correspondientes: ahorcar al asesino de niños (faros delanteros); bajar el impuesto a las ganancias (luces de freno); disolver la policía secreta (balizas). El obispo había sugerido a los fieles que encendieran los limpiaparabrisas para transmitir su fe en la resurrección de la carne y la vida perdurable. Nailles pasó por un sector del pueblo cuyas casas se levantaban sobre lotes de media hectárea o un cuarto de hectárea. Todas las casas eran blancas. La suya quedaba en el otro extremo del pueblo y tenía un lote de hectárea y media. En el límite de su propiedad había un cartel que decía: «Prohibido arrojar basura. Multa: 50 dólares. Todos los infractores serán sancionados». Al pie del cartel yacían los restos de un chasis de auto, tres osamentas de televisores y un colchón despanzurrado. Cuatro o cinco veces al año, Nailles encontraba en ese rincón de su propiedad un surtido de heladeras y televisores rotos, autos chocados e inidentificables, y siempre, siempre, aquellos colchones desgarrados, manchados en forma tan humanamente obscena. Un empleado municipal le había explicado que el costo de transportar los desechos a un lugar autorizado superaba el valor de los objetos abandonados. Era más fácil ir de la ciudad a Bullet Park y arrojar ahí los residuos que conseguir un profesional que se ocupase del traslado. Jamás se había apresado o sancionado a un infractor. Era un problema meramente emocional para Nailles: a su esposa le bastaba un llamado para que un camión pasara a retirar los objetos a la mañana siguiente. Pero la ira al ver desfigurada su propiedad y la desazón por la raza humana que le producían esos íntimos desechos domésticos lo perturbaban profundamente.

La casa de Nailles (blanca) era una de esas construcciones rectilíneas de estilo colonial, con columnas a ambos lados de la puerta principal y una distribución interior tan poco original que, si uno se paraba en el hall de entrada, frente a la curva que describía la escalera, podía adivinar la ubicación de cada pieza de mobiliario de la casa, desde la cama matrimonial en la habitación principal, cuyas ventanas miraban al nordeste, pasando por la barra con taburetes de la antecocina hasta el lavarropas en el sótano. Al entrar, Nailles fue recibido por una vieja perra setter de pelo rojizo llamada Tessie, a la que había entrenado para que lo acompañara a cazar doce años antes. Tessie se estaba quedando sorda, y cada vez que se cerraba la puerta de alambre tejido de la cocina, creía que era un estampido de escopeta y salía disparada al jardín en busca de la pieza derribada por su amo.

El hocico de Tessie, su vello púbico y las almohadillas de sus patas habían encanecido y ya le costaba encarar las escaleras. Nailles a veces la llevaba alzada cuando subía a acostarse. A veces la perra gemía de dolor. Los gemidos eran lamentables, seniles, y constituían las únicas manifestaciones de dolor en voz alta que se habían oído en la casa desde el día en que Nailles la compró. Nailles le hablaba a la vieja perra con una familiaridad que podía sonar tonta. Le decía buen día, le preguntaba cómo había dormido. Cuando examinaba el barómetro y echaba un vistazo el cielo le pedía su opinión acerca del tiempo. Le ofrecía pedazos de sus tostadas, le comentaba los editoriales del Times y, cuando partía rumbo a la estación a tomar su tren, le deseaba como un buen padre que tuviera una buena jornada. Por la noche, cuando regresaba, le ofrecía galletitas o maníes mientras se servía una copa, y a menudo encendía un fuego en la chimenea, más para complacerla que por otros motivos. Había decidido que, si llegaba el momento de sacrificarla, la llevaría detrás del rosal y le dispararía él mismo. Con la vejez, la perra empezó a padecer dos temores: a las alturas y a las tormentas. Cuando estallaba el primer relámpago, corría hasta donde estaba su amo y permanecía echada a sus pies hasta que la violencia climática seguía su rumbo hacia otro condado. Nailles aún salía de caza con ella en otoño.

Su esposa Nellie estaba friendo tocino en la cocina. Nailles la besó y la abrazó. Nailles amaba con todo su corazón a Nellie. Si tenía un destino manifiesto en la tierra, era amar a Nellie. Si ella muriera, él se inmolaría en su pira funeraria, aunque jamás se le había ocurrido la idea de que Nellie pudiera morir. La consideraba inmortal. La intensidad de su monogamia, su absoluta convicción en la santidad del matrimonio, eran consideradas morbosas y hasta aberrantes por un número sorprendente de sus conocidos. Muchas mujeres se le habían insinuado a Nailles en el curso de su vida, pero cada vez que lo atacaba una ardiente divorciada, viuda o esposa insatisfecha, su miembro viril manifestaba un doloroso desinterés, como exhortándolo a volver a casa. Era un órgano domesticado, amante de la cocina casera, el fuego en la chimenea y los muslos de Nellie. De haber tenido algún talento para ello, habría dedicado un poema a los muslos de Nellie. La idea había pasado por su cabeza. Le hubiera gustado sinceramente conmemorar así su amor espiritual y carnal. El paisaje que contemplaba al levantar el camisón de su esposa embotaba su mente. Qué belleza; qué increíble belleza. Allí estaba la clave de su amor al mundo visible.

Desayunaron en el comedor. Nailles se asomó después por la escalera y gritó a su hijo:

—Tony, el desayuno está listo.

—Querido, no está en casa —dijo Nellie—. Está en lo de los Pendleton. Tú mismo lo llevaste, cuando fuiste a la iglesia.

—Sí, claro —dijo Nailles, pero parecía desconcertado.

Le costaba asimilar que el muchacho pudiera entrar y salir libremente de la casa, de la órbita de sus afectos. Sabiendo que Tony no estaba, habiéndolo llevado él mismo al aeropuerto para que abordara un avión, en cuanto volvía a casa lo buscaba por el jardín. El amor que sentía Nailles por su esposa y su único hijo era como un manto líquido que los recubría, preservaba y mantenía aislados pero visibles, como los trozos de fruta dentro de una gelatina.

Sentados a la mesa con el desayuno, Nailles sintió que su matrimonio era tan unidimensional como las historietas del diario. ¿Pero por qué? Acaso no tenían su intensidad erótica, sus recuerdos y anhelos, sus raptos de melancolía y entusiasmo. Nailles suspiró. Pensó en su madre, internada en una residencia geriátrica en el otro extremo del pueblo. Nailles la visitaba todos los domingos, y ahora recordó con incomodidad la visita realizada una semana antes.

La residencia era uno de esos lugares amplios de ambientes enormes, ideales para las funerarias, que se habían vuelto obsoletos con la extinción de la servidumbre. El vestíbulo tenía una araña de caireles y piso de mármol, pero todos los muebles parecían heredados de porches venidos a menos, y las polvorientas flores sobre la mesa de entrada eran artificiales. El director de la residencia era sueco, y sin duda se trataba de un sueco próspero, porque su tarifa mínima era de ciento cincuenta dólares semanales; pero el tipo no gastaba su dinero en ropa. Tenía los pantalones lustrosos y un saco de lana deformado por el uso. Hablaba sin acento, pero con agradable cadencia escandinava.

—El doctor Powers estuvo ayer —canturreó—, pero no hay novedades. La presión sanguínea se mantiene en diecisiete. El corazón sigue afectado, pero conserva su vitalidad. Mantendremos la dosis de veintidós centímetros cúbicos de PLM seis veces por día, y los anticoagulantes de costumbre.

El director carecía de formación médica, pero apelaba a la jerga con el mismo desparpajo con que un soldado novato abusa de la nomenclatura militar.

—El peluquero vino el miércoles —continuó—, pero no permití que le acicalase el pelo. Tal como usted me pidió.

—Mi madre nunca se tiñó el pelo —dijo Nailles.

—Sí, lo sé —dijo el director—, pero la mayoría de nuestros clientes prefiere que sus madres luzcan bien. Yo las considero mis muñecas —dijo, y en su voz había auténtica ternura—. Parecen personas, y sin embargo, no lo son realmente. —Nailles se preguntó si el director había jugado con muñecas. De no ser así ¿cómo se le podía ocurrir semejante comparación?—. Las vestimos, las desvestimos, las peinamos, conversamos con ellas, pero por cierto no pueden contestarnos. Por eso las considero mis muñecas.

—Me gustaría verla —dijo Nailles.

—Desde luego.

El director lo acompañó por las escaleras de mármol y abrió él mismo la puerta de la habitación de la madre de Nailles. Era un dormitorio pequeño, con una sola ventana. Habría sido un cuarto para niños en una casa de familia.

—El jueves pasado habló —dijo el director—. La enfermera estaba dándole de comer, cuando ella dijo: «Vivo en un agujero». Por supuesto, su dicción es confusa. Los dejaré solos.

Cuando se cerro la puerta, Nailles dijo:

—Mamá, mamá…

Tenía ralos los cabellos blancos. La dentadura estaba en un vaso sobre la mesa junto a la cama. Respiraba con levedad y su mano izquierda iba y venía sobre la manta. Nailles había rogado al médico que la dejase morir, pero el médico le contestó que su responsabilidad era salvar vidas. Inerte, indiferente, la figura demacrada aún ejercía un inmenso efecto emotivo en él. Había sido siempre una buena mujer: generosa, decente, cariñosa. Verla tan cruelmente abatida, tan cerca de la muerte, desafiaba la confianza de Nailles en la armonía de las cosas. Toda aquella bondad hubiera merecido un final más gentil. Nailles interpretaba literalmente los efectos letales del pecado. Para él, los perversos eran seres enfermos y los buenos eran sanos; pero el cuerpo inerte de su madre reducía a la ingenuidad esa concepción de la vida. La mano volvió a moverse sobre la manta, y Nailles advirtió que llevaba puestos los anillos de diamantes. Alguna enfermera que jugaba a las muñecas se los habría deslizado en los dedos.

—Mamá —rogó—, ¿puedo hacer algo por ti? ¿Quieres que Tony venga a visitarte? ¿Quieres ver a Nellie?

Pero estaba hablando para sí mismo.

Nailles pensó entonces en su padre. El viejo había sido buen tirador, un pescador afortunado, un bebedor insaciable y un animador perpetuo de toda velada nocturna. Nailles recordaba aún su regreso de la universidad cuando estaba en primer año. Había traído consigo a su compañero de cuarto. Lo admiraba, y se lo presentó con orgullo a su padre en la estación de tren, pero el viejo fulminó al muchacho con una mirada de desprecio, y con un seco movimiento de cabeza manifestó el increíble mal gusto de su hijo para elegir amistades. Nailles había creído que irían a casa a cenar, pero su padre los llevó a un hotel, donde tocaba una orquesta y se bailaba. Cuando pidió la cena, Nailles vio que su padre ya estaba borracho. Bromeaba con la camarera, trató de palmearle el trasero y volcó el agua. Cuando la orquesta comenzó a tocar I’m Forever Blowing Bubbles, se levantó de la mesa, se abrió paso entre los que bailaban, arrebató la batuta al director y se puso a dirigir la orquesta. Todos los comensales del restaurante se divirtieron, pero si Nailles hubiese tenido una pistola habría matado a su padre por la espalda.

El viejo sacudía su blanca cabellera, agitaba los brazos exigiendo fortísimos y pianísimos; en suma, ofreció una interpretación hilarante de un director de orquesta. Fue uno de sus numeritos más festejados. Los miembros de la orquesta se reían, el director se reía, las camareras bajaron sus bandejas para disfrutar el espectáculo mientras Nailles se hundía cada vez más en un abismo de vergüenza y sufrimiento. Podía abandonar el restaurante y volver en taxi a casa, pero eso sólo empeoraría la relación ya bastante delicada entre él y su padre. Así que se disculpó y fue al baño, donde permaneció con la cabeza gacha frente a uno de los lavatorios, único modo de expresar su desdicha. Cuando volvió a la mesa, la actuación había concluido y su padre seguía pidiendo copas. Finalmente comieron algo y, en el taxi, de regreso a casa, su padre se hundió en el sopor alcohólico. Nailles lo ayudó a subir los escalones de entrada, agradecido de poder representar al menos esa parte del papel de hijo. Deseaba ardientemente amar a su padre, pero ésas eran las únicas oportunidades filiales que tenía. Su padre subió al dormitorio y Nailles se topó con la sonrisa débil, dolorida y cómplice de su madre.

En una de las dos sillas junto a la cama de su madre había una almohada adicional. Le hubiera bastado dar un paso, tomarla entre sus manos y apretarla firmemente sobre el rostro de ella para acabar con su sufrimiento. Dio el paso, alzó la almohada y regresó a su lugar, pero qué habría pasado si ella, a pesar de su espectral inconsciencia, se hubiera aferrado instintiva y tenazmente a lo que le quedaba de vida; qué habría pasado si hubiera recuperado la conciencia el tiempo suficiente como para ver que su hijo era un matricida. Tales eran los recuerdos de Nailles mientras desayunaba.

Nellie no era la clase de ama de casa que recibía a su marido con un beso de lengua sin darle tiempo a colgar el sombrero siquiera. Era la corrección personificada. Esa mañana tenía puesto un camisón de encaje y olía a claveles. Era una mujer frágil, de cabello rojizo, cuya labor comunitaria, arreglos florales, y preceptos morales habrían ofrecido excelente materia prima para un monólogo de cabaret. Le interesaban las artes. Había pintado ella misma los tres cuadros del comedor. Las telas venían impresas con un laberinto de líneas azuladas, como un mapa geodésico. Cada sector del lienzo estaba numerado —uno para el amarillo, dos para el verde, y así sucesivamente—; siguiendo con cuidado las instrucciones ella había podido recrear, en la anónima tela, la profundidad y el brillo de una tarde otoñal en Vermont y el retrato que había hecho Gainsborough de las hijas del mayor Gillespie. Ella sabía que el resultado era un poco ordinario, pero igual le gustaban. Poco antes, llevada por una auténtica curiosidad y afán de estar informada, se había anotado en un curso sobre teatro moderno. Una de las tareas que le habían dado había sido ir a Nueva York y escribir sus impresiones acerca de una obra en cartel en el Village. Había planeado ir con una amiga pero le falló a último momento, así que Nellie fue sola.

La obra se representaba en un loft, con escaso público. El aire olía a rancio. Cerca del final del primer acto, uno de los actores se sacó los zapatos, la camisa, los pantalones y, de espaldas al público, los calzoncillos. Nellie no podía creer lo que veía. Abandonar la sala en señal de protesta, como hubiese hecho su madre, habría sido como rechazar la realidad de la vida. Y ella quería ser una mujer moderna, poder lidiar con el mundo. Ya desnudo, el actor se volvió lentamente, bostezando y desperezándose con toda naturalidad. Todo era muy real y vívido, pero una violenta sucesión de yuxtaposiciones entre su idea del decoro y su excitación la sumieron en un paroxismo emocional que la dejó transpirando. Si éstos eran los simples hechos de la vida, ¿por qué sus ojos estaban fijos en el espeso cepillo púbico del cual colgaba, como una flor marchita, el tallo principal? Las luces se atenuaron. Los actores permanecieron vestidos el resto de la obra, pero Nellie no recuperó la calma. Cuando salió del teatro, llovía. Cruzó Washington Square para tomar un ómnibus hacia Grand Central. Algunos estudiantes de la universidad daban vueltas alrededor de la fuente, llevando carteles en los que habían escrito Culear, Pija, Concha. ¿Había enloquecido? Contempló la procesión hasta que desapareció de su vista. El ultimo cartel que alcanzó a ver decía Mierda. Se sentía débil. Al subir al ómnibus miró con cierta desesperación a los pasajeros, buscando gente como ella, madres y esposas honestas, mujeres orgullosas de su hogar, de su jardín, de sus arreglos florales, de su cocina. Dos jóvenes que ocupaban el asiento frente a ella se estaban riendo. Uno de ellos pasó el brazo por los hombros del otro y le besó la oreja. ¿Debía golpearlos con su paraguas? En la parada siguiente, aquello que tanto anhelaba —una mujer honesta— se sentó en el asiento contiguo al de ella. Nellie sonrió a la desconocida, que retribuyó la sonrisa y comentó fatigada:

—He estado buscando cretona inglesa por todas partes, pero me temo que no hay ni un metro en toda la ciudad de Nueva York. Tengo toda clase de cosas inglesas en casa, y los estampados que están de moda no armonizan en absoluto con mi estilo de decoración, pero es lo único que se consigue. Seguramente debe de haber buena cretona inglesa en alguna parte, pero no he podido encontrarla. La que tengo en casa es muy hermosa, pero ya está un poco gastada. Tiene un estampado de flores de lis sobre fondo azul. Mire, aquí tengo un pedazo. —Abrió su bolso y extrajo de él un trozo de tela azulada.

Esa conversación era justo lo que Nellie necesitaba, pero mientras la desconocida seguía hablando de estampados, las palabras garabateadas en aquellos carteles —Culear, Pija, Concha— ardían en su pecho con persistente incandescencia, y no lograba borrar de su mente la pelambre púbica del actor y su tallo marchito. Se sentía incapaz de volver a casa. Para entonces, la desconocida había comenzado a describir sus muebles, y Nellie pasó del tedio a la irritación. Qué despreciable podía ser una vida regida por alfombras y sillones, la virtud encarnada en la cretona y el mal representado por las telas de moda. Su vecina de asiento le resultaba más despreciable que esos jóvenes que se prodigaban cariño frente a ella y que los necios estudiantes allá afuera. Se sintió como si hubiera vislumbrado una revolución erótica que la había dejado estupefacta, y que también había mutilado su entusiasmo por los arreglos florales. Se internó en Grand Central Station bajo la lluvia, pasó frente a varios puestos de revistas que parecían especializarse en fotografías de hombres desnudos. Subir al tren fue un paso en la dirección apropiada. Estaba volviendo a casa, en una hora sería capaz de cerrar su puerta a aquella desconcertante tarde de lluvia. Volvería a ser ella misma, la esposa de Eliot Nailles, la honesta, concienzuda, inteligente, casta Nellie Nailles. Pero si su compostura dependía de las puertas que mantuviese cerradas, ¿no era una compostura despreciable? Despreciable o no, a medida que el tren avanzaba, Nellie fue sintiendo los primeros síntomas de restablecimiento. Cuando bajó del tren en su estación y recorrió el estacionamiento rumbo a su auto, ya había logrado retornar a sí misma. Condujo el auto hasta su casa, abrió la puerta principal. La cocinera estaba salteando unos hongos en manteca, el aroma llegaba hasta el living.

—¿Lo pasó bien? —preguntó la cocinera.

—Sí, gracias. Muy bien. Fue una pena que lloviese, pero necesitamos que llueva para que se llene la represa, ¿no es verdad?

Le exasperó la absoluta artificialidad de sus sentimientos, pero ¿cuánto podía una acercarse a la verdad? ¿Podía decir mierda a la cocinera o describir lo que había visto en escena? Subió las escaleras en dirección a su placentero dormitorio y se dio un placentero baño; pero no logró librarse de la sensación de que su único modo de comprender el mundo se basaba en la falsedad, el aislamiento, la exclusión y la ceguera. No mencionó su experiencia a Nailles.

Después del desayuno, Nailles subió las escaleras en dirección al dormitorio de su hijo. La noche anterior había tenido una charla con él, cuando volvió con su esposa de un cóctel y encontraron al adolescente leyendo en el living.

—¿Qué tal lo pasaron? —había preguntado Tony.

—Estuvo bien.

—¿Quieres una última copa antes de acostarte?

—Por qué no. ¿Te traigo una cerveza?

—Sí. Yo me encargo.

—Déjame a mí —dijo Nailles, no con severidad pero sin admitir réplica.

No le gustaba que un joven de la edad de su hijo se ocupase de los tragos. Algunos de sus amigos y vecinos permitían que sus hijos prepararan y sirviesen las bebidas. A juicio de Nailles, no sólo era impropio sino también ineficaz. Los adolescentes por lo general erraban las proporciones de las bebidas, y al hacer esa clase de cosas perdían cierta inocencia. Volvió con la cerveza y el whisky y se sentó, absorto en sus pensamientos, con la mirada perdida en la alfombra. Entre los dos hombres que se disponían a hablar pero aún guardaban silencio podía palparse esa atmósfera sagrada que es la esencia del amor.

Nailles describió la fiesta para beneficio de Tony, que conocía a la mayoría de los invitados. El muchacho se preguntaba si su madre se habría dormido ya y si le ahorrarían esa noche las demandas carnales, las voces de estímulo, clamor y gozo que tan a menudo oía desde el dormitorio de sus padres. Esperaba que su madre se hubiese dormido antes de que su padre subiera a acostarse. Se podía respirar en al aire que tanto Tony como Nailles tenían conciencia de la situación, aunque prefirieran seguir representando los papeles que se les habían asignado, de padre e hijo. Lo que Nailles sentía por su hijo era decididamente amor, y si hubiera sido más demostrativo, si estuviera en otro país, habría abrazado a su hijo para demostrarle su amor. Pero Nailles no era así. Así que encendió un cigarrillo y tosió. Una tos trasnochada, con flema, que lo sacudió sin misericordia y le congestionó el rostro. Esa tos expresaba, más que ninguna otra cosa, la diferencia de edades. Tony se preguntó por qué no dejaba de fumar. Si dejara de fumar tal vez dejaría de toser así. Esos accesos de tos, que tenían el efecto de mostrarlo momentáneamente débil, eran para el muchacho un recordatorio nada sentimental de las realidades de la enfermedad, la vejez y la muerte. Pero su padre, pensó con orgullo, parecía más joven que lo que correspondía a su edad; más joven que el padre de Don Waltham, o el de Henry Pastor o el de Herbert Matson. No se destacaba en ningún deporte, pero podía salir bien parado de un partido informal de fútbol o de hockey sobre hielo, o bajar por las pistas de esquí de mediana dificultad. Tenía cuarenta y dos años. Una época de la vida desconcertante, a juicio de Tony, inquietante y venerable a la vez. La idea de que su padre hubiera vivido tanto tiempo lo excitaba del mismo modo que un arqueólogo se excita ante una reliquia sumeria o escita. Pero cuando le miraba el cabello aún abundante, sin una cana, y el rostro con algunas arrugas pero sin hinchazón, cuando contemplaba ese cuerpo aún en forma, sin barriga, pensaba que había algo inusual en su padre, y le complacía decirse que él mismo heredaría esa peculiaridad: sería el hijo inusual de un padre inusual, al que se le ahorrarían la vulgaridad de las canas, la calvicie, la obesidad y la miserias de la vejez.

Nailles puso un disco en el equipo de música. Tony sabía que sería Guys and Dolls. Nailles casi nunca iba al teatro y la música no le interesaba en absoluto, pero por algún motivo que ya nadie recordaba, ya que de eso hacía demasiado tiempo, un día le habían regalado un par de entradas para Guys and Dolls. Nailles pensaba regalar las entradas porque detestaba las comedias musicales y nunca había oído hablar de Frank Loesser ni de Damon Runyon, pero Nellie tenía un vestido nuevo y quería estrenarlo, de modo que partieron al teatro. Nailles escuchó con suspicacia la obertura. Al parecer, su entusiasmo comenzó con el primer dúo y se acentuó escena tras escena. Con el acorde final saltó de su butaca y comenzó aplaudir mientras rugía «¡Otra, otra!» Cuando se encendieron las luces del teatro, siguió aplaudiendo y gritando. Fue uno de los últimos en abandonar la sala. Estaba seguro de haber presenciado un momento memorable de la historia del teatro, que fue evolucionando en su memoria hasta encarnar en una teoría bastante sentimental acerca de la tragedia de lo sublime. Frank Loesser se le mezcló con Orfeo, y cuando leyó en un diario que se había divorciado pensó con tristeza que estaba pagando por la perfección de Guys and Dolls. No le interesó ver ninguna otra obra de Loesser, porque estaba convencido de que serían trágicamente inferiores. Ningún artista podía repetir semejante logro. Nailles parecía pensar que Loesser, como el arquitecto de San Basilio, debió haberse arrancado los ojos. Aquella noche de estreno había tenido para él la perfección de un día de verano, cuya excelsitud insinuaba la inevitabilidad del invierno y de la muerte.

Nailles se puso a cantar acompañando el disco. Lo había comprado inmediatamente después de aquella función y nunca lo había reemplazado, de modo que su sonido ya dejaba que desear. Pero no le importaba. Reemplazaba la letra con una serie de sonidos rudimentarios (dadadadá) pero cuando llegó «Luck Be a Lady Tonight» se puso de pie, descargó el puño sobre la palma de su otra mano y cantó a viva voz los pocos versos que recordaba. En el estribillo final alzó los brazos como quien quiere abrazar las estrellas, y después que se extinguió el último acorde, suspiró y dijo:

—Un espectáculo único, absolutamente grandioso. Lástima que no la vieras. Bien, buenas noches.

Ahora era domingo por la mañana y Nailles vagaba por la casa como si buscara a su hijo. Hacía frío en la habitación de Tony. El muchacho prefería apagar la calefacción y dormir con las ventanas abiertas. A causa del frío, el dormitorio parecía llevar más tiempo desocupado, un año quizá, pero ¿por qué?, se preguntó Nailles. Dedicó una mirada cariñosa al desorden habitual: botines de fútbol sin desatar y con trozos de barro seco; un buzo del colegio, una pila de libros que incluían obras de Stephen Crane, Somerset Maugham, Samuel Butler y Hemingway. Unos meses antes, había entrado buscando un diccionario, y al abrirlo cayó al suelo una catarata de fotos de mujeres desnudas. Su primera reacción fue que su hijo las había dejado allí para que él las encontrara. Examinó las fotografías, comparando su limitado conocimiento del género femenino con esa galería de lascivas desconocidas. Estaban impresas en papel barato, y supuso que habían sido recortadas de esas revistas nudistas que hay en los puestos de limpiabotas y en las peluquerías. No le molestó en lo más mínimo que su amado hijo hubiese preferido coleccionar esas imágenes en lugar de estampillas, puntas de flechas, especímenes geológicos o rarezas numismáticas. Arrojó las fotos al tacho de la basura y buscó en el diccionario la ortografía de la palabra que necesitaba. Más o menos un mes más tarde, el muchacho le preguntó:

—¿Estuviste usando mi diccionario?

—Sí —dijo Nailles—. Y tiré todas esas fotos.

—Ah —dijo el muchacho, y ninguno de los dos hizo más comentarios.

Sobre la mesa, al lado de la ventana, estaba el grabador que Nailles había regalado a su hijo para el cumpleaños. No lo habría encendido, del mismo modo que no le habría abierto la correspondencia. Su idea de la privacidad era en ese aspecto tan escrupulosa como inmutable; pero si hubiera encendido el grabador habría oído la voz de su hijo, media octava más baja a causa de la reproducción, diciendo: «Viejo y sucio mandril, desde que tengo memoria, cada vez que estoy tratando de dormir, te oigo decir porquerías. Estoy harto de oírte decir las porquerías más asquerosas del mundo, sucio mandril, viejo roñoso». Pero Nailles no encendió el grabador.

Se quitó el traje que usaba para ir a la iglesia y se puso ropa cómoda. En algún momento había sugerido al párroco que debía alentarse a los feligreses a que fueran a la iglesia con la ropa que usaban los domingos, pero el padre Ransome había respondido si le parecería bien que él diera la comunión en pantalones cortos. Bajó al sótano y le puso nafta y aceite a la motosierra. Al sur de su terreno había un bosquecillo de olmos que había sido arrasado por la plaga. Nailles dedicaba los fines de semana a talar los árboles muertos y hacer acopio de leña para el hogar. Los árboles habían perdido hasta la última gota de su lacrimosa belleza. Las ramas se habían secado, la corteza se había desprendido y los troncos desnudos resplandecían como huesos a la luz invernal. Parecía un paisaje de pesadilla o un campo de batalla. Nailles eligió un árbol y planeó el primer corte. Se sentía orgulloso de la habilidad con que manejaba su motosierra, le agradaba maniobrar el chirriante motor de dientes asesinos. El valle estaba bastante encajonado, y esa mañana se respiraba una tibieza tan insólita en esa época del año que la madera despedía un olor a especias que le recordó a Nailles las iglesias romanas en primavera. Oyó el canto de una torcaza o un búho. Había cierta levedad en el aire pero, lejos de ser idílica, parecía contener el desasosiego que trae todo cambio. Domingo de Sexagésima. ¿Cuál había sido la epístola? Entonces recordó: «De los judíos cinco veces recibí cuarenta azotes menos uno. Tres veces me golpearon con varas, una fui lapidado, tres veces naufragué, una noche y un día estuve en lo profundo. Así han sido mis viajes, en peligro de robo, en peligro de mis conciudadanos, en peligro de los paganos, en peligro de la ciudad, en peligro del desierto, en peligro del mar, en peligro de falsos hermanos; en la fatiga y en el dolor, en la vigilia, en el hambre y en la sed, en el ayuno, en el frío y en la desnudez».

Nellie oyó desde la cocina el chillido de la motosierra.