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Ahora imaginen una pequeña estación de ferrocarril, diez minutos antes de que oscurezca. Más allá del andén, las aguas del río Wekonsett reflejan el resplandor crepuscular. La arquitectura de la estación es extrañamente inadecuada, grave sin llegar a ser sombría, con algo de pérgola, de casa de campo o de verano, pese a que los inviernos son duros por aquí. Los faroles a lo largo del andén arden con una melancolía casi palpable. El escenario contiene en cierto modo la esencia de este asunto. Cuando viajamos, lo hacemos sobre todo en avión; sin embargo, el espíritu de nuestro país sigue siendo el de una tierra de ferrocarriles. Uno se despierta en un coche cama a las tres de la mañana, en una ciudad cuyo nombre no conoce y quizá nunca descubra. En el andén hay un hombre con un niño sobre los hombros. Parecen despedir a un viajero, pero ¿qué hace un niño despierto a esas horas, y por qué llora el hombre? Al otro lado del andén, en un vagón comedor iluminado, un camarero solitario hace sus cuentas en una de las mesas. Más allá de la plataforma se alza una torre de agua, y más allá corre una calle desierta, bien iluminada. En momentos así, uno piensa con felicidad: éste es mi país, único, vasto, misterioso. Nunca experimentamos ese sentimiento en aviones, aeropuertos o en trenes de otros países.

Ahora imaginen que llega un tren a esa estación, que un pasajero baja del tren y es recibido por un agente inmobiliario llamado Hazzard[1], pues quién otro sería capaz de conocer la antigüedad, el valor y el estado exactos de las casas del pueblo.

—Bienvenido a Bullet Park. Ojalá le guste tanto que se quede a vivir entre nosotros —dice al recién llegado el señor Hazzard, aunque él no vive en Bullet Park. Su nombre, como el de los demás agentes inmobiliarios, decora los carteles de venta clavados a los árboles en lotes y casas vacíos, pero todas sus transacciones tienen lugar en una oficinita en el pueblo vecino.

El recién llegado dejó a su esposa en el Plaza de Nueva York, mirando televisión. La búsqueda de refugio debe ocurrir en un nivel casi primordial, ahora que los precios se han disparado y nada es exactamente lo que uno anda buscando. La pintura descascarada y los muebles que dejaron los dueños anteriores le producen al forastero el mismo efecto que la ropa y los papeles de un muerto reciente en la familia. Sabe que la casa que busca debe de haber aparecido al menos dos veces en sus sueños. Cuando todo aquello haya terminado, cuando el jardín haya florecido y los muebles hayan encontrado su lugar, los rigores del viaje habrán sido conjurados, pero en este atardecer cada una de sus migraciones palpita en sus venas.

Los habitantes de Bullet Park aparentan que no llegaron sino que fueron plantados y crecieron aquí, cosa por supuesto falsa. El desorden, los camiones de mudanzas, las hipotecas y préstamos bancarios, las lágrimas y la desesperación caracterizan la mayoría de las llegadas y partidas de Bullet Park.

—Éste es nuestro centro comercial —dice Hazzard—. Tenemos toda clase de planes de crecimiento. Y allí está Powder Hill —agrega, señalando con un gesto de la cabeza una colina iluminada a la derecha—. Hay una propiedad que me gustaría mostrarle. Piden cincuenta y siete mil. Cinco dormitorios, tres baños…

Las luces de Powder Hill parpadeaban, las chimeneas humeaban y de una soga tendida colgaba la funda de felpa rosada de una tapa de inodoro. Vista a la distancia por un adolescente fanático y vengativo que cruzara la cancha de golf, el trozo de felpa parecería el imprimátur, el estandarte por excelencia de Powder Hill, detrás del cual marchaban en zapatos apretados las legiones de quebrados de espíritu que se dedicaban a intercambiar esposas, perseguir judíos y luchar en vano contra el alcohol. Malditos sean todos, pensaría el adolescente. Malditas las luces bajo las cuales nadie lee, maldita la música constante que nadie escucha, malditos los pianos que nadie sabe tocar, malditas las casas hipotecadas hasta los caños de desagüe, malditos por saquear de peces el océano para alimentar los visones cuyas pieles se echan encima, malditas sus estanterías donde hay un solo libro: una guía de teléfonos encuadernada en brocado rosa. Maldita su hipocresía, malditos sus eufemismos, malditas sus tarjetas de crédito, malditas sus rebajas constantes del indómito espíritu humano, maldita su pulcritud, maldita su lascivia. Y malditos sobre todo por haber diluido la potencia, el hedor, el color y el ardor que dan sentido a la vida. Aullemos, aullemos, aullemos.

Pero el adolescente, como ocurre siempre con los adolescentes, estaría equivocado. Tomemos, por ejemplo, a los Wickwire[2], frente a cuya casa (tasación: sesenta y cinco mil dólares) estaban pasando Hazzard y el forastero. Si el adolescente se propusiera atacar las normas y costumbres de Powder Hill, los Wickwire serian un blanco perfecto: eran encantadores, eran brillantes, eran incandescentes, su agenda de compromisos estaba completa desde el Día del Trabajo hasta el Día de la Independencia. Se los podía considerar una especie suprema de asistentes sociales —digamos celebrantes—, por el modo en que usaban su encanto incandescente para hacer fluidas las cosas a nivel comunidad. Entendían a la perfección que los cócteles y las cenas eran tan importantes para el bienestar comunitario como la asociación vecinal, el consejo escolar o los servicios municipales. Aunque eran una colectividad con pocos altares —cuatro, para ser precisos, y ninguno de ellos sacrificial—, les consagraban tal seriedad y dedicación como si ofrendaran en ellos un poco de su propia carne y de su propia sangre.

Los Wickwire siempre estaban cayéndose por las escaleras, tropezando con muebles de bordes filosos, metiendo el auto en alguna zanja. Llegaban a cada reunión impecablemente vestidos, pero el brazo derecho de ella estaba enyesado y él llevaba anteojos negros y ayudaba su renguera con un bastón de empuñadura de oro. Ella se había luxado el brazo en una caída; él se había quebrado la pierna durante el invierno, y los anteojos negros ocultaban un moretón reciente, que ya había alcanzado la coloración purpúrea de una luna invernal asomando entre las nubes ante los ojos de un grupo de jóvenes anhelantes y perplejos. Sus perennes lesiones no disminuían en absoluto la brillantez social que los caracterizaba. En realidad, no había ágape en el que no hicieran gala de alguna extremidad vendada, en cabestrillo o enyesada. Su encanto y ardor como celebrantes era cosa seria.

Y el mejor momento de comprobarlo tendría lugar después de un fin de semana cualquiera, en el que hubieran almorzado y cenado fuera de casa tres días seguidos. Por ejemplo ahora: la luz matinal del lunes se posa sobre ellos mientras aún duermen. Suena el despertador, pero él lo confunde con el teléfono. Tiene los hijos en un internado, y lo primero que piensa es que uno de ellos está enfermo, o en problemas. Cuando comprende que se trata del despertador y no del teléfono, lo apaga, gruñe, apoya los pies en el piso, maldice y logra ponerse de pie. Se siente hueco, pero recién vaciado: capaz aún de recordar todos los signos vitales en sus entrañas. Ella gime y se cubre el rostro con la almohada. Él avanza por el pasillo hacia el baño sintiendo su dolorosa oquedad. Cuando se mira en el espejo suelta un grito de asco y terror. Tiene los ojos enrojecidos, el rostro surcado de grietas y el pelo como si se lo hubieran teñido de apuro. Por un instante experimenta el curioso poder de intimidarse a sí mismo. Se echa agua en la cara y se afeita. Eso agota sus energías, así que vuelve por el pasillo al dormitorio, dice que tomará el tren siguiente, se desploma en la cama y se cubre con las sábanas para darle la espalda a la mañana. Ella sigue gimiendo. Al rato se levanta de la cama, el camisón enredado en su agradable grupa. Entra en el baño pero cierra los ojos cuando pasa frente al espejo. De vuelta en la cama, se cubre el rostro con la almohada y se suma a los lamentos de él, hasta que él rueda hacia su sector y dedican veinte minutos a una sofocante sesión amatoria que los deja con un lacerante dolor de cabeza. Él ya ha perdido el tren de las 8:11, el de las 8:22 y el de las 8:30.

—Café —dice, y se levanta otra vez de la cama. Baja a la cocina y deja escapar otro grito de dolor al ver las botellas vacías sobre la mesada. Están alineadas como dioses en un santuario del remordimiento, cuya función fuera conminarlo a postrarse de rodillas y elevar una plegaria: «Oh, botellas vacías, piadosas botellas vacías, tened piedad de mí, por el amor de Jack Daniels y las bodegas Seagram».

Su transparencia —es decir, que estén vacías— las vuelve doblemente críticas. Las etiquetas —whisky, gin y bourbon— tienen la ferocidad de demonios chinos pero él sabe bien que, si intentara aplacarlas con cualquier manifestación de reverencia, serían implacables con él. Así que las arroja al tacho de la basura, aunque eso no atenúe su poderosa presencia. A continuación pone agua a hervir y, tanteando la pared como un ciego, vuelve al dormitorio, donde oye gemir a su esposa:

—Quisiera estar muerta.

—Ánimo, querida —le dice con voz ronca—, ánimo.

Saca del armario un traje limpio, una camisa, una corbata y un par de zapatos y vuelve a meterse en la cama y a cubrirse con las sábanas. Oyen el ómnibus escolar en la esquina, que toca la bocina apurando al hijo de los Marsden. Ya son casi las nueve, el jardín está inundado de luz, la semana ha iniciado su espléndida procesión. La pava silba en la cocina. Él se levanta de la cama por tercera vez, baja y prepara el café. Vuelve con una taza para cada uno. Ella sale de la cama, se lava la cara sin mirarse en el espejo y vuelve a acostarse. Él se pone los calzoncillos, y vuelve a la cama. Durante la hora siguiente se levantan y vuelven a desplomarse, van del baño a la cocina y al dormitorio, luchando por sumarse al fluir de las cosas. Finalmente él termina de vestirse y, arrasado por el vértigo, la melancolía, las náuseas y una erección intermitente, llega a su Getsemaní, el tren de las 10:48 del lunes por la mañana.

No había nada de hipócrita en las mañanas de lunes de los Wickwire, así que olvidemos al adolescente.

El recién llegado comenta que el lugar parece tranquilo, se diría que sus habitantes se hubieran refugiado tierra adentro del fragor de la vida contemporánea —fraudes, frenadas, traquetear de trenes, aullidos de dolor y de amor, martillazos, chirridos, disparos de armas de fuego—, ni siquiera se oye un niño haciendo sus ejercicios de piano en este valle de asepsia acústica. Él y Hazzard pasan frente a la casa de los Howeston (siete dormitorios, cinco baños, sesenta y cinco mil dólares) y la de los Welcher (tres dormitorios, un baño y medio, treinta y un mil dólares). El viento sopla delante de los faros del auto unas hojas amarillentas de olmo, una bolsa vacía de papas fritas, una tarjeta de crédito, facturas, cheques y cenizas. ¿Tendrá sus canciones este lugar?, se preguntará el recién llegado, y las tiene, por supuesto que las tiene. Tiene canciones para dormir niños y canciones para que los niños canten, canciones para cocinar y para desnudarse, canciones solubles y canciones devotas (Depositamos a Tus pies nuestras ofrendas), canciones de moda y hasta canciones folclóricas. El señor Elmsford (seis dormitorios, tres baños, cincuenta y tres mil dólares) desempolva su descolorido libro de salmos, que nunca pudo dominar del todo, y canta:

—Hotchkiss, Yale, un matrimonio indiferente, tres hijos, veintitrés años en la Universal Tuffa Corporation, ¿por qué entonces estoy tan decepcionado? —canta—. ¿Por qué es como si todo me hubiese dejado atrás? —Oye pasos que se acercan a su puerta antes de que inicie la segunda estrofa, pero sigue cantando—: ¿Por qué todo sabe a cenizas, por qué no hay esplendor ni promisoriedad en mis asuntos?

Los camareros vacían los ceniceros, el encargado del bar cierra con llave el gabinete de bebidas y apaga las luces, pero él sigue cantando:

—Lo intenté, lo hice lo mejor posible, ¿por qué me siento tan triste y melancólico?

—Señor, cerramos —le dicen—, y usted es el culpable de que hayamos cerrado.

También estaban los cantores optimistas.

—Bullet Park crece y crece; Bullet Park perdurará, Bullet Park progresa sin cesar, día tras día, en todo sentido…

¿Estadísticas vitales? Carecían de importancia. El índice de divorcios era bajísimo, el de suicidios, un secreto; el de accidentes de tránsito promediaba veintidós por año por culpa de una autopista que parecía haber sido trazada en el mapa por un niño con un crayón. Los inviernos eran demasiado inclementes para los cítricos y demasiado clementes para el abedul.

Entonces Hazzard detuvo el automóvil frente a una casa blanca con las ventanas iluminadas.

—Ésta es la propiedad que tenía en mente para usted —dijo—. Ojalá que ella no esté. No tiene idea de lo que es hacer una venta. Dijo que planeaba salir.

Tocó el timbre, pero la señora Heathcup en persona abrió la puerta. Parecía haber estado preparándose para salir sin demasiada convicción. Era una mujer robusta, de pelo ondulado plateado amarillento, y tenía puesta una bata. En una de sus pantuflas había una rosa de paño; en la otra, no.

—Pasen y vean —dijo con voz áspera y fatigada—. Espero que le guste lo suficiente para comprarla. Ya empieza a cansarme que me dejen manchas de barro por toda la casa y después se decidan por otra. Es una hermosa casa, y todo funciona, tendrá que aceptar mi palabra en eso, pero sé de gente que vende su casa con la instalación eléctrica en estado crítico, el pozo ciego tapado, las cañerías podridas y los techos con goteras. Nada de eso ocurre aquí. Antes de fallecer, mi esposo se encargaba de que todo estuviera impecable, y la única razón por la cual vendo es porque no tengo nada que hacer aquí, ahora que él falleció. Nada en absoluto. Las mujeres solas no tienen nada, nada que hacer en un lugar como éste. ¿Sabe cómo funcionan las tribus? Ésta funciona así: a los viudos, divorciados y solteros, se les hace saber inequívocamente que junten sus cosas y se vayan. El precio es cincuenta y siete mil. No para empezar, sino para cerrar trato. Le pusimos casi veinte mil en mejoras, y mi marido pintaba la casa todos los años, antes de fallecer. En enero pintaba la cocina. Quiero decir, los sábados, domingos y feriados. Después pasaba al comedor, al hall de entrada y al living y después subía a los dormitorios, y en enero volvía a empezar con la cocina. El día que falleció estaba pintando el comedor. Yo estaba arriba. Cuando digo falleció, no vayan a pensar que fue durmiendo. Lo oí hablar solo mientras pintaba. «No puedo soportarlo más», decía. No sé a qué se refería exactamente. Entonces salió al jardín y se pegó un tiro. Así descubrí qué clase de vecinos tenía. Puede recorrer el mundo pero en ninguna parte encontrará vecinos tan considerados como los de Bullet Park. En cuanto supieron lo que había hecho mi esposo, vinieron a consolarme. Serían diez o doce, y nos bebimos una copa, y fueron tan considerados que por un rato olvidé lo que había sucedido. Éste es el living. Seis por diez. Hemos tenido hasta cincuenta invitados en un cóctel, y nadie sentía que hubiese demasiada gente. Si le gusta la alfombra, se la dejo a mitad de precio. Es de lana pura. Si su esposa quiere las cortinas, también podemos arreglarlo. ¿Tiene hijas? El hall de entrada es el lugar perfecto para que la novia arroje el ramo. Y éste es el comedor.

La mesa estaba puesta para doce personas, con platos de sopa, copas de vino, candelabros y un arreglo central de flores de cera.

—Siempre tengo puesta la mesa —dijo la señora Heathcup—. Hace siglos que no recibo a nadie, pero el señor Heathcup detestaba ver la mesa vacía, así que siempre la tengo puesta, en su memoria. Lo deprimían las mesas vacías. Cambio la vajilla una o dos veces por semana. Hay cuatro iglesias en el pueblo. Seguramente ya ha oído hablar del Gorey Brook Country Club. Tiene una cancha de golf de dieciocho hoyos diseñada por Pete Ellison, cuatro canchas de tenis y piscina. Espero que no sea judío; en eso son muy rigurosos. Yo no tengo piscina, y francamente es un déficit: cuando la gente empieza a hablar de productos químicos para mantener el agua limpia, una queda fuera de la conversación. Una vez encargué un presupuesto; si quiere, puede mandar hacer una en el jardín por ocho mil. El mantenimiento cuesta unos veinticinco por semana, más cien para acondicionarla al principio y al fin de la temporada. Como le dije, los vecinos son maravillosos, aunque lleva su tiempo conocerlos. Por ejemplo Harry Plutarch, que vive enfrente: tal vez le parezca un poco excéntrico, hasta que sepa su historia. Su esposa huyó con Howie Jones. Una mañana llamó un camión de mudanzas y se llevó todo, salvo una silla, una cama de una plaza y una jaula con un loro. Cuando él volvió de trabajar, encontró la casa vacía, y desde entonces vive allí solo, con esa silla, esa cama y el loro. Aquí tiene un diario local. Le permitirá darse una idea de Bullet Park…

A medida que la señora Heathcup hacía correr el agua de los inodoros y abría y cerraba puertas, el forastero, que se llamaba Paul Hammer, sintió que iba perdiendo interés en la casa hasta que lo invadió una especie de melancolía. Pero no podía negar que aquella trágica y luminosa residencia tenía todas las comodidades, y en general uno vivía en lugares que ofrecieran esas anónimas comodidades. Estaba el fantasma del pobre Heathcup, claro, pero toda casa tiene su fantasma.

—Creo que es lo que necesitamos —dijo—. Mañana traeré a la señora Hammer y ella decidirá.

Hazzard lo llevo en su auto a la estación. Las salas de espera de las estaciones suburbanas no suelen caracterizarse por su confort, pero ésta parecía literalmente vandalizada. Los vidrios rotos dejaban entrar el viento nocturno. Alguien había aplastado el reloj de pared, sus agujas habían desaparecido. Muchos años antes, el arquitecto había intentado dotar al edificio del aire sensual y romántico que tienen los viajes, pero todas esas delicadezas habían sido arrasadas, saqueadas, destrozadas. Hammer se sintió como en una ruina de guerra. Abrió el diario y leyó:

«El Lithgow Club realizó su cena anual el pasado jueves en el restaurant Harvey. La velada comenzó con un desfile de moda —esposas de socios—, seguido de una demostración de hula-hula ofrecida por la señora Atkinson, acompañada por su esposo al ukelele…»

«Diecisiete debutantes fueron presentadas en sociedad, en la velada del Carey Brook Country Club…»

«El señor Lewis Harwich murió quemado anoche, cuando le estalló en las manos una lata de solvente mientras encendía el fuego para un asado en el jardín de su casa, en Redburn Street…»

«Se prevé un aumento de los impuestos escolares…»

Subió al tren de las 19:14.