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Perdón, pero tengo que ser sincera. Es todo mentira, o casi.

Sin embargo, una cosa es cierta: Tanner había pasado un prolongado período de prácticas con su abuelastro, una época que en general fue desastrosa. Después volvió a Iowa y terminó el instituto, aunque tras graduarse llamó a un viejo contacto de Edison y ahora es recadero en HBO. Por mi parte, he aprendido de verdad a no decepcionarme «por adelantado» en lo tocante a mis hijos por quiméricas que sean sus esperanzas, y no hay que olvidar que ése fue un consejo que una vez me dio Edison. Cerré Baby Monótono, aunque ahora echo de menos las invitaciones a conceder tal o cual entrevista, esa pesadez que llegó a irritarme tanto; es decir, que echo de menos la irritación. (Quizá sea más gratificante eludir las atenciones del mundo y aullar a los cielos pidiendo por favor que nos dejen en paz, lo que equivale a decir que ganar es imposible). Travis murió a causa de un ataque fulminante. Cody sigue siendo tímida como ella sola, eso sí es verdad, y no hay manera de convencerla para que toque el piano delante de un grupo de adultos. Bajo la breve tutela de su tío, aprendió a improvisar un poco, pero no tardó mucho en seguir escrupulosamente la partitura sin añadir una sola nota de su cosecha.

El resto es una historia que me cuento a mí misma, y no es muy convincente que digamos. Es posible que mi imaginación terminase fracasando en ese remolino de elipsis, porque es una idea descabellada que mi hermano, el moderno, el «neoyorquino», se enterrase anónimamente en Iowa, en el centro del país, sobre todo después de haberse enterrado en sí mismo, escondido dentro del perímetro de su propia enormidad tal como yo me había escondido entre las dos costas del país. Edison nunca fue disciplinado, y lo más probable habría sido que una larga dieta a base de sobrecitos lo superase. Suponer que pudo hacer semejante sacrificio sólo para agradarme es exagerar la importancia que me atribuía y abultar groseramente mi influencia (que siempre fue mínima). En otras palabras, es adularme a mí misma. En cuanto a ese cambio de carácter que tanto celebré, puede que sólo fuera un recurso para explicar qué era lo que tanto me fastidiaba de mi hermano y qué podría haber cambiado yo de haber podido, cuando lo cierto es que no pude cambiar nada. Toda esa admiración mía, en la infancia, fue bastante auténtica, pero la admiración mantiene su objeto a raya. Cuando se admira a alguien, se pasan por alto datos más complejos o descorazonadores que, si bien podrían hacerlo descender del pedestal, también lo convierten en una persona real. En consecuencia, tengo que decir que nunca conocí muy bien a mi hermano. Seguía venerándolo a distancia. De cerca, Edison era más bien desquiciante, y yo prefería su compañía en pequeñas dosis.

Pero, tranquilos… Hasta mi melancólica visita al cuarto de invitados de Solomon Drive, aquella tarde en que Edison estaba haciendo las maletas, esta historia la he contado en serio. Hinchado hasta el punto de que era literalmente imposible reconocerlo, Edison pasó en casa dos largos meses, pero nunca le insistí para que se subiera a una báscula industrial, y decir que entonces pesaba «174» es una conjetura hecha totalmente al azar. Él y Fletcher no se llevaban bien. La noche antes de que regresara a La Guardia, sentí el impulso de proponer algo precipitado e imprudente, que nos habían secuestrado a los dos, por ejemplo, para poder ser su entrenadora personal durante un año en que él se dedicaría a perder peso y a entender mejor por qué había engordado tanto. Pero me mordí la lengua. Sabía que a Fletcher la idea le parecería absurda y que no aceptaría de buen grado que lo dejara. Entonces mi matrimonio todavía era lo bastante joven para que yo quisiera ponerlo a prueba, y me dije que, al casarme, también había adoptado a dos niños y que ellos eran lo primero. La verdad fue menos noble: ¿seguir viviendo aún más tiempo e incluso de una manera más intensa con el difícil de mi hermano? ¿Erigirme en general de cuatro estrellas en la Guerra de las Golosinas? Sencillamente no me apetecía.

Así pues, más que seguir ese impulso espléndido y ofrecerme a pagar el alquiler de un apartamento, lo que hice fue bajar y mirar en la ropa sucia, donde descubrí los tejanos que luego dije que pusimos al muñeco de nieve y que más tarde aparecieron colgados a manera de decoración jocosa en esa fiesta apócrifa de la Mayoría de Peso. Los llevé arriba para que Edison los guardara en la maleta, pues me daba terror la perspectiva de volver a tropezar con ese estandarte de su metamorfosis cuando él se fuera. Al día siguiente por la tarde lo llevé al aeropuerto, con tiempo de sobra para que no perdiera el vuelo. Al volver a casa y ver en la cabecera de la mesa el sillón granate, vacío y destartalado, me impresionó tanto que le pedí a Fletcher que al día siguiente lo llevara al vertedero en la camioneta.

Después me mantuve en contacto con Edison esporádicamente, con correos electrónicos y por teléfono. Dado que ninguna de esas dos maneras de comunicarnos me obligaba a enfrentarme al espectáculo en que se había convertido, escribirle o llamarlo no me costaba mucho. Le contraté un seguro de salud, y sinceramente lo hice más por mí que por él; mejor dicho, lo hice por mí. De tanto en tanto le enviaba dinero. Ojalá le hubiese enviado más.

En los meses que siguieron a su partida, sí que me obligué, manu militari, a perder un poco de peso, pero ese disparate de haber perdido veinticuatro kilos en un acto de solidaridad fraterna fue tan disparatado como los ciento un kilos de Edison, una reducción igualmente ficticia. Al final, y matándome de hambre, perdí, como mucho, siete kilos, pero no con una dieta líquida, sino a base de comer poco, como hace todo el mundo. Fue un período aburridísimo para toda la familia, y los resultados me dejaron indiferente. Experimentando ante mi mortificación de la carne la misma reacción contraria que la que a mí me provocaba su puritanismo, al final Fletcher dejó de militar con tanta vehemencia en pro de la comida «sana», y tras la milagrosa resurrección de los manicotti, Cody, y también Tanner cuando volvió de Los Ángeles, dejaron de inventarse tantas excusas para no sentarse a la mesa familiar.

Hoy día nos morimos de aburrimiento cuando nos preocupamos exageradamente por lo que deberíamos o no deberíamos comer, y procediendo a elegir de manera arbitraria restaurantes que no suelen tener demasiado atractivo, hemos podido seguir una dieta variada y no especialmente horrible. Cierto, cuando Cody vino a casa el año pasado por Navidad después de su primer semestre en Reed, ella, que era un espárrago, ya tiraba a retaca, cosa que no deja de ser normal entre estudiantes que se dedican a atiborrarse de brownies a altas horas de la noche, y no dije nada. Yo he vuelto a engordar parte de los kilos perdidos, pero no me importa. Sigo teniendo mis buenos nueve kilos de más y pienso seguir tal cual, ya que cambio muy contenta una figura esbelta por la capacidad de pensar en otra cosa. No soy la mujer más atractiva de esta parte de Iowa, cierto, pero tampoco soy una pelma.

Después de esa maratón que fue la visita de Edison a New Holland, no volví a verlo hasta dos años después, en Los Ángeles, en el homenaje a Travis. Le había enviado un billete en clase ejecutiva con la esperanza de que un asiento mejor y unos asistentes de vuelo que fingirían ser amables con él compensarían el hecho de que, a esas alturas, a Edison volar le pareciera arriesgado desde un punto de vista logístico. Fletcher, Cody y yo viajamos antes, y fuimos a recogerlo al aeropuerto en una limusina en la que cabíamos los cuatro. Mi hermano andaba a paso de tortuga, lo que nos obligó a tener una paciencia infinita que no nos resultó sencilla para nada, y todos nos tomamos molestias también infinitas para asegurarnos de que no se sintiera un fastidio para los demás. Edison ya no me exasperaba, y tampoco a Fletcher. En cambio, inspiraba una ternura que podía terminar siendo agobiante. Es que estaba aún más gordo… Entonces ya tenía enfisema e iba a todas partes con una bombona de oxígeno que lo acompañaba como un perrito fiel, y sólo se quitaba la mascarilla para encender otro cigarrillo.

Esa noche nos reunimos todos con Solstice y fuimos a cenar; mi hermana menor se sentía tan mal que tuve que pedir al camarero más servilletas para que se sonara los mocos. Edison y yo siempre imaginamos que Solstice había crecido en una familia que no era la nuestra, pues se había perdido los días de gloria de Travis, pero con dos hermanos que le habían hecho el vacío para sentirse más unidos y una madre muerta cuando ella tenía tres años, en realidad puede decirse que creció sin una familia. Cuando vi que no quería ni oír hablar de Travis, descubrí lo enorme que era el agujero que mi padre había dejado al morir: si no podíamos despellejar a Travis, Edison y yo, por increíble que parezca, teníamos muy pocas cosas de que hablar.

Escogimos, para la cena, el Rosita’s, el restaurante mexicano preferido de Travis, que alquilaba un salón para fiestas privadas. Tanner se escapó un rato de un trabajito que había conseguido en televisión y se acercó a presentar sus respetos; al fin y al cabo, el restaurante estaba a sólo veinte minutos en coche del cuchitril que compartía con alguien. Y hasta fueron actores del elenco superviviente de Custodia compartida. Burlarse de esas mezclas de iconos-némesis había sido mucho más divertido a espaldas de ellos. Edison y yo los habíamos despreciado cuando eran niños, y no sacábamos nada de burlarnos de antiguas glorias a las que esa noche apenas reconocimos. Testimonio de los buenos resultados de los antirretrovirales, Sinclair Vanpelt seguía haciendo sus apariciones en televisión, y nos habló de un programa piloto que no tenía pinta de ser prometedor, una versión gay de La extraña pareja; al parecer, los productores habían olvidado que la serie original ya trataba de una relación casi homosexual. Sinclair era un emblema de los que en la lista B reciben el reconocimiento suficiente para seguir dándose de cabeza contra la pared. Floy Newport, entonces en plena campaña por llegar a senadora, cosa que no consiguió, estuvo, como era predecible, muy afectuosa. Haber sido una niña actriz ya no era más que una mera curiosidad en su biografía. Renovada por Narcóticos Anónimos, Tiffany Kite se dedicaba ahora a recaudar fondos destinados a refugios para mujeres maltratadas. Me pregunté si habría sido su propia experiencia lo que la había ganado para la causa, o si simplemente quería que la gente lo supusiera, ya que era lo mejor que podía hacer para seguir interpretando su papel de «trágica».

Es posible que se trate de un fenómeno más visible en California: nos agolpábamos bajo las piñatas iluminadas que colgaban del techo, me sorprendió ver que personas que no se habían visto en años estaban literalmente exprimiéndose entre sí, como si quisieran hacer una estimación mental —abreviada y ridícula— de cómo nos iban las cosas en otros campos. A Sinclair se lo veía demacrado y flaco, pero los efectos adelgazantes del sida no inspiraban mucha envidia. Como yo, Floy había engordado lo suficiente para que se la viera no como un ser irreal sino como una mujer de carne y hueso, lo que en términos electorales podía ser una ventaja. Tiffany estaba esquelética, y de ella emanaba una crispación tan remilgada y neurótica que no me quedó otra que pedir una segunda quesadilla. Naturalmente, en cuestiones de buen diente Edison superaba a todos los demás. Como para proteger a los deudos, el aire de ese salón del Rosita’s, que olía a jalapeños, se inundó de compasión. Los amigos y antiguos socios de Travis tuvieron a bien acercarse a Edison y hablar con él, aunque daban la impresión de sentirse fatal cuando lo miraban a la cara.

Cody y yo, preocupadas por proteger a mi hermano contra toda esa lástima, fuimos atentas, y le encontramos una silla más cómoda cuando dijo que estaba cansado y le alcanzamos otro burrito de cangrejo que cogimos de una bandeja que pasaba a nuestro lado. Yo actué de interlocutora con los desconocidos, y expliqué que éramos los hijos de Travis, y presenté a mi hermano, el pianista de Nueva York que había grabado tantos discos, con una actitud desafiante que de compungida no tenía ni un pelo. Ya fuera por el estrés de los últimos dos años o por la muerte de papá, Edison estaba apagado, y eché de menos su habitual autobombo. Yo quería que me hablara de sus giras, de sus grabaciones, de los conciertos y de esos colegas suyos que volaban alto. Aunque tuviera que inventárselo todo.

No obstante, me pregunto por qué terminé mi cuento de hadas, ambientado en una realidad alternativa, con una caída en desgracia iniciada por esa gigantesca tarta de chocolate (una receta real que había probado una vez, pero que me pareció tan pesada y empalagosa que nunca la repetí) y no con un final en el que todos eran felices y comían perdices. Sí, un hermano nuevo, delgado, ágil, que sólo toma leche desnatada, corre maratones, se enamora, que tal vez engendra dos hijos y deja de pedirlos prestados a su hermana, que sigue tocando el piano como ferviente aficionado mientras ejerce muy feliz un oficio modesto que le permite pagar las facturas —podía ser vendedor de semillas, ¿por qué no?— y participa activamente en numerosas organizaciones de la sociedad civil de su estado de adopción…

¿Por qué? Es más que obvio. Estaba desenganchándome. ¿Lo ves? Por generosa que fuese, tu intercesión no habría funcionado nunca. Nunca funciona, ¿verdad? Aunque hubieras arriesgado tu tiempo, y también tu matrimonio, y aunque él se hubiera preocupado lo suficiente para complacerte, lo que es improbable, Edison habría seguido perdiendo peso por los motivos que no debía, ¿y qué te apuestas a que habría vuelto a engordar los mismos kilos que perdió? Hay, por supuesto, miles de excepciones heroicas a esos gargantúas que adelgazan varias decenas de kilos y que luego recuperan, por término medio, todos menos siete, pero nunca intenté averiguar si mi hermano podía estar entre ellos.

Edison Appaloosa murió hace un año a causa de las complicaciones de una insuficiencia cardiaca congestiva. No es absolutamente seguro que su muerte fuese consecuencia directa de la obesidad. En rigor, lo mató una de esas infecciones intrahospitalarias, pero también es cierto que abusar de un cuerpo acaba debilitando el sistema inmunitario, y si le falló el corazón, no cabe duda de que el culpable fue un sistema circulatorio estrangulado por exceso de tejido adiposo.

Antes de morir, mi hermano ya había entrado y salido varias veces del hospital de St. Luke, pero sin que su médico advirtiese el riesgo que corría antes de que Edison empeorase súbitamente. En cuanto me enteré de que estaba ingresado, no perdí un segundo y me puse a buscar un vuelo a Nueva York, pero de repente recibí la llamada de Slack Muncie. Me dijo, abatido por la tristeza, que ya no hacía falta que me diera prisa. Autoricé al hospital para que procediera a la cremación; conocido por su trabajo con pacientes obesos, el lugar tenía un incinerador del tamaño que Edison necesitaba. No pedí que esperasen hasta que pudiera ver el cadáver porque quería preservar lo mejor posible la imagen de mi hermano tal como lo había visto la mayor parte de mi vida.

En cualquier caso, volé a Nueva York y Slack, aunque tenía que coger el metro y luego un autobús, insistió en ir a recogerme al aeropuerto. También me invitó a quedarme en su apartamento, en Williamsburg. En cuanto eché un vistazo a su casa, insistí en buscarme un hotel para no invadirlo, pero al final aprecié la generosidad del que había sido amigo de Edison a toda prueba. El esmirriado saxofonista había alojado a mi hermano en un apartamento de una sola habitación en el que a duras penas cabían los dos. Slack me enseñó las pocas pertenencias de Edison por si quería llevármelas de recuerdo: el Mac de primera generación, que una vez había sido blanco y estaba gris de tanta ceniza que le había caído en el teclado. El cárdigan negro amorfo, enorme y agujereado aquí y allá por quemaduras de cigarrillos. Una botella de la salsa barbacoa que más le gustaba a Edison. Una caja de discos compactos con grabaciones en las que había tocado y que nunca había podido vender. Una pila de sobres sujetos con una gomita, bastante gruesa, con correspondencia de la agencia tributaria, que por lo visto había estado persiguiéndolo, y un cuaderno de espiral todo garabateado con listas de ingresos y gastos que se remontaban a casi una década: cobros en metálico de 22 y 13,50 dólares, por conciertos que pagaban según había ido la taquilla; un débito de 42 dólares por un taxi. Todos esos desechos me hicieron llorar.

Fue Slack quien me contó por qué Edison había llegado a estar tan desesperado hasta el punto de hacerse llamar «Caleb Fields» durante un tiempo. Y cómo el coqueteo con la heroína había espantado a Sigrid, que se marchó estando todavía embarazada de Carson. Y que emular a Travis comportándose él mismo como un divo sólo le había servido para que nadie quisiera tocar con él. También me contó que mi hermano no había tenido más remedio que vender el Schimmel para luego terminar «comiéndoselo», y el incidente de la boda en la que Edison arrasó con el bufé, una conducta que para el grupo significó un descuento de los honorarios, y que había perdido casi todo lo que tenía cuando se atrasó con el alquiler del guardamuebles. Que sus amigos se habían reunido y le habían encontrado ese rincón encima del Three Bars in Four-Four y que Edison se lo había agradecido pillando de madrugada todo lo que podía de la cocina del local. Yo podría haber inferido algo por el estilo cuando mi hermano confesó que la gira por España y Portugal era pura invención suya, pero me había dado miedo interpretar, a partir de esa única mentira, todo el dolor que podía esconderse detrás, y ni se me ocurrió pensarlo.

En lugar de llevar a Edison al aeropuerto aquella tarde a finales de noviembre, ¿debería haberle propuesto que ingresara en una clínica de rehabilitación ad hoc en Prague Porches, una urbanización real a un par de kilómetros de Solomon Drive? Nunca lo sabré a ciencia cierta. En todo caso, ese universo paralelo ha ido cobrando vida y no me da respiro desde que Edison murió a la prematura edad de cuarenta y nueve años. Diseccionar diminutas colas de gambas la noche de la Última Cena. Bailar en la Fiesta de la Quetosis. Reprenderlo y luego transigir la tarde en que descubrí la caja de pizza. Alquilarle un piano y oírlo atreverse con West Side Story y Lyle Lovett. Estar con él la primera que vez que, a la luz del sol que se colaba por la ventana, volvieron a asomarle los pómulos. Ir al trabajo en bicicleta y salir de excursión y cargar juntos sacos de arena. Entonar aquellos votos, Prometo aborrecer la grasa de las ridículas cinturas de América, muriéndonos de risa, hasta la noche en que se subió a la balanza ante todos esos testigos que habían llegado a quererlo tanto y pesó unos triunfales setenta y dos kilos y medio.

Tampoco invité nunca a Iowa al hijo de Edison, aunque sí es cierto que el chico vio a su padre poco antes del ataque de Travis. Por iniciativa propia, Carson fue a buscarlo al Three Bars in Four-Four, donde se sabía que Edison seguía reuniéndose con sus amigos. Mi hermano me llamó esa misma noche, y nos despertó, pero no me importó nada. Estaba eufórico, una euforia que por una vez no era fingida, sino sinceramente optimista y no una mera cortina de humo; me dijo que por fin esperaba poder cultivar la relación con su único hijo. Sin embargo, Carson nunca volvió a llamarlo, y las señas que le dio a su padre en el club aquella noche resultaron ser falsas. Supongo que mi sobrino quedó traumatizado. Edison en versión ampliada no debía de ser precisamente la imagen del padre ideal.

Me llevé una sorpresa cuando vi a Carson en el homenaje a Edison, que se organizó en el Three Bars y al que acudió muchísima gente. Alto, mal alimentado y con la misma melena brillante del padre cuando tenía su edad, me dio el pésame con gran seriedad. Yo esperaba que su presencia se debiera al deseo de compensar el haberle destrozado el corazón a su padre —del mismo modo, me dije a mí misma, en que mi hermano se lo había destrozado a él más de una vez—. Carson, que prácticamente no lo había visto en la vida, tenía muchas más cosas que perdonarle aparte de las dimensiones. Le agradecí profusamente que hubiera asistido, y estaba dispuesta a acogerlo en mi familia hasta que Cody —de la que difícilmente puede decirse que sea cínica— me llevó a un lado. «He estado hablando con ese gusano unos veinte minutos», dijo, susurrando. «Y lo único que le interesa saber es qué coche tienes, si tenemos piscina y si tu empresa ha estado alguna vez entre las Fortune 500. Me da miedo, créeme».

Tanner, increíblemente guapo a sus veintidós años, y ahora sin el narcisismo que tan poco lo había favorecido en el instituto, apoyó a su hermana. «Mirad, esto no os lo vais a creer. ¿Ese tío es mi primastro? Lo he visto meterse tres botellas de vino en la mochila. Bueno, que se las lleve, pero qué cutre, ¿no?».

Como no podía ser de otra manera, al final de una serie de discursos apasionados y emotivamente torpes que pronunciaron algunos colegas de mi hermano, Carson no me dejó disfrutar de la jam session y se puso a darme la lata con un montón de preguntas sobre Baby Monótono, y yo recordé esas conversaciones que no dejaban oír la música que Edison tanto había detestado. Cuando Fletcher se acercó a rescatarme, el chico ya daba por sentado que tal vez me gustaría crear un «programa de becas» en honor a su padre, un dinero que se destinaría a ayudar a jóvenes aspirantes a músicos de jazz.

Yo había imaginado que, con diecinueve años, mi sobrino se había tomado la molestia de localizar a su padre por los motivos habituales: comprender sus orígenes, llenar el vacío de su infancia. Sin embargo, de pronto no tuve más remedio que preguntarme si no habría estado fisgoneando sólo para ver si su padre tenía posibles, y ya sabemos que Edison no tenía un centavo. Para ser justa, debo decir que mi hermano debió de significar algo para Carson, a menos que el gusto por el jazz sea genético. Y, visto lo poco que Edison se había preocupado por él, es posible que el cruel oportunismo del hijo fuese otra de las desgracias que mi hermano se había ganado a pulso.

Dejando a un lado sus defectos como padre, he dedicado este último año a escuchar los compactos de Edison con la concentración con que podría haberlo hecho cuando terminó de grabarlos, y he llegado a la conclusión de que mi hermano fue, en efecto, un gran músico. Qué decepción que se lo recordase principalmente por haber sido obeso.

Si, cuando era más joven, me hubieran dicho que mi hermano llegaría a pesar lo que pesó, no me lo habría creído. No obstante, si contemplo lo ocurrido desde cierta distancia, me pregunto si la historia no es bastante sencilla. La vida de Edison empezó siendo emocionante, una carrera imparable hacia el éxito, hasta que entró en una espiral descendente y él se desmoralizó. Buscó, entonces, la gratificación que tenía más a mano, convencido de que no tenía nada gratificante que perder. Es una historia triste, pero no puede decirse que sea incomprensible. En cuanto a la más amplia cuestión social que mi hermano llegó a encarnar involuntariamente, al final sólo puedo aportar una idea poco pretenciosa. Sigo pensando en Baby Monótono, en la molicie que puede llegar a producir el bienestar, el aburrimiento que produce toda esa atención mundana que tanto había encandilado a Edison. La palabra «decepción» no alcanza para explicarla. Por más daño que haga una carencia, la saciedad es peor. Así pues, esto es lo que pienso: estamos hechos para tener hambre.

Tengo para mí que es imposible calcular lo que debemos a los demás. A cualquier persona, por supuesto, pero sobre todo a los parientes de sangre, pues en cuanto nos sentamos a calcular la cantidad que estamos obligados a dar —en cuanto empezamos a llevar las cuentas y a desglosar la benevolencia—, estamos perdidos. De perdidos, al río. Yo nunca podría haber dicho: «Te ayudaré a adelgazar, sí, pero sólo tres meses. Cuatro no». Es evidente que si hubiera asumido el papel de cuidadora de mi hermano, mis obligaciones no habrían tenido límite. ¿Y quién puede decir que esa escapada no habría destrozado mi matrimonio, convirtiéndome en la mitad de una pareja asexuada, estéril, en una urbanización desangelada propiedad de un checo con sobrepeso? Aun suponiendo que mi decadente hermano hubiera encontrado la fortaleza necesaria para perder todos los kilos que le sobraban —cosa que dudo—, ¿quién sabe si a la larga no habría vuelto a pesar lo mismo que antes de empezar el régimen? En lugar de tratar de resolver la compleja matemática emocional que me hubiera permitido saber la responsabilidad exacta que tenía para con mi hermano, preferí, porque era más sencillo, declarar que no tenía ninguna. Pero en esta vida no hay nada gratis. Evité pagar la factura mientras Edison aún vivía, pero la pago ahora. Y la pago todos los días.