No abandoné a mi hermano, pero las visitas empezaron a resultarme desagradables y las espacié mucho para no agotarme. La rapidez con la que Edison volvió a aumentar cada kilo perdido parecía inviable desde un punto de vista biológico, y él toleraba cada vez menos mis continuas lloreras. Durante los meses que siguieron hizo gala de una despreocupación que sólo cabe calificar de curiosa, un comportamiento caprichoso que me sacaba de mis casillas. Disfrutaba haciendo sufrir a su hermana, para la que escenificaba comilonas de antología, con tartas de cereza o kilos de helado, sabor Rocky Road, para ser exactos; pues la euforia de la noche de la fiesta, mientras daba cuenta del Gran Ladrillo de Chocolate, no se disipó, y él no tardó nada en comportarse como si nuestro agotador trabajo en Prague Porches no hubiera sido sino una broma que él ahora contemplaba con una espasmódica risita tonta. Cody, más fiel, siguió visitándolo en ese apartamento que yo, por razones que no acababa de entender, seguía pagando. Si bien mi hijastra es de natural bondadoso, hasta ella volvía desconsolada de esas misiones. En un apartamento que encajaba cada vez más con la descripción de una ratonera, Edison estaba convirtiéndose en un ermitaño, y había dejado la bicicleta aunque ya no tenía acceso a mi coche. Nunca volví a verlo con la trenca. De todos modos, al cabo de un par de meses ya no le habría entrado.
Por supuesto, le leí la cartilla más de una vez antes de que la situación se me escapara totalmente de las manos, pero a Edison mi disgusto le resbalaba; en el mejor de los casos, le divertía. A medida que pasaban los meses y él seguía aumentando de tamaño, volvimos a la política de los tres monos sabios, la misma que aplicamos cuando llegó a New Holland, una época en que lo más considerado era hacer la vista gorda.
Unos dos años después de su recaída, hice un intento desesperado para que mi hermano volviera a sentirse dueño de sí mismo. Llamé a Slack Muncie y le pedí que me ayudara a localizar a Sigrid, la ex de mi hermano, y, aunque de mala gana, me puso en contacto con Carson, el hijo de Edison, que ya tenía diecinueve años y tocaba la trompeta en los mismos antros de Brooklyn en los que mi hermano había tocado antes de salir pitando hacia Iowa. Tal como había esperado, mi sobrino quiso saber qué era de su padre, y aceptó el billete a Cedar Rapids que le ofrecí por teléfono.
No era mi intención presentarme en la puerta de Prague Porches con el hijo al que Edison hacía tanto tiempo que no veía, y le pedí a Carson, un jovencito encantador, que se quedara en Solomon Drive. Ya no recuerdo con qué excusa o artimaña conseguí sacar a Edison de su madriguera; quedamos en vernos en la terraza de un restaurante del último piso del Westdale Mall, donde las sillas, que no tenían apoyabrazos, no serían un problema cuando Edison se sentara. Mi sobrino y yo llegamos unos minutos antes, y desde la mesa divisé a Edison en las escaleras mecánicas. Con paso desgarbado, se acercó a nuestra mesa, pero en cuanto reconoció a Carson —es posible que hubiera seguido en Internet la incipiente carrera de su hijo— se quedó de piedra. Se puso rojo como un semáforo. Con más presteza de la que cabe concebir en un hombre de su tamaño, dio media vuelta. Carson, que me había seguido la mirada, debió de atisbar la espalda de un hombre corpulento vestido con tejanos de casi un metro de ancho. Movida por una lealtad aún más importante de la que le debía a ese sobrino al que apenas conocía, no dije nada. Esperamos cuarenta y cinco minutos, haciendo durar las Coca-Colas, hasta que dije que lo sentía, pero que sospechaba que mi hermano ya no vendría. Carson se llevó una gran decepción. Lo increíble fue que el día siguiente Edison me vino con una buena. ¡A mí! «Pero ¿crees que quiero que mi hijo me vea así? ¿En qué estabas pensando?». En su interior aún acechaba el viejo orgullo de siempre.
Y por eso sentí un gran alivio cuando Travis murió inmediatamente después: yo había pensado enviarle por correo electrónico la foto de Edison en el mejor momento de la Fiesta de la Mayoría de Peso, en la que se lo veía entusiasmado, radiante y delgado. Esa imagen habría sido para Travis el último retrato de su primogénito, y habría sido un poco más sencillo aceptar una muerte que, aunque no cabía esperarlo, para Edison fue terriblemente dura. Hay momentos en que nos parecemos, por fuera, a nuestro yo profundo, el verdadero, y yo tuve la suerte de capturar entonces, como le dije a Tanner aquella noche, la «esencia de Edison», una fotografía que luego hice enmarcar y colgué en la pared de mi estudio, y que sigo contemplando, aunque siempre con una compleja sensación de derrota.
Nunca supe si mi producto pasó de moda o murió víctima de un vertiginoso bajón de la economía, pero al final dejamos de recibir pedidos; mi empresa se fue a pique, pero yo no derramé una lágrima. Lamenté tener que dejar marchar a mis empleados, pero si no hubiera bajado la persiana pronto, habría perdido los ahorros de la familia. Además, Baby Monótono se había fundado a partir de una broma muy divertida en su momento, pero que ya no hacía gracia. Nuestros muñecos habían enseñado, y demasiado a menudo, un lado perverso que no iba conmigo, y cuando vendí las máquinas de coser y cerré definitivamente el almacén, me sentí más ligera de equipaje y más limpia.
Como mínimo no tuve que despedir a Edison, que después de la fiesta ya no volvió a trabajar. Sin embargo, en cuanto se hubo fundido sus ahorros, encontró un trabajo…
Dije que se había convertido prácticamente en un «ermitaño», ¿verdad? Entonces es posible que empezara a trabajar desde casa haciendo…
O eliminemos esa posibilidad. Se las arreglaba para vivir del aire gracias a…
No, una herencia no; sería ridículo. Travis se las arregló para irse de este mundo como deberíamos hacerlo todos, es decir, con la casa rehipotecada y las tarjetas de crédito a tope.
Pensándolo bien, ¿por qué diablos iba a quedarse Edison en Iowa? ¿Y por qué un músico de jazz de Nueva York habría decidido irse a vivir a Iowa? ¿Cómo un hedonista como mi hermano, que se engañaba crónicamente a sí mismo, podía perder ciento un kilos en un solo año?