A lo largo de esos últimos tres meses, observé la obstinación de Edison con una mezcla de admiración e inquietud que me resultaba incómoda. Decidido a conseguir su propósito para cuando se cumpliera el primer aniversario, a esas alturas mi hermano era ya un duplicado misterioso de mi marido, como si mi karma fuese vivir con tal o cual Don Perfecto. Cuando íbamos en bicicleta al trabajo, era él quien me apremiaba para que pedaleara más deprisa. También empezó a correr, con muchas ganas, por lo visto, de recuperar cierta semejanza con el célebre Edison adolescente. Estaba tan concentrado en el resultado final, el día en que pesaría exactamente setenta y tres kilos, que nunca aludía a ninguna ocasión que pudiera postergarlo, Navidad, por ejemplo.
¿Qué creía que iba a pasar? ¿… Que iba a convertirse en una mariposa? ¿Que ascendería a los cielos para sentarse a la derecha de Dios? ¿Dónde canalizaría toda esa energía obsesiva cuando hubiéramos alcanzado nuestro objetivo? En ese momento, yo no había querido dar el brazo a torcer, pero Fletcher no se había equivocado el día de aquel fatídico picnic: mi proyecto consistía en perder peso en aras de una religión tirando a mediocre, aun cuando sólo fuera porque para sus fieles adeptos tenía fecha de caducidad; únicamente se podía continuar rezando ante el altar de las restricciones si uno dejaba de observar los votos crónicamente. Yo no olvidaba a qué me había llevado el deseo de evitar mi propio destino. Disminuir de tamaño no me había hecho feliz. Antes bien, me sentía perdida y aburrida, y como si me hubiesen quitado algo; también confusa y asustada por algo tan mundano como las comidas; y lo mismo sentía cuando recordaba que lo que más daño me había hecho había sido comprenderlo: dar un paso atrás en la intimidad de mi habitación, plantarme delante del espejo y enfrentarme a la dura verdad de que estar un poco más delgada era, en el fondo, algo trivial. Suponía que, en muchísimos niveles, desde la salud hasta el respeto por sí mismo, era importante que Edison no volviera a inspirar crueles comentarios de la gente que se agolpaba junto a la cinta de recogida de equipaje y que se sentía molesta por haber viajado sentada a su lado. Así y todo, pesar setenta y tres o setenta y tres y medio era baladí, y me preocupó que descubrir ese detalle pudiera hundirlo en la oscuridad. Me pregunté por qué la gente intentaba conseguir algo cuando una consecución, de la clase que fuera, llevaba incorporado un triste Bueno, ¿y ahora qué?
—Edison, ¿te das cuenta de que la parte realmente dura viene después de que alcances tu objetivo? —le advertí a mediados de noviembre mientras se secaba con una toalla después de correr.
—Me das unos ánimos tú… —dijo, y soltó una carcajada—. Hace un año dijiste que perder peso era lo más duro que iba a hacer en la vida. Lo entendí, pero después resultó que los alimentos sólidos iban a ser la parte realmente dura, y ahora la parte realmente dura es pesar lo que pesa una persona normal. Da igual lo que haga, la parte «realmente dura» sigue acechando en la oscuridad. Tienes que aflojar, nena. Como entrenadora, tendrías que inventar una estrategia más motivadora que el miedo.
—De acuerdo. Planifiquemos algo que nos haga ilusión, entonces. Tendríamos que dar una fiesta, la Fiesta de la Mayoría de Peso.
—Eso sí me gusta.
Miramos el calendario. En el undécimo mes, Edison había perdido cuatro kilos y medio. Si conseguía quemar otros cinco y medio con más ejercicio, podía cruzar la línea de llegada el día exacto del primer aniversario.
—¿No te apetece darte un poquito de margen? —propuse.
—Oso Panda, antes de que cayera en tus brazos me había permitido un margen de toda la vida. La consigna es el 6 de diciembre. Tenemos tres semanas y unos días, más o menos el tiempo necesario para enviar las invitaciones. Hablando de lo cual… ¿crees que tu futuro ex es un tipo respetable?
—No sé si es muy respetable mandar a paseo a la mujer sólo porque es leal a su hermano —dije, y ya me sentía un poco resentida—, pero hasta junio habría dicho que sí, que es sumamente respetable, y por eso me ha trastornado tanto su pataleta.
—Entonces tienes que invitar a Fletcha. Tiene una deuda conmigo, una tarta de chocolate, y de una sentada.
—No lo has olvidado.
—Me acuerdo de ese perdonavidas todos los días de mi vida, y de todas sus chorradas también.
—… No puedo prometer que venga. Las circunstancias han cambiado.
—Hombre, lo que no ha cambiado es que me insultó. Toda esa mierda que dijo cuando se rompió la puta silla. ¡Que la barriga me impedía verme la polla! Y que era un indigente que exprimía a mi hermana y me las daba de músico de jazz muy respetado. Después, cuando nos fuimos, dijo que nunca iba a conseguirlo, y que mi voluntad era «fofa». Que le den, quiero verlo morder el polvo. Quiero que se trague su orgullo.
Edison se comportaba con tanta consideración en los últimos tiempos, que me desconcertó verlo así de avinagrado. En algún lugar seguía vivo el orgullo herido que lo había llevado a caer tan bajo, y que también lo había ayudado a levantarse. Sin embargo, por mucho que yo temiera que Fletcher declinara la invitación, o que la aceptara, le debía a Edison enviarle una. Era su victoria, su fiesta, su lista de invitados.
La única satisfacción duradera de mi dieta había sido el volver a reconocerme: la imagen del espejo tenía alguna relación conmigo, y había reemplazado a una impostora metida en carnes que había sido a la vez caricatura y admonición. Para mí, la transformación de Edison ese año que pasamos juntos había estado marcada por una serie de identificaciones, y la más espectacular fue la de aquella tarde de marzo en que el rayo de sol que entraba por la ventana desenterró por fin los pómulos de mi hermano.
Las últimas semanas del adelgazamiento produjeron un cambio más espectacular si cabe. La pérdida de esos últimos kilos se llevó de sus mejillas ostras de carne, le cinceló el mentón y la nariz y disolvió el rollo que, aun sin ser exagerado, todavía le sobresalía por encima del cinturón. En consecuencia, su sonrisa, alocada y ancha como un teclado, pasó a ocupar una parte más grande de la cara, y parecía más ancha todavía, más alegre y más peligrosa. Podría decirse que, desde un punto de vista geométrico, recuperó los ritmos de su adolescencia: las caderas bajas, los muslos nervudos del corredor, los hombros marcados. Yo sabía que la piel sobrante del torso lo desanimaba, y que por eso no salía nunca de su habitación sin ponerse antes una camisa. Le había dado a entender que, si seguía molestándolo, tal vez podíamos quitársela recurriendo a la cirugía. Tampoco podía hacer nada contra el hecho de que se le hubiera comprimido la columna; ya sería para siempre unos cinco centímetros más bajo. Fuera como fuese, durante el último mes lo vi incluso moverse de una manera diferente, con soltura y al trote, tal como se había paseado por los pasillos de Verdugo Hills High silbando «Summertime». A medida que se acercaba el 6 de diciembre, mi hermano volvió a conseguir que en la calle se volviesen para mirarlo, y no por gordo.
Hasta ahora sólo he restado importancia a los placeres de estrechar mi propio cuerpo mortal a lo largo del eje horizontal, pues no quería parecer una egoísta esclava de las revistas femeninas en boga; pero arder una vez más de admiración por mi hermano, bueno…, eso no parece egoísta. Puede que sea imposible vivir para siempre en nuestros logros porque terminamos ligados al hecho mismo de buscar, a su impulso, a su adictivo subidón anfetamínico y la eléctrica sensación de tener una finalidad, de modo tal que cumplir una misión se siente como una pérdida cuando toda esa energía y ese entusiasmo se reemplazan con una quietud dentro de cuyo halo los luchadores, paradójicamente, no tardan en sentirse inquietos. Con todo, quizá es posible disfrutar de las conquistas de nuestros seres queridos; en mi caso, de ver que la belleza de mi hermano, un atributo que en cierto modo nunca dejé de percibir, volvía a hacerse patente para que todo el mundo la viera.
—Dice que vendrá. —En cuanto cerró la puerta, me di cuenta de que Cody no podía contener la emoción. Esa vez había tenido que usarla como interlocutora, pues no tenía manera de saber si Fletcher leía mis correos u oía los mensajes que le dejaba en el contestador. Y se lo había prometido a Edison—. No iba a venir —dijo—, pero le recordé la apuesta. Ya sabéis que es cumplidor.
—Sí, siempre ha respetado la ley a pies juntillas —dije.
Aunque faltaban varios días para la fiesta, ya no me aguantaba.
—Ya, pero si ese menda es un cumplidor —comentó Edison—, no puedo pesar ni un gramo más por encima de setenta y tres, o adiós a la tarta.
—Bueno, leer no engorda —dije—. Porque tenemos que encontrar una receta…, y ha de ser lo más cruel posible.
Y esa noche nos lanzamos sobre los libros de cocina que había acumulado mientras nos alimentábamos con proteína en polvo, hasta que nos quedamos con el Gran Ladrillo de Chocolate. El nombre me gustaba, ya que transmitía la idea de que no íbamos a perdonar y tenía un toque agresivo, la imagen de un pastel gigantesco que aterrizará en el césped al caer de la caja de un camión que transporta material de construcción. La noche siguiente, Edison trajo dos fuentes rectangulares tan grandes que apenas entraban en el horno.
—¿No te estás pasando? —dije—. No esperarás que Fletcher se coma solo una tarta de dos pisos.
—Él no dijo que tenía que ser de un solo piso ni cómo debía ser de grande. ¿Quién es el cumplidor ahora, eh?
—¡Pero vas a conseguir que le dé algo! ¡Se sentirá mal, vomitará!
Edison se rió.
—Mira, no podemos invitar a toda esa gente, servir una tarta de chocolate de puta madre y permitir que sólo coma un invitado. ¿Piensas que quiero que se cague por la pata abajo? Pues sí, pero cuando ese papanatas termine de atiborrarse después de comer mierda, aunque sólo sea un trozo, ¡bufé libre!
Dado que Edison acababa de pasar en Iowa un año y poco más, me sorprendió ver toda la gente que se ofrecía voluntaria a ayudar a celebrar que había conseguido fotocopiarse con una reducción del cuarenta y dos por ciento. Absolutamente todos mis empleados dijeron que no se perderían la fiesta por nada del mundo. Una panda de estudiantes que iba casi cada noche a The Mill rogó que los invitáramos; trataban a mi hermano como a un personaje por su habilidad al teclado, pero ni imaginaban que había tocado en el Village Vanguard. También confirmaron algunos invitados a los que Edison nunca habría conocido personalmente en otras partes del país: el casero, un cajero del banco, un chico de la tienda de comestibles, una camarera del Java Joint, el chico de Barnes & Noble especializado en encargar las revistas de jazz. El doctor Corcoran no dejó escapar la oportunidad de celebrar uno de sus raros casos de éxito.
Nos pusimos a preparar el menú. Edison suprimió los fritos y los dulces, con la única excepción del Gran Ladrillo de Chocolate, cuya preparación requería una torre movediza de paquetes de mantequilla, dos docenas de huevos y tanto chocolate de repostería que se vio obligado a arrasar más de un supermercado. Con todo, esa primera semana de diciembre no permitió ni una sola vez que hacer la compra o picar los ingredientes interfirieran en su hora diaria de salir a correr (ya había aumentado el circuito a dieciséis kilómetros). Cuando la báscula marcó setenta y cinco y medio, mi hermano decidió darle la espalda, y durante dos semanas no apuntó nada en el calendario. Es difícil que en este juego se produzca una situación dramática, y Edison quería que la primera vez que pesara setenta y tres, o menos, fuera el eje teatral de nuestra celebración. Considerando lo que estaba en juego, y el enorme «guante» marrón y pegajoso que Edison planeaba arrojarle a su bestia negra, admiré su temple de jugador.
El día antes decidió no arriesgar nada. Aumentó el recorrido a veinte kilómetros (no sé para qué, pues volvió cansado y cojeando, hasta tal punto que Edison el Bocazas ni siquiera podía hablar) y por la noche tomó una dosis doble de infusión de sen que a la mañana siguiente lo tuvo media hora en el baño. Tras una taza de café solo, no quiso comer ni beber nada en todo el día, aunque estaba en pie desde el amanecer, y yo sabía de primera mano todo el trabajo físico que conlleva preparar el cátering para una fiesta con treinta y cinco invitados. Por desgracia, toda esa abnegación lo hizo duplicar el consumo de cigarrillos, aun cuando había empezado a darle la lata para que lo dejase; pero Edison decía: «Mira, nena. Todo no se puede. Una transformación heroica por vez, ¿vale?». Nunca lo dejó. Mi hermano creía que ser un dechado de virtudes podía ser repulsivo, y que ahora sólo los Camel sin filtro lo separaban de Fletcher Feuerbach.
Me había tomado el día libre para limpiar, para comprar las bebidas, ordenar la vajilla alquilada y abrir de vez en cuando una ventana para que se fuera el humo. Como no sabía cuál era la decoración apropiada para una Fiesta de Mayoría de Peso, anudé una corbata chillona en el cuello de la báscula y puse una pluma en el Stetson, y en las manos de la muñeca Pandora, que seguía encima del piano, un par de sobres de GRCP que no nos habíamos tomado. En la única pared de la sala que no estaba cubierta de iconos del jazz, clavé el voluminoso par de tejanos que le habíamos puesto al muñeco de nieve en febrero, y encima, el cárdigan amorfo que Edison había «lucido» en Solomon Drive. Después fui a buscar la cámara.
—¡¡Patataaa!!
Cuando mi hermano, que estaba cortando champiñones, levantó la vista, capturé con la cámara algo de su antigua hambre, pero no de patatas fritas. En su sonrisa brillaba la voracidad del pasado, un hambre de vida que la mía nunca podría igualar. Si su mirada expectante se debía a la fiesta que iba a empezar al cabo de unas horas, su rostro era también el del músico incansable que había volado a Brasil, al sur de Francia, a Japón, y que se había quedado despierto hasta altas horas de la noche para tocar en las jam sessions de Manhattan. La luz dorada de la tarde suavizaba las líneas que eran fruto del pesar, de las malas rachas y el descrédito, y esa foto podía tomarse casi por un primer plano en su habitación de Tujunga Hills, con el mentón alzado, cuando, a los diecisiete años, preparaba la mochila con la que emprendería su decisivo viaje a Nueva York. Aunque imprimí la fotografía —una copia de veinte por veinticinco— y la pegué encima del espantapájaros formado con los tejanos y el cárdigan, era tan emotiva que se perdió el toque cómico que yo había intentado plasmar.
Cuando terminamos de cocinar, y con el ordenador de Edison preprogramado con una lista de reproducción a medida —llena de guiños, como «Ain’t Misbehaving» de Fats Waller y «I’m Living Right» de Fats Domino—, nos vestimos; la ropa esperaba encima de la cama con toda la solemnidad que acompaña al acto de vestir a los muertos. Como preparación para el ritual de pesarse, Edison había escogido telas ligeras: unos pantalones negros demasiado delgados para la estación y una camisa de manga corta de un crema desigual con estampado de notas musicales. Yo, para no desentonar, me puse un vestido negro con el cuello color crema, un regalo de Edison cuando el mes anterior cumplí cuarenta y dos años, que era más corto y dejaba más al descubierto de lo que me habría atrevido a enseñar un año antes. Hacíamos una pareja maravillosa.
Se hicieron las siete, pero por suerte teníamos casi una hora antes de que llegaran los invitados, y estábamos los dos solos. Yo necesitaba poner mis pensamientos en orden antes de que llegara Fletcher y, además, quería darle a mi hermano su regalo en privado, el que lo acreditaba oficialmente como Persona Esbelta.
Edison cogió el paquete.
—¡Eeeepa!
—Sé que pesa muchísimo, y no tienes que ponértelo cuando te subas a la báscula, pero con lo que llevas vas a tener frío cuando toda esa gente abra la puerta. Y —añadí, sonriendo— quiero ver cómo te queda.
Había tardado horas en encontrar por Internet lo que Edison sacó del paquete.
—¡Tía! ¡Esto es capaz de hacerme creer que hay vida después de la muerte! Pero ¿qué has hecho? ¿Has buscado a un acaparador de chollos?
—Tardé bastante en imaginar dónde y cuándo, pero a veces es útil gastar un poco de dinero.
Como si fuera a ponerse las vestiduras para un oficio religioso, metió suavemente los brazos en las mangas forradas y, cuando lo tuvo bien ajustado en los hombros, se alzó el cuello, ladeándolo al buen tuntún como siempre lo había llevado en Nueva York.
—¡Joder! —Se pasó las manos por la delantera y las metió hasta el fondo de los bolsillos mientras se dirigía con cuidado al espejo de su habitación—. Te juro, Oso Panda, que es idéntico.
—Italiano. Vista la etiqueta con el precio, el cuero debe de ser de buey de Kobe, pero creo que ha valido la pena. Estás estupendo. Eres tú mismo.
—¿Ha valido la pena? No me refiero sólo al abrigo.
—He hecho algo bueno. Es posible que ésa sea la frase que quiero ver grabada en mi lápida.
Edison me abrazó enfundado en ese cuero suave y liso como la palma de la mano, y durante un momento mi regalo sí que pareció una reencarnación de su vieja trenca. Olía igual. No sé cuánto tiempo podríamos haber seguido así, abrazados, si no hubiera sonado el timbre.
—Lo siento, he llegado demasiado pronto. —Cody irrumpió con una caja envuelta en papel de regalo debajo de un brazo y una partitura debajo del otro—. Pero decidí venir por si necesitabais ayuda. Además, quería repasar estos acordes que he estado practicando para el estribillo de «The Boxer». Ya sabéis que todos esos lai-la-lais son demasiado facilones, pero los intervalos tienen posibilidades.
Cody se quitó las zapatillas de correr y sacó de la mochila un par de zapatos de tacón impresionantes.
—¿Vas a tocar esta noche? —pregunté.
Antes de Edison, nunca habría tocado nada en público.
—¡Claro! Y Edison y yo hemos estado ensayando unos temas a cuatro manos. ¿Qué más? —preguntó, poniéndose los tacones—. «He Ain’t Heavy, He’s My Brother» —exclamó, y después de darle la mano a Edison, retrocedió unos pasos—. ¡Eh, tío, qué estilazo! ¡Y ese abrigo es la rehostia!
—Tú tampoco estás mal, cariño.
En ese momento pensé que el vestido de cóctel que se había puesto mi hijastra, ceñido y con adornos de estrás, era un poco demasiado para su edad, pero en fin… Al menos seguía teniendo esa impaciencia infantil que la hacía insistir para que su tío abriera ahí mismo el regalo que le había traído: un estuche con doce elepés de Miles, edición limitada y numerada, incluidas una biografía, notas y unas fundas suaves y gruesas. Edison no cabía en sí de contento, y no dijo si ese estuche abandonado y poco valorado, que, emocionada, Cody había encontrado en un mercadillo particular, era o no el mismo que había perdido en aquel funesto guardamuebles.
—Espero que no hayas comido ninguna barrita de Mars a escondidas, tío —dijo Cody, sentándose en el taburete del piano—, porque me muero de ganas de ver los churretes de chocolate en la cara de mi padre. Ahora le ha dado por el crudivorismo, y lo único que lo veo comer son zanahorias. He tenido que insistir mucho para que reconozca que le duelen las mandíbulas.
Han pasado muchos años desde aquella noche, y no he tenido más remedio que concluir que la mayoría de las celebraciones son un fracaso. Cuanto más se planifica una ocasión señalada, más probable es que se parezca a una débil marea de buenas intenciones muy diluidas. Las navidades, los cumpleaños, las ceremonias de entrega de premios y las bodas terminan tragadas por las tareas de planificar, preparar y, después, limpiar, y casi nunca parecen haber ocurrido de verdad. Discursos, aplausos, apertura de regalos, presentación de placas…, por alguna razón, todos esos gestos desesperados sólo consiguen que el homenaje pase con más pena que gloria, que sólo sirva para subrayar que, por misterioso que parezca, un acontecimiento no ha tenido lugar. No sé muy bien cuál es el problema, aparte de una incapacidad propia de la especie para el carpe diem o una incapacidad universal para anticipar que la actividad de estar de pie horas y horas con una copa en la mano nunca será una experiencia fantástica.
Sin embargo, muy de vez en cuando los astros aparecen alineados, y un grupo convocado para un propósito dado estará plenamente presente. Si eliminamos por completo el final de esa velada —y vamos a hacerlo—, la fiesta de Edison Appaloosa fue una de esas ocasiones. No consigo recordar ninguna otra reunión que vibrara tanto por la felicidad de otro; pues no hay que olvidar que nuestros invitados no se reunieron en un vacío, sino en un lugar concreto en un momento preciso, y en el estado norteamericano de Iowa, a principios del siglo XXI, no había nada que la gente admirase más que perder ciento un kilos en un año. Era una de esas raras ocasiones sociales en las que los invitados saludan al anfitrión en la puerta diciéndole «¡Eh, estás estupendo!», y no mienten.
Casi todos llevaron comida: lasañas, las famosas enchiladas de Carlotta…, tanta comida que la mesa del bufé se quedó pequeña. Y casi todos llevaron regalos. Oliver, un precioso cinturón negro de ochenta y cinco centímetros al que era evidente que le faltaban agujeros adicionales. El doctor Corcoran, una taza alta de café que decía «Al mejor paciente del mundo». Novacek, ¡ay!, unos cupones de Pizza Hut con la promoción dos por uno; es muy probable que pensara que su ahora esquelético inquilino ya podía permitirse un atracón de masa untada con mantequilla de ajo. Una cajera del banco que había probado en vano todas las dietas habidas y por haber le llevó un chándal bastante feo, de la clase que Edison no se pondría nunca, pero mi hermano apreció el guiño a su nueva faceta atlética. El club de fans de Edison, un reducido grupo de estudiantes de Iowa City, había descubierto en Internet la discografía de mi hermano, y se presentaron no sólo con una botella de whisky de malta de primera calidad, sino también con copias de los CD de Edison que querían que les firmara.
Esperamos hasta poco después de las nueve para entregarle el regalo de los empleados de Baby Monótono. Yo había tomado la decisión de no dejarme distraer por el hecho de que Fletcher aún no hubiese llegado.
—Mira, tío, yo podía ver adónde me llevaban mis pasos —decía a sus admiradores junto a la báscula—, y no importa si te colocas con caballo, con priva o con perritos calientes. El forense que le hizo la autopsia a Bird pensaba que tenía sesenta años cuando el pobre hijo de puta sólo tenía treinta y cuatro.
—¡Atención! —grité, dando una palmada. Cuando la gente dejó libre un espacio en el centro de la sala, Cody terminó «Mrs. Robinson» con unas notas de su cosecha—. Te pido perdón si te resulta muy predecible —dije a Edison, entregándole la caja—, pero no queríamos verte triste por no tener uno.
Edison reconoció las dimensiones de la caja; él mismo ya había preparado paquetes como ése en cantidades más que suficientes.
—¿Qué más? Edison Appaloosa diciendo gilipolleces —bromeó antes de abrirlo.
Yo había avisado a mis empleados de que le regalaría la trenca —Edison no se la quitó en toda la noche—, y habían hecho una réplica en miniatura, en suntuoso cuero negro, con el mismo cinturón y el mismo cuello alzado. Entre dos dedos habían cosido un cigarrillo, como para decirle que esperar que dejase ese último mal hábito era pedir demasiado. A mí me gustó sobre todo el pelo, rubio oscuro y ensortijado como si al muñeco lo hubieran electrocutado; además, en la talla más delgada le daba un aire de tipo en la onda, de estrella del rock, igual que en el Edison renovado el pelo de verdad ya no lo hacía parecer un Pequeño Lord Fauntleroy. Edison tiró de la argolla.
¡Yo era un peso pesado!
¡Toqué con algunos pesos pesados!
Este viaje a Iowa es profundo, ¿me entendéis?
Tío, Metheny es un ceporro.
Tío, Wynton es un ceporro.
Jarrett no tiene ni idea. El bueno de verdad es Bley.
Steely Dan no es nada sin Wayne Shorter.
¿Estás sorda, Oso Panda? ¡Ése no puede ser Ornette!
El problema es que nunca toqué con Miles, tío.
Estudiar jazz va de respetar las reglas, el jazz va de romperlas.
Me pasé seis meses a base de proteína en polvo. ¿A que no me ganas, pedazo de cabrón?
¡Estos maizales son de fábula!
Oliver se había divertido de lo lindo preparando la grabación, con todo ese vocabulario a lo Edison, pero a mí me había costado Dios y ayuda escribir el guión. Aunque las frases sobre los pesos pesados y Miles las puse como un guiño al hermano jactancioso y, a veces, resentido que llegó en silla de ruedas a la sala de recogida de equipaje del aeropuerto de Cedar Rapids un año antes, Edison Toma 2 ya no recitaba de memoria nombres de colegas famosos, ni vivía quejándose de que no llegó a ser una verdadera estrella por no haber conseguido tocar con el máximo icono del jazz. Tampoco lloraba por no haber nacido negro. Si el muñeco Edison que yo podía haber creado un año antes se habría burlado de los catetos de Iowa, el nuevo Edison había comentado últimamente que era muy apropiado decir que el Medio Oeste era el «corazón» de América. En Solomon Drive mi hermano no había dado ni golpe; en Prague Porches, como no tenía nada que hacer, se había vuelto un maniático del orden y la limpieza. También puso freno a su incontinencia verbal, y de ese modo había aprendido el significado de escuchar. Después de nuestras confesiones a última hora de la noche, era mucho menos propenso a soltar peroratas soporíferas sobre Charles Mingus o Chick Corea con tal de no hablar de lo que sentía. Yo no sabía cómo explicarlo, pero había perdido mucho más que kilos, y a consecuencia de ello, mi hermano puesto al día desafiaba toda parodia. Sin embargo, a Edison le encantó que su doble fuera tan gracioso y, a la vez, tan ofensivo.
El timbre volvió a sonar; se me disparó el corazón. Todos los demás invitados ya estaban ahí.
Había pasado gran parte de los seis meses anteriores soltando por lo bajo diatribas indignadas contra mi futuro exesposo, y cuando a Cody se le escapaba algún comentario hiriente sobre su padre, yo me relamía. Estaba furiosa con Fletcher, que se alejó de mí cuando lo único que yo trataba de hacer era ayudar a mi propio hermano, una cuestión que podía ponerme muy pretenciosa y nada atractiva. Me había preocupado incluso la posibilidad de perder los estribos cuando Fletcher apareciera, y no quería aguarle la fiesta a nadie con una escena en la que sólo se oirían gritos. Fletcher y yo nunca habíamos montado numeritos en público, pero yo tenía sed de justicia, y es posible que no fuese sólo Edison quien había cambiado.
Por eso, qué sorpresa más grande abrir la puerta y derretirme. Había olvidado lo guapo que era, quizá no para todas las mujeres, pero a mí su aire de Pinocho me resultaba muy atractivo. Se había puesto una camisa y unos pantalones muy elegantes, señal de respeto para la gran noche de Edison. Lo vi angustiado, y no se movía con soltura, pero no había venido en son de guerra.
—Hola —dijo.
—Hola —dije.
Sonreímos.
—He venido con alguien —dijo, y durante un instante horrible, antes de que Fletcher se hiciera a un lado, temí que fuera a presentarme a otra mujer.
—¡Tanner! ¡Has vuelto! —Abracé a mi hijastro, que había regresado con el bronceado de California; se lo veía ya más hombrecito, pero con el aspecto de quien ha aprendido una lección—. ¿Para siempre o es sólo una visita?
—Para siempre, si papá no me echa.
—¿Qué pasó en Los Ángeles?
—Oh, Pando. ¿Cuánto tiempo tienes?
—No demasiado en este momento. Ve a saludar a tu tío. Y come algo, que hemos cocinado para un ejército. Como ya tienes dieciocho años, y bajo la atenta mirada de tus padres —miré a Fletcher para pedirle permiso—, también puedes tomar una copa.
—Por Dios, ¿ése es Edison?
La última vez que Tanner lo había visto, mi hermano pesaba cincuenta kilos más.
—Esencia de Edison. —Tanner fue a darle una palmada en la espalda y yo me quedé en el vestíbulo—. Gracias por venir.
—Te dije que vendría.
—Tú siempre haces lo que dices que vas a hacer.
—Sí, aunque… a veces puede ser un problema. —Fletcher me tocó el codo—. Estás guapísima.
—Gracias.
Me pregunté por qué no me lo había dicho en el Java Joint, en abril; entonces habría sido muy importante para mí.
—No he descartado la idea por completo —le decía en ese momento Tanner a Edison—, pero no soportaba pensar que terminaría así. Dios, no paraba de hablar de ese coñazo que hizo hace no sé cuánto. Te lo juro, empezó a cargarme. No te lo tomes a mal, pero tu padre está triste. No voy a decir que está deprimido, aunque debería estarlo. Triste. ¿Y esos actores de Custodia compartida? ¿Sinclair? ¿Tiffany? Son unos perdedoreees.
—Bueno, no es algo que oiga a menudo.
—Es posible que a partir de ahora lo oigas mucho más a menudo.
—Sería un cambio. Me refiero a oír lo que sea.
—Tu hermano está estupendo. Has hecho un milagro.
—No es mérito mío —objeté, aunque podía considerarse que sí. Nunca había destacado en dibujo o pintura, y Edison Redux era mi única obra de arte.
Sin una copa con la que llamar la atención —en toda la noche, yo aún tenía que verlo beber algo—, mi hermano dio unos golpecitos en la báscula para pedir silencio.
—Eh, como veo que ha aparecido Tomás el incrédulo, creo que es hora de servir el plato principal. ¿Estáis listos?
Edison se quitó el pesado abrigo y me lo pasó, también se descalzó antes de subirse al severo árbitro que nos había controlado todo ese año. La aguja subió rápido, bajó, volvió a subir y al final marcó muy poco más de setenta y dos.
Los invitados estallaron. Yo nunca había asistido a un solo acontecimiento deportivo, servicio religioso, concierto, comedia musical o victoria electoral en que se produjera el mismo estallido de alegría espontánea. No quiero parecer sacrílega, pero, sentado en un trono de Walmart, de mi hermano emanaba una promesa mesiánica para todos los que se encontraban en esa sala. Lo que había hecho no tenía que ver solamente con ser más atractivo o menos proclive a la diabetes. Había demostrado que era posible invertir el signo de las más nefandas de todas las desgracias, las que uno se inflige a sí mismo.
Edison levantó la mano para acallar los aplausos.
—Eh, tíos, oíd. Ha sido un año muy largo, pero también uno de los mejores. Es posible que el mejor. Me he reconciliado con… con Iowa. Como dice el muñeco: «¡Estos maizales son de fábula!». Pero, por lo demás… —Si había ensayado el discurso mentalmente, empezaba a emocionarse, y de las frases preparadas no quedaba nada—. Nunca habría sido capaz de hacer esto sin ayuda. Te sientes solo, te sientes una mierda cuando no puedes salir a comer con amigos o ni siquiera a tomar una copa. ¡Es increíble cómo se alarga el tiempo cuando no comemos! Y todos tenemos momentos de debilidad, ya sabéis lo que quiero decir. Necesitaba compañía y apoyo moral, e incluso alguien que supiera cómo hacer esto, joder, que perder ciento un kilos…
—… Y trescientos cincuenta gramos —gritó Cody.
—Bueno, ya os podéis imaginar que al principio me pareció una putada, me parecía imposible. Después, cuando la dieta empezó a funcionar, también necesité a alguien que me obligara a ser realista. Juro que no iba a volver a probar bocado durante el resto de mi vida, y sin un revólver en la sien y un bol de sopa podría haber muerto. Mirad, lo que más necesitaba era alguien que creyera en mí más que yo mismo. Que me quisiera más de lo que yo me quería. Que quisiera apostar más de lo que yo había apostado jamás por nadie. Por eso quiero que todos alcemos las copas.
Oliver le llenó una copa de vino, y él, después de pesarse, la aceptó.
—Por Pandora, mi hermana.
—¡Por Pandora! —gritaron los invitados y apuraron las copas de un trago. Y menuda la que se armó.
Edison me hizo subir con él a la báscula. Juntos pesábamos casi cincuenta kilos menos de los que mi hermano había pesado él solito. Después me abrazó y sonrió maliciosamente a Fletcher.
—Ahora, como algunos de vosotros sabéis, aquí Fletcha, el escéptico, no se creía que su cuñado, y cito, esa «bola de sebo», tuviera lo que hay que tener para llegar a la meta. No le cabía duda de que el proyecto de este, y cito, «yonqui de la comida» y «pringado» iba a fracasar, porque si ponéis a Edison Appaloosa en una habitación con un plato de patatas fritas, «ya verás como pica». Fletcha estaba tan seguro de que me tenía tomada la medida (que por entonces era ciento setenta y cuatro) que prometió comerse una tarta de chocolate entera de una sentada si yo conseguía bajar a setenta y tres. Así que ahora mi amigo no sólo se la va a comer, va a fletcherizarla. Cody, ¿quieres hacer los honores?
—No creo que pueda traerla yo sola.
—Tanner, échale una mano.
Mis hijastros volvieron de la cocina cargando la tarta en una tabla; todos prorrumpieron en carcajadas.
—Edison, eres un sádico —exclamó Oliver—. ¡Eso no es venganza, es un homicidio!
El Gran Ladrillo de Chocolate parecía una maleta mediana. Vi que los chicos no parecían estar muy cómodos sosteniéndolo y bajé de la báscula para hacer sitio en la mesa. Edison no había reparado en gastos, y la había decorado con el motivo de un teclado formado con chocolate blanco y Tootsie Rolls; en el centro, un enorme 73 dibujado con M&M’s, sustitutos de las lentejuelas. En una esquina marrón con aspecto de pegajosa, Edison había colocado un cuervo de porcelana y un recorte de una revista en el que se veía una tarta medio sumergida en chocolate fundido y que parecía apropiadamente humilde. Y once fichas del Scrabble decían T-U-S-P-A-L-A-B-R-A-S. Fue en esa parte de la tarta donde Edison cortó la tajada de Fletcher. A mi marido se lo veía bastante nervioso por ser el centro de atención, y dudo que resolviera los jeroglíficos de Edison. Con todo, aceptó el plato de buen grado, y aunque no le gustaba nada hablar en público, se dio cuenta de que se esperaba de él cierta reciprocidad en el ceremonial.
—Antes que nada, diré que me he dado cuenta de que habéis traído regalos —dijo, buscando un paquete que tenía en la chaqueta deportiva—. Así que… éste es el mío.
Edison desenvolvió el paquete con desconfianza, pero cuando lo abrió, levantó la caja en alto como si fuera el cuero cabelludo de una víctima.
—¡Los DVD de La cena de los acusados! ¡Ja, ja, «el hombre delgado»!
—Tengo que reconocer que subestimé a este muchacho —prosiguió Fletcher, desesperado por dejar de ocupar el primer plano—. Bueno, si esta tarta me sienta mal… —pinchó un trozo con un tenedor y lo levantó como los demás habían alzado las copas— será porque me lo merezco.
Los invitados vitorearon el primer gran bocado de Fletcher, que le dejó alrededor de la boca las manchas de chocolate absolutamente fecales que Edison tanto había deseado ver.
—Ahora os pido que todos ayudéis a Fletcher —dijo Edison—. ¡Coged un plato y así pondremos punto final a las formalidades del espectáculo de esta noche!
—¿Podrás con semejante tajada? —pregunté en voz baja.
—Mírame. —Fletcher se sacó de la boca una ficha del Scrabble y la lamió—. Tal como están las cosas, creo que tu hermano no quiere ensañarse conmigo. Y no se lo digas, pero la tarta está para chuparse los dedos.
Mientras los invitados hacían cola, Edison me cortó el trozo que él sabía que me gustaría. Me puso en la mano el tenedor por el lado del mango, un gesto tierno y un punto autoritario a la vez.
—No puedo comer esto con tu abrigo en las manos —dije—. ¿Te lo dejo con los demás en tu habitación?
—No. Dámelo, me lo volveré a poner. —Edison miró a Fletcher mientras yo tenía los brazos abiertos—. Estoy seguro de que Oso Panda tuvo que ir a Italia para encontrar esto.
Tras alisar la capa y alzarse el cuello, le susurré al oído «Enhorabuena», y le di un beso en la mejilla.
—Todo lo que he dicho iba en serio, nena —dijo Edison, quitándome un mechón de la frente—. Sin ti no lo habría conseguido. Y sin ti tampoco habría significado nada.
Después bajó la mano y la puso en mi hombro desnudo. No me importaba que mi hermano fuera cariñoso, sus amiguetes de Nueva York siempre habían sido muy dados al toqueteo, pero sin malas intenciones. Muchas palmaditas en la espalda y apretones de manos. Por tanto, no fue el contacto físico lo que me hizo sentirme incómoda, sino la ligera sensación de que reclamaba algo. No podía estar segura de que me hubiera quitado ese mechón de la frente o me hubiera tocado el hombro de esa manera si Fletcher no hubiese estado mirando.
—Te has pasado el día cocinando y todavía no te he visto comer nada. Voy a buscarte un plato de comida de verdad.
Me acerqué al bufé y puse en un plato un cuadradito de lasaña y bastante ratatouille, y es probable que Fletcher interpretara esa combinación como otra jugada en común de dos hermanos inseparables, pero en realidad fue un ardid para alejarme de ellos un momento.
—Qué bien habéis dejado el apartamento —dijo Fletcher, que estaba detrás de mí.
—Sí, estamos pensando en poner una enorme alfombra turca aquí en la sala —dijo Edison—. Para darle un toque cálido, ya sabes… Pero Panda y yo también estamos planeando una larga excursión en bicicleta, en verano. No sé, bajar por el Mississippi hasta el delta y volver. Si sabes de alguien que quiera cuidarnos el piso me lo dices, ¿vale?
—Si encuentro a alguien que busque una habitación —dijo Fletcher— os lo enviaré.
—La verdad es que creo que mi hermana necesita algo más que unas vacaciones. Ya no está tan a gusto como antes en Baby Monótono. Hemos hablado de la posibilidad de que me ceda la gestión de los asuntos cotidianos. Para que se dedique un poco a no hacer nada, ¿comprendes? O para que empiece algo nuevo, tal vez.
—Me sorprendes, Edison. ¿No vas a volver a Nueva York?
—Todavía no he hecho ningún plan. No a menos que a Pandora se le ocurra ir a la ciudad, pero la veo muy comprometida con todo lo que pasa en Iowa. A mí me enrolla. Todos esos campos, la luz… Aquí hay algo espiritual, sabes de qué hablo, ¿no?
—Sí, sé de qué hablas —repuso Fletcher.
Le di el plato a Edison.
—¡Pero, bueno! ¿Piensas echar por tierra todo el esfuerzo que hemos hecho?
—Lo que quiero es que no te desmayes.
—Pandora —dijo Fletcher—. ¿Hay algún lugar donde podamos hablar a solas?
—Eeeeh, sí…, supongo que sí.
A Edison se le subieron las antenas.
—Sé bueno con ella. Esta fiesta es de los dos.
—Seré bueno —dijo Fletcher, aunque me pregunté si no sería eso lo que Edison temía.
Cogí la copa y la tarta y llevé a Fletcher a mi dormitorio con cierta aprensión. Desde que había llegado, yo había aprovechado cada uno de los comentarios que pudiera indicar que teníamos un futuro como matrimonio; pero Fletcher era un hombre que había hecho saber con toda claridad que quería el divorcio. Si esa noche estaba ahí, era por una vieja y estúpida apuesta, no por mí. Yo detestaba revivir ese rechazo mientras recogía platos sucios, y no quería terminar llorando precisamente esa noche.
Dejé la copa y el plato en la mesita de noche, donde Fletcher también dejó su enorme trozo de la tarta de la humildad. Cerrar la puerta me pareció rarísimo, aunque técnicamente seguíamos casados. Me senté en el borde de la cama. Fletcher acercó una silla y se sentó delante.
—¿De verdad vas a seguir viviendo con tu hermano? ¿La excursión en bici por el Mississippi, hacer negocios juntos…?
—No lo sé, de momento no he hecho planes.
—Tu hermano seguro que sí.
—He estado muy concentrada en el final del proyecto. Y te digo que apenas hace veinte minutos que me he dado de baja.
—Bueno, decidas lo que decidas… —Fletcher se masajeó las manos y bajó la vista—. Quería decirte que lo lamento.
Esperé. Es posible que Fletcher fuese hombre de pocas palabras, pero esa críptica disculpa no bastaba.
—¿Que lamentas qué?
—Has vivido con él en una burbuja en la que yo no he sabido entrar. Todas esas bromas entre vosotros sobre Custodia compartida. Una larga época de vuestra vida a la que yo no tengo acceso…
—Todos tenemos una infancia.
—Yo no. No como la vuestra. Me lo has dicho siempre, y tienes razón. No sé cómo es tener un hermano. Por lo que sé, tiene todo lo bueno de un matrimonio, pero sin la parte más fea.
—Oh, no, cosas feas tiene muchas. Y falta parte de lo bueno.
—Pero se te veía tan feliz aquí, a pesar de lo que dice Cody, pues ya sabes que yo la calo. Más feliz incluso que… conmigo.
—Porque he tenido un proyecto. Una sensación de finalidad.
Por la puerta se colaban compases del dúo Edison & Cody: «He Ain’t Heavy, He’s My Brother».
—¿Conmigo no tienes esa sensación?
—¿Podemos hablar claro? ¿A qué te refieres?
—Tu hermano es un hombre nuevo, y no sólo porque ha adelgazado. La verdad es que parece… un poco menos pesado. Yo nunca debería haberte castigado por tu generosidad.
Es extraño que un hombre le diga a una mujer exactamente lo que ella quiere oír, pero yo seguía teniendo algo que reprocharle.
—En abril, cuando nos vimos en el Java Joint… ¿Por qué estuviste tan parco si sabías que llevaba meses privándome de comer y tragando esos sobres asquerosos? ¿Por qué no pudiste decir, como mínimo, que tenía buen aspecto?
—Porque no tenías buen aspecto —repuso al instante.
—Fantástico.
—¡Estabas demasiado delgada! Estabas pálida, débil, y me llevé un susto de muerte. Te soy sincero, Pandora, estuve a punto de decir algo que pudiese transmitir admiración, y más de una vez, pero no pude hacerlo. Temía que mi cumplido te animara a seguir adelgazando aún más.
—Pensé…, pensé que estabas mosqueado porque ya no podías sentirte superior a nadie.
—¡Superior! Empezaste de cero y sacaste adelante una empresa increíblemente próspera. Ya sabes que con la carpintería no gano nada. Si no da dinero, ni siquiera puedo llamarla empresa. Es un hobby…, pregúntale a la agencia tributaria. Y lo de la bicicleta, y el asunto de controlar lo que como…, bueno, se me ha caído el pelo, ¿no? ¿Y mi cara? Anómala, ¿no? Eres la única mujer que alguna vez ha creído que soy guapo. He intentado ser lo bastante bueno para ti. Dejarme de tonterías.
—El fascismo alimentario ha sido un enorme deseo de poder, poder sobre mí y sobre los niños también, y lo sabes. Pero dime, ¿por qué siempre has puesto trabas a este proyecto con Edison cuando, visto lo que opinas sobre la alimentación, tendrías que haberlo aprobado?
—Es posible que estuviera un poco nervioso porque me habías derrotado en mi propio campo. Y en todo lo demás. Estoy en forma, mi estilo de vida es saludable…, eso es lo único que tengo.
—Oh, no, nada de eso. Tus muebles son preciosos.
—Entonces, ¿por qué se quedan en el sótano?
—A lo mejor tenemos que trabajar más para que puedas exponer en una de esas grandes ferias de la Costa Este…
—¿Quieres decir que…?
—No nos adelantemos. Vuelvo a preguntarte de qué estás hablando.
—¿Quieres que te lo diga con todas las letras?
Dije que sí con la cabeza, aunque me daba cuenta de que sus evasivas no se debían a nada parecido a la presunción y el orgullo, sino a la angustia. El problema de las preguntas directas es que piden respuestas directas, y una de ellas siempre puede ser «no».
Me acarició la mano, y me impresionó la diferencia entre ese contacto y el de Edison, la carga adicional.
—Ya te lo pedí una vez, pero aún no habías terminado, y ahora lo comprendo. Por favor, vuelve a casa.
—¿Qué ha cambiado? ¿Es por Tanner?
—En parte sí. Es mi único hijo varón. Yo creía que tu familia lo había echado a perder.
—Deberías confiar en nosotros dos.
—Pero supongo que lo que más ha cambiado, lo más importante… Este año, todo este año interminable desde que dijiste que te ibas. —Fletcher enarcó las cejas—. Ha terminado.
No nos descubrieron en flagrante delito, sólo besándonos y completamente vestidos. Aunque hubiéramos estado desnudos y abrazados, era mi habitación, y yo estaba en la cama con mi legítimo marido, cosa que en ninguna parte se considera una transgresión, que yo sepa.
—Perdón —dijo Edison, con frialdad—. Corcoran y Novacek se van ahora, y pensé que os gustaría despediros.
El ruido que hizo la puerta cuando la cerró sonó a reproche.
Cuando reaparecimos, una hora después o más —ya se imaginan que teníamos muchas cosas de que hablar, incluida lo extraña que había sido la intrusión de Edison—, me sorprendió encontrarme con un curioso silencio. Aunque apenas pasaban de las once, la mayoría de los invitados ya se había ido. La fiesta había sido una gozada, y por eso no conseguía entender por qué se habían marchado. El ordenador no había terminado de reproducir todos los temas que Edison había programado, ya no se oía música.
Quería a toda costa ocultarle a Edison que Fletcher se había negado a terminar el trozo de tarta, a pesar de que no era enorme, llevé sigilosamente los platos a la cocina, donde el lavaplatos ya estaba en marcha. Cody y Oliver enjuagaban y guardaban la vajilla que quedaba, y colocaban los platos con todo cuidado para que no hicieran ruido, como unos padres agobiados que acabaran de dejar a un bebé en la cama. Las sobras envueltas seguían encima del mármol, y mientras hacía malabarismos para guardarlas en la nevera, Cody me dirigió una mirada cuyo significado no supe descifrar.
—No puedo imaginarme qué hará Edison con toda esta comida —dije.
Aunque hablé en voz baja, mi comentario sonó discordante, y se oyó, y me quedé con la extraña impresión de que tendría que haberme callado la boca.
—Ya he hecho todo lo que puedo hacer, así que me largo —dijo Oliver—. Una cosa, Pandora —añadió, mirándome con unos ojos que desbordaban una lástima que sólo puedo calificar de misteriosa—. Mañana llámame.
Con la intención de echar una mano a Tanner, que estaba recogiendo las últimas copas, entré en la sala. Fletcher estaba de pie, inmóvil con la boca abierta, como hipnotizado por una escena truculenta de una película de terror.
Con un pie apoyado en el taburete del piano, Edison intentaba inclinar una silla junto a la mesa nueva, sobre la que únicamente quedaba el Gran Ladrillo. Tenía la mano derecha toda pringada de cobertura de chocolate, y unas migas pegadas en el tercer nudillo; además, se había manchado con crema de mantequilla la manga del abrigo de cuero. Y toda la pechera de la camisa color crema, con su tracería de notas musicales, hecha un asco con más salpicaduras de chocolate. Vi en su cara una expresión de displicencia y desconcierto; mi hermano parecía haber sincronizado su siguiente zarpazo a la tarta con mi salida de la cocina.
Es posible que, debido a la naturaleza de la celebración, los invitados no se hubieran pasado con las tajadas, y ahí quedaban todavía dos terceras partes del monstruo. ¿O quién sabe? Yo pude distinguir los bordes originales, cortantes como una navaja, en los que se veía un tosco boquete. Como el trozo que faltaba tenía el tamaño de una tarta de cumpleaños normal, la tarta parecía destrozada a propósito.
—¿Tú qué crees, Fletcha? ¿Que yo puedo terminármela?
Mi hermano sonrió; tenía los intersticios de los dientes tan negros de chocolate que parecían podridos. Las manchas de alrededor de la boca eran marrones, no rojas, por supuesto, pero así y todo me recordaban el hocico ensangrentado de un coyote después de clavarle los colmillos a una vaca. Edison echó un trago de la botella de whisky y se limpió unas gotas con la manga.
—Basta, Edison —dije.
—Me parece a mí que ya no acataré ninguna de tus órdenes —dijo, sorbiendo chocolate o whisky escocés o grandes cantidades de ambos—. ¿No ha terminado oficialmente tu año de aprendiza de sierva? Me merezco un poco de tolerancia, ¿no crees? —Estiró la mano para coger la cuerda del regalo de mis empleados, ahora tumbado junto a una fuente como si hubiera comido y bebido hasta perder el conocimiento, y el muñeco soltó: «Me pasé seis meses a base de proteína en polvo. ¿A que no me ganas, pedazo de cabrón?».
—A mí no me parece que eso sea un poco de tolerancia. Ahora basta. Es inútil, Edison. Esta vez es inútil. ¿Cody? ¿Tanner? ¿Habéis terminado?
Me puse el abrigo.
—¿Adónde vas? —dijo Edison—. ¿No vives aquí tú?
—Me voy a mi verdadera casa —dije, y le cogí la mano a Fletcher.
—¿Sólo por esta noche o abandonas este apartamento?
—Mira —dijo Fletcher—. Tu hermana acaba de dedicarte todo un año de su vida…
—Y ahora ha sonado la sirena. ¡Cada uno a su casa! Ya entiendo.
Edison cogió un M&M’s de la tarta, decorada ahora con ceniza de sus cigarrillos.
—Esto es chantaje —dije, y les hice una seña con la cabeza a los chicos—. Vamos.
Cody no parecía querer irse.
—Quizá en este momento Edison necesite compañía.
—Créeme, cariño. Eso es exactamente lo que tu tío no necesita.
Llevándonos a toda la familia verdadera de mi hermano de un plumazo, Fletcher y yo salimos con los chicos a la zaga. Cody se volvió un momento para mirar a su tío, y lo hizo de una manera tal, que pensé que, si eso hubiera sido la Biblia, mi hijastra se habría convertido en una estatua de sal.