9

La cuesta de vuelta a casa me supo a más de sesenta kilómetros; para colmo de males, otra vez empezó a llover. Me di una larga ducha caliente y dejé la ropa, empapada y salpicada de barro, toda revuelta en el suelo del cuarto de baño. De los restos del picnic tiré las sobras, con una dejadez que era fruto del rencor, sin preocuparme por si guardar las algas o no.

Esa noche, y durante varios días, me sentí apesadumbrada y de mal humor; Edison dejó que me enfurruñase todo lo que quisiera, a la espera de que se me pasara el bajón, como si un matrimonio de casi ocho años y con dos hijos de otra mujer pudiera compararse con un enamoramiento de los primeros años de la adolescencia, coladuras que él había visto implosionar en ríos de lágrimas cuando era una estrella del instituto y ya estaba hastiado del mundo. Mientras tanto, le fui dejando a Fletcher en el contestador mensajes que en realidad eran súplicas, y le envié, en el mismo tono, correos electrónicos y mensajes de texto, pero no recibí una sola respuesta. Imposible, por tanto, dejar de utilizar a Cody como correveidile.

Edison me lanzó algunas frases tranquilizadoras, aunque nada convincentes, aduciendo que Fletcher y yo nos reconciliaríamos en cuanto mi marido olvidara su ataque de rabia, pero yo conocía a Fletcher, un hombre poco dado a amagar, de paso firme, que cuando cogió a los niños y dejó a Cleo nunca se volvió a mirar atrás. Además, mi hermano no ocultaba que la manera en que se habían vuelto las tornas le producía un regocijo hasta cierto punto, y en el fondo no quería ser persuasivo.

Sin embargo, para mí, todo lo que una vez había sido sólido se había vuelto blando, del mismo modo en que se aguan unas natillas de maicena recalentadas. Edison como añadido a mi familia era una cosa; Edison como toda mi familia, otra muy distinta. Reconozco que la estabilidad del vínculo fraternal es reconfortante; salvo aquel encontronazo de enero, el incidente de la caja de pizza, Edison y yo habíamos entonado juntos una suave melodía, parecida al flujo y reflujo del canto de los grillos. Con todo, echaba de menos los crescendos y glissandos más orquestales del matrimonio, y nunca me había imaginado envejeciendo con mi hermano. Sabía que había parejas así, y gente que admiraba esa clase de lealtad, pero por lo general la gente siente pena por esos hermanos adultos que viven juntos, personas que se han conformado con algo menor y ligeramente incorrecto. Sin un final incorporado en esa difícil cohabitación, el proyecto de adelgazamiento se alejaba hacia el horizonte, y ya no era finito ni tenía un punto culminante, sino interminable y pesado. Además, como no paraba de llover, me sentía atrapada en una falacia patética y gigantesca, como si fuera la protagonista de un desmañado film noir.

Tras haberme preparado para vérmelas otra vez con los alimentos sólidos, después de esa maldita excursión en bicicleta ya no me apetecían nada. Seis meses después de que Edison comenzara su romance con los sobres de GRCP —ahora me negaba a llamar «Vomitona» a los batidos, pues esa jerga interna me hacía sentirme demasiado «colega» de mi hermano—, decidí pasar de toda la jovialidad preliminar que llevaba semanas ensayando y, con toda mi crueldad, fui directamente al grano.

—Basta de dieta líquida —anuncié un día cuando volvíamos de Baby Monótono, sí, nombre muy apropiado ahora, pues de repente el tedio de fabricar muñequitos me hacía sentirme tan mal como mi inesperado y probablemente eterno compañero de piso. Habíamos ido en coche, ya que, con ese tiempo, malditas las ganas que tenía de ir en bici.

—Hora de comer.

—Me falta nada para setenta y tres —dijo Edison, tal como yo sabía que haría.

—Ya te saltaste la semana de comida de verdad, la del medio. Los libros lo dicen bien claro. Seis meses máximo.

Lo dije como si fuese a castigarlo, como si mi intención fuera meterle a la fuerza por la garganta, con un pistón, unas gachas grises y llenas de grumos.

—Entonces un par de meses más —dijo Edison.

—Ni un día más. Empezarás con una sopa, y con alguna fécula blanda y fácil de digerir, como unas patatas muy hervidas, zumos de fruta y purés de verduras.

Edison se retrepó en su sillón y se cruzó de brazos.

—Todo eso suena asqueroso.

—No me importa.

En un principio había sopesado la posibilidad de prepararle la vichyssoise fría y tentadora que me había imaginado para el día en que yo rompiera el ayuno, pero de pronto no quise tomarme ninguna molestia y me fui derechita a la cocina a abrir una lata de crema de pollo. No me importaba nada si a Edison le gustaba o no.

Llené un vaso con zumo de naranja y dejé el bol en la mesa de mala manera. Me sentía una sádica. Era un sentimiento nuevo, y podía llegar a gustarme.

—A partir de ahora, y durante un mes, ingerirás ochocientas diez calorías diarias.

—Eso es una locura —objetó—. No podemos de golpe…

—Lo sé. Pero no habrá ninguna ceremonia. Edison, tengo que darte una noticia: después de toda esta preparación, verás que la comida es un coñazo. No se tarda mucho en terminarla y no tiene nada de interesante, así que tómate esa estúpida sopa y bébete ese estúpido zumo. Todavía tenemos que encontrar una película estúpida que podamos soportar esta noche en televisión.

—No quiero nada.

—¿No quieres nada? ¡Muy bonito! Has destrozado mi matrimonio, pero eso no significa que vaya a quedarme encerrada en este apartamento pase lo que pase. El trato es el de siempre: o haces lo que te digo o me largo.

—Tengo miedo —dijo Edison, en un hilo de voz.

—¿Y? ¿Acaso no tuviste miedo la primera vez que tocaste el piano delante de un público? Creo que, como mínimo, has de poder con la crema de pollo.

Edison se levantó con cuidado del sillón, mirando a su hermana desde cierta distancia como si fuera un animal de compañía que pudiese tener la rabia.

—Date prisa que se enfría.

Edison se sentó a la mesa colocando la silla lo más lejos posible del bol.

—Te he dicho que no la quiero. Y no la quiero.

Me importa una mierda. —Juro que eso fue lo único que pude hacer para no pegarle o tirarle la sopa a la cara—. ¿Te crees que la parte dura fueron los últimos seis meses? Pues no, vete haciendo a la idea. No comer nada es fácil; comer algo, pero no mucho, es una lata, y lo será hasta que te mueras. Tienes razón, no has terminado, no has alcanzado tu objetivo, pero ¿sabes qué? Nunca vas a terminar. Crees que la meta es pesar setenta y tres para después poder relajarte. Pero oh, no, sorpresa, hermanito. No podrás relajarte nunca, tienes que volver a aprender a comer. ¿Y cuál es la mala noticia? Después de echarlo todo a perder, de convertir la comida en un riesgo para tu salud y en una enorme fuente de angustia, y después de tener que aguantar todo el jaleo y la obsesión con los sobrecitos…, bueno…, comer ya no volverá a ser lo mismo. Siempre te pondrá nervioso y nunca va a ser muy divertido. Eso te lo has cargado. ¿Lo entiendes? Así que prepárate, porque los seis meses que vienen serán todavía más duros.

Presentar esa sopa como un desafío más que como una indulgencia fue una idea astuta. Edison acercó la silla a la mesa y se inclinó para olisquearla.

—Huele fatal —dijo, frunciendo el ceño.

Tómatela. —Tenía futuro como funcionaria de prisiones.

Cogió una cucharada y la dejó suspendida en el aire, un coágulo de sopa. Comprendí lo impaciente que debió de sentirse Oliver conmigo en aquella cafetería de la sopa de tomate. Bajo mi dura mirada, Edison tomó un sorbito.

—Muy bien —dije con saña—. Has perdido la virginidad con unos trocitos de pollo y unas motas de patata. Vuelta a la casilla de salida. Ya eres otra vez un mortal, un tipo normal y corriente, y tienes que perder treinta kilos… Nada especial, te aburrirás como una mona.

Edison se tomó toda la cucharada con cara de infeliz.

—¿Qué tal sabe? —pregunté, con malicia.

—Es como si… —dijo, bajando la cuchara y haciendo un gesto raro con las manos—. Como si no tuviera la menor importancia.

—Te lo dije —exclamé en tono triunfal—. Ahora, puesto que tu hermana te hará tragar toda esa sopa con un embudo si hace falta, te conviene terminar el bol.

Me fui a la cocina a prepararme mi estúpida pechuguita de pollo, mi estúpido puñadito de arroz y mi estúpida ensaladita.

—Por Dios, esto es deprimente —dijo una voz desde la mesa del comedor.

—Es duro.

Un poco más tarde:

—Esto no es justo, hombre. ¿Qué has dicho antes sobre cargárselo todo?

—Es verdad —dije—. Te cargaste el placer de comer, y probablemente para siempre. Eso es lo que pasa cuando uno se pone encima cien kilos de autocompasión sin motivo alguno.

—No. Me refiero a ese comentario socarrón sobre tu matrimonio. No entiendo por qué tiene que ser culpa mía que Fletcha te haya echado de su vida.

No pude controlarme.

—Lo que pasa es que si tú no te hubieras presentado en mi casa siendo un caso perdido, en este momento estaría cenando con mi marido y mi hijastra, contándonos las cosas del día. Sin un Edison gordo no habría divorcio.

—Nunca ha sido mi intención que os separéis, ¿vale? Recuerda que intenté enrollarme bien con tu santo. Era él quien me buscaba las cosquillas.

—Tienes lo que querías. La hermanita de guardia, la que te trae las pantuflas, y sin el obstáculo de ninguna de las relaciones poco prácticas que tienen los adultos. Ahora podemos ser hermano y hermana, vivir felices juntos para siempre, como esos hermanos que hacen murmurar a la gente, que se pregunta si no habrá ahí algo raro. ¡Ja! Exactamente así quería que fuese mi vida…, pero, claro, qué importa mi vida si el hermano mayor por fin ha conseguido perder unos kilos.

Recordé fugazmente lo horrenda que había sido con Solstice, cuando ella tenía cuatro años y la convencí, una vez que unos cabellos se le quedaron enganchados en el peine, de que se le iba a caer hasta el último pelo y que le convenía acostumbrarse a usar sombrero, cuando lo que ocurría, en realidad, era que estaba furiosa por la muerte de mi madre. Desquitarme con una niña más débil no iba a cambiar nada.

—Mira, hermanita, lo siento. —Edison empezó a lloriquear. Es posible que se sintiera frágil tras la enorme decepción que le produjo aquella sopa y la humillación de verse degradado a una dieta rutinaria. Además, no hay que subestimar nunca los efectos de la inanición en el cerebro. Unos días antes había llorado porque no podía romper con las uñas la cinta de embalaje de un paquete de Amazon—. No tendría que haber dejado que hicieras esto, no habría aceptado si hubiera sabido que Fletcha no lo veía con buenos ojos. Tendría que haberme largado a alguna parte, solo, como un monje, y no haber vuelto a aparecer hasta que dejara de ser una vergüenza para la familia.

De acuerdo, yo era incapaz de seguir en tono brutal, aunque, a medida que lo abandonaba, sabía que lo echaría de menos. Salí de la cocina arrastrando los pies, dejé el plato en la mesa y le apreté la mano.

—Edison, no es culpa tuya —dije, desanimada—. Todo esto fue idea mía. Fletcher me lo advirtió, pero no lo tomé lo bastante en serio. Sólo te echo la culpa porque te tengo delante. Los hermanos llegan a tratarse como el culo. Debe de ser, no sé, algo parecido a lo que dice la Constitución. Un derecho humano. Y al final seguimos siendo hermano y hermana porque no puedes decirme que quieres el divorcio. Nosotros no podemos separarnos. Eso es lo malo, pero también lo bueno. Puede que me sirva para tener a alguien a quien gritarle.

—Pues grita todo lo que se te antoje, si eso te hace sentirte mejor.

Como no me había molestado en ponerle servilleta, tuvo que sonarse los mocos en los faldones de la camisa.

—Mira lo que pasó el otro día, cuando salimos en bicicleta. Me di cuenta de que exagerábamos nuestra camaradería y que dejábamos fuera a Fletcher. Y sabía que eso no iba a gustarle nada. Pero seguí contigo porque era más sencillo. Ahora tenemos un problema. Me cuesta más ponerme en contacto con Fletcher. Para empezar, no tendría que haberte invitado, pero me angustiaba la idea de tener que pasar el día con él y creo que te invité porque pasar un día fuera podía venirte bien, pero es obvio que también te lo pedí por mí. Para sentirme segura.

—¿Yo te hago sentirte segura?

—Sí. —Me llevé a la boca un trocito que no sabía a nada y mastiqué—. Y Fletcher notó que por alguna razón me aferraba a ti. Me imagino que eso fue la gota que colmó el vaso.

Aparté el plato.

—No soy el único que tiene que comer, nena —dijo Edison, y volvió a poner mi plato donde estaba. También me puso el tenedor en la mano.

Aunque malhumorada, pinché una hoja de lechuga.

—Lamento lo de la sopa. Tratándose de tu primera comida, podría haber sido algo mejor.

—No habría sido muy diferente. Pero es imposible no fantasear…

—Intenté contarte el gran chasco de abril, pero me di cuenta de que no me creías.

—Entonces, ¿cuál es la moraleja? ¿Que todo es una mierda?

—Todo no. La comida. Pero ya sabes, nosotros, aquí, a veces… No todo se ha vuelto una mierda.

—Pon eso en mi lápida —dijo Edison—. No todo se ha vuelto una mierda.

—No son muchos los que podrían decir lo mismo.

—¿Te arrepientes? —preguntó Edison—. Si rebobinaras, ¿me llevarías al aeropuerto?

Medité la respuesta. No quería decir cualquier cosa.

—No —decidí contestar—. Volvería a hacerlo, supongo. Algo podría haber empezado a andar mal con Fletcher, incluso sin Prague Porches. Puede que esté fallando algo más profundo… Como mínimo… —me ahogué un poquito—, no estoy completamente sola.

Siempre me parecía forzado confesar así mis emociones a Edison. Creo que los hermanos han de considerarse incondicionales sin más, al menos es lo que se supone. Y eso no tiene muy buena reputación, pero, como he descubierto no hace mucho, el mundo es precario, y es una alegría y un alivio considerar que alguien, quienquiera que sea, es un incondicional.

A muchos de mis vecinos podrá parecerles inexplicable, pero es posible que no sea la única que recuerda el resto de ese mes con una nostalgia fuera de lugar. Personalmente, necesitaba como nunca una distracción, y di las gracias cuando se produjo algo que conseguía sacarme de mí misma y me permitía hacer buenas obras en un lienzo más ancho que la barriga de mi hermano. No es casual que a esas cosas las llamen «desastres», y si bien la reconstrucción de lo que ocurrió aún está incompleta, me emocionó la energía con que Edison participaba en el esfuerzo comunitario. El hermano que había llegado nueve meses antes se habría apoltronado para ver tan panchamente el espectáculo por televisión.

Aunque New Holland se alza sobre terreno elevado, muchos sótanos se inundaron. Lamenté que mi condición de persona non grata significara no poder echar una mano a Cody y a Fletcher cuando tuvieron que trasladar del sótano a la planta baja los muebles que aún no estaban terminados. La sierra era demasiado pesada para ellos dos solos, y sospecho que la herramienta de trabajo más preciada de mi (¿ex?) marido quedó inservible. En Prague Porches vivíamos en el segundo piso y no tuvimos que preocuparnos por el piano de Edison y pudimos presentarnos voluntarios en Cedar Rapids. Tras dejar las existencias a buen recaudo en los estantes altos, cerré la fábrica hasta nuevo aviso y mis empleados pudieron calzarse botas de goma y echar una mano. Fue la peor inundación jamás registrada en Iowa, a una escala que el estado nunca esperaría que se reprodujera más de una vez en quinientos años.

Por primera vez descubrí un trabajo más agotador que el cátering: proteger una ciudad con sacos de arena. Para agotar grupos de músculos distintos, alterné las tareas: palear, pasar un saco tras otro en la cadena humana, apilarlos. Intentamos reservar para los niños el trabajo de tener los sacos abiertos mientras alguien los llenaba a paladas, pues eran familias enteras las que acudían en manada. (Cody trabajó con nosotros dos o tres tardes, pero era un problema, naturalmente, y la mayor parte del tiempo ayudó más cerca de New Holland, con su padre. Su tarea principal consistía en averiguar dónde estábamos Edison y yo, para que Fletcher se fuese a trabajar a otra parte). Durante cinco días, y las veinticuatro horas del día, miles de voluntarios de la zona —y un puñado de supervivientes del Katrina que viajaron desde Luisiana con kilos de comida cajún y una leve actitud «esto ya lo he vivido y ya lo he hecho», que puso muy nervioso a más de uno— apilaron hilera tras hilera de sacos a lo largo del río Cedar y en las entradas al centro de la ciudad, en la zona comercial. Nosotros protegimos con sacos la biblioteca pública de Cedar Rapids mientras otro grupo de voluntarios metía los libros en cajas para llevarlos al segundo piso y reforzaba la planta baja del Centro Médico de la Misericordia para proteger los generadores, que estaban en el sótano del hospital.

A Edison y a mí nos hizo sentirnos bien haber empezado a colaborar pronto, porque el gran problema fue que el voluntariado no tardó en convertirse en una respuesta excesiva al llamamiento de la KCRG-TV9, y pronto la cadena tuvo que rogar a los buenos samaritanos que dejaran de acudir. Los lugareños que, venciendo todos los obstáculos, habían venido de todas partes para echar una mano, y que, cuando llegaron, se enteraron de que no los necesitaban, fueron los únicos a los que vi cabreados, como si los hubieran engañado, y supongo que en cierto modo fue así. Pues no hay nada como una catástrofe para hacer aflorar la calidez y el buen humor de la gente, y la hilaridad era contagiosa. Recuerdo que le comenté a Edison: «Eh, ¿quieres saber una cosa? Estoy segura de que con tus ciento setenta y cuatro kilos aquí no habrías podido ayudar mucho»; y él había dicho: «Sí, chica, hace seis meses habría sido uno de esos sacos».

Mi hermano consoló a los trabajadores trasladados a Prairie High que trataban de olvidar todo lo que habían perdido en los barrios evacuados. La mayoría sólo había conseguido salvar unas fotografías y una muda, pero los muebles, los aparatos electrónicos y toda la ropa estaban para ser declarados siniestro total, y era normal ver que un voluntario robusto y estoico se quedaba inmóvil unos instantes en un relevo, con los hombros hundidos y suspirando: «Ay, no, la colcha de mi bisabuela». Lo peor de todo fue que, dado que el río empezaba a penetrar en zonas que antes no se encontraban en la llanura inundable, la mayoría de aquellos desterrados no tenía seguro contra inundaciones.

—Qué palo —decía Edison—. Hace un tiempo yo también perdí todo lo que tenía, salvo unas prendas de ropa que ya no me entraban y un ordenador vetusto. Nadie se lo creería, pero es catártico. Te hace sentirte más ligero. Es entonces cuando piensas, joder, si puedo vivir sin un montón de toda esa mierda. Es increíble. Te hace bajar de peso —y pasaba otro saco a lo largo de la cadena para usarlo como una ayuda visual— y no sólo obligándote a arrastrar ese peso de un lado a otro. La basura te convierte en la clase de persona que tiene esa basura. De repente, se puede ser alguien con una clase totalmente distinta de basura, o que no tiene basura. De repente se puede ser cualquier otro. Permite que uno se suelte.

La inundación hizo aflorar a la superficie lo mejor del Medio Oeste, y si bien algunos viejos algo chiflados hacían bromas con las que pretendían disculparse alegando dolor de espalda, nunca oí quejarse de verdad a nadie, ni siquiera al principio, cuando todavía llovía. Sin preocuparse nunca por la que estaba cayendo, el verdadero problema era empaparse de sudor. No obstante, el Cedar siguió creciendo aun después de que saliera el sol.

Los primeros dos días, Edison pesó la cantidad exacta de pavo ahumado para su pobre fiambrera, pero el tercero no teníamos nada para bocadillos, y al final de nuestro turno una agradecida empresa local nos trajo pizzas. Mi hermano se quedó horrorizado. Le dije: «Soy tu entrenadora personal, y ahora mismo acabas de gastar mil quinientas calorías en arena. Cómete esa pizza. Es una orden». Era de masa fina, aunque Edison solía preferir las pizzas al estilo de Nueva York, con más chicha. Sin embargo, más tarde dijo que —a diferencia de la pizza prohibida que se había comido en enero— ésa había sido la mejor que había probado jamás.

El trabajo para protegerse contra las inundaciones fue una tarea social, y quizá por eso cabía esperar que, mientras comía la pizza, Edison preguntara a la compañera con quien llenaba sacos de arena al alimón —una mujer más joven, a la que me sentí tentada de llamar «chica»— si quería ir a nuestro apartamento a tomar «una taza de café». Había que recorrer un largo camino para llegar a ese café, y yo debería haberme dado cuenta de las verdaderas intenciones de mi hermano, pero me avergüenza decir que, desde que Edison aumentara de peso, nunca me lo había imaginado ni remotamente como un ser sexuado. De ahí que, en cierto modo, me portase como una tonta, sentada en la sala con los dos hasta mucho después de que se enfriara ese café que nadie había querido. Agotada después de todo lo que había sudado ese día, esperaba impaciente que la chica pidiera que la lleváramos en coche a su casa, hasta que me di cuenta de que eran ellos los que esperaban con una impaciencia muchísimo mayor que yo me fuera. Abochornada, me fui a dormir.

Me desperté agarrotada, y por primera vez de verdadero mal humor desde que empezara esa grata mezcla de distracción y civismo. La chica —¿Angie?— seguía allí, por supuesto, y seguía allí porque la habíamos traído en coche, pero eso no puso fin a mi irritación. La vi salir del dormitorio de Edison con esa languidez propia del derecho territorial que el contacto íntimo confiere a los desconocidos, aunque sólo sea con carácter temporal. Delgada, con una melena castaña bastante lustrosa, ni así me parecía tan atractiva, y tuve la intuición de que «Angie» se había presentado voluntaria en Cedar Rapids básicamente para brillar y poco más. Se pasó toda la mañana bailoteando alrededor de los hombros de Edison mientras él tocaba el piano y yo preparaba el café a una hora del día en que la gente quiere realmente tomar café. Tras deshacerse en elogios cuando mi hermano terminó su interpretación, nos soltó una retahíla de consejos dietéticos sacados de revistas femeninas, cuando lo que comía Edison era de mi negociado, gracias, y me pareció un punto inapropiado que él, tratándose de una mujer a la que había conocido menos de veinticuatro horas antes, ya le hubiera contado su historia con todo lujo de detalles como si fuera un documental con patas. Podría haber sido un poco más reservado.

Por la noche me sentí una boba por no haber sido más amable, aunque ese ligero remordimiento se hizo menos pesado cuando vi que Edison se abstenía de traerla a casa por segunda vez. Sí que hizo gala de un poco de la arrogancia de su adolescencia, esa época en que ligaba un día sí y otro también, y me gustó que lo hiciera. «Joder, tía», dijo, estirándose junto a la báscula cuyo alto grado de tolerancia ya no necesitaba. «No sé cuánto hacía que nadie me veía en pelotas. ¿Te lo puedes creer? Me dijo que soy un bombón».

—Lo eres —dije, con timidez—. Quitando ciertos años, siempre lo has sido.

Ahora, cuando lo recuerdo, y teniendo en cuenta lo mucho que ese encuentro fortaleció su confianza en sí mismo, debería haberlo animado a que siguiera viéndola, y no termino de entender por qué entonces me alivió tanto que no lo hiciera.

El 13 de junio, la Cruz Roja y la Guardia Nacional decidieron que habíamos hecho todo lo que podíamos y que ya era hora de irse. El despido fue demoledor. No queríamos darnos por vencidos y, si éramos sinceros con nosotros mismos, tendríamos que haber reconocido que estábamos pasándolo en grande. Edison y yo vimos la crecida del río en las noticias locales cuando volvimos a casa, donde, a diferencia de la mayoría de las personas a las que nos habían obligado a dejar a su suerte, teníamos electricidad. En las vistas tomadas desde los helicópteros, las azoteas parecían hojas de nenúfar. Más tarde se calculó que las aguas habían cubierto mil trescientas manzanas de la ciudad. La isla del centro del río, en la que se encuentra el ayuntamiento de Cedar Rapids, quedó completamente sumergida, y la azotea de la biblioteca apenas sobresalía de ese mar opaco y gris a pesar de lo mucho que habíamos trabajado para salvarla. Las señales de tráfico apenas asomaban tres centímetros por encima del agua, como si indicaran calles de la Atlántida.

A ninguno de los que participamos en esa movilización le gusta reconocerlo, pero la mayor parte de ese trabajo no sirvió para nada.

Conservo un recuerdo agridulce de aquel verano. A medida que pasaban las semanas sin que llegara de Solomon Drive nada que no fuese un silencio de cementerio, se me ocurrió, y pensarlo me angustiaba cada vez más, que Fletcher iba en serio, y lo más doloroso fue nuestro aniversario, en julio, que mi marido ni siquiera recordó enviando un SMS. Ya no consideraba yo que me había apartado de mi vida familiar para supervisar la pérdida de peso de mi hermano; estaba separada, y todos los días vivía temiendo que apareciese en la puerta un funcionario de los juzgados con los documentos oficiales del divorcio. Al menos Cody seguía tratándome como a una madre, se obstinaba en visitarnos y nos acompañaba al cine. Aunque le insistía en que no me gustaba nada que hiciera hincapié en el sufrimiento de su padre en mi ausencia —«Ya he visto esta serie, cariño», renegaba yo; «también las reposiciones»—, ella seguía haciendo de intermediaria. Se creía astuta, pero ¿cómo pedir peras al olmo si sólo tenía catorce años?

Por lo general, es en verano cuando Iowa alcanza lo que yo llamaría su verdadero esplendor: ese aire que huele a húmedo por la tierra revuelta, el maíz que crece día a día junto a la carretera y se aleja rápidamente hacia el horizonte alternando con los campos de soja, más azules. Yo asociaba esa época del año con los momentos más felices de mi infancia, el ritual de despacharnos a Edison y a mí a visitar a nuestros abuelos paternos, con los que pasábamos un largo mes. (Los meses de julio en Iowa se me habían quedado tan grabados, que mi primera experiencia invernal en ese estado fue un shock. Antes de mudarme aquí, imaginaba el Medio Oeste como un lugar en el que siempre hacía calor y todo estaba verde y en flor). Los recuerdos que mi hermano tenía de esos veranos no eran tan bucólicos como los míos, y cuando creció, empezó a quedarse en Los Ángeles, donde frecuentaba compulsivamente los clubs de jazz y practicaba el piano. Pero a mí me encantaba echar una mano a los abuelos en la granja. Como desde muy pequeña disfruté del trabajo físico, me hacía muy feliz dar de comer a los pocos cerdos que tenían, y también quitaba la suciedad del granero y cosechaba las judías verdes bajo un sol de justicia.

Con todo, ese verano desafió el estereotipo idílico de la estación, y la campiña desolada reflejaba la revuelta sensación que día tras día dejaba un poso en el fondo de mi estómago. Las tristes extensiones de la cosecha de maíz, totalmente perdida, me recordaban también, burlonas, que ahora mi vida era un «desastre»; hete aquí que ya no era una mujer que, tras una juventud larga y solitaria había finalmente encontrado un hombre responsable, tranquilo y apasionado a la vez, con dos niños vivaces y, digamos, precocinados, una mujer que por fin tenía una vida, sino una divorciada en lista de espera que entraba en la edad mediana con su hermano mayor como abnegado esposo. Las hileras de tallos muertos que cubrían como rastrojos esos resbaladizos campos negros dibujaban un paisaje de promesas incumplidas y esperanzas truncadas. Mirara donde mirase, veía una destrucción sin sentido y las ruinas de un armonioso esfuerzo familiar, sofás manchados en los arcenes y congeladores llenos de agua, y a los trabajadores de los servicios de higiene de la región sobrecargados por emblemas demasiado tangibles de la pérdida, la resignación y el dolor. Las vistas que junio y julio ofrecían desde la carretera —hasta el asfalto se había agrietado y endurecido aquí y allá, y la basura amontonada atascaba las alcantarillas junto con los lamentables detritos de muebles de jardín, limpiaparabrisas y barras de juegos infantiles, todos uniformemente acallados por un cieno pútrido y diarreico— me devolvían el reflejo del interior marrón y empapado de mi cabeza.

En la estación de mi descontento, del quebranto de mi personal idilio iowano, Edison parecía jurar fidelidad a la tierra de nuestros antepasados con una ferocidad desconocida. Al retirarse, las aguas habían dejado tras de sí una congoja profunda que él inhalaba como el aroma de la tierra fértil, pues si esa clase de congoja huele a algo, es a marga, con ese dejo de putrefacción que recuerda las boñigas de vaca. El dolor que flotaba en el aire proporcionaba a mi hermano una densidad, una gravedad y una profundidad que la satisfacción sola no puede ofrecer.

Entre otras cosas, ya no hizo más todas esas bromas sobre la ciudad en medio de ninguna parte y los paletos que colgaban «cojones de toro» bajo las matrículas de sus camionetas tuneadas y con la pegatina ¡ÁNIMO, HAWKEYES! en los parachoques. Mi hermano no estaba tan loco como para contagiarse de la manía local por el equipo de fútbol de la universidad estatal, pero había empezado a gustarle el ritmo tranquilo de la vida en Iowa, los extensos campos, la serenidad, el espacio. Ya casi no hablaba de Nueva York, en cambio paladeaba la aparición casi imperceptible de los grillos, el canto de un gallo, el balido de las cabras. Más que poner los ojos en blanco cuando los cajeros del Hy-Vee charlaban cordialmente sobre la popularidad de una mantequilla especial, se enrollaba como una persiana con el chico que ponía la compra en las bolsas, aún asombrado de que nadie de los que teníamos detrás en la cola se impacientara. Por si fuera poco, tampoco los recompensaba con un billete de cinco cuando nos llevaban la compra hasta el maletero, porque sabía que lo insultarían; una conversación divertida camino del coche era lo único que esos chicos pedían. Edison comenzaba a entender por qué la gente se hablaba aun cuando no siempre hubiera mucho que decir, y se compadecía de los vecinos desplazados o arruinados económicamente, con una actitud que daba a entender que la inundación no había sido algo que les había ocurrido a ellos, sino a nosotros. Dejé de detectar en él todo desprecio por ese enorme espacio en blanco que tanto lo había alterado, y más de una vez lo oí que, al teléfono, defendía, ante Tanner, el estado natal de mi hijastro, cuyos encantos rara vez veían los jóvenes nacidos allí. Sinceramente, empecé a sospechar que, en lo que respecta a Iowa, Edison era un converso.

Con más energía para ingerir alimentos sólidos —en cuanto empezó julio aumenté la toma diaria a mil doscientas calorías—, se volvió más audaz y se fue a ver el Festival de Jazz de Iowa City, y los fines de semana se iba en coche a la ciudad universitaria a las jam sessions en The Mill. Yo lo acompañaba a menudo, y me asombraba comprobar que ya no se dedicaba a escupir nombres. Cuando me llevaba a sus conciertos en Nueva York, bromeaba con el público entre un número y otro, y siempre se las arreglaba para insinuar que era el hijo de Travis Appaloosa. Ahora, en cambio, cuando se presentaba, su rutina consistía en extender la mano diciendo solamente su nombre de pila. Tampoco mencionaba nunca a los «pesos pesados» con los que había tocado. Llegaba como uno más, un tío del montón, que, por casualidad, tocaba el piano en su tiempo libre y, de ese modo, dejaba a todo el mundo boquiabierto.

Mi hermano luchaba contra el horror que ahora tenía a los comestibles volviéndose obsesivamente científico. Tras consultar el cartel con los valores calóricos que habíamos pegado con un imán en la puerta de la nevera, pesaba cada tomate en la báscula digital para no pasarse ni un gramo. Con una calculadora obtenía la energía total de sus ingredientes, y nunca lo vi redondear a la baja. De hecho, en la cocina ya no cabían más blocs de notas, todos con las páginas estriadas de columnas con cifras. Me sentí tentada a rogarle que se relajara un poco —media zanahoria de más no iba a ser el fin del mundo—, pero Edison no se apartaba ni un milímetro del buen camino, y si todo ese pesar y separar trocitos de grasa de ternera lo ayudaba a sentir que controlaba, pues yo no tenía nada que decir.

Aunque a un ritmo más lento, la fase de alimentos sólidos del proyecto siguió dando buenos resultados. En el séptimo mes, Edison perdió cinco kilos y medio, sólo dos menos que el anterior, cuando aún seguía con los batidos de proteínas. Es cierto que al final del octavo mes, cuando se pesó, el resultado no fue para tirar cohetes, y me echó la culpa a mí, diciendo que nunca habría tenido que empezar la ingesta diaria de mil doscientas calorías. Quise convencerlo de que la mayoría estaría encantada de haber perdido tres kilos y medio en un mes, y que con noventa y cinco se lo veía mejor que nunca. (Sé que este rollo numérico puede resultar muy áspero, pero es imposible imaginar lo emocionales que eran esos enfrentamientos con la báscula; a Edison lo dejó hecho polvo constatar que había perdido ocho kilos cuando el mes anterior había perdido doce). Al menos, las cifras que siguieron demostraron que yo tenía razón: tenía que comer más para quemar más, y su metabolismo empezaba a funcionar mejor.

Aunque teníamos la nevera a rebosar de productos comprados en los puestos que los granjeros montaban a lo largo de la carretera, me apenaba no poder estar en el huerto de Solomon Drive, y más de una vez me descubrí calculando lo grandes que estarían los calabacines, cuándo saldrían los pimientos verdes y si los guisantes de olor habrían crecido. Y seguía esperando en vano correos de fletcher.feuerbach@gmail.com y oyendo acongojada los últimos mensajes del móvil. Cuando salía a hacer recados en New Holland, me atormentaba si veía algo que me resultaba familiar, hasta que constataba, por ejemplo, que el ciclista que pasaba era coreano. Un día sí que vi a Fletcher; fue verlo y sentir una punzada de dolor, y di media vuelta. El latigazo de la adrenalina hizo imposible cualquier reacción sensata y útil: qué estaba haciendo allí mi marido, si se lo veía alegre o tristón.

Muy a pesar mío, la disyunción entre Edison y yo fue una revelación; por lo visto, daba igual lo satisfecho que estuviera un ser querido, cuán cercano a nosotros fuese su placer, cuán drástico el contraste entre su alegría actual y el abatimiento de su pasado reciente, o lo abstracto de la gratificación que uno pudiera sentir por haber desempeñado un papel importante en ese restablecimiento; da igual, la felicidad ajena nunca puede sustituir a la propia. Combatiendo un dolor pernicioso, solía tener la impresión de estar observando a mi hermano desde muy lejos, cuando la verdad era que estaba en la habitación de al lado.

Con todo, es mejor observar desde cierta distancia a un hermano bullicioso, aplicado y atento que a uno gordo, deprimido y suicida desde muy cerca. Después de recibir por sorpresa otro paquetito no deseado de Solstice —un burro de cuerda, una fotografía diminuta del Dalái Lama, enmarcada, y un bolígrafo esmaltado muy bonito, pero sin tinta—, Edison tuvo con su hermana más pequeña un par de largas conversaciones telefónicas cuyo ligero tedio valió la pena; acogida por fin por su legendario hermano, Solstice dejó de considerar que nos habíamos compinchado contra ella. Desde que lo había puesto en nómina en Baby Monótono, Edison dejó de sablearme cuando quería salir a gastar, y vivía con lo que ganaba. Si bien al principio no le había gustado mucho la idea de trabajar para su hermana, y a pesar de la rabia que le había hecho sentir el éxito de mi empresa —había tenido la desfachatez de echarle la culpa al artículo de portada de New York por haber desencadenado su compulsiva manera de comer—, mi hermano había empezado a hacer campaña para llegar a director general de la fábrica, así yo quedaba liberada para dedicar mi creatividad a explorar nuevos productos. Si durante los días en que amueblamos el apartamento de Prague Porches, Edison, con gesto huraño, casi siempre se había quedado en el coche para fumar un pitillo tras otro, de la noche a la mañana se puso a buscar en Internet una mesa de comedor más elegante, puesto que en la mesa de formica ahora servíamos algo más divertido que infusiones; en cualquier caso, me pareció interesante que ni una sola vez sugiriese que nos mudáramos a un apartamento mejor o a una casa digna de ese nombre. Es posible que temiera que mudarnos juntos abriera la posibilidad de poder mudarnos también cada uno por su lado.

Sin embargo, por alguna razón —de milagro, diría, ya que no acabo de saber a ciencia cierta cómo ocurrió—, Edison Appaloosa se había hecho a la idea de llevar una vida normal. Puede que no parezca nada del otro mundo, pero eso, en mi familia, se tratase de quien se tratase, era un logro monumental. En la pradera temporal sin límites en la que deambulamos cuando hacemos una estricta dieta líquida, es posible que mi hermano hiciera un repaso a los mejores momentos de su carrera —como aquella vez en que acompañó a Harry Connick en una jam improvisada— y hubiera llegado a la conclusión de que, para tener un perfil bajo, se necesita mucha más madurez espiritual de la que requiere la búsqueda insaciable de titulares, y, en ese sentido, mi hermano mayor había empezado por fin a crecer.

No obstante, en mi memoria ocupa un lugar destacado una conversación que mantuve con Oliver en agosto. No nos había resultado fácil encontrar una fecha para vernos a solas, es decir, sin que excluyera a Edison tan categóricamente como para poder herir sus sentimientos; mi hermano se dedicaba en exclusiva a llenar el tiempo libre que teníamos con excursiones al IMAX, al Museo de la Ciencia y a granjas donde dejaban que los visitantes cogieran las frambuesas. Al final, cuando Cody quiso pasar todo un día en la feria estatal de Iowa con su tío, en Des Moines —Edison se emocionó tanto que los ojos se le llenaron de lágrimas—, invité a cenar a mi viejo amigo.

Hacía varias semanas que no le veíamos el pelo, y cuando llegó, lo primero que hizo fue inspeccionar el apartamento con cierta intranquilidad.

—Vaya…, esto empieza a verse… habitado.

Aunque no hay que olvidar que el lugar siempre había tenido la apariencia impersonal propia de los pisos piloto, ahora recubrían las paredes fotografías en blanco y negro y enmarcadas de algunos de los iconos de Edison: Bud Powell, Art Tatum, Herbie Nichols y Earl Hines. La mesa —un tablero de madera enorme— ya había llegado, y también las sillas, que, aunque toscas, eran originales. En las habitaciones, la calidez la proporcionaban algunos «toques»: un paragüero algo estrafalario, una caja antigua de botellas de leche llena hasta los topes de ejemplares viejos de Jazz Times, begonias en el pasaplatos de la cocina. La cara redonda de la enorme báscula roja lucía ahora un sombrero Stetson comprado en un mercadillo particular, que confería a nuestro centinela cierto aire de vaquero; por su parte, la muñeca Pandora nos miraba lascivamente desde el piano como si estuviera borracha. Un fotomontaje mejoraba la instantánea del cumpleaños de mi hermano cuando pesaba sus buenos ciento setenta y tres kilos: Edison y yo en Baby Monótono; Edison y yo llenando sacos de arena; y la última, Edison apuntando su peso en el calendario la primera mañana en que bajó de los noventa kilos. Viendo nuestra guarida con los ojos de Oliver, me di cuenta de que había dejado de ser una clínica de rehabilitación. Era una casa.

—Me ha sorprendido ver el lado doméstico de Edison —dije—. Siempre me lo había imaginado como uno de esos hombres que nunca tienen leche en la nevera. Pero después de perder todo lo que había dejado en ese guardamuebles, parece dispuesto a echar el ancla otra vez, de ahí todos estos objetos.

—Está dispuesto a echar el ancla con algo —dijo Oliver, no sin cierto resquemor. Después se acercó a mi doble y tiró de la cuerda—: ¡Oh, no, OTRA sesión de fotos no!

—No hay nada como que te refrieguen por la cara tu falsa humildad para que seas humilde de verdad. —Serví dos copas pensando en la moderación en el consumo—. A Edison le hace bien el orden. Nunca lo habría imaginado, pero es posible que se quede en Iowa para siempre.

—A mí no me sorprende. Aquí vives .

—¿Y? Que yo viviera aquí le dio absolutamente igual los últimos veinte años.

—Ya… —Oliver se sentó a la mesa—. ¿Sale con alguien?

—No que yo sepa; si lo hiciera, estoy segura de que me lo diría. No ha traído a nadie desde aquel ligue durante la inundación, que sólo le duró una noche. Me parece que quería asegurarse de que el equipo aún le funcionaba, ya sabes, como quien lleva el coche a la ITV una vez al año. Puede que no esté preparado todavía.

—¿Por qué tendría que estar preparado? ¿Qué podría encontrar en una mujer desconocida que no tenga ahora?

—Sexo, obvio. Nuestra relación no es tan perversa.

—Para mí, es bastante perversa.

Me fui a hacer cosas a la cocina. Había esperado ilusionada ese encuentro a solas, pero de momento la conversación me estaba poniendo al límite.

—Al fin y al cabo, una hermanita es, en cierto modo, la esposa perfecta —prosiguió Oliver—. No exige nada, apenas una cantidad conocida. Una relación íntima, pero que no da miedo. Y es como para adorarla. Siempre en segundo plano, pues no consigo imaginar que un poco de mangoneo por la dieta haya acabado con el orden de nacimiento. Con Cody le ofreces una familia de hecho y, además, ¿no sigue dándole consejos a tu hijastro cuando hablan por teléfono?

Yo estaba quitándole la grasa a los solomillos de cerdo. Ahora que Fletcher había pronunciado la palabra D…, casi había esperado que Oliver volviese a tantear el terreno. También había pasado ya el tiempo impuesto por el respeto, pero nada… Como si siguiera casada, pero no con Fletcher.

—Sí —dije, sin darle mayor importancia—. No me gusta nada reconocerlo, pero Edison es el único que se toma en serio las ambiciones literarias de Tanner, ya sabes que quiere ser guionista. Es un gran defensor de sueños disparatados. Él mismo persiguió uno.

—Lo que quiero decir es que tu hermano tiene todo lo que necesita. Puede que le falte sexo, pero apuesto a que cuando uno ha pesado esa barbaridad durante años, se ha acostumbrado a pasar. Una novia pondría fin a todo eso. Tendría que correr riesgos con alguien a quien acaba de conocer, que no es estructuralmente servil y que se siente libre para romper cuando se harte.

—No olvides que, oficialmente, este apaño entre Edison y yo durará un año y ni un solo día más.

—Sólo faltan tres meses. ¿Cuándo fue la última vez que le dijiste que a principios de diciembre tendrá que buscarse otro apartamento?

—Yo no dije eso.

—Entonces, esta cohabitación… es permanente.

—Tampoco dije eso.

—No. En realidad, no dijiste casi nada.

Llevé la ensalada a la mesa y me senté enfrente de Oliver.

—Oliver, ¿a ti Edison te cae bien?

Por extraño que parezca, nunca le había hecho esa pregunta a quemarropa.

Oliver meditó la respuesta.

Comprendo a Edison —concluyó.

Oliver era muy cuidadoso a la hora de expresar emociones, escrupuloso hasta el punto de ser completamente sincero, tanto cuando hablaba de sus sentimientos como de hechos externos. Una de las cosas que me encantaban de él era que nunca empleaba, por pereza, la primera palabra anodina que se le pasaba por la cabeza. En el caso que nos ocupa habría sido «sí».

—Lo de la comprensión lo entiendo si hablamos de cómo estaba hace un año —dije—, pero ahora no.

—Sobre todo ahora.

—¿Por qué? Nunca lo he visto más feliz en la vida.

—Precisamente.

La conversación me estaba afectando, y no sabía bien por qué.

—Todavía no ha aprendido a comer como una persona normal, ¿no? —prosiguió Oliver—. Sigue pesando cada bocado para no pasarse ni un gramo.

—Así es. Se está acercando, pero todavía no ha llegado a su objetivo. ¿No estamos cambiando de tema?

—Nada de eso. ¿Y sigue sin salir a comer fuera?

—No se fía de los restaurantes, ni siquiera cuando ponen en la carta la cantidad de calorías de cada plato.

—También dijiste que durante una época fue adicto a la heroína.

—¿Otra incongruencia que para ti no lo es? Dice que nunca se enganchó, que sólo la probó.

—¿Y todo este proyecto contigo? Sólo vive para eso. Es la nueva heroína, pero tú no puedes seguir una dieta tan estricta hasta que te mueras. Lo único que le queda a Edison cuando esto termine es volver a engordar.

—¡Hablas igual que Fletcher! Edison podría empezar a hacer algo más interesante que comer o no comer, ¡y no entiendo por qué todos sois tan jodidamente cínicos!

—Cálmate. Dije que lo comprendía, pero todas esas notas, esas medidas, pesarse tanto. Este montaje, este jugar a la mamá y el papá contigo y con un presunto final abierto. Edison es muy delicado. No tiene control sobre sí mismo. Cuando tú ya no lo controles, no controlará nada.

—No entiendo nada.

Oliver volvió a intentarlo.

—Ejercer el control no es lo mismo que controlar, es lo contrario. Cuando tú estás con él, lo único que tiene que hacer es lo que tú quieres, pero no hay dos como tú.

Seguía siendo incomprensible para mí, y por suerte pasamos a otra cosa.

Oliver se marchó, y yo, mientras limpiaba, pensé que si bien una hermana menor podía ser la esposa perfecta, estaba menos convencida de que un hermano mayor pudiera ser el marido ideal. A mí me desesperaba el compañerismo que Edison tanto valoraba, esa falta de fricciones que yo asociaba con follar mal. Sin embargo, una de las razones de Oliver estaba bien justificada: en efecto, mi hermano daba todas las señales de quien esperaba que ese montaje durase indefinidamente. Por ejemplo, se preguntaba en voz alta si «nosotros» debíamos pensar en la posibilidad de comprar un coche nuevo y sopesaba si yo debía aceptar las entrevistas de publicaciones locales como el Des Moines Register, como si su máxima aspiración fuese ser mi representante, y el de mi fábrica también, y hacía poco había propuesto una excursión en bicicleta por el Medio Oeste, a campo través, una salida que teníamos que hacer en verano en cuanto él estuviera bien adaptado a una dieta de mantenimiento sin reducción de calorías. Edison daba por hecho que iríamos a hacer la compra juntos, que iríamos al trabajo en bicicleta juntos, y juntos también a los clubs de jazz de Iowa. Esas ideas de ir a todas partes cogiditos de la mano tenían su lado tierno, pero a mí había empezado a invadirme una angustia que, en contra de la predicción de Fletcher, que había dicho que Edison iba a «destrozarme el corazón», me decía que era más probable que yo se lo destrozara a mi hermano.