8

Como desconfiaba del siguiente «combate» en el Java Joint, con vistas a un encuentro conyugal a principios de junio sugerí que fuésemos a dar una vuelta en bicicleta. De ese modo, Fletcher podría dar con condescendencia sus consejos para reparar bicicletas aun cuando verlo pedalear con los pies hacia dentro y zapatillas de ciclista no fuese un espectáculo muy sexy. Me disculpé de entrada por mi lentitud, esperando así atajar cualquier sugerencia de echar una carrera.

Pero, entonces, ¿qué me llevó a hacerlo? ¿Era realmente tan estúpida?

Ahora supongo que fue ese eterno estar entre la espada y la pared. No había dejado de llover en casi toda la primavera y no me gustaba nada dejar solo a mi hermano precisamente un día que, según los pronósticos, sería un domingo soleado y templado por primera vez en muchas semanas. Protector de nuestro escondite, y un poco desposeído cuando no estaba en su elemento —el jazz, naturalmente—, Edison nunca llevaba a nadie a casa. Su dieta era antisocial. A esas alturas ya se acercaba otro aniversario de la Vomitona, los seis meses, y vivir con cuatro sobres diarios de proteínas en polvo ese tiempo sólo podía calificarse de eternidad. Entre el ejercicio y el no arrastrar ya su propio peso muerto como un cadáver, a principios de primavera se lo veía robusto, pero había ido perdiendo esa energía renovada. Se quedaba sin aliento, y las manos le habían empezado a temblar cuando tocaba el piano. Era tan poca la concentración que tenía, que en el taller a veces cosía las costuras por fuera. Cuando íbamos al trabajo en bici, tenía que ir apretando los frenos para no ir siempre delante de él. En consecuencia, es posible que haya querido demostrar que cualquier continuación de esa debilitadora dieta líquida era absolutamente imposible. Ah, sí, y no cabe duda de que actué influida por el principio fundamental de Maple Fields, la ñoña hija del medio: ¿por qué no podemos salir todos adelante?

En una palabra, que, idiota de mí, pregunté a Edison si quería apuntarse al paseo en bici. No dejó escapar la oportunidad. Engrasamos las cadenas, inflamos las gomas y salimos para el Hy-Vee a comprar los ingredientes del picnic. Si hubiera avisado a Fletcher de que iría con mi hermano de carabina, mi marido podría haber dicho que nones, y en ese caso habría tenido que desinvitar a Edison, es decir, algo peor que no haberlo invitado nunca… Al menos, presentarme directamente con «ya sabes quién» era un hecho consumado.

Esa mañana, Edison pesó 102,9, sólo cien gramos menos que el día anterior. Tenía experiencia suficiente con esos momentos de progresos irregulares, y podía hacer frente a esas decepciones menores. Pero ese día estalló.

—¡A la mierda, tía! ¡No entiendo esto, tía, me supera!

Le señalé la foto de familia del día de mi cumpleaños, que habíamos pegado junto a la balanza para tener una imagen de referencia de su línea base.

—La diferencia es asombrosa, Edison. No te alteres por esas tonterías del día a día.

Edison decidió prepararse para la excursión. Se cambió tres veces. Al final salió luciendo unas bermudas, una camisa de manga corta de rayón y unas Nike de un blanco deslumbrante, todo rematado con unas gafas de sol un punto estrafalarias. Yo lo veía todos los días vestido con un kimono bastante raído que había robado muchos años antes en un hotel de Tokio, así que no se había disfrazado para mí.

—Vas a dar una vuelta en bicicleta, no a casarte —dije—. Coge las cestas o llegaremos tarde.

Como no podía ser de otra manera, cuando llegamos Fletcher ya nos esperaba apoyado contra la cerca.

Mi marido no había visto a Edison Appaloosa desde aquella vertiginosa despedida en Solomon Drive, el día en que alegremente nos lanzamos a nuestra improbable búsqueda como si planeásemos llegar al Polo Sur vestidos con anoraks y sombreros de paja. Había puesto al día regularmente a Fletcher sobre el proceso de encogimiento de mi hermano, pero los números son algo abstracto, y es probable que pensara que yo exageraba. Con ciento tres kilos, Edison seguía siendo un tipo robusto, pero en los cafés ya nadie salía corriendo a buscarle una silla extraancha. En términos americanos modernos, era guapo, lo que de repente a mí me sonaba desafortunado.

Edison pasó una mano por el manillar.

—Eh, cuánto tiempo.

Fletcher lo saludó con la cabeza mecánicamente.

—¿Qué? ¿Vamos a hacer un trío?

—Qué día más bueno, ¿no? —dije—. Pensé que a todos nos vendría bien un poco de aire fresco.

Fletcher me fulminó con la mirada.

—¿En cuántos kilómetros has pensado?

—No sé… ¿Treinta? —dije.

—Yo hago eso en menos de una hora. Creía que querías aprovechar el día.

—No somos de tu federación —dije—. ¿Entre cuarenta y cuarenta y cinco te parece bien? Cuando nos topemos con la señal de cambio de sentido podemos parar a comer algo. Edison ha preparado un picnic.

—Genial —dijo Fletcher, con una especie de gruñido—. ¿Estamos listos, pues? ¿Alguien tiene que hacer pipí?

Y arrancó mientras yo tomaba un trago de agua; cuando le di alcance, ya resollaba. Si bien Fletcher no iba tan rápido como cuando salía solo, tuve que apretar para mantenerme a una distancia aceptable de su rueda trasera. El esfuerzo y la hiperventilación no tenían nada que ver con mi caprichosa fantasía: pedalear los tres juntos para pasar el rato, contarnos anécdotas… Haríamos alguna parada, miraríamos los patos, haríamos cabrillas en el río, tomaríamos un rato el sol… Pero Fletcher había salido a ir en bicicleta, y cuando Fletcher salía a ir en bicicleta, no paraba.

La estrecha rueda trasera de su bicicleta se fue alejando cada vez más.

—¡Eh! ¡Espera!

Dudo que me oyera. Cuando me volví para mirar atrás, a Edison no se lo veía en ninguna parte. Di media vuelta. Lo encontré a unos cinco kilómetros, con la bicicleta apoyada contra un árbol, fumando.

—¿Y dónde está Fletcha? —preguntó, mirando el camino con los ojos entornados.

—En algún lugar encima del arcoíris —dije.

—¿Qué tiene que demostrar aparte de que es un gilipollas? Eso ya lo sabía.

—Oh, pudo haber esperado que viniera sola. Otro tío… Él tiene que lucirse. ¿Tienes ganas de seguir?

—Claro. Siempre que estés dispuesta a no acelerar.

—Prometido —dije—. No aceleraré.

Montamos y pedaleamos lado a lado.

—El otro día me senté a hacer unos cálculos —dije, llevando despreocupadamente la bicicleta por la línea blanca del centro— y repasé esas cuentas que haces todos los meses. El peso que has perdido. Sé que tú también la has memorizado: «diecisiete, quince, doce, nueve, siete».

—Siete coma quince.

—Pero este mes a duras penas llegas a seis. La disminución no se explica solamente diciendo que quemas menos energía porque pesas menos. Es tu metabolismo que está perdiendo velocidad. Según parece, quemas quince calorías por cada quinientos gramos que pierdes, pero yo sólo llego a esos resultados rebajando esa cifra a catorce, trece, doce… Ahora mismo te has estancado alrededor de diez.

—Mi cuerpo cree que se está muriendo —dijo Edison.

—Ha entendido que lo único que va a consumir son quinientas ochenta calorías en pequeños sobres. Tendremos que darle una buena sacudida a tu organismo, así que ve pensando en volver a comer sólidos.

—Puede que las Vomitonas no funcionen tan bien como antes, pero siguen funcionando, nena.

—No es sano —dije, con suavidad.

Lo que estaba haciendo no era más que el trabajo de base para la pelea que se avecinaba, y hablamos en un tono agradable. Pasamos a otros asuntos: Edison estaba convencido de que Oliver seguía «totalmente colgado» por mí —una convicción que a él le encantaba— y yo reconocí que si alguna vez mi mejor amigo se casaba, me sentiría indecentemente celosa. Edison imaginaba que Tanner saldría del sótano de Travis más o menos como ese chico de Sweeney Todd que emergía del fondo de la pastelería de la señora Lovett con el pelo todo blanco de harina. Lo dijo durante el tramo que recorrimos a piñón libre a lo largo del río, ese momento ameno que yo tanto había esperado, con la pequeña excepción de las personas mencionadas.

—Si volvemos a ver a Fletcher, no menciones al hijo pródigo. Yo puedo pensar que Travis es la mejor vacuna posible contra una vida en California, pero él…, bueno, él piensa que lo han secuestrado unos extraterrestres. Lo he convencido para que no sea él quien lo secuestre para traerlo a casa, pero está muy susceptible.

El sendero se desviaba del río, y no es cierto que Iowa sea completamente llano. Subimos por una colina agotadora hasta que al final bajamos de la bici y caminamos. Seguro que eso a Fletcher no le pareció un acto de intrepidez; él estaba arriba, dando círculos cerrados.

—Iba a preguntar por qué tardabais tanto, pero ahora ya no hace falta —dijo.

—No tenemos prisa —dije, como quien no quiere la cosa—. ¿Crees que podrás sacar los pies de esos pedales? Este lugar es precioso, me vendría bien un descanso.

Fletcher giró un pie con elegancia y bajó. No me abrazó, no me dio un beso en la mejilla. No me había tocado en todo el día.

—Bueno, ¿cuántos kilómetros, tío? —dijo Edison, entornando los ojos—. Sesenta y cinco por lo menos, diría yo.

—Mi ciclómetro marca veintisiete —dijo Fletcher, con desdén.

Edison sabía perfectamente que no habíamos hecho sesenta y cinco kilómetros.

Extendí un cubrecama debajo de un árbol mientras Edison fumaba.

Ese cigarrillo pudo no gustarle nada a Fletcher, pero mi marido no podía encontrarle defectos a lo que habíamos llevado en los recipientes de plástico: gambas con yogur desnatado, zumo de limón y cebolletas. Tomates cherry con menta y unas gotitas de aceite, que Edison había asado a fuego lento. Ensalada de hijiki y semillas de sésamo. De postre, unos arándanos del tiempo que rezumaban antioxidantes. Nuestro bufé respetaba al pie de la letra el catecismo dietético de Fletcher, pero él se dedicó a dar mordiscos vengativos a su cecina de albaricoques. Edison lo acusaba de ser un tirano, pero hay veces en que lo más ofensivo que uno puede hacerle a los tiranos es obedecer.

—No tengo mucha hambre —dijo Fletcher.

—Qué novedad —dijo Edison.

—Bueno, yo me muero de hambre —los interrumpí, poniendo sobre la improvisada mesa servilletas y platos de papel—. Ah, Edison, la Vomitona ahora viene en un nuevo sabor. Cerezachocolate. —Edison aceptó el termo y se dispuso a beberse el batido como si fuese un buen vino—. ¡Espera! Te he traído tu vaso preferido.

Desenvolví el vaso, grande como los de refresco y con facetas, y lo limpié con un paño de cocina.

—Has traído un vaso para una excursión en bicicleta —dijo Fletcher, que hasta entonces no había dicho ni mu.

Edison se sirvió una medida y brindó.

—Hay que observar la etiqueta, ¿no os parece?

Después puso un compacto en el equipo portátil y a Fletcher se le torció el gesto. Mi marido llevaba medio año sin oír jazz, pero era evidente que no lo echaba de menos.

—No me lo digas —dije, ocultando la tapa del disco—. ¿…Sonny?

—Sí, pero eso estaría chupado —dijo Edison—. ¿Quién es el batería?

Fruncí el ceño.

—¿Philly Joe? ¡No, espera! Max Roach.

—No está mal, no está nada mal. Ahora dime, ¿qué tema?

Para ayudarme, Edison tarareó las notas del principio de cada frase de cuatro compases.

—¡«Sweet Georgia Brown»!

—A mí podría haberme hecho caer —dijo Fletcher.

No gal made has got a shade —canturreé, acompañando la melodía— on SWEET Georgia Brown!

Sinceramente, no era mi intención montar un cisco. Lo que quería era reproducir, como mínimo, la ilusión de una excursión informal y divertida con dos de mis seres más queridos. Por Dios, si era un picnic.

—¿Por qué vosotros nunca tocáis la canción? —dijo Fletcher—. Es como si estuvierais por encima de las canciones.

¿Nosotros? —dijo Edison—. Nosotros estamos por encima y por debajo de la canción, hombre. Es un baile, un noviazgo, un romance.

—No, es como si fuerais demasiado buenos para tocar la canción, cualquier canción. Como si no creyerais en la idea. Y después os preguntáis por qué nadie normal sigue escuchando vuestras cosas. ¿Qué clase de músico no cree en las canciones?

—¿Y tú por qué no haces sillas de las de toda la vida? —repuso Edison.

—Deberías explicárselo —dije—. Ese asunto de los sellos discográficos que antes presionaban a los músicos de jazz para que tocaran apenas unos trocitos de la melodía original, para no tener que pagar derechos…

Fletcher no escuchaba; apretaba los frenos delanteros.

Me sentía geométricamente torpe. Edison se había sentado a mi lado, con la espalda apoyada contra un árbol. Fletcher seguía de pie aguantando la bicicleta. Pensé en levantarme para abrazarlo, pero el gesto no habría parecido natural. Ni siquiera estando casado se puede hacer, físicamente, en cualquier momento, lo que uno considera que ayudaría a mejorar tal o cual situación. Tiene que ser posible, y hay que encontrar un camino. Pero no era posible.

Fletcher miraba la comida y se le hacía la boca agua, pero había establecido su posición: no tenía hambre. Ya no podía retirar lo dicho y no quiso probar los bocados que le ofrecí en un tenedor de plástico. Me daba corte ser la única que comía, pero había dicho que estaba muerta de hambre como parte de la comedia. Iba a obligar a esa expedición a pasárselo bien aunque me muriese en el intento.

—¿Estás intentando decirme que has preparado toda esta comida —acusó Fletcher a mi hermano— y que no has probado, pongamos, ni un tomatito?

—Eso violaría nuestro juramento de lealtad —dije—. Prometo aborrecer la grasa

De las ridículas cinturas de América —me siguió Edison.

Y la repugnancia que representa

Una sola nación, sin sobrepeso —recitamos juntos—, prácticamente invisible, con sufrimiento y petulancia para todos.

Edison y yo chocamos los cinco.

Fletcher aguantó el numerito estoicamente, pero no sonrió ni una sola vez.

—Entonces… no te has lamido el aceite de oliva de los dedos.

—Yo nunca me llevaría a la boca unos dedos aceitosos, como tampoco los metería en un enchufe. —Edison se desperezó—. Cuando cocino, me basta apretar un poquito las gambas para ver si están hechas. Pero la idea de comer es repugnante. Todo este ayuno ha sido jodidamente profundo, un verdadero viaje. Por fin entiendo por qué Gandhi dejó de comer.

—De gordo a filósofo —dijo Fletcher, inclinándose escépticamente sobre la barra—. Me pregunto por qué Sócrates y todos esos tíos se tomaron tantas molestias. En lugar de cavilar tanto sobre el sentido de la vida, lo único que tenían que haber hecho era dejar de comer.

—Bueno, a veces eres un poco confuso —dije—, pero a los demás los miras con lupa. Hemos leído la tira de libros, y algunos de un tirón. Hay una pureza… Incluso algo parecido a un éxtasis…

—Ya —dijo Fletcher, sin mover un músculo de la cara—. Morirse de hambre para verle la cara a Dios.

—Yo no he mencionado a Dios —dije.

—Estoy de acuerdo en que puede sentar bien perder unos kilos —Fletcher no pensaba aflojar—, pero qué quieres que te diga, afirmar que una dieta con fecha de caducidad tiene algo que ver con la sabiduría

Yo tampoco pensaba aflojar. No sabía bien qué, pero mi marido parecía dispuesto a quitarnos algo…, algo que nos habíamos ganado a pulso, por lo que realmente nos habíamos sacrificado, y es posible que se tratase de algo tan simple como un pequeño mérito.

—Pues sí. La mayoría de las religiones asocian la revelación al ayuno —dije—. Cuando Jesús se pasó cuarenta días en el desierto, no se llevó un sándwich.

El hambre es mi pastor, nada me faltará —entonó Edison, recostándose—. En prados de hierba me hará descansar; junto a aguas de reposo me pastoreará

Dejar de comer sanó mi alma —lo seguí, con espíritu deportivo, agradecida por ese trocito de escuela dominical parecida a la que nos obligaban a ir antes de que mi madre se diera por vencida—. Me guía por el camino justo para que pueda evitar la diabetes tipo 2.

Sí, aunque atraviese el valle tenebroso de los Doritos —dijo Edison—, ningún mal temeré, no engordaré

Pues mi Vomitona va conmigo. Mis laxantes y mi infusión con edulcorante artificial son mi consuelo.

Edison frunció el ceño.

—¿Y si añadimos alguna chorrada sobre una mesa…?

Prepárame un banquete —supliqué.

¡Es mi enemigo!

Y aunque unges mis dedos con aceite de oliva, no me los lameré —dije—. Mi copa rebosa proteína en polvo con sabor a chocolate y cereza y encimas esenciales.

La bondad y la misericordia me acompañarán todos los días de mi vida —recitamos juntos—. Y yo moraré en la casa de

—¿De la inanición?

—¿De las privaciones?

Como solución no estaba mal, pero ahora que lo pienso me gustaría haber encontrado otra. Y grité victoriosa:

—¡Prague Porches!

Y moraré en la casa de Prague Porches —retomamos al unísono—. ¡Por siempre jamás!

Nos revolcamos de risa encima del cubrecama. Atolondrada por estar pasándomelo en grande de verdad, sin tener que fingir, tardé mucho en darme cuenta de que Fletcher, además de no reírse con nosotros, estaba pálido.

Al principio imaginé que lo irritaba que nos hubiéramos apropiado de su papel, que consistía en reírse de nosotros, ya que, de hecho, le habíamos robado la broma, pero era algo peor que eso, más gramaticalmente profundo. No era la broma, era el nosotros. Y era una primera persona del plural mal empleada.

—¿Queréis quedaros por siempre jamás en vuestro pequeño club? —Fletcher pasó una pierna por encima de la bicicleta y apretó un pedal con fuerza—. Pues adelante.

Ahora, cuando me levanté de un salto, el gesto no tuvo nada de artificial.

—¡Vamos, que era cachondeo! —exclamé, e intenté tocarle un hombro—. El Señor, Prague Porches… ¡nos pareció que nos venía de perlas!

—Sí, está claro que os viene bien. Estoy seguro de que seréis muy felices juntos.

—No seas ridículo, cariño, ¡sólo estábamos haciendo el ganso! ¡Siempre lo hacemos!

Pero daba igual lo que se me ocurriera decir; éramos nosotros esto y nosotros aquello, y en ese pronombre no estaba incluido mi marido.

—Te advertí desde el principio de los peligros de este plan absurdo. —Con las manos en el manillar, Fletcher empleó el tono hipercontrolado y desapasionado que me helaba la sangre—. Dejas a un hombre y a su familia durante seis meses… Me habías preparado para un año después de hacer tus sumas y restas. Bueno, eso tiene consecuencias. Te lo dije, los sentimientos cambian. No por lo que uno decide sentir. Es la relación de causa y efecto. Como un martillo en…, ¿te acuerdas?

—Sí, me acuerdo —dije, muerta de miedo.

Todo iba muy rápido. Sólo era un paseo en bicicleta, un picnic, y más tarde podría disculparme por mi idea, tal vez no muy buena, de llevar a Edison. Podíamos hablarlo todo y podría explicar cómo, dado mi papel congénito de pacificadora, doblemente impreso, además, por Maple Fields, quería convencer compulsivamente a mi marido y a mi único hermano para que suspendieran las hostilidades…

—¿Te sientes cercana a mí? —preguntó Fletcher a quemarropa.

Si hubiera preguntado si lo quería, habría dicho que sí sin pensármelo, y es probable que ésa fuese la razón por la que preguntó otra cosa.

—Porque créeme, tal como te comportas no lo parece.

Mi vacilación había sido respuesta más que suficiente.

—Es natural, llevamos mucho tiempo alejados…

—Tú elegiste alejarte de mí. Tú elegiste pasar un año con tu hermano, un año entero. Mira, ya hemos cumplido cuarenta, y hablo de años buenos, de buena salud, dinámicos. No hay tantos años así.

—No es tanto tiempo, Fletcher, y ya ves, mira a Edison, mira lo mucho mejor que está, la dieta funciona…

—Si yo te dejara un año entero, me despedirías para siempre.

—Eso dependería del motivo por el que me dejaras.

—Una mierda. Irse es irse. Has demostrado muy claramente quién es más importante para ti. Normalmente —miró a Edison— no me gusta airear los trapos sucios en público. Son cosas privadas, asuntos nuestros. Pero creo que ya no sabes qué significa «asuntos nuestros». Así que podría perfectamente decir esto delante de vosotros dos, aunque sólo fuera para que luego no cuentes casi literalmente todo lo que he dicho, con las tergiversaciones justas para que yo parezca un poco más ridículo, un poco más el malo de la película. ¿Crees que no sé cómo son las cosas entre hermanos? No soy tan tonto.

—Querido, ya sé que no, pero creo que sí, que deberíamos hablar de esto a solas…

Quiero el divorcio.

Aun cuando pronunció ese ultimátum poniendo como condición que Edison se marchara de Solomon Drive el día en que tenía reservado el vuelo de regreso, nunca había utilizado esa palabra.

—Esto no es justo —dije, susurrando—. Sólo he intentado…

—Has intentado tener las dos cosas a la vez, pero no puedes. A veces hay que elegir, y tú elegiste. Ahora apechuga. Ah, sí, y no lo olvides: son mis hijos, y se quedan conmigo.

—Eso díselo a Tanner —gritó Edison, que seguía en el suelo, y deseé que por favor no se entrometiera. Deseé también que no encendiera otro cigarrillo, como si fumar fuese lo mejor para disfrutar del espectáculo.

Fletcher se volvió.

—Ya que estamos, Travis me ha contado que cierto jodido ex gordo llama a menudo a su casa para hablar con mi hijo. Deja de darle consejos de padre. Ya le has metido bastante mierda en la cabeza.

—Él nos llama —dijo Edison— porque se niega a hablar contigo, hombre. Así que no estaría mal que te preguntaras por qué. Vamos, digo yo.

—Cariño, esto es una locura —dije—. Estás hablando de separarnos para siempre, es un asunto demasiado importante para tomar una decisión tan impulsiva…

—Yo no la llamaría impulsiva. Lo de hoy me ha confirmado lo que ya sabía. Ya te lo he dicho, no soy tan tonto.

Fletcher se marchó. Lo vi acelerar mientras descendía por el camino para bicicletas, disponiéndose a pedalear en serio, sin dos tortugas que lo estorbaran. Recogí las cosas del picnic en silencio, pues de repente no quedó nada que pudiera llamarse diversión entre amigos, y cuando le dije a Edison que quitara el maldito compacto, sentí un dejo de verdadera acritud sumado a la antipatía por todo ese jazz, y por mi hermano también. Como ocurre con los activos fiscales, tenía que haber algo que pudiera llamarse valor neto emocional, pero la cuenta de Edison acababa de entrar en números rojos.