Esa vez no me habían invitado al Java Joint. Me habían citado.
Llegamos a la misma hora. Tras quitarme la chaqueta, me detuve un momento brevísimo antes de entrar en el reservado. Fue mi versión de chica fardona. En las seis semanas transcurridas desde que Fletcher y yo nos habíamos visto por última vez, había bajado cinco kilos y medio más antes de estabilizarme; ésa era la primera vez que Fletcher veía el producto terminado. Además, mis gustos en materia de ropa se habían vuelto más gamberros, al menos para mí: tejanos negros ajustados, una blusa color agua que apenas me tapaba el ombligo. Que la visión de mi nueva silueta en el espejo hubiese terminado siendo un chasco tan privado convertía esa única compensación seria —la admiración de mi marido— en algo más importante.
Mientras Fletcher me observaba intentando que no me diera cuenta, vi en su mirada algo que no había visto en años. Con todo, advertí que mi silueta lo excitaba y lo molestaba a la vez.
—Vaya, trapitos nuevos.
—Los viejos ya no me quedan bien…
—Se te ve…
Esperé. Me lo había ganado a pulso. Era mi recompensa.
—Se te ve un poco frágil.
—Gracias.
No podía creer que fuese tan poco generoso. Era obvio que quería ser el delgado, el que estaba en forma, el perfecto que, para destacar, necesitaba a su lado una gansa falible.
Fletcher no hizo otras críticas, pero tampoco oí los piropos que había esperado.
—Eso ahora no tiene importancia. Tenemos que hablar de Tanner.
—De acuerdo. Dispara.
No me gustaba ser tan cortante, pero había herido mis sentimientos.
—Ha dejado el colegio.
—Pero…, pero qué ridiculez. Le quedan dos meses para terminar.
—Ha sido deliberado. Mi hijo se cree excepcional, y en lo que a él respecta, piensa librarse justo a tiempo, antes de ser un sencillo graduado del instituto como todos los demás.
—Este país está inundado de chicos que no terminan los estudios.
—Se lo dije, pero también quiere fastidiarme, y lo está consiguiendo.
—¿Qué van a tomar?
Fletcher había aprendido a no pedir una magdalena.
—Té verde, sin teína. Y sin azúcar —dijo.
—Que sean dos —añadí yo.
Empate.
—Eso no es todo —dijo—. Hace dos días, mientras estaba en el sótano terminando un pedido urgente, lió los bártulos y se marchó. Ni siquiera dejó una nota. Se llevó el ordenador, todas sus camisetas preferidas… Pero dejó el móvil, para que no pudiera llamarlo ni seguirle la pista. Ninguno de sus amigos sabe nada. Estaba tan desesperado que llegué a llamar a Cleo. No sabía nada, pero tampoco me pareció que hubiera renacido, te lo creas o no.
—Era de esperar —dije—. Otra adicción. ¿Y dónde crees que ha ido?
—A California. ¿Dónde si no? Igual que tu viejo, ese imbécil. Tanner cateó Historia de los Estados Unidos, y todo lo demás también, y creo que la única historia que ha asimilado es la de tu familia. Antes de irse empezó a hacerse llamar «Tanner Appaloosa». Según me hizo saber, Feuerbach no es comercial.
—¿Tiene dinero?
—Habrá retirado lo que tenía en su pobre libreta de ahorros. Más lo que encontró en mi cartera.
—Lo siento mucho —dije, aunque no me sentía realmente afectada por ese problema. Lo dije como si consolara a un vecino o a un empleado.
—Aquí hay en juego algo más que el título. Quiero que mi hijo trabaje. Que no esté todo el día sin hacer nada esperando una herencia o algún otro maná que le caiga del cielo, y que entienda que la vida no es sólo algo que nos dan, sino algo que nosotros mismos hacemos. Pero, claro, ahora en el colegio a los niños les dicen que son angelitos de Dios, que son maravillosos sencillamente porque existen, y se lo creen. Así que empiezan a vivir y esperan que todo el mundo se incline ante ellos. Es peligroso, Pandora. Ese sentir que «Soy el Señor Maravilloso». Se vuelven unos estúpidos, y los convierte en presas fáciles.
Fletcher estaba a punto de ahogarse, pero en sus palabras también había furia, e iba dirigida contra mí.
—Los dos estamos completamente de acuerdo en todo lo que tiene que ver con nuestro hijo, así que no entiendo por qué te comportas como si estuviéramos discutiendo.
—Tanner no sacó esas ideas de Facebook ni de Keeping Up with the Kardashians, y tampoco se las inculcaron sus profesores. Habéis sido tú y tu hermano. Os burláis de Travis, pero sólo para recordarnos a todos que vuestro padre fue una estrella de la televisión. Ésa es la herencia que espera Tanner, y es peor que esperar dinero. Aunque, claro, después de que tú aparecieras en portada en varias revistas, se imagina que antes o después vas a dejarle una pasta.
—Nunca he colgado una olla llena de oro al final de su arcoíris y tampoco me he vanagloriado de haber crecido como una Appaloosa. ¿Acaso no uso el apellido Halfdanarson? En realidad, con los niños he hecho lo imposible, les he dicho que cualquier fama que yo alcanzara, fuese merecida o no, no era nada tan especial, sino más bien algo deprimente.
—No te creen.
Comprendí lo que quería decir. Es imposible convencer a gente impotente y anónima —como los niños— de que se vive mejor siendo impotente y anónimo. Sonaba sospechoso, como a clase dirigente que apuntala sus ventajas. Durante años, Travis había tratado de convencernos de que los aguacates «viscosos» no iban a gustarnos, pero porque quería todos los maduros para él.
—No sé cómo esperas que eche una mano.
—Quiero que mis hijos sean fuertes. —No era propio de él, pero en ese momento los aspectos prácticos parecían no interesarle—. No quiero que piensen que hay un atajo fácil. Quiero la clase de hijos que ya nadie tiene, hijos que luchan, que hacen lo que les corresponde, que no esperan que alguien les tire un cable ni una limosna. Y ahora tu hermano les ha comido el coco con toda esa mierda que ha contado sobre hacer honor al «talento» y cómo ha viajado por todo el mundo sin la carga de algo tan poco sólido como un diploma del instituto, por no hablar de un título universitario. ¿De dónde crees que sacó Tanner la idea de dejar los estudios? El jodido gordo de tu hermano también dejó de estudiar cuando tenía diecisiete años.
—Ahora mismo, Edison es para nuestros hijos un modelo mejor que tú y que yo. No está cogiendo «atajos». No ha elegido hacerse una reducción de estómago ni una liposucción. Hace meses que no come nada sólido, y eso es sinónimo del trabajo y la humildad que quieres fomentar.
—Me cuesta creerlo. Haz algo increíblemente estúpido como aumentar noventa kilos y luego deshazlo. No creo que ése sea un modelo de comportamiento constructivo. Se parece a llevar una carga de ladrillos a un lado del patio y luego volver a llevarlos al camión.
—Te guste o no, Cody se ha quedado turulata.
—Cody tiene gripe, y le falta una madre que la cuide. Y mira que yo creía que se la había conseguido hace siete años, pero se ve que estaba equivocado. En cambio, lo único que creo haber instalado en nuestra casa, durante una temporadita, ha sido a la hermana de un aprovechado.
Apuré el té. Nada de eso tenía sentido. No hacíamos más que dar vueltas en redondo: Nos has traicionado, tu única lealtad debería ser para con tu familia, por qué tu hermano es tan importante, me ocuparé de mi hermano un tiempo y volveré pero ahora Edison me necesita. ¿Por qué seguir oyendo un disco rayado?
Así pues, le prometí que le avisaría si Tanner llamaba y señalé que no podíamos hacer nada si el chico no daba noticias. En ese encuentro no conseguimos nada tangible, pero Fletcher no había acudido a mí en busca de una pista sobre el paradero del hijo díscolo. Me había obligado a ir a esa cafetería para tener a alguien a quien echarle la culpa, y yo, en cierto modo, no estaba segura de que no tuviera razón.
—Cuando uno tiene diecisiete años, eso no se llama «fugarse» —dijo Edison mientras lavaba una lechuga—. Se llama «irse de casa». Eso es lo que te dirían los polis. Tan no es una persona desaparecida, es una persona que se ha ido. Con un padre como el que tiene, me extraña que no se haya largado hace años.
—Acaba de cumplir diecisiete, y Fletcher tiene razón —dije—. En cuanto se le acabe el dinero, ese chico puede ser el blanco del primer pervertido que se le cruce por el camino.
—Espabilará pronto. Servidor dice que una zorra algo mayor que él no tardará en acogerlo. Le pagará todo, ya lo verás.
—Pero Tanner no tiene ni idea de lo duro que…
—No es tu trabajo —dijo Edison, poniéndome un dedo mojado en el pecho— decepcionarte de antemano por él, ¿entiendes? Tú y Fletcher no hacéis más que repetir lo grande y terrible que es «el mundo». Vale, es posible que lo sea, pero, en ese caso, es el trabajo del mundo ser grande y terrible, no el tuyo. No paráis de darle la lata al chico diciéndole que no va a salir adelante, que no tiene la más remota posibilidad de triunfar. Que tiene que ser «realista». Pensáis que así lo protegéis, pero en realidad estáis insultándolo. Créeme, para Tan estáis pisándole el cuello.
—Lo protegemos, al menos hasta que termine el instituto.
—¿Para qué? ¿No sabes lo que piensa Tanner? Además, es posible que seas muy maternal y te desvivas por cuidarle el culo, y puede que pienses que lo haces por su bien, pero, hombre, Fletcha…, Fletcha sólo quiere que sus hijos hagan lo que él dice. Es un déspota inflexible y autoritario, y no termino de entender qué le viste.
La caracterización que hizo Edison me alarmó menos que el tiempo verbal que eligió al final.
—Fletcher Feuerbach es honrado, fiel, trabajador y, aunque tú personalmente no lo veas, es un hombre bueno.
—¡¿Bueno?! Ya va siendo hora de que te des cuenta de que Tanner y Cody no son los únicos a los que ese tío quiere controlar.
—A mí no me ha controlado. No quería que me viniese a vivir contigo y lo hice.
—¿Te lo puso fácil? ¿Te apoyó? ¿Apoyó un proyecto que, según tú misma me dijiste, sería el concierto más grande de nuestra vida?
No me molesté en contestar.
—Muy bien, pues —dijo, cortándole el muslo a una gallina—. Caso cerrado.
«¡Eeeee-diiiiiii-SON!».
Era Cody, que saludó a mi hermano chocando los cinco. Hacía meses que había dejado de llamarlo «tío»; ahora prefería esa especie de cántico exaltado con que las multitudes impacientes reclaman la aparición de las estrellas del rock. Dejó la bicicleta, que antes nunca usaba, apoyada contra las nuestras, en el pasillo, pues ya saltaba a la vista, desde que Edison y yo también empezamos a montar en bici, que su padre no se había anexionado para él solo ese eficaz medio de transporte. Se la veía un poco paliducha y alicaída. En silencio, reconocí en esos síntomas de aletargamiento una dolencia que yo también había padecido cuando tenía su edad.
—Si alguien pregunta —dijo, llenando con la mochila el pasaplatos de la cocina—, no he estado aquí. Le dije a papá que estaba preparando un trabajo con Hazel y que me quedaba a cenar en su casa.
—No deberías mentir —dije.
—Mamá, no vale la pena. Papá pierde los papeles cuando se entera de que vengo aquí. Cuando habla de este apartamento, lo llama «el club». Después calla y se pone a dar vueltas, dando saltitos y todo tieso…
Nos hizo una demostración, un cruce entre Charlie Chaplin y el monstruo de Frankenstein, y nos reímos.
—No olvides que también puedes invitarlo a venir —dije.
—La única manera de que papá venga a Prague Porches es con un bidón de gasolina y una cerilla. ¡Venga, hombre, todo el mundo a salida! —Que en los últimos tiempos su hija se hubiera acostumbrado a decir hombre y otros vocablos típicos de Edison debía de volver loco a Fletcher—. Y ahora que Tanner se ha ido, las cosas van peor que antes. Papá me hace sentirme una traidora, y no me gusta nada dejarlo solo con ese asqueroso arroz marrón y ese brécol tan crudo que comerlo es como masticar un árbol. Es absolutamente deprimente.
—Vamos, no es culpa tuya que ese tío no sepa cocinar —dijo Edison, cortando diez habichuelas de un solo golpe. Ese día teníamos filetes de bacalao y olivada con alcaparras y berenjena, una de las especialidades de mi hermano. Yo no podía entender cómo era capaz de hacerla sin probar nada.
Cody se dejó caer en un sillón.
—No sabéis qué alivio produce sentarse en un sillón que no es una obra de arte. No es que los muebles de papá sean incómodos ni nada, pero en cuanto te sientas en una de sus cosas, empieza a mirarte echando chispas por los ojos para asegurarse de que no pones un vaso húmedo encima del brazo ni dejas marcas de los zapatos en la madera. Cada vez que me siento tengo una crisis de ansiedad. La mitad de las veces no lo soporto, así que me siento en el suelo.
—Cuenta, cuenta —dijo Edison, sacando del horno una berenjena entera carbonizada.
—¿Sabíais que al final consiguió arreglar el Bumerán? —dijo Cody.
—¡Viva el pegamento extrafuerte! —dijo Edison.
—No exactamente —dijo Cody—, pero no sé para qué se molestó. Creo que esa silla se fue oscureciendo con los años y la madera nueva no es del mismo color. Papá no hace más que pasar la mano por la madera, pone mala cara o toquetea alguna junta en la que las piezas no terminan de encajar e-xac-ta-men-te.
—Ya sabes que tu padre es un perfeccionista —dije, poniendo la mesa.
Lo que más había echado de menos durante mis días de la Vomitona no era la comida, sino el hecho social de comer, con todas las actividades que incluía, como guardar los comestibles en los armarios y doblar servilletas. Ahora me encantaba poner la mesa.
—Creo que eso es un cumplido —dijo Cody—. Pero ¿qué tiene de maravilloso ser un perfeccionista? Un perfeccionista nunca es feliz. Te tomas un montón de molestias y al final lo que haces no te satisface. —Desde que había empezado a tomar clases con Edison, Cody se había vuelto más desdeñosa, una chica más dura, pero, en realidad, no había cambiado tanto y rectificó—: De todos modos, lo principal es que el Bumerán está arreglado, ¿verdad, Edison? Ha vuelto y tú no lo destrozaste. Bueno, quiero decir que quien fuese no…
Era una oportunidad perfecta para que Edison reconociera su responsabilidad de una vez por todas, pero Cody no era la única que no había cambiado tanto.
—Las veces que le has dicho a tu padre que venías aquí —dije—, ¿qué le has contado después? ¿Cómo era este apartamento?
Cody miró para otro lado.
—No sé, supongo que le dije que era deprimente.
—Lo mismo has dicho de estar en tu casa.
—Bueno, no creo que sea deprimente. Aquí, quiero decir. Ya sabéis que me lo paso muy bien. Estoy mejorando en improvisación, y cuando viene Oliver jugamos al Fictionary y…
—¿También le cuentas que viene Oliver?
—Pues… —dijo, ya un punto abatida—. Normalmente no. No, creo que no.
—¿Y le cuentas a tu padre que jugamos al Boggle y al Monopoly y que salimos a pasear? ¿Que nos asignamos los papeles y leemos en voz alta obras de Tennessee Williams, y que practicamos los acentos de los paletos sureños? ¿O que en febrero hicimos un muñeco de nieve en el patio, el grandote, el que hicimos para que se pareciera a Edison antes de que empezara la dieta? ¿Y que usamos algunas prendas viejas del tío Edison que ya no le entraban? Eso fue la monda.
—¡Pensé que nos íbamos a quedar sin nieve incluso aquí, en Iowa! —gritó Edison desde la cocina.
—¡Por supuesto que no! —dijo Cody, impaciente—. Le digo que lo único que hacemos es sentarnos a ver la tele. Eso es lo que quiere oír, así que eso es lo que le cuento, ¿me entiendes?
—Sí, claro, sí que te entiendo —dije—. Pero no tendrías por qué ocultar que aquí te diviertes, y tampoco deberías pensar que a nosotros tienes que contarnos que tu padre está desconsolado. No te hace justicia.
—¿Quién ha hablado de justicia? Sólo trato de apañármelas lo mejor que puedo. Caramba…, se parece a ese programa estúpido en que trabajaba el abuelo. Esos niños nunca decían la verdad, ni al padre ni a la madre. Lo que no es ninguna sorpresa, ¿no? Ya sabemos que los niños no dicen la verdad a los padres ni siquiera cuando los padres no se han separado.
—Fletcher y yo no nos hemos separado —la corregí con brusquedad.
—Sí, claro.
Cuando nos sentamos a comer, recordé un episodio de «ese programa estúpido», en el que Caleb, Maple y Teensy se ponen de acuerdo para contarle al padre que la madre está destrozada, y lo mismo a la madre, cuando, en realidad, tanto el uno como el otro, ya divorciados, se dan la gran vida. Movidos por la compasión mutua, los padres se encuentran e intercambian información, si bien solamente tras una conversación cómica en la que cada uno malentiende por completo el estado de ánimo del otro.
Edison sirvió la cena vestido con un delantal de chef cuyo cinturón ahora le daba toda la vuelta a la espalda. ¡Si hasta podía anudárselo por delante! Una hazaña impensable hasta siete días antes. Había decorado el pescado con ramitas de romero, y el cuscús integral con avellanas tostadas y rodajitas de orejones.
—Dime, Cody, ¿echas de menos a tu hermano? —pregunté.
Una pregunta que cuando tenía su edad nadie me hacía.
—Sí —dijo, recelosa.
—¿Y… habéis estado en contacto?
Intentó escurrir el bulto encogiéndose de hombros.
—Cody no se va a chivar de su propio hermano —dijo Edison, que se sentó con su vaso de Vomitona y una pajita. Malta y chocolate, constaté.
—No le pido que se chive. Lo que me reconfortaría es saber que Tanner está bien.
—Algo me dice que está bien —dijo Cody.
—Cuando Edison se fugó a Nueva York con la misma edad que tu hermano —dije—, me presionaron mucho para que le dijera a Travis adónde había ido.
—La diferencia es que Travis no estaba preocupado, y si quería seguirme la pista —dijo Edison— era para que le confirmasen que yo había aterrizado de cabeza en un charco. Y Fletcha por ahí anda.
—¿Y tú lo dijiste? —me preguntó Cody.
Consideré la posibilidad de contestar con un embuste. Si Cody descubría el pastel, encontrar el escondite de Tanner me serviría para que Fletcher me diera, aunque a regañadientes, unos puntos a mi favor.
—Dije que no tenía idea de dónde estaba tu tío, y que antes de irse no me había dicho nada. Y que tampoco se había puesto en contacto conmigo.
—Yo no tengo ni idea de dónde está Tanner —repitió Cody—, no me dijo nada y tampoco se ha puesto en contacto conmigo.
—¡Vaya! ¡Ésa es la clase de hermanita que me gusta! —dijo Edison.
—Sí, todos nos parecemos —dije—. Disimulamos por vosotros, mentimos por vosotros, cargamos con la culpa por vosotros. Limpiamos lo que ensuciáis y calmamos a nuestros padres por vosotros. Nunca dejamos de seguiros con una adoración eterna, la merezcáis o no, y somos incapaces de tomar nuestra vida tan en serio como nos tomamos la vuestra. Quitamos de un soplido las migajas de vuestra mesa en las raras ocasiones en que os dais cuenta de que estamos vivas.
Edison señaló nuestros platos.
—¡Eh, que eso no son migajas!
Mi caracterización le gustó.
Sonó el teléfono fijo y contesté.
—¡Panda-mó-nium! ¿Tu hermano sigue diciendo no a los Fritos?
—Hace cinco meses que no toca uno —dije—. Ahora no podrías llamarlo gordinflón. Está estupendo y animado, y hace ejercicio todos los días. Practica el piano a todas horas y vuelve a estar en forma.
Yo tampoco había cambiado. Seguía siendo la socia fundadora del Fondo para la Defensa de Edison Appaloosa.
—Fantástico —dijo Travis, exultante como siempre que le contaban algo bueno de su único hijo varón—. Pero a ver, dime una cosa: un profesor de química de instituto, un aguafiestas, un calzonazos destrozado por el cáncer, de repente se vuelve un camello de los grandes. ¿Hasta qué punto es verosímil un punto de partida como ése? Ese «Walter White» es un apocado, un tipo del montón, un miedica, y no me lo creo. Esa serie no tendrá una segunda temporada, es una mierda.
Yo no tenía idea de lo que decía mi padre.
—¿A qué debemos el honor de esta llamada? Si cogieras el teléfono cada vez que te indignas por un programa, te oiríamos cada día, papá.
—He encontrado por casualidad algo tuyo, algo que tú extraviaste —dijo Travis, sobreactuando—. Te has vuelto un poco descuidada, ¿no? Yo te enseñé a recoger los juguetes.
Con Edison en la habitación, me sentía más valiente para hablarle a mi padre.
—Ésa es una manera bastante repugnante de referirte a tu nieto.
—Nietastro.
En mi familia todos echaban mano de ese sufijo para tomar distancia, pero sólo cuando les convenía.
—Vaya. ¿Está en tu casa?
—El chico confió en mi hospitalidad. No iba a dejarlo en la calle, ¿verdad? Aunque tengo que decir que, para ser un niño abandonado y sin techo, es bastante chulo. No sé qué clase de apaño parental moderno tenéis, pero vamos, no cabe duda de que el chico se lo cree. Un gran Por favor, señor, puedo repetir.
—Apuesto a que a su edad tú también repetías. ¿Está bien?
—Sí, los dedos no los ha perdido, ni los de la mano ni los del pie. Me parece que quiere colocarse de aprendiz, familiarizarse con los trucos del oficio, de la industria de los media. El problema es que un mentor con mis méritos puede pedir lo que quiera, y mi nuevo huésped espera un descuento por ser de la familia.
Ya empezaba a darme cuenta. La primera vez que Tanner fregó los platos en casa de Travis —un jovencito guapo convenientemente formado en las tradiciones de los Appaloosa—, mi padre se sintió halagado, y por esa razón la semana anterior no había dicho nada. Dios había obrado finalmente el milagro de enviar un admirador de carne y hueso a ese icono subestimado de una época de la televisión que había roto moldes. Por desgracia, el nuevo acólito con pensión completa era un varón adolescente, y eso significaba que no hacía la compra, que no recogía lo que dejaba tirado, que nunca hacía el gesto cuando llegaba la cuenta y que no se lavaba la ropa, aunque, como era un vivales y sólo tenía un acceso a efectivo libre en California, no cabía duda de que Tanner, en lugar de pagar el alquiler lo que hacía era dar a su abuelo una buena dosis de jabón.
Hablar con mi padre solía dejarme catatónica, pero por una vez me sentía capaz de pensar y reaccionar.
—Pues oblígalo a hacer algo para que se gane los garbanzos. ¿No querías escribir tus memorias? Que te ordene los papeles. Que busque y recopile todas las cartas viejas de tus fans… Sé que no las has tirado. Que clasifique los guiones…, ya que dice que quiere escribirlos. Tanner podría retocar tu página web, añadir más enlaces.
—Sí, podría ser buena idea… —Que la hija del medio, la aburrida, la mediocre, pudiera tener una idea, podía parecerle un disparate—. Pero aunque lo mande a ordenar esas cajas que tengo en el sótano, aquí los gastos no paran de aumentar. Hasta ahora, los únicos beneficiarios de la llegada de tu hijastro han sido Taco Bell e In-N-Out Burger. No sé si te dije que pienso subastar un tesoro en eBay, objetos inolvidables del atrezzo de Custodia compartida, pero hasta ahora los coleccionistas me están ofreciendo una miseria. Es una vergüenza. —Mi deducción: no había vendido nada—. Mierda, si la economía está tan mal que no me quitan de las manos y pagando un pastón unos artículos que no tienen precio, como la partitura de Caleb Fields, ese negocio de muñecos tuyo me preocupa…
—Te enviaré un cheque —lo interrumpí—. Pero a cambio te pido un favor: dile a Tanner que se ponga.
Como si el largo silencio que siguió no hubiese sido suficiente, el hosco «hola» de Tanner aclaró toda posible ambigüedad; lo estaban obligando a hablar conmigo.
—Oye, Tanner —dije—. Quiero que te tomes en serio lo de ayudar a mi padre. Puede que Travis ya no esté en el ajo como antes, pero de televisión sabe un montón, porque la ha vivido. Podría enseñarte muchísimas cosas. Así que no pierdas el tiempo y te pases la mañana durmiendo ni dando vueltas por ahí para ver si te cruzas con Tom Hanks. Si quieres tomarte tu carrera en serio, entonces compórtate con seriedad. Empieza desde abajo y aprende bien cómo funciona. Ve a ver a los contactos de Travis y haz lo que el abuelo te diga, ¿de acuerdo? Además, necesita un investigador como tú, un fuera de serie, para escribir sus memorias, y eso significa que tendrás que ordenarle los archivos y hasta es posible que tengas que entrevistar a los productores y a otros actores para que te cuenten lo que recuerdan de Custodia compartida. Tómatelo como unas prácticas, y no pienses que eso no significa trabajar muchas horas. Ah, y no cobrarás nada. Te pagan en experiencia. ¿Lo pillas, Tanner?
—Eh… Sí, claro —dijo, aturdido—. Eso era lo que tenía pensado, ¿qué te crees? Dime, ¿qué tal papá?
—Tiene ganas de montarse en su camioneta para traerte de vuelta a New Holland. A la fuerza. Haré lo que pueda para que no vaya a buscarte. Al fin y al cabo, tú lo que harías es volverte a largar, ¿no?
—Sí, puedes estar segura —dijo, sin mucha convicción.
—Los dos te queremos, y los dos entendemos que es tu vida y que puedes hacer con ella lo que quieras, y los dos queremos que seas feliz. También queremos que te vaya bien en lo que elijas hacer, sea lo que sea, aunque ahora mismo te cueste creerlo. Lo que más me alivia es que estés bien. Recuerda que si tienes alguna pregunta o simplemente tienes ganas de ponerte al día, siempre puedes llamar. Si más adelante ves que California no es lo ideal para ti, no pasa nada si quieres volver. Pero no vas a hacerlo, ¿verdad?
—No, joder.
—Bien hecho. Ahora dale un abrazo al abuelo de mi parte y ponte a trabajar.
Cuando volví a la mesa, el pescado ya estaba frío; Edison y Cody me miraban fijamente sin dar crédito a lo que acababan de oír.
—No has intentado convencerlo para que vuelva —dijo Cody.
—No —dije.
—No le has echado un rapapolvo ni le has recordado lo importantísimo que es que termine el instituto. Nada de «vas a formar parte de la clase de los esclavos», como dijo Oliver.
—No. Aunque, claro, eso era lo que él esperaba —dije, alegremente, mientras cubría con olivada un trozo de bacalao—. Ah, Edison, entérate, Travis ha puesto en venta en eBay la partitura de Caleb Fields.
—Una partitura que el muy cabrón de Sinclair Vanpelt ni siquiera sabía leer —dijo Edison.
—Eso es lo que me da rabia —dije—. Después de que te fueras a Nueva York, Travis convirtió tu vieja habitación en una especie de salita de cine, ¿te acuerdas?
—¿Y para qué quería Travis un cine en casa?
Edison interrogaba a Cody, y ella contestó en el acto:
—Para ver reposiciones de Custodia compartida.
—Brindo por la chica más lista —dijo Edison.
—Y tiró todas tus cosas a la basura —dije—, incluida la partitura… de una persona real que es su hijo y que sí sabía tocar el piano. Pero, mira, la música de un hijo de ficción con un talento ficticio hace treinta años que la conserva. Por Dios, Edison, no me extraña que estés jodido.
—Au contraire, nena. Dadas las circunstancias, estoy muy equilibrado, no te jode.
Cogí una avellana del cuscús.
—Tú al menos te has librado, Cody. Dijo el abuelo. Todas las relaciones entre generaciones son intrínsecamente traicioneras.
Cody reflexionó un instante.
—¿No significa eso que tampoco puedo confiar en ti?
—Sí.
—Entonces, ¿por qué no le has insistido más para que vuelva? —preguntó Edison—. Creía que ese chico era un «diecisieteañero» que no estaba maduro para las horas de máxima audiencia.
—Fuiste tú el que aconsejó que no me decepcionara «de antemano» por lo que hacen mis hijos —dije—. Además, piensa un poco: si Tanner comienza a desenterrar todo lo que hay en ese sótano, exhumará guiones que entonces difícilmente podían considerarse interesantes, pero que vistos hoy son espantosos. Cualquier carta de los fans de entonces la habrán escrito niñas de once años con lápices de colores, y es muy probable que Tanner tropiece con los restos de unas cuantas empresas comerciales fallidas posteriores al programa, como esa ridícula casa de juguete que supuestamente tenía que recrear el bungalow ecológico de Emory Fields. Travis nunca encontró a nadie que la comercializara. Después están los vídeos y los DVD de todos esos horrendos anuncios de las tres de la mañana, los de Nick at Nite: borradores electromagnéticos por 9,99 dólares, tapitas para latas de refrescos y esas pinzas extensibles para que la gente demasiado gorda y vieja no tenga que agacharse a recoger los calcetines, con un par de pinzas más para los estantes altos, ¡pero sólo si llama ahora! Mientras tanto, tendrá que oír a papá despotricar sobre lo último en cuentos con moraleja. No quiero ofender a tu hermano, Cody, pero Tanner y Travis están hechos el uno para el otro.