6

En todo lo tocante a la tecnología, Oliver Allbless era mi gurú. Cuando mi ordenador escupía mensajes de error o necesitaba la contraseña para el rúter, llamaba a Oliver. Al principio lo había contratado para que ayudara en los primeros tiempos de Breadbasket, cuando él necesitaba un dinerito extra mientras estudiaba telecomunicaciones en la Universidad de Iowa. Estuvimos liados unos seis meses, y cuando llegué a la conclusión de que lo que sentía por él era un poco demasiado claro y falto de entusiasmo…, demasiado dulce y sosegado, sin cierta intensidad que para mí es fundamental, sin la tensión y la resistencia que más tarde encontré de sobra en Fletcher, aceptó el rechazo con la misma ecuanimidad natural que probablemente había sido la causa de mis sentimientos anodinos. Desde entonces hemos sido amigos. Como las exigencias tecnológicas de la vida moderna siguieron acelerándose, durante un tiempo empecé a sentirme culpable por llamarlo tantas veces para que me sacara de otra crisis con la impresora. No quería que se sintiera utilizado, aun cuando le gustara ser de valor práctico. Cuando lo puse en nómina en Baby Monótono, al menos sacaba algo por estar de guardia, aunque objetó que me había aconsejado que actualizara la tecnología de los muñecos sin pagar ni un centavo. Seguía siendo cariñoso conmigo —el empleado torpe y desgarbado, pero simpático, seguía soltero—, pero ya estaba acostumbrada, y él también. Era remotamente posible que yo fuese el amor de su vida, aunque, por su bien, esperaba no serlo.

Cuando Baby Monótono despegó, Oliver estaba mucho más entusiasmado que yo, pero en lo relativo a mi siguiente proyecto, mi mejor amigo seguía teniendo sus reservas. Siempre servicial, era sensible a cualquier sugerencia en el sentido de que Edison pudiera estar aprovechándose de mi natural bondadoso. Después de explicarle los parámetros del régimen, Oliver había dedicado horas a investigar sobre Grandes Regalos en Cajas Pequeñas para asegurarse de que en la red no circularan historias de terror. Yo estaba casada, y en firme, y no esperaba en absoluto que mi estado civil cambiara; así pues, que él asumiera el papel de mi ángel de la guarda era el resultado de una abnegación tan pura que superaba mi entendimiento. La única preocupación que se permitió expresar en cuanto me instalé en Prague Porches fue que ese apaño podía distanciarme de Fletcher.

Cuando empezamos a tener problemas con la retracción de la cuerda en una partida de mecanismos digitales —nos habían devuelto algunos muñecos, cosa que no había ocurrido nunca—, le pedí a Oliver que pasara a diagnosticar el problema. Lo hizo, y cuando se llevó aparte un muñeco que funcionaba mal, no dejó de mirarme y el destornillador se paralizó un segundo. Antes de irse preguntó:

—¿Tienes tiempo para tomar algo o lo que consideres una excusa para hablar de esa locura de dieta?

—Puede que sí, pero déjame que antes hable con Edison.

—¿Tienes que pedirle permiso a tu hermano?

—Por lo general volvemos a casa juntos —dije, con frialdad.

Como había llegado el buen tiempo, había pedido a Cody que me llevara la bicicleta al apartamento, y había comprado una de montaña para Edison, para poder ir y volver en tándem.

—Ningún problema —dijo mi hermano mientras terminaba de coser una gabardina en miniatura—. No tocaré la «cena» hasta que llegues.

Fui en bicicleta al lado de Oliver hasta una cafetería cerca de la fábrica, donde automáticamente pedí un agua mineral con lima. Aunque Oliver había evitado comer en mi presencia durante casi cuatro meses, esa vez pidió un tres pisos de beicon, lechuga y tomate con patatas fritas.

—Ten —dijo, cortando un cuarto del sándwich—. Pica un poco.

Lo rechacé.

—Sabes que no puedo.

—¿Por qué no?

—Nunca hago trampa. Es verdad, ha sido un verdadero descubrimiento… Es más fácil ser perfecto que sólo un poquito malo. Empiezo a comprender por qué los monasterios atraen. Cuesta menos ser un santo en toda regla que un pecador de pacotilla.

—Comer no es pecado. Es lo que hacen los mamíferos para sobrevivir.

—Al parecer es innecesario —dije, a la ligera—. Otro descubrimiento.

Oliver dejó el sándwich en la mesa con gesto serio.

—¿Cuánto pesas?

Me entretuve echando edulcorante artificial en el agua. El constante sabor a níquel que me salía de las encías me ponía de los nervios, y probaba de todo con tal de disfrazarlo.

—Se supone que a una mujer nunca se le pregunta cuánto pesa.

—De acuerdo. Démosle la vuelta: ¿cuánto pesabas cuando empezaste?

—Me horroricé cuando vi que pesaba setenta y cinco, y eso después de cuatro días de morirme de hambre. Es para reírse, pero todavía no se lo he dicho a Fletcher, y eso que no tenía por qué ser un secreto ni mucho menos, ya que él lo veía

—¿Y cuánto has perdido? —me interrumpió.

Tanta impaciencia me asombró. Burlarnos de la delicada dinámica de mi matrimonio era un pilar de la amistad que nos unía.

—Pregunta tramposa —dije, pero Oliver sabía que yo no dejaría pasar la oportunidad de alardear—. Veintitrés, si tienes que saberlo. Tirando más a veinticuatro con lo que perdí antes de armarme de valor para…

—¿Cuándo fue la última vez que pesaste tan poco?

—Cuando tenía quince años —dije, en voz baja.

—Esto no puede seguir así.

—Sí, soy consciente de que dentro de muy poco…

—Tienes que parar ya. Leo la página web de GRCP. Ya llevas cuatro meses, y se suponía que ibas a dejar esos sobres como mínimo una semana cada tres. ¿Lo has hecho?

—No he podido convencer a Edison. Tiene miedo de…

—Edison también tiene que volver al país de la comida, y después tendrá que aprender a comer raciones normales y dejar la dieta. Has dicho que ser «perfecto» es más fácil que pecar. Pero, vaya, tienes una visión distorsionada de la perfección, Pandora. Perfecto es comer lo que necesitas, ni más ni menos.

—Se dice fácil. No todo el mundo tiene tu metabolismo.

Oliver era una de esas curiosidades que comía lo que le viniera en gana sin que sus dimensiones alargadas hubieran variado sensiblemente desde que tenía dieciocho años. Lo único que esa estabilidad le impedía era comprender a los demás.

—Creo que tienes la capacidad de concentración destrozada. Cuando traté de explicarte qué les pasaba a los mecanismos de retracción, me di cuenta de que no asimilabas nada. Dudo que seas capaz de recapitular lo que te dije aunque tu vida dependiera de ello.

Negándome a pasar por esa prueba, me enfundé un poco más en mi abrigo. Era un gesto defensivo, pero también tenía frío.

—Eso es otra cosa. —Me señaló el chaquetón que normalmente no me habría puesto al llegar la primavera—. Estoy seguro de que no te das cuenta, pero aquí dentro hace calor. La calefacción está demasiado alta, igual que en Baby Monótono. La has puesto a tope. Fuera hace más de cinco grados y tus empleados vienen a trabajar en manga corta.

—Me da igual, yo estoy helada.

—Se te ve pequeña en todos los sentidos. Tímida y esquelética. Tienes el pelo sin brillo y seco. La ropa te cuelga como de un gancho para sombreros. Y la cara… Pareces haber envejecido cinco años. Tienes la piel gris, la tez de una acera. Y estás débil. Para subir los cuatro escalones de la entrada has tenido que cogerte de la barandilla.

La manera en que me describió no cuadraba en lo más mínimo con mi experiencia de tener un cuerpo nuevo, ni con la sensación de flotar y ser ligera como una pluma. Me sentía como si en cualquier momento fuese a salir volando. Oliver no era justo, e intentaba quitarme algo. Robarme algo inestimable, privado y únicamente mío.

Oliver alzó las manos.

—¡Siempre has sido tan equilibrada! ¡Y ahora de repente te has vuelto una loca! ¿Qué es eso de morirse de hambre? Tú ya no estás en tus cabales. Y como no estás en tus cabales, no sabes que no estás en tus cabales. Cuando empezaste la dieta me dijiste que sí, claro, que tendrías que volver a la comida de verdad antes que tu hermano. Parece que lo has olvidado todo. Acabas de decir que comer es «innecesario», y puede que lo hayas dicho en broma, pero no es así. Tú te lo crees.

—Tenía pensado dejar los sobres cuando Edison y yo tuviéramos que volver a comer sólidos, a los tres meses. —Intenté parecer moderada y controlada, aunque nunca me había hecho falta fingir esas cualidades—. Pero cuando él se negó…, la coyuntura natural se perdió.

—¿Qué haces cuando te pasas la salida de New Holland en la interestatal? Das la vuelta en la siguiente, ¿no? No sigues conduciendo hasta llegar a California. No sé, es como si te hubieras convertido en una yonqui. En serio, se te ve muy tensa.

—El yonqui es Edison —repuse al instante—. Yo no soy de esa clase.

—De acuerdo, demuéstralo entonces. —Oliver detuvo a la camarera que pasaba junto a nuestra mesa—. ¡Señorita! Mi amiga quiere… un bol de sopa. Sopa de tomate.

—¡No! —grité, presa del pánico—. ¡No puedo!

—Traiga la sopa —me contradijo brutalmente, con una prepotencia nada típica de él. Oliver era un hombre retraído, genial e inteligente con quien yo disfrutaba rebotándole ideas sobre por qué siempre estaba de acuerdo conmigo—. Dime, ¿por qué no puedes?

—No estoy preparada —dije a modo de evasiva.

—Estás más que preparada. Ya has tocado fondo, y más de lo necesario.

Me resistía con fuerza a encajar en ese retrato. Era Edison quien tenía la «personalidad adictiva», el que tenía problemas. Yo era sencilla: arroz blanco. Estaba segura de que era precisamente esa opacidad lo que me inmunizaba contra la posibilidad de volverme demasiado rara o hacer alguna estupidez. No tenía lo que hay que tener para padecer un trastorno alimenticio.

Llegó la sopa. La camarera nos miró, primero a Oliver, luego a mí, y no queriendo meter la pata, dejó el bol en el centro de la mesa. Oliver me lo acercó. El olor me mareó. Me había acostumbrado a embelesarme con los aromas, pero no a esa proximidad secreta que desencadenó una angustia tal que el corazón se me puso a mil. Miré el bol. La sopa era de lata, y probablemente rezumaba azúcar. Era apetitosa y repugnante a la vez. Aparté los picatostes con la cuchara como quien envía barcos a puerto. Si hasta estar sentada delante de esa asquerosidad parecía una traición.

—¿Sabes que ni siquiera en sueños consigo comer? —dije, sumisamente—. No paro de soñar con comida, pero siempre terminan quitándomela o la miro con la boca cerrada. De hecho, tengo una pesadilla recurrente en la que estoy sentada a una mesa y me llevo a la boca un trozo de algo y empiezo a masticar. Lo que me pasa en el sueño es que sencillamente me he olvidado de la dieta, me distraigo y bajo la guardia. Siempre me sorprendo a mí misma a punto de tragar, y en ese momento escupo.

—Todo eso suena a trastorno mental. Ahora tómate una cucharada de esa sopa.

Me crucé de brazos.

—Después de hablar de este tema como hemos hablado, me extraña que no aprecies lo profundo que es el compromiso entre Edison y yo. Comer a sus espaldas sería una traición, y de la peor clase.

—Destruir tu salud es traicionarte a ti misma. De momento Edison no tiene por qué saberlo.

—Pero… ¡falta la ceremonia!

Dado que había demorado varios meses ese momento, sabía que había reglas para abandonar una dieta líquida, unas reglas que, como Oliver sabía, esa sopa cumplía; pero dentro de esos límites yo había ideado una variedad de platos suculentos con los que podía finalmente romper el ayuno, como una vichyssoise con menta y un chorrito de limón. Y un dedo de vino blanco en una copa elegante comprada para la ocasión. La sopa de tomate de lata ni siquiera me gustaba.

—No estamos en la iglesia —dijo Oliver—. Desde que nos sentamos no has hecho más que inclinarte hacia atrás y adelante como si estuvieras a punto de perder el conocimiento. Lo que estás haciendo es peligroso para la salud. Si no te terminas esa sopa, te juro que te llevo al hospital a rastras.

Cogí una cucharada de esa papilla rosada, la levanté hasta la altura de los ojos y la miré como si fuera veneno. Las pesadillas acudieron en tropel a mi cabeza; más de una vez me había despertado sobresaltada y empapada en sudor frío por miedo a tragar siquiera un alimento sólido imaginario. Esa sola cucharada me asustaba. Y es posible que fuera eso lo que me convenció.

Me asustó que me asustara.

Y me tomé la sopa.

Esa noche, al volver a Prague Porches, me puse a charlar cuando lo único que de verdad quería era meterme en el cuarto de baño a cepillarme los dientes. No quería que Edison oyera el ruido del cepillo, ya que por lo general nunca me lavaba los dientes antes de la Vomitona. Así pues, lo enchufé en la cocina con la esperanza de que la esencia de malta enmascarase la de la sopa de tomate. Dado que no me había podido resistir a los picatostes, mitad empapados y mitad crujientes, que flotaban en los bordes del bol, había cruzado oficialmente la línea roja y había ingerido sólidos.

Y me sentía más que traidora. Me sentía exiliada, expulsada del Edén, el jardín eternamente prístino donde Eva se mancilla para siempre por comer la manzana, pues la primera mujer no come nada. La comida se asocia al mal desde el primer libro de la Biblia, y me sentía contaminada. Degradada, convertida en otra pobre infeliz obligada a decidir si se come o no otra galleta. Ya no era especial. Y pensar que era yo la que recriminaba a Edison que insistiera en sentirse un elegido. Había arruinado un historial intachable, y si alguna vez volvía a superar mi mejor marca personal en cuestiones de inanición, me vería obligada a volver al primer día y a revivir esas veinticuatro horas atroces e interminables en las que me dediqué a escoger muebles cuando lo único que de verdad quería era comprar un sándwich.

Desconsolada, dije que no a una partida de Scrabble y me fui a la cama temprano, alegando que estaba cansada cuando en realidad estaba luchando contra las náuseas. Cuando me tumbé, me dediqué a analizar una sensación que hacía tanto tiempo que no tenía que al principio no logré reconocerla. No tenía nada que ver con ganas de vomitar. Lo que tenía era hambre.

Lo que más recuerdo de ese regreso a los alimentos sólidos fue la decepción. Había imaginado que las comidas me procurarían una dicha tal, que, en cuanto volví a comer, todo me pareció un desconcertante lugar común. Pues menudo fiasco, si llevaba comiendo toda una vida y sabía cómo era comer. Siempre había esperado la comida con la misma ilusión con que se supone que uno espera enamorarse o tener el primer hijo, pero una pechuga de pollo era una pechuga de pollo, punto. No se tardaba mucho en terminarla, y daba igual que estuviera o no condimentada con un poco de pesto o con salsa de curry tailandesa. Ninguna comida, por muy bien preparada que estuviera, podía resolver la cuestión de qué hacer con la vida a ambos lados de esa actividad llamada papear.

Más impresionante todavía era que esa experiencia mediocre abarcaba también el estar delgado, una cualidad que yo había elevado a la categoría de ese renacimiento y esa transformación que en Iowa todos los devotos de Jesús fomentaban con la oración. Oh, sí, en cuanto recuperé la energía disfruté de mi peso pluma y pude llegar corriendo hasta el coche y sin quedarme sin aliento antes de que se agotaran las monedas del parquímetro; no me cabe duda de que al principio había sido apasionante contemplar los bultos que se me habían quedado adheridos como parásitos chupasangre que poco a poco pierden fuerza y desaparecen en la misma cueva de la que salieron. Sin embargo, durante los años en que había engordado me había esforzado por aprender a hacer la vista gorda ante ese ensanchamiento, y sólo cuando perdí peso lo vi realmente por primera vez.

Después de un par de meses de Vomitona, me armé de valor y puse en el dormitorio un espejo de cuerpo entero, y en cuanto me puse en cincuenta y ocho dejé de mirar para otro lado cuando pasaba delante. Desde que conseguí soportar enfrentarme a mi imagen, me había mirado en ese espejo desnuda con una frecuencia lamentable. Y una noche, antes de irme a dormir después de haber vuelto a comer un día o dos, cerré la puerta de la habitación para apreciar el organismo.

Me alivió no sentir ya vergüenza, y es probable que ésa fuese la emoción más intensa que provocó mi nuevo cuerpo: una no emoción. Con todo, yo tenía poco más de cuarenta años, y miraba mi cuerpo, gordo o delgado. Tras llevar la dieta demasiado lejos, disfruté del «margen» que había envidiado en las fotografías de la época de Breadbasket, aunque ese margen se traducía en unos pechos muy pequeños, caídos y estriados alrededor de los pezones. Cuando respiraba hondo, las costillas me sobresalían en filas paralelas por encima del busto; pero claro, si hablamos de objetivos alcanzados, ése no me favorecía mucho que digamos. Desde un punto de vista estético, podía ver los méritos de unas caderas que hacían pensar en una bola de helado que se hubiera ondulado en cada una de ellas, pero no me atrevo a afirmar que la piel sobrante que se marchitaba en la parte interior de los brazos y de los muslos fuese atractiva. Si bien yo era una criatura razonablemente simétrica, nunca iba a ser una mujer despampanante, pues no lo había sido ni siquiera durante esos pocos años extraordinarios en que los hombres se vuelven para mirar a una mujer. El único aspecto de mi circunferencia reducida que sí me resultó agradable fue la sencilla sensación de que, físicamente, era la misma. Era yo. Unos meses antes, una parte de mi cuerpo parecía pertenecer a otra persona. Así y todo, esa satisfacción no fue nada del otro mundo. Por consiguiente, una figura esbelta acompañaba al éxito profesional en su «y qué importancia tiene». Al fin y al cabo, ¿hay algo en la vida que tenga una verdadera compensación?

Tras esa revelación, tuve miedo por Edison. Mi anticlímax —perder veinticuatro kilos— podía ser desconcertante; el anticlímax de perder cien podía ser anímicamente destructivo. Pues en cuanto superé con creces el objetivo que había fijado para mí, lo que se me pasó por la cabeza fueron los muchos otros problemas que no tenían nada que ver con ser un poco más delgado. Cuando hablaba por teléfono con Fletcher, a veces sentía que mi marido y yo nos habíamos alejado tanto el uno del otro que ya ni siquiera éramos enemigos. Era extraño echar de menos su hostilidad, pero sin ella desaparecía esa tensión crucial cuya ausencia fue la causa de que dejara de salir con Oliver. A pocos meses de graduarse, Tanner se había convertido en un novillero crónico, y si no aprobaba tendría que recuperar en verano o repetir el semestre. Mi camaradería me aburría cada vez más, pero no tenía idea de qué podía hacer después si abandonaba. Y Edison… Bueno, mi hermano nunca aludía a su vida más allá de ese proyecto de pérdida de peso. ¿Cómo sería el cataclismo cuando explotaran todos los globos que había dejado en el aire en Nueva York una vez que alcanzara su objetivo y descubriera que pesar setenta y tres kilos no le resolvía realmente nada?

Desconfiado y, en consecuencia, insistiendo en supervisar de cerca mi rehabilitación, la semana siguiente Oliver se pasó por Baby Monótono todos los días al final de la jornada. A Edison le pareció lo bastante curioso como para preguntarme una y otra vez si Oliver y yo ahora éramos pareja. Me sorprendió el toque mordaz que teñía la acusación de mi hermano. Si era para proteger a Fletcher, vale, pero yo advertía otra cosa. Fletcher no había tenido piedad mientras Edison fue nuestro huésped, y desde entonces mi hermano había hecho más de una broma vengativa sobre «la Fletcha», aludiendo a la obsesión de mi marido por pedalear cada vez más rápido. En teoría, le habría encantado que le pusiera los cuernos a su cuñado.

Mentí cuando dije que veía a Oliver para consultarle sobre las opciones que teníamos para volver a diseñar el mecanismo usando una unidad flash, lo que permitiría a los clientes cambiar las grabaciones cuando se cansaran de ellas y sustituirlas por frases nuevas (una solución que, a decir verdad, tampoco era mala idea). Sin embargo, lo que yo ocultaba era cómico. No se trataba de un amorío arrebatador e ilícito, sino de una cena arrebatadora e ilícita.

Oliver y yo empezamos a ir a cenar a la misma cafetería todas las noches. Recuerdo que tuve un episodio de diarrea verdaderamente explosiva, pero, por lo demás, volví a comer sólidos sin que me pasara nada. Siempre llevaba un cepillo de dientes en el bolso, y desaparecía en los lavabos para cepillarme los dientes antes de volver a ese apartamento que, sin que yo entendiera muy bien por qué, se había convertido en mi casa. Después compartía un batido de proteínas con Edison, una especie de tapadera que, además, me proporcionaba la nutrición adicional que pudiera necesitar.

¡Quién hubiera dicho que hasta apenas unos días antes había esperado con tantas ganas el momento de ingerir esos brebajes! Ahora me los tomaba girando la cabeza para que Edison no viera las arcadas que me provocaban. Si antes los sabores de los tés de hierbas me habían apasionado, de pronto empecé a guardar en un armario las infusiones que antes tenía expuestas encima del mármol de la cocina, simplemente para no tener que ver esas cajas espantosas. Huelga decir que sentir una súbita revulsión por esas muestras de una tortura autoinfligida era racional; si lo hubiera prolongado mucho tiempo más, ese ejercicio punitivo podría haberme matado. No obstante, la comida de verdad también me afectaba, y esa molestia no tenía nada que ver con no contárselo a Edison. Tras subsistir con cuatro míseros sobres al día, ya no creía, como había señalado Oliver, que para vivir necesitara alimentos sólidos, y aunque acepté de buen grado la premisa, la comida se había vuelto arbitraria, y me daba miedo. La primera reacción que tuve en el momento de sentarme a comer fue pánico.

No estaba sola en esa histeria. En todos los sitios de Internet encontraba el mismo frenesí: diatribas contra el azúcar; sabios consejos sobre la conveniencia de usar platos pequeños o de beber litros y más litros de agua; perfiles de famosos que afirmaban comer «ochenta veces por día»; diagramas con el índice glucémico de los nabos y las patatas… Todo eso lo confirmaba la creciente demanda de ataúdes más anchos, de montañas rusas reforzadas con vigas de ala ancha y de ascensores reformados para aguantar el doble de carga. Lo confirmaban también las florecientes ventas al por menor de prendas para formas «generosas» y el retorno del corsé. Lo confirmaba el próspero mercado de cinturones de seguridad extensibles para las compañías aéreas, de inodoros extragrandes, de sillas para la ducha con aguante para trescientos cincuenta kilos y de sofás de dos plazas para que las parejas de obesos pudieran tener relaciones sexuales. Lo confirmaban páginas web tan populares como BigPeopleDating.com, pero también la prestigiosa etiqueta talla cero de los tejanos y la legión de compañeros de Cody hospitalizados por inanición o por vomitar. Era imposible no preguntarse por la utilidad de un microprocesador, un telescopio espacial o un acelerador de partículas cuando habíamos perdido la más animal de las destrezas. ¿Para qué molestarse en descubrir el bosón de Higgs o en resolver la economía de los coches de hidrógeno si ya habíamos olvidado cómo hay que comer?

El domingo que dio inicio a la segunda semana de mis festines secretos sentí remordimientos por dejar solo a mi hermano. Me fui a cenar con Oliver, y deglutí a toda prisa un pollo a la cazadora bien picante con toda la falta de atención que había jurado evitar mientras comía el salmón en diciembre, y en cuanto terminé me metí en el lavabo. No encontraba el cepillo de dientes y no tenía tiempo para acercarme a un drugstore; le había prometido a Edison que volvería a tiempo para ver Mad Men, pues, aunque sólo fuera para fastidiar a Travis, nos habíamos vuelto adictos a la serie. Así que me quité de los dientes los trocitos de pimiento verde, me enjuagué la boca y rogué que no pasara nada.

En Prague Porches preparé los batidos de la cena, de espaldas a Edison para que no notara el olor. Me miraba desde el taburete del piano con una calma tan desconcertante que me provocaba ataques de hiperactividad: encendí el televisor aunque faltaban diez minutos para que empezara el programa, ahuequé cojines, repasé el argumento del episodio anterior, que tanto él como yo recordábamos bien. Cuando faltaban cinco minutos y ya estaba a punto de servir la Vomitona, Edison se me acercó de frente con la precisión de un antimisil. Se inclinó para olerme la boca y dijo:

—Chorizo.

—¡Lo habrás soñado!

Después fue dando zancadas hasta el cubo de la basura y levantó la tapa.

—¿Qué buscas?

—Una caja de pizza. O algo parecido.

Yo no había sido tan descuidada.

—Bolsitas de té y blísteres de Senokot. Lo de siempre.

—Eso fue lo que me dio el soplo, tía —dijo Edison, y me clavó un dedo en el pecho—. Tuviste cagalera.

—¡No!

—Este apartamento no es tan grande, nena. Yo te oigo. A mí esta dieta no me hacer ir a cagar en mitad de la noche. —Con su mole a punto de caer sobre mí, Edison, decepcionado como un padre o una madre, me reprendió—: Oso Panda, ¿cómo has podido?

—¿Cómo he podido qué?

—¡Después de todo lo que nos hemos sacrificado! —dijo, mientras iba de un lado a otro gesticulando—. Dime, ¿ha valido la pena? ¿Por una asquerosa salchicha?

Final de partida. Bajé la cabeza y dije, entre sollozos:

—¡Lo siento!

—¡Eres una CRÍA ingrata y egoísta! —bramó—. ¡Una ASQUEROSA!

—¡No fue idea mía! ¡Oliver me obligó!

Pero Edison, incapaz de mantenerse en esa tesitura, se echó a reír, y soltó una carcajada interminable que yo no había oído en años.

—¡Te has tragado el anzuelo! Sólo te estoy tomando el pelo, cariño. No tienes que dar explicaciones. Mira, estás estupenda. Delgada y guapa, ¿vale? Es normal, no puedes vivir con quinientas ochenta calorías al día. ¡Te morirías! Pero ¿por qué has estado disimulando? Por Dios, si se ha notado tanto… Yo sólo esperaba que te sincerases.

—Te abandoné —dije, sin poder parar de llorar.

Edison, cada vez más fuerte, me abrazó, y cuando lo hizo por fin pudo levantarme del suelo. Después me bajó con suavidad y me alborotó el pelo.

—Mira, me ha encantado tu compañía, pero ya es hora de que abandones este barco. Lo único que te pido es que no comas a escondidas, ¿comprendes? Dios, si podría ser mejor que el Food Channel. Al menos podría verte comer.

Me enjugué las lágrimas.

—Eso me parece una guarrada.

—No he terminado. Tengo que perder cincuenta y cuatro enormes kilos más. Mira, voy a proponerte una cosa. Te prepararé la comida. Te prepararé el desayuno y el almuerzo que te llevarás al trabajo, y todas las noches te haré una cena de miedo, ya verás.

—¿Podrás soportarlo?

—Me encantaría. Podré ir a hacer la compra, cortar la comida, removerla, olerla. Y te juro que no picaré nada. Empezabas a estar muy pálida. Ahora, venga —dijo, y me señaló el mando a distancia—. Ya nos hemos perdido cinco minutos y sé que Don Draper te pone.

Así pues, a partir de ese día, Edison cocinó, y cocinó como para un ejército. Invitamos a Cody y a Oliver, y una noche finalmente convencimos también a Tanner. Durante esa cena, Edison lo entretuvo con historias de su viaje a la Costa Este cuando tenía diecisiete años; en ese momento, sentí que su larga guerra para ganarse el favor de su sobrino de hecho empezaba a apuntarse algunas victorias, pues por primera vez en muchos años vi a mi hijastro visiblemente impresionado. «¡No jodas!», exclamaba, o: «¿Te fuiste con sólo veinte pavos?». Las comidas eran ligeras y nutritivas, y nunca, ni una sola vez, pillé al cocinero metiéndose nada en la boca cuando creía que no lo veía nadie. Edison, como mi afortunado pretendiente de antaño, evitaba ensuciar el suelo, e instintivamente se sacudía las manos en el fregadero antes de coger un paño de cocina. Disfrutaba como un enano con su nuevo papel de chef de la casa, y no sólo porque satisfacía su voyeurismo calórico. Tras las privaciones de todos esos meses, necesitaba desesperadamente satisfacer a alguien. ¿Era ése el ejercicio aeróbico? Tenía la barriga más pequeña, pero el corazón mucho más grande.