5

Repasé mentalmente la caída en picado de Edison en Nueva York —una historia que había contado con todo lujo de detalle a Oliver con la esperanza de que verter las confidencias de mi hermano en un recipiente tan hermético no me convirtiera en una chivata—, pero no conseguí encontrar una respuesta sencilla a la pregunta, parecida a la del huevo y la gallina, sobre si se deprimió por estar gordo o viceversa. Tanto peso había influido negativamente en sus oportunidades profesionales, y eso era deprimente y lo hacía comer; por su parte, comer lo hacía engordar. Influía negativamente también en sus oportunidades afectivas y sexuales, y eso era deprimente y lo hacía comer; por su parte, comer lo hacía engordar. Aunque a regañadientes, conseguí entender por qué, cuando se tiene una racha tan mala que uno se ve obligado a vender la principal herramienta de trabajo, cuesta aceptar, encima, que la hermana menor, una gansa a la que nunca imaginó que llegara realmente a nada —a la que, al contrario, siempre consideró su animadora privada—, aparezca de repente prosperando a escala nacional. Sí, bueno, me dije; debe de ser duro.

Con todo, ese «ver que mi hermana es famosa y yo ya no soy nadie» sólo era un modesto impulsor en una espiral más grande que llevaba al abatimiento. Edison no tenía una familia digna de ese nombre, y su carrera se había ido al traste. Podía haber tenido amigos, pero en los últimos años, tras agotar la buena voluntad de sus incondicionales, había perdido más de los que había hecho. Como le dije a Oliver, desesperada, cuando nos relajamos en mi despacho después de la hora de cierre:

—El problema es que no tiene nada que le haga ilusión.

—Con una excepción —repuso Oliver—, y todo ha sido idea tuya. Si alguna vez vuelve a pesar setenta y tres kilos, lo único que puede seguir esperando con ilusión se evaporará.

—Lo sé —dije, apagando el ordenador por ese día—. Cuando acometí este proyecto, me preocupaba que pudiera superarme, pero resulta que el proyecto real es mucho más grande. Lo que tengo que hacer es nada más y nada menos que dar a mi hermano una razón para vivir.

—Y eso no se hace por cualquiera —repuso Oliver de inmediato.

—Yo puedo ponerlo en la buena dirección.

—¿Qué? ¿Entusiasmarlo con un resurgimiento de su carrera? Infla su currículum. Sugiérele que saque un disco en solitario. Provócalo para que vuelva a alardear… de todas las primeras figuras que han reconocido su talento sin parangón.

Oliver lo dijo todo con cara de póquer. Aunque se había guardado para él sus serias reservas respecto de esa locura mía llamada Prague Porches, hacía catorce años que lo conocía bien, y su diplomacia fue en balde.

—Muy bien —dije, con sequedad—. Apuntalar la vanidad que desencadenó su obesidad, la misma vanidad que hace que ser gordo le importe un pito si no puede ser famoso. Reconstruir de la nada al mismo egocéntrico al que nadie soporta, incluido tú.

—Nunca he dicho que no lo soportara —dijo Oliver, con aire inocente.

—Ajá. Entonces, hacer que vuelva a entusiasmarse por su carrera no es la solución. Después de todo, alcanzar objetivos a mí no me ha solucionado nada —dije, señalando con la cabeza mi despacho, siempre patas arriba—. Bueno, sí, ha sido una satisfacción poder dar a Fletcher un espacio donde hacer sus muebles, y nunca podría haber tenido mi clínica de rehabilitación privada si no me sobrara un poco de dinero. Durante un tiempo Baby Monótono ha sido un placer, pero estos muñecos están condenados a envejecer tarde o temprano y me sentiré muy aliviada cuando llegue el momento en que nadie muera con uno de ellos. Para mí, la gran sorpresa ha sido que sacar algo adelante profesionalmente, al final no es tan importante. No es un motivo para vivir.

—Entonces, ¿cuál es la respuesta? ¿El amor?

—En ese caso, mi hermano está perdido. Tengo muy poco de casamentera.

—Pero, Pandora, ¿qué hace ese tío todo el día?

Me encogí de hombros.

—Un poco de compra. YouTube, mucha televisión. Y cuando llego a casa, conversamos.

—¿De qué?

—Desnudamos un poco el alma —dije, con cautela; no quería que Oliver se sintiera suplantado—. Pero nadie puede hablar de cosas profundas todo el tiempo, y hemos empezado a quedarnos sin historias. Da vergüenza decirlo, pero casi todo el resto del tiempo lo dedicamos a hablar principalmente de comida.

—¿Por ejemplo? —dijo Oliver.

—Bueno, a recordar los platos que más nos gustaban cuando éramos niños… Los «fideos a la española» de mi madre, con parmesano Kraft y montones de trocitos de pan grasientos. Los Puffs de chocolate de General Mills y los Krispies de cacao de Kellog’s. Los aritos de cereales con sabor a frutas.

—Suena estimulante.

—Te lo creas o no, lo es. Esos recuerdos son alucinógenos. Además, ya sabes que he estado leyendo mucho, ¿no? Más de lo que había leído desde que terminé la carrera. Creo que si fuera más ambiciosa empezaría Guerra y paz, pero en cambio me he devorado Cómo cocinarlo todo… Mil cincuenta y seis páginas. Y cuando Edison no consigue dormir, le leo recetas. Cuando era pequeña, él me leía La gallinita roja. Ahora yo le leo «Pollo frito rápido».

—¿Y si se buscara un trabajito, algo sencillo? A ti te gusta trabajar duro. Para los yuyus existenciales no hay nada peor que el tiempo libre.

—¿Y quién va a contratar a Edison?

—Tú —dijo Oliver—. Tráelo a trabajar aquí.

—¡Ja! No puedo imaginarme algo que le interese menos.

—Tu hermano no quería perder peso, y de momento esa dieta demencial ha sido su única salvación. El problema es que se trata de algo temporal.

—Me lo pensaré. Pero sigo sintiendo que la verdadera respuesta es endiabladamente sutil. De alguna manera tiene que aprender a disfrutar de la vida corriente.

Dicho lo cual, siempre me había resistido a usar esa expresión. Los placeres, al parecer sencillos, pero secretamente generosos a los que aludía, no tenían nada de corrientes.

—¿De qué hablas? ¿De la tostada perfecta? —sugirió Oliver, con malicia—. ¿El primer sorbo de un Sauvignon Blanc ácido al final de un largo día?

—Gracias. Sí, por ahora no he dejado aflorar esas emociones, pero en la vida tiene que haber algo más que comida y bebida.

Había más, y me dediqué en cuerpo y alma a identificarlo. El crujido seco y chirriante de la nieve virgen cuando me negaba a dejar que un tiempo inclemente nos impidiera salir a pasear. Descubrir que, a pesar de los nueve grados bajo cero, salir a caminar después de una ventisca nos hacía sudar un poco y que cuando volvíamos al apartamento teníamos calor. Romper el estuche de los DVD de Custodia compartida —le había pedido a Cody que fuese a buscarlos a mi estudio— y troncharnos de risa sentados en el suelo. Llamar a Travis y anunciarle que Edison había perdido trece kilos y, después, la lánguida satisfacción ante la transparente falta de sinceridad de sus palabras de aliento.

Por lo demás, llegué a la conclusión de que Oliver tenía razón: Edison podía llegar a apreciar los placeres del trabajo en estado puro, un trabajo al final del cual nadie aplaude. Como era de esperar, se resistió a que yo fuera su patrona por partida doble. No obstante, después de probar en Baby Monótono sin muchas ganas, lo alivió tener algo que lo obligara a salir del apartamento; cuando estaba ocupado, los días pasaban más deprisa. Aprendió a coser con la humildad de una mujer. También lo usé para las grabaciones, pues su vozarrón era perfecto para personajes fanfarrones. A mis empleados terminó cayéndoles bien, y admiraron su irreprochable celibato alimenticio —no volví a encontrar cajas de pizza en el cubo de la basura— mientras él peroraba con la pasión de un converso sobre el daño que causaba el Cinnabon. Mientras cosía chaquetas tejanas en miniatura, contaba sus atracones más desmesurados de costillas de cerdo y costillares de cordero, unas historias que se hicieron especialmente populares antes del almuerzo.

Al arrojarse a los brazos suaves y fofos de un bocadillo de albóndigas, y perdiendo en el proceso desde su prestigio profesional hasta la caja de coleccionista de Miles para terminar sentado en el borde de una bañera con la bragueta abierta mientras su propia hermana recogía unos zurullos grandes como huevos de Pascua, mi hermano había emulado el conocido requisito previo de un alcohólico que quiere curarse: había tocado fondo. Sin embargo, no creo que tocar fondo sea terapéutico, porque, en resumen, significa llegar al punto en que las cosas no pueden ir peor. Las cosas siempre pueden ir peor. Es más, uno bombardea absolutamente todo lo que tiene a la vista, todo lo que parece mantenerlo con vida, para despertar a la mañana siguiente perplejo, pasmado y puede que también furioso por seguir ahí. Da igual si juega con fuego o no; tanto la maldición como la bendición de la propia existencia esperan sencillamente ahí. Para Edison, ese descubrimiento tuvo que ir acompañado, desde el principio, por la intuición de que «hacerse un nombre» cuando ya tenía uno había sido meramente un pequeño extra, una cereza al marrasquino encima de algo imponente. No gordo, imponente.

No obstante, uno de los placeres de la vida «corriente» era la música. No hablo de aparecer en carteles o alardear de colegas de renombre, sino de la música, y para Edison eso quería decir tocarla. Algo me decía que había perdido contacto con el júbilo que produce tocar el piano por el mero hecho de tocarlo. Así pues, alquilé uno, un piano vertical, pues esperaba que el escaso mérito de ese instrumento propiciara una aproximación informal.

Me había puesto de acuerdo con Novacek para que por la tarde dejara entrar a los transportistas, y cuando mi hermano y yo llegamos a casa desde Baby Monótono, ya estaba colocado formando ángulo recto con la balanza. La reacción de Edison me decepcionó. No se lo veía exultante; más bien parecía preocupado.

—No sé, nena —dijo, inspeccionando el piano desde una distancia de seguridad—. Estoy bastante oxidado.

—Es un piano de décima, y no quiero que «practiques». Tómatelo como una terapia musical. Alguna vez tuvo que gustarte tocar el piano, ¿no? No quiero que te esfuerces por ponerte al día y te sientas frustrado al ver que ya no tienes las dotes de antes, ni que pienses en volver a lo grande a los escenarios de Nueva York. Sinceramente, Edison, no sé si alguna vez volverás a ser un pianista de jazz reconocido en todo el mundo. —Intenté decirlo todo muy amablemente—. Creo que es importante que puedas vivir con esa posibilidad, pero ni la música ni la alegría de tocar puede quitártelas nadie.

Se acercó al teclado con temor. Tocó un acorde con una mano, una obra menor y poco complicada, y dejó la angustia de esas notas suspendida unos momentos en el aire.

No quería público, ni siquiera a su hermana. Que Edison Appaloosa no quisiera un público fue una novedad, y no necesariamente mala.

—Se nos ha terminado el té de arándano y naranja —dije—. Voy corriendo al Hy-Vee, así tú y el teclado podréis conoceros mejor.

Debo decir que al principio sólo tocaba cuando yo no estaba; de ahí que me inventara recados para dejarlo solo. Sin embargo, al cabo de un par de días, al volver de tomar otro café en el Java Joint con Tanner —unos encuentros lacónicos a los que mi hijastro acudía de mala gana—, que al fin había decidido por lo menos verme en territorio neutral, encontré a Edison sentado al piano y tocando «Bridge Over Troubled Water».

—Por favor, sigue —le imploré.

Y lo hizo.

A buen entendedor… Todos los que siguen una dieta líquida deberían tocar un instrumento. Yo lamenté no saber ninguno. El piano era más apasionante que la televisión, y Edison, después del trabajo, se lanzaba sobre el teclado como antes se lanzaba sobre la despensa. Las frases cortas y rítmicas que tocaba, parecidas a cavilaciones, llenaban de vida el apartamento, compensando así la ausencia de unos comestibles que nunca aterrizaban en la encimera de la cocina, de una cubertería que nunca hacía ruido en la mesa, de unos pasteles que nunca especiaban el aire. Edison empezó a soltarse cada vez más, a tocar con un ligero punto alucinógeno, y con más aplomo también, pero yo casi no quería decirlo porque ya le había advertido que el virtuosismo no era el objetivo.

Puesto que no lo alentaba a pulir sus dotes pianísticas con vistas a volver a zambullirse en la arena de Manhattan, sino sólo para entretenernos, con el tiempo fue alejándose del estilo que lo había definido y en su paleta incluyó como si tal cosa el ragtime, temas viejos de los cuarenta principales, como «Tiny Dancer» de Elton John, clásicos como «Starman» de David Bowie, y popurrís de Queen, R. E. M. y Billy Joel. Aceptaba mis pedidos e improvisaba versiones personales de la música melosa de mi juventud: Crosby, Stills, and Nash; James Taylor; Carole King. ¡Y melodías de programas de televisión! Canciones de Chess o Sweeney Todd. Mi creciente gusto por el jazz era auténtico, pero no puedo expresar con palabras el alivio que significó ese cambio de chip.

Cody empezó a venir a tomar clases, aunque gracias al reciente eclecticismo de Edison la enseñanza funcionaba en los dos sentidos: ella le dio a conocer a Lyle Lovett como él le había dado a conocer a Thelonious Monk. Las tutorías de piano dieron a esas visitas una estructura que no pude menos que agradecer, pues hasta entonces habían sido siempre poco interesantes, y lo único que podíamos ofrecerle eran gaseosas light. Aun así, las noches sin las distracciones gastronómicas eran descarnadas, y no tenían nada aparte de lo justo, aunque sí…, también una intensidad que ahora recuerdo con nostalgia. Eliminar los ornamentos de la hospitalidad también nos dejaba sin nada que comentar, sin conversaciones intrascendentes sobre el tiempo o unos zapatos nuevos. Como deben de haber aprendido también los rehenes apiñados en una habitación sin nada que comer salvo la bazofia que les echan en un cubo, es asombroso lo rápido que la gente llega a compartir emociones cuando no tiene otra cosa que hacer aparte de hablar.

Cody, de pronto más comunicativa, nos contó las preocupaciones que le planteaba el tener que elegir una carrera y nos describió el espeluznante muestrario de desórdenes alimenticios que afectaban a sus compañeros de clase. También compartió su humillación por verse obligada a ir a clase de «Habilidades Sociales», adonde la habían enviado por ser retraída hasta el punto de lo inaceptable. «Es para retrasados mentales», dijo. «Otros seis marginados y una profesora que se cree moderna porque tiene mariposas tatuadas en los tobillos. Todas las mañanas tenemos que rellenar un cuadro… “Cómo me siento hoy”. Después, la señorita Hannigan —perdón, Nancy— se pone delante de la clase y grita: “¡Os quiero!”, mientras enseña el puño y pone mala cara. Para mí que quiere que tengamos una revelación, que veamos que a veces lo que la gente dice no concuerda con sus “mensajes no verbales”. Bueno, si hay que “aprender”, mejor que te saquen fuera y te fusilen. Claro que ahora todos saben que me han metido con esos perdedores y van a tomarme el pelo toda la vida. ¿Qué tiene de malo ser “retraída”? Pues mira, a veces no tengo nada que decir y no lo digo. En eso me diferencio de lo que hace la mayoría».

En el pasado, a su tío «la mayoría» podría haberle parecido una indirecta, pero Edison ya no tendía a monologar sobre jazz. Ahora contaba más detalles acerca de su matrimonio fallido y algunos otros amoríos que no pudieron terminar peor. Al final confesó un particular momento bajo de su compulsividad del año anterior: se había visto obligado a quitarse la pulsera de metal que le había dado como regalo de despedida cuando se marchó a Nueva York con apenas diecisiete años, porque le apretaba la muñeca de rechoncha que la tenía. Cuando su tío se ponía sensiblero al hablar de ese hijo al que nunca veía, Cody lo cortaba en seco: ¿Con qué ganas había realmente intentado arreglar lo del derecho de visita? Edison reconoció que primero lo había dejado para otro momento una y otra vez, pues le angustiaba pensar que Sigrid le había comido el coco al niño con mentiras acerca del padre (o peor, con la verdad). Después, en los últimos años, cuando Carson ya tenía edad para tomar decisiones, había tenido demasiada vergüenza de su peso para ir a su encuentro: «Es posible que el chico haya fantaseado siempre con conocer algún día a su padre, con el que saldría de excursión o iría a pescar en altamar. ¿Le habría gustado descubrir que el viejo ya pesaba casi ciento ochenta kilos? No podía enfrentarme a eso, hombre. No quería abrirle la puerta a mi único hijo y ver cómo se le caía la cara».

Yo mejor que nadie constataba que Edison perdía peso poco a poco, pues juntos nos enfrentábamos todas las mañanas a las nueve al mismo centinela, que seguía apostado junto al ventanal, y apuntábamos el veredicto con un rotulador negro de punta fina en un calendario mensual que colgamos al lado. Por extraño que parezca, la reducción no era sistemática; mi hermano se estancaba durante un par de días, se apenaba y después perdía un kilo y medio de golpe. Con todo, el proceso era agotador y lento, y cuando Edison bajó de la empinada ladera de sus primeras semanas, los progresos siguieron, pero al ralentí. Tras perder diecisiete kilos el primer mes, no pudo evitar pensar que, en consecuencia, perdería en medio año los otros cien kilos que le sobraban. Pues no. La grasa necesita calorías para mantenerse, así que, a medida que uno adelgaza, quema menos energía. «Es un algoritmo», le expliqué. Pero Edison nunca destacó en matemáticas.

A pesar de la languidez del ejercicio, lento cual pintura que se seca, la experiencia de reconocer por fin al hermano con el que había crecido fue curiosamente repentina.

En marzo, a última hora de la tarde de un sábado, yo había hecho otro viaje al Hy-Vee para comprar papel higiénico y té. Edison se había quedado en casa para tocar el piano, y cuando volví lo encontré sentado en el taburete. Con una luz más cálida y primaveral que se filtraba por las persianas, el sol cruzaba la cabeza de Edison y resplandecía en unas mejillas cuyos pómulos altos habían sido, en tiempos, la estructura que definía el rostro de mi hermano. En consonancia con el pelo rebelde e iluminado, esas dos lomas sobre unos hoyos cóncavos habían ayudado a explicar por qué tantas de mis amigas de los primeros años del instituto se morían por ir a visitarme a Tujunga Hills, con la esperanza de que las saludara con la cabeza en el pasillo mi hermano mayor, un chico seguro de sí mismo y con demasiados aires de superioridad, siempre con tejanos de tiro bajo y el cuello de la camisa abierto hasta el esternón.

Desde que ese impostor había llegado al aeropuerto de Cedar Rapids, los pómulos de Edison habían estado enterrados como los huesos de una ciruela, y si bien me había enseñado a mí misma a reconocer otra vez a mi propio hermano, no había reconocido realmente al Edison de mi infancia. En cambio, me había entrenado para reconocer a una persona completamente distinta que, por pura casualidad, respondía por el mismo nombre muy poco convencional.

Sin embargo, en ese momento la saludable luz primaveral desenterró esos pómulos como tesoros de una excavación arqueológica. La carne de debajo desaparecía en sombras, mientras, en la frente, el gesto de concentración formaba ahora pliegues nítidos en lugar de protuberancias onduladas. Y entonces lo vi. Vi a Edison, al Edison que recordaba. Fue como si, tras haber estado desaparecido muchos años, me acabaran de devolver el hombre con quien yo había realmente cohabitado durante meses. Incapaz de contenerme, exclamé algo que puede calificarse de absurdo:

—¡Eres tú, ahora te veo!

Edison —en medio de un acorde de uno de los temas preferidos de Cody: «Quitting Time», de Roches— levantó la vista intrigado.

—Estupendo —dijo, sin saber muy bien qué había querido decir—. Me alegra saber que sigo siendo tridimensional.

Me acerqué por detrás y lo abracé. Los hombros, más firmes que antes, trajeron recuerdos de la niñez, cuando me montaba a caballito en su espalda y él me lanzaba ágilmente al sofá. Yo nunca había soñado que ese hermano mío engordaría, y no terminaba de entrarme en la cabeza por qué ese hecho parecía tan importante. Había intentado comprender las consecuencias que la obesidad podía tener para la salud, pero eso no era todo; no me había embarcado en ese proyecto sólo para prevenir la diabetes. Lo que quería era recuperar a mi hermano mayor.

—Estoy muy orgullosa de ti —dije.

—Como mínimo puedo ser famoso por algo. Aunque por los programas que he visto en la tele, nena, tengo una competencia feroz incluso en el juego «antes yo era una bola».

—Ahora estás en el nivel más alto de un juego que ha llegado a ser el deporte nacional.

—Aún no he llegado a la final.

Cualquier sugerencia en el sentido de que a partir de entonces todo sería coser y cantar, que Edison podía dejar de esforzarse o incluso hacer alguna trampita, era un anatema. Todos los días eran duros, y no había nada que pudiera llamarse tener que perder «sólo» cincuenta y seis kilos más.

—Ya has leído la bibliografía —me atreví a decir—, así que sabes que se recomienda encarecidamente que hacer una pausa a los tres meses…

—No.

—Únicamente una semana. Comer con mucho cuidado, cosas sanas…

NO.

—¡Pero después puedes volver!

—¿Qué parte de la palabra «no» es la que no has entendido?

—Eso se ha convertido en un tópico horroroso.

—Pues imagínate que me importa una mierda.

Puesto que yo misma había calificado de «excesivas» las tendencias de Edison, había tardado en plantear la cuestión del respiro prescrito hasta dos semanas después de que venciera el plazo, porque sabía lo que mi hermano iba a decir. No conocía bien los riesgos que comportaba infringir las normas del programa, y tampoco me había molestado en averiguarlos porque estaba segura de que, dijera lo que dijese, iba a tropezar con una pared. Si Edison tenía una «personalidad adictiva», hete aquí que se había vuelto adicto a la Vomitona.