La habíamos dejado en la caja, junto a la puerta. La báscula, un bulto opresivo, y el cuarto día por fin la abrimos. A fin de evitar el lastimoso drama de una lectura digital, había elegido el modelo antiguo, de cara redonda y ancha y aguja roja. Arrastramos a nuestro centinela hasta el ventanal, donde se mantuvo en posición de firmes contra la pared; la gran cabeza redonda vigilaba estrictamente mientras yo disolvía hasta el último grano de la tercera serie de sobres del día. Ya nos habíamos formado vehementes opiniones sobre los sabores. A Edison le gustaba el batido de caramelo; yo, en cambio, pensaba que el de vainilla era el único capaz de llevar mi proyecto a buen término.
Llegó la hora de pesarnos por primera vez. Decidí subirme a la báscula antes de terminar mi batido; ¿para qué añadir doscientos treinta y cinco gramos más a lo que podía ser un juicio deprimente? En adelante siempre tendríamos que medir nuestros progresos a la misma hora del día, pues el peso puede variar dos kilos largos en veinticuatro horas, y no quería que nos desmoralizáramos tras pasarnos el día consumiendo esa «sopa» —un mote que ya se había metamorfoseado en «la Vomitona»— sólo para pesar aún más. A esas alturas, Edison ya necesitaba comprobar que había conseguido algo para sostenerse. Dado su tamaño, no podríamos ver una diferencia sustancial al cabo de cuatro días de inanición, y yo pude empezar a entender lo perverso que podía ser ese proceso cuando se realizaba a la inversa. Uno se come una tarta de queso entera, se mira en el espejo y ¡oh, qué maravilla!: nada ha cambiado.
Yo había empezado el experimento sin vaselina. En el frenesí y la náusea crónicos de los años de Breadbasket, había llegado a pesar unos esqueléticos cincuenta y tres kilos: un honor para toda la vida. Casi siempre mi peso ha sido de unos cincuenta y ocho kilos y medio, que, con 1,69 de estatura, dejaba mi índice de masa corporal en un irreprochable 20,4, y ésa era la idea que me había formado de mí: yo pesaba 58 y medio. Sin embargo, desde que me decidí a demostrar a Fletcher que no me podía obligar a comer tanto brécol, huí de la báscula del cuarto de baño como de la peste.
Una forma de cobardía muy de nuestro tiempo. Mis compatriotas pueden haberse conchabado para amplificar las proporciones consideradas normales mientras la talla de nuestras prendas resultaba afectada por la deflación. (No hacía mucho había visto en la CNN que Levis tenía intención de introducir en las etiquetas delgado, mediano y llamativo, y que también contemplaba la posibilidad de una cuarta, curva suprema. No me cuesta nada imaginar lo mucho que debieron de reír los asistentes a esa reunión de ventas). Pero ¿habíamos, por tanto, iniciado una época de absolución en lo que respecta a la cintura? Lo dudo; pesarse había pasado a ser una actividad sujeta a la más despiadada de las interpretaciones. Yo pensaba —y no lograba entender por qué, pues no me lo creía— que el número en que se detenía la aguja era un veredicto sobre mi carácter. La aguja apreciaba si era una mujer fuerte, si era dueña de mí o un posible modelo que otra persona desearía emular. Dado que había estado esquivando a mi confesor en el cuarto de baño grande, la báscula de Prague Porches también pondría un valor numérico exacto a mi tendencia a eso que mi amigo, el campesino del Walmart, llamaba «hacer la vida soportable»: el engaño a uno mismo.
Así, Edison y yo nos enfrentamos a nuestro árbitro con la aprensión de un niño al que han enviado al despacho del director. Con valentía, me ofrecí a ser la primera. Me quité los zapatos. Me quité el jersey. Saqué las monedas que tenía en los bolsillos, e incluso me quité la pinza del pelo. Subí como quien se ofrece como víctima para un sacrificio humano. La aguja roja se desplazó suave pero inexorablemente hacia los números altos: 76 kilos.
Se me encendieron las mejillas y bajé como si estuviera físicamente caliente. La cabeza me decía que no había razón alguna en la tierra para tomarse ese número a pecho. Si bien temporalmente ausente, yo era una buena madre. Y, al menos con Edison, una hermana abnegada. Si Fletcher me lo permitía, seguiría siendo una esposa abnegada. Había tenido dos empresas, y la segunda era un éxito clamoroso. Ésos eran los aspectos importantes de mi vida. Además, ya estaba haciendo algo para cambiar esa situación, y cuanto más pesara al principio, más tiempo podría acompañar a Edison en su calvario. Sin embargo, ninguna de esas razonables y racionales palabras tranquilizadoras mitigaron un ápice mi bochorno.
—Uf —dije, algo nerviosa—. Eso sí que ha sido un palo.
—A lo mejor ahora entiendes un poco qué se siente cuando marca ciento setenta y cuatro.
—Sólo es un número. —Un número que significaba que en los últimos años había aumentado el doble de lo que creía haber aumentado—. Te toca, hermano.
Edison se quitó los zapatos y se subió a la báscula con los ojos cerrados.
—Dímelo tú, nena. Si todos esos batidos de mierda no sirven para nada, dímelo con delicadeza.
—¡Ciento setenta! ¡Edison, en apenas cuatro días has perdido cuatro kilos!
—No está nada mal, ¿verdad?
—¿Mal? ¡Es fantástico! ¡Esas estúpidas Vomitonas funcionan!
Edison se bajó del escenario de su regreso estelar, le cogí las manos y empecé a dar botes.
—¡Deberíamos celebrarlo…! Y no sé cómo.
En efecto, nuestra abstinencia eliminaba todos los medios empleados tradicionalmente para celebrar una ocasión. No podíamos descorchar una botella de champán ni reservar una mesa. Abatida, volví a remover los batidos y brindamos con el elixir aguado y granuloso de nuestra salvación.
Con todo, esa noche conseguimos crear cierto clima festivo. Conectamos el ordenador de Edison al nuevo equipo de música y nos pusimos a bailar en la sala, al compás de un partymix de su iTunes, un término que me gustó, pues necesitábamos todo lo que pudiera recordarnos una juerga. Decir que mi hermano movió el esqueleto podría ser exagerado, pero yo sí lo hice mientras él brincaba por la sala ejecutando con guasa movimientos de Oriente Medio como si bailara la danza del vientre. Con uno de los cinco sentidos en punto muerto, los otros, como el olfato, se volvían más agudos; además, mi oído para el jazz había mejorado sin que me diera cuenta gracias al curso intensivo que mi hermano había impartido en Solomon Drive. Antes esa música era puro ruido metálico, una sucesión de frases breves y discordantes que yo había imaginado como muebles de jardín oxidados y juegos de mesa incompletos embutidos en un garaje donde ya no entraban más trastos, pero de pronto sonaba más melódica y menos caótica. Cuando nos pusimos a jugar al «adivina quién toca», por fin conseguí identificar a Charlie Parker.
Sin embargo, lo que más recuerdo de esa noche es que de repente me detuve en seco.
—Edison, para un segundo. No sé tú, pero yo no tengo hambre.
Edison se miró el abdomen.
—Ajá, tienes razón, Pando. Yo tampoco.
—¿No notas un sabor raro en la boca?
—Ahora que lo dices… Sí, como si un animal se hubiera muerto ahí dentro.
—¡Es la quetosis! ¡Había leído algo, pero no terminé de creérmelo!
Y a partir de ese momento, esa noche se convirtió oficialmente en la Fiesta de la Quetosis, el momento mágico en que el cuerpo renuncia a volver a ver la comida fuera de él y se resigna a comer lo que tiene dentro.
¡Pero el proyecto iba tan bien! Con Edison mucho menos rezongón, yo tuve que admitir que tenía más energía que cuando él se atiborraba de comida, aun cuando se negara a reconocer que el subidón de la quetosis podía compararse perfectamente con el de la heroína. Éramos Edison y Pandora contra el mundo, igual que cuando éramos niños. Salíamos a caminar —un ejercicio que también servía para matar el tiempo— y compartíamos una creciente superioridad en relación con nuestros semejantes, los que aún vivían humillados en la cloaca de los placeres terrenales, y alzábamos la cabeza con gesto imperial cuando pasábamos delante de una de esas pruebas de fuego llamadas comida rápida. Nos llenábamos los pulmones con las vaharadas saladas de las patatas fritas, y las coleccionábamos con el olfato experto de un perfumista, capaz de distinguir el sebo del aceite de palma, de detectar el penetrante olor agridulce del ketchup o el más dulzón de la mayonesa. Sin embargo, pasar junto a un KFC era como ir a mirar escaparates sin llevar dinero, y nunca nos sentimos tentados. Éramos invencibles, dos superhéroes, teníamos poderes. Aunque siempre me había visto como una persona poco preocupada por el estatus, vivir con cuatro delgados sobres de proteína en polvo al día mientras todos los demás se deleitaban con cubos enteros de pollo crujiente fue mi experiencia aristocrática más arrolladora. Ese elevarse por encima de las sensaciones se hizo especialmente intenso en Navidad, cuando íbamos al Hy-Vee y desfilábamos por los pasillos sin prestar atención a los pavos listos para meter en el horno ni a los pastelillos de fruta y nos dedicábamos, con altivez, a comprar rollos de papel de cocina y paquetes rosados de aspartamo.
Los dos teníamos nuestros días negros, por supuesto, días que prefiero no recordar. No sé a ciencia cierta qué los provocaba, pero había mañanas en que me levantaba con el oh, no, lo mismo otra vez no, buscando la ropa a tientas y nadando en un miasma de misantropía. Todo lo que veía me ponía furiosa: las bolsitas de té frías y húmedas sobre la encimera; la bolsa de reciclaje volcada; las botellas de gaseosas light chorreando sobre el linóleo; los pegotes de la pasta de dientes que Edison había dejado en el lavabo y las marcas delatoras que nunca quitaba del inodoro con la escobilla; mi hermano, gordo, indolente, sobre todo cuando hacía el menor comentario que sonara divertido. Puesto que yo no podía abandonar mi empresa indefinidamente, había vuelto al trabajo, donde los empleados por los que siempre había sentido gran afecto sólo me inspiraban odio. Cuando acudían a mí para que los aconsejara sobre tal o cual pedido, les respondía con brusquedad que Baby Monótono no era más que una fábrica de juguetes sobrevalorada, y que nada de lo que hacíamos tenía la más mínima importancia; en consecuencia, ya podían tomar solos algunas decisiones intrascendentes. Miraba el reloj y, sin poder creérmelo, me ponía rabiosa comprobar que sólo habían transcurrido diez minutos desde la última vez que había mirado la hora.
Por las noches, en Prague Porches, ponía la televisión y todo me parecía una imbecilidad, preparaba té que no quería tomar y luego echaba casi toda la taza en el fregadero. Si normalmente había sentido que los ritmos repetitivos de la vida cotidiana eran un sosiego parecido a una canción de cuna, nunca me había sentido tan aburrida como en ese momento. Para ser más exacta diré que agresivamente aburrida, perversamente aburrida, como si mi aburrimiento no fuese sólo una aflicción, sino un arma; cuando apuntaba a Edison con una mirada fulminante podría haber tenido en las manos una bazooka. Me aburría que siguiera dándome la lata con nombres de músicos que ya nadie en sus cabales escuchaba. Me aburría que siguiera quejándose de la vida terrible que tenía cuando la mayor parte de lo que le había ido mal era culpa suya. Por si fuera poco, la música de su ordenador me parecía histérica, maniaca, el chirrido de una uña al rasgar una pizarra. Mi hermano aprendió a no tomarse la dispepsia personalmente, pues tenía su propia versión: apalancado en su sillón, totalmente inerte durante horas, entrando y saliendo de una rencorosa modorra. Esos días negros parecían no terminar nunca, y una vez pasada la tormenta, la vuelta a la serenidad y la petulante supremacía sobre toda esa gente inferior a nosotros que vivía con problemas alimenticios inferiores sólo se sentían como una victoria aún mayor.
De ahí que lo que ocurrió en la primera semana de enero pareciera tan inexplicable. Ya le habíamos cogido el tranquillo a la dieta y había podido dejar solo a Edison días enteros para ir a trabajar, y cuando volvía me lo encontraba plácidamente apoltronado delante del televisor, viendo Comidas fáciles en treinta minutos y bebiéndose tranquilamente una Coca-Cola light. Una vez le pregunté: «¿Y no hay otro programa más apropiado?», y me contestó alegremente: «Comida porno. Al menos no me has pillado haciéndome una paja». Me pareció inofensivo.
Además de disfrutar de varias visitas animadas de Cody, yo mantenía contacto telefónico permanente con mi familia; con todo, las conversaciones con Fletcher habían sido tan crípticas y frías que, cuando propuso un breve encuentro, no dejé escapar la oportunidad. Le dije a Edison que después del trabajo iba a encontrarme con Fletcher en nuestro café preferido, en el centro. Reaccionó de una manera extraña: «¿Para qué vas a verlo?».
—Es mi marido, bobo. Sería mejor preguntar por qué estoy viviendo contigo.
Quizá un poco intencionadamente —mi nuevo yo va caminando a todas partes—, me fui hasta el Java Joint a pie, si bien soportando las penalidades de New Holland, con esas aceras que obligaban a ir saltando los charcos helados de los arcenes y a apartarse de la fachada de las casas adosadas. Podría decirse que Fletcher, con la misma deliberación, llegó en bicicleta; enfundado en licra, aunque esa tarde hacía demasiado frío para vestirse de ciclista. Esperé hasta que cerró el candado y se quitó las luces. Nos abrazamos —con torpeza— y entramos rápidamente.
—Fletcher, cuando el tiempo mejore me gustaría recuperar mi bicicleta —dije.
—Sí, por supuesto —dijo; lo pillé desprevenido.
Nos sentamos frente a frente en un reservado; Fletcher se calentó las manos pasándoselas por el cuello y pidió un vaso de leche de soja y una magdalena integral de plátano, sin lactosa, una mojigatería que no tenía nada que ver con el bollo que solía pedir en el Java en los viejos tiempos —el danés, de queso y recubierto con azúcar glaseado—, pero que, ante mi triste taza de té solo, se tiñó de un tono tolerante.
—¿Quieres un poco? —dijo.
—No, gracias.
Rechazar comida no significaba ningún esfuerzo, comer era algo que no tenía nada que ver conmigo.
—Esto es enorme. —Encorvado sobre la magdalena, engulló un trozo con vergüenza. Yo ya conocía ese fenómeno. Cuando acompañaba a comer a mis empleados sólo para ser sociable, llevando en la mano un agua con gas con una rodaja de lima, me divertía verlos comer como ocultándose, acercando mucho sus platos al borde de la mesa y tapando la comida con las manos.
—Se te ve… mejor —reconoció Fletcher, dejando a un lado la magdalena.
—He perdido casi siete kilos. Sólo hace un mes que empezamos, pero Edison ya ha perdido diecisiete. Cuando se es tan grande como él, al principio se pierde peso a un ritmo alucinante.
—Tengo que reconocer que nunca creí que ese tío fuera capaz de hacerlo.
—Ahora ya está metido de lleno. Mejor dicho, estamos.
—Antes, cuando usabas la primera persona del plural era para referirte a nosotros dos.
—Aún puede servir —dije—. Éste es un proyecto temporal, con un objetivo, no uno de mis proyectos normales.
—¿Y Edison lo tiene claro?
—¡Por supuesto!
—Las navidades fueron deprimentes. No pude quitarme este tema de la cabeza.
—Mira, ya hablamos de eso. Las vacaciones son más que nada para comer. Aunque tú me hubieses dejado regresar del exilio, Edison y yo os habríamos amargado el desfile familiar. La gente se siente extraña cuando come con nosotros. Y no olvides que durante las vacaciones es imposible parar. Me encantaba recibir los regalos de los niños, pero también puedo decir que saltármelas este año ha sido un alivio.
—Me recordó demasiado lo que ocurrió justo después de separarme de Cleo. Esa sensación de no tener sangre en las venas que lo invadía todo —dijo, y sin esfuerzo añadió—: Te echo de menos.
Puse una mano sobre la suya.
—Yo también a ti, Fletcher. Sé que pido mucho, pero este asunto con Edison está funcionando y me hace sentirme feliz. Sé que soy importante, muy importante, al menos para una persona…
—Pero yo también soy una persona. Eres importante para mí.
—Tú no me necesitas como me necesita Edison, y esto no durará toda la vida. No tienes que permitir que tu lado macho, el que pregunta dónde está mi mujer, se adueñe de ti.
—Pasa lo siguiente, Pandora. Quería pedirte…, quería rogarte que por favor vuelvas a casa. Si es verdad lo que dices, parece que tu hermano está llevándolo bien. ¿Por qué no puedes ser su «entrenador personal» desde casa? Ve a visitarlo, llámalo por teléfono, dale ánimos…, lo mismo que haces ahora. Esta separación no es buena. No quiero acostumbrarme a tu ausencia. Puedes interpretar el papel de la Madre Teresa si no tienes más remedio, pero a tres kilómetros de distancia.
Viniendo de Fletcher, una propuesta que incluía a Edison era una concesión considerable, y sentí la tentación de aceptar. En Prague Porches mi cama era grande y fría. El dúo hermanohermana proporcionaba esa clase de nutrición emocional que carece de un mineral vital cuya ausencia tenía efectos acumulativos; si pasaba mucho más tiempo, empezaría a quedarme calva o algo. Por otra parte, me afligía pensar en Edison si imaginaba que pasaría las noches sin cenar, triste y completamente solo en ese apartamento casi vacío.
Fletcher quebró el silencio.
—He dicho rogarte.
Los hombres no suelen postrarse, y yo siempre me había preguntado por qué no; aceptar de buen grado la piedad ajena es mucho más eficaz que la intimidación y la fuerza. Mi marido, mirando fijamente las pobres migas de una magdalena seca que ahora lamentaba haber pedido, me había tocado una fibra —en los Estados Unidos de nuestros días, incluso una magdalena asquerosa podía dar lugar a una cruel desventaja social—, una fibra tan íntima que no pude contestarle con un no rotundo.
—Déjame pensarlo —dije.
Seguimos hablando y poniéndonos al día sobre los niños; saltaba a la vista que entre él y Tanner las cosas iban realmente mal. Durante años yo había hecho de amortiguador, zanjando, por ejemplo, las discusiones por la comida con algunas válvulas de escape para los niños (un mac con queso, entre otras) o atenuando su actitud desafiante con una divertida burla colectiva encarnada en el muñeco Fletcher. Para desalentar las dudosas ambiciones de mi hijastro, lo manipulaba contándole historias de mi odiosa infancia; Fletcher, en cambio, recurría a imperativos: Tú vas a ir a la universidad. Ya había visto algo parecido entre mi padre y Edison cuando mi hermano tenía diecisiete años, la edad exacta en que los varones jóvenes de la familia descubren algo asombroso, a saber, que no tienen que hacer lo que uno les dice. Me compadezco de cualquier padre en guerra con un adolescente, porque la pierde.
—No sé cuántas veces he intentado que venga a visitarnos, pero me deja colgada —dije—. Casi tengo la impresión de que lo que os sigue manteniendo juntos, a ti y a Tanner, sólo es solidaridad con esta estúpida dieta que me he inventado.
—Puede haber algo de cierto. Tanner no cree que vayas a volver, está practicando cómo vivir sin ti. Sin mucha suerte, pero no creo que le dé igual. El verdadero problema es que no le da igual.
Cuando nos despedimos junto a la bicicleta, hacía demasiado frío para quedarnos más tiempo en la calle, pero mientras se abrochaba el casco, Fletcher no pudo contenerse e hizo un último pronunciamiento que, en cierto modo, deslució la astuta súplica en el café.
—Ese rollo de vivir con tu hermano, Pandora, ahora que ya tienes cuarenta años…, es un poco raro. Es una regresión. Como si volvieras a tener trece y tu madre acabase de morir, cuando tu padre no te hacía ni caso y tú te aferrabas a tu hermano mayor como a una tabla de salvación. No creo que sea sano.
—Es al revés —dije—, se han vuelto las tornas. Se parece más a retroceder cuarenta y cuatro años y que yo fuera la primogénita. Ahora mando yo. Cuando digo sal a dar una vuelta, Edison sale a dar una vuelta. Se toma sus cuatro sobres diarios y no ha hecho trampa ni una sola vez. Es posible que se haya cansado de ser el «hermano mayor», y creo que le gusta que lo mangoneen. En cuanto a que lo de vivir juntos no sea «sano», es imposible que sea menos sano que Edison hace un mes.
—Cielo, detesto tener que decir esto, pero he estado navegando un poco en Internet y… ¿sabes cuánta gente que consigue perder más de trece kilos aguantan igual cinco años después? Un cinco por ciento. Incluidos esos pobres desgraciados que recurren a la cirugía bariátrica y se alimentan con dos cucharadas de tapioca. Y que a veces pierden hasta cien kilos. ¿Eres consciente de cuánto pierden, por término medio y a la larga?
—No estoy segura de que quiera saberlo.
—Poco más de tres kilos.
—¿Por qué eres tan… —eché mano de una expresión de Edison, pues su jerga era infecciosa— cerrado en todo lo que tiene que ver con este proyecto?
—Trato de protegerte.
—Tratas de desanimarme.
—Entonces lo siento, no era ésa mi intención. Sólo pensaba que tenías que conocer esos datos.
—Las estadísticas no son mi vocación; de lo contrario habrías tenido 2,2 hijos.
—Tienes razón —replicó—. Por supuesto que tienes razón.
Cuando se inclinó para besarme, me golpeó en la frente con la visera del casco y nos reímos.
—Por favor, vuelve —imploró después de darnos un beso con mejores resultados—. No interferiré en tu tutoría sobre pérdida de peso, pero quiero tenerte otra vez en mi cama.
Mientras volvía a toda prisa a Prague Porches, tuve que reconocer que parecía una petición sensata.
Cuando entré, Edison estaba limpiando como un poseso la mesa de formica blanca con papel de cocina.
—Hola, nena. Me he puesto a hacer un poco de limpieza. ¿Qué tal ese café con tu maridito? ¿Alguna novedad en ese frente? ¿Ya sabes cuándo volverá Cody por aquí? He bajado un par de temas para ella. Creo que ya va siendo hora de que le presente a Monk, en serio.
Descubrir asombrosas reservas de energía gracias a la quetosis era una cosa, pero estar inquieto e hiperactivo otra muy diferente. Detecté, como si sufriera alucinaciones nasales, un fuerte aroma a especias mezclado con la niebla habitual del tabaco.
—El café estuvo bien —dije, recelosa—. ¿Sabes una cosa, Edison? Esa mesa sólo puede tener marcas de caramelos de menta. No entiendo por qué tanto esfuerzo.
—Si me pongo a hacer algo, quiero hacerlo bien. Aprendí a limpiar mesas a fondo en el Three Bars antes de que me echaran a patadas.
A pesar de ese frenesí de limpieza, Edison dejó el papel de cocina sucio sobre la encimera a la altura del cubo de la basura; después se lavó las manos con la meticulosidad de Macbeth, se mojó la cara y se frotó la boca con un trapo de cocina.
—Edison —dije, por una corazonada—. ¿Qué tal tu aliento hoy?
—¡Huy, mejor no te acerques! Me temo que no me he aplicado mucho en lo de tomar líquidos. Ya sabes a qué huele, a rata muerta. ¿Y cuál es el plan para esta noche? ¿Una partida de Scrabble? ¿Póker de siete cartas? A las ocho y media pasan una comedia romántica de Jennifer Aniston, que la verdad es que no me mola nada, pero como sé que tienes una debilidad por esa mierda, es probable que pueda soportarla.
Si mi hermano se ofrecía voluntario a ver a Jennifer Aniston, debía de haber pasado algo no muy bueno que digamos. Entré despacio en la cocina, donde Edison me cerró el paso.
—Perdona —dije, estirando la mano por detrás de él para meter el papel de cocina en el cubo, pero tropecé con resistencia. Levanté la tapa, y las pocas cosas que por la mañana habíamos metido en una bolsa nueva sobres vacíos de GRCP, una caja vacía de laxantes y el envoltorio de un par de libros deliciosamente largos que había encargado a Amazon—, ahora casi rebasaban los bordes del cubo. En efecto, debajo había otra bolsa aplastada, angulosa y de cartón. Ahí fue cuando identifiqué el olor: pimientos y masa untada con mantequilla de ajo.
—Edison…, ¿cómo has podido?
—¿Cómo he podido qué?
Yo no sabía si gritar o llorar.
—Mañana es nuestro aniversario. Cumplimos un mes. ¿Por qué quieres estropearlo? Después de perder diecisiete kilos…
—No sé de qué estás hablando.
Edison ya pasaba de inocente a hostil.
—No sigas —dije, furiosa—. Has dejado la caja. ¿Por qué tenías que estropear un comportamiento intachable por una pizza asquerosa?
Edison se cruzó de brazos y entornó los ojos.
—Bueno, ¿tú qué crees? Tenía hambre.
—Sí, se supone que eso es lo que tienes que tener. Después de todo el sacrificio que hemos hecho… ¿Ha valido la pena darte un atracón de grasa, a escondidas, una porquería que probablemente te has zampado en menos tiempo de lo que has tardado en esconderla?
—¡Sí! Si quieres que te diga la verdad, ha sido estupendo. ¡La mejor pizza que he comido en la vida, joder!
—No me lo creo. Pienso que se ha contaminado con un regusto a estupidez y de odio a ti mismo. ¡Y a TRAICIÓN!
—Quieres decir que te he traicionado a ti. Todo esto ha sido una jodida idea tuya y, claro, ¡yo tengo que seguir tu programa y ser un idiota todo el puto día porque mi hermana lo ordena! Es posible que esté gordo, pero sigo siendo un hombre, y si se me antoja pedir una pizza, ¡pues pido una pizza!
—¡Qué morro tienes! ¿Tú crees que yo quiero vivir así? ¿Disolviendo sobrecitos, inventando pasatiempos para unas noches interminables y haciendo de niñera de mi hermano mayor? Puede que me sobren unos kilos, sí. De hecho, técnicamente ya tengo el índice de masa corporal aceptable para mi edad, ¡pero no tenía por qué haber empezado esta dieta tan estricta! Podría haber reducido los hidratos de carbono y haberme saltado el postre como una persona normal, y conseguir los mismos resultados sola, ¿no te parece? ¡Y por encima de todo, podría haber seguido en mi casa! ¿Crees que no echo de menos a mi marido? ¿Piensas que disfruto durmiendo sola todas las noches cuando un hombre cariñoso y guapo me espera a poca distancia de este lugar? ¿Crees que me gusta haberme convertido en una madre ausente, como si ya no tuviera la custodia de los niños y Fletcher y yo estuviéramos divorciados? ¡He puesto TODO en la cola por ti, y tú lo echas todo a perder por una pizza! ¡Me siento muy ofendida, Edison! ¡Eres un desagradecido, un CRÍO egoísta y un ASQUEROSO!
Había estado irritable, de acuerdo, pero, si lo pienso bien, no estoy segura de haber perdido jamás los nervios con mi hermano. Pensándolo bien, difícilmente pierdo los nervios con nadie.
—Me has dejado solo —dijo, enfurruñado—. He tenido una crisis y aquí no había nadie que pudiera ayudarme.
—¡Tengo que poder dejarte solo! No olvides que llevo una empresa. Si tengo que cogerte de la mano las veinticuatro horas del día siete días por semana, por si acaso estás poseído por un zombi asesino que quiere una hamburguesa con queso, esto no va a funcionar nunca. —Me desplomé en un sillón. La adrenalina, que ya remitía, me dejó agotada—. ¿Sabes que acabo de decir que estoy orgullosa de ti? Fletcher no lo podía creer. Todo el peso que has perdido, lo fiel que has sido. Y resulta que ahora descubro esto. Fletcher siempre dijo que no podrías, y tenía razón.
—Dijo que no aguantaría una semana, en eso no tenía razón.
—Ah, muy bonito. ¿Ahora que has demostrado que puedes aguantar una semana ya te da igual? El trato era que volvieras a pesar setenta y tres. ¿Y recuerdas qué más te dije al principio?
—¿Qué?
Edison sabía qué.
—Dije que si alguna vez hacías trampa, se acababa el experimento y yo me largaba. Seguro que no habías olvidado ese detalle cuando has pedido la pizza. O sea, hay dos posibilidades: quieres seguir adelante solo o quieres seguir pesando lo que pesas. ¿Cuál de las dos?
Edison se miró las manos. Los diecisiete kilos que había perdido se traducían en una reducción de la rechonchez del cuello, pero seguía conservando las proporciones de un niño pequeño.
—No quería echarlo todo por la borda. Ha sido un desliz, nada más. Mañana vuelvo a los putos batidos, lo prometo.
—Ya has hecho promesas antes. Además, no me necesitas. Veo que estás desarrollando tu propio método, la Dieta Pizza Hut. Así que adelante, no hace falta que yo esté aquí para que pidas la de salchichas con jalapeños.
—Sí que te necesito —masculló—. Solo no podré. La he cagado y te pido perdón.
—¿Acaso supones que tu mentora es una crédula, una blandengue? ¿Que no cree en lo que dice, y que, a fin de cuentas, es tu hermanita, la que tiene ojos de cordero degollado? ¿Que siempre seguirá a su hermano mayor al trote sin importarle las maldades diabólicas y, en el fondo, seductoras que puede hacerle?
—Pero sí que te tomo en serio. Lo que pasa es que cuando tú vas a Alcohólicos Anónimos y confiesas que has vuelto a darle a la botella, no te echan de una patada. No te dicen que es obvio que no eres un santo, así que nos lavamos las manos y arréglatelas solo, imbécil. Para ellos es más bien: todos somos pecadores y te apoyaremos día a día. No comprendo por qué tú no puedes copiar una página de su cuaderno de estrategias.
—No puedo seguir si no puedo confiar en ti. No quiero volver aquí por la tarde y tener que registrar el cubo de la basura.
—No me portaré así, tía. ¡Venga, Oso Panda! —Edison se arrodilló junto a mi sillón en la pose del pretendiente; luego no le resultó fácil levantarse—. Prepara un poco de té. Después podemos ver la peli de Jennifer Aniston.
Como si hubiera espiado mi conversación con Fletcher, Edison parecía querer con vehemencia suplicar más y mejor que mi marido. Con todo, una sonrisa iluminó su expresión histriónica de vergüenza. Cuando estaba castigado, mi hermano siempre había podido engatusar a mamá para que lo dejara ir a un concierto de Roy Orbison, igual que Caleb Fields había conseguido de Mimi Barnes lo que se le antojaba. Por lo que yo sabía, Edison había llegado a dominar la técnica de desgastar a las mujeres viendo Custodia compartida. Además, sabía que me enfermaba la perspectiva de haber llegado a ese punto sólo para tirar la toalla.
—Míralo de esta manera —dijo, con intención de convencerme—. Ha sido algo parecido a lo que hacen esos pobres suicidas que dejan frascos vacíos de Percocet desparramados por todo el dormitorio. Yo no tenía por qué dejar la caja ahí, ¿verdad? Podría haberla llevado a los cubos grandes del patio trasero y haber cometido así el crimen perfecto. ¡Quería que me pillaran! Fue, cómo lo diría, ¡un grito de ayuda!
Aunque mi hermano daba todas las señales de haber empezado a divertirse, de repente empalideció, y advertí en su cara el brillo de un ligero sudor. Esa expresión de angustia no parecía a propósito para llamar la atención, aunque un malestar puramente físico habría servido para urdir un plan inteligente.
—Huy, tía, no me siento muy bien. Panda, tienes que ayudarme a levantarme. Tengo que sentarme en el trono ya mismo.
Cuando conseguí ayudarlo a que se levantara, Edison ya se había desabrochado el cinturón. Con los tejanos caídos, se fue a la carrera al cuarto de baño. Cuando salió, diez minutos después, tuvo que tumbarse en el sofá. Le llevé una Coca-Cola light.
—No puedes hacer un mes de dieta líquida y después zamparte una pizza de pimientos como si nada.
—Sí, bueno, ay… —gimió—. ¿Estás satisfecha? Ya tengo mi merecido. Y también la molesta sensación de que el castigo aún no ha terminado.
Edison hizo varias excursiones más al baño, y esa noche terminamos viendo Amigos con dinero mientras se recuperaba echado en el sofá. Después de usar yo el cuarto de baño, que todavía apestaba, me detuvo cuando ya estaba a punto de irme a la cama.
—Eh, Panda. Amigos, ¿no? Yo estoy por la labor, cuatro batidos por día y nada más. Pero necesito apoyo moral, alguien a mi lado. Y hasta ahora ha ido todo de puta madre. Los paseos y todo ese rollo. Las excursiones al centro comercial, nunca creí que iba a tener que comprar un cinturón más corto. No es que cuente contigo porque sí, y sé que estoy apartándote de tu familia, pero si me lo pasas por alto esta única vez, si me perdonas, te juro que no volverá a pasar.
Aprecié que mi hermano no intentara reincorporarse al experimento sin reconocer la concesión que le hacía.
—De acuerdo —dije—. Pero ten presente que ya has usado el único comodín que tenías. Otra caja de pizza en ese cubo y te quedas solo, ¿entendido? Mamá era un pedazo de pan, yo no.
—¡Sí, señora!
—Y cepíllate los dientes. Huelo tu aliento a rata a tres metros. Peor que eso, a rata con suplemento de queso.
Al día siguiente llamé a Fletcher.
—Para mí es importantísimo que quieras que vuelva a casa. Aun cuando eso supusiera seguir siendo el entrenador de Edison. Pero es que…
—No vas a volver…
—No sé, es que toda esta organización… Vigilar a distancia no sería lo mismo. Le ayuda tener que dar parte a alguien y celebrar los progresos, y al menos por ahora le va bien tener quien lo acompañe en el programa.
—¿Estás diciéndome sinceramente que el vago de tu hermano, el falso de tu hermano, no ha comido nada aparte de esos míseros batidos durante todo un mes? ¿Y que no lo has pillado comiendo Twinkies y no has dicho nunca: «No pasa nada, cielo, esta vez pasaré por alto que estás comiendo como un cerdo»?
—Así es. Ya te lo dije, si hace trampa, se ha terminado.
Colgué, apenada. No sólo por haber mentido. Mientras volvía a Prague Porches, andando desde el Java Joint, me permití reconsiderar seriamente la posibilidad de regresar a Solomon Drive. Podía llamar a intervalos regulares, pasarme por el apartamento, encontrarme con mi hermano para salir a caminar. Además, ¿no estaba ahora Edison en el buen camino? Sin embargo, cuando encontré la caja de pizza, vi claramente que controlar a distancia nunca funcionaría. Es posible que fuera ésa la revelación para la que existió esa caja de pizza.