Es inútil disimularlo. Esos primeros días fueron un horror. Nos sentíamos tontos. Eliminar la comida parecía una decisión arbitraria y, a falta de resultados inmediatos, ineficaz. La escala de nuestra ambición era tan enorme que podía parecer una locura, y algo me decía que Fletcher tenía razón: no pasaríamos de una semana. Aunque los frugales batidos de proteínas debieron de servir para engañar el hambre, yo seguía teniendo apetito, y esa sensación, inclemente y constante, hacía que el tiempo se alargase y cubría de una capa gris cada momento que pasaba. Me descubrí pensando que, en realidad, me daba igual haber engordado «un poco»; como dijo Fletcher, yo ya había cumplido los cuarenta y estar rellenita era lo que se esperaba de una mujer. No necesitaba estar atractiva para nadie porque ya estaba casada, y de pronto ponía en peligro esa seguridad por un ejercicio inviable.
De todas formas, soy muy tozuda y, como bien veían mis hijastros, más arrogante de lo que afirmaba ser; la perspectiva de volver a Solomon Drive con un bagel y queso para untar en un puño pringado era un anatema. Así pues, me apoyé, por un lado, en mi orgullo desmedido y, por otro, en el afecto, y repasaba a menudo la larga lista de enfermedades mortales que podía atraer la masa corporal de mi hermano. Aunque abstraerlas era problemático, lo último que el doctor Corcoran nos había comunicado en la puerta de su consulta había surtido efecto. «Señora Appaloosa», había dicho, con voz grave. «No tengo pacientes obesos de edad avanzada».
Si lo que más me ayudaba a aguantar día tras día era mi hermano, sólo ahora puedo inferir el corolario: lo que más ayudaba a Edison a aguantar era yo.
Veamos; la noche del primer día mi hermano lloró, y eso significa que yo lo había visto llorar dos veces en diez días; ese hermano mío, ese peñón de Gibraltar con el que había crecido, de repente estaba para tirar al cubo de la basura. Todavía no habían llegado los muebles que habíamos comprado por la tarde, y Edison, lloriqueando en el suelo, apoyado en la pared de la sala, parecía un puf humano. Ya había agotado mi paciencia, pues salir a comprar no había sido la agradable distracción que había imaginado. Edison había pasado de un estado melindroso que no me ayudaba nada a una indiferencia igualmente inútil, y salía de la tienda cada cinco minutos a fumar otro cigarrillo. Se animó un poco cuando le propuse ir al Hy-Vee, pero la mejoría no duró mucho; lo único que necesitábamos eran artículos de papel, vajilla barata, bolsitas de té, gaseosas light, edulcorante y caramelos de menta sin azúcar. Ni una sola vez manifestó que apreciaba mi sacrificio; al fin y al cabo, yo también estaba muriéndome de hambre. Compartíamos apartamento desde hacía menos de veinticuatro horas, pero ya me estaba sacando de quicio.
Para mí, el malestar era extenuante básicamente por lo que llamaría su bajo nivel. Pasar hambre cuando se tiene sobrepeso es una forma claramente burguesa de sufrimiento, y si nadie más se compadece de uno, es difícil compadecerse de uno mismo. No obstante, Edison no compartía mis dificultades con la autocompasión.
—¿Por qué no puedo comer un sándwich? ¿Uno solo? —lloriqueó—. ¿Qué importancia puede tener?
Me senté junto a él en el suelo.
—Porque primero será un sándwich y después dos. Ya sé que no estás acostumbrado a pasar hambre, pero no es para tanto. Tu cuerpo está diseñado para usar la grasa como combustible, y en este momento está haciendo lo que se supone que tiene que hacer.
—¡No me importa! ¡Mírame! Sigo siendo un gordo asqueroso. Peor aún, ahora soy un gordo asqueroso y desgraciado. No puedo hacerlo, Panda, no podré. No podré aguantar así todo un año…
—Tranquilo… —dije, y le quité los rizos rubio oscuro de la cara—. Ésta es la parte más dura. Es el primer día.
Darle ánimos me hizo sentirme más fuerte, y después de alcanzarle un poco de papel higiénico para que se sonara la nariz, preparé un té de limón y jengibre e intenté adoptar una actitud dinámica y vigorosa mientras exprimía cada triste gota de sabor de esas estúpidas bolsitas. Cuanto más me concentraba en mi hermano, menos sufría yo, y me pregunté si, con el tiempo, la solución para Edison podría ser preocuparse un poco más por mí.
—¿Y ahora qué? —dijo Edison, mirando con el ceño fruncido la taza que le serví—. ¡Sólo son las ocho!
El televisor tampoco había llegado todavía.
—Bueno… —Me recosté a su lado, sosteniendo la taza de té con las dos manos como él había cogido la copa de coñac la noche anterior; a mí me parecía que ya habían pasado semanas—. Hemos estado juntos más de dos meses y todavía no me has dicho nada.
—Y un huevo. Hablo por los codos, y lo sabes.
—No me has contado lo que pasó. Para que terminaras así, quiero decir. Tiene que haber algo más que carne en conserva con pan de centeno.
—¿Esperas alguna confesión? ¿Qué te lo cuente todo?
—¿Por pura desesperación y para matar el tiempo? Pues sí. Quiero saber qué ha podido deprimirte tanto.
—Veamos. Tuve una mujer que era una belleza y me dejó. Un hijo al que no he vuelto a ver desde que tenía cuatro años. Hace años que no echo un polvo. No tengo dinero, no tengo trabajo y a los cuarenta y cuatro años dependo de la asignación de mi hermana, una mujer famosa en todo el país. Eso a mí ya me parece bastante deprimente.
—Esa versión del Reader’s Digest sólo nos ha alcanzado para llegar a las ocho y cuarto. No lo entiendo, Edison. Siempre había creído que poco después de irte de Tujunga Hills tomaste Manhattan por sorpresa.
—Expresarlo así es un poco fuerte. ¡Pero sí que toqué tres años con Stan Getz! Y en algunos lugares muy importantes, tía. El Vanguard, el Blue Note, toqué…
—Con algunos pesos pesados —lo corté—. Entonces, ¿por qué no sigues tocando con pesos pesados?
—Mira, no fue porque yo empezara a tocar como el culo. Esos tipos van cambiando…, y más o menos cuando empecé a tener problemas con Sigrid, es posible que me volviera… un poco difícil. Ya sabes, era una estrella y…
—Como Travis —dije, lentamente—. Es un modelo muy peligroso el que te has puesto. Travis, el Imbécil Profesional.
—Sí, puede que me venga de Travis. Empecé a hacer cosas que no gustaron mucho. Por ejemplo, me largué algunas veces en medio de un concierto. Cuando el público no paraba de hablar, o cuando el amplificador del bajo sonaba demasiado fuerte.
—Y ponías verde a Keith Jarrett por hacer lo mismo.
—Sí, ya se sabe…, la sartén al cazo. Pero Jarrett puede hacerlo…
—Y eso es lo que te cabrea tanto.
—Yo me esforcé y acepté las normas cuando correspondía, ¿me captas? Llegué a entender que esa conducta mía, querer que todo fuera exactamente como tenía que ser, era poco profesional, pero ya me había forjado una mala reputación. Esos tipos se cuidaban mucho de tocar conmigo y dejaron de ofrecerme los mejores conciertos. ¡Y nunca toqué con Miles! Los que le llevaban la trompeta nunca han tenido problemas, ahora pueden dar toda la guerra que se les antoje, insistir en que quieren batas de seda y reñir al público por los teléfonos móviles…
—Pero grabaste todos esos discos. —El si hubiera tocado con Miles ya lo había oído antes—. Sé que no te los inventaste, me enviaste algunos.
—Cualquiera puede hacer compactos, tía. Te buscas un distribuidor, consigues que Ben Ratliff te haga una crítica…
—Pero seguiste tocando.
—Sí, pero bajé unos cuantos escalones en la jerarquía. Cornelia Street, Small’s, el Fat Cat. La gente se dio cuenta de que yo iba en la dirección equivocada. De hecho, esto nunca te lo conté, pero…
—¿Qué?
Sentí que había tantas cosas que nunca me había contado que, más que matar una hora o dos, podíamos pasar la noche hablando.
Edison bebió un largo trago de té tibio como quien se echa al coleto un whisky doble, y me pregunté si el objetivo principal de beber no sería ese objeto, el vaso, no lo que contenía.
—Hubo una época, a mediados de los noventa… Acababan de quitar Custodia compartida. ¿Doce, trece años? Muchos de los que frecuentaban los clubs crecieron viendo la serie, así que durante un tiempo traté de venderme como el «Caleb Fields Real». Y en el Voice aparecí como Caleb Fields.
Como mínimo, pareció avergonzarse.
—¿Funcionó?
Edison se encogió de hombros.
—Atrajo a alguna gente interesada por las curiosidades. Bueno, uno usa lo que tiene, ¿vale? Y nosotros no somos… el último de la fila, ¿no? Puede que nos volviera locos, pero Travis era una estrella de la televisión. Somos especiales, nena.
Estuve a punto de no decirlo, pero guardarme para mí precisamente esa clase de comentario era la razón por la que, tras todos esos años, y después de dos meses en la misma casa, mi hermano y yo seguíamos sin conocernos bien.
—Quieres decir que tú eres especial.
Cuando Edison me miró, los ojos le ardían, pero no por haber llorado.
—Mira, he trabajado mucho y muy duro, joder. Es posible que ahora esté oxidado, pero tú lo viste… He dedicado casi toda mi vida a practicar seis y siete horas por día. Hice mucha antesala, porque nadie se te acerca en la calle y te ofrece un concierto por tu cara bonita. He escuchado y he estudiado todo el espectro, desde Jelly Roll Morton hasta Monk, Chick, Bley. Antes de que en iTunes se pudiera encontrar hasta la última grabación perdida me busqué toda la música de esos tíos, todo lo que habían grabado…
—¿Alguna vez tuviste que preparar una cena para setenta y cinco personas? —Evité a propósito no jugar la carta Baby Monótono—. ¿Alguna vez te has pasado tres noches seguidas sin dormir picando cebollas y amasando para hacer tartaletas…?
—No hables de comida, por favor.
—Yo también he trabajado muy duro. Si tenemos que guiarnos por eso, hay mucha gente «especial», y hay una gran diferencia entre sentirse especial y sentirse privilegiado. Con derecho a algo.
—Puede que yo tenga ese derecho. Tengo algo especial, soy…
—Tú tienes talento, yo no.
—Eh, tía, así no vamos a llegar a ninguna parte.
—Sí que vamos a llegar, aunque no a donde tú quieres ir.
Estuvimos un minuto en silencio.
—Mi vida es una mierda. Tú ahora vuelas alto y yo cargo con ciento setenta y cuatro kilos de mierda. No consigo entender por qué quieres hacer que me sienta peor.
—Yo no quiero eso —maticé—. Crecimos pensando como no debíamos pensar, Edison. Eso he intentado inculcárselo a Tanner y a Cody, sin mucho éxito, la verdad sea dicha. Toda esta obsesión con… ¡Es que te importa demasiado lo que los demás piensan de ti!
No creía que fuese posible que Edison pudiera hundirse más contra el zócalo, pero lo hizo.
—Los demás no piensan en mí para nada, nena, no en estos días. ¿Sabes? Cuando intenté pasar por «Caleb Fields»…, siempre había gente del público que se marchaba mosqueada. Ellos pensaban que iban a ver a Sinclair Vanpelt, ¿puedes creerlo? Ese gilipollas que creía que un arpeggio era un pastel italiano.
Me reí.
—Sí, es la monda. —Habíamos dejado la «cena» en la reserva; aunque por la mañana no había conseguido imaginar cómo se podía esperar con ilusión una cena a base de polvo de proteína, me dirigí a la cocina con gusto—. ¿Cómo te sientes? —pregunté mientras revolvía.
—Mareado. De mala leche. Gordo.
—Piensa que mañana por la mañana ya habrás perdido setecientos cincuenta gramos.
—¿Y notarás la diferencia?
—Un viaje de mil kilómetros…
—Trágate tus homilías, hermanita.
—De acuerdo, las homilías —una palabra que sonaba a algo hecho de harina de maíz— para el postre.
La mañana siguiente, Edison no pudo más que asombrarse al comprobar que había aguantado veinticuatro horas con cuatro sobres disueltos en agua, y su mal genio se contaminó con felicitaciones a sí mismo. Aliviada al ver que ya habíamos pasado el primer día de prueba, yo había previsto algunas tareas para el segundo. Sin embargo, los recados se vieron constantemente interrumpidos porque uno de los dos tenía que ir a hacer pis. Se suponía que, además de los batidos, teníamos que beber un mínimo de dos litros de líquido al día y, sin comer nada, el agua se elimina enseguida. Dos veces tuvimos que dar media vuelta para ir al baño del apartamento de Prague Porches antes de llegar finalmente al Walmart, momento en que Edison se negó a moverse y prefirió quedarse en el coche.
—¿Nunca ha oído la expresión «Ojos que no ven…»? —bromeó un tío cachas que tenía detrás en la cola de la caja, señalando con la cabeza la báscula de gran resistencia que yo había comprado, lo bastante grande para necesitar un carrito con plataforma.
—Sí, cielo —metió cuchara cordialmente la mujer de delante—. Yo preferiría no saber.
—Bueno, una cosa es que los ojos no vean —admití—, pero otra muy distinta engañarse a sí mismo.
—Eso hace que la vida sea soportable —dijo el filósofo de detrás, dejando las Budweiser en la cinta de la caja—. Si la obligaran a mirarse bien en el espejo, toda la especia humana se tiraría de un puente.
Me reí.
—Mi hermano y yo acabamos de empezar una dieta líquida absolutamente espantosa. Y si no empezamos a ver un pequeño progreso —dije, dándole una palmadita a la caja de la báscula—, terminaremos saltando de ese puente, créame.
El tipo cogió sus cervezas y se ofreció a cargar con la báscula hasta el coche. Un granjero, supuse, y bastante musculoso; si la agricultura no se hubiera mecanizado tanto, habría sido todo un hombretón.
—No pierda la fe, señora —dijo, al cerrar el maletero; debió de atisbar la silueta redonda de Edison en el asiento del pasajero—. ¡Pero no olvide que el derecho a mentirse a uno mismo es lo que hace del nuestro un país libre!
—¿Qué pasa? —refunfuñó Edison cuando el tipo se marchó—. ¿En esta ciudad todo el mundo siempre tiene que decir algo? Vayamos a donde vayamos, a los cinco segundos aparece un palurdo que te habla como si fuera tu mejor amigo. Por Dios, en Nueva York al menos los desconocidos no te dan palique.
En otro momento podría haber defendido la cordialidad de la gente de Iowa, capaz de convertir las transacciones más mundanas en una experiencia personal enriquecedora y satisfactoria, pero ése no era el apropiado.
Por la tarde llamé a casa y me atendió Cody.
—No me importa lo que digan papá y Tanner —dijo, en voz baja—. Creo que lo que haces es maravilloso.
Le pasé a Edison, y por una vez la que más habló fue ella. Cuando colgó, Edison estaba avergonzado y sin saber qué decir. Le pregunté qué le había contado Cody.
—No habría que permitir que las adolescentes naveguen por el puto Internet —gruñó—. Ha estado haciendo búsquedas sobre obesidad, y no ha parado de decir que me quiere y cosas como «Mamá te ofrece una oportunidad única, y si no la aprovechas, te vas a morir». Ya había oído hablar de lo mucho que dan la vara los críos cuando los padres fuman. Esto es lo mismo, y es insoportable. Es chantaje, joder.
A las seis fuimos al cine, pero ya no recuerdo qué vimos. Lo único que recuerdo es el tufo a palomitas fritas en mantequilla artificial. Si uno sigue el programa GRCP (al que habíamos empezado a llamar «la Sopa»), el olor es tan intenso que, preocupada, me pregunté si no ingeriríamos por la nariz una pequeña parte de las mil quinientas calorías que contiene un cubo grande. Sin saber si inhalar esos vahos salados era una alegría o una tortura, no tardé en concluir que, si uno puede elegir entre las dos, se queda con la alegría.
Por la noche seguíamos sin televisor —un LED pequeño de 24 pulgadas, aunque Edison había insistido en un plasma enorme de 65—; al menos, las butacas gemelas habían llegado, y no tuvimos que retomar tirados en el suelo la historia de mi hermano donde la habíamos dejado.
Durante el segundo día, cuando yo no estaba inventando recetas mentalmente —añadiendo arándanos al pan de maíz o aliñando hamburguesas de cordero con hinojo y pimentón—, reflexioné sobre lo que el pequeño Edison me había contado hasta ese momento. En lo profesional, había luchado más de lo que nunca había admitido. Yo había sido demasiado tolerante conmigo misma. Quería venerar a mi hermano y, al servicio de esa veneración, me había creído sus fanfarronadas año tras año.
En aquella época había parecido suerte, pero que consiguiera los grandes conciertos cuando tenía más o menos veinte años no podía considerarse suerte en absoluto. Cuando a esa edad las cosas van sobre ruedas, uno piensa que es sólo el comienzo, porque lo han reconocido al instante como uno de los Elegidos. Yo era cada vez más contraria a esa designación, no sólo por Edison, sino también por mí y por los niños. No, no había nada malo en sentirse valioso en un sentido si uno lo merecía, pero Edison, que era indolente y presuntuoso, siempre se había considerado excepcional a su manera. Cuando tenía veinte años, su carácter se habría aprovechado, digamos, de trabajar en una cadena de montaje en una fábrica de aparatos de aire acondicionado. Yo nunca había trabajado tanto como cuando llevaba Breadbasket, y sudando encima de ocho litros de salsa de tomate había llegado a apreciar el duro trabajo de la gente que me rodeaba, los repartidores, los panaderos, los empleados de correos, a los que nadie alaba por lo que hacen. Nunca nadie les ha dicho que son especiales.
Tanner esperaba el mismo reconocimiento instantáneo en cuanto ofreciera su esplendidez literaria a Steven Spielberg. La única cura para esa arrogancia ignorante es pasarse diez años yendo a buscar cafés con leche y dedicar noches enteras a guiones que, como uno se da cuenta de repente, nadie quiere leer. Sólo poco a poco se llega a apreciar que el oficio que deseamos ejercer es más duro de lo que habíamos pensado, que la oferta de jóvenes que también se han autoerigido en genios es inagotable y que no tenemos ese talento único e insustituible que creíamos tener. No cabe duda de que es un arte emocional sumamente refinado —sofocar una huera altivez sin extinguir el fuego que nos arde en las entrañas—, pero quienes lo dominan salen por el extremo opuesto siendo unos profesionales excelentes y unos seres humanos soportables.
En el mundo del jazz debía de haber un equivalente, una manera de pasar por el tubo a la que ahora mi hermano se sometía en la edad mediana, y sin duda le habría ido mejor si le hubieran quitado esa insensibilidad a golpes cuando era lo bastante joven para recuperarse de la paliza. Es asombroso el alto número de personas prometedoras de todas las generaciones que imaginan que son genios a la espera de que alguien los descubra, y puede ser penoso ver ratificado ese engreimiento infundado en la penumbra de la vida adulta. Detesto tener que decirlo, pues no tengo recuerdos alegres de mi época escolar y, luego, en la adolescencia, perdimos a mamá, pero la verdad es que Edison y yo fuimos dos niños malcriados, privilegiados por el brillo de un padre al que todos nuestros compañeros reconocían por su trabajo en televisión. Lo que mi hermano habría necesitado cuando, a los diecisiete años, se fue de casa, a la aventura, solo, era una buena patada en el culo, y yo puedo relacionar con su tamaño actual los demasiados mimos que tuvimos y la continuación ininterrumpida de ese trato especial cuando, siendo todavía un músico novel, conoció las primeras insinuaciones de intérpretes renombrados.
Recuerdo al Edison de esa época, cuando yo tenía dieciocho años y fui a verlo por primera vez a Nueva York. Tenía energía, y había músicos mayores que él que se alimentaban de su don para descubrir cosas nuevas al teclado. La suya era una frescura eléctrica y contagiosa, y yo entendía por qué todos querían tocar con él. Sólo más tarde formulé la pregunta pérfida: ¿le había abierto puertas el apellido? En esos días se emitían las últimas temporadas de la serie, y el «Appaloosa» debía de dar lugar a no pocas expresiones de desconcierto. No estoy desestimando el talento de mi hermano, pero cuando las aguas se separan demasiado fácilmente en la juventud, hay una revelación que los afortunados jamás llegan a conocer, a saber, que hay mucha gente con talento. Incluso una novedad irrelevante puede hacer que uno se distinga de los demás.
En cualquier caso, debió de ser un golpe, y duro; en lugar de subir aún más alto en la estratosfera del jazz, a los treinta años Edison empezó a caer. (Seguía dejándome helada que hubiera echado mano de la fama de Caleb Fields, aunque sólo fuese durante una breve temporada). Yo nunca había envidiado a los que tocan techo pronto, condenados para siempre a recordar un pasado estelar que, como advenedizos, no habían sido lo bastante inteligentes para apreciar. Podría decirse que, a mediados de su carrera, a Edison le habría ido mejor si hubiera tenido algún tropezón que lo obligase a probar suerte en otro campo. A mediados de los cuarenta ya no podía imaginarse haciendo algo que no fuese tocar el piano, y durante todos esos años había tenido trabajo suficiente para no cambiar nada. Era una trampa. Yo había visto a gente así en el mundo del espectáculo de Los Ángeles, gente que llega lejos y ahí se queda, con rabia, resentida, apartada de los que dirigen películas reales en Hollywood y actúan en Broadway en obras reales. De vez en cuando, los que se salvan por los pelos suelen obtener la recompensa suficiente para no tirar la toalla, pero sus modestos éxitos ocasionales son, en algunos sentidos, peores que nada. El fracaso permite liberarse.
—Bueno… —empecé a decir mientras nos tomábamos el último paquete del día de «la Sopa», que ya habíamos aprendido a beber a sorbitos y a un ritmo contemplativo—. Anoche, cuando terminamos, te habías convertido en un divo muy presumido y sufriste las consecuencias. ¿Qué pasó después?
—Pasó algo muy fuerte… Prométeme que no te dará un ataque.
—Con quinientas ochenta calorías diarias no tengo energía para eso.
—Sigrid. Cuando estaba embarazada, de unos ochos meses… Un día se presentó en uno de mis ensayos y me encontró colocado.
—¿Qué habías tomado?
—No hablo de hierba, nena, eso sería una anécdota patética. Hablo de droga de verdad.
—¿Heroína?
—¡Me prometiste que no te espantarías! No voy a decirte que fuera un yonqui, porque por término medio hacen falta diez años para volverse físicamente adicto a esa mierda, y aquí en Iowa nadie se daría cuenta.
—Tenemos uno de los problemas de metanfetamina más graves del país, así que no pretendas ser más que nosotros.
—Vale. Pues sí, la probé. Ya sabes por qué Bird fue tan grande, ¿no? Porque se chutaba. Y para comprender su música hay que imitarlo. Si podía tocar como tocaba era porque le importaba una mierda. ¿Quieres que no «me preocupe tanto por lo que los demás piensan de mí»? Consígueme un poco de caballo.
—No creerás que voy a tragarme esa idea de que en tu profesión la heroína es obligatoria, como practicar escalas.
—Sí, bueno, Sigrid tampoco se la tragó. Yo ya había metido la pata, porque no siempre era lo que se dice delicado con ella. Con el crío en camino, el caballo fue la gota que colmó el vaso. Esa tarde dio media vuelta e hizo las maletas.
—¿Seguiste chutándote?
—No. Es un punto demasiado buena, ya me entiendes, y me ponía nervioso. Tú crees que no soy disciplinado…
—Yo nunca he dicho eso; fue Fletcher. Y mírate, ya van dos días y ocho sobres de esa porquería.
—Fue un coqueteo muy breve, unos meses como máximo. Nunca volví a tocarla, pero para Sigrid era demasiado tarde. Le supliqué que volviera cuando nació Carson, pero cometí el error de emborracharme antes con Jack Daniel’s. Porque estaba nervioso. No fue la mejor manera de presentar mi caso, y aquello no la impresionó.
—¿Bebías mucho?
—Durante un tiempo, pero también eso lo corté. No puedo tocar si estoy demasiado pedo. Me ponía baboso y sentimentaloide.
—Ahora mismo tengo la impresión de que si no era una cosa, era la otra.
—Por favor, no digas que tengo una «personalidad adictiva».
—Yo no he dicho eso, lo has dicho tú.
—En la escala del universo, una pizza gigante de pimientos parecía el mal menor. Al menos podía seguir tocando.
—Pero ¿cuándo dejaste de comprar trozos sueltos y a pedir la pizza entera? Ve más al grano, ¿vale? Hace cuatro años, cuando viniste a visitarnos, seguías tan esbelto como siempre.
Edison se pasó una mano por la cara.
—Me cuesta mucho seguir el orden cronológico. La última vez que vine a verte, es posible que no estuviera en mi mejor momento…, quiero decir, que llevaba unos diez años sin pisar el Vanguard, pero eso pasó principalmente porque la dueña nunca me perdonó que hubiese abandonado el escenario la noche en que unos tíos se pasaron la primera parte del concierto pegando la hebra en la barra. Yo tenía todo el derecho a hacerlo. ¿Y si lo hubiera hecho Keith Jarrett? La señora habría apoyado a los músicos y habría echado a patadas a esos paletos de las afueras de Nueva York.
—Edison, ibas a contarme por qué empezaste a comer tanto.
—Lo intento, tía, ¡lo intento! Pero antes tengo que poner la mesa, entiéndelo. La cosa es que todavía tenía contactos, todavía tenía una reputación. Muchos tíos, incluso más jóvenes que yo, estaban agradecidos por tocar conmigo. Pero ¿tienes idea de lo que te pagan en un lugar como Cornelia? Unos cien pavos por todo un fin de semana. Y la cena y el taxi tienes que pagártelos tú. ¿El Jazz Gallery? Ni agua te da. Y en clubs como Barbès, en Brooklyn…, bueno, si salgo con cuarenta en el bolsillo ya puedo darme con un canto en los dientes. Tocaba en todos los miserables conciertos que me caían, pero empezaba a quedarme rezagado. Apenas me quedaba para el alquiler, y una vez me atrasé tres meses. Si no hacía algo, me iban a desahuciar. Y no vi otra manera de salir adelante.
Edison sacudía la cabeza con una mano en la barbilla. Le di tiempo.
—Así que vendí el piano de los cojones —concluyó.
—¡Oh, no! —El Schimmel de Edison fue la primera compra importante que había hecho con las ganancias de los primeros años, más lucrativos, y era su posesión más preciada. Medía menos de metro ochenta de largo y no era exactamente un piano de cola, pero había sido un tormento para él cada vez que se mudaba—. Pensé que lo tenías en un guardamuebles.
—Bueno, sí, guardarlo lo guardé, pero en casa de alguien.
—¿Cuánto valía?
—Más de lo que me pagaron —dijo amargamente—. Juro que el día que se llevaron ese dulce instrumento fue peor que el día que Sigrid me dejó. Y el día no podía haber sido peor. Cuando los transportistas se marcharon, salí a comprar tabaco. ¿Y qué veo en el quiosco precisamente esa mañana? La revista New York, con mi hermana sonriente en la portada. Un poco más rellenita de lo que la recordaba. Tardé un segundo en reconocerla.
—Debería alegrarte que yo también necesite perder un par de kilos —dije, fríamente—, o no tendrías quien te acompañara en esta dieta.
—¡Qué susceptible! Yo me llamo a mí mismo gordo cabrón, así que tú deberías aguantar ese rellenita.
Susceptible, sí, e irritable. Envidiaba los cigarrillos de Edison, la distracción, esas manos ocupadas en algo. Los caramelos de menta sin azúcar no me servían. Sin parar para tragar los macarrones, hablar era una actividad que me consumía gota a gota. Al menos las gotas de la infusión y las gaseosas light significaban tener que ir una y otra vez al baño. A esas alturas lo que con más ilusión esperaba era tener que mear. Algo que hacer.
—Te he preguntado qué te hizo empezar a comer de la manera que comes —dije, para vengarme—, pero tú sigues hablando de otra cosa.
—No, no hablo de otra cosa. Ese día… Pues bueno, vendo el piano para comer, y eso es canibalismo, se parece a comerte tu propio brazo para no morirte de hambre, y al mismo tiempo me entero de que mi hermana se está forrando, ¡que es una especie de magnate industrial! Hasta donde puedo precisarlo con exactitud, empezó ese día. Me fui derechito a un bodegón de la esquina donde servían una tira de costillas de puta madre. Con molletes de maíz y puré de patatas. En cuanto me zampé el primer costillar, pedí otro. Después, tarta. Creo que también pedí dos trozos. Me pareció que me lo merecía, como si una buena comida fuese lo mínimo que pudiese pedir. Ni siquiera recuerdo haberme sentido lleno.
—No lo entiendo. ¿Qué tiene que ver contigo un artículo sobre mis monigotes que hablan?
—No puedes ser tan tonta. Por lo visto, te resulta increíblemente satisfactorio, así que adelante, disfruta. Uno de nosotros debería sacar algo de ello, y no voy a ser yo.
Entorné los ojos.
—No pensarás echarme la culpa de tu gordura, ¿verdad?
Edison puso los ojos en blanco.
—No se trata de ti, se trata de mí en relación a ti, ¿me captas?
Muy bien, no quería hacerme la inocente hasta el punto de parecer idiota. Los hermanos se usan entre sí como varas de medir. Sin embargo, yo nunca le había guardado rencor a él por lo que había conseguido, cosas que había venerado tanto que me había vuelto voluntariamente ciega al hecho de que Edison no lo había tenido fácil. Si alguna vez me había vanagloriado por tener mi propia empresa de cátering, sólo fue para impresionarlo, y no conseguía entender por qué haber nacido tres años después podía ser la causa de una diferencia tan grande.
—Yo no estaba tratando de ganarte.
—Pero me ganaste. Y es peor incluso porque lo conseguiste sin intentarlo.
—¿De qué me ha servido? Travis me odia, y sigue afirmando que sólo soy un ama de casa. Y tú, por lo que dices, me odias…
—¡Por favor, basta! Es posible que no me divirtiera mucho haciendo muñecos, pero decir que triunfar saliendo en todas esas revistas como una empresaria famosa en todo el país, una mujer que gana no sé cuánta pasta, decir que eso no te ha servido… Bueno, nena, eso es simplemente ridículo. Y que Travis te odia como tú dices que te odia, en fin… Ya quisiera yo que me odiara así. Ese nivel de resentimiento es un cumplido. Tú lo cabreas. Yo lo hago reír.
—Si realmente quieres impresionar a Travis, o conseguir caerle mal, y supongo que eso es lo mejor, entonces pierde todo ese peso.
—Joder, cualquiera puede hacer dieta.
—No, cualquiera no. Es lo único que la mayoría no puede hacer. ¿Han sido duros los últimos dos días? Para mí sí. No lo soporto, y en lo único que pienso es en comer.
—Jamás he querido ser famoso por ser el más delgado del año.
—Es posible que nadie sueñe con ser un ex gordo, pero lo seguro es que nadie sueña con ser gordo. Aunque sólo sea porque… cuando sales a la calle, es lo único que la gente ve. Eres grande como una casa, pero invisible en todos los sentidos que importan.
—Puede que me guste así.
—Sí, eso tiene mucha lógica. Pianista de jazz con ambiciones de alcanzar la fama internacional intenta, por encima de todo, pasar inadvertido.
—Si de verdad me entiendes, verás que tiene lógica. —Edison encendió otro cigarrillo. Empezaba a lamentar haberle permitido fumar dentro del apartamento, que ya apestaba, y cada día fumaba más. Pero dejarlo sin su último sostén se habría parecido a maltratar a un discapacitado.
—No la compraste, ¿verdad?
Una pregunta que, en el fondo, no era tal.
—¿Comprar qué?
Edison sabía perfectamente a qué me refería.
—La revista. Tu hermana en la tapa de New York y cogiste los Camel y te marchaste.
—¡Costaba cinco pavos!
—No la habrías comprado aunque valiese diez centavos. —La pulla tenía su lado doloroso—. Pero volvamos al piano. No entiendo por qué no acudiste a mí antes de venderlo.
—No tienes ni idea. Estás acostumbrada a ser la del medio, tan acostumbrada que no puedes ni imaginarte cómo podría ser ser yo.
—Si yo estuviera en un apuro, no vacilaría en acudir a ti si supiera que puedes dejarme el dinero.
—Exactamente.
—No entiendo.
—No, no entiendes.
—¿Esto es una especie de… tontería por orden de nacimiento?
—Llámalo como quieras, cualquier lugar común vale. Soy tu hermano mayor. Eso significa que tú tienes que comprar New York si yo salgo en portada. Que tú me pides dinero a mí, y que puedes tenerlo también. Que no termino siendo un caso social y viviendo de la caridad de mi hermana menor.
Interesante. Si alguna vez Edison tuvo reservas acerca de aprovecharse de mis recursos, se habían evaporado, y eso quedó patente cuando, el día anterior, había insistido en el televisor de pantalla plana de 65 pulgadas. Como la mayoría de los que han sacado adelante una empresa, mis beneficios eran finitos —el dinero siempre lo es—, y una parte no desdeñable de la pasta la había reinvertido en el negocio; pero algo siniestro ocurre cuando la gente nos encasilla en la categoría de pudientes. Es como si el dinero, aparentemente inagotable, no fuera real; por lo tanto, la generosidad tampoco lo es.
—Además —prosiguió—, hasta después de vender el Schimmel y ver la revista no se me ocurrió pensar que podías ayudarme. Todavía no tenía claro que podía echar mano de esas reservas. Por lo que habías dicho al teléfono sobre el negocio ése de «Baby Modorro»…
—Monótono.
—Me pareció una chifladura, pensé que estabas delirando. Y cuando un saxofonista mencionó que había comprado uno para regalárselo a su mujer, no lo relacioné.
—Eso es porque siempre que te hablo de mí tienes la cabeza en cualquier parte. Siempre he podido oírlo. Gruñidos y ajás en los momentos en que no corresponde.
—No te lo tomes a mal, pero ese rollo tuyo del cátering… Te mudaste a Iowa… y después te casaste con un vendedor de semillas muy reservado que se hizo carpintero y con el que no tengo nada en común… La única razón que tengo para que todo eso me parezca fascinante es que eres mi hermana.
—¿Y no es suficiente?
—Claro que sí. Más o menos. Pero vivimos en mundos totalmente distintos. Yo en Manhattan, tocando hasta las tantas, y tú aquí, prosperando en medio de todo este… maíz.
Si yo había aspirado durante mucho tiempo a ser torpe, al parecer había alcanzado mi objetivo. Entonces, ¿cuál era mi problema? Bueno, me dolía la cabeza. Me sentía débil. No podía comprender la razón por la que me sometía a tanta privación. Echaba de menos a mi marido y Edison no era el único al que una hermana podía aburrir. No podía concentrarme en lo que estaba haciendo en ese apartamento desangelado y sin amueblar, y sospechaba que esa distracción mutua era el motivo por el que mi hermano y yo parecíamos incapaces de conseguir que la historia fluyera de una manera comprensible. Volví a atacar.
—Volvamos al punto principal —dije—. Ese Schimmel debía de costar miles de dólares. Con eso podrías haber comprado un poco de tiempo.
—Me sirvió para comprarme algo, sí —dijo mi hermano, entre dientes.
—¿Qué?
Se tapó la cara con las manos.
—Me lo comí. Me comí el piano.
—Oh, Edison —dije, en el mismo tono que habría usado mi madre.
—Si salgo de juerga, no voy a calentarme una lata de sopa de dos dólares con setenta, ¿verdad? Ahí fue cuando las cosas empezaron a ponerse pesadas. O cuando yo empecé. Y la comida de restaurante es cara.
—Edison, yo… —dije, alzando las manos—. ¡No sé qué decir! ¡Eras una estrella del instituto!
—Lo comprenderías si hicieras un esfuerzo. Sí, yo antes tenía buen aspecto, pero después dejé de tenerlo. Ése es el punto. Una vez que engordé, qué importaba otra costillita. Mira, cuando uno está en buena forma, tiene algo que proteger…, una inversión, y un poder. Pero cuando ya estás gordo, no tienes nada que perder si engordas más. Sí, reconozco que ensancharme no me ayudó profesionalmente. Sobre todo a los más jóvenes, este gordo ya no tan joven les jodía la imagen. Así que de un día para otro cojo el Voice y me entero de que unos grupos con los que llevaba cinco años tocando de pronto tenían otro pianista. Y eso me llevó a comer más, porque comer me ayudaba a pasar el tiempo, porque tenía hambre, porque estaba cabreado.
»Y un día va y me llaman para tocar en una boda y… En Long Island. Resulta que se suponía que el grupo no podía comer del bufé, que teníamos que ir a la cocina a buscar un plato, como si fuéramos negros. Nadie lo dijo con todas las letras, así que me arriesgué y entre un número y otro me di un banquete. Realmente espléndido todo, langostinos, langostas, rosbif, así que es posible que se me fuera la mano. Un poco. Después, cuando estábamos recogiendo nos dieron un tirón de orejas a todos y la feliz pareja se quedó con doscientos dólares de nuestra paga. El grupo los cargó a mi cuenta. ¡Doscientos pavos! Y era un quinteto, sólo trescientos per cápita antes de mi deducción por portarme mal, así que me quedé con un mísero billete de cien. Es imposible que me comiera doscientos dólares de esa puta comida, pero, claro, me miraban y todo el mundo daba por sentado que me había despachado todo el cerdo asado. Como los gestos de reprobación con la cabeza que me hacen en los restaurantes, cuando me siento a comer un sándwich doble de pavo como todo el mundo. Puedo oír a todos los otros tíos del mostrador mientras piensan: Estos cerdos no hacen más que quejarse de problemas glandulares, pero cada vez que te los encuentras en público, se están poniendo morados de aros de cebolla…
»Lo que sé es que el fiasco de la boda fue otro golpe para mi reputación, y antes de ofrecerme un concierto me advertían: “No sé si te interesa, porque no incluye la cena”, o “Prohibido tocar la comida, ¿entendido?”. Me insultaban, vaya. Como a alguien que no puede aguantar cinco minutos sin una hamburguesa con queso.
»¿Te vas haciendo una idea, Oso Panda? Y de dinero iba cada vez peor. Esos tipos, que habrían tenido que dar gracias al cielo por ver su nombre asociado a un músico con una carrera como la mía, de pronto me evitaban. Sí, me di cuenta de que había empezado a engordar, y eso también fue un coñazo, pero la cosa es que engordar te hace más gordo. El peso solo ya es tal fastidio que te lleva directamente a un plato de shawarma de cordero, y demasiados shawarmas se traducen en menos conciertos, en tragar más para olvidar los problemas y en menos conciertos todavía. Era como un… bucle de retroalimentación. Se dice así, ¿no? Sí, con el Schimmel pude pagar los atrasos, pero después de comerme lo que me quedó de esa pasta, volví a la casilla de salida. No pude mantener el apartamento, ni siquiera en Williamsburg.
»Así que metí todo en un guardamuebles. Slack me ayudó, alquiló una furgoneta. Miles de compactos, cajas enteras de partituras. Toda una biblioteca de biografías de músicos de jazz. Tenía un estuche con doce elepés de Miles, Chronicle, todas las grabaciones para Prestige. Edición limitada, numerada, una tirada de diez mil. Maravilloso, todo marrón y suave, con unas fundas gruesas. Con biografía, fotos, notas en las fundas. Tendría que haberla vendido cuando tuve la oportunidad, pero no tuve valor. Sencillamente no podía separarme de esos discos.
Lo vi tan apesadumbrado que no tuve más remedio que preguntar:
—Pero tus cosas siguen guardadas, ¿no?
Edison miró por la ventana las luces del Burger King que se veían por entre los árboles.
—También me atrasé con las cuotas del guardamuebles. La primavera pasada volví a Box My Pad con la idea de llegar a un acuerdo sobre los meses que debía, pero ya habían subastado ese espacio con todas mis cosas dentro. Si el afortunado que se lo quedó no era un fanático del jazz, habrá tirado todos mis trastos a la basura. Decenas de pósters enmarcados, de mis conciertos, algunos en alemán, en francés, en japonés… Mi equipo de música, mis vinilos…, incluido el Magnolia Blossoms de mamá, me temo. Todas mis fotos, quitando las pocas que colgué en mi página web. La ropa, aunque la mayoría ya no me entraba.
—Y supongo que tu trenca de cuero corrió la misma suerte —dije, en voz baja.
—Flipo y veo esa caja de discos de Miles encima de un colchón lleno de moho, empapada por la lluvia, los elepés partidos por la mitad. Y todos esos compactos… Mi portátil ya es bastante viejo, tiene poca memoria comparado con los de ahora, y sólo almacené una pequeña parte de esa música.
—¿Lo perdiste todo?
Edison me enseñó las manos abiertas.
—Lo que ves es lo que hay.
Nunca me he considerado una materialista recalcitrante, pero esa revelación fue un golpe muy duro. A veces es tan difícil estar seguros de qué y quiénes somos, y la idea que tenemos de nosotros mismos es tan precaria, tan indefinida, que esos tótems físicos hacen las veces de guías. Para Edison, los carteles habían sido emblemas, podía tocarlos, eran una prueba garantizada de que no se había inventado ninguna de esas giras europeas. Yo, que en Nueva York lo había acompañado a más de un templo de la música, puedo dar fe del rigor con el que había trabajado para compilar esa exclusiva colección de discos compactos que podría estar atestando el trastero de un carroñero decepcionado o a merced de las gaviotas. Y el vinilo de Magnolia Blossoms era la última copia de la familia. Además, lo sentí también por la trenca.
—¿Fue entonces cuando empezaste a dormir en el sofá de tal o cual amigo?
—No. Tienes que entender que algunos desaparecieron del mapa, pero seguí teniendo un grupo de incondicionales dispuestos a hacer lo que fuera por mí. Corrió la voz de que no tenía donde dormir y me encontraron un lugar, en ese club de Red Hook…
—Three Bars in Four-Four. —44, Visitation Place, unas señas inquietantes que yo aún recordaba—. El que tú llevabas.
—Bueno, no exactamente. En realidad, nunca lo llevé, aunque comprendo que al teléfono tú… tú pudieras entender eso.
—Sí. Eso entendí.
—Encima del local había una habitación libre. El Three Bars es un negocio bastante improvisado, no se pueden permitir pagar la limpieza, y la idea era tenerlo abierto hasta la madrugada, una hora en la que el personal se moría por irse a casa. Y el trato fue que yo me ocupara de la limpieza; a cambio podía usar la habitación del segundo piso sin pagar nada. No cumplía las condiciones mínimas, por supuesto, una ratonera con un enchufe y poco más. Una sola ventana cubierta de telarañas. Pero yo no necesitaba mucho, y podía lavarme en el váter del club. Durante el día, cuando estaba cerrado, podía practicar en el piano de ellos, y por vivir arriba llegué a ser algo así como el pianista de la casa. Slack y otros colegas se dejaban caer cuando terminaban de tocar, pues entonces casi todo el mundo se había mudado a Brooklyn. Era un lugar con mucha marcha, y por lo que sé sigue abierto. Te soy sincero, durante un tiempo las cosas ahí no fueron tan mal.
—Entonces, ¿por qué no sigues viviendo ahí? Ya sé que no es un palacio, pero al menos podías tocar.
—Sí, bueno. En el Three Bars sirven comidas, ¿no lo sabías? Y no sólo hamburguesas. Pescado, ensalada de pollo con mango y anacardos y no sé cuántas cosas más. Buenas patatas fritas caseras…
No me gustaba nada el rumbo que iba tomando la historia. Edison no me miraba.
—Y se dieron cuenta de que desaparecían algunos… productos —prosiguió, sin muchas ganas—. De la cocina.
—Ay, Edison —dije otra vez, con dejos maternales—. Me parece que tus amigos se desvivieron por ti y tú… Sólo tenías que controlarte un poco.
—Sí, eso ya me lo han dicho antes, gracias. Pero últimamente no me resulta fácil caminar, y barrer me agotaba. Cuando llevaba todos los vasos al lavaplatos, ya estaba en la cocina. Arriba no tenía nevera, y me habían prohibido tener comida, ni siquiera nada seco, por las ratas. Y a las seis de la mañana me moría de hambre. A esa hora en Red Hook no había nada abierto. Siempre volvía a poner todo en su lugar, con las tapas de plástico selladas. Y la ensalada de pollo era matadora.
—Estoy segura de que mató algo.
—Sí, mi última oportunidad.
Choqué con el suyo mi vaso de batido de capuchino.
—Ésta puede ser tu próxima última oportunidad —dije, y apuramos lo que quedaba del batido.