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El doctor Corcoran hablaba con una franqueza rotunda y desprovista de todo ornamento que a mí siempre me había gustado. Con neutralidad practicada, daba información fiable. Me había tratado una quemadura de segundo grado provocada por el agua hirviendo de la pasta y evitó que se infectara. Había suturado un corte que me hice cuando, sin prestar demasiada atención, quité el hueso de un aguacate, y lo hizo tan bien que después lamenté que la cicatriz no se viera; cuando me dedicaba al cátering tenía en las manos unos preciados tatuajes tribales entrecruzados. Con esa falta de expresión y esa desconfianza que Corcoran cultivaba, yo esperaba que fuera útil para Edison. Mi hermano no necesitaba sentir que nadie siguiera juzgándolo con rudeza.

Sin embargo, cuando fuimos juntos a la consulta observé que unos galones como dos rayos aparecían ahora grabados en el ceño del médico, lo que sugería que en su tiempo libre cambiaba esa falta de expresión por un entrecejo fruncido. Al final de la consulta comencé a interpretar su neutralidad bajo una luz diferente. Era fatalismo. Si había instalado en su consulta una báscula tan maciza y capaz de aguantar tanto peso, debía de haber visto a bastantes pacientes bien cargados para amortizar la inversión.

—Va usted camino de la diabetes —dijo Corcoran en un tono aburrido y nada forzado cuando Edison terminó de vestirse en la sala de exploración y los dos nos habíamos sentado ante el escritorio del médico. Su tono uniforme sonaba casi burlón—. Tiene la tensión alta. Con un índice de masa corporal superior a cincuenta y cinco, las posibilidades de que tenga un cáncer, de lo que sea, han aumentado considerablemente. Tiene edemas en las extremidades, por retención de líquidos, mala circulación. La capacidad pulmonar es muy baja, y si sigue fumando, el enfisema será prácticamente inevitable…

—Un problema por vez —lo interrumpí—. ¿Tiene Edison la salud suficiente para hacer una dieta estricta sin caer redondo?

—Es probable —dijo Corcoran, con mucha tranquilidad—. Con medicación podemos conseguir que le baje la tensión. El corazón está en mejor forma que el de muchos, aunque sigue siendo un candidato seguro a una enfermedad cardiovascular. ¿En qué pensaba usted?

—Por lo que he leído, con el tiempo tendríamos que subir hasta ochocientas, luego a mil doscientas, pero, para empezar, entre seiscientas y ochocientas calorías al día.

Puesto que Edison no soltó un grito ahogado, no debía de tener idea del poco sustento que eso significaba: dos terceras partes de un Cinnabon. En cuanto a Corcoran, juro que lo oí reír. Es posible que no fuera una carcajada sonora, pero, aun así, fue bastante clara.

—Es un plan muy ambicioso.

—Dado el tamaño de Edison, no tiene sentido hacerlo si no somos ambiciosos —dije—. ¿Puede decirme cuánto pesa mi hermano?

El médico miró a Edison solicitando su permiso.

—No es un secreto de Estado, hombre —dijo Edison.

—Ciento setenta y cuatro kilos.

—Pero eso incluye los calzoncillos —dijo mi hermano.

Podría haber sido peor. Pedí al médico un bloc y un lápiz para hacer los siguientes cálculos: 174 - 73 = 101 kilos que perder; 101 kilos × 7500 calorías por kilo = 757 500 calorías que quemar. Según un cálculo aproximado, Edison quemaría una media de 3000 calorías diarias; más al principio, menos al final. Así, 3000 menos, pongamos, una media de 800 calorías ingeridas equivaldrían a una reducción de 2200 calorías por día. Y 757 500 calorías divididas por 2200 = 344,32.

Días.

Me daba terror decírselo a Fletcher. Aun cuando Edison no cometiera un solo desliz, cosa improbable, podríamos tener que compartir piso casi un año.

Imaginando que agradeceríamos tener que hacerlo habitable, decidí buscar un apartamento sin amueblar. Incluso antes de que empezara la maratón, comprendí el desafío especial que ese proyecto representaba para mí en particular. Hasta entonces, todo lo que había emprendido, fueran cortinas para el dormitorio o mis populares muñecos, había conllevado…, bueno, hacer algo. Pero este nuevo proyecto significaba no hacer algo, y para mi manera de ser eso era un reto. El proyecto en sí no implicaba una inversión de tiempo, sino que más bien dejaba más tiempo disponible de un modo grotesco, pues no tuve más remedio que tomar en cuenta la gran parte del día que rutinariamente se llevaban la compra, la preparación y la limpieza después de las comidas. El trabajo de ir a comprar colchones sería una bendición.

Al teléfono, tres propietarios seguidos habían parecido estar de acuerdo, pero en cuanto vieron a Edison nos comunicaron con pesar que el apartamento ya estaba alquilado. Oh, sí, todo fueron disculpas —«¡Vaya, lamento muchísimo que hayan hecho el viaje hasta aquí! ¡Es una casualidad, porque el apartamento llevaba semanas en el mercado!»—, y en esta parte del país eso significaba que nones; con su cadencia lenta e intencionada, la gente de Iowa tendía a hablar con una nasalidad que se acentuaba cuando el tono era lastimero. Creo que a los propietarios les daba miedo la posibilidad de que Edison rompiera cosas. Me pregunté si habría alguna cuestión de derechos civiles que pudiéramos haber empleado para presionarlos. Si Edison hubiera sido negro, los del sector de la propiedad inmobiliaria se habrían puesto mucho más nerviosos a la hora de cerrarle la puerta en la cara. Sin embargo, cuando hice algunas averiguaciones, descubrí que la ley para norteamericanos con discapacidades no incluía a los obesos. Los propietarios que se negaban a alquilar a culos gordos se movían perfectamente dentro de la ley.

New Holland es una ciudad pequeña, de apenas unos 16 000 habitantes, pero sigue creciendo en los bordes, y restringir la búsqueda a menos de media hora a pie de Solomon Drive nos limitaba; me preocupaba habernos quedado ya sin opciones. Mientras conducía por la zona con Edison a mi lado, me alegraba encontrar puntos de referencia familiares que pudiesen conectarlo con la región y hacerlo sentir en casa: el molino de viento de madera en el centro del pueblo, meramente decorativo; la panadería De Vries, que seguía vendiendo las típicas galletas de pasta de almendras en forma de S; el Norman Borlaug Park, con su arco de tulipanes mal cortados en la entrada; el alto silo blanco en el borde de la ciudad, que siempre había marcado el final del interminable recorrido de cuatro días desde Los Ángeles. Sin embargo, si bien de adulta me había acostumbrado a las dimensiones del molino, a Edison seguía pareciéndole una discordancia, por lo pequeño. La panadería no tardaría en convertirse en una tortura. Aunque la apartada autobomba del parque era una construcción muy inclinada, ya no podíamos trepar allí alegremente, porque los padres de ahora habían decidido prescindir de esa especie de zona de juegos infantiles por considerarla una «trampa mortal». Puesto que Himmel’s, la fábrica de envasados cárnicos, se había modernizado, en el techo ya no se veía el cerdito rosa de yeso que era su rasgo característico.

Casi enterradas en los restos flotantes de historias encadenadas que salpicaban toda la región como detritos de una inundación, esas visiones perturbadoras y oníricas de las visitas infantiles a los abuelos sólo parecían hacer sentirse incómodo a mi hermano. Lo más difícil para Edison era explicarse a sí mismo qué estaba haciendo allí y cada vez que atravesábamos New Holland en su rostro aparecía la expresión de quien pregunta: ¿Esto es todo? Los anchos cielos y los espacios abiertos parecían provocarle claustrofobia, como si pudiera ahogarse en toda esa nada. Hay que reconocer también que la época, principios de diciembre, no favorecía precisamente a la región. Los campos estaban sucios. Los cielos, grises.

Al final, en una urbanización llamada Prague Porches, nos recibió un hombre afable que también padecía un serio problema de sobrepeso. Dennis Novacek desbordaba cordialidad, y se lo veía claramente animado ante la posibilidad de tener un potencial inquilino aún más grande que él. Con cincuenta años, como mínimo, es probable que su obesidad viniera de lejos; la barriga, caída hasta centrarse alrededor de las ingles, bailoteaba sin ajustarse a su manera de andar, y daba bandazos a la izquierda cuando él daba un paso a la derecha. Reconoció en Edison a un cómplice, y por eso dejé que mi hermano cotilleara con él para sacar partido de la situación. Tardaron bastante en subir las escaleras, cosa que consiguieron con mucho esfuerzo mientras Novacek comentaba que un solo tramo bastaba para poner la sangre en marcha pero no dejaba a nadie hecho polvo. Nos señaló que el lugar estaba cerca del Dunkin Donuts y a apenas cinco minutos en coche de uno de esos bufés libres donde uno puede atiborrarse a gusto. Edison, que no intentó desengañarlo, prefirió establecer vínculos apoyándose en el entusiasmo mutuo por la variedad «mantequilla y ajo» del Pizza Hut. Otra vez me alegré; que Edison se cuidara mucho de soltar discursos ante desconocidos significaba que empezaba a apreciar la siniestra proximidad de nuestro compromiso mutuo, pues en cuanto aceptáramos las llaves de un apartamento se acabaría la fiesta. Podrá parecer extraño, pero lo único que me fastidió un poco fue que no corrigiera a Novacek cuando éste interpretó que él y yo estábamos casados.

El apartamento de dos habitaciones era más atractivo por dentro de lo que sugería el exterior, que no tenía nada de particular; un gran ventanal daba a un grupo de robles altos y frágiles que habían perdido casi todas las hojas. Me serenó pensar que si la dieta funcionaba según lo planeado, vería esos árboles pelados y cubiertos de nieve, cuando echaran brotes y, finalmente, cubiertos de hojas. Blanco y limpio por donde se lo mirase, el apartamento tenía una austeridad muy apropiada, el mismo aire inhóspito y desangelado de esos moteles que parecen decir esto es la vida y poco más. Era una baldosa acabada de fregar. La sencilla cocina funcional no ocultaba botellas de jarabe de arce en las alacenas, ni cajas de azúcar glas. Dado que el edificio acababa de ser renovado, las paredes blancas y la moqueta beige no tenían ni una sola mancha de habitantes anteriores. Su aura, ligeramente medicinal y punitiva, recordaba a una clínica de rehabilitación, y eso era exactamente en lo que íbamos a convertirlo. Firmé el cheque.

Mientras esperábamos que lo autorizasen y que Dennis comprobara mi calificación crediticia, dejé a Edison en el motel y me dirigí a una tienda situada a la salida de New Holland, no lejos de Baby Monótono. Grandes Regalos en Cajas Pequeñas, o GRCP, era una pequeña empresa de Iowa; aunque imitaba a una popular marca nacional, me gustaba la idea de apoyar a otro comercio local. En la página web incluían fotos del antes y el después que debían de haber sido difíciles de falsificar. Lo comprobé con el doctor Corcoran, que había supervisado a pacientes de ese programa y no los calificó de tramposos. Tenía que conseguir provisiones cuanto antes, aunque las siguientes compras podía hacerlas por Internet. Cuando entré en la tienda, inofensiva por fuera, recordé, no sin cierto temor, los libros infantiles que solía leerle a Cody, en los que unas conejeras o unos armarios engañosamente sencillos resultaban ser puertas que se abrían a otro mundo.

—¡Hola! ¿En qué puedo servirla? —No más de treinta años, pero ya enfundada en una blusa floreada más propia de la edad mediana, la recepcionista, de dimensiones muy generosas, no era una buena publicidad para los productos de su empresa (aunque, tras haber despotricado poco antes contra la discriminación de los obesos, no podía pedirlo todo). Me condujo hacia el surtido expuesto en una vitrina—. Ahora el capuchino hace furor. Y hay algunos que se mueren por el de plátano, aunque personalmente le encuentro un sabor algo artificial. ¿Le gustan los cítricos? También tenemos una línea estupenda, ¿sabe?

—No es sólo para mí, y mi hermano es…, bueno, un proyecto de envergadura —dije—. Creo que lo lógico sería llevarme una variedad, así no nos cansamos de uno solo, ¿le parece?

La risa involuntaria de la mujer me recordó al doctor Corcoran.

—Creo que dentro de muy poco descubrirá que una «variedad» tampoco es muy importante.

—Y… ¿funciona con sus otros clientes?

—Claro que funciona… Si siguen el programa —dijo, muy alegre.

—¿Y lo siguen?

—Al principio, la mayoría lo sigue con una fe ciega, pero hace falta ser de un tipo especial para no abandonarlo. Además, no hay que olvidar a los reincidentes. —Me miró a los ojos con una lánguida media sonrisa—. Tenemos muchísimos clientes que repiten.

De ello inferí que GRCP no era la clase de compañía que pagaba parcialmente a los empleados en acciones.

—Yo, por ejemplo, durante un tiempo lo probé todo —prosiguió, mientras preparaba el pedido—, pero me sentía una desgraciada. A mi marido le gusto como soy, y en nuestros días creo que es inútil ir contra la naturaleza. La vida es demasiado corta.

—Que la vida de mi hermano sea demasiado corta es precisamente mi problema.

—¡Cuéntenos cómo le ha ido! —gritó, alzando su Trago Largo como si fuera a brindar—. Siempre nos viene bien tener más recomendaciones en nuestra página web.

Con el camión cargado, llamé a Fletcher desde el aparcamiento.

—Un año —repitió.

—Probablemente.

Flaco favor me habría hecho a mí misma si reducía las cifras.

—Dicen que en política una semana es mucho tiempo, pero un año es mucho tiempo en cualquier cosa.

—Sin ninguna duda.

—Me enfadaría, pero es que no será un año. Ni siquiera será una semana.

—No creo que te ayude rezar para que estiremos la pata.

—Te va a destrozar el corazón, Pandora.

Pregunté por los niños y me hizo un resumen insustancial. A Tanner lo habían pillado haciendo novillos. Sí, lo habían castigado, pero Fletcher no dijo cómo. Todas sus respuestas fueron breves; podría haber estado contestando una encuesta de marketing.

Dos días después, Edison y yo nos instalamos en Prague Porches. Cuando Dennis Novacek nos recibió con las llaves, no paró de ofrecernos electrodomésticos —lavadora, secadora, lavaplatos, televisor, vídeo y equipo de música, todo lo que se le ocurría, probablemente cosas que habían dejado inquilinos anteriores—, dirigiéndose esta vez no a Edison, sino a mí, en un nuevo tono más bien servil. Sí, había buscado mi nombre en Google. Sí, seguramente se arrepentía de no haber pedido un alquiler más alto. Hacía tiempo que yo había dejado de tomar el reconocimiento como un cumplido. Para este proyecto yo deseaba el anonimato, y me molestaba mucho haber dejado de ser, para el propietario, una persona para convertirme en personaje.

Poco impacto hicieron las tres maletas en todo ese espacio vacío. Nos dedicamos a deshacerlas, pero como no había donde meter nuestras pertenencias, pusimos todo en pilas en nuestros respectivos dormitorios. Esa mañana habían llegado las camas que había encargado, y montarlas nos llevó sus buenas dos horas; el peso de Edison fue muy útil a la hora de encajarlas en su lugar. Por lo demás, ni siquiera teníamos una mesa, pero, como no habría comidas, tampoco tenía importancia. La escena hacía pensar en dos recién casados encerrados en una casucha prefabricada donde la pareja hacía picnic sentada tímidamente en el suelo, pan, queso y vino, un cuadro espartano que más tarde recordarían con cariño: mira lo felices que éramos cuando no teníamos nada. No estaba segura de que para Edison y yo las cosas fueran así: mira lo felices que éramos cuando no comíamos nada.

—A este pisito le pasa algo —dijo mi hermano, inspeccionando el espacio vacío.

—¿Qué? —pregunté, aunque yo también lo sentía. Era un terror que borboteaba.

—Algo que lo hace real. Supongo que no vamos a llenar la nevera con latas de cerveza.

—No vamos a recargar la nevera, pero piénsalo de esta manera: nunca tendremos que limpiarla.

Otra cosa que no tendría que hacer; me sentía como si me hubiesen robado algo.

Para esa noche habíamos programado «La Última Cena», y —permitiéndonos la misma clase de pensamiento que pronto tendríamos que abandonar— nos pasamos horas intentando escoger el restaurante. Al final, cuando terminé de fregar unas encimeras que ya estaban limpias, ya era de noche y nos dispusimos a salir. Con espíritu fúnebre fuimos en busca de otra comida que, en el otro extremo del proyecto, Edison tendría que «descomer». Digo Edison porque habíamos dejado sin tratar un tema incómodo: mucho antes de que yo también perdiera 101 kilos, la Increíble Hermana Que Encoge se vería obligada a defenderse con evasivas. Con todo, en los meses venideros tendríamos tiempo de sobra para solucionar esa disparidad, y por el momento quería que acometiésemos el proyecto como un equipo.

Nos instalamos en un pequeño bistrot que al menos no pertenecía a una cadena. Había llamado antes para advertir que el otro comensal era un hombre corpulento, para que por favor le buscasen una silla adecuada a sus proporciones. A fin de asegurarme una mesa decente, había reservado a nombre de mi empresa. Tanner tenía razón. Someterme a todas esas humillantes sesiones fotográficas debía servir para algo. Cuando llegamos, el personal se comportó con la cortesía debida, y es probable que el ancho sillón afelpado de Edison lo hubieran sacado del despacho del gerente.

Le dije a mi hermano que podía pedir lo que quisiera. La única norma de la noche era comer despacio y con actitud reflexiva; léase: consciente.

—Devoras la comida como si temieras que alguien esté a punto de arrebatártela —dije—. Alguien como tú, claro. Es como si comieras a tus espaldas. Pero esta noche tienes permiso. Personalmente pienso que comes tanto porque no disfrutas la comida, no porque te satisface tanto que no puedes parar; y como te concentras en la comida para que te dé algo que no puede darte, la cantidad que puedes llegar a comer es potencialmente infinita. Se parece a abrir el grifo del fregadero para llenar la bañera. Así, ya puedes seguir girando los grifos del fregadero todo lo que quieras, pero nunca vas a llenar la bañera.

—Después de esa monstruosidad que me pasó el otro día en el baño, puedes guardarte esas metáforas para ti, nena —dijo Edison con aire distraído, leyendo la carta con la misma intensidad que un alumno de una yeshivá dedica al Talmud—. ¿Qué te parece: tartaleta de champiñones silvestres y queso de cabra, o «flor de cebolla» frita?

Ese plato de cebollas enteras rebozadas equivalía a mil calorías por cebolla.

—Me parece que deberías pedir el pavo frío.

—¿Dónde está ese…? —Hasta que al final levantó la vista—. Ah.

Durante el primer plato y el primer cestillo de pan intenté enseñarle lo que unos días antes había aprendido con mi filete de salmón. Cogí un trocito de pan de nueces y lo fletchericé.

—Piensa en eso, Edison, en serio —le recomendé—. Piensa en lo que es y en lo que no es. En lo que te aporta. Y trata de almacenar el recuerdo para más tarde. Así podrás tener una referencia del sabor. Una gran parte del acto de comer es la expectativa. Ensayo y, después, memoria. En teoría deberíamos ser capaces de comer casi únicamente en la cabeza.

—Demasiado profundo para mí, hermanita.

Así y todo, hizo lo que le pedí. Aunque pidió un segundo abreboca, cuando terminó la tartaleta, que se comió capa a capa y con mucha contemplación, canceló la cebolla frita.

—Eh —dijo, mientras esperábamos el primer plato (yo había pedido a la cocina que demorasen todo lo posible en servirlo)—. Todavía no me has dicho cómo vamos a hacerlo.

Tamborileé con los dedos.

—¿Estarías de acuerdo si te digo que tienes tendencia a ser excesivo?

—¿Por ejemplo?

—Pero, Edison, mírate. Si sigues comiendo como comes, no sólo vas a tener una tripa enorme; vas a convertirte en una rotonda humana. He pensado que podríamos sacar partido de esa tendencia. Si tienes un botón de encendido, también tienes un botón de apagado.

—No sé por qué, nena, pero me estás poniendo nervioso.

—Todas esas dietas que he encontrado en Internet, con sus normas y sus raciones estrictas, son una tortura. Creo que, en lugar de tomar decenas de pequeñas decisiones cada día, decisiones que te harán pasar hambre, es más fácil tomar una gran decisión. Después ya no hay nada que decidir.

Expliqué los parámetros. Tras superar un ataque de mudez, Edison prometió confiar en mí.

La Última Cena duró casi cuatro horas, y extrajimos de la comida hasta la última gota de sabor disponible como quien retuerce un trapo empapado hasta dejarlo seco. Compartí uno de mis langostinos con salsa picante y diseccionamos juntos los crustáceos introduciendo el cuchillo en los pequeños triángulos del caparazón de la cola para arrancar hasta los últimos trocitos de la carne. Intercambiamos porciones de los entrantes y cortamos el filet mignon con salsa de queso azul en lonchas tan finas que la carne parecía transparente, y cubrimos cada una de esas lonchas con un toque de salsa bearnesa y las sazonamos con un solo grano de pimienta rosa. Cortamos cada una de mis vieiras en seis cuñas que hacían pensar en pastelitos, e hicimos unos montaditos con una rodajita de chorizo, una hoja de rúcula y una lánguida tira de apionabo: un haiku comestible. Durante el postre trituré con los dientes semillas del clafoutis de frambuesas; el chocolate de la tarta de Edison me supo negro en todos los sentidos —brusco, infinito y travieso, aunque dedicamos tanto tiempo a recoger con el tenedor las migas negras que el helado se derritió—. Al final despachamos los bastoncitos de pan, la caponata siciliana, los paquetitos de mantequilla y las grageas de menta, y si bien dejé que Edison se tomara casi toda la botella porque yo no quería que el vino me diera sueño justamente esa noche, no dejamos ni una gota del Mourvèdre-Cabernet, opaco y áspero sin dejar de ser sutil. Comer podía no ser tan fantástico como se suele decir, pero tampoco era una actividad desdeñable, y me reproché por haber comido ciega y alegremente la mayor parte de mi vida, y a paladas, como quien llena un horno de carbón. Me pasé meses paladeando ese dulce recuerdo, haciéndolo rodar en el fondo de mi mente hasta que quedó erosionado como un fragmento de cerámica antigua.

En cambio, siento menos nostalgia por lo que ocurrió la mañana siguiente.

Edison debía de tener resaca —se había tomado un coñac con la tarta— y entró en la cocina arrastrando los pies; yo estaba llenando la cafetera italiana que me había llevado de Solomon Drive. (Como para entonces Fletcher había renunciado a la cafeína, supuse que no la echaría en falta). Yo también me sentía fatal, y temía el efecto del café solo en mi estómago vacío, pero mi hermano era una bola que rezumaba hostilidad, resentimiento y rencor en libre flotación.

—¡No hay donde sentarse, tía!

—Ya lo arreglaremos, pero mientras tanto sería mejor comer algo antes de tomar café. A partir de ahora lo tomaremos solo.

—Lo aceptaría si te refirieses a una buena pila de tortitas con pepitas de chocolate.

—El secreto ese que me mencionaste… —dije, enseñando un sobre de GRCP—, ¿era vainilla?

—Ja, ja —gruñó Edison, apoyándose con todo su peso en la encimera—. La cena de anoche me mató. Te apuesto a que sirven un desayuno grandioso a base de bistec y huevos.

Había birlado dos vasos de agua del motel y en cada uno de ellos vertí un sobre de GRCP: proteínas, vitaminas, minerales y electrolitos.

—¡Mmmm, qué rico!

—No sigas diciendo gilipolleces, Panda —dijo, y se tomó el primer trago—. ¡Mierda, qué asco!

Probé un sorbito y no tuve más remedio que reconocer que no era muy bueno que digamos.

—Esperemos que el de fresa sepa mejor.

Estuvimos un rato papando con el menjunje, sin saber qué hacer, mirando desanimados por el ventanal los robles jóvenes de abajo; esas ramas frágiles eran una metáfora de la poca solidez de nuestra determinación. Mi nuevo descubrimiento, el sabor, no consiguió incluir el polvo de proteína de vainilla y me bebí el resto de un solo trago. Como era predecible, incluso los dos dedos de café con los que quise ahuyentar los efectos del festín de la noche anterior me produjeron acidez. A menudo me saltaba el desayuno, pero esa mañana fue distinta, y me sentí dolorosamente perjudicada sin ninguna sensación de logro que compensara el esfuerzo. Ni siquiera me había saltado todo el desayuno y seguía con el mismo sobrepeso de siempre. Al parecer, no había un almuerzo en el horizonte, y mucho menos una cena. Todo mi sentido del orden se encontraba patas arriba; mi vida no tenía un protocolo, ni una estructura y, además, tenía que vérmelas con mi hermano mayor: un llorica malhumorado e infantiloide.

—Esto me parece una gilipollez —gimoteó varias veces, fumando un cigarrillo tras otro junto a una ventana entreabierta—. Me muero de hambre, joder.

—Anoche me prometiste que confiarías en mí. Prometiste que no harías trampas y comprendiste que si alguna vez haces trampas, dejaré este proyecto antes de que puedas decir «un cuarto de libra con queso». No olvides las reglas: puedes tomar gaseosas light, agua, con o sin gas, e infusiones, pero sólo con limón y sin edulcorante artificial. Podría añadir algunos caramelos de menta sin azúcar. Pero, aparte de eso, cuatro vasos al día de este potaje, punto. Ahora salgamos de aquí, no soporto este lugar.

Sentí un alivio tan grande al pensar que había alquilado un apartamento sin amueblar que me podría haber dado un beso a mí misma. ¡Algo que hacer! Y ya estaba repensándome una decisión anterior, tomada en medio del delirio y la sensación de embriaguez que produce un estómago lleno. Al principio, todo ascetismo había parecido acertado, y dada nuestra historia familiar puedo entender la razón por la que podría haber querido renunciar a la fuente de tanto abandono a lo largo de nuestra infancia. Sin embargo, al cabo de apenas una hora de moqueta beige y polvo de proteína de vainilla, juré que, además de un sofá, dos sillones y, por llamarlo de alguna manera, un «juego de comedor», lo primero que íbamos a hacer era comprar un televisor.