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Cuando asomé la cabeza por la puerta, Edison, desde debajo de un lío de mantas, dijo con una especie de graznido:

—No he dormido mucho.

Ya eran las diez de la mañana y teníamos un montón de cosas que organizar. Al menos yo.

—Bien. Si estás inquieto, es porque te lo estás tomando en serio. Ahora arriba.

No estaba acostumbrada a darle órdenes a mi hermano mayor. Tras permitirle, durante dos largos meses —y desviando tímidamente la vista como si yo fuera «poquita cosa»—, que se diera un atracón tras otro y cayera en un estado de salud cada vez más calamitoso, ponerme mandona me revitalizaba.

Fletcher se había refugiado en el sótano y los chicos estaban en el colegio, y cuando Edison bajó tuvimos la cocina para nosotros solos. Él, medio perdido y atontado, se quedó en el centro, mirando primero a un lado, luego al otro, hasta que preguntó, con la voz de quien suplica algo:

—¿Qué hago?

—Ésa es la actitud correcta. —Yo había preparado el protocolo tumbada junto al cuerpo rígido de Fletcher, entreviendo los tenues contornos grises de las cortinas mientras la cabeza no paraba de darme vueltas—. De momento lo que haremos es instalarnos ya mismo en un motel, después buscaremos un apartamento. El final de la comida tal como la conoces no empezará hasta que encontremos un alojamiento permanente. Mientras tanto, irás a ver a mi médico. Ese intervalo te dará tiempo para reafirmar tu determinación o para decidir que no estás por la labor.

—¿Qué pasa si no lo estoy?

Me alegró ver que era consciente de que el compromiso era tan difícil de cumplir que podría no ser capaz de cumplirlo.

—Pues que no habrá apartamento y te llevaré directamente al aeropuerto.

—Me odiarías —dijo, con aire taciturno.

—No, nada de eso. Me sentiría decepcionada, nada más.

—Eso era lo que decía mamá. Y me duele en el alma.

El proyecto tenía un tufillo maternal, no cabe duda, y en adelante tendría que vivir con la idea de que me habían caído del cielo no dos hijos, sino tres.

—Pero…, el desayuno… —Edison agitó los dedos en el aire—. ¿Cómo será?

—Espero encontrar nuestra zona cero privada en menos de una semana. Hasta entonces podrás comer, pero quiero que aproveches ese tiempo para pensar por qué comes y para reflexionar sobre el hecho de que tendrás que devolver hasta el último bocado. Es decir, que a partir de ahora todo lo que comas tendrás que descomerlo. Para esta mañana sugiero café y tostadas. Puedes zamparte toda la hogaza con medio kilo de mantequilla si no puedes controlarte, pero debes tener presente que cada bocado te costará una sensación adicional de estar muriéndote de hambre. Y eso puede hacer que aparezca… la moderación.

Bastaron dos rebanadas para acomplejarlo.

—Ojalá no tuvieras que verme así.

—Ve acostumbrándote.

Lo observé con la misma mirada fija cuando estaba a punto de echarse la mezcla de nata y leche en la taza alta. Su ración habitual era una medida de café por dos de mezcla, lo que convertía el contenido en un batido espeso y tibio del que él se bebía al menos cuatro tazas en una mañana. Bajo mi dura mirada, echó sólo un par de cucharadas y frunció el ceño al ver el resultado.

—No es lo mismo —dijo.

—Mejor que no lo sea —dije—. ¿Has pensado alguna vez en las calorías que contiene eso que tomas? Veinte por cada cucharada. Hasta ahora no he dicho nada, y me avergüenzo de no haberlo hecho, pero has estado consumiendo casi cuatro litros de esa mezcla cada cinco días. —Me puse a garabatear unas cifras en el bloc de notas del teléfono de la cocina—. Haz el cálculo. Cinco mil seiscientas setenta calorías, o sea, el equivalente a casi un kilo de grasa por semana. Así que disfruta de tu café con leche mientras puedas, porque tendrás que aprender a tomarlo solo.

Y eso quería decir que yo tendría que aprender a tomarlo solo. No era únicamente Edison quien necesitaba unos días para «reafirmar» su determinación. El café solo en el estómago vacío me ponía mala.

Subí corriendo a mi estudio para reservar habitaciones en el Blue Cottages, un motel con cabañas blancas separadas y persianas color cobalto que sólo quedaba a dos calles de mi casa; para empezar, estaría prácticamente al lado de Tanner y Cody mientras se acostumbraban al nuevo estado de cosas. Estar en el estudio atenta a los ruidos me recordó la encubierta sensación de estar engañando que tuve el día en que compré el billete de avión de Edison. Todavía no había hablado con Fletcher.

Después fui al desván a buscar maletas, una grande para mí y otra para el excedente de mi hermano. Hice la mía en el dormitorio, de puntillas, y el mero hecho de sacar el cepillo de dientes del espejo común me hizo sentirme desleal. A un observador ingenuo, una mujer que mete la ropa interior en una maleta, a escondidas, le habría hecho pensar en una esposa a punto de romper los votos matrimoniales, unos votos que yo había hecho muy en serio. Me desesperaba pensar que Fletcher pudiera sorprenderme así, como quien ha entrado a robar algo, y que su corazón se sintiera herido por el temor a que me dispusiera a abandonarlo.

Porque eso era lo que estaba haciendo, además de mentirme a mí misma. No sabía si me iba sólo unos días o muchos meses, pero, en cualquier caso, se trataba de una violación del contrato.

Había empezado a ayudar a Edison con su maleta —es decir, a bajarla en su lugar— cuando oí que la puerta del sótano se cerraba de golpe. Fletcher subió las escaleras dando saltitos para quitarme la maleta. Por ilusorios que fueran los viajes de Edison a Europa, el equipaje estaba hecho y eso era lo único que importaba.

—Hola —dijo Fletcher, bajando sin esfuerzo alguno la voluminosa maleta marrón—. Se me ocurrió subir a despedirme antes de que salierais para el aeropuerto.

A pesar de que, a hurtadillas, había echado al café unas gotas de leche y nata, seguía sintiéndome mal.

—Ha habido un cambio de planes —dije, llevándolo hacia el vestíbulo, donde dejó en el suelo la maleta de Edison—. No vamos al aeropuerto.

Fletcher se volvió.

—¿Recuerdas lo que te dije?

—Que si Edison se quedaba aquí cinco segundos más después de que saliera el vuelo, yo —me costaba decirlo— iba a tener problemas. Pero no se quedará aquí. En cuanto a lo del avión, no dijiste que Edison tenía que cogerlo.

—Muy legalista.

—Si lanzas un ultimátum, sólo puedes esperar que lo respete al pie de la letra. De todos modos, he reservado habitaciones en el Blue Cottages. Nos vamos ahora.

Fletcher tenía oído para los pronombres.

—¿Nos vamos?

Edison nos seguía con su segunda bolsa, más ligera, con la que continuaba luchando. Dejé que se las arreglara solo y pensé: Ahí se queman otras veinte calorías.

—Me voy con él. Después nos buscaremos un apartamento. Quiero ayudarlo a perder peso.

Las miradas de Fletcher podrían haber agujereado un trozo de papel. Se quedó literalmente de piedra. Con algunas excepciones, como el desastre del Bumerán, reaccionaba al revés que la mayoría: lo que en casi todos los hombres desencadenaba la furia, en Fletcher Feuerbach llevaba a los extremos de la compostura.

—Perder peso suele ser una actividad que uno puede hacer solo —dijo, en un enunciado muy preciso—. Por lo que he leído, puede hacerse tanto en Nueva York como en Iowa.

—Tú eres un atleta, y deberías apreciar la idea del entrenador personal.

—Yo no tengo.

—Tú no lo necesitas, Edison sí. Y, a decir verdad, es posible que yo también. Sería más fácil convivir conmigo si perdiera unos kilos.

—A ver si lo entiendo —dijo Fletcher, y fijó la mirada en un punto situado entre Edison y yo; mi hermano se había escabullido y estaba en el recibidor—. Dices que te vas a vivir con tu hermano para poder leer juntos la etiqueta de los ingredientes del requesón. ¿Y cuánto tiempo se supone que va a durar ese… noviazgo?

—Si lo pillo comiendo un solo Ho-Ho —dije, clavando la vista en Edison—, durará lo que yo tarde en volver a casa. A ciento treinta por hora, y con las luces largas. Pero si lo veo decidido, y si sigue mis instrucciones, mis órdenes, y parece que la cosa funciona… Bueno, no puedo decir cuánto durará hasta que se suba a una báscula. La nuestra no puede usarla, no mide tanto peso.

Yo ya no quería evitar el tema de la obesidad.

Fletcher miró fijamente a Edison y habló utilizando una agresiva tercera persona.

—No podrá.

—Ya lo veremos, hermano —dijo Edison—. No me conoces tan bien como crees.

—Conozco a la gente como tú. Antes de rescatar a mis hijos de una adicta a la metanfetamina, una mujer grosera, una ladrona, oí más declaraciones altisonantes de las que te imaginas. Sandeces para engañarse a uno mismo. Que te dejen solo en una habitación con un plato de patatas fritas y verás como picas. La voluntad es un músculo, y la tuya es tan fofa como todo tú, hermano.

—Ni te imaginas lo que he tenido que pasar. Ponerme a mí a prueba no tiene nada que ver con salir a dar una vuelta en bicicleta. ¿Quieres apostar algo?

—¿Qué? ¿Para que pagues con el dinero de mi mujer? Creo que paso. No querría duplicar tu vergüenza.

Ésa fue la primera ocasión en que Edison reveló lo que debía de seguir siendo un compromiso bastante frágil. Una perspectiva distante de mi marido: Fletcher podía resultar una herramienta útil. A Edison no le gustaría fallar ante mí; peor aún se sentiría si fallaba ante Fletcher. Con todo, si la hostilidad de mi marido era beneficiosa para mi hermano, se acercaba a pasos agigantados el momento en que yo tendría que comenzar a vigilar lo que era bueno para mí. Por si acaso parezco increíblemente abnegada, quiero subrayar que, en realidad, estaba protegiendo mi proyecto. En ese sentido siempre había sido muy decidida, y acotar la atención no era más que una forma de egoísmo: mi proyecto.

—¿Podrías dejarnos un momento a solas, por favor? —preguntó Fletcher a Edison con una educación que sólo cabe calificar de extraña.

—Bueno, lo que es seguro es que me voy de aquí. Esperaré en el coche.

Edison salió arrastrando la maleta con un porte más rígido y erguido que el que su masa permitía. Cuando me quedé a solas con mi marido sentí un extraño temor.

—¿También vas a abandonar a mis hijos?

Otra vez pronombres. Con ellos a veces recuperaba a sus hijos.

—Cualquier apartamento que consiga estará a poca distancia a pie de esta casa. Tanner y Cody pueden visitarnos todas las veces que quieran.

Visto que no dije nada sobre la posibilidad de visitarlos a ellos, debía de saber lo que venía a continuación.

Fletcher no se enfadó; se puso triste, y fue peor. Fue tierno y realista a la vez. Para mí fue importante que no le resultase fácil hablar, y en su voz no hubo malevolencia.

—No puedo prometer que cuando vuelvas te vaya a recibir con los brazos abiertos.

Por muy suavemente que lo dijera, fue un gancho de derecha.

—Esto no es contra vosotros.

—¿Dejas plantados a tu marido y a tus hijos por el culo gordo de tu hermano y dices que no es contra nosotros?

—Voy a tomarme un tiempo. Dejo una familia para ocuparme de otra —dije, sin dar el brazo a torcer—. ¿Por qué tendrías que castigarme por eso?

—No estoy amenazando con «castigar» algo que obviamente te gustaría que yo considerase un gran corazón, una acción admirable. No es rencor, en serio, pero si haces algo como esto, debes saber que tiene consecuencias. En mis sentimientos, y no difiere mucho de lo que ocurre en el mundo físico. Golpeas con un martillo un molde y se parte en dos, y no porque el molde quiera partirse en dos. Es una simple cuestión de causa y efecto. Veo que estás dispuesta a dejarnos colgados por una ilusión y… y me siento un ser descartable. Descartable por cualquier cosa.

Me gustaba la manera en que hablaba mi marido. En su estado habitual, callado y triste, los demás no veían que era muy atento, y por lo general en los dos sentidos de la palabra, si bien en ese momento sólo en uno.

—No es una ilusión —dije, con voz débil.

—Ese cerdo no va a perder ni un gramo. Ahora lo tienes entusiasmado con tu ambicioso plan, que si le atrae es más que nada porque significa no tener que enfrentarse a lo que lo espera cuando vuelva a Nueva York. Seguirás pagándole la cuenta y él no tendrá que poner en orden su vida, pero en cuanto vea que no puede comerse una galleta, adiós plan. ¿Por qué tu hermano es tan importante para ti?

—Tiene que ser importante para alguien.

—… ¿Y qué pasa si te lo prohíbo?

—No lo intentes. Creo recordar que me salté la parte del «honrar y obedecer».

—Te lo prohíbo —dijo Fletcher, pero sin fuerzas y con un dejo sardónico, aunque él quería parecer formal.

—De acuerdo. Y yo te prohíbo que me lo prohíbas. Jaque mate.

—Es un gorrón con el que tienes un parentesco accidental. Yo soy tu marido porque tú me elegiste. Que «quieras» a ese bocazas es un asunto genético, un acto reflejo, pero se supone que el verdadero amor de tu vida soy yo. Francamente, me siento insultado.

—Tú estás eligiendo sentirte así, y eso es perverso. ¿Por qué no puedes entender que necesito realizar algo más importante que hacer muñequitos —dije, empleando el halagüeño término de mi padre— que atormentan a la gente señalándole sus defectos? ¿Unos muñecos que les dicen a la cara lo repetitivos y tediosos que son, que hacen que la gente se sienta ridícula, caricaturizada? —Me salió todo de un tirón—. Porque creo firmemente que si alguien no hace algo (y yo soy la única que puede hacerlo) mi hermano va a morirse.

Fletcher suspiró.

—Vaya, vaya, otro triunfo.

—Pero no lo juego por jugarlo. ¿Puedes imaginarte cómo me sentiría si Edison…, bueno, si tuviera un ataque al corazón sin que yo hubiese movido un dedo para ayudarlo?

—O sea, que se trata de un gran plan preventivo, fruto de la culpa. Una póliza para poder decirte, cuando tu hermano al final se derrumbe, que lo intentaste.

Dicho de esa manera, no sonaba tan grandioso, pero reconocí:

—Ése es más o menos el resumen.

—Entonces, vas a hacerlo de verdad.

Me sorprendió que Fletcher tardase tanto en descubrir que su súplica era completamente inútil. Me conocía.

—Sí. No sé si Edison podrá hacerlo. Si no puede, volveré.

—Si yo quiero.

—Sí.

—Y te arriesgas a que no quiera.

—Si la alternativa es salir ahora y decirle a mi hermano que después de todo vamos al aeropuerto, dejándolo solo, sin una sola esperanza de perder un kilo, sin nadie que le dé ánimos, dejarlo solo ante las burlas y el ostracismo y permitir que muera dentro de cinco años si sigue comiendo a ese ritmo… Pues sí, me arriesgo.

Fletcher pareció flaquear al acercarse a la barandilla.

—Eso me pone en mi lugar. En tu lista de prioridades, mis hijos y yo ocupamos un lugar que está entre el papel higiénico y el de aluminio.

—Estar en algún lugar entre el papel higiénico y el de aluminio hace que seas importante.

Una frivolidad sin pizca de gracia.

—Ya tuve una mujer que no tenía en cuenta sus obligaciones familiares.

—No consigo equiparar la adicción a la metanfetamina con una dieta estricta.

Un punto muerto: mi tozudez contra la incredulidad de Fletcher. Al menos, en su siguiente formulación de la ley detecté levemente que admitía que lo que estaba ocurriendo, estaba ocurriendo de verdad.

—No quiero que te pases por aquí a cada rato porque olvidaste el cepillo para el pelo. Si estás dispuesta a volver para siempre, podemos hablarlo. Pero si necesitas algo, pídeselo a los niños —la imagen de correveidile que esa frase evocó tenía fuertes reminiscencias de Custodia compartida—, porque no quiero una mujer que esté y no esté. No quiero una racha de pequeños adioses. Prefiero uno solo y grande. Ven.

Fletcher abrió los brazos y nos estrechamos con fuerza. No quería irme. Ni siquiera disfrutaba de la compañía de mi hermano como disfrutaba de la de Fletcher, y aunque acababa de dedicar diez minutos a explicarme, de pronto no supe por qué hacía lo que hacía. Me permití sentir la breve y desagradable esperanza de que, más o menos el segundo día del régimen, me volvería a encontrar a Edison zampándose un paquete de azúcar glas, y que después podría volver a mi casa.

Fletcher se inclinó para apoyar su frente en la mía.

—Entonces, ¿soy yo el que tengo que decírselo a los niños? ¿Que la mujer guapa, atenta, tierna y diligente que traje hace unos siete años, la mujer que cocina como los ángeles y ni siquiera es drogadicta, dejará de vivir en esta casa?

Por una vez se le quebró la voz.

—¿Ésa es tu versión? —dije, pasándole una mano por el cuello—. Prefiero verlos cuando salgan del colegio, aunque sólo sea para asegurarles que la mujer que trajiste a casa en realidad no se ha ido a ninguna parte, que los quiere muchísimo, que quiere a su padre muchísimo, y que volverá.

Fletcher insistió en sacar las otras dos maletas y colocar todo el equipaje en el maletero. Cuando estuvimos listos para marcharnos, se inclinó, metió la cabeza por la ventana del conductor y me dio un beso.

—Gracias —dije—. Eso me alivia.

Edison sacó el puño por la ventana.

—¡Eh, tendrás que comerte tus palabras, tío!

La partida se había contagiado de la alegría y el nerviosismo de quien se embarca en una intrépida expedición al Ártico. Si bien sólo íbamos a un lugar situado exactamente a dos calles de mi casa, el viaje suscitó la misma mezcla de optimismo y angustia que provoca emprender, mal equipado, una larga expedición durante la que las condiciones se volverían difíciles, obstáculos no previstos podían resultar insalvables y las raciones —y eso era lo más seguro— podían comenzar a escasear peligrosamente.

—Déjame que te diga una cosa, cuñado, si sacas esto adelante, haré algo mejor que comerme mis palabras —dijo Fletcher, rodeando el coche para acercarse a Edison—. ¿Qué te ha hecho prometer tu hermana? ¿Cuál es el objetivo?

—Setenta y tres kilos. Volver a mi peso de hace cuatro años o reventar.

—Cuando cruces la línea de llegada, me comeré una tarta de chocolate entera, de una sentada. Así veo yo a alguien obligado a comer mierda, pero estás muy lejos de los setenta y tres kilos, colega, y apuesto a que tendré que seguir comiendo coliflor.

—Tú lo has dicho, colega. Estoy dispuesto a morirme de hambre varios años con tal de ver tu jeta de santurrón pegoteada de salsa de chocolate.

Cuando arrancamos, reflexioné sobre la disparidad de nuestras actitudes: Edison jugaba con el orgullo; Fletcher, con la tarta, y yo jugaba con mi matrimonio.

Mientras dejaba el equipaje de Edison junto a su cama, le anuncié:

—He alquilado una cabaña individual para ti; compartir la misma habitación sería un poco extraño, pero eso significa que no podré vigilarte. Nada te impide ir a la máquina expendedora a comprar Doritos. Sólo recuerda lo que te dije: cuanto más peso ganes antes de que suene el pistoletazo de salida, más peso tendrás que perder. Los Doritos Cool Ranch te costarán mucho más de un dólar con cincuenta.

—¿Cuándo comemos? —preguntó, con un gemido—. Me muero de hambre, el desayuno no dio para un diente.

—Vete acostumbrando. ¿Cuándo fue la última vez que tuviste hambre de verdad? ¿Hambre física?

—Tengo hambre de la mañana a la noche.

—Y una mierda. Confundes el hambre con el aburrimiento. —Fui cortante; yo también tenía hambre—. Estoy en la cabaña de al lado. Tengo que investigar algunas cosas. Hay cientos de chiringuitos de comida rápida a un kilómetro de aquí, en la calle principal, pero tendrás que caminar. Y en cuanto a lo de caminar, también vete acostumbrando.

—Por Dios, de Florence Nightingale a Mussolini en veinticuatro horas.

—Aún no has visto nada, pero pronto vivirás con Atila, el huno.

Me retiré a la cabaña de al lado, una habitación pequeña y acogedora con una colcha rosa de felpilla y cortinas de plumetí azul con pintas. Pese a esos toques hogareños, cualquier habitación de motel tiene su lado inhóspito y deprimente. Esto es lo que hay, decía el cubículo. Techo. Cama. Lámpara. Televisor con canales limitados. Baño. Escritorio, vacío salvo un folleto del I-Max de Cedar Rapids. Esto, aparte de la comida a la que prácticamente íbamos a renunciar, era lo único que se necesitaba, y necesitar tan poco daba un poco de miedo.

Por suerte, tenía trabajo. Llamé a Carlotta para avisarla de que no aparecería por Baby Monótono el resto de la semana y pedí una hora para Edison con nuestro médico de familia. Encendí el ordenador portátil y acepté pagar 12,95 dólares al día —un robo— por el wifi. Yo no estaba acostumbrada a saltarme la comida, y tuve que combatir un mal humor en aumento haciendo caso a las instrucciones que le había dado a Edison: Respétalas, entoné, sintiéndome una caja de resonancia sufí. El hambre es una experiencia asombrosamente leve, y es difícil llamarlo dolor. Entonces, ¿por qué es tan molesto, tan insistente? ¿Por qué distrae tanto? Tendría que convertirse en norma. Tendría que convertirse en un placer.

Mi estómago aulló; léase: muchas posibilidades de reincidir.

Incapaz de concentrarme en la guía de la propiedad inmobiliaria de New Holland, me fui hasta la máquina expendedora sin pensar en otra cosa que en los Doritos. Para vergüenza de ambos, tropecé con Edison.

—Se me ocurrió venir a buscar una barra de cereales —afirmé, rebuscando monedas en el bolsillo, y mi hermano gruñó:

—Sospecho que tendrán que ser dos barras.

Cuando volví a sentarme frente al ordenador, descubrí que la barra de cereales tenía las mismas calorías que los fritos de maíz.

Me mantuve atenta al reloj. Tanner y Cody volvían de clase a pie, y había un cruce en el que sus trayectos desde colegios distintos se encontraban. Una vez que sus amigos se iban por su lado, Tanner esperaba a su hermana todas las tardes en el mismo roble; el camino de Cody era un poco más largo, y ambos podían andar juntos tranquilamente los últimos quince minutos.

No dejaba de ser impresionante que Tanner hubiera mantenido la tradición incluso en el último curso del instituto, sin duda un último vestigio de su papel de protector de Cody cuando Cleo empezó a dejar de ser madre para metamorfosearse en una mascota exigente y poco sensata, una cría de cocodrilo o de pitón a la que los dueños terminan soltando en las alcantarillas. Cuando lo relevé en su puesto de cuidador, Tanner experimentó una sensación de alivio y resentimiento a partes iguales. Le fastidiaba que su hermana acogiera abiertamente a la segunda esposa de su padre. Aunque siguieron siendo una especie de dúo que cerraba filas de inmediato y se indignaba cuando Fletcher prohibía la pizza congelada, ahora llevaban vidas radicalmente distintas, lo que subrayaba la diferencia de edad, pero para Tanner cualquier distancia entre su hermana y él era culpa mía.

Si los recuerdos que Cody tenía de su verdadera madre no tardaron en volverse borrosos, cuando su padre volvió a casarse Tanner tenía la edad justa para concluir sumariamente que, puestos a elegir entre la madre de antes y la nueva, no necesitaba a ninguna de las dos. Y por eso me ponía especialmente nerviosa tener que hablarle a mi hijastro de mi «ilusión». Si bien no se comportó nunca de un modo exactamente hostil, hacía tiempo que me había hecho pensar que el papel que yo desempeñaba en su vida era elección suya. Esa actitud lo hacía traicioneramente incoherente, cariñoso en un momento dado, glacial un instante después. Me preocupaba pensar que estaba a punto de darle un pretexto para descartar por completo mi innecesaria presencia.

Al girar en Pine Street divisé al «señor Tranquilo» al final de la calle, apoyado en el roble, en cuya corteza los hermanos habían grabado sus iniciales muchos años antes.

—¿Qué es esto? —dijo, arrastrando las palabras, cuando me detuve junto al bordillo—. ¿Servicio de limusina? No hace tanto frío.

Debía de apreciar mucho el recorrer con su hermana el tramo final, pues no quiso que lo llevara a casa en coche.

Bajé. Cody llegaba tarde.

—Vamos a hacer un consejo de familia.

—¿No podría ser dentro de quince minutos?

—No.

—Por favor, estoy en ascuas.

Por desgracia, ese día Tanner estaba de un humor distante y sarcástico.

—Es tan hermoso verte esperar así a tu hermana. En Los Ángeles nos llevaban en coche a todas partes, con lo maravilloso que habría sido para mí, cuando era niña, que Edison hubiera hecho lo que haces tú.

Edison no está en forma para acompañar a nadie ni hasta la entrada.

—De eso quería hablar —ataqué—. Y quizá sea conveniente que Cody no haya llegado todavía. Necesito que cuides de tu hermana una temporada. Ya sabes, como la cuidabas antes. Yo seguiré ayudando, por supuesto…

—Vas a dejar a papá —dijo, como quien no quiere la cosa y con un dejo de satisfacción—. Sospecho que él mismo se lo ha buscado. Al menos será el amargado más sano de New Holland.

—No voy a dejar a nadie.

Le conté a toda prisa los detalles de mi fantástico plan, añadiendo, con tacto, que no estaba completamente segura de que funcionara.

Me escuchó hasta el final.

—O sea, que vas a dejar a papá.

Exasperada, puse los ojos en blanco y vi a Cody al otro lado de la calle. Parecía afligida; yo nunca aparecía ahí en el coche. Era obvio que alguien había muerto.

La saludé con la mano y avanzó lentamente hacia el Árbol de la Espera cargando con una mochila tan grande como ella.

—¿Qué pasa? —preguntó, con cierto recelo.

—Que Baby Monótono ya no le basta —dijo Tanner—. Pando va a montar una granja para gordos.

—Gracias por la ayuda, Tanner. —No era ésa la clase de reunión informativa que había planeado. Volví a repetir el programa, que a mis propios oídos sonaba rocambolesco, autodestructivo y delirante; esta vez terminaba así—: ¡Pero sigo siendo vuestra madre y no os voy a dejar, y tampoco voy a dejar a vuestro padre!

Cody frunció el ceño; eran demasiadas cosas que asimilar de golpe.

—¿Y papá lo tiene claro?

—No todo lo claro que debería —reconocí.

—Has dicho que podríamos ir a visitaros —dijo Cody—. ¿Por qué no puedes visitarnos tú también?

—Porque a tu padre mi plan le da mucha rabia y, te seré sincera, está muy cabreado. Además, piensa que tu tío no tiene la disciplina necesaria para perder peso.

—¿Y qué crees?

A Cody no podía mentirle.

—Es posible que no, pero la única manera de averiguarlo es intentándolo.

—Entonces… —dijo, resentida—. Se acabó la pasta de verdad y nos quedamos con las comidas bastas de papá, a base de alforfón. Se acabaron los brownies recién hechos que nos comemos a escondidas cuando está en el sótano. Será como vivir en un campo de concentración. Y ni siquiera iremos a la clase de natación porque tú vigilarás que tío Edison no toque los gofres, aunque no sé cómo lo conseguirás.

—Sí, te aseguro que no me gustaría meterme entre ese tío y la nevera —dijo Tanner—. Debe parecerse a meterse en el camino de un búfalo en celo.

Sentí que, a costa mía, se lo pasarían estupendamente el resto del camino a casa.

Volví al Blue Cottages y me enfrasqué en mi cursillo virtual sobre maneras de perder peso. Puse «dietas» en el buscador y obtuve cuarenta y tres millones de resultados. Reconocí los regímenes más divulgados —South Beach, Atkins, días alternos, el índice glucémico, Dukan, Weight Watchers, Scarsdale y la Zona—, pero ése era sólo el principio. Dietas a base de col, dietas suaves, dietas según el grupo sanguíneo, enemas de café. Bajas en grasa, bajas en carbohidratos, bajas en calorías; 2-4-6-8, qué dieta apreciamos. Bayas de açaí, sopa de pollo, pomelo y limonada. Cada vez más disparatado todo: dietas a base de patatas fritas, a base de galletas, de pizza, de dulces, de mantequilla de cacahuetes y de palomitas. La dieta del perrito caliente, del vino tinto, del vinagre. Dietas absurdas: chocolate, helado o papillas para bebés, y una que recomendaba comer lombrices solitarias. Leí con escepticismo la dieta de la «caloría negativa», aunque pensé que la «dieta del aire» podría tener algo recomendable. Por su parte, la «dieta del cigarrillo» al menos podía resultarle atractiva a Edison.

Navegar por el laberinto de la red era peligroso, pues muchas de esas páginas eran señuelos comerciales que recomendaban esa clase de galletas que no tienen pepitas de chocolate. Lo que me sorprendió de esa industria enorme fue que todos esos planes, programas, complementos y productos farmacéuticos pregonaban el único producto que los consumidores norteamericanos desean desesperadamente y no pueden comprar: el paquetito de determinación necesario para seguir el programa a rajatabla en forma de bolsita de salsa para ensalada baja en grasas. Ni siquiera los procedimientos caros como la liposucción pueden proteger a nadie contra la tentación de devorarlo todo una vez curada la punción artroscópica, ni impedir que uno vuelva a tragarse hasta el último gramo del pegote amarillo que los médicos han arrojado a un cubo al lado de la camilla. Ningún asesor nutricional bien remunerado puede no comerse por uno una magdalena rellena. A pesar del mareo que produce ver tantos productos vendidos en envoltorios engañosos, lo único cierto es que en ningún estante se puede encontrar una silueta esbelta. Yo acababa de caer en una gravera de cuarenta y tres millones de mascotitas de piedra.

Al cabo de tres horas me sentí…, ¿cómo lo diría?, sucia, y en lo único que podía pensar era en comida.

—No creo que ninguno de esos métodos sea la respuesta —le dije a Edison durante nuestra deprimente cena en el Olive Garden—. Sólo suscitan la obsesión por controlar, así que mejor será que disfrutes de tu redondo mientras puedas. Creo que tendremos que hacer desaparecer la comida.

—Y yo creo recordar que eso se llama «morirse», señora —dijo Edison sin dejar de masticar su panecillo; sólo mi mirada fulminante había impedido que lo untara con una tercera capa de mantequilla—. ¿Y si hacemos como los lugareños? ¿Anfetas?

—Ya, para ser delgado, pero desdentado, cubierto de llagas y con daños irreparables en el cerebro.

—¿Y un bypass gástrico?

Mientras me prohibía a mí misma devorar el salmón al horno, intentaba pensar profundamente en la experiencia de comerlo, y no contesté de inmediato. Trituré en la boca las escamas rosadas: arenosas a causa del exceso de cocción, y un sabor tan dulce que resultaba inquietante. En el mejor de los casos, podría decir que era un filete agradable por lo suave, pero sólo si prestaba mucha atención, cosa que, por lo general, no hacía. Ése debió de ser el momento en que comencé a formular mi teoría sobre el carácter elusivo de lo comestible. Me había pasado la tarde esperando la cena, y podría revisitar con nostalgia esa comida cuando un plato tan sustancioso como el salmón no figurase en el menú; pero, en ese preciso momento, con el pescado en la lengua, tuve la impresión de estar masticando algo que no estaba ahí, como cuando, de pequeña, rebuscaba furiosa en una caja de cereales que no contenía el premio que anunciaba. Cuanto más masticaba, más me desconcertaba la manera en que ese placer efímero e inasible había llegado a esclavizar a mis compatriotas, hasta el punto de que muchos estábamos dispuestos a deshonrarnos por él; a perder la moral por él; a destruir por él muchos otros placeres como correr, bailar y el sexo; a aniquilar ese placer en su búsqueda, pues cada exquisitez que yo había consumido desde que empecé a aumentar de peso había estado contaminada por un acre regusto a autorreproche; e incluso, en casos extremos como el de mi hermano, a morir por él, y Edison se acercaba rápidamente a ese final. El misterio era opresivo.

—No creo —dije al cabo de un rato—. Un bypass gástrico implica una intervención quirúrgica, y las cosas pueden salir espantosamente mal. Infecciones, embolia. Incluso la muerte, es decir, lo que uno quiere evitar cuando se opera. Reducir el estómago para que se convierta en un monederito puede impedir que ingieras más de un cuarto de taza de una sentada, pero seguirás muriéndote de hambre. La cirugía sólo consigue evitar el tener que tomar decisiones, pero ése es justamente el problema, tomar decisiones. Se puede hacer trampa incluso con un bypass y al final uno termina tolerando grandes cantidades. O sea, que vuelta al punto de partida. Además —dije, echando mano del argumento decisivo—, te obligarán a dejar de fumar.

—Olvídalo —dijo Edison.

—Lamento tener que citar a Fletcher, pero tiene razón: la voluntad es un músculo. Tenemos que usar nuestros recursos mentales. —Yo empleaba con frecuencia la primera persona del plural—. Y…, bueno, ya sabemos que te gusta comer, y a mí también me gusta. Por eso la verdadera pregunta es: ¿qué otras cosas te gustan?

Edison pareció desplomarse.

—Es difícil de admitir, nena, pero en este momento no estoy seguro de que me gusten otras cosas.

—Ah —dije, con delicadeza—. Entonces ése es el quid de la cuestión.

Me pregunté si no sería ésa la solución del misterio, a escala nacional. No era que comer fuese tan maravilloso —no lo era—, sino que nada era maravilloso. El hecho de que el comer fuese algo que estaba meramente bien seguía situándolo muy por encima de todas las otras cosas que estaban claramente menos que bien. En ese caso, estaba rodeada por millones de personas incapaces de disfrutar de nada que no fuese un donut de mermelada.