11

Dejé que Fletcher creyera que los gritos de angustia del sábado por la tarde sólo se debieron a que Edison había descubierto que Travis había recibido el archivo jpeg por correo electrónico —una excusa que protegía el orgullo de mi hermano y castigaba un poco más a mi marido—. A esas alturas ya estaba acostumbrada a calcular el flujo de información, una bonita manera de decir que me había vuelto crónicamente insincera con todo el mundo.

Por suerte, nuestro dormitorio tenía un cuarto de baño incorporado, y por eso Fletcher no usaba el de los niños, que estaba al final del pasillo y era el que Edison compartía. El día siguiente, Tanner, con su olfato infalible, descubrió, en medio de un charco que había quedado en la zona oscura y difícil de fregar detrás del inodoro, un zurullo que a mí se me había escapado. Por suerte también, cuando el domingo por la tarde gritó «¡Puaaaj, qué asco!», Fletcher se había ido a dar otra de sus obsesivas vueltas en bicicleta. Yo, que por Edison había dejado de fingir que tenía un estómago a prueba de todo, confieso que barrer ese excremento ya casi derretido y meterlo en el recogedor fue repugnante, y en cuanto terminé tiré la escoba y todo lo demás al cubo de la basura que teníamos fuera.

Cuando Tanner me obligó a explicar cómo un cacho de mierda tan grande podía haber ido a parar al suelo, le dije que no tenía ni idea. Es probable que Edison se llevara la culpa por defecto. Es posible también que eso no debiera tener importancia cuando faltaban dos días para que se fuera, pero ya no estaba segura de poder soportar el momento de meterlo en ese avión, sin una casa a la que volver, con amigos cuya buena voluntad podía seguir al límite y sin gira europea que pudiera hacerlo sentirse importante. Temía que ese vuelo de regreso tomara tierra realmente en Houston Street, donde, en tiempos, Edison y yo habíamos devorado los sándwiches de Katz’s Delicatessen, de unos trescientos gramos de pastrami cada uno. Sin embargo, no le había contado a nadie que el itinerario artístico de Edison era una fantasmada, ni siquiera a Fletcher. Bueno…, sobre todo no a Fletcher, y no porque le importase. Lo que le habría importado de verdad hubiera sido que me importase a mí.

Esa misma tarde también tuve que lidiar con una llamada de Solstice, a quien Travis había reenviado la fotografía acusatoria. (En realidad, podemos suponer que la reenvió alegremente a todos sus contactos). No fue nada típico de mi hermana que no pidiera novedades y puestas al día sobre los niños y fuese directamente al grano.

—Hace dos meses que está en tu casa. ¿Cómo es posible que no me lo contaras?

—¿Que no te contara qué? —dije, con voz cansina.

—A eso me refiero, eso es lo que puede conmigo. Esa inocencia fingida. Puedes parecer muy abierta y confiada, y después resulta que no me cuentas nada.

—No hay mucho que contar —dije.

—¿En serio? Edison se ha convertido en una pelota de playa y salta a la vista que ahora tiene un problema enorme, pero tú ni siquiera lo mencionas aunque hemos hablado al menos un par de veces desde que se instaló en tu casa. ¡Es tan clásico! Pasa algo, cualquier cosa, y es un secretillo entre vosotros dos. Siempre fuisteis así, una unidad cerrada, hermética, y nunca me incluisteis en nada…

—¿Cómo íbamos a hacerlo? Edison se fue de casa cuando tú tenías cuatro años.

—Después de que se marchara, siempre hablabais bajito por teléfono y tú te encerrabas con llave en tu dormitorio. ¿Te crees que no te oía? Y después empezasteis a veros en Nueva York. A comeros la ciudad, a vivir a lo grande. ¡Y nunca nadie me invitó a Nueva York!

—Ese primer viaje lo hice el verano antes de ingresar en la universidad. Tú todavía eras pequeña.

—¡Crecí prácticamente como si fuera hija única! Y ahora te visita y se pasa dos meses en Iowa. ¿Sabes cuántas veces le he propuesto en la tarjeta de Navidad que viniera a pasar una temporada con nosotros en Los Ángeles? Ni siquiera me manda un triste correo para decirme «No, gracias». La última tarjeta la devolvieron al remitente. Mira que no saber dónde vive mi hermano…

—Yo casi nunca sé dónde vive…

—Ahora sí lo sabes —se burló Solstice—. Vive en tu casa. Y quién sabe, si me hubieras contado los problemas de Edison, a lo mejor podría haber echado una mano…

—¿Cómo? ¿Enviándole una StairMaster? Lamento no haberte agasajado con descripciones, pero Edison merece que respetemos su intimidad, y la verdad es que no pensé que fuese de buena educación difundir la noticia de que tiene un problema de peso…

—¡Decir que tiene «un problema de peso» es quedarse corto! Es obvio que necesita que le tiendan una mano. Pandora, yo también soy su hermana, pero no sé cómo alguna vez podré ser para Edison una hermana de verdad si tú interfieres y te metes entre nosotros.

Una vez más me tragué lo siguiente: Edison debió de ser una presencia poderosa y mítica en tu infancia, aunque sólo fuera como una ausencia. Pero ni se acuerda de ti, cariño. Llevo décadas protegiéndote de la indiferencia de tu hermano. En lugar de eso, dije, cortante:

—Tu relación con Edison no es responsabilidad mía. Si tú quieres «tenderle una mano», nadie te lo impide.

Colgué con la certeza de que Solstice no tomaría ninguna iniciativa en lo tocante a Edison. Le tenía miedo.

Que mi hermana fuese una chica mucho más guapa que yo siempre había parecido compensación suficiente por la islita de soledad en la que creció. Aunque Solstice era la única que se beneficiaba del descubrimiento que Travis había hecho en la vejez, a saber, sus hijos reales, esa fachada tan equilibrada era una manera barata de ocultar el motivo de su queja, que desbordaba los márgenes de su afectada amabilidad con la más ligera excusa. Se sentía constantemente engañada, y esa punzante sensación de carencia sólo podía deberse a que no tenía idea de aquello de lo que la habían excluido, pues era poco lo que se podía envidiar de esa época llamada Custodia compartida. No me sentía cercana a mi hermana, y ella me hacía sentirme acosada. Solstice se había pasado años enviando paquetes con regalos estrafalarios e inútiles para atraer la atención sin que hubiera razón alguna para hacerlo: un gallo de punto que hacía las veces de guante para las bandejas del horno, un juego de cunitas de porcelana para apoyar los palitos chinos, un frágil abanico con tanto encaje que no habría dado la más ligera brisa si alguno de nosotros se hubiera atrevido a usarlo. Yo, supersticiosa, nunca me decidía a tirar esos cachivaches, y siempre que me ponía a ordenar un cajón de la cocina de repente encontraba, pongamos, un monederito de terciopelo agujereado. Sin embargo, esa cascada de benevolencia no deseada cumplía su propósito. Yo estaba demasiado ocupada para retribuir todas esas chucherías, por lo que esos tótems repartidos por toda la casa creaban una sensación acumulativa de deuda e ingratitud.

Ahora bien, lo cruelmente cómico de todo eso era que dos meses de mezcla para tortitas en el suelo, de marcas de tazas de café en la mesita de palisandro y de colillas por todo el patio estaban llevando mi matrimonio al límite, y Solstice estaba celosa. Recibía palos de todos lados por ser demasiado compinche de mi hermano, a quien, según había comprobado yo misma esos últimos tiempos, apenas conocía.

El lunes por la noche llevamos a Edison a Benson’s, lo más parecido a un restaurante chic que tiene New Holland. Cena de despedida. Decidimos ir temprano, ya que después de cenar mi hermano aún tenía que hacer las maletas. La noche no empezó muy bien que digamos, pues nos sentaron en un rincón inmundo cerca de la cocina.

—Disculpe —dijo Cody, en voz alta—, pero preferiríamos sentarnos allí.

Cuando el camarero farfulló algo acerca de que la mesa del centro estaba reservada, mi hijastra no dejó escapar la oportunidad de replicar:

—Pues entonces la de al lado también nos va bien. Aquí casi no hay nadie. No queremos comer metidos en este rincón.

Cody se dirigió al camarero con una mirada implacable, y el chico, claro, fue incapaz de decirle que no a una niña de trece años. Cuando nos acomodaron en la otra mesa, se produjo un gran alboroto para encontrarle a Edison una silla más grande, cosa que disgustó a Tanner. Cody seguía furiosa.

—Sabéis por qué nos había puesto allí, ¿no?

—Te has portado divinamente, cariño. Gracias —dijo Edison—. Pero ya estoy acostumbrado.

—Yo no me avergüenzo de ti, tío Edison.

—Maravilloso —dijo mi hermano, y añadió lánguidamente—: Pero eso no quiere decir que estés orgullosa de mí, ¿verdad?

—¡Yo no quería decir que…! —dijo Cody. Se la veía aturullada.

—Ya sé lo que querías decir, nena. Y estoy emocionado, en serio. Pero yo no debería ponerte en esta situación, ¿me captas? Eres una niña, y ya es bastante difícil hacer valer tus derechos.

—Deberías haberle dicho quién eres, Pando —dijo Tanner—. En New Holland eres famosa y podrías pedir la mesa que se te antojara. ¡Por Dios, nunca usas tu fama para nada!

—Porque mi hermana tiene clase, tío.

Edison se comportó, digamos, con sobriedad. No se pasó la noche soltando historias sobre Charlie Parker, y nunca lo había visto comer tan poco desde su llegada a Iowa: bocados pequeños de una costilla de primera, que masticó sin mucho entusiasmo, y gran parte de las costillas nos las llevamos después en una bolsita; por si fuera poco, apenas probó el vino, como si durante todas las semanas anteriores hubiese estado interpretando un número y como si un día la energía necesaria para mantenerlo con vida se le hubiera agotado demasiado pronto. Yo, que quería ahorrarle una repetición de sus planes imaginarios, dediqué gran parte de la cena, para distraerlos, a contar historias sobre los nuevos pedidos que llegaban a Baby Monótono, pero el espíritu de la velada era tan triste que no conseguí hacer reír a nadie, y mis imitaciones de un diálogo raro en alemán no sirvieron de mucho. Es posible que esa cena tan deprimente fuese un tributo a la depresión. Edison se iba, y nosotros —la mayoría de nosotros— estábamos tristes.

Apenas eran las nueve cuando volvimos a casa. Edison se disculpó y se fue a hacer las maletas. Mientras mi marido se preparaba para irse a la cama, yo, con un peso en el pecho, me tumbé sobre la colcha.

—Sé que te has acostumbrado a su cara —dijo Fletcher entre los ruiditos del hilo dental—, pero tienes que reconocer que será un alivio.

—Sí —dije—, pero un alivio que hace que me sienta culpable.

—No debería ser así. Tú…, bueno, nosotros, hemos hecho más de lo que manda el deber.

—Yo no he tenido en cuenta en lo más mínimo el sentido del deber. Eres tú el que no deja de recordarme que lo que he hecho no ha servido para nada. Que está más gordo que nunca.

—Y tú eres la que no para de decirme que no está en tus manos salvarlo.

—Es posible que haya estado en mis manos, y es posible también que haya sido una cobarde. Puede que sea más fácil fingir que lo ayudo cruzándome de brazos y esperando que pasen los días en lugar de ayudarlo de verdad. Eso sería muy duro.

Fletcher tiró el hilo dental en la papelera.

—Lamento mucho que tu hermano esté gordo. Lamento que siga siendo gordo, o «grande», como has empezado a decir. Como si eso cambiara las cosas. Lamento que probablemente no sea feliz, pero ése no es tu problema. Deberías mirar hacia delante. Tenemos que hacer algunas reformas. Todo esto ha sido muy duro, y aunque hemos tenido algunas peleas, hemos salido airosos. Lo increíble es que no lo haya matado. Olvídalo.

Ese peso que sentía en el pecho parecía figurado: tenía que sacar algo de él.

—El sábado… El sábado confesó. Esa gira por España y Portugal no existe, y los conciertos de primavera tampoco. No tiene trabajo y no tiene adónde ir.

En la puerta del cuarto de baño, la mano que sostenía el tubo de dentífrico se quedó inmóvil.

—Eso no cambia nada.

—Puede que para ti no.

Fletcher se acercó a la cama y me miró desde arriba.

—Espero que no estés contemplando seriamente la idea de pedirle que se quede más tiempo.

—No puedo enviarlo de vuelta a la nada.

—Sí puedes. O, si no puedes soportarlo, tendrás que soportar otra cosa.

—Eso suena a amenaza.

—Sí, a eso debía sonar.

Suspiré. No quería que ocurriese nada así, y recaí en los lugares comunes.

—Cuando uno se casa, no sólo acepta a la persona con la que se casa, sino a todos los que vienen con ella. Los colegas, los amigos y la familia. Como yo acepté a Tanner y Cody. Con alegría, podría añadir.

—Yo no me casé con Edison Appaloosa. Dicho lo cual, te desafío a que encuentres a otro hombre capaz de aguantar dos meses enteros a un cuñado que es un verdadero grano en el culo. Así pues, en líneas generales puede decirse que he sido bastante tolerante, pero he llegado al límite, punto. No puedes hacer que ese tío se quede en esta casa cinco segundos más de la hora de las brujas, es decir, las cuatro de la tarde de mañana, y seguir casada conmigo.

No éramos una pareja que blandiera el divorcio como un arma trillada. En nuestros siete años juntos nunca habíamos hecho la menor referencia a la posibilidad de separarnos, aunque esa omisión podía interpretarse como un signo de fragilidad. Dudé que Fletcher hubiera planeado lanzar ese ultimátum de manera tan drástica, si es que había planeado algo. Sin embargo, no era de los que sueltan una afirmación como ésa para luego retirarla.

Me quedé paralizada.

—¿Y qué esperas que haga?

—Lo que te dije desde el principio. Dale un poco de dinero, lo suficiente para que se meta en un hotel y luego alquile un apartamento. Lo suficiente para que encuentre un trabajo, de lo que sea. Si tuviera necesidad, podría trabajar en un Burger King.

—Vaya, qué hermoso panorama. Además, si mando a Edison de vuelta a Nueva York con un fajo de billetes, no se buscará un apartamento. Se lo comerá.

—No tienes que decirle adiós para siempre. Está el teléfono, los emails, mostrarle tu apoyo. Eso es lo que hacen las familias normales. Tú no paras de decirme que no sé nada de relaciones entre hermanos, pero lo que sí sé es que nadie está obligado a adoptarlos.

—También están las llamadas, los mensajes. No cabe duda de que un Edison sin cuerpo es mucho más fácil de asumir. Eso dice mucho de mí.

—¿Has entendido lo que he dicho?

—Sí —dije, y cerré los ojos.

—¿De verdad estás destrozada?

—Totalmente.

—¿Sigues queriéndome?

Deseé que Fletcher no tomara mi silencio como un insulto. Estaba dándome tiempo para pensar que en realidad admiraba el carácter intransigente de su edicto: o él o yo. Es posible que todo ese disparate de la leche de soja y la bicicleta tuviera un núcleo llamado miedo, pero mi marido era un hombre fuerte y apuesto, un hombre de verdad. Y hacía unos muebles preciosos.

—Sí —dije, no muy convencida y volviendo a abrir los ojos para cogerle la mano—. Y me gusta la vida que llevamos juntos, y los niños, a los que he tratado como si fuesen míos. Pero desde que despegó Baby Monótono, todo se ha vuelto como si viviera en un mundo de ensueño y muy divertido. Me pregunto si no será que necesito las dificultades. Y las verdaderas dificultades no son algo que uno sale a buscar, ni alguien que te encuentra. No se eligen. Eso es parte de lo que las hace difíciles.

—Ahí me he perdido, amiguita. ¿Qué se supone que he de interpretar?

Me erguí en la cama.

—Tú sigue con lo que estabas haciendo y cepíllate los dientes. Yo, por mi parte, interpreto que me siento fatal, que me da miedo llevar a Edison al aeropuerto mañana. Que ahora mismo siento ciertos remordimientos, con él haciendo las maletas solo al otro extremo del pasillo, y que creo que debería ir y hacerle compañía, sobre todo siendo ésta su última noche.

—En caso de que sea su última noche.

—En una palabra, no sé qué voy a hacer. No lo sé, en serio.

Durante un momento, mientras bajaba pesadamente de la cama, tuve el vívido presentimiento de lo que alguien sentiría, físicamente, si fuera Edison, arrastrando todos esos kilos cada vez que cruzaba una habitación. Debía de ser agotador.

Llamé a la puerta del cuarto de huéspedes, y sí, la cerré al entrar. Había ropa doblada por todas partes. La vieja y baqueteada maleta de cuero de mi hermano estaba en el suelo, y ya se veía llena.

—¿Cómo lo llevas?

—Me has comprado demasiadas porquerías —dijo Edison, en tono afable.

—Puedes llevarte una de nuestras maletas. No la echaremos de menos —dije, pero no hice nada para ir a buscarle otra—. Pero Edison… ¿adónde vas a ir?

—Bah, Slack me dejará quedarme en su casa un tiempo. Lo vuelvo un poco loco, pero somos viejos amigos. Tengo montones de amigos. No toda mi vida es una fantasía. Tú no te preocupes, me las arreglaré. Siempre me las apaño de una manera u otra.

No estábamos cómodos, ni él conmigo ni yo con él. Había una silla junto al escritorio, pero me quedé de pie.

—¿Y el trabajo?

—Bueno, algo terminará saliendo.

Fue una de esas vagas afirmaciones que la mayoría de los parientes suele creerse para poder colgar y volver a ordenar la ropa sucia. Nos parecía artificial volver al displicente «seguimos en contacto» que hace que uno esté básicamente solo.

—No entiendo por qué no hemos podido convencerte para que tocaras el piano más seguido —dije—. Antes venías a visitarme y tocabas todo el día. Apenas podía sacarte de casa.

—Es complicado —dijo Edison, guardando algunos productos de aseo en un neceser—. Requeriría más tiempo del que hemos tenido. Volveré a tocar a su debido tiempo. Pero, de momento…, una asociación de ideas desagradable.

—¿Con el piano? —Edison tenía razón; no teníamos tiempo. Lo habíamos tenido, por supuesto. Así que no seguí por ese camino—. Eh, estoy segura de que andas un poco corto de dinero. Qué te parece si mañana pasamos por el banco y te doy algo para salir del paso.

—Si quieres que te diga la verdad, es bochornoso. Pero es más probable que Slack me abra la puerta con una sonrisa si me presento con algo de pasta.

Edison se quedaba sin aliento incluso cuando tenía que hacer un movimiento tan simple como inclinarse para coger un paquete de Camel que había caído al suelo. Antes me encantaba la manera en que los tirabuzones rubios caían de su cabeza alborotados cuando aporreaba un teclado. En un hombre delgado y más joven, el pelo hasta los hombros le había dado un aire sexy, pero ahora ese halo de arabescos dorados le hacía la cabeza más redonda y lo hacía parecerse al Pequeño Lord Fauntleroy. Con los brazos y las piernas cortos en comparación con el tronco, las proporciones eran las de un niño de dos años. Nunca me había sentido atraída por mi hermano en un sentido indecoroso del que fuera consciente, pero siempre me había gustado que los demás lo considerasen atractivo. Cuando era niña, que me asociaran con un chico fibrado y de buen ver que vestía tejanos bajos en unas caderas estrechas me había proporcionado una baza social tan potente como la de tener un padre que salía por televisión.

—Oye —dijo Edison metiendo los Camel en un cartón abierto—. No sé cómo decírtelo, pero te has portado estupendamente. Incluso con esa empresa que llevas y todas las… las entrevistas, las sesiones de fotos, todas esas mierdas, y tanta gente que quiere un trozo de ti… Sé lo que es eso, me creas o no. —Durante un momento regresó a su antigua bravuconería; desde el episodio del inodoro, Edison había dejado a un lado su frialdad y su jactancia, pero yo quería que fanfarronease—. O sabía lo que era cuando tenía veinte años. Ya sabes que fui un peso pesado.

—Lo sé. Y sigues siéndolo.

—Muy graciosa.

—En los dos sentidos, ¿me captas?

—¿Te estás divirtiendo conmigo?

—Ojalá.

—Mira, lo único que quería decir… Bueno, sé que eres una mujer muy ocupada. Y sé que… sé que me he aprovechado un poco de vuestra hospitalidad, pero ha sido maravilloso tener… tener un lugar donde pasar una temporada. Y la niña, Cody, ha sido… es bastante enrollada, tía. Algún día romperá corazones. Sólo quiero decir…

—Sólo quieres decir gracias. Y después yo diré de nada.

—Sí, lo que quieras.

Por lo general, Edison no solía dar las gracias por nada, y que se acercase tanto a hacerlo me emocionó.

—Ojalá pudiera pedirte que te quedaras un poco más. Pero Fletcher… —No estaba segura de si debía decírselo, pero quería que comprendiese que me encontraba en un buen aprieto—. Ha dicho que si te quedas aquí «cinco segundos más» pedirá el divorcio.

—¡Carajo! Tu marido debe de odiarme de verdad. Aunque, sea lo que sea que haya hecho, es algo de lo que no soy culpable. No entiendo cómo alguien puede perder los estribos por una silla de mierda.

—No es sólo por la silla. Fletcher es hijo único, y para él esta historia hermano-hermana es sospechosa. Además, nos conocimos algo tarde. Hay muchas cosas de mi vida que desconoce, y todo el rollo de Custodia compartida lo hace sentirse más excluido. Es posible que piense que debo escogerlo activamente. Preferirlo a ti, para demostrar algo. En cuanto te deje en el aeropuerto, volverá a ser el único hombre en mi vida, o casi… Tampoco le gusta que salga con Oliver. Para él es lo mismo. Un hombre, una mujer, eso es lo único que entiende.

Mientras veía a Edison apilar revistas de jazz para el reciclaje, tuve una imagen de mi hermano haciendo lo mismo cuando tenía diecisiete años, pero con más energía, sin parar de moverse, cargando una mochila con pilas de casetes envueltos con cinta de carrocero para que no se partieran durante el viaje. Abandonó los estudios antes del último año, y se disponía a dejarme para probar suerte en Nueva York como músico de jazz. Dada su edad, ya me había hecho a la idea de que se marcharía después del instituto, pero mamá había muerto el año anterior y yo no estaba preparada para perder al único aliado que me quedaba. En la universidad, al menos, habría tenido vacaciones en las que podría volver a casa, mientras que ese andar haciendo autostop a ciegas por todo el continente amenazaba con convertirse en un exilio por tiempo indefinido. Recuerdo haberme quedado sola en la habitación de mi hermano cuando tenía catorce años, sin saber muy bien cuándo correspondía darle el regalo de despedida para que no se olvidara de mí —una pulsera de latón entrelazado y cobre que yo misma había soldado en un campamento de verano—; sin saber, en el fondo, si regalársela o no, por si le parecía una sosería.

Custodia compartida iba a seguir otra temporada, y al final acabó durando dos años más, años en los que me quedaría indefensa ante los hijos alternativos de nuestra familia, unos personajes realzados por el guión, y sin la ayuda del desprecio compartido de mi hermano mayor. Ésa fue la época del programa en la que Mimi se querellaba por la custodia completa de los dos hijos más pequeños, utilizando contra el padre, en los tribunales, todas las confidencias que habían compartido acerca de él. Y Maple estaba especialmente entre dos fuegos. Tras pasarse años «controlando información» un día sí y otro también, tenía que decidir si iba a declarar, bajo juramento, que no sabía nada. Mientras Edison seguía dando vueltas en el cuarto de huéspedes metiendo calcetines en la maleta, y en la otra punta del pasillo mi marido seguía tumbado sin poder pegar ojo, yo reconocí esa sensación que Floy Newport había evocado a la perfección: desgarrada entre lealtades en conflicto, destinada a traicionar a ambas partes, condenada a no agradar a ninguna, incluida ella misma; aunque me preocupaba pensar si era de mal gusto comprender las propias emociones a través de un personaje televisivo. Lo cierto es que no podía evitar recordar lo abandonada que había estado Maple la temporada anterior, cuando Caleb, su hermano mayor, también se fue de casa al alcanzar la mayoría de edad para probar suerte como pianista de jazz. Como Sinclair Vanpelt seguía formando parte del elenco, el Caleb de ficción sólo se mudó a Seattle y siguió apareciendo en el programa para aconsejar a Maple, su atormentada hermana, lo que debía declarar en el juicio. A los diecisiete años, el Edison real había enseñado a Sinclair y Caleb lo que había que hacer de verdad si uno se tomaba el jazz en serio, tío: irse a vivir a la puta Nueva York.

Con apenas edad para afeitarse, Edison se fue a una ciudad peligrosa en la que no tenía dónde vivir, una odisea que ahora repetía por segunda vez. Cuando, siendo todavía adolescente, dejó la casa familiar para irse a Manhattan, lo había envidiado, y me había sentido abandonada. Sin embargo, no había temido por él. Confiaba plenamente en que mi hermano aterrizaría en Nueva York de pie. Ahora, dejar que se fuera a ese mundo enorme y cruel con cuarenta y cuatro años me aterrorizaba.

—¿Recuerdas cuando te fuiste a Nueva York la primera vez? —pregunté—. Me parecías tan hombre que no dudaba de que saldrías adelante, pero ahora me doy cuenta de que sólo tenías la edad de Tanner, y comprendo lo valiente que fuiste. No conocías a nadie en Nueva York. Simplemente te echaste la mochila al hombro y sacaste el pulgar.

—Sí, para Travis fue demasiado. Esperaba que en una semana volviese con el rabo entre las piernas. Eso me motivó mucho. Yo había apostado fuerte.

—Entonces no me preocupé, pero ahora sí.

—¿Cuál es la diferencia?

Respiré.

—Cuando tenías diecisiete años no eras un obeso mórbido.

—Por Dios, términos médicos para hablar de mi culo.

—Creo que hasta ahora no he sido demasiado… clínica. —Lo hice sentar a mi lado en la cama—. No hace falta que te diga lo que te voy a decir, pero vas camino de la diabetes. De la embolia. De la hipertensión. Alguna enfermedad cardiaca. Ya tienes apnea del sueño, eso también tiene que ver con el peso.

Edison parecía aburrirse.

—Y encima te conviertes tú mismo en un hombre triste y deprimido y te pierdes la oportunidad de que una mujer que se precie te ponga una mano en la rodilla. ¡Y pensar que todas mis amigas estaban locas por ti! Esto es un desperdicio, una atrocidad, y tiene que terminar.

—Mira, no te lo tomes a mal, pero, como ya he dicho, es asunto mío.

—Fletcher tiene razón, matarse a uno mismo es asunto de muchísima gente. Para mí, que sigas pretendiendo que no tiene nada que ver conmigo es algo que está mal, moralmente mal, si es que puedes soportar que hable en términos tan poco modernos.

Yo no tenía ni idea de lo que iba a decir después hasta que lo dije. Me lo fui inventando todo a medida que iba hablando; me invadía una sensación de sacrificio, pero también de fuerza. Muy parecido al ultimátum que me había dado Fletcher una hora antes, di un paso y ya fue imposible retroceder:

—Quiero hacerte una proposición. Que te quedes en New Holland. Te buscaré…, bueno, nos buscaremos un apartamento y yo me iré a vivir contigo. Me ocuparé de ti, te ayudaré económicamente. Pero sólo si adelgazas, si pierdes peso.

Edison entrecerró los ojos.

—¿Cuánto peso?

Todo. Hasta que vuelvas a parecerte al hombre que sale en las fotografías de tu página web.

—Venga ya, tía, ¿tienes idea del tiempo que tardaría?

—No lo sabré hasta que lo calcule. Pero meses, muchos meses, y tendría que ser radical. No basta con dejar de comer un segundo trozo de tarta.

—¿Y sabes cómo se hace?

—Lo averiguaré. Seré tu entrenadora. Yo también tengo que adelgazar. Además, si somos sinceros, los dos sabemos «cómo». No es física cuántica. Basta con no atiborrarse.

—¿Y Fletcher? ¿Y los chicos?

—Con Cody y Tanner puedo seguir en contacto, pero a Fletcher no va a gustarle nada —dije, y fue mi frase más comedida en una década—. Para mí sería un riesgo.

Edison se quedó mirándome en silencio.

—¿Y harías eso por mí?

Eufóricos los dos, y asustados por lo que acababa de proponer, sentí la tentación de decir: En realidad, será mejor que me dejes consultarlo con la almohada, aunque me di cuenta de que llevaba bastante tiempo consultando exactamente eso.

—Sí.

—Oh, tía —dijo Edison, perplejo y sacudiendo la cabeza.

Me puse de pie, lo cogí por los hombros y lo miré a los ojos.

—Pero, claro, la otra pregunta es si harías eso por mí.

Con todo, no formulé la frase como debía, y con el tiempo me arrepentiría.

—Guau —dijo Edison, y me alegró ver en su rostro una oleada de ímpetu. No quería que acometiese el proyecto a la ligera. Mejor dicho, prefería que no tuviese que acometerlo.

—¿Ya has hablado de esto con tu marido?

—Se sorprenderá un poco.

—Se pondrá pálido el cabrón. ¿Tú y yo en un pisito? Me va a perseguir hasta matarme.

—Por suerte no tenemos armas en casa.

—Sólo una cosa cabrearía a ese hijoputa más que verme gordo —dijo Edison, con una mirada de acero—. No verme gordo.

—No habrá trampas —dije—. Ya verás que tu partida para Nueva York cuando tenías diecisiete años y ni un centavo ni un número de teléfono parecerá un viaje a la oficina de correos. Porque, Edison, te aseguro que será, sin excepción, lo más duro que hayas hecho en la vida.