Cada vez que encuentro una foto mía, en lo primero que me fijo es en si en el momento en que se tomó yo estaba gorda o no. Si siento apego por algunas fotos no es porque me recuerden una ocasión especial, sino porque se me ve delgada. Es probable que pueda colocar todas mis fotografías según un orden exacto de preferencia que se correspondería exactamente con un contínuum de mi volumen. Las más apreciadas son las de los años de Breadbasket, cuando era delgada, lo que, sumado a cierto aire adusto, me hacía parecer asexuada e insignificante. No me importa. Ser flaca podría no ser sinónimo de guapa, pero aún sigue pareciéndome un signo de nobleza; sí, soy consciente de que suena ridículo, y envidio la apariencia de esa anterior encarnación mía, que disfrutaba, digamos, de cierto margen de maniobra. Me burlaba de Fletcher porque asociaba el físico con el vicio y la virtud, pero yo misma aceptaba esa equivalencia.
Tanner y Cody imaginaban que ocultaba (o no ocultaba) mi vanidad cuando rehuía las fotos a doble página, pero la verdad es que lo que no soportaba era mirar fotos mías de los tres años anteriores precisamente por vanidad, y por ese motivo no encargué más ejemplares de New York y ni siquiera me preocupé por conseguir una impresión del artículo que había publicado Forbes. Porque se me veía gorda.
Sí, de acuerdo, me da vergüenza. No sé si esa preocupación acentuada por el tamaño fue algo que me hicieron o si es algo que me he hecho a mí misma. Lo que sí sé es que: 1) no soy la única que sopesa sus fotos exactamente con la misma mirada; 2) no todos los que también «pesan» sus fotografías son mujeres.
Enfrentarse a una foto de uno mismo siempre es un asunto peliagudo, porque la propia imagen no sólo evoca esa preocupación trivial que nos hace decir cosas como «No me imaginaba que tenía la nariz tan grande». Suena estúpido, pero cada vez que encuentro una foto en la que aparezco, me impresiona el mero hecho de haber sido vista. En circunstancias normales no me siento mirada. Cuando camino por la calle, lo que experimento es que soy yo la que mira. Me aparezco ante mí misma en la etérea intimidad de mi mente, me inquieto cuando me veo frente a pruebas de mi cuerpo público. Se trata de algo que no tiene absolutamente nada que ver con la insatisfacción, de la clase que sea, que puede hacerme sentir el peso de mi culo. Se trata, más bien, de tener un culo, cualquier culo, que los otros pueden comerse con los ojos, criticar o pellizcar, y de quedarse pasmado al constatar que, para los demás, ese culo, sea cual sea su forma, tiene algo que ver conmigo. De vez en cuando puedo conectar un conjunto gracioso de mis músculos faciales con la experiencia real, asimilada, de encontrar algo divertido y guardarme para mí la fuente de esa diversión. Sin embargo, por lo general fallo por completo a la hora de reconocerme a mí misma en mis fotografías. No me identifico con esa mata de pelo corto que una vez fue rubio natural y tendía a rizarse; cuando por enésima vez dejo de teñirme las raíces durante tres largos meses, la cámara fotográfica castiga, pero sé que andar por ahí con el pelo gris en el medio de la cabeza da exactamente la misma impresión que cuando el gris está teñido. No estoy convencida de que mi yo elemental siquiera tenga pelo. No me identifico con los dedos cortos que tengo; la relación que tengo con mis manos es la que tengo con lo que esas manos hacen, y esa rechonchez digital nunca ha afectado a la competencia de mis manos a la hora de estirar la masa para hacer galletas de mantequilla. No me siento alguien con un cuello que últimamente tira a grueso, con todo lo que eso da a entender: bajo nivel de sofisticación y un punto de tosquedad. Por Dios, si yo crecí en Los Ángeles. Lo que sí reconozco en esas fotos es mi ropa, y recupero la imagen de una chaqueta acolchada con la alegría que produce encontrar a un amigo al que llevo mucho tiempo sin ver. No me molesta nada que mi ropa haya estado expuesta a miradas ajenas, pero el cuerpo es otra cuestión. Es mío, y me ha resultado útil, pero es un avatar.
Dado que la mayoría de los humanos supuestamente tienen que vérselas con la misma desconexión sensacional entre quiénes son para sí mismos y lo que son para los demás, seguir estando completamente obsesionados con nuestro aspecto es algo desconcertante. Tras verificar en nuestros libros la débil conexión entre el quién y el qué, podría pensarse que, a partir de los tres años de edad, aprendemos a mirar directamente a través del avatar igual que cuando miramos por un cristal. Por otro lado, a veces he sospechado que mis empleadas, que se dejan en maquillaje cincuenta dólares por semana de sus modestos salarios, han llegado a dominar un secreto que a mí casi siempre se me escapaba y que sólo me importunaba cuando me ponía a mirar instantáneas: nos guste o no, para los demás somos un qué. Es posible que una misma no reconozca los muslos macizos y los ojos desinflamados con flores de aciano, pero los demás sí, y una interfaz competente con el resto del mundo implica manipular al máximo esa imagen irrelevante y arbitraria que no somos nosotros. Ergo, si una se aplica el maquillaje como corresponde, esos cincuenta pavos no podrían haberse gastado en nada mejor.
Lo que nos lleva de vuelta al peso. Desde que Edison me dio un motivo, me he dedicado a estudiar este tema: la jerarquía de las aprensiones cuando miramos a otra persona. En cuanto emerge de la distancia una forma que, sin duda alguna, es un ser humano y no el poste de una farola, le introducimos estos datos: 1) sexo, 2) tamaño. Ese orden de reconocimiento puede ser universal en mi parte del mundo, aunque no creo que el tamaño siempre haya ocupado el segundo lugar. Sin embargo, en nuestros días tiendo a registrar que una silueta es esbelta o gorda antes incluso de que, un nanosegundo después, vea que se trata de la silueta de un blanco, de un hispano o de un negro, y, sobre todo cuando el sujeto en cuestión tira a talla XL, es probable que muchos de nosotros detectemos ese último dato antes incluso de determinar persona grande de qué sexo. No es de extrañar, pues, que en las declaraciones de testigos oculares a la policía aparezcan invariablemente descripciones como «delgado», «de complexión media», «corpulento» o algunas variantes más refinadas de esas características. En la ficción, por ejemplo, los autores que no identifican aproximadamente y de inmediato cuánto pesa un personaje no hacen bien su trabajo y, en los cuentos, las descripciones resumidas de los personajes empiezan sin falta más o menos así: «Allison, una chica alta, muy delgada y pecosa»; o: «Bob era un hombre afable y sociable cuyo gusto por las cervezas británicas de importación comenzaba a anunciarse en su cintura…».
Son datos importantes aunque sólo sea porque cada una de esas tres categorías de peso que usábamos en Baby Monótono va aparejada a toda una serie de rasgos de carácter, una constelación de cualidades estándar que, sin otra información en la que apoyarnos, atribuimos al tamaño. Pero cuidado, en ese juego no hay neutralidad; igual que en países como Australia votar es obligatorio, pesar tanto o cuanto es una especie de votación que no permite abstenciones. Somos tridimensionales y tenemos que pesar algo.
Empecemos por el peso «medio», que, como todas las posiciones intermedias, se considera la más anodina y la menos digna de mención. Sin embargo, en este lío de ideas preconcebidas, incluso esa categoría se ha vuelto complicada. En cualquier caso, aquí, en Iowa, ya no estamos de acuerdo en las dimensiones que pueden calificarse de estándares. Cierto, algunas autoridades sanitarias importantes han intentado imponer el «índice de masa corporal», proporcionando así una definición numérica de lo normal, aunque a mí personalmente me frustre la manera en que la fórmula «peso dividido por la estatura al cuadrado», invención de un belga de principios del siglo XIX, se ha puesto de repente tan de moda dos siglos después.
En el Westdale Mall de Cedar Rapids, la norma es harina de otro costal. Mis conciudadanos son tan sistemáticamente anchos de espalda, tan de hombros redondos, de piernas macizas y de bíceps rollizos, que podríamos estar todos apiñados en un lienzo de Botero. Como el cubismo, el futurismo y el art déco, el gigantismo se ha convertido en un estilo reconocible en el que un supuesto artista recluta al grueso de la población. Cuando salgo a dar una vuelta por algún paseo público, suele sorprenderme la fuerza de una connivencia en la que, durante los años previos a la llegada de Edison, yo participé todo lo que pude y más. Por ejemplo, entonces pensaba: casi toda esta gente pesa más que yo; por lo tanto, no tengo sobrepeso. El tamaño es relativo. Si todo el mundo es gordo, nadie lo es.
A pesar de la expansión sigilosa y constante de lo que en el Medio Oeste se considera unos contornos normales, seguimos suponiendo muy alegremente que cada una de esas presuntas personas normales daría lo que no tiene por ser más delgada. Se da por sentado que el señor y la señora Término Medio no están contentos con su peso, que evitan los espejos, que tienden a ver en la talla del vestido o de los tejanos una acusación personal y que les angustia bastante subirse a una báscula delante de otras personas, lo suficiente para aplazar las visitas al médico durante meses y meses. Así pues, la razón nos dice que, en nuestros días, hasta la masa media de la América profunda transmite una disposición a la vergüenza, la frustración y el desencanto, y también una inclinación constitucional a no fijarse demasiado en los demás.
Pero ¿qué, o más bien quién, es el delgado? Por presunción, los tirillas son personas duras, faltas de alegría y críticas, y padecen la misma insatisfacción crónica que la gente de tamaño mediano; pero, además de aplicarse a sí mismos una regla despiadada, están insatisfechos de nosotros. Su proclividad al autocontrol deriva inexorablemente en la manía de controlar también a todos los demás. No saben divertirse, y tampoco vacilan a la hora de aguarnos la fiesta. Son superiores, altivos y elitistas. Vanidosos, egocéntricos y fríos. Quisquillosos. Mezquinos y reservados. Distantes. Neuróticos. Sentenciosos y condescendientes. Crispados, no sólo por fuera, sino también en su conducta y sus modales. Insinceros (es probable que digan no al postre porque se sienten «demasiado llenos») e hipócritas («¡Estás estupenda!»). Malos, aunque por lo general a espaldas de uno. Temerosos no sólo de la comida, sino también de la gente que la come, como si el libertinaje fuera contagioso; en consecuencia, propensos a un apartheid inconsciente, instintivamente parciales a la compañía de sus atrofiados semejantes. Rígidos, y Dios nos libre de invitar a uno de esos dechados de virtudes a una copa a la hora de ir a correr.
Una subsección reducida de esos espárragos consigue que le reconozcan el mérito de concentrarse intelectualmente en cosas más elevadas que un almuerzo, o una tendencia a saltarse las comidas por despiste o por olvido, pero ésos son todos hombres. En el Oeste no hay una sola mujer delgada de la que se suponga, en el primer encuentro, que está demasiado enfrascada en su trabajo para olvidarse de comer.
Esos palillos de dientes imaginan que su silueta inspira envidia cuando, en realidad, inspira aversión. Por increíble que parezca, los que se matan de hambre nunca parecen capaces de encontrar placer alguno en el recipiente por el que se han sacrificado. Así pues, que quede bien claro: siempre dan la impresión de querer ser aún más delgados.
Y, por último, los gordos de verdad. Creo que ya hace mucho tiempo que descartamos la fama que tienen de ser la alegría de la huerta. Es más probable que sean la viva imagen de la desdicha. Melancolía, tal vez. Impotencia. Demasiada tolerancia consigo mismos, autoengaño. Actitud defensiva. Resignación ante el presente, fatalismo en lo que respecta al futuro. Odio a sí mismos, autorreproche. Timidez. Autocompasión, si bien más que merecida; manía persecutoria, aunque ¿debería llamarse «manía» cuando a uno lo persiguen de verdad? Un sentido del humor consistente en menospreciarse. Humildad. Como consecuencia de haber sido el blanco de la malicia, bondad. Una calidez envolvente. Generosidad. Fruto de una fragilidad evidente por sí misma, aceptación jubilosa de lo que pudiera fallar en nosotros. Deseo de que lo dejen a uno en paz, y un gusto por quedarse en casa. Amabilidad. Inocuidad. Languidez. Franqueza. Procacidad. Un carácter práctico y falta de pretensiones.
Ahora bien, ésos son estereotipos, y entre la gente real de todos los tamaños las excepciones son legión. Además, a mí me lavaron el cerebro como al que más para que aceptara las dimensiones que ha de tener un cuerpo atractivo; pero cuando miro las listas de atributos que instintivamente adscribimos a los muy delgados y a los muy gordos, preferiría ser gorda.
Es posible que mi disquisición sobre las fotografías haya parecido una digresión de la historia que estoy contando, pero no es así.
En los días anteriores al regreso de Edison al Este, lo presioné para que decidiera cómo quería celebrar su despedida. Insistí en que a Cody se le partiría el alma, y que yo también lo echaría muchísimo de menos. Y en este último punto no mentía.
Tengo que reconocer que me pasé semanas deseando que llegara el día en que se marchara, y que me permití frecuentes fantasías acerca de un retorno a una vida normal. Ensayé repetidas veces el momento en que me levantaría cuando me viniera en gana para cambiar de emisora la radio de la cocina, que ya estaba sintonizada en la WSUI —nada que ver con la KCCK, la única emisora de Iowa que sólo emite jazz contemporáneo—. Oiría el comienzo de Morning Edition sin preocuparme por despertar al huésped con apnea que dormía en un sillón. Encantada de la vida, echaría en el café dos cucharadas de mi amada mezcla de nata y leche (el cartón de medio litro casi lleno duraría el resto del mes). Me regodeaba pensando que volvería del trabajo y no tendría que decir absolutamente nada. Imaginaba cenas con mi familia en la que los dos chefs rotatorios no estaban en guerra y no nos enfrentábamos ni a una comilona nauseabunda ni a unos platos sosos y ascéticos como penitencia por los excesos de la noche anterior; en breve, me imaginaba a Fletcher preparando su polenta típica, pero sin olvidarse del parmesano. Deseaba volver a tener relaciones sexuales frecuentes con mi marido para después quedarme dormida como una bendita en lugar de pasarme una hora mirando el techo al cabo de otra discusión tensa y violenta sobre el último objeto que Edison acababa de romper.
Es posible que me atormentara pensando si los excesos de mi hermano eran un signo de depresión, pero lo que sí estaba claro era que esos excesos estaban deprimiéndome a mí. No veía la hora de escapar de la acuciante sensación de que debía hacer algo por el peso de Edison, aun sin saber qué era lo que debía hacer. Lejos de su mala influencia, yo perdería ese sobrante que ahora pesaba como mínimo nueve kilos. Sacaría mi bicicleta, maldita sea la condescendencia de Fletcher. Enviaría a Edison mensajes repletos de novedades mientras él iba camino de Europa, actualizaciones sobre los progresos de Cody con el cancionero de Simon and Garfunkel o sobre la dichosa reconsideración de Tanner (bueno, eso era una fantasía) acerca de su insensata carrera. Ansiaba que llegase ese día maravilloso en que Edison Appaloosa dejase de ser mi problema.
Sin embargo, sabía perfectamente y de antemano que en cuanto le dijera adiós y volviera a refugiarme en mi seguridad —lavándome las manos y regresando a paso rápido a lo que en los Estados Unidos se consideraba una familia feliz y a una pila de nuevos encargos de Baby Monótono— me sentiría vacía y taciturna. Torturada por ese sillón granate, hundido y vacío. Avergonzada por haber retomado nuestra ecléctica dieta musical —R. E. M., Coldplay, Shawn Colvin y Pearl Jam— y descubrir que esos clásicos del pop que antes nos encantaban ahora sonaban ramplones. Sin poder explicarme por qué no había disfrutado a conciencia de lo que antes había desdeñado por considerarlo ruido de fondo, cuando era obvio que estaba empezando a gustarme el jazz a pesar de mí misma. Entristecida al ver que, pese a una singular y sostenida exposición a los conocimientos de mi hermano, seguía sin saber distinguir entre John Coltrane y Sonny Rollins. Flagelándome por no haber oído nunca con atención ni uno solo de sus discos a pesar de que, mientras él había estado en casa, de vez en cuando había puesto alguno, una comedia para hacerle creer que me interesaban. Mortificada por no haber conseguido que mi hermano me hablase de su matrimonio fracasado o de su hijo casi desconocido. Consternada por no haber llegado nunca a entender qué lo había llevado a engordar tanto. Cabizbaja por haber tenido una oportunidad única de llegar a conocer de verdad a mi hermano como adulto y haber desperdiciado la mayor parte de su visita esperando a que se marchara.
Por eso, cuando dije que lo echaría de menos, quise decir que echaría de menos lo que no habíamos experimentado, y no sé cómo se llama eso: nostalgia de lo que no ha ocurrido. Sabía que cuando se fuese me sentiría fatal y, en ese sentido, los últimos días con Edison en casa disfruté de su compañía, que, aunque sólo fuese brevemente, al menos me salvaba de mis remordimientos.
Fue el sábado anterior a la partida de Edison, que tenía el vuelo reservado para el martes. Terminábamos de comer uno de los matadores desayunos tardíos de mi hermano: torrijas. Esforzándose por ser sociable ese último fin de semana con Edison en casa, Fletcher (¡Quiero una tostada SIN NADA! ¡Quiero una tostada SIN NADA!) nos había acompañado con su trigo integral sin mantequilla. Tanner y Cody fueron a reunirse con unos amigos en el centro comercial. Entre las doce y la una del mediodía, sonó el teléfono.
Travis.
Mi hermano hablaba con papá más o menos una vez al año, y me había puesto al tanto de lo que Travis pensaba realmente de Baby Monótono —más exactamente, de «la empresa de juguetes de tu hermana»—, pues que su segunda hija, insignificante, sencilla, de perfil bajo, se hubiera labrado una reputación con «muñequitos» era, al parecer, una de las fuentes principales de su consternación marca de la casa. La afrenta a mi padre era uno de los pocos beneficios reales que coseché de la popularidad de mi peculiar producto. En una palabra, venganza. Si bien la nuestra era una de las muchas familias en las que resultaba difícil determinar de qué podrían exactamente desear vengarse los hijos, esa sensación de merecer una compensación por una atrocidad enorme, inefable y nefanda seguía persistiendo pese a todo. Sin embargo, yo era consciente de que lo mío era pura estrechez de miras. Travis era patético; por eso, triunfar por encima de ese septuagenario era, en sí, patético, una victoria que llegaba demasiado tarde.
Por lo general, yo hablaba con él más bien una vez al mes, pues esas llamadas de hija cumplidora me hacían sentirme menos canalla por dejar a un monomaniaco delirante al cuidado de Solstice únicamente porque mi hermana vivía cerca. (Pero, bueno, eso era lo que mi hermana había elegido). Mi padre rara vez preguntaba cómo me iban las cosas, y cuando lo hacía, la pregunta no era muy profunda, que digamos («¿Qué tal todo, Pandarama?»). Después podíamos seguir hablando sobre el importante asunto de la no-vida de Travis ahora que incluso las compañías que sacaban al mercado los productos más mortificantes habían retirado su publicidad. (Ab-Sure, que hacía bragueros, fue la última en irse).
Hasta ese día, Edison y yo habíamos llamado juntos a nuestro padre, unas llamadas durante las que yo apenas podía intervenir y sólo tangencialmente. Esas conversaciones a tres habían sido toda una competición, pues era difícil decir quién rajaba más, si Edison o Travis. Mi padre empezaba despotricando y diciendo que ahora las estrellas de televisión ganaban casi tanta pasta como las de Hollywood, cuando él había ganado «calderilla» —su retorcida manera de hacernos saber que ya había gastado la mayor parte de esa calderilla, así que no, no íbamos a heredar mucho dinero que digamos—. Sin pretensiones de seguirle la corriente, Edison recordaba entonces su viaje a Río en 1992 y citaba hasta al último integrante de su banda de perfectos desconocidos para pasar después a contar cómo había sido una espontánea jam session de antología en una favela dura y peligrosa.
Por eso, ese sábado, al oír la voz de mi padre cuando contesté, se me cayó el alma a los pies: una hora que se va por el desagüe. No obstante, me extrañó que, contrariamente a la costumbre, fuese él quien nos llamara.
—¡Pandorísima! —gritó, muy alegre.
Esas maneras benévolas de embellecer mi nombre estaban pensadas para dotar a la insignificancia familiar de algo que podría llamar Personalidad por un Día. Con una mirada de congoja, le dije a Fletcher: Travis. Visiblemente más simpático a medida que se acercaba el éxodo de Edison, mi marido estaba limpiando con la esponja la crema de las torrijas que había salpicado todo el suelo de la cocina.
—Hola, oye —berreó Travis en mi oído—, ¿has visto esa nueva serie, Mad Men? No deja de ser interesante que ahora la AMC encargue dramas originales, y estoy pensando que yo podría aprovechar algunas oportunidades. Pero toda la gente con la que me encuentro por ahí no hace más que hablar de ese programa. Lo he visto, y por mi vida que no lo entiendo. Está ambientado a principios de los sesenta, muy bien hecho todo, pero en mi opinión cuesta definirlo como drama «histórico» real. Todo ese aspaviento por los decorados y el vestuario cuando yo podría haber solucionado toda la temporada con un viaje a Goodwill. Gran parte del metraje de ese programa lo ocupan las tetorras de Christina Hendricks. Una birria. Y todos son hombres con un pasado, no lo que pretenden ser. La historia no podría ser más manida. Si hasta resulta inverosímil de lo trillada que es. A mí dame El fugitivo.
—No puedo decirte nada, no he visto esa nueva serie —mentí—. No vemos mucha televisión.
—Eso es lo que todo el mundo dice. Si te paras a escuchar a la gente de esta ciudad, pensarías que todos han vivido en cuevas sin electricidad, pero inmediatamente después empiezan a hablar de Mad Men y se les cae la baba. No cuela, nena. Ahora que, Pandorable, fue todo un detalle de ese buenazo de carpintero con el que te casaste mandarme un correo con una foto de tu cumpleaños. Perdóname que no te llamara ese día, pero tenía una pila de mensajes de admiradores y me fue imposible hacerme un hueco para llamarte.
—Entonces, ¿ésta es la llamada por mi cumpleaños?
Yo ya no pensaba con lucidez. Simplemente noté que, si Fletcher no hubiera enviado esa foto de grupo, Travis se habría olvidado por completo de mi cumpleaños. Y no habría sido la primera vez.
—Digamos que es el anticipo para el año que viene. Pero hasta entonces, dime, ese hermano que tienes, el artista de jazz, ¿sigue acampando ahí? ¿Colgado hasta que empiece la próxima gira relámpago? —Le dije que sí, que Edison estaba en casa—. ¿Por qué no me pasas al chaval, quieres?
Le pasé el auricular a Edison y volví a ocuparme del pan que tenía en la plancha.
—Jo, Trav, me pillas por un pelo —dijo Edison desde el sillón cuando terminó de lamerse los dedos. Faltaba tan poco para que se fuera que me había resignado a interpretar el papel de «mediadora», y la noche anterior, con ganas de compensar de la manera más desafortunada posible las tremendas ganas de librarme de mi hermano, había preparado, de postre, una tarta de almendras y limón. Edison estaba zampándose las sobras—. El martes vuelvo a la Gran Manzana, después pongo rumbo a Europa…
No era el estilo de mi hermano resumir sus planes musicales en media frase, pero algo en la línea lo interrumpió. Se sonrojó. Rodeé a toda prisa la isla de la cocina hasta que pude oír el sonido que salía del auricular: carcajadas de Travis.
—No tengo por qué oír eso —dijo Edison en voz baja, y colgó.
—¿Qué ha pasado? —dije—. ¿Qué ha dicho?
Edison miró fijamente hacia delante y respiró. No tocó la tarta.
—Mira que eres cabrón —le dijo a Fletcher.
—¿Qué he hecho?
Una repetición de la inocencia fingida con la que Edison había negado haber roto el Bumerán.
—No se te ocurrió nada mejor que enviarle un mensaje con esa foto.
De repente pensé que Fletcher estaba limpiando el fregadero con una diligencia excesiva.
—¿Por qué no? Era el cumpleaños de tu hermana. Eso incluye a Travis, en la medida en que le importa.
—Incluye a Travis en que ahora su hijo es, y cito, «una carroza humana».
—Oh, no —dije—. Lo siento, Edison.
Fletcher levantó las manos en un gesto histriónico de consternación.
—¿Y no sabía ya que has tenido ataques de hambre bastante serios?
—Hace años que no lo veo. Y eso significa que él tampoco me ha visto.
—Sí, pero… —dijo Fletcher, haciendo revolotear los dedos—. ¿Internet…?
—Mi viejo nunca ha tecleado en un buscador nada que no sea su nombre, Travis Appaloosa. ¿Por qué iba a estar al día en lo que respecta a mi apetito?
Por fin Fletcher dejó de enredar en el fregadero.
—No se puede impedir que la gente sepa qué aspecto tenemos. Si uno pesa tropecientos cincuenta kilos, deja de ser un secreto. Y no es culpa mía que, para sacar una foto de mi familia, tenga que retroceder tres pasos para que tú entres en el cuadro.
Ansioso por impedir que la isla ofreciera a mi marido un baluarte, Edison se levantó y entró en la cocina. Fletcher había irritado a un animal muy grande, e instintivamente se batió en retirada.
—Hay cosas que son inevitables, y después hay algo que se llama enseñar intencionadamente a mi padre lo que no tiene que saber. ¿Sabes que visito mi página en la Wikipedia todos los días para asegurarme de que la foto que ponen sigue siendo una de hace cinco años? ¿Habéis entrado alguna vez en mi página? Deben de haber cientos de fotos en la galería, y también son buenas. Fotos de todos mis viajes por el mundo, lo mismo en mi página de Facebook, y en ninguna peso más de setenta y tres kilos.
—Si quieres puedes reescribir la historia, pero tu problema es la realidad, y una foto antigua en la Wikipedia no la cambia.
—Esto es una venganza, ¿no? Por tu puta silla.
—Enviar una sencilla foto de cumpleaños a mi suegro no es una venganza…
—¡Por tu puta silla, tío! Un mueble a cambio de mi dignidad…
—¡Si tanto te importa tu dignidad, trata de contenerte delante de un plato de espaguetis!
—¿Tienes idea de lo que acabo de oír de boca de mi padre?
—Travis es un gilipollas. ¿Por qué tiene que importarte lo que piensa?
—¡Es mi padre, tío! ¡No tengo la culpa de que sea un gilipollas, sigue siendo mi padre! Y tú me has humillado…
—¡Te has humillado tú mismo!
—¡Basta! —ordené a Fletcher—. ¡Déjalo en paz!
Fletcher me fulminó con la mirada: mirad de lado de quién está la hermanita.
—¡A la mierda! —dijo Edison, con un gesto de la mano—. A lo hecho, pecho, ¿vale? Tú has conseguido lo que te proponías. Le has alegrado el día a mi padre, por si te hace bien saberlo. Apuesto a que va a hacer ampliar esa foto a tamaño natural para convertirla en un póster. Y que la pegará en la tarjeta de Navidad para la familia.
—Papá no envía tarjetas de Navidad —dije.
—Empezará a hacerlo —repuso Edison, y se volvió.
Le puse una mano en el brazo para detenerlo.
—No te vayas —dije—. No está bien que las cosas queden así, te vas dentro de tres días… Intentemos hablarlo, ¿de acuerdo?
—Mira, ¿quieres saber una cosa? Incluso las carrozas de los desfiles a veces tienen que soltar lastre.
Las escaleras crujieron; al parecer, valía la pena el esfuerzo extra de usar el baño de arriba, que ponía una buena distancia entre mi hermano y Fletcher.
—¿Tú…? —pregunté, sin levantar la voz—. ¿Tú enviaste la foto a mi padre a propósito para que se enterara de lo mucho que ha engordado Edison?
—Venga ya. Travis iba a enterarse antes o después.
—Pero no tenía por qué enterarse por ti. Y por mí tampoco iba a saberlo. Cuando he hablado con él, e incluso con Solstice, nunca he hecho la menor alusión a la gordura de Edison. También me he guardado para mí que tiene problemas de dinero. Dije que está mudándose, y que aprovechamos ese hueco para vernos y ponernos al día, punto. ¿Tú no sabes nada de familias?
—Mucho —dijo Fletcher con frialdad—. Te olvidas de que tengo una.
—Tenemos una familia, gracias. Me refería a hermanos. Esas cosas no se dicen. No de un hermano, ni tampoco de un cuñado.
Estuvimos unos minutos fregando con furia la cocina, y cuando terminamos me sentí molesta, porque ya no quedaba nada con lo que desahogarme. Desesperada, ataqué las manchas de grasa de los pomos de las alacenas mientras Fletcher, impotente, se quedó en situación de desventaja sin nada que hacer.
—El problema es su aspecto —dijo Fletcher—, no que Travis lo sepa. ¿Por qué siempre te pones de lado de tu hermano y nunca del mío? «Renunciando a todos los demás», ¿lo recuerdas?
—Yo he renunciado a todos los demás vínculos sentimentales, pero en lo que respecta al resto del mundo no es tan sencillo.
—Sí que es sencillo. Tú has vuelto a formar parte del viejo equipo. Los mismos amiguitos de la infancia que se aferraban el uno al otro para derrotar a los famosos niños ficticios de una serie de televisión. Pero sabes que eres una adlátere…, la hermana pequeña. Una acompañante. Edison se está aprovechando… Se ha adueñado de tu casa y está agotando la paciencia de tu familia, y también la tuya, aparentemente infinita. Y tu dinero también. ¿Y qué sacas de todo eso?
La pregunta me dejó de piedra, y no sé qué habría dicho si no me hubiera interrumpido el ruido de un fuerte golpe que llegó de arriba, un grito de abatimiento tan profundo que, más que a reacción ante una sola calamidad, sonó a lamento por toda una vida.
Le dije a Fletcher que no se moviera. Subí corriendo arriba y, cuando llegué, el grito de Edison ya era un gemido más sostenible que recordaba ese dolor que, expresado sin inhibiciones, se oye en las noticias sobre Oriente Medio. La puerta del baño estaba cerrada. Por debajo salía agua, un charco que se iba ensanchando en las tablas del suelo del pasillo y corría directamente hacia las escaleras. No pude evitar pisarlo cuando llamé a la puerta.
—Edison, ¿estás bien? ¿Qué ha pasado? ¿Qué es toda esta agua?
Traté de abrir la puerta.
—No quiero invadir tu intimidad, pero tienes que abrir. Déjame que te ayude, me da igual lo que te pase. Aquí fuera se está formando un lago.
Tras un silencio, el ruido del pestillo. Cuando abrí la puerta, me recibió una de esas revelaciones que últimamente la gente llama «demasiada información». Daba la impresión de que mi hermano no había ido de vientre hacía bastante tiempo.
En el inodoro ya no cabía más nada. Los zurullos flotaban en un lago de aguas negras, desparramados por el suelo: debajo del lavabo, junto al plato de ducha, contra la pared de la bañera y atascando la puerta. Dos escaparon antes de que pudiera cerrarla. Edison se había levantado los pantalones lo suficiente para evitarnos un bochorno más grande, y estaba desplomado en el borde de la bañera, tapándose la cara con las manos y sollozando. La escena podría haber sido graciosa, pero no lo era.
Eficiencia y energía era lo que se necesitaba, el espíritu vivo, alegre y despreocupado con el que nuestras madres nos habían cambiado las sábanas cuando las mojábamos. Es un don femenino, ese lidiar con vertidos rápidamente y de buen humor, minimizando así la vergüenza hasta convertirla en la suciedad rutinaria de una servilleta que cae al suelo.
Así pues, ataqué el inodoro (menudo trabajo; estaba atascado por un montón de mierda y papel). Tras ponerme unos guantes de goma, recogí los zurullos a la deriva y los eché en la taza, tirando de la cadena a intervalos. Es sorprendente ver cómo, cuando se actúa como si no hubiera pasado nada, uno se siente como si no hubiera pasado nada; cualquiera pensaría que recogía a diario montones de excrementos como recojo calcetines. Cogí un par de toallas viejas para absorber el agua del suelo, recuperé los dos cagarros fugitivos y sequé el pasillo. Cuando el horror remitió, como al final de El aprendiz de brujo, los sollozos de Edison ya sólo eran unos gemidos entrecortados.
Le di la espalda y sugerí que se cerrase la bragueta. Tras quitarme los guantes, me acerqué a él, que seguía en el borde de la bañera, y le rodeé los hombros con el brazo.
—Cuando era niña, éste era el peor de todos los miedos, el más profundo. Debe de ser el miedo más profundo de todos los niños. Cada vez que tiraba de la cadena después de hacer caca, miraba la taza aterrorizada. Al principio el agua subía, y siempre estaba convencida de que seguiría subiendo.
—Fletch tiene razón —dijo Edison, lloriqueando; dudo que hubiera visto llorar a mi hermano desde que él tenía doce años—. Lo único que hago es humillarme.
Un apretón en el hombro.
—Cuando estés camino de Portugal, esto se habrá reducido a una historieta desternillante de la que nos reiremos cuando hablemos por teléfono.
—No hay Portugal.
—Vaya, será un notición para los habitantes de Lisboa.
Yo seguía hablando en un tono ligero difícil de abandonar.
—No hay gira.
—Ah. —Me tomé un momento para asimilarlo—. Entonces, si vuelves a Nueva York el martes…, ¿tienes dónde vivir?
—No.
—¿Y dónde tienes pensado ir?
—No lo sé.
—¿Y todos esos conciertos…, los de primavera?
Lo dijo todo con un movimiento de la cabeza.
—Pero ¿por qué pensaste que tenías que inventar toda esa historia?
—No creí que pudiera presentarme en Cedar Rapids y decir «Hola, soy tu hermano mayor, he venido a quedarme el resto de mi vida». ¿Verdad que no?
—Sea lo que sea lo que salió mal… Comer para compensar, o para olvidar, o para esconderse, o lo que sea que estés haciendo… No puedes seguir así.
—Es posible que no quiera.
Habría preferido que dijese que no quería seguir comiendo hasta matarse, pero la interpretación alternativa era más probable: que sus constantes excesos con la comida fueran deliberados, un suicidio a cámara lenta por sobredosis de tarta.