Parece de muy mala educación, pero, quitando a Cody, todos mirábamos desesperados la fecha del 29 de noviembre, roja en el calendario, pues ése era el día en que mi hermano tenía el vuelo de regreso a Nueva York. En nuestra defensa podíamos alegar que tener un huésped, del tamaño que fuese, dos meses enteros, era algo que dejaba exhausto a cualquiera. Conversar era agotador. Entre Edison con sus continuas crónicas y el iTunes conectado al equipo de música, Fletcher tenía problemas para concentrarse. Trabajaba con maderas caras y a menudo de importación; cuando calculaba un pedido, podía ser desastroso que un mueble le quedase dos centímetros más corto. También había aumentado la colada, claro; las voluminosas prendas de Edison llenaban una lavadora. Por la mañana nunca quedaba nada de mi querida mezcla de nata y leche, y eso que comprábamos envases de dos litros.
Que desde el punto de vista físico mi hermano no era una persona precisamente cuidadosa quedó bien claro durante semanas enteras en una serie de «accidentes» que no hicieron más que agudizar una ininterrumpida sensación de violación. Por ejemplo, se puso a experimentar con mi hervidor de leche y lo dejó al máximo hasta que se secó, se derritió la junta de caucho y explotó la válvula de seguridad. Utilizó una espátula de metal en mi sartén favorita, la que yo usaba para saltear. Rompió una de las delicadas copas de vino, de cristal tallado, que yo había heredado de mis abuelos paternos. Mientras hervía agua para preparar la pasta, colocó mal una olla Revere Ware, las llamas lamieron uno de los lados y fueron subiendo hasta que sobrecalentaron demasiado el asa. La cocina apestó a plástico quemado durante horas. Por desgracia, con la llegada del frío adquirió la costumbre de hacer fuego en la chimenea, pero, utilizando la misma cantidad que caracterizaba a todo lo que cogía, arrasó con nuestra reserva de astillas y dejó unas manchas negras en la alfombra persa que teníamos junto al hogar cuando unas brasas cayeron rodando al suelo.
Además, siguió con sus horarios antisociales, y cuando yo me despertaba, tenía que bajar las escaleras de puntillas y, para no molestar al huésped que dormía a pierna suelta en el piso de arriba, renunciaba a poner la radio mientras me preparaba la tostada. Así y todo, yo prefería esas mañanas a las que, después de que Edison descubriera que subir las escaleras era demasiado para su cuerpo, me encontraba con que se había quedado durmiendo, vestido, en el sillón granate, lo que nos obligaba a todos a desayunar como ratones de iglesia y a apañarnos con zumo o té porque el molinillo de café lo despertaría. Para colmo, tenía apnea. Por crispantes que fuesen sus inhumanos ronquidos, los largos silencios que se hacían cuando dejaba de respirar nos perturbaban aún más, y los resuellos de caballo con que concluían esas treguas tan parecidas a la muerte eran para alarmarse, pero, en el fondo, un alivio.
Tras detectar ciertos rastros dudosos en la planta baja, empecé a no creerme que siempre saliese a fumar al patio cuando los demás estábamos fuera o en la cama, sobre todo en esos días de noviembre en que empezaba a hacer frío. Cada vez que salía por la puerta corredera y volvía a entrar, la temperatura bajaba no ya cinco grados, sino diez.
Como si considerase que ya estaba de gira y, por tanto, atendido por el personal de algún hotel, la contribución a la limpieza se limitaba básicamente a interponerse en el camino de la aspiradora. En casa, la decoración era mínima, pues nos había parecido mejor para realzar los muebles de Fletcher, pero últimamente había incorporado los platos sucios de Edison, sus pantuflas rotas y los ejemplares de Downbeat que dejaba por todos los rincones. Fletcher era un hombre ordenado, con una estética austera; lo primero que hacía al salir del sótano o al volver de dar una vuelta en bicicleta era recoger todos esos detritos con los labios apretados formando algo parecido a un guión largo. A pesar de las admoniciones periódicas del «muñeco Fletcher», mi hermano jamás recordaba que los muebles de mi marido estaban aceitados, no barnizados, y que si dejaba las tazas en la mesita de centro, de palisandro, dejarían marcas si no ponía un posavasos. Dado que los daños colaterales del periodo sabático de mi hermano en el Medio Oeste eran, por pura transitividad, exclusivamente culpa mía, me lo pasaba yendo detrás de mi marido, intentando que no se diera cuenta, con una barra de Land O’Lakes para hacer desaparecer los círculos de mantequilla, sin dejar nunca de preguntarme por qué, si yo había aprendido ese truco de mi madre, Edison no. Cuando se duchaba en el baño de arriba, la alfombrita quedaba empapada, igual que el suelo, y cualquiera que entrase en cuanto él salía, dejaba las baldosas hechas un asco. El cuarto de huéspedes era un nido de ropa mugrienta que, por lo general, tenía que recoger yo. Y no tendríamos más remedio que reemplazar el colchón, ahora hundido en el centro como una fosa a medio cavar.
En octubre, cuando cambiamos la reserva, no me había preocupado la fecha que Edison había elegido para volver a Nueva York, escogida al azar como si hubiera arrojado un dardo al calendario. Era de suponer que, cuando volviese a la Costa Este, lo hiciese con la intención de poder alojarse un par de días en casa de alguno de sus colegas, en el apartamento de Slack Muncie tal vez, ahora que su amigo había disfrutado de un descanso, antes de salir con el grupo para Barcelona. La falta de concreción de sus muchas otras actuaciones de primavera me provocaba una desazón que evitaba analizar. Según Edison, con la gira por España y Portugal ganaría bastante dinero, lo suficiente para dar el depósito de un nuevo apartamento y sacar sus cosas del guardamuebles. (Le había propuesto también aumentarle la ayuda económica que le daba, por si eso servía para que volviera a tener una casa, aunque ese ofrecimiento tenía un lado desagradable y era más que una sugerencia, pues era como decirle que estaba dispuesta a pagarle con tal de que no volviese a mi casa). Ésa había sido la idea desde el principio, ¿no? Que su temporada en New Holland serviría para ayudarlo a superar un bache profesional. Sí, claro, podía volver de la gira europea con dinero en el bolsillo, listo para instalarse otra vez en la Gran Manzana y dedicarse de lleno a su apretada agenda. Sobre el papel todo había tenido sentido, hasta que lo vi. Sin embargo, sentía que ya había hecho lo que tenía que hacer, y que mi familia había hecho aún más.
Sólo en retrospectiva aprecio que ese asunto de «arrimar el hombro» es un malentendido que puede resultar letal aplicado a la naturaleza de los vínculos familiares. Ahora que los entiendo mejor, el parentesco, las relaciones de sangre, me parecen bastante aterradores. Lo maravilloso del parentesco es también lo horrible del parentesco: no hay ninguna línea en la arena, ningún límite natural a lo que los miembros de una familia pueden esperar razonablemente de nosotros. Cuando me mudé a Iowa y pasé dos largos años con los Grump, solía disculparme por no haber podido encontrar un trabajo y un apartamento. Mi abuela (que enseñándome a cocinar estaba allanando, sin saberlo, mi camino hacia el éxito) me acariciaba la mano con cariño y decía: «Mira, cielo, la definición misma de familia es la gente que nunca va a dejarte en la estacada». Esas palabras, una paráfrasis de Robert Frost, entonces me resultaron reconfortantes, pero durante la larga visita de mi hermano habían regresado para atormentarme. Ergo, lo que Edison podía «razonablemente» esperar de mí era, en potencia, infinito.
Hoy reconozco que esa responsabilidad, una vez que la asumimos, no se puede repudiar así como así, no sin hacer, en el proceso de abdicación, un daño tal que habría sido mejor no haberla asumido nunca. Me diese cuenta o no cuando envié ese billete de avión y un talón de quinientos dólares, yo había decidido no dejar a Edison en la estacada. A todo Edison, sin importar los muchos kilos que pesara. Si uno lee la letra pequeña, ese contrato no terminaba el 29 de noviembre. Hay casos, por ejemplo, en que los dueños de un animal de compañía se ven desbordados por las circunstancias y abandonan a un perro sin ser conscientes de todos los problemas que tendrán con la asociación para la prevención del maltrato animal, y hay familias de acogida que se lo piensan mejor y devuelven al estado los niños difíciles; pero una familia de carne y hueso funciona en una sola dirección.
¡AAAAAAANN! La verdad es que no sé muy bien cómo escribirlo; una exclamación —no una palabra—, un tormento expresado a un volumen que posiblemente nunca había oído salir de la boca de Fletcher, siempre tan contenido, pero estoy absolutamente convencida de que el «¡aaargh!» de las tiras cómicas no le haría justicia.
Dejé en el fregadero la olla que estaba rasqueteando y me fui corriendo a la sala justo cuando Edison salía al patio a fumar un pitillo. Me daba terror pensar que Fletcher se había hecho daño.
—¿Estás bien?
Vi a Fletcher, que estaba con un cuaderno de bocetos y como si no supiera adónde ir. No parecía estar sangrando, pero el sonido sibilante y aflautado que salía de su garganta habría sido un grito si hubiese procedido de cualquier otra garganta. Estaba paralizado, alejado del objeto de su espanto, como quien se aparta del truculento espectro de un animal muerto en la carretera. Me volví hacia algo que él parecía no soportar mirar: el Bumerán.
Sí, estaba sólo ligeramente… descentrado. Tres de los listones traseros en los que descansaba el peso ya no se elevaban como las curvas uniformes de un costillar; padecía interrupciones donde sobresalían como no debían hacerlo. El arco del apoyabrazos cuando caía en picado y formaba la aérea curva de la pieza también se quebraba en un ángulo imprevisto del que sobresalía una astilla. En un material tan poco flexible como la madera, ligeramente descentrado era sinónimo de…, bueno, de totalmente hecha mierda.
—Oh, no —dije en voz baja, arrodillándome junto a la silla. Examiné los listones: rotos aquí y allá, de modo poco regular, pues eran laminados, y, quitando unos trozos, completamente roto. La parte de arriba estaba astillada a lo largo de unos buenos quince centímetros.
Con ese oído instintivo que tenía para la aflicción, Cody, que había bajado en silencio, se puso a mi lado.
—¡El Bumerán no! —Mientras ella apoyaba una mejilla en el asiento de cuero rojo, nos miramos con un pavor compartido—. Papá, lo siento mucho. Me encanta esta silla. Es como si fuera uno más de la familia. ¡Todos mis amigos piensan que es impresionante!
A Fletcher no se lo podía comprar con cumplidos.
—Le dije que no se sentara, le dije que no se sentara en ninguna de estas sillas. Están diseñadas para gente normal. Normal, medio disciplinada, medio inteligente.
No fue una novedad para mí que Fletcher hubiera prohibido a mi hermano que usara sus muebles. Yo había desestimado mis recelos y había preferido confiar en la robustez de esas piezas de mi marido, una fe que me ahorraba la mortificación de decirle a Edison que, dado que era demasiado gordo, no podía sentarse donde nos sentábamos todos los demás.
—Pero la puedes arreglar, ¿no, papá? ¡Podemos mandarla a la clínica para que se ponga bien!
A sus trece años, Cody era una niña madura, y ese infantilismo repentino era una estratagema.
—¿Estás seguro de que eso es lo que ha pasado? —pregunté, con voz cansina.
—¿Acaso he entrado yo como un sonámbulo en la sala con un hacha? ¿Han estado los niños practicando béisbol aquí dentro? Ellos no juegan al béisbol. Y tú no has tenido nada que ver con esto —dijo Fletcher, dirigiéndose a Cody—, ¿verdad?
Una expresión de pánico en los ojos de Cody; sin pensarlo, le resultaba difícil inventarse un guión verosímil para hacernos creer que todo era culpa suya.
—No lo sé. Ayer me senté aquí mientras hacía los deberes y…, bueno, mi portátil pesa un poco…
—¿Y qué otra cosa, en esta casa —dijo Fletcher—, aparte del endeble portátil de mi hija, de dos kilos y medio, «pesa un poco»?
—Supongo que ésa es la explicación más lógica —dije, desanimada.
—¡Ese hijo de puta ni siquiera ha tenido la integridad de decírmelo! Ha dejado la silla bien arregladita, como si no hubiera pasado nada, los listones arrimados, el apoyabrazos en su lugar. Y yo voy y me siento y ¡zas! Después de tantos años, creo que esa silla puede aguantar mi peso, ¿no?
—¡Edison! ¿Puedes venir un momento, por favor?
No grité lo bastante alto para que me oyera desde el patio a menos que estuviera con el oído pegado a la puerta esperando exactamente esa citación. La puerta se deslizó y se cerró con un clic, y pasó un rato demasiado largo hasta que mi hermano entró en la sala andando como un pato.
—Sí, ¿qué pasa, chicos? —dijo Edison, poniendo, sin que viniera a cuento, cara de simpático.
Yo, que seguía arrodillada, pasé la mano por los listones dañados, tal como se acaricia a un animalito a punto de ser sacrificado.
—Esta silla está rota. ¿Has tenido algo que ver?
—Coño, por supuesto que no. No tengo ni idea de lo que ha podido pasar.
Suspiré. Yo nunca había tenido un crío pequeño, y no sabía en absoluto cómo tratar con una negación, digamos, obstruccionista, frente a una prueba irrefutable de lo contrario.
—Sinceramente, creo que sería mejor que confesaras.
—¿Que confesara qué? ¡Yo no he hecho nada! Pero sí, es una verdadera lástima. Esa silla está jodida, tío. Pero tú puedes arreglarla ¿no? Con pegamento extrafuerte o algo. Y tu marido… ¿No es un genio de la carpintería? Me explico, ¿no?
—Los muebles personalizados de gama alta no se reparan con pegamento, ni aunque sea extrafuerte —dijo Fletcher.
Tanner también había bajado a la sala, y que al drama se sumara su inspección ocular desde la puerta sólo contribuyó a que todo fuera cada vez peor.
—Bueno, me encantaría ayudar si es posible —dijo Edison, muy alegre—. Mañana iré a buscar lo que haga falta para arreglarla. Sólo tenéis que decir sí o no.
—Ni sí ni no —dijo Fletcher, mirándolo a los ojos; mi hermano dio un paso atrás—. Lo que tienes que decir es Lo siento, lamento ser un jodido gordinflón…
—Cariño —supliqué—. Sé que estás enfadado…
—Lamento ser semejante bola de sebo y no tener otra cosa que hacer en todo el día como no sea depositar mi enorme culo en una silla en la que me prohibieron EXPRESAMENTE que me sentara. Lamento ser un auténtico mierdoso…
—¡Papá, no! —dijo Cody, rodeando la cintura de Fletcher con los brazos—. ¡Por favor, no sigas, por favor!
Fletcher la apartó con fuerza.
—Un gordinflón que se les da de músico de jazz de fama internacional cuando en realidad soy un yonqui de la comida, un pringado que no tiene donde caerse muerto, un tipo que se permite todos los excesos que se le antojan y viene a gorrear a la imbécil de mi hermana y amargarle la vida a toda su familia. Lamento tener la cabeza gorda, los muslos gordos, los dedos de las manos gordos, los dedos de los pies gordos y hasta la polla gorda, aunque tengo semejante panza que en realidad hace dos años que no me la veo. Por eso cuando destrozo un objeto valioso e insustituible, lo dejo delicadamente todo armadito para que alguien lo encuentre, porque no soy lo bastante HOMBRE para admitir que lo he roto yo.
Desde un punto estratégico, de la diatriba podría decirse que le salió el tiro por la culata. Cuando Edison se puso blanco y pasó a toda prisa a nuestro lado para salir por la puerta de la calle, sin siquiera coger el abrigo aun cuando fuera el termómetro marcaba bajo cero, Cody dejó a su padre y salió corriendo tras él.
—Cariño, es una silla hermosa, pero bueno…, sólo es una silla —dije—. Y no puedes arreglar lo que ha pasado por muy cruel que te pongas con mi hermano. No vuelvas a hacerlo nunca.
Me puse el abrigo, me eché en el brazo los de Cody y Edison y salí para darles alcance. Con esa osamenta no debía de haber ido muy lejos.
—Cómo me odia ese tío, joder —dijo Edison, una mole lanzada por Solomon Drive con toda su corpulencia inclinada hacia delante de un modo que recordaba el apremio con el que, cuando era más alto y más delgado, había pateado las calles de Manhattan cubierto con su molona trenca de cuero. Sin embargo, esa noche la velocidad que llevaba lo hacía moverse tanto hacia delante como hacia los lados. Con Cody cogida de una mano, me resultaba difícil caminar al otro lado de Edison. Él solo ocupaba todo el ancho de la acera.
—Fletcher no te odia.
La refutación fue un acto reflejo, aunque no sabría llamarlo de otra manera que no fuese odio. ¿Qué es si no cuando uno desea con tanta vehemencia que alguien simplemente no esté ahí?
—¡Para mí eres maravilloso, tío Edison!
—Por favor, ponte esto, hace frío —supliqué.
Habíamos comprado el abrigo de Edison en Kohl’s, en una de nuestras salidas más logradas, pero él ni se fijó en el enorme chaquetón que en mis brazos ocupaba el espacio de un saco de dormir. Cody tampoco se interesaba por su abrigo, ya para solidarizarse con su tío, ya porque no podía soportar la idea de soltarle la mano.
—Mira, lo de la silla es bastante feo, hombre —dijo Edison, que seguía sin reconocer nada concreto—, pero eso no le da derecho a decir perrerías de mi carrera, hombre. Tú tienes los compactos, ¿no? Sin embargo, me parece que Fletcher cree que me los invento, hombre. Basta con mirar mi página en la Wikipedia, hombre. No me gusta nada que me hablen como si fuese un cero a la izquierda.
Esos «hombres», rápidos y furiosos, puntuaban su discurso como una caja de hipos.
Me aproveché de un arcén cubierto de hierba para andar a su lado.
—Perdió los nervios. Esa silla es…, bueno, ya sé que es sólo una silla, pero tratándose de algo que él hizo, se la puede querer y mucho. Que esa silla se rompa para él es peor que si se rompiera un brazo. El Bumerán es un pupilo, una responsabilidad. Fletcher tiene la sensación de no haberlo cuidado como se merecía. No voy a comparar una silla con un niño, pero Fletcher estaba… desconsolado. Cuando la gente se enfada, dice cosas que no quiere decir.
—A veces pierden los estribos y dicen exactamente lo que quieren decir. —Con la barbilla hundida en el cuerpo, Edison ponía cara de pocos amigos a la acera. La farola proyectaba sombras dramáticas en los pliegues de su cara y, alrededor de la cabeza, un halo cuando la luz cayó sobre sus rizos apretados le daba un aire de santo, de mártir—. Veo que tampoco reconoce mucho tus méritos, Oso Panda. ¿Una auténtica empresa, un producto que se distribuye por todo el país? El tío se comporta como si tú fueses todos los días a una reunión de la asociación de vecinos.
—No le va muy bien con los muebles —dije—. Trabaja mucho, en serio, pero la gente de este lugar no está dispuesta a pagar lo que valen cuando en Target pueden comprar un juego de comedor de fábrica por trescientos pavos. Ya sabes lo que es tener una mala racha. Lo vuelve a uno… mezquino.
Estaba empezando a hartarme del ritual de explicar a Edison cómo era Fletcher y de explicar a Fletcher cómo era Edison. Además, no funcionaba.
—Está claro que aquí ahora soy persona non grata en vuestra casa —dijo Edison—. Por lo visto, estoy «destrozando vuestra vida familiar». Creo que cambiaré la reserva y me iré antes. Así dejaré de daros la tabarra.
—¡No nos das la tabarra! —dijo Cody—. Y prometiste ayudarme con «April Come She Will».
Cada vez había más árboles en la acera, y eso me obligaba a seguir andando detrás de él; di un paso adelante, di media vuelta y detuve a los dos. Primero le puse a Cody el abrigo en la mano que tenía libre, luego puse el ancho chaquetón alrededor de los hombros de Edison, con la esperanza de que él recordara la agradable tarde en que fuimos a comprarlo. Sólo cuando la luz de la farola lo alumbró súbita y directamente pude ver lo apretadas que tenía las pupilas, y ese temblor nervioso de los músculos diminutos de alrededor de los ojos.
—También es mi casa, y quiero que te quedes —dije—. Porque te quiero.
La gente oye que la familia se dice eso todo el tiempo, pero en ese momento el impacto que causó en mi hermano ese reconocimiento sencillo y típico fue a la vez emotivo e inquietante. Soltando la mano de Cody para que pudiese tiritar dentro de su abrigo, Edison me abrazó envolviéndome en un agradecido manto de carne y de plumas que me hizo sentirme arropada y segura. De pronto, mi hermano volvió a ser, durante un breve momento, mi protector, pero también un poco apagado. Yo era la del medio, la madrastra, y hasta poco antes la mera proveedora de las grandes ocasiones de los demás. Mucho antes de compartir un raro centro del escenario en mi tardío matrimonio, me había acostumbrado a sentirme la actriz secundaria, un poco a los lados, alguien a quien se recurre en el último momento. Ésa fue la primera vez que presentí lo que podría significar ser demasiado importante.
Al final, Cody y yo conseguimos convencer a Edison para que volviera a casa. No tenía adónde ir.
Cuando llegamos, el Bumerán estaba rodeado por una cinta de embalar amarilla de un envío de madera, lo que evocaba una escena del crimen. Fletcher se había escondido en el sótano. Cuando intenté, con mucha paciencia, convencerlo para que subiera, sólo accedió a hablar del asunto cuando le señalé que un enfrentamiento era injusto para mí.
Desterré a Cody y a Tanner a sus habitaciones para que durante la conversación nadie pudiese actuar de cara a la galería, senté a los dos rivales a la mesa del comedor, donde Edison se hundió en el sillón granate y Fletcher se sentó rígido en el otro extremo. Tras haber trabajado a mi hermano durante nuestro helado camino de regreso en la oscuridad, conseguí que admitiera que era «tal vez, posible» que en «un momento de distracción» se hubiera sentado en el Bumerán, y que tal vez recordase «muy vagamente» haber oído un crujido casi imperceptible al que «no había prestado atención en ese momento» y que, en ese hipotético caso, lo lamentaba. Una disculpa lo bastante limitada para salvar la cara. Fletcher, que lo último que quería era que mi hermano saliese bien parado sin entonar un humillante mea culpa, y todavía penando por el talismán de su talento, manifestó su escepticismo con el acostumbrado y huero ruidito del hilo dental y se puso a arrojar trocitos de acelga a sesenta centímetros por encima de la mesa.
—Fletcher, por favor, ¿podrías hacer eso más tarde? —dije.
Me lanzó una mirada fulminante y apoyó los codos en la mesa antes de estirar la ligadura atada en los dos índices enfrentados en un garrote de quince centímetros.
—¿Tienes idea de lo que ese mueble significa para mí? ¿Ese mueble en particular?
—El hecho mismo de que Edison tuviera miedo de contarte que lo había roto —intercedí—, suponiendo, por supuesto, que se sentara allí por error, sugiere que sí sabe lo mucho que significa para ti.
No estaba muy segura de ese razonamiento, que atribuía mayores poderes empáticos a los mentirosos, pero en ese momento me pareció sólido. Miré a Fletcher enarcando las cejas para indicarle que ahora le tocaba a él. Es posible que, después de todo, no me hubiera ido mal criando rorros.
Fletcher dejó el hilo dental.
—Lamento haberte llamado gordo.
Deduje que eso era lo único que estaba dispuesto a reconocer.
—Mira, tío, ya sé que estoy gordo. —Por fin Edison decidió hablarle a Fletcher directamente—, pero esa manera que tienes de decirlo…, es como si me llamaras escoria. No es una descripción, es un veredicto. Como si fuera un ser abominable, la fuente de todo el mal y de toda la corrupción del universo. Me atiborro de comida, sí, pero no he asesinado a nadie ni soy pedófilo. Ni siquiera te he afanado la cartera, tío.
—¿Y esto qué es? —dijo Fletcher, agriamente—. ¿El Día del Orgullo Gordo?
—No estoy orgulloso de mí, o sí, lo estoy, pero no por mi peso. Pero cuando me zampo un donut no te hago nada a ti.
Fletcher lo captó. Yo creía de verdad que mi marido pensaba que los excesos alimentarios de Edison eran una especie de ataque.
—Te estás matando, eso lo sabes.
—Es asunto mío.
—No estoy tan seguro. Yo tenía una mujer que empezó a suicidarse poco a poco, y te prometo que sí era asunto mío.
—Entonces puede que sea una suerte que no estemos casados.
—Estás haciendo sufrir mucho a tu hermana, y yo estoy casado con ella.
—Eso es algo que sólo nos incumbe a Pandora y a mí. Si tiene algo que decirme, puede hacerlo.
—Es un cumplido, lo sabes —dijo Fletcher—. Que se preocupe. Pero la haces llorar, y es mi mujer y eso no me gusta nada.
—¡Pero, bueno! ¿El ofendido soy yo y tú te enfadas conmigo?
—Edison ha dañado un objeto —dije por la noche, en la cama—. Tú has herido sus sentimientos. Nunca te hubieras dejado llevar de esa manera si le faltase una pierna o tuviese una deformidad.
—Él mismo se ha deformado. Ser gordo no es una «discapacidad». Podría haberme disculpado, pero puede que necesite un shock breve y duro.
—La crueldad es algo que nadie necesita.
—Con tu manera de mirar para otro lado no conseguirás que tu hermano adelgace un solo gramo.
—Pero en un punto Edison tiene razón —dije—. Tú te comportas como si formaras parte de una cruzada moral. Su peso lo convierte en un paria, reduce sus posibilidades de volver a casarse, tiene consecuencias graves para su salud. Pero no es maldad, como tampoco todos esos ejercicios tuyos tienen que ver con ser bueno. Ya sé que crees que sí, que te hace sentirte bien, que te hace sentirte bien contigo mismo, superior a la gente que te rodea, pero básicamente es una pérdida de tiempo que sólo te hace bien a ti.
—Esto es el colmo. Tu hermano se nos come hasta el último grano de arroz que tenemos y hace pedazos los muebles, ¿y a quién le sueltan la bronca? A mí. Por egoísta y por montar demasiado en bicicleta. ¿Por qué no dices: «Gracias por soportar al plasta de mi hermano durante dos largos meses»? ¿Por qué no dices: «Lamento que haya destrozado el mejor de tus muebles»?
—Lo lamento de veras, Fletcher. ¿Crees que se podrá arreglar?
—Las lamas tal vez. Recrear ese arco superior hecho con un solo trozo de madera es otro asunto. No estoy seguro de poder hacerlo. Hay cosas que se hacen una vez como un acto de amor. Volver a hacerlas es un acto de pesadez.
—Pues bueno, arréglala o recíclala para otro mueble, pero hagas lo que hagas, llévatela al sótano. Ahora mismo me da la impresión de tener un cadáver en la sala. Es acusatorio.
—¿Y eso qué tiene de malo? Sigues comportándote como si tu hermano fuese la víctima, el pobre gordo. Pero es él quien nos victimiza.
—Puede que no sea una víctima, pero es un blanco fácil. Métete con alguien de tu tamaño.
—Menuda cabeza hueca. ¿Te has preguntado alguna vez si tolerarías la mitad de sus guarradas si no fuera obeso?
—Dos semanas más —dije—. Por mí. Por favor, pasemos la recta final sin hacer más daño.
—Es tu hermano el que hace daño.
La oscuridad del tono daba a entender que no sólo hablaba de la silla.
Estábamos en la cama, uno al lado del otro, y sin tocarnos. Yo quería cogerle la mano. Todo iba a arreglarse con el contacto físico. Sin embargo, cada vez que ordenaba a mi mano que se moviera, veía la odiosa mueca de Fletcher en la sala, y también la expresión de Edison, tan acongojada que mi marido podría haberle lanzado una tabla a la mandíbula. Esa noche, los pocos centímetros de algodón frío que nos separaban bostezaban entre nosotros como una capa de hielo del Ártico.
Como ninguno de los dos pensaba en dormir, al cabo de un rato pregunté en voz baja:
—¿Y qué me dices de tu «manera de mirar para otro lado»?
—¿Bromeas? Soy el único en esta casa que de vez en cuando usa la palabra que empieza por G.
—A eso me refiero. Piensas que Edison lleva grabada su debilidad en la camiseta… Qué perezoso, qué indulgente. Me pregunto qué debes de pensar de mí.
Fletcher me miró desde su lado de la cama; el mero alivio de su mano en mi cara me hizo verlo todo borroso.
—Cariño, ¿de qué estás hablando?
—De lo que nunca hablamos. —Mientras apretaba los brazos aún con más fuerza alrededor de la cintura, me di cuenta de que ésa era mi manera habitual de estar en la cama, las manos alrededor de los dos rollos opuestos de mi cintura—. Ya no tengo la talla de cuando nos casamos, y lo sabes.
—Por Dios, cielo, tu hermano… ¡No hay punto de comparación!
—¿Lo ves? Te has dado cuenta.
—Puede ser, un poco, ¿y qué? Las mujeres de tu edad casi siempre están un poco rellenitas. ¡A mí no me importa! Para mí sigues siendo tan hermosa como el día que te conocí.
Fletcher me apartó el pelo de los ojos, pero yo volví la cara hacia la pared.
—Eso es exactamente lo que piensas que has de decir. —Estaba decidida a no llorar—. Me siento como una vaca, de la ropa de antes ya no me entra nada. Y mientras tanto, sigues tan estricto con tu dieta que ahora ni siquiera comes esos ridículos platillos que te dejo preparados…
—¡Eh, eh! A mí me encantan esas trampitas tuyas. Lo que no puedo soportar es tener que parecer un hipócrita con tu hermano en casa. Y lamento decir que siempre está en casa.
—Pero montas en bicicleta todo el tiempo y estás más delgado que nunca…
—Eso es asunto mío. Como has dicho…, se trata de lo que hace que me sienta mejor. Mejor conmigo mismo. No tiene nada que ver contigo.
—Hace que te sientas mejor que yo. Después de todo, si me he de guiar por lo que le dijiste a Edison, te doy asco.
—¡No, no, no! —Fletcher me hizo girar la cara hacia él—. ¡Te admiro muchísimo! ¿Llevas una empresa joven y rentable? ¿Todavía consigues ser una madre estupenda para unos hijos que ni siquiera son tus hijos biológicos? Por Dios, ¿aguantarme a mí y esa farsa de empresa de muebles? ¿Qué es un kilito de más comparado con eso?
—Es más de un kilito —dije entre dientes—. Pero si te avergüenzas de mí, no te culpo, porque yo también me avergüenzo de mí. A veces pienso que como para castigarme. Por comer. No digas nada, ya sé que no tiene ni pies ni cabeza. Y ahora, con mi hermano aquí, con sus problemas, y las comilonas que prepara, hacerle ascos a lo que cocina parecería una maldad, y ponerme de tu lado sería en cierta manera como una violación en grupo… Vaya, es peor que nunca, y eso hace que me desprecies aún más y pienso que estoy sencillamente, completamente… grosero.
Fletcher me dio un beso en el cuello.
—Sigues siendo furtivamente atractiva —susurró—. ¿En esta habitación? No tiene nada de «furtivo». Ningún asqueroso burrito va a cambiar nunca estas dos cosas: te quiero y eres mi mujer.
Hecha un flan por pura desesperación, dejé que mi marido me acariciase con adoración todas las partes del cuerpo que yo despreciaba… Los muslos arrugados bajo esa luz despiadada, el abdomen que una vez descendía como una ladera desde mi tórax pero que ahora sobresalía incluso cuando me tumbaba de espaldas, los pechos que antes deseaba tener más grandes y que ahora odiaba porque eran más grandes, ya que la única razón por la que ahora lucía unas buenas tetas era porque tenía sobrepeso. Pero si yo había llegado a odiar mi propia anatomía, Fletcher Feuerbach la amaría por mí; así pues, por gratitud, le devolví sus muestras de cariño y esa noche me quedé profundamente dormida en sus brazos. Es posible que el favor más grande que una esposa puede hacer es pasar por alto lo que los demás no pueden.
Esa semana, unos días más tarde, cumplí cuarenta y un años, y los chicos organizaron para mí lo que yo, por mi profesión, le hacía a la gente todos los días. No es de extrañar, pero la risa se vuelve un poco tensa cuando la broma se la hacen a uno.
Edison cocinó no recuerdo qué, aunque podemos estar seguros de que fue algo suculento. Recuerdo que ese día lamenté que una ocasión de cualquier clase pudiera poner el consumo en el centro del escenario. Los encuentros estaban marcados por lo que uno se llevaba a la boca: tomemos un café, vayamos a tomar una copa, salgamos a cenar una noche. La cronología misma de ese día estuvo marcada por las ingestas: la hora del desayuno, de la comida, de la cena, razón por la cual rara vez alguien queda para hacer algo a las once de la mañana o a las tres de la tarde.
Después de la comida, mi regalo: Fletcher me había tallado un taburete de cocina ergonómico que mantenía la espalda recta, y no me tomé como un insulto que pensara que mi postura no era la buena. El regalo de Edison fue un bonito gesto: quesos y embutidos curados; sin embargo, deseé que hubiera elegido algo que no tuviera nada que ver con comida. Cody interpretó para mí una versión de «Bridge Over Troubled Water», toda una exhibición de su creciente habilidad para improvisar, y la interpretación allanó el terreno para recibir el regalo principal de Tanner y Cody, que ese año hicieron piña.
Mis hijos adoptivos habían encargado una muñeca Pandora a mi propia empresa. Todavía la tengo. En lugar del modelo delgado, prefirieron el de tamaño medio, que en mi cuartel general nosotros escogíamos para las víctimas que eran auténticos gordinflones. La muñeca tiene el pelo corto e hirsuto, alborotado, y una expresión de optimismo y buena voluntad con un toque ligeramente imbécil. Viste una sudadera de Baby Monótono, con el logotipo de la empresa cosido en la pechera. Tiré del cordel y eso dio lugar a muchas carcajadas estentóreas y aplausos cada vez que la muñeca hablaba:
Soy demasiado humilde y tímida para ir por ahí escupiendo nombres, pero mi padre es famoso, en serio.
¡Custodia compartida, familia dividida!
Travis es un cuento con moraleja.
Viene en la revista Forbes de esta semana, pero no te preocupes, mi empresa va a cerrar cualquier día de éstos.
¡Oh, no! ¡Otra sesión de fotos no!
No soy rica; las cosas me van bien, eso es todo.
Mi producto, aunque sea un éxito a nivel nacional, es una estúpida moda pasajera.
Quiero a mis hijos, y por eso quiero que sean unos absolutos don nadie.
Soy una empresaria a la que le va muy bien, cierto, pero lo que deseo es que todos los demás cursen estudios superiores y vendan semillas de maíz.
Es posible que me haya convertido en una persona muy popular, pero lo único que de verdad quería era que la gente me ignorase.
¡No es pesado, es mi hermano!
Cuando llegué a esa última frase, eructada con la melodía del éxito de los Hollies, Cody le dio un puñetazo a su hermano y objetó:
—¡Prometiste que ésa la quitarías!
—No te preocupes, nena —dijo Edison—. Me ha hecho morirme de risa.
Si Edison era capaz de reaccionar con semejante buen humor, yo también podía tomarme la broma con calma, y pensé que en público se me daba bien parecer encantada. De hecho, me emocionaba que se hubieran tomado tantas molestias, aunque por dentro estaba apesadumbrada. Lo que para mí era modestia, para los demás era falsa modestia.
Incluso la pretensión de aplicarme con denuedo mi propio rasero no tardó en parecer vana a la fría luz del día, y me pareció insuficiente. Fletcher nos pidió que nos apiñáramos para una foto de grupo, todos de pie, y esa fotografía también la conservo todavía. Edison ocupa la mitad del cuadro, con Cody y Tanner apretujados a mi lado. Yo tengo en las manos mi nueva doble, pero no la sujeto con afecto ni mucho menos. Es posible que lo que quisiera fuese estrangularla.