Cody adoraba a su tío, y en cuanto intuyó de manera instantánea las veces que su tío debía de ser objeto del ridículo y del vacío, no hizo otra cosa que expresar el fluido afecto físico que había surgido entre ellos de una manera absolutamente natural. Aunque a Edison nunca le habían gustado los niños, se derretía por mi hijastra. Sólo las reiteradas súplicas de Cody consiguieron finalmente que se acercase al piano, un instrumento al que, si yo no lo hubiese conocido mejor, habría dicho que le tenía fobia.
Cody seguía practicando «Bridge Over Troubled Water». Había descubierto el elepé en mi gastada colección y había encargado por Internet un cancionero de Simon and Garfunkel. Gracias a las clases que le dio Edison, aprendió a tocar evitando el sentimentalismo exagerado de esa canción.
—Tan deprisa no —le aconsejaba mi hermano por encima del hombro—. Con calma.
—Vale, pero ¿por qué no me enseñas cómo se hace? —insistió Cody una noche.
Decidí dejar de poner la mesa para observar con curiosidad el intercambio de ideas. No conseguía entender por qué mi hermano todavía no había tocado nada. Cuando yo ya rondaba los treinta, un vecino decidió regalar el piano —sólo quería el precio del transporte— y sin pensármelo dos veces me quedé con ese Yamaha de segunda mano, por Edison más que nada, pues se negaba a venir a Iowa a menos que hubiese un piano para practicar. De ahí que, durante aquella visita crucial, uno de los puntos de fricción entre Fletcher y Edison hubiese sido precisamente el piano: por la mañana, por la tarde, por la noche. Fletcher se hartó, y yo nunca había esperado verme ante el problema contrario, a saber, que Edison ni se acercase al teclado.
—Por favor —suplicó Cody—. Cuando era pequeña y viniste a vernos te pasabas el día tocando. ¡Eras fantástico!
—Vaya —dijo Edison—. ¿Te acuerdas de esa visita, preciosa?
—Es una de las razones por las que decidí estudiar piano. La principal, creo. Tú me inspiraste. —Yo no estaba segura de que fuese cierto. Cody rodeó con los brazos el raído cárdigan negro de Edison, del tamaño de un perro afgano—. ¡Por favor, por favor!
Él le puso las manos en los hombros antes de quitarlas rápidamente, como si temiera que fuesen a arrestarlo.
—Pues muy bien, vamos.
Cody se levantó para que Edison se sentara. El taburete crujió. La desproporción sobrecogedora entre el pianista y el piano me recordó a Schroeder, que tocaba Beethoven aporreando las teclas de un piano de juguete.
La primera estrofa la tocó a la manera, digamos, convencional. Su forma de tocar tenía algo extraño, parecido a una vacilación, como si se diera un tiempo para encontrar los acordes apropiados; pero cuando llegó al estribillo ya lo hacía con más seguridad. Rara vez lo había oído tocar una melodía conocida sin…, bueno, sé que esto hace que parezca una ignorante, pero ¿para mi oído?…, sin estropearla. Asombrada, dejé de doblar la servilleta delante del viejo sillón granate. Esa canción siempre me había parecido un poco demasiado; en la versión grabada yo sólo oía unas cuerdas que parecían consumirse por algún anhelo, pero tal como la tocaba Edison era melancólica y serena a la vez. Era hermosa. Sentí una punzada. Sólo me daba cuenta de que mi hermano era realmente un gran pianista cuando tocaba una canción normal de una manera normal.
Es posible que así, empezando sin adornos y sin cambiarle nada a la melodía, consiguiera que yo me dejase llevar, pero en esta ocasión, cuando atacó la estrofa siguiente y los acordes comenzaron a desviarse del original, no hice nada para reprimir los cambios que estaban produciéndose en mi cabeza y oí la lógica de la progresión, en la que la melodía, sin dejar de ser reconocible, era incluso mejor. Edison siguió llevando los acordes hacia un registro más disonante hasta que la canción perdió toda semejanza con el patetismo que contaminaba la empalagosa pieza con la que yo había crecido. Y justo cuando yo empezaba a oponer resistencia, cuando el tema corría el peligro de volver a chirriar, perdido ya el motivo original, Edison lo recuperó y tocó el estribillo del final tal cual…, dulce, profundamente triste, sin violines. Creo que ésa fue la primera vez que pensé que esa canción, tal vez, en el fondo también era muy buena.
Cody aplaudió a rabiar, y yo hice lo mismo.
—¡Vaya! ¿Y por qué no tocas más a menudo? —pregunté, suavemente.
Una mirada impenetrable fue la primera respuesta; después dijo:
—¿Tienes toda la noche?
Edison se levantó y las patas del taburete crujieron en el suelo de madera, y a pesar de las muchas lisonjas de Cody, fue imposible conseguir que volviese a tocar.
Con este recuerdo, con este único recuerdo, no querría dar a entender que en casa las cosas fueran precisamente armoniosas. Las cenas no eran exactamente una batalla campal, pero casi. Desde que lo cegó la luz de los pasillos del Hy-Vee, Fletcher se había dedicado a preparar todos los platos de la cena (una invasión de mi territorio que, sinceramente, no debería haberme fastidiado tanto, pues me ahorraba muchos problemas). Tras la llegada de Edison, lo que mi marido empezó a cocinar sólo podía calificarse de más cruelmente nutritivo. Nos ahogábamos en bulgur y quinua. Sin embargo, Fletcher no podía evitar que Edison echara mantequilla en los cereales, ni que se hiciera bocadillos de tempeh con queso Pepper Jack. Mi hermano era nuestro invitado y, además, era un adulto.
Después, algunas noches, fue Edison quien cocinó. Hizo enchilada como para un regimiento y él mismo se deshizo en elogios por su lasaña —tres fuentes de lasaña— a los cinco quesos. Aun teniendo en cuenta las cantidades industriales que se llevaba a la boca durante la cena, las sobras eran para no creérselas, y el congelador empezó a reventar de tanto recipiente de plástico y paquetitos de papel de aluminio. Las noches en que Edison nos agasajaba con su personalísima versión de diversos alimentos impuros, mi marido se hacía un plato aparte, un filete de abadejo al horno sin guarnición, y embutía como mejor podía su olla de arroz integral de grano corto encima del fuego que Edison no utilizaba. A mi hermano lo ponía furioso que Fletcher se negara de plano a probar lo que él se había pasado el día preparando. Y mi marido, en la cabecera de la mesa con su pescadito especial y su arrocito especial, parecía siempre remilgado y distante.
Yo fingía estar agradecida por las suculentas comidas de mi hermano, y eso lo hizo sentirse menos parásito. Sin embargo, cocinar hacía que su vida girase aún más alrededor de la comida. Las sartenes hondas en las que preparaba a fuego lento la carne picada daban lugar a muchos chismes y cuentos y, en la mesa, el volumen de sus platos eclipsaba maliciosamente las generosas raciones del chef. Era nuestra cocina, y si Edison podía hacer allí lo que se le antojara con los ingredientes, sólo era gracias al dinero que yo le pasaba a escondidas y porque tomaba prestada la camioneta de Fletcher. Como le proporcionaba las instalaciones y los materiales, me convertía en su cómplice. Aunque evitaba la báscula del cuarto de baño tan sistemáticamente como Edison evitaba el piano, estoy segura de que en esos días aumenté un kilo o un kilo y medio, como mínimo.
La generosidad de mi hermano incluía hacer lo que fuere con tal de que la cocina pareciese Chechenia, si bien no era lo bastante generoso para limpiarla. Consecuencia: me pasé el final de esas noches fregoteando ollas y limpiando la encimera mientras él apuraba las cortezas de una musaca en la que las berenjenas fritas habían absorbido un buen litro de aceite de oliva virgen extra. Cuando Fletcher se iba a la cama, abríamos una botella de vino y nos quedábamos hasta tarde, recordando, sobre todo, ejemplos antológicos de las desesperadas intentonas de Travis Appaloosa por conjugar «ha-sido» en presente de indicativo.
—¿Has pensado alguna vez en volver a usar nuestro apellido? ¿Halfdanarson? —pregunté una noche, con un pie apoyado en la mesa del comedor y la silla inclinada hacia atrás—. Las asociaciones que provoca el nombre artístico de papá se están volviendo bochornosas.
—Edison Halfdanarson nunca encajaría en un cartel. Además, nena, la reputación me la gané con Appaloosa. Ahora ya no me lo puedo cambiar.
—A mamá le pareció desopilante que empezaras a usar el cursi apellido de Travis. Creía que tú habías surgido a partir de él.
—No surgí de. Me transformé en él. Appaloosa llama la atención. Halfdanarson suena a zoquete, y lo digo sin ofender, hermanita. Suena a don nadie.
—Ya no —dije, cortante. Aun sin ninguna alusión a Baby Monótono, el silencio que se hizo tras mi réplica fue tan denso que se hubiera podido cortar con un cuchillo, así que volví al pan nuestro de cada día—. ¿Te acuerdas de aquel episodio en que Mimi intentaba manipular a los niños para que usaran su apellido de soltera? Decía cosas como «Maple Barnes… Suena bien, ¿no?». Y elogiaba su linaje «distinguido». Fue uno de los mejores. Raro, ¿no? ¿Crees que eligieron esos apellidos por su significado? Barns y fields, graneros y campos… Unos son estructuras civilizadas, construidas por el hombre, y los segundos parte de la naturaleza, tienen algo que ver con el ecologismo de Travis. Pero los dos juntos hacen buena pareja, como si, al fin y al cabo, Emory y Mimi estuviesen hechos el uno para el otro…
Un resuello.
—Lo que pasa es que piensas demasiado bien de esa gente. ¿No te das cuenta de que siempre sales en defensa de la serie?
Me reí.
—Es posible que me niegue a creer que de verdad era espantosa.
—Pero ahora ves unas cuantas, ¿no? Series actuales, digo.
—Por desgracia, sí. No ha envejecido bien. Pero…, nunca nos perdimos un episodio, ¿verdad? Todos los miércoles por la noche jugábamos a fingir que nos olvidábamos o que teníamos otra cosa que hacer, pero a las nueve siempre estábamos delante del televisor. Me gustaba, sí, cuando era más joven y Travis también venía a ver el programa con nosotros.
—Y cuando dejó de hacerlo…, ahora lo tengo claro, ahí fue cuando empezó con Joy Markle.
—Puede que no sea justo echarle la culpa a él. A mamá siempre le dolía la cabeza y no creo que viera más de un puñado de episodios. Travis debió de tomárselo como un desaire.
—Coño, claro, si mamá odiaba la serie. Odiaba el programa y las consecuencias que tuvo para Travis ser una estrella de la televisión. Odiaba Los Ángeles. Odiaba a todos esos payasos con los que se juntaba papá. La vida que mamá quería…, cantar, todo eso terminó arrollado por la que llevaba Travis.
—De ser así, su muerte pudo ser una metáfora —dije, con nostalgia—. Pero… ¿te has preguntado alguna vez si nos burlamos de Travis básicamente porque todavía vive? Quiero decir…, mamá murió antes de que pudiéramos tener una visión crítica de ella desde una perspectiva adulta. Eso la protege.
Edison gruñó.
—Sí, es posible que si no hubiera muerto, hoy estuviera volviéndonos locos. Y ese disco que grabó, Magnolia Blossoms… ¿Por vanidad? Le afané la última copia a Travis. Dudo que lo hiciera con aspiraciones profesionales, tenía una voz demasiado frágil.
—Era demasiado frágil, pero cantaba con una pureza fuera de lo común. Cómo me gustaban esos momentos en que mamá creía que estaba sola en casa y se ponía a cantar «I Am a Poor Wayfaring Stranger» junto a la piscina. Y era mejor aún cuando tú la acompañabas… Todos esos temas de Cole Porter con vuestros arreglos. «Ev’ry Time We Say Goodbye», ¿no? Y así es como la veo siempre, detrás de ti, tú al piano y ella cantando «I die a little»… Se habría emocionado si hubiera sabido que triunfarías como pianista. Si pudiera verte ahora…
Miré para otro lado.
Edison no se ofendió.
—¿Aún recuerdas la letra? ¿Del tema de Custodia compartida?
—¡Sopla! Hace años que no la canto.
—A ver… «Emory Fields es un padre muy progre» —empezó a cantar Edison, con voz profunda y robusta. Debería haberle advertido que bajara el volumen, que eran las dos de la mañana, pero cuando me puse a cantar con él, pudo más la curiosidad por ver si todavía era capaz de recordar la letra.
Es posible que la gente con una educación más cristiana que la mía nunca olvide el «Adeste fideles». Otros son capaces de recitar «Primavera y otoño» décadas después de aprenderse de memoria la poesía de Gerard Manley Hopkins para sacar sobresaliente en inglés. No sabría decir si esos registros indelebles, grabados en nuestro cráneo, significan algo, como palabras cinceladas en una lápida. En cualquier caso, parece que una de esas inscripciones craneales será el último recuerdo que terminará erosionándose en una residencia para ancianos. De hecho, si alguna vez olvido la letra entera de la canción de Custodia compartida, ya pueden apagar la luz:
Sí, Emory Fields es un padre muy progre,
pero el viejo hippy ya casi ha olvidado
los gloriosos días del gran flower power.
Y hoy en su cabaña, no lejos del río,
de tan hippy que es se muere de frío.
La hizo con sus manos, y el triste excusado
en medio del bosque no es que sea gran cosa.
Que no tenga baño odia su exesposa.
Estribillo:
¡Custodia compartida!
¡Familia dividida!
Mamá odia a papá y papá odia a mamá,
pero no será eso lo que te contarán.
Que no es culpa tuya no paran de decirte,
ahora esas mentiras no dejan de herirte.
Que fuese culpa tuya tú nunca has pensado,
pero entre los dos quedaste aprisionado.
Mimi dijo adiós con su apellido de soltera,
se volvió una mujer respetable y honrada:
la señora de Emory se nos hizo abogada.
Sólo hubo una cosa que no quedó entera:
los hijos, ¡ay!, gran fuente de litigios.
Una nena sencilla, dos niños prodigios.
[Estribillo]
Y aunque la gran Teensy domine las mates,
aquí uno más uno no siempre da dos.
De mamá y de papá ya Maple se ocupa,
pero a la expareja eso le da igual.
Más hippy que nadie, Caleb quiere jazz,
que la casa arda a él no le preocupa.
[Estribillo]
¿De qué lado estás?
¿De qué lado estás?
¿Del lado de quién?
¡DEL MÍO!
La canción era un poco sosa y bastante ramplona, cierto, pero tenía esa clase de melodía que, una vez que se le queda a uno grabada en la cabeza, nos tiraniza el resto del día. Con todo, el estribillo tenía un toque de rock duro nada adecuado para el horario en que emitían la serie, cuando lo suyo era más bien tararear bajito. Además, en el programa, los últimos cuatro versos resonaban con fuerza sobre un fondo de batería realmente potente, en consonancia con unos fulgurantes platillos, y yo me dedicaba a duplicar el estrépito dándole con una cuchara de palo a un bol de acero olvidado en el escurreplatos.
—Te juro —dije, casi sin aliento y partiéndome de risa— que ese «una nena sencilla, dos niños prodigio» me traumatizó durante años…
Decidí no decir más nada. Quité el pie de la mesa y apoyé en el suelo las dos patas delanteras de la silla, hecha a mano. Edison se enderezó en el sillón y se arregló el cárdigan; en ese momento entró mi marido, que bajaba por un vaso de agua. Nadie abrió la boca durante un minuto, aunque Fletcher echó una mirada muy significativa a la botella vacía.
—¿Piensas ir a dormir esta noche? —preguntó, comedido.
—Por supuesto —dije—. No me había dado cuenta de lo tarde que se ha hecho. Lo siento.
Al parecer, la transgresión —la mía— había consistido en hablar en voz alta y haberlo despertado. Un comportamiento desconsiderado. A él sólo le quedaban tres horas hasta que sonara el despertador, aunque tampoco tenía por qué levantarse con el sol, así que no me sentí mal por eso. Cuando Fletcher apareció en la puerta, en bata, no pude evitar pensar en Travis y su manera de entrar en la cocina de Tujunga Hills, una aparición que siempre nos aguaba la fiesta cuando éramos pequeños. Entonces fingíamos estar concentrados en los deberes o llenábamos el lavaplatos en silencio mientras esperábamos que se fuera; de ahí que mi verdadera traición consistiera en reproducir esa antigua geometría social. Fletcher y yo éramos los únicos que supuestamente podíamos quedarnos hasta tarde. En realidad, mi marido y yo deberíamos haber dejado de hablarnos desde el día en que llegó mi hermano.
Que yo no viera la hora de que Edison se fuese de gira por España y Portugal a finales de noviembre se debió más que nada a esa sensación de estar «aprisionada» entre los dos, muy propia de Custodia compartida. ¿Qué tenía que hacer cuando volvía del trabajo: quedarme tonteando con Edison en la cocina o ir derechita al sótano a saludar a Fletcher? Si bajaba a decirle hola, lo encontraba metiendo una tabla en la sierra en medio de un ruido ensordecedor, equipado con unas enormes gafas de plástico lo bastante cubiertas de serrín para que yo no pudiese tener la menor idea de lo que pasaba detrás. Así pues, antes de saludarlo con la mano esperaba a que terminase lo que estaba haciendo, pero rara vez mi gesto merecía algo más que un movimiento de cabeza antes de que él se pusiese a cortar otra madera. ¿Para qué servía todo eso? Así que volvía a la cocina. Si Fletcher aparecía más tarde para preparar la cena de esa noche, Edison ya estaba dándole a la sin hueso desde su trono granate, por lo general contando historias del mundillo. («Si vierais lo divo que es Jarrett», podía llegar a opinar; «es capaz de interrumpir el concierto si alguien del público se atreve a toser. No bromeo, es un preciosista. Durante los conciertos de invierno, en la sala reparten pastillas para la tos antes de que el maestro se digne tocar una tecla. Gratis. O lleva al público al paroxismo con “tos de grupo”, para que tosan hasta cansarse antes de empezar. ¡Por favor!». Y no era precisamente un comentario sutil. Edison le tenía unos celos feroces a Keith Jarrett, uno de los pocos contemporáneos suyos de los que el resto de los mortales habíamos oído hablar). De no haber sido porque él nunca decía nada, yo podría haber tolerado su verborrea. Quiero decir, nada con sincero contenido emocional. Le encantaba escupir información, datos, y se le daba bien contar anécdotas, y aunque era capaz de pasarse horas hablando, al final del día nadie lo conocía mejor que antes.
Lo peor de todo era que me daba cuenta de que estaba volviendo loco a Fletcher. La rabia de mi marido era tan palpable, para mí al menos, que me daba terror pensar que Edison también pudiera ser objeto de sus punzantes indirectas. Sin embargo, mientras mi hermano acaparaba todo el espacio conversacional de la habitación, por fuera a Fletcher sólo se lo veía cada vez más adusto, más callado. Parco por naturaleza, mi marido no podía volverse más parco todavía como no dejase de hablar con carácter definitivo, y eso se parece bastante a lo que hacía. Nuestra callada comunión se había transformado en no hablarnos, punto.
Además de ser mi asesor técnico en Baby Monótono, Oliver Allbless era mi confidente. Era a él a quien le confiaba mi absoluto disgusto por la fanática conversión de Fletcher al culto de la bicicleta; mi perplejidad por lo estricta que era su dieta, un régimen que probablemente estaba distanciándonos cuando, a fin de cuentas, sólo era buena comida; mi indignación por aparecer mal citada en las entrevistas cuando ya nadie quería oír mis quejas por salir en revistas que se distribuían por todo el país, y mis opiniones menos diplomáticas sobre la ridícula ambición de mi hijastro, que aspiraba a ser nada menos que escritor. Oliver era guapo, alto, delgado y de modales suaves, y compartíamos una historia cuya importancia no le había revelado totalmente a Fletcher, que, de todos modos, la intuía. Así pues, por regla general trataba de mantenerlos separados, si bien los juntaba en la misma habitación con la frecuencia justa para presumir de su amistad y poder decir tácitamente: ¿Lo ves? No tengo nada que ocultar. En presencia de Fletcher, Oliver era amable y respetuoso, y se inclinaba ante el macho alfa en un despliegue de sumisión tan de manual que podríamos haber sido personajes de El reino salvaje. Pedía, por ejemplo, ver los últimos muebles de Fletcher y conversar conmigo sobre temas tan neutros como la dudosa eficiencia energética del etanol, y todo sin que se le escapara nunca que conocía algo mío más íntimo que mi punto de vista sobre la política agrícola. Desde que había llegado mi hermano, yo había dejado de practicar ese torpe ejercicio por miedo a terminar partida ya no en dos, sino en tres. No obstante, al final organicé una cena e invité a mi mejor amigo. Quería que conociera a Edison, aunque sólo fuese para poder hablar de él cuando se marchase.
Lo había preparado para que no lo sorprendiera la transformación de mi hermano, y cuando se dieron la mano, mi amigo disimuló su incredulidad mejor que la mayoría. En la cena, elogió el plato de cebada de Fletcher y la ensalada de champiñones, aunque, como dijo por lo bajo Tanner: «Por Dios, si hasta sabe a beige».
—¿Sabes?, un tocayo tuyo, Fletcher Nosequé —dijo Edison a mi marido a título informativo—, fundó un culto a principios del siglo pasado. Se llamaba a sí mismo el Gran Masticador. Todo el mundo iba como loco detrás de él, todos querían «fletcherizarse». El rollo iba de masticar hasta el último bocado entre treinta y dos y cuarenta y cinco veces. Había que masticarlo todo, ¡qué sé yo!, hasta el zumo de naranja. El tipo convirtió el acto de comer en un peñazo, y apuesto a que tú y él os llevaríais de puta madre.
En un intento de desviar la conversación de la reacción, menos que elogiosa, que a mi hermano le provocaba la comida de Fletcher, Oliver le preguntó por su carrera y, como era de esperar, mi hermano le hizo un informe con pelos y señales. En cambio, no preguntó nada sobre Oliver. Yo quería sentirme orgullosa de mi hermano, y también quería que esa noche en particular comiese como un cerdo, pues eso me serviría para demostrar a Oliver lo que estábamos soportando.
—Bueno, Tanner —dijo Oliver, todo un maestro en el arte de la ecuanimidad social—. ¿En qué universidades piensas matricularte?
Tanner se puso a la defensiva y miró a su padre.
—Pues si quieres que te diga la verdad, en ninguna. No tengo ganas de ir a la universidad.
—No todavía —dijo Fletcher, severo—. No te han admitido en ninguna.
—Sabes de qué va la «enseñanza superior», como se dice ahora, ¿no?
Hasta ese momento, los parlamentos de Edison, tipo ametralladora, los había propulsado la tensa irritación que le provocaba la espantosa comida de Fletcher, y yo había aprendido a reconocer ese estado como mal humor. Ahora, cuando ya había sacado mi tarta de ricotta, más ligera que una tarta de queso —aunque mi hermano se comía una doble ración de todo lo que tuviese la mitad de calorías—, Edison se relajó y se transformó en un hombre más comunicativo.
—Pues mira, te lo diré. Va de que seas un chico obediente y hagas lo que la gente espera de ti. ¿Sabes qué significa realmente tener un título? Es tener un trocito de papel que dice que has respetado las normas. Los títulos sólo son una cuestión de pasar por el aro y de cumplir una serie arbitraria de requisitos, sin que importe qué requisitos son, sólo quiere decir que has marcado bien las casillas. Los empleadores quieren ese trozo de papel para asegurarse de que arrastrarás el culo hasta su despacho diáfano, día tras día, y ninguno de esos días tendrá sentido. Dará igual lo infundada o lo idiota que sea la orden, porque tú harás lo que ellos te digan.
—¿Y tú cómo lo sabes, colega? —dijo Fletcher—. Si no has pisado nunca una facultad.
—No lo dudes, eso es lo que quieren que uno piense —dijo Edison, rebuscando algo en el bolsillo del cárdigan; en realidad, estaba sopesando las ventajas de terminar su diatriba contra la posibilidad de escaparse a fumar un cigarrillo—. Oh, la universidad debe de ser algo parecido a una iniciación secreta, a puerta cerrada, que no conseguiré entender hasta que ingrese en una, como los masái que llevan a los niños púberes a la selva. Gran sorpresa, hermano: allí les cortan la polla.
—En algunos campos es importante dominar un corpus de información —dijo Oliver.
—Hombre, si uno quiere encontrarla, la información está por todas partes. El título sólo es algo que hace parecer que la has dominado, ¿te enteras?
—No estoy seguro de que quiera cruzar un puente que ha diseñado alguien que ha estudiado ingeniería por Internet —dijo Oliver—. Lo que aprendí en la universidad de Io…
—Pero Tan no quiere construir puentes, ¿verdad, sobrino?
—No especialmente —dijo Tanner. Sentí un gran alivio por los automovilistas del futuro.
—¿Para qué puede servirle la universidad a alguien que quiere ser guionista de televisión? —Edison había convertido la ambición literaria de Tanner en televisión—. Me creas o no, mi padre estudió agronomía. ¿Crees que eso le ayudó a conseguir el papel protagonista de Custodia compartida? En lugar de aprender cálculo, Tanner está mucho mejor, sin ninguna duda, viendo la tele. Con los pies en alto, un portátil y escribiendo el guión de un piloto. Además, deberías oírlo, tiene unas ideas rompedoras. Lo mismo pasa en mi oficio. Un saxofonista entra en el Vanguard y a nadie le importa si ha estudiado en Berkeley con y griega o en Berklee con e final. Lo único que interesa es si sabe soplar.
—Sin una licenciatura —dijo Fletcher—, yo nunca habría conseguido el trabajo en Monsanto.
—Sí, bueno —dijo Edison—. He terminado mi alegato.
—Tiene razón, papá —dijo Tanner—. Yo no quiero vender semillas de maíz.
—No todo tiene que ver con lo que tú quieres —dijo Fletcher—. Es posible que ese trabajo no me gustara mucho, pero mantuve a mi familia. Teníamos comida y un techo, y no fui una carga para mis padres ni para el estado. De eso se trata, no de perseguir tu «sueño».
—Bueno, en ese caso todos deberíamos ahorrarnos muchos problemas y yo podría matarme aquí y ahora, joder —gruñó Tanner.
—Si tus miras son tan cortas, lo que consigues es exactamente la mera supervivencia —dijo Edison—. Mira a mi hermana pequeña, me refiero a la más pequeña, claro. Estudió en la UCLA, ya ni siquiera recuerdo qué. Ahora es publicista. Vaya vida, ¿no? Todo el día promocionando los logros ajenos. ¡Pero Solstice tiene «comida» y un «techo»! Por Dios, Fletcher, no sé cómo esa chica puede ser de mi familia.
—No la conoces, Edison —dije—. Solstice es muy maja, en serio.
—No creo que corramos ese peligro —dijo Fletcher entre dientes.
—Lo único interesante es ese estúpido nombre que tiene —dijo Edison—. No creció en la misma familia. Custodia compartida había terminado y la vida en familia dejó de tener aquel toque extraordinario.
—Mamá —preguntó Cody—. ¿A qué universidad fuiste tú?
—Reed —dije—. Soy una «reedie».
Edison se rió.
—Porque estaba en Portland. Y quería estar al otro lado de la pantalla.
Me ruboricé.
—Puede que influyera el factor sugestión. Portland había llegado a tener algo agradablemente familiar, pero la universidad era pequeña y no quedaba cerca, y en aquellos días al menos era sencillo ingresar.
—¿Y en qué te licenciaste? —preguntó Cody.
—Inglés.
—¿Y qué sentido tiene estudiar la única lengua que ya hablas?
—Entonces mucha gente se licenciaba en inglés cuando no sabía muy bien qué estudiar —dije—. Eso o psicología, pero en casa ya me había sacado algo parecido a una titulación en chifladuras. Estudiar lengua y literatura inglesas me dio tiempo para pensar. Y eso es lo que podrías aprovechar, Tanner, si no te importa que te lo diga.
—Un ejemplo perfecto —dijo Edison—. Cuatro años leyendo un montón de basura que hace siglos que ha olvidado, y ahora, mira: una empresa de cátering y además hace muñecos que hablan. ¿Para qué le sirvió estudiar? A la mierda la universidad.
—Estudiar no sólo es cuestión de quién acata las reglas. Es algo más importante y más duro que eso —dijo Oliver, eligiendo las palabras con cuidado—. Es un mecanismo de selección, un filtro, y los perdedores quedan fuera. Claro que hay excepciones, y tú, Edison, eres una de ellas, nadie lo duda, y si oímos hablar de esas excepciones es porque han llegado a ocupar una posición desde la que se las puede oír. Pero ahora son tantos los que estudian que no hacerlo es más importante que nunca. Es como elegir pertenecer a la clase de los esclavos, Tanner. Es marcarse uno mismo como perdido.
—¿Y sabes qué otra cosa te marca como «esclavo»? —dijo por lo bajo Tanner a su hermana, que había señalado a su tío con la cabeza.
Por molesto que fuese, Tanner tenía razón. Ahora el país hacía gala de tener una subclase tan grande que llegaba a inquietar. Grande, sí, en todos los sentidos de la palabra.
Se sirvió el postre con una sola abstención, la predecible. Así pues, antes de volver a guardar la tarta de ricotta en la nevera, dejé una porción minúscula en un plato vacío y después lo adorné con un trocito de nectarina y la habitual hojita de menta. Me había salido bien: compacta, nada seca y no demasiado dulce, con un toque de ralladura de limón y una corteza crujiente y tierna que habría hecho que mi abuela se sintiese orgullosa. Por tradición, dejaba ese capricho conyugal bien a la vista, sobre la encimera, con el tenedor vuelto seductoramente hacia arriba para los diestros. Ayudé a Fletcher a recoger la cocina hasta que terminamos de secarlo todo; después pasamos arriba un rato más que largo, dando las buenas noches a los niños para permitirme un solo bocado de contrabando.
Pero cuando volví abajo, la cocina relucía, con la única excepción de un plato, un tenedor y un trozo de la tarta que, por lo visto, no apetecía a uno de los comensales de esa noche. En otras palabras, basura que tiré al cubo con todo el dolor del alma.
Oliver, que deseaba conocer mejor a mi hermano, se quedó conversando con Edison y conmigo después de que Fletcher se fuese a la cama. Cuando, alrededor de la medianoche, entré en el dormitorio intentando no hacer ruido, Fletcher estaba tumbado de espaldas con los ojos abiertos. Mientras me desvestía en la oscuridad —una costumbre desde que había aumentado de peso—, me disculpé por haberlo despertado.
—No me has despertado —dijo—. ¿Cómo iba a dormir con ese follón?
El ordenador de Edison estaba conectado con el equipo de música, en el que ponía a «Bird» o a otro con un gancho fácil al que supuestamente yo debía conocer.
—Puedo pedirle que baje el volumen, aunque así podemos conversar mejor sin que nos oiga nadie.
—¿Y de qué hablaríamos? —dijo Fletcher—. ¿De Duke Ellington?
Me metí debajo del edredón.
—¿Qué te parece si hablamos de… de lo emocionante que es ese nuevo pedido que has recibido? Y de esas estupendas críticas en tu página web y la noticia de que tu trabajo debería empezar a viajar…
—Olvídalo, Pandora. No te tomes tantas molestias. Sólo son dos mesitas auxiliares a juego, y el tío las quiere bastante aburridas. Una vez pagado el material, no me embolsaré ni doscientos pavos.
—Es que me siento como si no te hubiera visto desde hace siglos o casi.
—Pregúntate por qué.
—Es temporal.
—No puedo creer que aún nos quede otro mes como éste.
—Lo siento.
—No lo sientes tanto. Todas esas bromitas entre vosotros sobre Custodia compartida. Esas pullas sobre tu padre y Joy Nosecuántos, y esa enganchada ritual sobre lo que de verdad le ocurrió a tu madre. Por Dios, si parece una fiesta. Debería irme de casa para que os caséis.
Fue lo máximo que había dicho en varios días.
—Eso es una locura —dije, en un tono no muy convincente.
—Sé que piensas que esta «visita», aunque dudo de que pueda llamarse así cuando ya dura dos meses, es una especie de buena obra. Pero ¿qué bien le estás haciendo? ¿Darle total libertad en la cocina para que engorde aún más?
—No puedo decirle: «No, Edison, no puedes comer otra galleta». No soy su madre.
—Y él no hace nada. Por Dios, yo cojo la bicicleta simplemente para escaquearme un rato. En la casa hay como un miasma. De indolencia, de pereza, de malestar. Pero ¿qué puede cambiar para él cuando pase esta temporada? Tiene un problemón, y cuando se vaya de aquí, será aún más grande.
—Esperaba que estar rodeado por la familia lo animase. Es muy raro que no toque el piano, por ejemplo. Puede que para ti signifique que está aplazando una decisión, pero algo no anda bien. Me pregunto si estará deprimido.
—Si yo estuviera como una foca, también estaría deprimido.
Ésa era la pregunta del huevo y la gallina, la que yo no había podido comprender. ¿Mi hermano estaba gordo porque estaba deprimido o deprimido porque estaba gordo?
—Le sienta bien el cariño con que lo trata Cody —dije—. No creo que haya mucha gente que trate bien a los demás. Lo he visto, cuando salimos por ahí. Las miradas. Es como si Edison… le hiciera algo a la gente, algo parecido a una afrenta. Me siento como si estuviera rodeada por un montón de ojos que no se creen lo que ven.
—Claro, le encanta aprovecharse de la buena voluntad de Cody. Mi hija es un tesoro, pero está utilizándola. ¿Y qué saca ella de todo eso?
—¿Clases de piano? Y practica la compasión, a lo mejor un día podría enseñarte a practicarla.
—¿Bromeas? Si no hago otra cosa que morderme la lengua. Además, lo que en realidad está practicando es la lástima, y eso a tu hermano tampoco le hace ningún favor.
—Pero cuando vienen sus amigos, Cody siempre sale en defensa de Edison y no deja que le pongan apodos, ni siquiera a sus espaldas, y para eso hace falta coraje. —Hice otro esfuerzo inútil por salvar la distancia—. Tu hija es admirable.
—¿Y qué me dices de Tanner? —No podía estar segura de si Fletcher estaba enfadado con Edison o conmigo, y puede que él tampoco lo supiera—. Tu hermano no para de decir que en Nueva York es un tipo importante y que es hijo de una familia famosa de Los Ángeles… Se burla de tu padre, pero juega la carta Appaloosa todo lo que puede y más. Y Tanner piensa que puede irse a California y empezar a escribir episodios de…, de lo que sea. —Fletcher no veía mucha televisión—. ¡Ese chico tiene que empezar a ser realista! Aunque no vaya a la universidad, al menos podría aprender a hacer algo. En este país ya no queda nadie que sepa clavar un clavo. Todos dependen de los comerciantes, pero sus hijos nunca lo serán, claro. Los educan para que no se dediquen al comercio. Dentro de dos o tres décadas, los pocos que sepan reparar una azotea podrán pedir lo que se les antoje. Pero no, hoy todo el mundo tiene que ser artista.
—Tú eres artista.
—Yo hago cosas sobre las que la gente puede sentarse. Y da la casualidad de que son bonitas. Tanner podría hacer cosas mucho peores que trabajar de aprendiz en el sótano, pero piensa que puede largarse de esta casa e irse a un mundo fabuloso donde en realidad lo explotarán unos pervertidos en cualquier esquina. Tu hermano está alimentando las ilusiones de mi hijo.
—Edison trata de caerle bien, pero Tanner lo desprecia y tampoco se esfuerza mucho por disimularlo.
—Tanner desprecia a todo el mundo, pero aún es muy influenciable. Sólo es una pose.
Yo tenía opiniones encontradas en lo que respectaba a alentar a Tanner a que siguiera su «sueño». ¿Era el papel de una madre preservar las esperanzas del adolescente o enfrentarlo al lado práctico de la supervivencia en un planeta donde siete mil millones de personas quieren ser famosas? Más que insistirle para que fuese a la universidad —aunque la universidad sólo representara un intervalo que le diera tiempo para crecer sin riesgo, con comidas a horas regulares en una residencia estudiantil—, hasta el momento me había contenido, y trataba, como diría Edison, de no joderle sus ambiciones de guionista. Cuando yo era adolescente, también soñaba con futuros dudosos, y estoy segura de que habría detestado a cualquier pragmático que hubiese señalado que la mitad de las chicas de mis primeros años de instituto también querían ser veterinarias, que la competencia por una plaza en las facultades de veterinaria era increíblemente feroz y que lo único que yo de verdad quería era un animalito de compañía. Más cerca ya de la edad de Tanner, no habría sabido apreciar que un adulto aguafiestas me advirtiera que la NASA admitía muy pocos candidatos y que la mayoría de los admitidos nunca viajaba al espacio. Habría despreciado a cualquier adulto lo bastante sagaz para darse cuenta de que mi breve encaprichamiento con la idea de ser astronauta era sólo una metáfora de la desesperación por huir de los demás y refugiarme lo más lejos posible de este planeta.
Sin embargo, a mí, como a Fletcher, también me desesperaba que Edison estuviese dedicándose a promocionar los vínculos familiares de Tanner con la fama. Esa ansiedad ininterrumpida para que lo reconocieran como alguien aparte equivalía a una abdicación del poder, a una externalización de las principales responsabilidades. Desdeñaba las lisonjas de los desconocidos, pero, sí, personalmente me sentía especial. Había descubierto que «sentirse especial» era una experiencia privada, no la fascinación proyectada de otra persona, algo que nunca puede sustituir a la asimilación tranquila de la propia vida.
—A Tanner lo bombardean con famosos cada vez que enciende el ordenador —dije.
—Eso es otra cosa. Con las chifladuras de tu padre en la televisión, con tu hermano que no para de proclamar que es un pianista de fama mundial, y tú…, tú y Baby Modorro en la portada de las revistas, todo eso contribuye a que se forme una falsa idea de la realidad. Se cree que todo es fácil.
—Sólo cuatro semanas más.
Por fin le puse una mano en el muslo. No habíamos tenido sexo desde que el avión de Edison aterrizó en Cedar Rapids. Una cosa más en suspenso, y temblé de pena. Habría detestado ser la huésped a la que los anfitriones se mueren de ganas de mandar de vuelta a su casa.
No se lo dije a Fletcher, pero había advertido la desaparición sistemática de comida, por ejemplo, paquetes enteros de albaricoques secos y nueces del Brasil, y me ocupé discretamente de reponer lo que faltaba. Él no iba a echar de menos el queso, pero a mí me seguía inquietando la posibilidad de que un trozo de queso Swiss pudiera estar entero un día y haberse esfumado al día siguiente. También empezaron a desaparecer cosas más raras: medio kilo de tahini, un bote de germen de trigo tostado, un bote de mermelada de cerezas ácidas. Siempre podía ir a comprar más, naturalmente, por eso lo que más me alteraba era la imagen acosadora de que alguien los consumiera. Por ejemplo, el tahini: aceitoso, pero con tendencia a solidificarse, y la capa del fondo, pesada y seca, se le atraganta a uno en la garganta. Me dolía lo desagradable que debía de ser atiborrarse de germen de trigo.
Cada semana ofrecía una oportunidad para que el ratón jugase mientras los gatos no estaban, por ejemplo: cuando yo estaba en el trabajo, cuando Fletcher salía en bicicleta y los chicos estaban en el colegio. Sin embargo, un día que no me sentía muy fina que digamos, me escaqueé del trabajo temprano. Me sorprendió que mi hermano no me oyera entrar, pero estaba ocupado. Me quedé unos momentos en la puerta de la cocina, contemplando la escena. En la isla de madera tratada había montones de botellas. Los lados de la botella de jarabe de maíz brillaban. Reconocí un viejo regalo de Navidad que había ido a parar al fondo de la despensa: nueces pecanas y avellanas caramelizadas en un espeso pringue marrón. Ese bote también estaba vacío, y chorreaba. De la miel ya no quedaba nada. Por extraño que parezca, un frasco de encurtido de lima, de la India. Salsa de arándanos. Y además de todo eso, el azúcar para repostería, que Edison se zampaba a cucharadas directamente del paquete.
Levantó la vista. Algunos podrían haber visto el lado cómico de la situación. El jarabe de los primeros momentos del saqueo hecho un pegote con el polvo blanco en la barbilla, como un homenaje a Santa Claus. El azúcar espolvoreado en el pelo, como si fuese talco, le envejecía los mechones de las sienes unos diez años. Nevaba sobre los puños y el cuello del cárdigan negro que Edison no se quitaba nunca. Cubiertas de polvo las puntas de los zapatos negros, anchos y respingones, y las baldosas de terracota en un radio de un metro. Una pasta blanca húmeda bien pegoteada en la boca, que Edison había abierto para soltar la primera explicación rocambolesca que se le ocurriera y que pudiera dar cuenta de lo obvio. Ya casi no aguanté las náuseas que había intentado reprimir.
También tuve que luchar contra el impulso cobarde de salir corriendo. Bajé la vista mientras él tragaba con dificultad, se limpiaba la boca con un trapo y cerraba el paquete doblando con cuidado la bolsa interior de papel encerado y metiendo con precisión la lengüeta de cartón en la ranura opuesta. Nada podía justificar que a esas alturas quisiera convencerme de que estaba por ponerse a hacer una tarta, y me alivió ver que no se inventaba una excusa.
—¿Sabes, Edison? —dije en voz baja—. Me habría afectado menos pillarte mientras tomabas cocaína.
—Lamento este caos —dijo, quitándose el polvo del jersey gris—. Me entró hambre.
—De eso nada. Te entró algo y no sabes cómo se llama, pero no se llama hambre.
Debí de parecer enfadada, pero cuando acabé de enjuagar el tercer bote dejé abierto el grifo de agua caliente y dejé que el vapor me envolviera la cabeza. «¿Qué…?», dije. «¿Qué…?». No podía parar de sacudir la cabeza, hasta que lo que me había estado revolviendo el estómago todo el día me subió como un bolo enorme, no un vómito, sino un sollozo por todo lo vivido el mes anterior. Edison se acercó y me abrazó por detrás, apretando la mejilla contra mi espalda, mientras mis lágrimas caían en el fregadero. Más tarde decidí que no me quedaba otra que mandar a limpiar en seco el Burberry verde oliva que tenía puesto cuando llegué. En los hombros, en la solapa y por las mangas, el abrigo estaba manchado con el consuelo inútil de unas huellas dactilares de azúcar glas.