Durante los primeros días que siguieron a su llegada, me ofrecí varias veces a enseñarle a Edison la fábrica de Baby Monótono, pero él siempre se disculpaba y se ponía a buscar en Internet alguna entrevista sobre jazz. Al final preferí no insistir. Si Vanity Fair y Forbes se interesaban por mi empresa, mi propio hermano podría haber sentido siquiera una pizca de curiosidad por mi modus vivendi.
Edison dormía hasta tarde, así que me organicé para volver a casa a eso de las cuatro y llevarlo a la fábrica. Aparte de preparar la comida —un asunto lo bastante importante para aplazar la visita—, no tenía ni idea de lo que hacía mi hermano mientras yo estaba en el trabajo. Creo que se pasaba buena parte del día conectado a Internet, ese maravilloso invento para matar el tiempo que ha sustituido a la televisión, claramente pasivo aun con su seductora ilusión de productividad, pero Fletcher decía que abajo en el sótano también podía oír, durante horas y horas, el televisor puesto a todo volumen. Lo que Fletcher no oía, a menos que Cody estuviera practicando «Bridge Over Troubled Water», era el piano.
Es posible que yo hiciera demasiado hincapié en el valor de estar ocupado, y que me hubiese convenido aprender a relajarme más, pero lo cierto es que me resultaba inquietante que, sobre todo con la ayuda de todos los aparatitos de nuestra época, fuese posible llevar a cabo el proceso de no hacer absolutamente nada durante un tiempo cada vez más largo. Me gustaba imaginar que era incapaz de no hacer nada durante toda la tarde, pero también es posible que me llenara de inquietud el hecho de poder hacerlo. Me temo que es algo a lo que se le puede coger el tranquillo bastante rápido, y en consecuencia ahora andaba acechando por mi casa a la espera de que lo pillara como una gripe de invierno.
Más o menos a las cuatro, cuando volví a Solomon Drive para llevarlo a mi cuartel general, encontré a Edison enfrentándose a Fletcher en la cocina y rodeado de comestibles apilados encima de todas las encimeras. Estaba rojo y jadeaba, con las manos a ambos lados de los tejanos, listo para desenfundar. Fletcher, delante, estaba rígido, y su expresión no podía ser más dura. Si eso era un duelo, mi marido era el sheriff y mi hermano el forajido.
—Edison —dije—, ¿ya estás listo?
—Será mejor que lo creas —dijo, en un tono que sólo puedo calificar de bronco y con los ojos entornados.
Eché un vistazo a la encimera de la cocina; ya no cabían allí más fritos de maíz, cortezas de cerdo, latas de chile con carne, cruasanes, latas de soda, galletas rellenas, pasta para pizza, patatas fritas congeladas y tartas de café. Seguro que iba a contarme algo en el coche, aunque tras separar los productos que había que guardar en la nevera —tres barras de mantequilla, mozzarella ahumada y dos cartones de medio litro de mezcla de leche y nata—, ya pude inferir lo fundamental.
—¿Te importa si nos llevamos tu camioneta? —pregunté a Fletcher, con ganas de largarme de una vez. Yo no quería tomar partido—. Creo que Edison irá más cómodo.
—Llévatela. Tu hermano ya la ha cogido para traer a casa la mitad del veneno que venden en el Hy-Vee.
Edison agarró las cortezas y la chaqueta y salió por la puerta encorvado. Después de subir con dificultad y hundirse en el asiento del pasajero, estiró el cinturón al máximo; yo, en cambio, sólo necesitaba unos sesenta centímetros. Con los brazos rechonchos uno encima del otro, apoyó el mentón en la clavícula. Con mala cara, entrecerró los ojos hasta que quedaron convertidos en dos rajas. Lo más recóndito de su ser estaba hecho un ovillo dentro de una fofez que era su escudo protector, y me di cuenta de que no podía achicarse más, y de que tampoco su perímetro defensivo podría bastar jamás para hacerlo sentir a una distancia segura de las fuerzas hostiles. Como si quisiera demostrar que, por pura protección, no podía engordar lo bastante rápido, cuando puse la marcha atrás y salí a la calle ya había abierto la bolsa de las cortezas y se las estaba zampando por el carnoso portal de sus labios fruncidos. Edison masticaba con espíritu de represalia la textura de las cortezas, pura espuma aislante en aerosol. Me pregunté si se daba cuenta de que el objeto de su represalia no era otro que él mismo.
No dijimos nada hasta que se terminó la bolsa.
—No te lo tomes personalmente —gruñó mientras hacía un bollo con el celofán—, pero tu marido es un mamón.
—¿Qué te ha dicho?
—No pienso repetirlo.
Me imaginé a Fletcher eligiendo las palabras con todo cuidado; por eso sus invectivas, aunque poco frecuentes, dolían tanto. Él no perdía los nervios. Yo sabía lo mucho que podía durar el efecto de sus desaires, escogidos a la perfección —por ejemplo, decirme que yo era un piojo cuando en Verdugo Hills High repuse entre dientes: «Ésa es una metáfora mixta»—. Esas palabras me marcaron como una tonta de una manera más concluyente.
—Supongo que habéis tenido un altercado —dije—. Por la comida.
—Yo sólo trataba de ser útil. En tu casa no quiero ser un parásito ni parecer un pesado.
Esperé a que se le pasara la vergüenza por la expresión que había elegido.
—Ya sabes que Fletcher es muy estricto en todo lo que tiene que ver con la comida.
—¿Y quién no? Nadie lo obliga a comer lo que yo como.
—Sospecho —dije, con delicadeza— que el problema son los chicos, ¿no?
—Son adolescentes. Sólo comen porquerías y se pasan el día en un Mickie D’s. Por Dios, Fletch no era un fascista de la comida la última vez que os visité. ¿Qué ha pasado?
—Bueno… La cocina estaba siempre repleta de sobras de Breadbasket, ya sabes, mi empresita de cátering. Tartas de pipas de girasol o enormes bolsas herméticas con ensalada alemana, y teníamos que comerlas o tirarlas. Una trampa si eres de la escuela de los que piensan que quien guarda, halla.
—Y tú cocinas de puta madre —dijo Edison.
—Gracias. Pero eso también es una trampa.
—Demasiados riesgos para una ensalada de patatas.
—Sí, hay que preguntarse si alguna vez la gente se ha limitado a comer algo y a darse por satisfecha. Cada vez que abro la nevera me siento como si estuviera ante una biblioteca de libros de autoayuda con aire acondicionado. De todos modos, cuando Fletcher se dio cuenta de que las sobras tenían el efecto que era de esperar, se asustó. Tienes que entenderlo, su primera mujer era adicta a las metanfetaminas. Por eso le dieron a él la custodia de Tanner y Cody. Primero ella empezó a esnifar para perder peso, pero no tardó en descuidar a los niños, a desaparecer varios días seguidos. Perdió varios dientes… Le salieron un montón de llagas, y como se rascaba, los niños se contagiaron… Después, cuando le venía el bajón, lo único que hacía era dormir. La espiral completa… Y fue bastante traumático. Fletcher se quedó con la obsesión de controlar.
—No se pone uno así en una tarde. Ese tío —dijo Edison con una voz que sonó a gruñido— siempre ha tenido la «obsesión de controlar».
—Sí, por ahí va su carácter —reconocí—. En cualquier caso, cuando decidió perder unos kilos, la obsesión por estar en forma y por la alimentación se le disparó. Y Tanner no permite que sus amigos olviden que su verdadera madre es una drogadicta. Esas actitudes hacen que todo parezca más negro y complicado.
—Hombre, éste no es el Iowa donde visitábamos a los Grump.
—No, se ha convertido en un bajo vientre bastante asqueroso —dije, aunque no por la vista inocente que se extendía al otro lado de la ventanilla de la camioneta. En maizales ya arados, una mullida capa de restos de farfollas secas cubrían los terrones. Unas vacas de aspecto muy saludable se atiborraban en un cebadero y unos silos muy fotogénicos parecían clavarse en el horizonte plano—. Ahora Iowa tiene un importante problema llamado metanfetamina.
—Mexicanos —apuntó Edison.
—Sólo al principio. Todos los ingredientes los puedes comprar en Walmart, salvo cierta clase de amoniaco que se usa en las granjas como fertilizante. Por eso ahora se «cultiva» en casa, junto con los tomates y los pimientos verdes, lo que es peor. El producto local es más puro. El hielo de México…
Edison se rió.
—¡Hielo! No me imaginaba que mi hermana menor del Medio Oeste fuese tan moderna y usara esa jerga.
—En este estado, hasta las abuelitas de Medicare hablan así, están muy al día. Los granjeros toman anfetas para no dormirse cuando tienen que controlar a los del turno de noche durante la cosecha, por ejemplo. Y los camioneros hacen lo mismo. Lo llaman «pienso para pollos de alta velocidad». Y como quema tanta energía, aquí también es un problema entre las amas de casa. Lo toman para adelgazar.
—Quizá ahora entienda por qué tener una ex que se volvió adicta a la metanfetamina lo vuelve a uno más conservador —dijo Edison, cruzándose otra vez de brazos—. Pero tu pariente no tiene motivos para tomarla conmigo.
Por brutal que hubiese sido, Fletcher debió de haberse referido al menos, y sin rodeos, al tema que yo venía evitando desde que llegara Edison. Estaba cansada de sentirme una cobarde. Había pensado que obrar con tacto era sinónimo de amabilidad, pero es posible que simplemente hubiera tratado de no complicarme la vida.
—Oye… —dije, fijando la vista en la carretera—. Hay algo de lo que no hemos hablado, pero no he podido evitar darme cuenta… Desde la última vez que te vi…, bueno, ahora estás un poco más pesado.
Edison se dio una palmada en la rodilla y soltó una carcajada.
—«Oh, señor Quasimodo, no he podido evitar darme cuenta de que está usted un poco encorvado». «Perdone, señor Hombre Lobo, pero no he podido evitar darme cuenta de que está usted un poco peludo». Creo que al fin «te has dado cuenta» de que el Empire State es un poco alto, de que el sol es un poco brillante y de que la tierra es ligeramente redonda.
Yo también me reí, aunque sólo fuera para aliviarme.
—¡Vale, vale! No sabía cómo sacar el tema.
—¿Qué tal si dices «¡Vaya, hermanito, sí que estás gordo!»? ¿Te crees que no sé que estoy gordo? En Nueva York hay espejos, ¿no lo sabías?
—Muy bien —dije, apartándome un poco del volante—. Cuando te vi aparecer en el aeropuerto, me quedé helada. Y sigo estándolo. No entiendo cómo has podido aumentar tanto de peso en tan pocos años.
—Pruébalo alguna vez. No es tan difícil.
Tenía razón. Si uno añade cuatro Cinnabons por día a una dieta neutra en calorías, es posible aumentar ciento sesenta y cinco kilos en un solo año.
—Pero… ¿por qué? —pregunté, con voz débil.
—¡Qué pregunta más estúpida! ¡Me gusta comer!
—Claro, ¿y a quién no?
—Entonces no es un gran misterio, ¿verdad? Tú misma lo dices. ¿A quién no le gusta? Y a mí me gusta comer mucho.
Suspiré. No quería que se cabrease.
—¿Y te gustaría perder peso?
—Claro que sí, si pudiera apretar un botón.
—¿Eso qué quiere decir?
—Que me gustaría tener diez millones de dólares. Que me gustaría tener una mujer bien guapa… Volver a tener, podría añadir. Y que me gustaría que hubiese paz en el mundo.
—El peso es algo que podemos controlar.
—Eso es lo que tú crees.
—Sí, exactamente.
—Tú también has aumentado unos kilitos. ¿Te gustaría perderlos?
—Sí, claro.
—¿Y por qué no adelgazas? ¿O por qué no has adelgazado?
Fruncí el ceño.
—No lo sé. Desde que Fletcher se volvió tan modélico en el tema de la comida, interpretar el papel de mala ha llegado a ser casi un trabajo. Volver del supermercado con una caja de galletas ahora me funciona como válvula de escape. Si en la despensa sólo tuviera edamames, tienes razón… Los chicos se nos irían al Burger King para siempre.
—Es bastante complicado aprender a saltarse el almuerzo, nena.
—Sí, puede que sea complicado.
—Te diré que para mí es más complicado todavía, ¿entiendes? —Edison empezaba a ponerse agresivo—. Tú no puedes adelgazar ni trece kilos y se supone que yo tengo que perder… Ni siquiera sé cuántos.
—Yo no necesito perder trece kilos, gracias. Unos nueve como máximo, diría.
—No te preocupes. Si esto es un concurso, para ti la medalla de oro.
—No es un concurso, pero podríamos ponernos de acuerdo y prometernos que no empeoraremos las cosas. Sería una buena manera de empezar, ¿no te parece? Si sigues comiendo como te he visto comer estos días, no pararás de engordar.
—Sólo hay un problema: me importa un carajo.
Por supuesto, pero ése no era un problema; era el problema.
Mientras aparcaba delante de Baby Monótono, Edison dijo:
—Joder, ¿todo esto es tuyo? Grande, ¿no?
No era mucho más que un almacén con oficinas en un extremo, pero era mi almacén. Mi idea, mis empleados. Mi proyecto.
—Al principio no podía saber que iba a crecer tanto —dije mientras Edison bajaba pesadamente de la cabina—, pero una de las claves para despegar ha sido que mi producto anima a competir. No entre empresas, sino entre clientes. A ver quién tiene el muñeco más ingenioso. O el más grosero. Hemos recibido más de un encargo pidiendo un Baby Monótono de sexo masculino que sólo eructe, ronque, estornude, carraspee y escupa. Uno que tenga hipo y una tos perruna. Un cliente quería que se tirase pedos que olieran, pero eso, técnicamente, me superaba.
Con Edison, el corto camino hasta la recepción se hizo más bien largo.
—Después vienen los pornográficos —dije—. Al principio me lo pensaba mucho antes de aceptar esos pedidos, pero recibía tantos… A mí qué más me da que una mujer quiera regalarle al marido un muñeco que grita «¡Mámamela, perra!».
Presenté a Edison a Carlotta, la recepcionista, a quien le había avisado de que iría con mi hermano para enseñarle la fábrica. No le había dicho nada más, y me alegré al ver que no se inmutaba ante la evidente falta de parecido con mi familia.
—Es un verdadero placer conocerlo —dijo Carlotta, apretándole la mano con fuerza y muy cordialmente—. Su hermana es la mejor jefa que una pueda tener. Y no lo digo sólo por hacerle la pelota para que me ascienda.
Llevé a Edison al enorme espacio diáfano donde se oía el zumbido de dos docenas de máquinas de coser. En las paredes, cientos de cortes de tela y, en un rincón, una montaña de bolsas de plástico transparente llenas de guata.
—Todos los muñecos los hacemos personalizados, pero también tenemos algunos modelos estándar. Pocos, pero tenemos —dije, levantando la voz por encima del ruido de las máquinas y llevando a Edison hacia las pilas de muñecos aún por vestir y sin pelo ni rasgos faciales—. Mira, como ves, tenemos tres tipos básicos de cuerpo, de ambos sexos: delgado, medio y corpulento. Con tres colores de tela creo que cubrimos las tres bases raciales. Éstos los producimos en masa. Angela también cose chaquetas de tela vaquera y de cuero, una tras otra, aunque solemos añadir algún detalle distintivo. Bordados, un pin con un mensaje político, cosas así. Lo que a la gente le gusta es ese toque personalizado.
—¿Y cómo lo hacen…? ¿Te mandan una foto?
—A veces trabajamos con un archivo jpeg, y hay clientes que mandan cinco o seis. Y una lista de frases, de expresiones. Les recomendamos que envíen un mínimo de diez. Llegamos a poner hasta veinte, pero la poesía (y, sinceramente, es una forma de poesía) funciona mejor con menos.
Edison frunció el ceño.
—Y ésa es la mierda que el tipo de la foto repite como un loro en la vida real.
Saltaba a la vista que mi hermano nunca había leído ninguna de mis entrevistas ni había visitado mi página web. Me pregunté si eso me dolía, y me asombró que no me lo pareciera. En cambio, me sentí un poco más triste por Edison. Si llegaba a sentir más pena por él, me desmayaría.
—Así es —dije—. Todos nos repetimos, pero ciertas frases típicas se vuelven una especie de marca registrada. A menos que alguien se las haga notar, casi nadie es consciente de las cosas que repite sin parar. Las repeticiones son muy reveladoras. Mira, nuestros muñecos son caros, pero si los consideras un sustituto de la terapia, entonces están regalados.
Presenté a Edison al personal. Estaba orgullosa de mi plantilla. Una empresa con sentido del humor incorporado hace surgir una jovialidad natural, y si los encargos no se acumulaban, nos lo pasábamos en grande. Todos eran buena gente, de ahí que me desconcertara mi impulso de proteger a mi hermano de mis empleados; las primeras presentaciones estuvieron acompañadas de una actitud desafiante. Por ejemplo: ¿Qué miras?, una pregunta que hacía bajar la vista a mis empleados. Hubo algunos que probablemente entendieron bien la dureza de mi mirada: Tú tampoco eres muy espigado, ¿no te habías dado cuenta? Me consternó observar que el volumen de mi hermano parecía ser lo único que veían, y me entraron ganas de objetar: Pero el cerebro no lo tiene gordo, ni el alma, ni su pasado, y no toca el piano como un gordo.
Claro que eso significaba restarles méritos a mis empleados. A la gente de Iowa hay que darle una buena razón para que sea amable, y la innegable debilidad por las cortezas de cerdo ya hacía que mi hermano, el de los clubs nocturnos de la Costa Este, pareciera más del Medio Oeste.
—No te creas las cosas que dice la señora, que cree que Monótono puede irse a pique en cualquier momento —dijo Brad, el chico desgarbado que insertaba el mecanismo de grabación—. Este negocio no puede ir mejor. Tendrá que pasar mucho tiempo hasta que los habitantes de este país se queden sin gente de la que quieran burlarse.
Le dije que Edison era músico de jazz en Nueva York, pianista.
—¿Quieres decir de los que duu-duu-duu-RII-du-RII-du-dudom-dom-DÍDEL-DÍDEL-dom-du-dom…?
El recital de Brad sonó cómicamente cacofónico.
Edison se rió.
—No, más bien: Du-dit, du-duu-duudil-du…
Y completó la demostración improvisando una línea de ska con un compás de swing muy pegadizo. Todos aplaudieron.
—¡Por Dios, de eso yo no entiendo nada! —exclamó Angela, poniendo del derecho los brazos de una chaqueta tejana en miniatura—. Me temo que eres más de la tierra de Barry Manilow, cielo. Es una pena que te hayas perdido la cosecha, pero mientras estés por aquí, dile a tu hermana que te prepare unas buenas costillas al estilo campesino. Y no te pierdas el Museo Presidencial Herbert Hoover, es una verdadera gozada.
—Primero tenemos que ver el monumento a Enron.
Como Angela no lo captó, Edison se tragó todas las bromas que sin duda le habría gustado hacer sobre el hecho de que en Iowa hubiese un memorial dedicado a un nativo que en el resto de la nación seguía siendo sinónimo de incompetencia. Cuando empezó a bromear sobre cómo su hermana menor hacía restallar el látigo en la empresa, no dudé en hacer una demostración: «Ya es hora de volver al trabajo».
—Todo lo que es electrónica lo subcontratamos —dije, en cuanto nos retiramos a mi despacho—, pero el audio lo hacemos nosotros. Al principio pedía a los clientes que enviaran sus propias grabaciones (aquí los llamamos vics, como llaman a las víctimas en las series policiacas), para que los muñecos hablaran con la voz real de la «víctima». Pero empezamos a recibir quejas sobre que si decía «¡Eso es otra cosa!» cincuenta veces por día, meter eso en una cinta era un trabajo de chinos. Y no te digo andar detrás del marido o de la mujer con una grabadora digital escondida en el bolsillo… Eso asustaba a la gente, y empezamos a contratar actores. Ahora me parece que, dicha por una voz distinta, la burla es más eficaz, y que hasta cierto punto suaviza la tomadura de pelo. Y encontrar el actor adecuado para cada guión…, para eso se necesita talento. Entre otras cosas, soy la directora de cásting.
—Tienes que reconocer que, tal como están las cosas en el sector de las manufacturas —dijo Edison, desplomándose en el sillón de mi despacho—, este proyecto está dando muy buenos resultados.
—Sé que es una locura —dije, muy serena—, pero hay gente que fabrica cosas aún más estúpidas.
—¿Como qué?
—En China hay fábricas enteras que sólo hacen juguetes horrorosos e inútiles para los niños de este país, que los usan una vez y los rompen. Yo fabrico juguetes atractivos para adultos, con materiales naturales, unos muñecos que terminan siendo un miembro más de la familia. Y no sólo son un medio para que las personas se digan lo que las saca de quicio, también son una manera de demostrarse que se quieren.
—¿Por qué crees eso? A mí me parece algo que se compra cuando estás hasta las pelotas de alguien.
—No te imaginas lo difícil que es caracterizar verbalmente a la gente. Algunos clientes se pasan meses estudiando el tema y tomando notas. Prestar tanta atención a alguien es un cumplido, y para nosotros, los que trabajamos en Baby Monótono, ha sido un minicurso de psicología. Tendrías que ver algunas de esas listas de frases —dije, rebuscando entre los papeles que tenía sobre el escritorio—. Son breves estudios de carácter. Ésta, por ejemplo. Luisa está diseñando el traje, y lo llama el «Pájaro de Mal Agüero».
Junto con el guión que la acompañaba, le pasé a Edison la foto impresa de un tipo alto y flaco, con una pelambrera roja toda revuelta, y que agitaba las manos en el aire como un desesperado:
No vamos a hacerlo.
Me paso el día corriendo de acá para allá, de acá para allá, de acá para allá.
No me lo preguntes a mí.
Eso es imposible.
No tengo tiempo.
¡Esto es un desastre!
¡Ja, no tengo otra cosa que hacer!
Ni lo sueñes.
¡Olvíiiiiiiiidalo!
Nunca encontraremos aparcamiento.
Eso no va a funcionar.
Te apuesto a que ya se han agotado.
¡No puedo hacerlo!
Pero ¿qué estamos haciendo?
¡Me doy por vencido!
—Real como la vida misma —dijo Edison.
—Parálisis crónica y derrotismo. Revelador, ¿no? Mira, ésta también es divertida.
En la foto, una mujer bajita, joven ella; llevaba una falda de licra muy ceñida y alzaba una copa delante de la cámara. Estaba segura de que alguno de mis empleados iba a divertirse con tantas joyas como llevaba la pobre. Las frases del correo electrónico en el que nos encargaban la muñeca decían:
No tengo tantas tarjetas de crédito.
¡El año que viene eso costará sólo cincuenta centavos por día!
Ningún problema, podemos pedir otra hipoteca.
¡Esta casa vale una fortuna!
No voy a decirte cuánto costó.
¡Pero si el bolso costaba la mitad!
¡Lo único que te interesa es el dinero!
Sólo tenemos un problema de liquidez.
Me merezco tener algunas cosas bonitas.
[Haciéndose la mosquita muerta] Supongo que he agotado el límite de mensajes de texto.
¡No pienso seguir hablando a menos que tú lo hagas educadamente!
—Como ésos hemos recibido más de uno. En cambio, éste es más sutil.
Le pasé la foto de una mujer ya algo mayor con un vestido marrón que le daba un aire muy severo, y aunque se la veía rigurosa, también parecía vivir ofendida. Probablemente suegra o abuela, y propensa a acceder a todo por amabilidad:
Oh, tomaré el helado del sabor que vosotros no queráis.
Por mí no apaguéis el aire acondicionado. Siempre puedo ponerme la chaqueta.
Por mí no os preocupéis, lo que importa es lo que quieren hacer los niños.
No, no, si Betsy quiere ver American Idol, yo puedo ponerme a leer.
Que Doug se siente en la silla plegable, yo puedo sentarme en el suelo.
¡Ni se te ocurra! Dicen que para la espalda lo mejor es un colchón duro como una piedra.
Si todos quieren dejar la ventana abierta, ¿quién soy yo para cerrarla? Éste es un país democrático.
Con agua del grifo tengo suficiente.
¡Vamos, adelantaos! Ya os alcanzaré.
El último gofre para ti, cariño. Yo me conformo con las gachas.
—Esa bruja es un coñazo, tía —dijo Edison, sorprendido al ver que mi empresa era más interesante que una fábrica de juguetes corrientes y molientes.
—A ésa la llamamos la «Pobre Vieja». Claro que, teóricamente, la pelma esta no se da cuenta de que es pasivo-agresiva. Con todo, si esa mujer tiene una pizca de carácter, la próxima vez pedirá helado de fresa y punto. Porque eso es lo que quiere, y puede conseguirlo si lo pide sin rodeos. Ah, sí, mira, este pedido lo hemos recibido esta mañana. Es mi nuevo favorito.
En la foto se veía a un tipo con cara de ser muy listo, cachitas él, y autoritario. Vestía una camisa de las de ir a jugar a los bolos y blandía un hacha. No era difícil imaginar sus irrupciones:
Contrólate.
Aguántate.
Deja de gimotear.
¡Venga ya!
Esa excusa nunca colaría en el ejército.
[Cantando la canción de Cat Stevens]: Oh, baby, baby, it’s a wild world!
Eso no le importa a nadie, capisci?
¡No aflojes, colega!
¡Vete a freír!
Dale un respiro.
No seas mariquita.
¡Cierra el pico!
No se lo digas a nadie.
Venga, cuéntame otra.
Hago cien abdominales todas las mañanas, tío. Tú podrías hacer cinco.
Sonreí.
—¿Te gustaría que ese gilipollas fuese tu padre?
—Sí, bueno, ya tenemos a nuestro propio gilipollas.
—Tendríamos que hacer un Monótono de Travis.
—Me parece que no podría permitírmelo.
—Gratis. Tú tienes contactos. «¡En los años setenta!» —dije, con la masculinidad bronca e hiperagresiva de mi padre—, «no se respetaba a los actores de televisión!».
—Pero tus muñecos son un producto para gente pudiente, juguetes para ricos…
—No exclusivamente. Además, cuando tú tocas en el Irradiated…
—En el Iridium.
—Sí, bueno, ahí cobraban por una consumición treinta dólares para una sola actuación. Dos consumiciones mínimo. Tú también trabajas para una clientela con posibles.
En algún punto de esa cara, enorme como una valla publicitaria, detecté un gesto de dolor. En un acto reflejo, mi hermano sacó una barra de chocolate de una chaqueta que ojalá no hubiese tenido unos bolsillos tan voluminosos.
—¿Por qué crees que eso te hará sentirte mejor?
Mi hermano enarcó las cejas con recelo.
—El chocolate hace sentirse mejor a la mayoría de la gente. Además, ¿por qué crees tú que necesito «sentirme mejor»?
Siempre que alguien tocaba el tema de la comida de Edison, la atmósfera se volvía un punto irrespirable.
—Sólo pensaba que no tardaremos mucho en cenar. Sería mejor que dejaras un huequito.
—Tengo hueco de sobra —dijo, como si alzara una pistola.
No dije nada más. Desde que la obesidad, además de una cuestión personal, se había convertido en una cuestión social, la gente con sobrepeso debió de llegar a creer que lo que comían les importaba a todos los demás. Lo cierto es que esa barra de chocolate sí me importaba, y mucho, pero sólo porque se trataba de mi hermano. Cada vez que Edison comía algo pesado o dulce cerca de mí, me intranquilizaba, igual que si se hubiera cortado con una cuchilla de afeitar en público.
Cuando volvió al coche, andando con toda su santa pachorra, aún tenía caramelo en la boca, y dijo algo, pero no le entendí. Después tragó.
—Impresionante —repitió, irritado, y deteniéndose para mirarme a los ojos—. Tu empresa, quiero decir. Para mí no ha sido algo real. Qué quieres que te diga, lo del cátering lo entendía, me pareció que era un buen proyecto porque, joder, al menos te daba mucho trabajo. Pero este Monótono…, bueno, son palabras mayores. No te lo tomes a mal, pero nunca habría pensado que tenías tanto talento, y para la organización también. Pero lo que has conseguido es algo excepcional y estoy… —la voz le tembló cuando me puso en el hombro una mano manchada de chocolate—, estoy muy orgulloso de ti, en serio.
No le resultó fácil decirlo, y lo admiré porque, aun así, lo dijo; por eso, cuando repuse: «Yo también estoy muy orgullosa de ti», fue eso y no otra cosa lo que quise decir.