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A Edison lo mosqueaba que le sugiriesen, fuera de la manera que fuese, que la idea de tocar jazz al piano se la había metido en la cabeza Caleb Fields. Yo no conseguía recordar nunca si mi hermano había empezado a estudiar piano con un célebre veterano negro en South Central (no en Melrose: el chófer de mi familia no reveló nunca a nuestros padres la peligrosa dirección de Jack Washington, y yo tampoco) antes o después de que se emitiera la primera temporada de Custodia compartida. Travis siempre había creído que Edison competía con un personaje televisivo, y seguía teniéndoselas con su primogénito por emular las ambiciones del personaje de una serie, aunque la imputación no dejaba de ser graciosa, dado que a Travis sus hijos en la ficción televisiva siempre le habían parecido más reales que los verdaderos.

Travis decía que la serie era un «programa de culto», pero, de ser así, era un culto que profesaba una sola persona. A decir verdad, Custodia compartida no era uno de esos programas icónicos como Star Trek, que terminan generando derechos de distribución muy jugosos. La mujer del aeropuerto, por ejemplo. Seguro que no era una «fan» de Custodia compartida; creo que simplemente veía la serie y punto. A mí no me ponía sentimental la mayor parte de la basura que habíamos tenido que tragarnos, pero me avergonzaba reconocer que todavía podía tararear la sintonía de Amor a la americana y que seguía albergando un encaprichamiento nostálgico por el difunto Bob Crane.

Decir que la idea había sido «pionera» era hablar demasiado bien del programa, pero lo cierto es que los productores hicieron los deberes. Basta con hacer un repaso de sus predecesoras. El hombre del rifle: un ranchero viudo lucha por criar a un niño con, digamos, un síndrome de Tourette que lo hace gritar «¡Pata!» en cuanto se le presenta una oportunidad. Mis adorables sobrinos: un viudo educa a dos mocosos insoportables con la ayuda de un acartonado mayordomo inglés sin ningún encanto. Mis tres hijos: un ingeniero aeronáutico viudo y con tres hijos termina volviéndose a casar transcurridas diez temporadas de la serie, y lo hace con otra desventurada víctima de la mortalidad conyugal. Flipper: los logros de un padre viudo y dos hijos, todos eclipsados por un delfín nariz de botella. El show de Andy Griffith: sheriff viudo, familia monoparental, convence incluso a los habitantes de Carolina del Norte de que existe realmente una ciudad llamada Mayberry. Los nuevos ricos: viudo paleto se forra bombeando petróleo, es decir… ¡oro negro! Bonanza: un patriarca de Nevada vive en un rancho con tres hijos adultos de tres madres distintas, todas ellas muertas. La tribu de los Brady: un viudo y una viuda (eso es lo que alegremente se supone) con tres hijos cada uno, y saben, para disgusto personal de Travis, que es mucho más que una corazonada que la posterior comedia familiar se distribuirá eternamente. El noviazgo del padre de Eddie: un niño quejica que hace de casamentero para su padre viudo; el ama de llaves japonesa, que lo llama «el padre del señor Eddie», era, para los guionistas, la garantía de que ese apodo sería un reclamo incluso después de haberlo repetido ochocientas veces.

Los extraterrestres que hayan captado las ondas que emanaban de los Estados Unidos en la década de 1960 y principios de la de 1970 habrán llegado a la conclusión de que nuestra especie se parece mucho al salmón, y que una vez que las hembras paren a sus crías, la naturaleza ya no sabe qué hacer con ellas y por eso estiran la pata rápidamente. Además, tras añadir a las viudas que encabezaron El show de Lucy, Petticoat Junction, Valle de pasiones, Mamá y sus increíbles hijos, Julia y El show de Doris Day, tampoco puede decirse exactamente que a los machos les vaya mucho mejor.

Por eso, lo que hicieron los productores de Custodia compartida puede calificarse de cruzada. En aquel entonces, casi la mitad de los matrimonios de Norteamérica terminaban en divorcio, y que la televisión no reflejara esa realidad era una hipocresía. (En el piloto de La tribu de los Brady, Carol, la madre, era divorciada, pero la cadena vetó la idea; los guiones posteriores nunca mencionaron cómo había terminado su matrimonio. El público optaba sistemáticamente por la única alternativa que ofrecía la industria. Sólo un programa rival tuvo una excusa: Con ocho basta, en la que el columnista de un periódico con ocho hijos pierde a su mujer al cabo de cuatro episodios. La actriz que la interpretaba murió de verdad después del cuarto). Lo peor, decían los productores, era que ese falso retrato de la familia norteamericana hacía un flaco favor a las legiones de niños con padres separados, que merecían programas que se enfrentasen a los problemas de hogares fracturados como el suyo. Eso ahora ya es historia, y en las series no caben todos los gays, travestis, hermanastros y terceros matrimonios que pueden entrar en media hora; sin embargo, en 1974 era una opción radical. Por desgracia, convencer a mi padre de que llegar a ser estrella de una cadena de televisión era prestar un servicio público a la nación, no benefició nada a su personaje, y lo patentó. Cuando se estrenó One Day at a Time, protagonizada por una Bonnie Franklin descaradamente divorciada, Travis, por rencor, acusó a los productores de haber robado la idea. Hasta ahí su defensa del realismo social.

En retrospectiva, Custodia compartida fue, de hecho, una transición cultural entre los bobalicones sesenta y los decisivos ochenta. El punto de partida: Mimi, la madre (interpretada por Joy Markle), se ha hartado del hippismo, motivo por el que abandona a Emory Fields, el marido idealista, vuelve a usar su apellido de soltera, Barnes, y decide aceptar el orden establecido abriendo un bufete especializado en Derecho familiar en Portland (el programa se abría con unas panorámicas del puente de Fremont, pero estaba rodado en Burbank). Anclado en el pasado, Emory es un guerrero ecologista que vive en una cabaña que él mismo se construyó en las Cascades, sin agua corriente ni electricidad y con un retrete exterior. Cultiva verduras orgánicas que se mueren. Hoy, su papel puede parecer visionario si pensamos en las obsesiones más recientes por la conservación y el cambio climático, pero no puede decirse que los guiones se identificaran realmente con la insistencia de Emory en hacerlo todo a base de sacrificio. En un episodio, Mimi se desespera porque Emory insiste en no agotar los recursos y no contaminar el medio ambiente; según ella, ese espíritu alienta a los niños a creer que «lo máximo a lo que podrían aspirar es a ser inocuos».

No obstante, por lo general el programa gira en torno a tres niños que pisan el resbaladizo terreno de unos padres que se odian, así como a las dificultades logísticas que implica ir y venir de una casa a la otra en virtud de los acuerdos jurídicos que dan nombre a la serie. Mimi es autoritaria, y le preocupa menos el lado creativo de sus hijos que sus perspectivas profesionales. Emory aboga por la consecución de los objetivos de la contracultura, y a menudo su permisividad sólo consigue que los niños se metan en líos. Muy bien, sí, podría haber funcionado, pero dos de los tres hijos tenían que ser niños prodigios.

Oh, sí, ésa era una de las razones por las que los odiábamos tanto. Con todo, ser talentoso en la ficción no tiene nada de excepcional. Se parece a las proezas atléticas conseguidas con esteroides. Un guionista puede meter en los diálogos algunas frases hechas extranjeras y voilà, un personaje que habla con fluidez ocho idiomas. Sinclair Vanpelt interpretaba a un precoz pianista de jazz sin dominar siquiera una séptima menor. ¿Por qué jazz? Bueno, en 1974 todos los chicos querían ser estrellas del rock, y el equipo que desarrolló el programa piloto quería que Caleb Fields tomara la senda menos transitada; pero entre un Caleb Fields concebido como un chico en la última onda y el género propiamente dicho, todavía medio en pañales a principios de los setenta, Edison pudo formarse una idea distorsionada del jazz como el camino lógico que lo llevaría a ver su nombre en luces de neón. Es posible que ése fuera el porqué de sus diatribas sobre cómo se había marginado el jazz y la ridícula tasa de cuota de mercado disponible para él y sus colegas («La mayor parte es de Norah Jones»).

En la primera temporada, Caleb, que tiene catorce años, es el rebelde de los tres hermanos, el que lleva una vida completamente paralela de incondicional del jazz moderno en turbios clubs de Old Town y el Pearl District, donde tiene que mantener en secreto que es menor de edad. Caleb no tenía paciencia ni con el padre ni con la madre, y los telespectadores adolescentes se identificaban con su imparable ambición de dejar a los dos lo antes posible. El personaje lleva un panamá de fieltro y jersey negro de cuello alto, y en el programa no se para de comentar que ha empezado a fumar. En cuanto a Sinclair, era larguirucho como Edison —al menos en aquellos días— y los dos eran igualmente guapos. Sinclair, cabello castaño; Edison, de un rubio sucio, pero las dos matas de pelo tendían a rizarse; además, los dos tenían un parecido que a mi hermano le resultaba difícil negar: toda la vida llevó el pelo largo, una melena que se electrizaba con la humedad, igual que la de Caleb Fields.

Aparte de eso, Sinclair era un esnob y un estirado que le hacía la pelota a Travis cada vez que Edison y yo asistíamos a los ensayos, reduciéndonos así a meros extras. Conservo un claro recuerdo del día en que Sinclair se dio cuenta de que Travis Emory tenía un hijo casi de la misma edad que él. Edison y yo estábamos fisgoneando entre bastidores porque se suponía que después de la grabación toda la familia iba a asistir a un picnic de la NBC en Griffith Park. Entre toma y toma, Edison se tomó a pecho la cuestión de demostrar a Sinclair cómo había que tocar con las manos cruzadas, momento en que confirmó que él sí sabía de lo que hablaba: ¡quién lo iba a decir!, el hijo en la vida real ahora estudiaba piano en la vida real. «Por Dios», exclamó Sinclair; «¡eso es… comiquísimo!». Las carcajadas del actor sellaron la enemistad eterna de Edison. Sin embargo, ni la condescendencia maliciosa de Sinclair ni su afectado hastío lo ayudaron mucho cuando el programa se canceló y no consiguió pasar ninguna prueba para otro papel importante. (Hizo una aparición especial en Family, pero el hecho de ser abiertamente homosexual no fue una ventaja hasta mediados de los noventa, cuando ya se le notaba la vida disoluta que llevaba y estaba medio calvo).

Teensy, la hermana menor, sólo tiene cuatro años en la primera temporada, y es un hacha en matemáticas. Supongo que es muy impresionante que una actriz tan pequeña pueda decir de un tirón tantos números a la manera del idiot savant, y los guionistas se estudiaban a fondo las respuestas de calculadora para que las soluciones a unas ecuaciones larguísimas fuesen correctas, pero lo sorprendente habría sido que la propia Tiffany Kite se hubiera sabido de memoria las tablas de multiplicar cuando el programa dejó de emitirse ocho años después y ella ya tenía tirabuzones negros y los conmovedores ojos marrones de una refugiada. Para mi consternación, Tiffany se hacía mayor y se volvía cada vez más guapa, y así, por supuesto, más parecida a una princesa. En el programa era un genio muy vivaracho, aunque sin dejar de ser una niña, y hubo todo un episodio dedicado a su fobia al excusado del padre: cuando está con Emory, Teensy se niega a ir al baño, y cuando la pobre regresa con Mimi, ésta siempre tiene que darle laxantes.

Después está Maple, el único personaje tridimensional del programa, el correveidile entre esos padres en guerra que, en el camino de una casa a otra, corrige el contenido del mensaje («¿De verdad tu padre dijo eso?»; «¿De verdad tu madre dijo eso?»). Dado que a la hija del medio nadie le ha transmitido poderes mágicos, es realmente adorable. Emparedada entre dos hermanos que atraen toda la atención y con muchas posibilidades de ser dos triunfadores, Maple no tiene un don divino que le permita destacar siquiera como un as de la taquimecanografía, y ni idea de lo que quiere ser de mayor, y creo que por eso a veces he oído decir a gente de mi época, cuando quieren caracterizar brevemente a una mujer seria y decente pero mediocre, totalmente ignorada y a veces utilizada por los demás: «Lo ves, es Maple Fields». Tanto en la pantalla como en la vida real, Floy Newport era atractiva por su sencillez, con esa belleza a la que Los Ángeles nunca presta atención, y Maple era el único personaje de Custodia compartida que Edison casi nunca mencionaba.

A mí el programa de mi padre seguía produciéndome sentimientos encontrados. Naturalmente, Edison y yo practicábamos desde siempre el deporte de ridiculizarlo, pero hacerlo a la vista del público era otra cosa. Presionada por Tanner y Cody, un par de años antes yo había cedido y había encargado las ocho temporadas en DVD. Quien está acostumbrado a los productos insustanciales de la HBO, olvida cómo era la televisión rudimentaria y obvia de los primeros años, con sus personajes siempre sobreactuados, pero a Tanner y Cody todo les parecía forzado y no podían creer que el programa no fuese «potente». Yo, sin saber qué decir, trataba de reírme con ellos, pero no podía, y antes de terminar la primera temporada guardamos los DVD y nunca volvimos a sacarlos.

Al menos para mí, había sido una revelación ver a Travis, pues siempre lo es ver imágenes de los padres cuando eran más jóvenes de lo que nosotros somos ahora. De repente, toda la seguridad y la autoridad que les habíamos otorgado desaparecen, y esas breves visiones de iconos gigantescos como gente corriente y perdida sin un mapa de carreteras, sin acceso especial a la verdad ni a la justicia ni a nada, sinceramente, bueno…, son epifanías tiernas, dulces y aterradoras a la vez. Yo misma me ablandé durante un tiempo pensando que tal vez Edison y yo habíamos sido demasiado duros con Travis. Difícilmente puede decirse que fuese indignante que él mismo se tomara el pelo insistiendo en lo guapo que seguía siendo, o que, como la mayor parte de la gente, se diera más importancia de la que tenía. Otra revelación: si bien él se enorgullecía creyendo que era un hombre de mundo, estaba claro que había sido su presencia de granjero robusto y sano lo que más había gustado al director de cásting. Travis Appaloosa interpretaba el papel, pero quien lo había conseguido era Hugh Halfdanarson. En realidad, Travis se había presentado primero a la prueba para La familia Apple, en la que un padre decide abandonar la carrera de locos de Los Ángeles para irse a su pueblo, en Iowa, donde descubre que el paso de lo fino a lo pueblerino es traumático; pero Travis no tenía el toque de pez fuera del agua que los productores buscaban; para ellos, donde mejor encajaba era en Iowa.

El lado del programa que yo seguía admirando era la manera de presentar a esos hermanos que viven en un mundo que no es el de los padres, unos padres que, para ellos, funcionan meramente como comparsas. Custodia compartida capta la connivencia profunda entre hermanos, desbordante de sensibilidad, mientras que a Mimi y Emory los presenta como a dos tontos. Avergonzados a menudo por reclamar la lealtad de sus retoños en direcciones opuestas, no consiguen comprender el factor que salva a los hijos: la máxima lealtad que profesan es la que se profesan entre ellos.

En la medida en que intuía la ferocidad del apego mutuo que hizo que Edison y yo llegáramos intactos al final de la infancia, mi marido sentía celos. Yo pensaba que no debería haberlos sentido, ni temer por nuestro matrimonio. Cuando Edison llegó por primera vez a Solomon Drive, yo aún seguía pensando que ser una hermana leal no interfería en absoluto con mi devoción como esposa; pero, como era hijo único, Fletcher debía de envidiar esa intimidad por cuenta propia. Si uno no tiene un hermano que le cubra los flancos, pasa a estar del lado de los cuidadores, una alianza que lo convierte en un traidor, en su propio chivato, con la mente esquizoide de un agente doble. Edison y yo nos traicionábamos de vez en cuando, no voy a negarlo, pero esas zancadillas sólo eran incursiones estratégicas y aisladas en la compleja política del cuarto de juegos, y de eso nuestros padres no sabían nada. A papá y mamá los usábamos como armas en la relación, mucho más importante, que nos unía como hermanos. Huelga decir que yo intentaba no olvidarlo nunca con Tanner y Cody; los chicos conocen nuestros secretos, pero nosotros no conocemos los suyos.

Por irónico que parezca, y dada la innegable tensión que reinaba en el programa, cuando yo tenía trece años mi familia empezó a parecerse al cliché televisivo de tiempos pasados. Cuando llegaba a casa del colegio, me encontraba nada menos que a Joy Markle, que estaba esperándome para saludarme. En retrospectiva, que para darnos la noticia Travis eligiera a su coprotagonista —con la implicación física de que ahora la falsa madre había sustituido a la real— no podría haber sido de peor gusto.

Cuando no interpretaba a Mimi, en la melena rubio metálico de Joy ya no se veía ese moño que era una metáfora de severidad hasta el punto de que debía de hacerle doler el cuero cabelludo. Supongo que era bonita sin ser guapa, una carencia que ella trataba de compensar cuando se interpretaba a sí misma —y como tantas de las personas que me rodearon en la infancia, Joy Markle se interpretaba a sí misma— con una corriente subterránea de algo que terminaba dándole aspecto de putilla; por ejemplo, enseñaba la tira del sujetador mucho antes de que hacerlo se pusiera de moda. Esa tarde llevaba un vestido de tiro bajo, de un fucsia que no le sentaba nada bien —por mucho que fucsia haga pensar en furcia—, y cada vez que se agachaba para decirme algo, lo que fuese, yo sabía que algo iba mal. No era mucho más baja que ella, y ese impulso a arrodillarse para hablarle a una, pobre niña, sólo podía estar al servicio de algún melodrama.

Travis estaba en el hospital, interpretando su propio papel a más no poder, aunque no puede decirse que fuera insensible. Todo lo contrario, y debe de ser una experiencia incómoda dedicarse a expresar profesionalmente las emociones durante años y años y terminar distorsionado por la inexpresividad vulgar y andrajosa de lo real.

Edison y yo alimentábamos versiones en conflicto porque él se consideraba un chico listo; yo, en cambio, me tenía por crédula. Por eso mi hermano sostenía que hacía años que sabía que Travis y Joy estaban liados; yo, al revés: afirmaba que ni él ni yo nos habíamos dado cuenta hasta que Travis empezó a salir abiertamente con Joy tras la muerte de mamá. (No duraron. Más de uno de esos romances se acaban cuando no hay nadie a quien engañar, como una silla de tres patas que se quedara sólo con dos. Travis y Joy necesitaban a mi tierna y crédula madre de Ohio para que sus jueguecitos, típicos del mundo de la farándula y en todo caso demasiado predecibles, fuesen divertidos. No obstante, la pelea final añadió una acritud auténtica a sus retratos de Emory y Mimi; de ahí que las dos últimas temporadas fueran las mejores). Sólo por un motivo me interesaba saber si Edison conocía desde el principio la aventura de papá; de ser así, yo no podía soportar la idea de que no me lo hubiera contado.

Criada en Oberlin, nuestra madre, mujer de una belleza delicada, era hija de una sólida familia de antiguos industriales de cierta posición; su padre dirigió durante décadas el periódico local. Dudo que, cuando conoció a Hugh en la feria regional de caballos de Dubuque, se tomara en serio que él aspirase a ser actor y supusiera que no tardaría mucho en olvidar ese sueño para ocuparse de la granja de mis abuelos paternos. Al fin y al cabo, a ella le habrían sentado bien una vida de empanadas enfriándose en las ventanas y el alivio que traía una lluvia largamente esperada. Para mí, mi madre ha sido durante mucho tiempo una piedra de toque de la autenticidad y, en cierto modo, mi migración al Medio Oeste fue un homenaje a ella.

Pero, claro, no sabía nunca qué ponerse para ir a las fiestas de Los Ángeles, y una vez me confió que se pasó más de una velada etílica encerrada en el baño mientras los invitados, que no querían que la juerga terminase, se quedaban tonteando en la puerta hasta que por fin se iban. Como detestaba a los nuevos amigos de su marido, pomposos y muy dados todos al autobombo, Magnolia Halfdanarson lloraba en privado cada vez que se firmaba un contrato para una nueva temporada de Custodia compartida. (Sólo usaba el apellido «Appaloosa» en público, para agradar a mi padre; sus talonarios llevaban impreso el apellido del hombre con el que creía haberse casado). Así pues, podía estar deprimida, y en ese caso la enfermedad había empeorado después de que naciera Solstice, tres años antes, pero yo no había tenido otra madre; ¿cómo podía saber si una madre que se pasa las tardes durmiendo era normal? Tampoco se podía esperar que distinguiera entre deprimida por falta de serotonina y deprimida por un buen motivo. Si se trataba de si sabía que Travis la engañaba, la respuesta probablemente era sí, aunque sólo fuese porque la respuesta a esa pregunta casi siempre es sí.

Edison conoció la gloria cuando su madre se suicidó; un suicidio era algo muy bien visto en el ambiente de los clubs de jazz de Nueva York. No hay que olvidar que era él quien seguía usando el pintoresco apellido Appaloosa, que todavía hacía enarcar las cejas incluso a los no sometidos nunca a un lavado de cerebro para otorgarle legitimidad todos los miércoles a las nueve de la noche como si no fuera un apellido convincente sino una raza equina. Yo, que no quería distinguirme con una biografía ajena, nunca creí que mi madre se hubiera suicidado. Aunque saltaba a la vista que me quedé destrozada al perderla siendo yo tan joven, nunca consideré que tener una madre que moría de muerte natural pudiera ser un chasco en la narración de mi vida, y mucho menos un insulto personal.

Mi madre se encontraba en el cruce de Foothill Boulevard con la avenida Woodland, y bajó del bordillo. Eso es todo, aunque dio la casualidad de que en ese momento, una fracción de segundo después, un camión de reparto de UPS pasó por allí como un bólido.

En la versión de Edison, mamá vio el camión y se arrojó deliberadamente delante del parachoques, variación lateral del suicidio que consiste en tirarse al vacío desde un puente. Magnolia estaba desesperada porque su marido la engañaba; ergo, la muerte de nuestra madre, esa mujer apocada y encantadora, cuando aún éramos unos adolescentes fue culpa de papá. Hacía tiempo que esa construcción —sencilla y duradera— había ocupado un lugar importante en la idea preconcebida de mi hermano, a saber, que Travis era un imbécil.

Aunque yo tenía pocas opiniones, lo que hice fue aferrarme a un puñado de ellas, entre otras, la opinión de que los hechos no son lo mismo que las creencias, y de que la mayoría los confunde. Cuando una madre se muere, uno quiere que la pérdida tenga algún significado, liberar al dolor de su forma más pura e insoportable, en la que sólo hay pérdida y nada más, ninguna compensación, ningún aliciente. Llevados por esa ansiedad y, si no por una moral, entonces al menos sí por una acusación como una suerte de muñeca Kewpie de la mortalidad, incluso los que normalmente son sinceros volverán a dar forma a las ruinas de la verdad hasta convertirlas en algo vital. Ahora bien, he aquí lo que yo reconstruí:

Cientos, si no miles, de veces por día tomamos decisiones menores y rudimentarias mientras pensamos en otra cosa. Cuando subía los escalones del porche, nunca pensaba: «Levanta la pierna derecha y pisa firme; levanta el talón izquierdo y adelante». No. Es más probable que en ese momento me angustiara preguntándome si podría echar un poco de crema agria en la olla de la cena sin que Fletcher lo notase. No soy neuróloga, pero debe de haber una parte vigilante del cerebro que ejecuta las tareas rutinarias y libera el resto de la cabeza para que pondere los reveladores efectos pastel de los productos lácteos.

Si es así, la parte que vigila no es perfecta. He experimentado bastantes veces esos instantes en que el supervisor parpadea y se apaga como una grabación digital defectuosa cuando se distrae el bit que permite que el resto de la mente esté en otra parte.

Mi madre bajó de un bordillo. Era una buena madre en el sentido tradicional, y había inculcado a sus hijos la importancia de mirar a derecha e izquierda antes de cruzar. Ese día ella no miró.

Podría decirse que eso me dejó con el dolor puro y, en consecuencia, insoportable de la pérdida, pero del destino de Magnolia he aprendido algo. Una tarde, cuando yo debía de rondar los veinticinco años, iba en bicicleta por una calle desierta de dos carriles, en New Holland, y me empotré contra un coche aparcado. Cuando me levanté y me puse a examinar el amasijo en que había quedado convertida la bicicleta, pensé en mi madre. Lo que aproveché de su momento de distracción fue una mezcla de gratitud e incredulidad: que no me estampara contra coches aparcados un día sí y otro también. Que llevara ya décadas inventando recetas de salsas de tomate picante, temiendo las inminentes visitas de Solstice y sintiéndome culpable por ello, o ideando frases para el muñeco que caricaturizaba a mi marido mientras no dejaba de salvar un sinnúmero de obstáculos cruciales de este mundo peligroso sin irme todavía al otro mundo.

Para mí era suficiente. Con todo, un asunto tan secundario como sentir agradecimiento por la competente función multitarea del cerebro humano, el 99,9% del tiempo nunca sería suficiente para Edison, para quien la trama siempre tenía que ser grandiosa. Puede que esto parezca una digresión, pero para mí eran una y la misma cosa: el apetito con que mi hermano se zampaba los Cinnabons y su fascinación por el suicidio, su insistencia en tener que construir su vida siguiendo unas líneas tan drásticas que la grandeza a la que aspiraba se hubiera manifestado en sus proporciones. Si el peso de mi hermano era síntoma de algo que andaba mal, entonces también era emblema de una vanidad. Edison no era de los que se someten a torturitas varias por unos kilos de más. En el mismo estilo en que se había propuesto triunfar, así también fracasaba. A lo grande.