Por la mañana bajé a la cocina arrastrando los pies —era domingo— y me encontré allí a Edison. Fletcher y yo la habíamos fregado a fondo por la noche, y nos había dado mucho trabajo, pero ya volvía a ser un revoltijo de platos y boles.
—¡Muy buenas, Oso Panda! Se me ocurrió que tenía que ganarme el sustento, así que yo me ocupo del desayuno.
Mi hermano había encendido la plancha de hierro colado, sobre la que echaba masa desde una altura de vértigo, y en cuanto la primera tanda empezó a crepitar, sacó del horno una bandeja a rebosar de tortitas. Con pepitas de chocolate, descubrí más tarde.
Por lo general, yo sólo tomaba una tostada.
—Gracias, Edison. Es muy… generoso por tu parte.
Tanner todavía no se había levantado y Fletcher se había refugiado en el sótano. Así pues, me senté al lado de Cody, aparcada ante una pila de cinco tortitas. Hasta ese momento sólo había cortado un triangulito de la de arriba y lo había colocado en el borde del plato. En una demostración de buena educación, mi hijastra se llevó a la boca un trozo más apropiado para una muñeca y se puso a masticar a conciencia. Además de acompañamientos para las tortitas —mermeladas y crema agria—, también había un bol de huevos revueltos que estaban enfriándose, lo bastante grande para haber diezmado las dos hueveras. Si yo quería tostadas, también las tenía en ese bufé matutino, apiladas y ya untadas con mantequilla. Di un mordisco a un triángulo. Rezumaba.
—Vaya —dije, con una voz que apenas se oía, cuando llegó mi pila, untada con más mantequilla y empapada en jarabe de arce. Mi hermano había terminado la botella que estaba abierta y, como si quisiera demostrar que no le faltaban recursos, localizó la que teníamos de reserva en la despensa—. ¿Hay café?
—¡Enseguida! —dijo Edison, y me sirvió una taza alta repleta hasta el borde de un líquido que parecía tinta china.
Me levanté y abrí la nevera. Yo tomaba café con leche. La botella de plástico, de casi cuatro litros, estaba sobre la encimera, vacía.
—¿Qué buscas?
En la cocina al menos, Edison ya había adoptado la actitud de dueño de casa.
—La mezcla de crema y leche.
Normalmente yo echaba un chorrito de nada encima de la leche, pero en ese momento café solo ya me venía bien.
—Lo siento —dijo Edison—. Necesitaba un poco de café para no comerme las tortitas a palo seco. No quedaba mucha, y la rematé.
El sábado por la mañana yo había abierto un cartón nuevo de medio litro.
—No importa. Lo tomaré solo.
Volví a las tortitas, que no quería comer, esforzándome para reprimir un estallido de mal genio. Lo único que de verdad quería era mi café con leche de siempre, no esa úlcera sangrante servida en una taza. Me dije que Edison trataba de ser agradable, pero no lo parecía.
—¿Crees que debería bajarle unas tortitas a Fletch?
—No, ni las tocaría. No si están hechas con harina blanca, y mucho menos si llevan pepitas de chocolate.
Lo dije en un tono un poco cortado.
—Podría hacer otra tanda con trigo sarraceno y nueces, no hay problema. Lo único que nos falta es más leche.
—¡No, por favor, más tortitas no!
Edison se quedó petrificado con el cazo en la mano, como si le hubiese dado una bofetada. Esa brusca manera de cortarlo me resonó en los oídos, y los remordimientos me hicieron sonrojar. Mi hermano acababa de llegar, y tenía que haber pasado algo muy malo para que tuviera ese aspecto; yo quería que se sintiera querido y bien recibido, pues sólo de esa manera podría llegar a controlarse.
Cogí la taza, me acerqué a él y le rodeé los hombros con el brazo. Me impresionó que para tocar a mi propio hermano necesitara vencer un breve pero perceptible momento de revulsión.
—Lo que quería decir era… Bueno, que deberías dejar de preparar tantas cosas y desayunar con nosotros. Sólo he probado un bocado, y tus tortitas están para chuparse los dedos.
Más que las palabras que dije para animarlo, tocarlo fue lo que marcó la diferencia.
—Esencia de vainilla —me aconsejó—. Y tienes que vigilar esos chismes, de lo contrario el chocolate se quema.
Edison insistió en terminar la masa para las tortitas y en ese momento apareció Tanner.
—¡Joder! ¡Esto es fantástico!
Mostrando absoluto desprecio por las directrices nutricionales de su padre, más parecidas a sermones, Tanner exultaba ante tanta harina blanca y chocolate para desayunar. En un pispás desaparecieron seis tortitas por su esquelética garganta sin que le pasara nada; el entusiasmo de mi hijastro ayudó a invertir el signo de la marea emocional. Y al ver a Edison encantado con los elogios de Tanner pensé que era posible que yo estuviese comiendo más de lo que quería, pero fue un pequeño sacrificio para que mi hermano se sintiera apreciado, y Cody terminó comiéndose media tortita. ¡Si hasta daba la impresión de que pasaríamos un buen rato de cachondeo siempre que no parásemos de comer!
A las once de la mañana, tras darle yo otro repaso a la cocina, el día empezó a bostezar.
—Bueno, Edison —me arriesgué a decir—, ¿has pensado qué te gustaría hacer mientras estás aquí?
—¿Ir a ver vacas?
—¡Nosotros no vamos a ver vacas! —dijo Cody.
—Sí, te lo creas o no, ahora en el Medio Oeste hay electricidad —dijo Tanner—. Se habla incluso de que nos van a poner una cosa que se llama «banda ancha» para poder estar en contacto con la civilización a través de las ondas… Aunque personalmente pienso que no es más que un rumor algo delirante.
—Tanner tiene razón —dije—. Hay muchísimas cosas que hacer en Iowa, esnob de la Costa Este.
Dicho lo cual, tengo que confesar que nunca me habían entusiasmado mucho las actividades por sí mismas. Prefería trabajar a jugar, un temperamento que había identificado cuando conocí a Fletcher Feuerbach. Yo había preparado para Monsanto un cátering de Cuatro de Julio, una comida al aire libre, y un vendedor de semillas con cara de taciturno —un bicho raro, pensé entonces— dejó de enrollarse con sus colegas para ocuparse de la parrilla. Después me ayudó a limpiar y a empaquetar, y eso me hizo ver, sin que me cupiera la mínima duda, que su idea de divertirse consistía en cerrar bolsas de basura y ordenar los huevos duros con salsa picante que habían sobrado en contenedores de plástico. No es de extrañar que me lo llevara a mi casa, donde no me besó hasta después de fregar la última bandeja. Para Fletcher y para mí, trabajar era jugar.
—Siempre puedes practicar —añadí—. Cody no monopoliza el piano más de una hora al día.
—¡Ya! ¡Quieres que en vacaciones haga lo mismo que cuando trabajo!
No fue la respuesta que esperaba.
—Puedo enseñarte mis muñecos.
—Estupendo —dijo Edison, sin comprometerse y atacando su pringosa pila de tortitas—, pero estos últimos tiempos me he estado deslomando. Conciertos, sesiones, ensayos y, hasta hace poco, llevando el club. Hay que estar al día, ya sabes. ¡El mundillo! Y eso es demasiado para el cuerpo. Estoy reventado. No me importaría pasarme un tiempo sin hacer nada. Me alegré de verdad cuando vi que un hueco en mi agenda me permitía haceros esta visita. Recuperar el tiempo perdido, volver a vernos. Conocer por fin un poco a estos chicos.
La versión que Edison nos contaba de su vida, supuestamente frenética, se contradecía con la advertencia de Slack, según el cual mi hermano no estaba lo que se dice en forma, pero de pronto interpreté que lo había dicho refiriéndose a la tripa. Además, estaba acostumbrada a que la vida de mi hermano me resultara opaca. Yo no tenía ni idea de cómo se organizaba una gira por Europa. No sabía nada de todos esos nombres que él soltaba, Dizzy, Sonny, Elvin, y sólo a fuerza de golpes había aprendido a no preguntar «¿Quién es ése?» cuando él ponía un disco. Edison siempre me echaba la bronca porque no conseguía recordar jamás si «Trane» tocaba el saxo o la trompeta. Aparte de escuchar sus propios discos por cortesía —una sola vez antes de guardar las fundas en el estante de nuestra colección de música, en la que se acumulaba el polvo—, yo nunca ponía discos de jazz, y no podía imaginar quién iba a esos clubs que él mencionaba cuando el pianista que tocaba no era su hermano.
—¿Y qué puedes contarnos de tu agenda? —pregunté—. Quiero decir, tus próximos compromisos.
—España y Portugal. Tres largas semanas de gira. Me agota más ahora que antes, piensa que no he tenido un año sabático desde que llegué a Nueva York en 1980. La verdad es que Iowa podría ser el lugar ideal…, si a vosotros no os importa. En alguna parte encontré una excusa legítima para rechazar más trabajos en el Village…, un viajecito de dos mil cuatrocientos kilómetros. Recargar las pilas. Oler el café.
Con mucha, mucha leche y crema.
—¿Y cuándo es la gira por España y Portugal? —pregunté, en tono neutro.
—A principios de diciembre.
Una respuesta amortiguada por un trozo de tortita.
Es decir, que faltaba algo más de dos meses. Si entendía bien, el concepto de sabático que tenía Edison, y si se disponía a quedarse con nosotros antes de empezar la gira, la suya sería una «visita» espantosamente larga, aunque no una elipsis. Tendríamos que recorrer esa distancia sin que la familia engordase veinticinco kilos.
—Supongo que en este momento no tienes dónde vivir —dije, vacilante—. ¿Y dónde están tus cosas? ¿El piano?
—En un guardamuebles. —Esa respuesta también estaba recubierta de pepitas de chocolate—. Tengo la clásica crisis de liquidez, ¿me captas? Los derechos de Steeple-Chase están por llegar. Y mucho trabajo en perspectiva, por supuesto. Así que yo, bueno… —dijo, limpiándose el jarabe de arce de los labios—, ya sabes, agradecería un pequeño préstamo…
—¡Oh, no hay ningún problema! —No le había resultado fácil decirlo—. Y si necesitas…
—Bueno, sí, ahora que lo mencionas… Un poco, ya sabes, de efectivo.
—Claro, sólo tienes que decírmelo… —Los chicos estaban concentrados en el ordenador, pero nos oían, y yo no quería poner a Edison en un aprieto—. Más tarde, ¿de acuerdo?
Por muy feliz que me hiciera dejarle lo que necesitara para sacarlo del apuro, nunca me había visto en la situación, más propia de un padre que de una hermana, de tener que darle una asignación a mi hermano mayor. Edison siempre había sido el manirroto. En mis visitas a Nueva York nunca me había dejado pagar nada, me pasaba invitaciones para sus actuaciones y me engatusaba para llevarme a antros donde la consumición no le costaba nada porque todo el mundo lo conocía. Aún recuerdo cómo enseñaba billetes de cien dólares a camareros y taxistas. Ahora era yo la que tenía recursos, y sentía una pérdida que debió de ser mutua. A él le había gustado ser el derrochón, mi protector, y a mí me había gustado que lo fuese.
Sin embargo, lo que me molestaba —mientras fregaba las salpicaduras de masa quemada que habían dejado la cocina hecha un pringue— no era darle a Edison un «préstamo». Hasta ese momento, nadie, ni siquiera mi poco diplomático hijastro, había abordado de frente el tema de las dimensiones de mi hermano. Ni yo misma había aludido una sola vez a su peso diciéndoselo a la cara, y a consecuencia de ello no me sentía del todo en mis cabales. Quiero decir que voy a buscarlo al aeropuerto y lo veo tan…, tan… GORDO que lo miro y no reconozco a mi propio hermano; pero, de pronto, todos nos comportamos como si eso fuera absolutamente normal. El decoro, el mirar para otro lado durante la conversación, me hicieron sentirme falsa y mentirosa, y el tacto no era sino un cómplice. Ese día, con tal de pasar juntos una mañana amena, me había tomado un desayuno cinco veces más abundante que el habitual, y el atracón que nos dimos Tanner y yo había servido para que Edison comiese mucho más. En nuestro caso, el dicho hacer la vista gorda no podía ser más oportuno.