4

Cuando grité «¡Ya hemos llegaaaado!» en el pasillo, maticé el anuncio descendiendo un tono menor, una nota de advertencia que mi familia no captó. Había esperado presentarle a Tanner a un miembro de su familia ampliada al que era perfectamente posible que pudiera admirar, y ante quien se sintiera inferior, pero, con la columna vertebral de mi hermano compactada unos cinco centímetros, Tanner ya era demasiado alto. Ser obeso no menoscababa los logros de Edison en absoluto, pero yo tenía la sensación de que Tanner vería las cosas de otra manera.

Cuando Edison entró detrás de mí en la cocina, la cara de Fletcher reflejó lo que debió de ser la mía cuando me volví al oír la voz de mi hermano en el aeropuerto: darse de narices contra un cristal, la impresión que provoca sentir las esperanzas tan completamente truncadas. Mi marido no es un maleducado, pero cuando levantó la vista no dijo absolutamente nada y se olvidó de cerrar la boca. El tiempo se hizo eterno. Fletcher se moría de ganas de mirarme, pero hacerlo no habría sido una buena manera de dar la bienvenida a Edison.

—¡Hola! —dijo, con voz débil.

—¡Hola, hermano! ¡Qué alegría verte, tío! —Edison le dio una palmada en el hombro e intentó un doble apretón de manos, pero mi marido estaba demasiado aturdido para hacerlo bien y terminaron dándose un abrazo que más bien cabría describir como unas palmaditas. No creo que Edison disfrutara de esa clase de encuentro, pero debía de tener experiencia más que suficiente; sabía que había visto por última vez a Fletcher cuando pesaba setenta y tres kilos, y seguramente había aprendido a saborear una satisfacción compensatoria en la hipocresía transparente de los demás. La gente no podía decir nada y, dijese lo que dijese, esas palabras estarían tan excesiva y obviamente en desacuerdo con lo que se le pasaba por la cabeza, que la discrepancia debía de provocar, por dentro, una sonrisa agria.

—¿Tanner?

Llevé a Edison hasta el lugar donde mi hijastro, encorvado sobre la mesa, observaba la escena mientras se entretenía aporreando el teclado del portátil. En la boca torcida ya podía leer yo la despiadada descripción de nuestro nuevo huésped que enviaría por Facebook.

—¿Te acuerdas de tu tío Edison?

—No mucho —dijo Tanner, con cautela.

—Hola, chico, ¡qué estirón has pegado! —dijo Edison, tendiéndole la mano—. No puedo asegurar que te reconocería por la calle, Tan.

Nadie llamaba «Tan» a Tanner.

Tanner no se enderezó; por eso, cuando estiró el brazo para darle a Edison una mano fláccida, lo hizo desde lo más lejos posible.

—Yo tampoco podría asegurarlo, Ed.

Nadie llamaba «Ed» a Edison.

—¿Ya tienes diecisiete años? Calculo que mi hijo Carson tendrá más o menos tu edad —dijo Edison.

—¿Y ni siquiera lo sabes? —exclamó Tanner.

Cody asomó por la puerta en ese momento. Con el pelo rubio suelto y actitud retraída, era una chica tímida como la que había sido yo. Para adaptarme a su recato natural y a su diligencia, había intentado durante años no ser parcial con ella comparándola con su hermano, más arrogante. Aunque no era un prodigio al piano, tenía una sensibilidad precoz que bien sería decisiva para su futuro, bien la condenaría de por vida como un blanco fácil. Ése fue uno de esos momentos en los que se distinguió, pues sus instintos no le fallaban. Cody sólo necesitó un instante para evaluar la situación, tras lo cual se acercó a mi hermano gritando: «¡Hola, tío Edison!» y lo abrazó sin reservas.

Edison también la estrechó con fuerza. Me pregunté cuántas veces, en los últimos tiempos, alguien lo habría abrazado de esa manera… Con alegría, con cariño, sin pizca de desagrado. Deseé haberlo abrazado así yo también.

—Bueno, ¿qué estamos cocinando? —preguntó Edison, revoloteando junto a la cocina.

Ratatouille y gambas con polenta —dijo Fletcher.

—Me temo que las gambas son congeladas, del supermercado —dije—. Esto es el Medio Oeste, tierra sin salida al mar, y a Fletcher la única proteína animal que se le ocurre comer es la de marisco.

—No pasa nada, huele de maravilla.

Edison cogió un bote enorme de cacahuetes y pidió una cerveza. Le serví una lager y, angustiada, lo seguí hacia la mesa. Fletcher había hecho el juego de comedor, y todas las sillas tenían unos brazos delicadamente curvos… entre los que mi hermano no iba a caber.

—Estoy segura de que debes de estar molido después del viaje —dije, antes de darle tiempo a sentarse—, pero es posible que en estas sillas no te sientas… cómodo.

Hice un inventario a toda prisa: en la sala teníamos las rígidas creaciones de Fletcher para personas de tamaño normal, pero en el dormitorio quedaba un sillón algo destartalado de la época en que vivía sola; me negaba a separarme de ese sillón, feo pero maravilloso para acurrucarse en él y leer. Las confabulaciones de mi marido —roble, cedro, fresno— eran más sensuales para la vista que para el culo.

Decidí hacer de tripas corazón. Fletcher apagó el fuego de la ratatouille y se comportó estoicamente. Cody sólo quería ayudar. Una vez arriba, mi marido y yo nos miramos por fin. Después de horas de morirme de ganas de hablar con él, sólo pude sacudir la cabeza en un gesto de consternación.

—Mamá —dijo Cody con un hilo de voz mientras nos arrodillábamos a un lado del sillón y Fletcher lo levantaba por el otro—. ¿Qué le ha pasado al tío Edison?

—No lo sé, cielo.

—¿Está enfermo?

—Según lo que ahora se piensa sobre el asunto, sí —contesté, aunque personalmente no estaba segura de por qué etiquetar la obesidad como una «enfermedad» podía conducir a alguna parte.

Conseguimos levantar el trasto con mucho esfuerzo.

—¿Come demasiado?

—Creo que sí.

—¿Y por qué no deja de hacerlo?

—Buena pregunta.

Hicimos una pausa en lo alto de la escalera.

—Me da pena —dijo mi hijastra.

—A mí también. —Lo dije sin que me temblara la voz, por ella—. Mucha pena.

Estaba decidida a no convertir la idea en un problema, pero el sillón era pesado y tuvimos que ladearlo para poder girarlo en el rellano. Parte de los jadeos y las instrucciones que Fletcher daba con unos gritos que parecían ladridos debieron de llegar a la cocina. Cuando entramos cargando con el sillón, Edison, apoyado en la isla de la cocina, estaba soltándole una perorata a Tanner. Me sentí mal por haberlo hecho esperar de pie tanto tiempo; para él debió de ser fatigoso. En el bote ya no quedaba un cacahuete.

—No quiero faltarle el respeto a Wynton Marsalis —opinaba Edison en ese momento—. Como mínimo, nos ha hecho ganar un poco de pasta, pero el problema con Wynton es que alimenta tanta nostalgia… Como si quisiera decir que el jazz ha muerto y que todo el mundo lo oyera. Que el jazz ahora es una pieza de museo conservada en una vitrina. Mantener con vida a los clásicos no tiene nada de malo, siempre y cuando uno no convierta todo el campo en un larguísimo y soporífero documental de la televisión pública. Porque el jazz sigue evolucionando, ¿me captas? Lo que quiero decir es que hay algunas tonterías irrelevantes, que el público detesta, pero que hace que un puñado de músicos sigan escuchando jazz y sean capaces de llegar hasta el culo del pasado. Los que tocan más raro no saben apreciar que incluso Ornette tocaba y repetía sobre una estructura subyacente. Pero hay otros, los post-bop, que son matadores. Hay contemporáneos de Miles que siguen tocando, que siguen innovando. Sonny, Wayne…

—A ver, tú hablas del «culo del pasado» —dijo Tanner, concentrado en el teclado—, pero ¿y todos esos «hombre» y «¿te enteras?»? Esa mierda ya debía de estar bien cubierta de moho cuando tú eras un crío.

—Así es, toda profesión tiene su dialecto —dijo Edison.

—Es verdad, ellos hablan así, en serio —dije después de dejar el sillón en la cocina—. Visité a tu tío varias veces en Nueva York y comprobé que todos los otros músicos de jazz hablan igual. Como si se hubieran quedado en el pasado, es desopilante.

Cuando Edison sacó los cigarrillos, lo mandé a toda prisa al patio. En casa no estaba permitido fumar.

—¡Por Dios! Parece que hace todo lo posible para hablar como un músico de jazz —gruñó Tanner en cuanto Edison salió arrastrando los pies—. Como el estereotipo de un jazzista que no cuela en una biografía filmada porque ya está muy visto. No vas a decirme, Pando, que creció así, hablando jive.

—Ja, ja, ¿te refieres al argot de los negros o al de los músicos de jazz? Bueno, aprender algo cuando ya se es adulto no es necesariamente una pose —repuse—. Podrías ser un poco más cortés, Tanner. Vamos, digo yo, echarnos una mano, porque creo que tendremos que mover la mesa.

Meter el sillón en la cabecera de la mesa fue toda una operación, pues delante del escalón que lleva a la sala no entraba sin mover la mesa unos treinta centímetros hacia delante, hacia la puerta del patio, y Tanner tuvo que empujar su silla hacia atrás hasta rozar el cristal. Volvió a sentarse, pero apretujado y con cara de fastidio, más aún cuando tuvo que levantarse otra vez para dejar entrar a Edison. Al final mi hermano se desplomó en el cuarteado cojín de cuero con evidente alivio, y vi que Fletcher observaba la cocina con mirada crítica. En lo tocante a la limpieza y el orden, mi marido era muy meticuloso. Ahora el lugar estaba, digamos, descentrado, y el granate sucio del sillón, un auténtico adefesio en la cocina, no contribuía a realzar la mesa que había hecho con sus manos.

—Eh, Pando, casi me olvido —dijo Tanner, exactamente con el apremio que me había temido—. Mientras estabas fuera llamó un fotógrafo y dijo algo sobre reprogramar la sesión para Bloomberg Businessweek. Ojalá te hubieras llevado tu maldito iPhone. Apuntar un mensaje a mano en un trozo de papel se parece a tallar en la pared de una cueva.

—Oh, Dios, por favor, no. Otra sesión de fotos no —dije, antes de darme cuenta de cómo sonaba lo que decía—. Las odio —proseguí, y usar el plural lo estropeó todo aún más, pues el problema era la pluralidad misma—. No soporto tener que decidir qué voy a ponerme, y eso que la ropa ni siquiera tiene importancia porque en las fotos siempre salgo horrenda.

Y decir siempre equivalió a seguir cavando mi propia fosa. Puesto que, en el fondo, era cierto, con las prisas por decir algo que me hundiera aún más para disimular el bochornoso hecho de la sesión en sí, estuve a punto de añadir, si bien me frené justo a tiempo, que últimamente, cuando veía fotos mías en los medios, lo único que podía pensar era que parecía gorda.

—No siempre salen tan mal —dijo Tanner—. ¿Te acuerdas de la portada de la revista New York, donde te pusieron un muñeco en la espalda? Ésa era potente.

—Muy buena no era —proclamó Edison desde su nuevo trono, y apuró lo que quedaba de la primera cerveza—. Esa revistilla ya no vale nada. Está a un paso de parecerse a Entertainment Weekly.

No debería haber tardado tanto en darme cuenta de que Edison podía haber considerado esa portada una forma de invasión. Nueva York era su territorio.

—¿Tú has salido alguna vez en New York? —atacó Tanner.

—Nooo, yo soy más de las del tipo Downbeat.

Mientras sacaba las servilletas, Tanner dijo entre dientes:

—Eso sería cuando pesabas cincuenta kilos menos.

Rogué que Edison no lo hubiese oído.

Debería haberme alegrado ver que Tanner salía en mi defensa, pero no quería tener la responsabilidad de ser la persona a la que admiraba. Baby Monótono era algo que me había llegado de un modo algo confuso. Yo no había planificado nada, ni siquiera lo había querido, y mucho menos puede decirse que hubiera trabajado para sacarlo adelante hasta que me cayó del cielo. En realidad, creía estar dando un mal ejemplo.

—Bueno, todos deberíamos disfrutar esta buena racha mientras dure —dije, poniendo los platos—. Los muñecos son una moda pasajera, no durará mucho. Como las mascotitas de piedra, un regalo absolutamente ridículo que vosotros, niños, sois demasiado jóvenes para recordar. Desaparecieron pronto, pero en el poco tiempo que duraron se podía ganar un dineral. Claro que, si no eras listo, te quedabas con depósitos enteros llenos de piedras que venían en unas cajitas que daban risa. Yo he tenido mucha suerte, y deberíais estar preparados para el día en que esa suerte se acabe. Los pedidos ya están dejando de aumentar, y no me sorprendería nada ver que todos esos muñecos empiezan a subastarse a centenares en eBay.

Los pedidos no habían dejado de aumentar.

—¡Nunca vamos a poner el muñeco de papá en eBay! —dijo Cody.

—Pando, ¿por qué pones tu empresa por los suelos? —dijo Tanner—. Un miembro de esta familia por fin consigue hacer que un negocio despegue y lo único que sabes hacer es disculparte.

—Muchas gracias, Tanner —dijo Fletcher, junto a la cocina.

—El sótano repleto de muebles dice que esta casa tiene una sola empresa en funcionamiento —dijo Tanner.

—Ya nadie compra calidad.

—Muchas gracias, Fletcher —dije.

Lo que se produjo en ese momento fue un pálido facsímil de unas bromas en familia: las réplicas aceleradas y divertidas a un nivel que nuestro cuarteto alguna vez había logrado, pero que, por lo general, yo sólo veía por televisión. Había crecido tan cerca de los guiones sobre locuras familiares que podría pensarse que fingirlas era algo que debía dárseme mejor. Sin embargo, desde que había llegado con Edison a la zaga, las conversaciones habían sido forzadas.

Cuando les dije a los chicos que se lavaran las manos antes de cenar, por una vez no oí gruñidos; cruzando entre ellos una mirada que reconocí como propia de mi infancia, Cody y Tanner se hicieron humo, y en lugar del cuarto de baño más próximo eligieron el de arriba. Dejé que pasara un rato y los seguí. No estaba segura de cómo quería reprenderlos, probablemente con algunas frases anodinas e inútiles para que intentasen ser amables. Cuando llegué a la puerta, vi que ni siquiera se habían molestado en abrir el grifo de agua caliente para hacer como que estaban lavándose las manos.

—¿No has visto? Se le cayeron al suelo unos cacahuetes —decía Tanner en un susurro que sonaba áspero— y se agachó para recogerlos… ¡pero va y pierde el equilibrio porque esa panza de ballena que tiene lo tira hacia delante! ¡Y termina de cuatro patas! ¡En serio, Code! ¡El cabrón no podía levantarse del suelo! Así que tuve que ayudarlo a enderezar el culo. ¡Pensé que nos íbamos a caer los dos! ¡Hasta las manos las tiene enormes! Y sudadas.

—Es un poco basto —dijo Cody—. Cuando se inclina y después se levanta, como lleva una camisa demasiado corta se le ven la raja y unos pelitos negros… Y ese pandero enorme que tiene se le sale por encima del cinturón.

—Podría hacer su propio programa retro en televisión, igual que el abuelo: Mis tres papadas —dijo Tanner—. Y tiene unas tetas más grandes que las de Pando.

—Si yo fuera así de gorda, lo único que querría sería morirme. Tiene los tobillos más gruesos que tus muslos. ¿Crees que mamá sabía que se había convertido en semejante gordinflón?

—Te diría que lo dudo, pero ¿has visto cómo finge que todo es normal? Como si dijera que nadie ha de mencionar que el «tío Edison» apenas entra por la puta puerta.

Ya había oído demasiado. Me aclaré la garganta y entré.

—Dejad de decir tonterías ahora mismo. Que alguien tenga sobrepeso no quiere decir que no tenga sentimientos.

Sin embargo, cuando salimos y cerré la puerta, seguían soplando vientos de conspiración.

—Pero ¿cuánto tiempo se va a quedar? —dijo Tanner—. En veinticuatro horas podría reventar toda la casa. ¿Y si se sienta en el inodoro y lo hace pedazos?

—No sé cuánto tiempo —dije en voz baja—, pero mientras esté aquí quiero que imaginéis cómo serían las cosas si vosotros dos crecéis y un día, Tanner, vas a visitar a tu hermana y a su familia y…, pongamos que has pasado una época difícil y que has estado dándole al Häagen-Dazs. ¿No querrías que tu hermana siguiera tratándote como si fueses la misma persona? ¿No te dolería que su familia se burlase de ti?

—¡Tanner nunca va a ser gordo! —dijo Cody—. ¡Tiene que cuidar la silueta para poder seguir toqueteando a sus novias!

—Eso mismo era lo que yo pensaba de mi hermano —repuse con dureza.

Y por lo visto eso los hizo entrar en razón. Cuando volvimos a la cocina, Cody me aferraba la mano.

—Lo siento —susurró—. No quería decir todas esas cosas que he dicho.

Estaba a punto de echarse a llorar, y la tranquilicé abrazándola, como para decirle que sabía que no había querido decir lo que dijo. Propensa a recriminarse a sí misma, era demasiado capaz de pasarse esa noche sin dormir, reprochándose el haber sido mala con su tío incluso en un lugar en que él no podía oírla. Sólo la había visto tratando de ser grosera para impresionar a Tanner, pero se le daba fatal. En el colegio, siempre se hacía amiga de la escoria por compasión, descendiendo, en el proceso, varios escalones de su categoría, que no era ni muy alta ni muy baja.

Nos sentamos a cenar. Fletcher pasó la fuente de gambas bañadas en una salsa de tomate, calabacín y berenjena muy condimentada, sobre tiras de polenta al horno. Como concesión especial, permitió que nosotros las espolvoreásemos con parmesano. Edison, el invitado, se sirvió primero, tras lo cual la fuente rectangular para hornear, la más grande que teníamos, quedó medio vacía. Yo me serví sólo un poquito para no dejar sin nada a los demás, y Cody me imitó, no sé si por educación o porque el tótem del exceso sentado en la cabecera de la mesa le estaba quitando las ganas de comer. Yo seguía teniendo hambre, pero no podía mirar a mi hermano. Hacerlo bastaba para que me sintiera mala, así que aproveché para observarlo de reojo mientras estaba concentrado en la comida. Me daba pavor que me sorprendiera mirándolo, mirándole los rollos del cuello, las aberturas entre los botones de una camisa a punto de reventar, esos dedos rechonchos que hacían pensar en unas salchichas bratwurst friéndose en la sartén y justo antes de que la piel reviente.

Anuncié que Cody estaba estudiando piano y ella dijo que era «un desastre», pero que agradecería que Edison le diese unas clases. Él le siguió la corriente —«Claro que sí, chica, ningún problema»—, pero, considerando que normalmente no habría dejado escapar la oportunidad de lucirse, lo dijo en un tono increíblemente frío. Animé a Fletcher a que después de cenar enseñase a mi hermano los muebles que estaba haciendo en el sótano, aunque lo más seguro era que Edison no supiese qué preguntar sobre ebanistería aparte de «¿Cuál es tu último proyecto?» (otra mesita de centro) y «¿Qué materiales usas?» (aunque Fletcher había empezado a hacer unas piezas extraordinarias con huesos de vaca blanqueados, la lacónica respuesta fue: «Nogal»). No hay nada más plomizo que esa clase de conversación, y al ver que a Edison le importaba un rábano lo que Fletcher contestaba a sus penosas preguntas, mi marido se puso a la defensiva y se cerró en banda.

No obstante, Edison se animó un poco cuando presioné a Tanner para que le hablara de su interés por ser escritor.

—La industria del cine es un juego de azar puro y duro —advirtió Edison, reclinándose en el sillón—. La mitad de las veces, cuando después de un año el proyecto tiene por fin el cásting, el equipo, todo, aparece un idiota y retira el dinero. La mayoría de los guionistas de Hollywood no hacen más que reescribir lo que otra gente reescribe, y nunca ven un guión suyo filmado. Deberías pensar en la televisión, chico. Ahí sí que no hay problemas. Travis, nuestro padre (supongo que os habrán contado algo, ¿no?), no confiaría en un tío que vende cañas de pescar de bolsillo marca Fisherman en Nick at Nite para proporcionarte la tira de contactos, pero es posible que aún conozca gente que conoce gente, es así como funciona. Yo tengo amigos que consiguieron entrar en la industria, incluido un tío en HBO. No me importaría nada ponerte en contacto con él.

Si hubiera podido permitírmelo, me habría pasado el dorso de una mano aplanada por el cuello. Las esperanzas de Tanner ya eran de por sí poco realistas, y no quería que nadie lo animara aún más.

—Gracias —dijo Tanner, con un gruñido de escepticismo.

—Tanner ha conocido a su abuelastro —dije—. Un cuento con moraleja.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Una historia desagradable que debería evitar que tú cometieras el mismo error.

—¿Y qué tiene de advertencia que mi abuelo sea una estrella de la televisión?

No se me escapó que en esa pregunta Tanner no dijera «abuelastro».

Era una estrella de la televisión —dije—. Ahora dedica casi todo su tiempo a inaugurar concesionarios de coches de segunda mano y a asistir a comidas en el Rotary Club…

—Y da conferencias sobre ecologismo, lo creáis o no —dijo Edison, riendo—. Un tipo que en la vida ha reciclado una lata de Coca-Cola.

—… o —añadí— imprime montones de camisetas de aniversario a sabiendas de que Travis Appaloosa es el único hombre en la tierra que sabe cuándo se emitió por la NBC el primer episodio de Custodia compartida. O el único al que le importa. De vez en cuando, TV Land lo hacía aparecer en la franja de menor audiencia, pero mi padre quemó ese puente cuando empezó a darle la lata a la cadena para que emitiera maratones de Custodia compartida como hacen con Dimensión desconocida y El show de Andy Griffith. La última vez que hablé con él, iba loco montando un programa en que se reencontrarían los actores de Custodia compartida, parecido al de La tribu de los Brady. Pero, claro, los niños con los que Travis actuaba crecieron y se han vuelto unos vagos, excepto un par de ellos, y la alcaldesa de San Diego tiene cosas mejores de que ocuparse. Sí, insisto, un cuento con moraleja.

Sabía que me estaba pasando, pero alguien tenía que contrarrestar el demoledor efecto de la ayuda de Edison. Detestaba que los chicos se sintieran excepcionales por las razones que no debían y terminaran siendo presa de la misma e injustificada sensación de importancia que yo había padecido desde pequeña. Si bien superficialmente podía considerarse un acto de modestia, que en mi época de estudiante ocultara quién era mi padre pudo ser incluso más perjudicial que la publicidad que hacía Edison de la identidad de su progenitor cada vez que se le presentaba la ocasión. Yo había seguido llevando por el mundo, como un talismán secreto, como un amuleto contra el mal, el hecho de que el mío era Travis Appaloosa, cuando en realidad no era mejor que una mascota de piedra.

Aún más reacio que yo a exagerar mi conexión Burbank, Fletcher cambió de tema echando mano del único que sin duda daría para el resto de la cena: el jazz.

—Eh, que yo he tocado con algunos pesos pesados, ¿te enteras? —Tras apurar lo que quedaba de la polenta, Edison vació el bol de parmesano encima del plato. Tanner y Cody se miraron con unos ojos que parecieron salírseles de las órbitas al unísono—. Stan Getz me contrató por tres años. Pagaba mejor que Miles, lo creáis o no, pero no tuve suerte, las grabaciones realmente icónicas no han sido las de los conciertos en que toqué. Por eso nadie se acuerda, claro, de que Edison Appaloosa, sí, señores, tocó con Joe Henderson, porque no aparecí en Lush Life. Con Paul Motian también, y no puede decirse que fuera culpa mía que el tío dejara de tocar con pianistas. Hombre, podría suicidarme si pienso que a nadie, absolutamente a nadie, se le ocurrió grabar la jam session con Harry Connick, Jr., en el Village Gate en 1991. Un pianista de primera, el tío, y decía que yo tenía «el toque». De acuerdo, él todavía no era uno de los grandes, pero ¡hay que joderse!, yo podría haber tocado en todas partes.

No me divirtió pensar: Habla igual que Travis. Y me molestó que siguiera escupiendo la misma lista de nombres que años antes había tenido que aprenderme para impresionar a los aficionados. Al parecer, era una lista que Edison se recitaba para sí mismo.

—Lo que hoy más me carga de Nueva York —prosiguió, con parmesano pegoteado en la comisura de los labios— es esa manía con la «tradición». ¡Hay niñatos que hablan como carcamales! Estudian todos los acordes y los intervalos como esos descerebrados que se aprenden el Corán de memoria en las madrasas. Ornette, Trane, Bird… ¡ellos sí fueron iconoclastas! ¡No les molaba nada seguir las reglas, lo que querían era destrozarlas! Personalmente echo la culpa a las escuelas de jazz. Sonny, Dizzy, Elvin…, esos músicos no estudiaron ni sacaron ningún título, pero estos empollones que vienen de Berklee y de la Nueva Escuela son tan…, tan respetuosos, ¡joder! Y serios. Es una perversidad, hombre. Como hacer un doctorado en el arte de ser un marginado.

Normalmente no tomábamos vino en la cena, pero esa noche fue una ocasión especial. Edison ya había abierto la segunda botella —cuando lo vio, Fletcher apretó la mandíbula—, y eso explicaba por qué se saltaba algunas consonantes, arrastraba las vocales y empezaba a hablar con la honrosa cadencia afroamericana. Mi hermano se consideraba afroamericano. Como la mayoría de los padres fundadores del jazz eran negros, afirmaba que, en el gremio, ser blanco era un hándicap, sobre todo en Europa, donde los «verdaderos» jazzistas debían tener el aspecto adecuado para ese papel.

—… Mirad, lo que ha hecho Wynton llevando el jazz al Lincoln Center es marcar el género como elitista. Como alta cultura, como arte sublime. Elitista, ¿podéis creerlo? ¿Sólo para blancos una forma que nació de las fuentes? Pero ahora la onda es ésa. Son tíos que nacieron después de la guerra, ya mayorcitos, llegan al Blue Note cuando ya están demasiado pasados para poder con el hip-hop y piensan que necesitan cambiar el pop por algo más sofisticado. Es pura pose, hombre.

Mientras mi mente vagaba, pensé en el guión que mejor podía irle a un Baby Edison:

¡Habría sido famoso si hubiera sido negro!

He tocado con algunos pesos pesados.

¿Un prodigio del jazz? ¡Y un huevo! Sinclair Vanpelt no sabía ni tocar «Chopsticks».

Sí, en efecto, Travis Appaloosa es mi padre.

No puedo creer que nadie grabara la jam de Harry Connick.

Eh, pasa el queso.

Bueno, esa última frase sería un añadido de último momento. Recogí los platos mientras Edison se levantaba del sillón granate —otra vez— para salir al patio a fumar. Y Tanner tuvo que volver a levantarse, empujar la silla hacia dentro y maniobrar hasta dejarle libre el paso. Estábamos a finales de septiembre, pero hacía mucho frío, y con cada una de esas patosas salidas y entradas la temperatura bajaba cinco grados. La calefacción no bastaba. Cody tuvo que subir a buscar dos jerséis, uno para ella y otro para mí. Empecé a aceptar la idea de que Tanner y Cody tuvieran que moverse en un mundo en el que la gente fumaba. Dado que mi hermano, que, además, se quedaba crónicamente sin aliento, también era un peso pesado, lo más probable era que los chicos no lo considerasen un modelo a seguir, pero Fletcher se ponía tenso cada vez que se montaba ese revuelo para que Edison pudiera fumarse un Camel sin filtro.

Saqué mi tarta de pecanas. Fletcher no pensaba probarla, pero había sido el postre preferido de Edison desde niño. Aunque pegajosa de tanto jarabe de maíz, la tarta ya estaba hecha; además, ¿qué importaba? Por supuesto, di por hecho que eso era lo que él se decía siempre a sí mismo.

—Edison, ¿quieres helado con la tarta? —pregunté, con voz lastimera.

Pero ya sabía qué iba a contestar.

Me tumbé en la cama mientras Fletcher acomodaba su ropa; como el sillón había quedado abajo, tuvo que apilarla encima de la cómoda. Al final dije:

—No tenía ni idea.

Después de meterse entre las sábanas, él también se quedó tumbado, aletargado pero con los ojos abiertos. Parecía un momento de estrés postraumático doméstico, como si nos recuperásemos del estallido de un artefacto explosivo colocado bajo la mesa del comedor.

—Me muero de hambre —dijo Fletcher. Y un poco después—: Hoy he pedaleado ochenta kilómetros.

Dejé que se desahogara. Al cabo de unos minutos dijo:

—Esa fuente de polenta era enorme. Creía que iba a haber de sobra.

Suspiré.

—Deberías haber comido un trozo de tarta antes de que Edison la terminara.

Apoyé la cabeza en su pecho. Por una vez su complexión no pareció una reprimenda, sino un milagro.

—Pero ¿qué le ha pasado a tu hermano?

Dejé la pregunta en suspenso. Me llevaría meses formular algo parecido a una respuesta.

—Lo siento —dijo Fletcher, acariciándome el pelo—. Lo siento muchísimo, en serio.

Le agradecía que optara por la comprensión y no por el juicio. ¿Comprensión por quién? Por su mujer, en primer lugar. Por Edison también, obvio. Pero, quizá —tratándose de una situación en la que yo había metido a todos, y me incluyo, y habiéndomelas arreglado solita para que tuviera un horripilante final abierto—, por todos.