—Eh, ¿no reconoces a tu hermano?
Volverme hacia esa voz conocida que oí detrás de mí fue como pasar por una puerta corredera y darme de narices contra un cristal. La sonrisa que había preparado para dar la bienvenida a Edison se me torció, los músculos de alrededor de la boca se me pusieron rígidos y me temblaron los labios.
—¿… Edison? —Miré la cara redonda, esos rasgos tensos y como pintados en un globo. Mientras buscaba sus ojos marrones, casi negros ahora de tan caídos que tenía los párpados, creo que lo que hice fue tratar de no reconocerlo. Tenía el pelo largo y lacio, sin nada de brillo, pero la sonrisa que yo comparaba con un teclado era inconfundible: del color del azufre, por el tabaco, y teñida de un dejo de melancolía junto a la picardía de siempre—. Lo siento, pero no te había visto.
—Me cuesta creerlo. —En algún lugar debajo de toda aquella grasa se ocultaba el sentido del humor de mi hermano—. ¿No piensas abrazarme?
—¡Claro que sí!
Mis manos, absolutamente incapaces de rodear su torso, consiguieron, no obstante, encontrar la espalda curva, la forma blanda y cálida, pero extraña. Esta vez, cuando me estrechó, no me levantó del suelo. Cuando nos separamos y lo miré a los ojos, apenas tuve que alzar el mentón. Antes Edison medía unos ocho centímetros más que yo, pero ya no. Ahora, físicamente, resultaba menos natural mirar a mi hermano desde abajo.
—Pero, entonces, ¿no necesitabas de verdad la silla de ruedas?
—No, pero los de la compañía aérea empezaron a impacientarse. Ya no camino tan rápido como antes. —Edison (o la criatura que se lo había tragado) se acercó pesadamente a la cinta del equipaje—. Pensaba que no me habías visto.
—Han pasado más de cuatro años, y creo que he necesitado un minuto para reconocerte. Por favor, déjame que te ayude.
Y Edison dejó que me echase al hombro la maltratada bolsa marrón. Cuando lo visité en Nueva York, siempre había tenido que seguir ese paso de elefante que se comía la tierra; me ponía nerviosa la idea de quedarme rezagada en una ciudad desconocida mientras él se abría paso con soltura por entre los peatones más lentos sin chocar contra cigarrillos encendidos. En cambio, esa tarde, mientras caminaba a su lado hacia la salida del aeropuerto, me vi obligada a andar al compás, como una novia camino del altar.
—Bueno, ¿qué tal el vuelo?
Nada original, pero la cabeza me daba vueltas. A lo largo de los años, Edison había desencadenado en mí toda una panoplia de emociones: temor, respeto, humildad, frustración (él nunca se callaba), pero nunca había sentido pena por él, y la lástima es algo horrible.
—El avión pudo despegar —dijo, con un gruñido—. Incluso conmigo de pasajero. ¿Eso querías decir?
—No, no quería decir nada.
—Entonces no digas nada.
Perfecto. Se supone que no he de decir nada. Tomé conciencia de que ya empezaba a subir la empinada curva de aprendizaje de una etiqueta moderna que desconocía. Edison podía hacer comentarios sarcásticos sobre sí mismo, y si se hubiera presentado en una forma pasablemente parecida a la del hermano que yo recordaba, no me cabe duda de que me habría cogido por las caderas; pero cuando tu hermano aparece en el aeropuerto pesando unas cuantas decenas de kilos más que la última vez que lo viste, es mejor no decir.
Cuando por fin llegamos a la salida dije, como quien no quiere la cosa: «Creo que voy a buscar el coche», aunque la verdad era que había aparcado a apenas cien metros de la entrada. Nos había seguido una mujer de mediana edad, con el pelo color caoba muy bien cortado; había estado dando vueltas sin hacer nada por el mostrador de información, y volver a verla fuera confirmó mi sospecha de que alguien nos observaba.
—Perdone que la moleste —dijo la desconocida—. Pero ¿no es usted Pandora Halfdanarson?
Para muchos hermanos menores, si da la casualidad de que en ese momento se encuentran junto a un hermano mayor que los mira, que alguien se acerque a pedirles un autógrafo o lo que fuera que esa mujer quería de mí, sería una fantasía hecha realidad. Sin embargo, ese día no, y estuve a punto de negar que era Pandora Halfdanarson con tal de que se largase, pero explicar a Edison por qué había mentido habría sido un lío mucho peor, y le dije que sí.
—¡Me lo imaginaba! —exclamó la mujer—. La he reconocido por la entrevista que salió en Vanity Fair. Mire, tengo que decírselo… Mi marido me regaló una Baby Monótona para nuestro aniversario. No sé si recuerda esa muñeca… Bueno, por supuesto que no la recordará, debe de hacer tantas… Es la que lleva un traje rígido, como almidonado, un sombrero muy pretencioso y el mando del televisor cosido en una mano. Dice cosas como ¡George! ¡Ya sabes que no debes comer con tanta sal! Y: ¡George! ¡Ya sabes que no soporto esa camisa! ¡George! ¡Sabes que no entiendes nada de la política de Oriente Medio! O a veces dice, como vanagloriándose: ¡Yo estudié en Bryn Maaaaaaaaaaaawr! Al principio me ofendí, pero después no pude más que reír. No tenía idea de que pudiera ser tan crítica, tan… controladora. Esa muñeca salvó mi matrimonio. Por eso quería darle las gracias.
No me interpreten mal. Por lo general soy muy amable con los clientes satisfechos. Es posible que no disfrute cuando me reconocen en público, no tanto al menos como disfrutan otros —como disfrutaría Edison, por ejemplo—, pero no doy por sentada ninguna clase de prestigio o distinción. Lo que más me fastidia de esos encuentros es el bochorno; esa mujer me reconoció y yo a ella no, y en principio eso no parece correcto. Por eso suelo ser cordial y conversadora y mostrarme agradecida, pero ese día no. Me abaniqué y farfullé algo así como:
—Bueno, me alegro mucho por usted.
Después di media vuelta y enfilé hacia el paso de peatones.
—¿Es verdad que usted es hija de Travis Appaloosa? —gritó la mujer a mi espalda.
Molesta, dado que no había dado ese dato a Vanity Fair y el periodista lo sacó a relucir de todos modos, no contesté. Detrás de mí, Edison dijo, con voz de trueno:
—Se ha hecho usted la picha un lío, señora. Travis Appaloosa es el padre de Pandora Halfdanarson. Y eso está poniendo de los nervios al muy cabrón.
Por suerte, la mujer ya se había ido cuando aparqué junto al bordillo. Mientras metía la bolsa de Edison en el asiento trasero, dije:
—Siento lo de esa mujer. Sinceramente, estas cosas no suelen ocurrirme con frecuencia.
—¡El precio de la fama, nena! —dijo Edison, en un tono difícil de calificar.
No fue sencillo desplazar hasta el tope el asiento delantero del Camry. Al subir, Edison apoyó una mano en la puerta; me preocupó la posibilidad de que las bisagras no aguantaran tanto peso. Lo habría ayudado, pero imaginé que no podría apoyarse en mí sin que los dos nos fuéramos al suelo. Edison se hundió en el asiento envolvente con la delicadeza de una grúa gigantesca que descarga un buque portacontenedores. Cuando dejó caer los últimos centímetros, el chasis se ladeó hacia la derecha. Las rodillas chocaron contra la guantera, y tuve que empujar la puerta con fuerza para poder cerrarla. Estas caderazas deben servir para algo, ¿no?
Con la presión del muslo de Edison contra el freno de mano, me costó lo mío quitarlo, y su enorme antebrazo me impedía desbloquear la palanca de cambios. Estaba desesperada por llamar a Fletcher para prevenirlo, aunque habría sido inútil avisar de que el cuñado que acababa de desembarcar parecía triplicar el tamaño del que una vez se había alojado en su casa. Cuando salí del aparcamiento, sonó el teléfono; reconocí quién llamaba. Tras el encuentro con la fanática de mis muñecos en el filo de la acera, esa llamada era lo último que necesitaba, y no contesté.
Edison se puso a rebuscar algo en los bolsillos de la chaqueta de cuero negra que llevaba, moderna, con solapas, para cuya confección sin duda se habría necesitado la benevolencia de media vaca. Reconocí que era el sustituto de la trenca de cuero que le llegaba hasta las pantorrillas y que había usado durante años, con cinturón y suave como la piel de una berenjena, siempre con el cuello alzado. Estaba tan guapo con esa trenca… Tenía el aire misterioso de un mafioso y se lo veía… pulcro. Por pura nostalgia me pregunté qué habría sido del original, pero también me lo pregunté porque si Edison había conservado la ropa más pequeña, ese detalle podía ser una clave para entender la manera en que veía el futuro. Esta chaqueta de ahora no era para él, era más ancha que la otra y tenía más bien la textura del plástico y nada de la elegancia de su antigua marca registrada. Yo no tenía idea de dónde se podía conseguir ropa así; nunca había visto nada de esa talla en Kohl’s, ni siquiera en Target.
Sacó del bolsillo algo que parecía un Cinnabon hecho papilla; el glaseado blanco parecía baba encima del papel parafinado. No dije: ¿Sabes una cosa? Creo que eso es lo último que necesitas. No dije: ¿Sabes una cosa? Una vez leí que cada uno de esos bollos contiene novecientas calorías. No dije: ¿Sabes una cosa? Vamos a cenar dentro de menos de una hora. En resumen, todo lo que no dije me habría venido de perlas para una grabación entera de uno de mis muñecos.
Sin embargo, incluso la pregunta inocua que hice pareció cargada de mala intención:
—Bueno, ¿qué has estado haciendo últimamente?
Como si no saltase a la vista.
—Unos compactos —dijo, sin dejar de masticar—. Actuaciones en Nueva York casi siempre, ahora gran parte del mundillo se ha pasado a Brooklyn. Toqué con Charlie Hunter, el guitarrista, que está empezando a sonar, y mucho. Y con algunos músicos que tienen mucho futuro, tipos rompedores: John Hebert, John O’Gallagher, Ben Monder, Bill McHenry. El año pasado me entendí de maravilla con Michael Brecker en el 55 Bar, una putada que se haya muerto de leucemia. Entre los dos podríamos haber tocado en Birdland con la gente de pie en la sala. Y lo normal en Nyack… Restaurantes, ya sabes, un coñazo, pero están cerrando tantos locales que todos tenemos que aceptar lo que venga. El Maine Jazz Camp para trabajos alimenticios, pero también porque tu hermano, lo creas o no, tiene un puñado de protegidos muy prometedores. Y he estado trabajando en mis propios temas, por supuesto. En diciembre empiezo una larga gira por España y Portugal, y puede que el otoño del año que viene vaya al Festival de Jazz de Londres. En Brasil también parece que están interesados, pero eso aún está por ver. No hay suficiente dinero. Hay un tipo en Río que lleva ese tema.
Estaba acostumbrada a oír listas de nombres que para mí no significaban nada. Con la vista fija en la carretera, casi podía oír al Edison de siempre: su desparpajo, su labia, su seguridad en sí mismo; cualesquiera que fuesen las decepciones del momento, siempre aparecía algo rentable y prestigioso a la vuelta de la esquina. Y pensé: Por teléfono nunca me pareció gordo.
—¿Has hablado con Travis últimamente? —preguntó Edison.
Travis Appaloosa es un nombre que suena a inventado, y lo era. «Papá», nacido Hugh Halfdanarson, había adoptado ese disparatado nombre artístico cuando yo tenía seis años y Edison nueve, es decir, demasiado tarde para que no sonara artificial. Por eso siempre lo llamamos Travis con un codazo implícito en las costillas, como si nos dijéramos «¡Toma ya!». Sin embargo, durante mi infancia y adolescencia, Travis Appaloosa había tenido la cadencia familiar y melódica de nombres como Bill Bixby, Danny Bonaduce y Barbara Billingsley. Puede que cualquier secuencia de sílabas que resuene por todo el país cada miércoles a las nueve de la noche sencillamente no pueda sonar ridícula. Desde 1974 hasta 1982, Travis Appaloosa fue, como siempre había deseado Hugh Halfdanarson, parte del paisaje.
—Hace un mes —dije—. Está obsesionado con su página web. ¿La has visto? Hay un concurso sobre detalles triviales de Custodia compartida. Y una pestañita, «¿Dónde están ahora?», con información sobre todas las drogas que se mete ahora Tiffany Kite…
—O sobre los niños de diez años que se tira Sinclair Vanpelt…
—Te sorprenderás si te digo que Floy Newport ahora es la alcaldesa de San Diego.
—Floy, la subestimada. Los que entran por la puerta trasera son como ella. ¡Unos cabrones! Siempre con chanchullos, siempre maquinando a tus espaldas… Ésos son los que se aprovechan de que nadie les presta atención para esperar el momento oportuno y dar el golpe cuando menos te lo esperas.
Edison hablaba en broma, pero por el tono de sus comentarios parecía mosqueado. De los tres hijos del drama supuestamente de vanguardia de una hora de duración en el que había trabajado Travis, Floy Newport era, para mí, lo más parecido a mi doppelgänger, aunque, si bien Edison debía de conocer la diferencia más que nadie, estaba confundiendo a Floy la actriz con Maple Fields, el personaje que interpretaba. En Custodia compartida, Maple era la del medio, la emparedada entre dos prodigios, la que pasaba siempre inadvertida y no destacaba especialmente en nada. Mientras que Edison había despreciado al personaje del programa al que más se parecía, Caleb Fields, y también al guaperas presumido que lo interpretaba, Sinclair Vanpelt, yo me identificaba por completo con Maple Fields.
—Te lo creas o no —dije—, en esa página web Travis también ha hecho una lista con el argumento de cada episodio. Y en orden. Un resumen de varios párrafos para cada uno.
—Parece que le sobra el tiempo.
—Qué mal no haber grabado a la mujer del aeropuerto para enseñarle después el vídeo. Para ella «Travis Appaloosa» significaba algo. Es una especie en vías de extinción.
—¿Qué edad tendría? ¿Cuarenta y cinco? Es la edad exacta, y es probable que no se perdiera una sola temporada. Ese programa tiene miles de seguidores, Oso Panda. No son demasiado viejos y todavía no están todos muertos.
—Lo que pasa es que sólo se nos queda grabado un puñado de nombres de los programas con los que crecimos —dije—. Y Travis no suele ser uno de ellos.
—Te sorprenderías. Tú no usas su apellido, pero a mí siguen preguntándome por el viejo más a menudo de lo que te imaginas.
Si he de ser franca, en la facultad había usado ese apellido y durante un tiempo fui Pandora Appaloosa. Como andaba un poco perdida, imaginaba que, si había gente que creía saber quién era yo, entonces yo también lo sabría. Así y todo, no tuvo que pasar mucho tiempo para que esa pregunta que quería que me hicieran —«¿Algo que ver con Travis?»— empezara a parecer no sólo tramposa, sino también contraproducente. En Reed, lo único que mis compañeros querían era oír hablar de mi padre, la estrella de la televisión y, como diríamos ahora, yo había quedado reducida a un hipervínculo con una página de la Wikipedia sobre otra persona. Así pues, cuando me mudé a Iowa volví a utilizar Halfdanarson. En los últimos años ni siquiera los fans de la televisión retro podían reconocer el seudónimo de mi padre, cuya caída en desuso volvía a convertirlo en la misma gansada que al principio había hecho estallar en carcajadas a mi madre; pero, por lo general, me sentía satisfecha de haber retomado el feo sonsonete sueco que mi padre se había quitado, porque Halfdanarson era mi verdadero apellido.
En circunstancias normales, habría disfrutado, y mucho, riéndome de papá con Edison, ese entrañable ritual que nos devolvía a nuestra agobiante y estúpida historia. Con Fletcher casi nunca hablaba de mi infancia. No le dije que mi padre era actor en un programa que batía todos los récords hasta que llevábamos varios meses saliendo, y cuando finalmente lo solté, me alivió enterarme de que él nunca había visto Custodia compartida cuando la pasaban en las horas de máxima audiencia. Sin embargo, por mucho que hiciera hincapié en que mi educación poco convencional en Tujunga Hills era una nota al pie arbitraria en una vida que, por lo demás, no tenía deliberadamente nada especial, Fletcher siempre se refería al programa como un privilegio, y yo evitaba el tema. Sólo con Edison podía acceder a un pasado que, por mucho que me resistiera a depender de él para sentir cierta importancia, tampoco quería echar totalmente por la borda. Significara lo que significara, era mi pasado, el único que tenía.
Crecí entre una serie de paralelos que expresaban diversos grados de distorsión y caricatura. No sólo tenía un padre que se llamaba Hugh Halfdanarson, sino uno con el ridículo nombre de Travis Appaloosa y que, a su vez, interpretaba a otro padre llamado Emory Fields, un personaje de ficción que era un paterfamilias al que las cosas le iban mucho mejor que al monomaniaco ensimismado a quien sólo veía en casa muy de vez en cuando. Yo no era simplemente Pandora Halfdanarson, sino que, si se me antojaba, podía elegir ser Pandora Appaloosa y, durante ocho años, las noches de los miércoles reconocí en Maple Fields una versión idealizada de mí misma, ya que Maple era una niña más cariñosa y más altruista que yo y hacía lo que fuese para que sus padres volviesen a vivir juntos. A su vez, el papel de Maple Fields lo interpretaba uno de esos raros niños actores que no era inaguantable, ni en la pantalla ni fuera de ella, si bien es probable que Floy Newport tampoco fuese su verdadero nombre. La idolatraba, y a veces pensaba que tendrían que haber cancelado a mi familia y haber seguido haciendo el programa. Así pues, ya ven que mis burlones duplicados, los que se ganaban la vida de esa manera, pudieron parecer casi inevitables. A fin de cuentas, mi episodio favorito de Galería nocturna era «La muñeca».
Esta vez, mientras volvía a New Holland, nuestra tradicional tanda de comentarios compartidos —en primer lugar, sobre cualquier estrategia descabellada que Travis hubiese ideado últimamente para volver a ser la niña del ojo público— parecía pensada sólo para pasar el rato, y nada sincera. Mientras seguíamos hablando de las últimas andanzas de Joy Markle y Tiffany Kite, sólo fui capaz de aguantar si mantenía la vista fija en la I-80. Las miradas de refilón a esa masa inexplicable que viajaba a mi lado rompían el hechizo, y de repente me pareció hasta cierto punto gracioso que Edison, estando como estaba, se burlase de alguien por no haber conseguido estar a la altura de la promesa que había sido en su juventud. Pues esa pena inmensa que había sentido en el aeropuerto al atisbar al corpulento caballero que iba en silla de ruedas no había hecho más que crecer, y no tenía ni idea de cómo pasaría en casa, sin derrumbarme, la larga noche que me esperaba.