2

—A las cinco voy a buscar al tío al aeropuerto. —Las pecanas olían ya a tostadas, y saqué la tarta del horno—. No faltéis a la cena.

—Tiastro —me corrigió Tanner, que estaba junto a la encimera de la cocina recogiendo del suelo las migas de las tostadas—. Para mí es casi un perfecto desconocido, lo siento. Tengo planes para esta noche.

—Cámbialos —dije—. No lo estoy pidiendo. Cody y tú vendréis a cenar, punto. A las siete, si el avión llega a su hora. —Ejercer autoridad sobre mis hijastros siempre me había hecho sentirme mal, y más ahora que Tanner ya tenía diecisiete años. El que no se siente seguro de su autoridad, no la tiene. Si Tanner hacía lo que le decía, obedecería por compasión—. Cuando se tiene un invitado en casa —añadí, reforzando aún más el tono de madre—, no hay razón para quedarse todas las demás comidas, pero sí la primera noche.

—¿Es así?

No estaba segura de que lo que decía fuese cierto.

—En fin, lo que quiero decir es que os agradecería mucho que esta noche vinierais a cenar.

—Entonces lo estás pidiendo.

—Suplicando.

—Eso es otra cosa. —Tanner se limpió con la manga la mantequilla que le había quedado pegoteada en los labios—. El «tío» ya estuvo aquí una vez, ¿no?

—Hace poco más de cuatro años. ¿Te acuerdas de él?

—Tengo un vago recuerdo de un fantasmón que no paraba de rajar sobre grupos que nadie ha oído mencionar nunca. Y no conseguía recordar mi nombre, el puñetero.

Una caracterización acertada.

—Edison tiene un hijo en alguna parte, pero su ex consiguió la custodia completa cuando el crío era un bebé. Y por eso tu tío no tiene mucha experiencia con niños…

—Me dio la impresión de que su problema era la manera en que hablaba con los adultos. Aburría mortalmente a todo el mundo.

—Es un hombre con mucho talento que ha tenido una vida muy interesante… Mucho más interesante que la mía. Ésta es una oportunidad de conocerlo, no la desaprovechéis.

Como si le hablara a la pared.

Aún no había conseguido conocer a fondo a mi hijastro. Tanner vivía con la despreocupada sensación de tener derecho a algo, la seguridad de que estaba destinado a una clase de grandeza todavía sin definir. Aunque ya llevaba un mes en el último año del instituto, seguía sin manifestar el menor interés por la educación universitaria para la que yo estaba ahorrando expresamente los ingresos de mi empresa. Quería escribir, pero no le gustaba leer. Como si le hiciera un favor personal a Ridley Scott, ese verano nos anunció que había decidido ser guionista. Me entraron ganas de zarandearlo; ¿tenía acaso idea de las escasas posibilidades de hacer carrera en Hollywood, aunque sólo fuese de recadero? Sin saber muy bien si mi impulso era bondadoso o cruel, me mordí la lengua. Le señalé que tenía una gramática y una puntuación espantosas, y una ortografía que dejaba mucho que desear, pero Tanner imaginaba que el procesador de textos se ocuparía de esa estupidez llamada estilo prosístico. Y había dicho que, de todos modos, para ser guionista lo que había que saber era cómo hablaba realmente la gente, y que, para eso, comprender la gramática como es debido sólo era un impedimento. De acuerdo, pensé entonces, no sin cierta rabia, un punto para Tanner. Durante toda su adolescencia, Fletcher y yo le habíamos elogiado todos los poemas que escribía, y también la creatividad de sus relatos de media página. Se supone que los padres tienen que hacerlo, pero descubrí con espanto que Tanner nos había creído.

Alto, pálido, sin un solo músculo, tenía ese aspecto de desnutrido que tanto gusta a las chicas. El pelo negro siempre alborotado a conciencia. Las prendas superpuestas como las hojas de una cebolla dejaban al descubierto algo parecido a capas de papel pintado viejo y despegado de la pared: una sudadera de cuadros encima de los faldones de una camisa que se abrían para enseñar el elástico del bóxer de tela escocesa que sobresalía de los tejanos caídos. No usaba cinturón, por supuesto. La mayor parte de sus amigos venían a buscarlo con la misma pinta de arlequines semidesnudos. Tanner se desplazaba con las caderas inclinadas hacia delante, y hacía poco había desarrollado el hábito desconcertante de tocarse mientras hablaba: se pasaba las palmas por las caderas, o hacia arriba, por las costillas, hasta el pecho (lo tenía como una tabla). Puede que sufriera de indiferencia, pero el escepticismo no lo afectaba, y a mí me asombraba la facilidad con que compañeros y profesores por igual se fiaban de su superficial seguridad en sí mismo.

Con Tanner tenía que controlarme. Cuando comenté que esa pinta suya volvía locas a las «chicas», debería haber aclarado que a su edad yo habría sido una de esas chicas. No es que me tentara la idea de coquetear con él; al fin y al cabo, todavía podía discernir las huellas del niño desconfiado y cerrado de diez años que yo había heredado, al que había que convencer para que se dejara ver, como a un gato cuando se mete debajo de la cama. No obstante, a mi hijastro adolescente lo encuadraba perfectamente en esa clase de jovencitos desenvueltos, convencidos de sí mismos y en la onda de aquellos de los que yo me enamoraba perdidamente en el instituto, donde me había escondido, acurrucada, en los pasillos rogando que, más que nada en el mundo, me dejaran en paz. (Y mis compañeros de Verdugo Hills estaban más que contentos de dejarme en paz. A diferencia de Edison, yo seguía usando el apellido con que había nacido, «Halfdanarson», y nunca le decía a nadie que era hija de Travis Appaloosa). Así pues, lo que tenía que vigilar con Tanner era la resistencia. Era tentador alardear ante mí misma de que, de adulta, ya no me gustaban los charlatanes como él, y no quería recurrir a una determinación demasiado feroz y algo cruel con tal de calarlo.

Vista desde la impunidad del matrimonio, la inclinación por la pasión no correspondida que persistió hasta mis primeros treinta años, había tenido su compensación. Los chicos como Tanner podían no saber siquiera que yo existía, pero si una nunca les habla, ellos nunca revelarán, para desilusionar al adulto de turno, que les pirran los Bee Gees. Yo, que había alimentado mis amores en privado, los había conservado intactos, y ahora me ahorraba el trabajo de mirar en retrospectiva esa sucesión de locos embobamientos con una incredulidad que era pura mortificación. Mi devoción por las maratones me había servido para desarrollar la resistencia emocional, y eso me diferenciaba de los sprints de Tanner con sus tres o cuatro novias por año. Me daba miedo que mi hijastro no aprendiese a querer a las mujeres, sino a despreciar a las que lo querían.

—Tú sigue echando mermelada en la tostada… —gruñó Fletcher mientras iba a buscar un vaso de agua—. Es como si te comieras un trozo de tarta.

—¡Maíz integral! —dijo Tanner—. Pero él no deja de fastidiar.

¡Lo siento, pero no tomo láaaaaacteos! Cody, nuestra hija de trece años, había dejado de practicar al piano para ponerse a jugar con el muñeco que teníamos en el estante central de la zona de la cocina donde comíamos por si su padre necesitaba que alguien le tomara el pelo. Ese muñeco era un pinito mío de hacía cuatro años, no más que un mero capricho para regalar en Navidad. Lo había cosido con retales poco después de la repentina fiebre por comer sano que había trastornado a Fletcher. Ese proyecto de artesanía había hecho las veces de terapia, y encarnó mi lucha para conservar el sentido del humor cuando me enteré de que mi marido ya no volvería a probar mis famosos manicotti.

Ese golfillo de trapo llevaba una versión en miniatura del forro polar negro típico de Fletcher, al que yo le había pegado sus infaltables virutas de serrín. Llevaba tejanos negros muy ajustados y, quitando unos pocos hilos que daban el toque guasón y parecían clavados en la cabeza, era calvo. Las botas de cuero, de media caña, estaban hechas con las lengüetas de un par de botas de tamaño natural, y por suelas llevaban trozos de un neumático recauchutado que se había caído de un camión en la E36. La montura metálica de las gafas se la había hecho con unos clips de aluminio, y en la frente le había cosido un ceño fruncido en señal de desaprobación permanente. Con una mano sujetaba un cincel (que, en realidad, era un destornillador de joyero); en la otra, un cuadradito de gomaespuma (había tenido que explicar que era tofu). La tela empezaba a deshilacharse, pero que el mecanismo interno siguiera funcionando bien se había convertido en una cuestión de importancia profesional.

¡Quita los zapatos del sillón, Tanner! ¡Tardé tres meses en terminar el Bumerán!

Puesto que desde el principio yo había hecho partícipe de la broma a Oliver Allbless, mi mejor amigo, era su voz la que había grabado, y resultó ser todo un experto cuando tuvo que afectar el tono para que sonara como el de un hombre enfurruñado y sentencioso. El artilugio electrónico oculto en el torso incluía veinte edictos y exclamaciones, y en aquel momento yo no podía saber que mi travieso y modesto trabajo manual no tardaría mucho en transformarse en un monstruo.

El muñeco Fletcher fue un éxito instantáneo con los niños, a quienes las grabaciones burlonas de los opresivos decretos del padre ayudaron a querer más a su madrastra. A Fletcher, que se tomó la broma con buen humor, lo había emocionado el nivel de mi trabajo, hasta tal punto que convenció a Oliver para que diseñara una tecnología digital de última generación. (No mucho mejores que unas gomitas elásticas, las correas que movían los discos de plástico y las platinas de las parlanchinas Chatty Cathy de los años sesenta se rompían cada dos por tres; de ahí que fuesen pocas las piezas de coleccionista que seguían funcionando). Cuando venían amigos a cenar, no se cansaban nunca de hacer hablar al monigote. Un año después, Solstice me había rogado que le hiciera una caricatura parecida de su nuevo novio, cuya incesante repetición de expresiones de moda, de esas que no tardan en dejar de usarse —«¡Listo pa’ dar guerra!», o «¡El marrón pa’ mí!»—, la estaba enloqueciendo. No me gustó mucho la idea de hacer otro muñeco parlante. Yo todavía me ocupaba de Breadbasket. Para que fuese igual de mágico, el nuevo tendría que plasmar la complexión y los hábitos vestimentarios del novio. Como notó que vacilaba, mi hermana se ofreció a pagarme, y le pedí un precio lo bastante elevado para disuadirla, pero en un correo electrónico que me envió ese mismo día adjuntó fotografías del novio y una lista de sus frases preferidas.

Hoy, el boca a boca ya no depende de ponerse a cotorrear por encima de una cerca, y con la ayuda de Internet el negocio del muñeco personalizado se convirtió en un fenómeno viral. A finales de ese año yo había cerrado Breadbasket, y Baby Monótono —aunque, gracias al nombre equivocado y puñetero que Fletcher le había puesto, había gente del lugar que creía que el verdadero nombre de mi empresa era Baby Modorro— tenía su cuartel general en las afueras de New Holland y empleados a jornada completa. La fórmula era irresistible; en mis muñecos, el ridículo y el afecto iban de la mano. Y si bien producirlos era caro, comprarlos lo era mucho más. Por otra parte, si hubieran sido baratos, no habrían llegado a ser tan populares. Baby costaba más o menos el precio combinado de una batidora KitchenAid y el mejor modelo de la gama de aspiradoras Dyson, y llegó a convertirse en símbolo de estatus, un estatus más gratificante, por acuerdo popular, que el que ofrecía la aspiradora media.

Muy a propósito para las dos últimas frases que habían cruzado padre e hijo, la tercera vez que Cody tiró de la cuerda del muñeco, Baby exclamó, con una mezcla de gazmoñería y exaltación: ¡Quiero una tostada SIN NADA! ¡Quiero una tostada SIN NADA!

Tanner y Cody se echaron a reír.

—Me gustaría saber por qué ese bicho siempre hace gracia —dijo Fletcher.

—No importa por qué —dijo Tanner, esforzándose por mantenerse erguido—. Siempre son graciosos, y cada vez lo son más, y por eso Pandora es rica.

—No somos ricos —dije. Dejando aparte la valoración exagerada que mi hijastro hacía de nuestras circunstancias familiares, rico era una palabra para hablar de otros, y generalmente de aquellos que no nos caen bien—. Nos van bien las cosas, eso es todo. Y ten cuidado, no digas nada parecido cuando tu tío ande por aquí. Tu tiastro —rectifiqué, poniendo los ojos en blanco.

—¿Por qué no? —preguntó Tanner.

—No es de buena educación hablar de dinero, y parece que tu tío Edison no anda muy bien de dinero que digamos. No hace falta restregárselo por la cara.

Tanner miró a su madrastra de refilón.

—No quieres que te pegue un sablazo.

—No he dicho eso.

—No hacía falta que lo dijeras.

Es posible que Tanner sobrestimase su talento literario, pero era muy listo.

Cogí el coche y me dirigí hacia el aeropuerto de Cedar Rapids, y en el camino me pregunté cómo era posible que ya hubiesen pasado cuatro años… Edison y yo nunca habíamos estado tanto tiempo sin vernos. Habíamos hablado por teléfono, sí, aunque más de una vez yo había llamado y una grabación me había contestado que ese número no correspondía a ningún abonado. Mi hermano cambiaba constantemente de casa, y no era raro que estuviese de gira por Europa, Sudamérica o Japón, y a mí me tocaba averiguar dónde andaba llamando a otros músicos. A Slack, por ejemplo. Era inútil exasperarse al constatar que mi hermano mayor no se preocupaba por mantenerse en contacto conmigo. Edison siempre parecía alegrarse cuando me oía, y eso era lo único que me importaba.

En medio del aluvión de pedidos de tela y pacas de guata, es posible que al fin y al cabo no fuese tan extraño no haberlo visto en cuatro años. Había sido difícil atender a Fletcher, Tanner y Cody, e incluso encontrar un momento para llamar por teléfono a familiares más lejanos, mientras montaba mi cuartel general, contrataba actores para las grabaciones y más personal para gestionar los pedidos y asegurarme de que el rechoncho muñeco con el sombrero rígido que preguntaba «¿Dónde está la manduca?» fuera a Lansing, Michigan, y no a Idaho. Con todo, hubo una llamada —de la que ya habían pasado tres años— que me sonó un punto desafinada. Mi nuevo producto empezaba entonces a apoderarse de la imaginación popular y yo aún estaba emocionada; por lo visto mis muñecos hacían furor entre lo más granado de la ciudad de mi hermano, y habían sido nada menos que artículo principal en un número de la revista New York: «Monótono Manhattan», con reproducciones de los guiones de los muñecos que caricaturizaban a Donald Trump y a Bloomberg, el alcalde de Nueva York. Sin embargo, el tono en que Edison me felicitó por mi aparición en portada me quitó por un tiempo las ganas de volverlo a llamar. Todas las palabras bien colocadas, y un ligero tono despectivo o irritado… Cierto, pudieron ser imaginaciones mías, ya se sabe que nunca se puede confiar en el teléfono.

Desde entonces, Monótono había llegado a ser un éxito demasiado grande, al menos para mí —léase, lo único que faltaba era que mi empresa pegara un bajón—. Sólo faltaba tocar un techo a partir del cual los pedidos empezarían a bajar. No esperaba que los demás se solidarizaran con ese «problema», pero en los últimos tiempos padecía una insidiosa falta de fuerzas atribuible al hecho de tener todo —más que todo, en realidad— lo que siempre había querido. En lo personal, había encontrado a Fletcher Feuerbach, para los demás severamente herido, pero más cálido y gracioso a puerta cerrada de lo que la mayoría podría sospechar. (Desnudo, era un hombre increíblemente apuesto, y una vez dijo lo mismo de mí: que éramos «furtivamente atractivos»). Yo no tenía hijos, pero los adoptivos seguían dirigiéndome la palabra, y eso es más de lo que puede decirse del adolescente medio que una trae físicamente al mundo. Me había ahorrado la fase de los berrinches y había llegado en el mejor momento. En cuanto a mi carrera, nunca había sido ambiciosa, pero de repente me veía al frente de un negocio próspero y de la clase más improbable, un negocio con sentido del humor. Había ganado el dinero suficiente para que la perspectiva de ganar un poco más me dejara fría.

Los más espabilados y triunfadores libraban discretamente contra sí mismos esa batalla con la monotonía desconcertante del éxito. Sólo hay que imaginar la frialdad con que las hordas de frustrados, desencantados y desposeídos recibirían cualquier queja mía por sentirme demasiado satisfecha y tener demasiado dinero. En todo caso, la verdad es que no querer nada no es una sensación muy agradable. Las esperanzas truncadas no invitan precisamente a tirar cohetes, pero el deseo en sí infunde vigor. Yo siempre había trabajado duro, y esa sensación deplorable de tenerlo todo me dejaba exhausta. Sin duda, sólo había una solución a ese creciente aletargamiento, ese patente estupor parecido al que sigue a la cena de Acción de Gracias.

Necesitaba un nuevo proyecto.

Franjas marrones con toques elegiacos de amarillo. Los maizales, a la espera de la cosecha de octubre, pasaban despacio por la ventana. El tendido eléctrico elevado festoneaba rítmicamente el paisaje en postes pintados con creosota mientras los depósitos de agua esféricos, en lo alto de sus tallos estrechos, brillaban a la luz del sol otoñal como gigantescos tubos incandescentes. Pero ese cuadro bucólico terminaba arruinado por los hipermercados y centros comerciales —Kum & Go, Dollar General, Home Depot— y por la reciente explosión de restaurantes mexicanos, mientras, como siempre, el Super 8 Motel seguía ostentando, en plástico y letras de un negro y dorado chillones: ¡TODOS CON LOS HAWKEYES! ¡APOYAD A NUESTRO EQUIPO! Sin embargo, en sus franjas intactas el campo expresaba la fuerza y la solidez intemporales que ya me habían fascinado de pequeña cuando iba a visitar a mis abuelos paternos: madera blanca, campos de patatas, un caballo de vez en cuando. Los jaleos que incordiaban al resto del país, fueran cuales fuesen, siempre parecían estar lejos.

Desde entonces, Iowa había cambiado. Una oleada de inmigrantes ilegales había llegado para trabajar en las plantas de procesamiento de carne porcina, y la política del estado no había dejado de adquirir un marcado toque de derechas. Hacía tiempo que la mayoría de las explotaciones familiares, granjas como la de mis abuelos, se habían vendido o alquilado para actividades agroindustriales, y muchas casas de campo, graneros y construcciones anexas de esa ruta también se habían ido abajo. Con la cosecha ya subvencionada al máximo, más de la mitad de ese maíz se transformaría en etanol, que, a su vez, conseguiría subsidios federales aún más lucrativos y, como es lógico, crearía una gruesa segunda capa de corrupción gracias a un cereal que, en tiempos, había sido sinónimo de decencia y de un sentido del humor tirando a sentimentaloide. Para mí, el aislamiento, ese sosiego eran balsámicos, pero soporíferos para los jóvenes modernos, que terminaban devorados por el anonimato en que yo me deleitaba. Igual que mi padre en su juventud, mi hijastro no veía la hora de largarse.

En cambio, Fletcher, que había nacido en Muscatine y nunca se había ido del estado en que había nacido, no daba señales de sufrir de falta de imaginación; antes bien, lo suyo era aceptación, satisfacción e incluso cierta profundidad. «Iowa está en alguna parte», dijo una vez, «y eso es igual a lo que cualquier parte puede afirmar». El recato del Medio Oeste, el conocimiento de sí mismo, firme y nada pretencioso, el cultivo de productos útiles que la gente comía en oposición a la prestación de «servicios» difíciles de entender, era algo que nos atraía a los dos.

Al acercarme al aeropuerto me alegró la perspectiva de volver a tener cerca a mi hermano. Por fin una compañía con buen diente. Edison había sido agraciado con toda la energía, el estilo y el savoir-faire que a mí me faltaban. Alto, en forma, extravagante, había heredado la apostura de nuestro padre, a lo Jeff Bridges, sin por ello adquirir ese lado empalagoso que siempre había contaminado a Travis. Los rasgos del Edison joven eran suaves, delicados casi, y la última vez que lo había visto, el contorno de su rostro, algo más ancho a los cuarenta años, aún no había conseguido enterrar los pómulos altos. El pelo, de un rubio sucio, lo llevaba justo lo largo que hay que llevarlo para que reluciera como una corona rebelde alrededor de la coronilla. Su sonrisa, un teclado demente, brillaba con un toque de malicia y la voracidad predatoria de un felino. En los primeros años de mi adolescencia, mis amigas —bueno, sólo las menos convencionales— iban siempre locas por mi hermano. Edison tenía energía, entusiasmo, codicia; ni siquiera siendo los dos ya adultos me abrazó jamás sin levantarme del suelo. Y ahora vendría a insuflar un poco de vida en esa casa espaciosa y medio muerta de Solomon Drive, una residencia que, desde el advenimiento de la manía ciclista de Fletcher y su triste dieta, se había vuelto más bien deprimente.

Entre otras cosas, porque yo era muy hogareña. Detestaba viajar, y dejaba alegremente que mi hermano se comportara como mi álter ego y se le enrojecieran los ojos mientras yo dormía. No me gustaba ser el centro de atención; Edison, ni de pequeño, tuvo jamás toda la atención que deseaba. Aparte de la obvia competencia con nuestro padre, yo no terminaba de comprender por qué anhelaba tan desesperadamente que los demás supiesen quién era. Podía entender que deseara que reconociesen su talento, pero no era exactamente eso lo que lo hacía perder la cabeza. Edison había querido ser famoso desde que tengo memoria.

¿Por qué querría alguien vender a millones de personas la ilusión de que lo conocen cuando no lo conocen? Yo adoraba la fortificación de auténticos desconocidos cuyo alegre desinterés constituía una forma de protección, un áspic de apatía suave y olvidadizo en el que podía esconderme, como una tarta de frutas en gelatina de fresa. En cambio, qué crudo y arriesgado era estar rodeado de desconocidos que quieren algo de uno, que creen que no sólo lo conocen, sino que lo poseen. No podía imaginarme por qué alguien querría que hordas de curiosos malintencionados considerasen asunto suyo cada cambio de peinado, que prestaran atención hasta a la última pieza de mi mobiliario personal, incluida la celulitis en los muslos. Para mí no había nada más preciado que poder caminar por la calle sin que me reconocieran, o sentarme en un restaurante y que nadie me molestara.

Pero, claro, los placeres de la oscuridad fueron algo que descubrí yo sola. Como a todo el mundo en Los Ángeles, me criaron para que pensara que ser un don nadie es lo mismo que estar muerto. A mí pudo resultarme más fácil decir que no a esa propuesta porque a partir de los ocho años crecí con una celebridad al alcance de la mano, o celebridad por asociación; es decir, de la peor clase: inmerecida, barata.

Personalmente, me resultaba desagradable que me admirasen, y prefería, con mucho, admirar yo a otra persona. Si bien de niña había admirado a muchos profesores, esa cómoda jerarquía —en la que la parte más débil no se ve humillada por la sumisión— se encuentra cada vez menos en la vida adulta. Los adultos, más que adular, desprecian a sus jefes, y como yo trabajaba por cuenta propia, sólo podía despreciarme o adularme a mí misma. Muy atrás quedaban los días en que los votantes norteamericanos admiraban a un presidente como JFK; ahora tendíamos más a mirar a los políticos con recelo. Los famosos que llenaban las páginas de las revistas inspiraban más envidia que adoración; en una época en que lo que primaba era ser famoso por el mero hecho de serlo, cabía suponer que, con un relaciones públicas adecuado, se podía ser ese inservible sin talento pero con todo a su favor. Antes admiraba a mi padre, y que ya no lo admirase me dolía más de lo que estaba dispuesta a reconocer. Me encantaban los muebles elegantes y sinuosos de Fletcher, pero a él no lo admiraba. De hecho, es posible que, cuando alguien admira al cónyuge, algo no funcione como es debido.

Admiraba a Edison. De jazz yo sabía poco, pero cualquiera que, como él, fuese capaz de tocar tantas notas complicadas sin una sola cacofonía era un virtuoso. Nunca supe a ciencia cierta el nivel de reconocimiento que había conseguido en sus estrafalarios círculos, pero había tocado con músicos a quienes los entendidos parecían reconocer, y yo me había aprendido sus nombres de memoria para poder soltar a los escépticos como Fletcher una lista que los dejara sin habla: Stan Getz, Joe Henderson, Jeff Ballard, Kurt Rosenwinkel, Paul Motian, Evan Parker e incluso, una vez, Harry Connick, Jr. Mi hermano, Edison Appaloosa, aparecía en decenas de discos compactos, y una colección completa de esos discos tenía reservado un lugar de honor junto a nuestro equipo de música aun cuando no los pusiéramos mucho, pues a ninguno de nosotros le entusiasmaba mucho el jazz. A mí sus viajes me inspiraban respeto, sus lejanos colegas, sus intrépidas actuaciones en público, su sexy exmujer. Ése era el ancho lienzo en el que mi hermano había pintado su vida. Puede que a menudo me hiciera sentirme poquita cosa, cortada, no totalmente yo misma, pero no me importaba mientras un miembro de mi familia fuese airoso y llamativo y atravesara segadora en mano el heno del yugo cotidiano. Sí, bueno, Edison fumaba demasiado, y sus horarios eran demenciales. En cambio, Fletcher y yo éramos el colmo de la sensatez, y hacía mucho que nos debíamos un baño de anarquía.

Con todo, cuando dejé el coche en el aparcamiento de corta duración sentí una punzada de aprensión. El propio Edison ya no era el puntal que había sido en sus días de corredor estrella del instituto, y aunque no había seguido corriendo, siempre había sido uno de esos hombres (es que sencillamente no hacen mujeres así) cuyo físico, atlético por naturaleza, aguantaba cualquier clase de alcohol y molicie. Estaba segura de que iba a atacarme sin piedad cuando viera mi aspecto de mujer de mediana edad vestida con ropa comprada en algún centro comercial.

El aeropuerto de Cedar Rapids es pequeño y cómodo, con un decorado beige como marco para los pasajeros, más pintorescos, que desembarcan allí. A finales de septiembre, la zona de recogida de equipaje estaba desierta, y me alivió haber llegado antes de que aterrizara el vuelo de Edison. Si la gente se divide entre los que se preocupan por tener que esperar y los que se preocupan por hacer esperar a los demás, yo me sitúo, sin duda alguna, en el segundo grupo.

El vuelo procedente de Nueva York con escala en Detroit no tardó en aparecer en la cinta 3, y le envié a Fletcher un SMS para avisarle de que el avión llegaba puntual. Mientras los pasajeros salían de la sala de llegadas y se abrían paso para apiñarse alrededor de la cinta, me puse a merodear desde cierta distancia. Delante de mí, un hombre larguirucho con unos pantalones color caqui impecables —una raqueta de tenis al hombro y los vestigios del bronceado veraniego— conversaba con una morena muy esbelta. La chica debía de haberse guardado una manzana del tentempié que le habían servido en el avión, y le sacaba brillo pasándosela por el jersey de cachemira como si la fruta fuese a concederle tres deseos.

—No puedo creer que le dieran un asiento del medio —dijo el tenista.

—Te agradezco que te ofrecieras a cambiar —dijo la mujer—. Estaba completamente aplastada contra la ventana. Aunque dejar que se sentara en el pasillo tampoco fue una gran ayuda.

—Deberían cobrarles el doble, la verdad, y dejar libre el asiento de al lado.

—Pero ¿te imaginas el follón que se armaría si encima de tener que llevar la pomada para las hemorroides en una bolsita de plástico transparente te hicieran subir a una báscula? La gente se sublevaría.

—Sí, socialmente hablando, no es práctico, pero yo me quedé sin reposabrazos y viajé con la mitad de ese tipo encima. Ya viste lo que le costó a la azafata pasar a su lado con el carrito…

—Lo que me indigna es que a todos nos permiten llevar el mismo peso —gruñó la morena cuando las maletas empezaron a aparecer en la cinta—. Nuestro amigo del 17 pasillo llevaba un cuarto de tonelada en el bolso de mano. Te juro que la próxima vez que quieran cobrarme exceso de equipaje por un par de zapatos que me hace pasar de los doce kilos, voy a decirles que prefiero comérmelos.

El tenista rió entre dientes. Y, de momento, ni rastro de Edison. Espero que no haya perdido el avión, me dije.

—Me parece que tendrán que volver a calcular el número de pasajeros «medios» que pueden viajar en los aviones más viejos —dijo el hombre—. Pero tienes razón, la gente normal está subvencionando…

—¿Qué «gente normal»? —dijo la mujer por lo bajo—. Mira un poco a tu alrededor.

Mientras volvía a buscar a mi hermano con la vista, observé detenidamente a los pasajeros de ese vuelo, gente a cuya geometría me había vuelto tan inmune que, al principio, no capté la altanera inferencia de la mujer. Si las generaciones anteriores eran puros ángulos agudos, los norteamericanos de hoy están hechos con perpendiculares, y los que estaban al final de la cinta eran todos igual de cuadrados. Dada la pasmosa popularidad de los tejanos «de tiro bajo», unas ajustadas pretinas cruzaban las caderas en el punto más ancho y un poco por debajo de la tripa, a la que, de vez en cuando, un top demasiado corto dejaba al descubierto en todo su convexo esplendor. Yo evitaba esa moda nada agraciada, pero con mis nueve kilos de más no me distinguía de la multitud, y me sentí personalmente insultada cuando el deportista dijo por lo bajo a su acompañante:

—Bienvenida a Iowa.

—Oh, ésa es la mía. —La mujer metió la manzana en el bolso, una Granny Smith ahora muy lustrosa, antes de acercarse a su conocido para decirle—: A propósito, ¿sabes lo que me resultó más insoportable de ese tío en el avión? El olor.

Me alivió ver que su maleta ya había llegado, pues el paria al que ella y su compañero de asiento habían despellejado con tanta crueldad debía de ser el caballero más que corpulento al que dos auxiliares de vuelo traían en ese momento hacia la cinta del equipaje en una silla de ruedas extragrande. Una mirada curiosa en la dirección del pesado pasajero me hizo sentir una compasión tan grande que me atravesó el corazón como si me hubieran pegado un tiro. Mirar a ese hombre se pareció a caer en un pozo, y tuve que desviar la vista porque mirarlo fijamente era de mala educación, y de peor educación hubiera sido llorar.