No tengo más remedio que preguntarme si alguno de los momentos verdaderamente interesantes de mis cuarenta y tantos años ha tenido que ver con la comida; me refiero a la salivación, la masticación y los movimientos peristálticos. No hablo de cenas ni de celebraciones, y tampoco de camaradería. Por extraño que parezca, sobre todo teniendo en cuenta que comer es algo que hago todos los días, no consigo recordar muchas comidas con detalle; en cambio, me resulta más fácil traer a la memoria mis películas preferidas, los amigos leales, las graduaciones. De ello se desprende que el cine, la afinidad y la educación son para mí más importantes que atiborrarme. Bien hecho, me dirán; pero, sinceramente, si tuviera que sumar todo el tiempo que he dedicado generosamente a planificar menús, comprar comestibles, prepararlos y cocinarlos, poner la mesa y fregar la cocina para almuerzos y cenas, la comida, de un modo u otro, supera con creces el cariño que le tengo a En un lugar del corazón, hasta convertir esa película en una banal nota al pie, y lo mismo puede decirse del cariño que siento por cualquier ser humano, incluso por aquellos a los que reconozco querer. He pasado más tiempo pensando en el almuerzo que en mi marido. Súmese a ello el tiempo que también he pasado lamentando mi debilidad por los merengues de limón, prometiendo saltarme el desayuno de la mañana siguiente y abriendo la nevera, frenándome antes de despacharme las sobras de las natillas de calabaza, cerrándola después con determinación, y parezco una persona que se ha interesado muy poco por algo aparte de la comida.
Entonces, ¿por qué, si de todo lo anterior puede inferirse que para mí comer ha sido tan bochornosamente fundamental, no consigo recordar una secuencia eidética de comidas dignas de mención?
Yo, como la mayoría, tengo recuerdos más vívidos de los platos preferidos de mi infancia. Como a casi todos los niños, me gustaban las cosas sencillas: tostadas, bizcochos, galletas saladas. De adulta, el paladar se me ensanchó, no así el carácter. Soy arroz blanco. Siempre he existido para crear una carta más emocionante. De pequeña, yo era el complemento ideal. Ahora también.
Dudo que esto sirva para paliar mucho mi turbación, pero tengo algunas modestas excusas por haber hecho demasiado hincapié en la cuestión mecánica de la alimentación. Durante once años llevé una empresa de cátering. Pensarán ustedes, entonces, que al menos podría recordar victorias personales en Breadbasket, Inc. Pues, no exactamente. Aparte de los profesores universitarios, que son más innovadores, los de Iowa somos conservadores a la hora de comer, y sin duda alguna soy capaz de evocar una monótona cadena de montaje de tartas de zanahoria, lasañas y pan de harina de maíz con nata agria. Sin embargo, los únicos platos que recuerdo en alto relieve son los que llamaré «desastres»: el pudin de agua de rosas espesado con harina de arroz que terminó pareciendo una cuba roñosa llena de un mejunje viscoso más apropiado para pegar papel pintado que para cualquier otra cosa. El resto, los rollitos de salmón con tal o cual cosa, las frituras de esto o lo otro con un toque de lo que fuese…, todo eso es una mancha borrosa en mi memoria.
Paciencia. Estoy acercándome a algo. Y propongo: la comida es, por naturaleza, difícil de aprehender. Más concepto que sustancia, la comida es la idea de la satisfacción, mucho más poderosa que la satisfacción misma, y por eso una dieta puede tener la misma influencia que la religión o el fanatismo político. No es lo apetitoso, ni un sabor irresistible, lo que nos lleva a comer más, sino la imposibilidad misma de que la comida satisfaga. La experiencia más suntuosa, en lo que a ingerir se refiere, se sitúa en un punto intermedio, a saber, recordar el último bocado y comenzar a anhelar el siguiente. La parte real del comer es algo que casi no sucede, y lo que convierte los placeres de la mesa en tan tentadores —y tan peligrosos— es su incapacidad casi absoluta de cumplir lo que prometen.
¿Estrecha de miras? No estoy tan segura. Somos animales, y la pulsión de comer, mucho más fuerte que ese asunto secundario llamado sexo, motiva casi todo el empeño humano. Tras haber triunfado de modo manifiesto en la competencia por el dominio de los recursos, los más entrados en carnes somos, por tanto, la coronación de las historias sobre el éxito biológico. Pero… pregúntenle a una manada de renos afectada de superpoblación: la naturaleza castiga el éxito. Nuestra costumbre de ahorrar para tiempos peores, de enterrar bellotas en el escondite más seguro y privado para el largo invierno, por más prudente que sea a su manera, y por mucho que exprese la astucia darwiniana, está matando a mi país, y por eso dudo que la despensa, como tema, sea una ofensa. Cierto, a veces me pregunto hasta qué punto me importa mi país, pero mi hermano sí me importa.
Cualquier historia que trate sobre hermanos se remonta, qué duda cabe, a tiempos lejanos, pero, para lo que nos ocupa, el capítulo de la vida de mi hermano que más atención merece comenzó, acertadamente, durante una comida. Debió de ser un fin de semana, pues yo aún no había salido para mi cuartel general de manufacturas.
Como era normal en aquella época, mi marido había subido del sótano a la cocina muy pronto. Acostumbraba levantarse a las cinco de la mañana y, claro, a mediodía ya se moría de hambre. Ebanista autónomo, creador de muebles hermosos y únicos que nadie se podía permitir comprar, para trabajar sólo tenía que bajar a su taller y, naturalmente, podía empezar a la hora que se le antojase. Esa estupidez suya de levantarse en cuanto asomaba el sol era únicamente para la galería. A Fletcher le gustaba el rigor que eso implicaba, esa fachada de aún más dureza, más fuerza, disciplina y abnegación.
A mí esa manía de levantarse y arrancar me ponía de los nervios. En aquellos días no tenía la sabiduría necesaria para aceptar la discordia a una escala tan insignificante, pues la hora en que sonaba el despertador de Fletcher no tardaría en ser el menor de nuestros problemas. Claro que lo mismo puede decirse de todas las fotografías del antes, que parecen serenas sólo en retrospectiva. Entonces, mi irritación por el aire de superioridad moral con que él saltaba de la cama era bastante real. El tío se iba a dormir a las nueve y disfrutaba de sus ocho horas de sueño como una persona normal. ¿Qué tiene eso de abnegado?
Igual que con otras muchas de sus intimidatorias excentricidades, me negué a seguir ese programa y empecé a dormir hasta tarde. Yo también era mi propia jefa, y detestaba madrugar. La revuelta primera luz del día me recordaba el café de filtro aguado y recalentado en un calientaplatos. Irme a dormir a las nueve me habría hecho sentirme como un crío al que despachan a su habitación mientras los adultos se divierten, con la diferencia de que en mi caso los que se hubiesen divertido, y demasiado, habrían sido Tanner y Cody, dos adolescentes a los que no les apetecía nada adoptar el horario de falso campesino de su padre.
Así pues, tras recoger los platos de la tostada y el café, a la hora de comer yo nunca tenía hambre; aunque, tras la llamada telefónica que había recibido una hora antes, se me había ido el apetito por otras razones. No consigo recordar qué estábamos comiendo, pero es probable que fuese arroz integral con brécol; incluso con un puñado de variaciones poco interesantes, en esos días siempre era arroz integral con brécol.
Al principio no hablábamos. Cuando nos conocimos, siete años antes, la comodidad que nos hacía sentir el silencio mutuo había sido encantadora. Una de las cosas que hasta entonces me habían llevado a descartar el matrimonio era la perspectiva de que fuese una cháchara sin fin. Fletcher pensaba lo mismo, aunque la textura de su silencio no se parecía a la mía; era más grueso, más concentrado… Agitado, opaco. Y eso le confería un toque que encajaba agradablemente con el mío, más frío y homogéneo. Mi silencio emitía un zumbido caprichoso, aun cuando yo no zumbara. En términos culinarios, parecía una sopa fría y aguada. Más oscuro e inquietante, el de Fletcher se asemejaba más a una salsa de vino tinto. Él luchaba con los problemas; yo simplemente los solucionaba. Criaturas solitarias los dos, nunca hablábamos por hablar. Hacíamos buena pareja.
Sin embargo, ese mediodía el silencio fue una expresión de terror y dilación, y su textura, fangosa, la de mi desastroso pudin de agua de rosas. Ensayé varias veces la frase introductoria antes de anunciarle en voz alta:
—Esta mañana ha llamado Slack Muncie.
—¿Quién es Mack Muncie? —preguntó Fletcher, con aire distraído.
—Slack. Un saxofonista, de Nueva York. Lo he visto algunas veces. Bastante conocido, creo…, pero, como casi toda esa gente, tiene problemas para llegar a fin de mes. Se ve obligado a aceptar bolos en bodas y restaurantes, donde todo el mundo habla alto y la música no le interesa a nadie.
Un párrafo entero que podía considerarse exactamente ese «sacar un tema de conversación» que yo afirmaba evitar.
Fletcher levantó la vista con cautela.
—¿De qué lo conoces?
—Es uno de los más viejos amigos de Edison. Un auténtico incondicional.
—En ese caso —dijo Fletcher—, debe de ser un tipo muy paciente.
—Edison ha estado viviendo en su casa.
—Creía que tu hermano tenía un apartamento. Encima de su club de jazz.
Fletcher dijo «su club de jazz» en un tono teñido de escepticismo. No creía que Edison hubiese tenido nunca su propio club.
—Ya no. Slack no quiso decir mucho más, pero hay cierta… historia.
—Oh, claro, seguro que hay una historia. Pero no será cierta.
—A veces Edison exagera. Y exagerar no es lo mismo que mentir.
—Cierto. Y el «perla» no es el mismo color que el «marfil».
—Con Edison hay que aprender a traducir —dije.
—Lo que me parece es que está viviendo de la caridad de los amigos. ¿Qué te parece esta traducción?: tu hermano es un sin techo.
Para hablar de Edison, Fletcher solía decir «tu hermano», y mi oído lo descodificaba así: «tu problema».
—Más o menos —dije.
—Y está sin blanca.
—Edison ya ha tenido más de un bache. Entre una gira y otra.
—Entonces, a causa de una historia misteriosa y complicada, no pagar el alquiler, por ejemplo, ha perdido el apartamento y ahora pasa de un sofá a otro.
—Sí —dije, muerta de vergüenza—. Aunque parece que se está quedando sin sofás.
—¿Por qué ha llamado ese tal Slack y no tu hermano?
—Bueno, creo que Slack ha sido muy generoso a pesar de que vive en un apartamento pequeño, una habitación en la que también tiene que ensayar.
—Cariño, vamos, dilo de una vez. Di lo que no quieres contarme, sea lo que sea.
Yo me concentré en pillar con los dedos un cogollito de brécol, demasiado crudo para pincharlo con el tenedor.
—Dijo que no hay espacio suficiente para los dos. Que casi todos sus otros colegas ya no viven solos, o están casados y con niños, y que… Edison no tiene otro sitio adonde ir.
—Otro sitio, pero ¿dónde?
—Ahora tenemos un cuarto de huéspedes —dije, en tono de súplica—. No se usa nunca, salvo cuando viene Solstice una vez cada dos años. Y, bueno…, es mi hermano.
Hombre contenido, era raro ver a Fletcher irritado.
—Lo dices como si jugaras una baza.
—Quiere decir algo.
—Algo, pero no todo. ¿Por qué no puede ir a casa de Travis? ¿O de Solstice?
—Ya sabes que mi padre tiene un carácter imposible, y más de setenta años. Edison ya casi no vivía en casa cuando nació mi hermana. Solstice y él apenas se conocen.
—Tú tienes otras responsabilidades. Con Tanner, con Cody, conmigo —una pausa significativa—, con Baby Modorro. No puedes tomar una decisión así por decreto.
—Slack parecía estar al límite. Tenía que decirle algo.
—Lo que tenías que decirle —dijo Fletcher, sin alterarse— era: «Lo siento, pero tengo que consultarlo con mi marido».
—Puede que yo ya supiera lo que ibas a decir.
—¿Y qué iba a decir?
Sonreí un instante.
—Algo como: «Por encima de mi cadáver».
Sonrió un instante.
—No te equivocabas.
—Soy consciente de que en la última visita las cosas no fueron muy bien.
—No. No fueron bien.
—Parecíais mal predispuestos el uno con el otro.
—Nada de «parecíais». Lo estábamos.
—Si fuese cualquier otra persona, no te lo pediría, pero no lo es. Para mí sería muy importante que te esforzaras un poco más.
—No es cuestión de esforzarse. Una persona te cae bien o no te cae bien. Si hay que esforzarse, es que no te cae bien.
—Puedes ser un poco más tolerante. Con otros lo eres.
Me tomé un momento para reflexionar, y me dije que, en el caso de Fletcher, eso no siempre era cierto. Podía ser duro.
—¿Estás diciéndome que durante esta negociación nunca has hablado directamente con tu hermano? ¿Y que su amigo está tratando de quitárselo de encima sin que él se entere?
—Es posible que Edison esté avergonzado. No le gusta pedirle favores a su hermana pequeña.
—¡¿Pequeña?! Tienes cuarenta años.
Fletcher, hijo único, no entendía nada de hermanos, y hay que ver lo inamovible que es ese diferencial.
—Cariño, seguiré siendo su hermana pequeña cuando tenga noventa y cinco.
Fletcher metió la olla del arroz en el fregadero.
—Ahora tienes un poco de dinero, ¿no? Aunque nunca termino de saber bien cuánto. —No, y no lo sabría. Yo me lo guardaba para mí—. Pues envíale un cheque, lo suficiente para que pague la fianza de algún cuchitril y un par de meses de alquiler. Problema solucionado.
—Estás diciéndome que lo compre, que lo soborne para que no se acerque a nosotros.
—Bueno, aquí tampoco estaría muy bien. No puede decirse que en Iowa haya un «mundillo del jazz».
—En Iowa City hay locales.
—Numeritos de gente que pasa la gorra, y para un puñado de estudiantes que son unos bordes. No creo que sea eso lo que quiere el Señor Importante Pianista Internacional.
—Pero, según Slack, Edison no está… «en su mejor momento». Me ha dicho que necesita a alguien «que lo cuide», y que cree que su seguridad en sí mismo ha sufrido un duro golpe.
—La mejor noticia que he oído en todo el día.
—A mí el trabajo me va bien —dije, en voz baja—, y eso debería servir para algo. Para ser generosa. —Y estuve a punto de añadir: Generosa como he sido contigo y con dos críos que ahora son también mis hijos, pero no quise restregárselo por la cara.
—Lo que pasa es que así también ofreces la generosidad voluntaria del resto de esta familia.
—Ya lo sé.
Fletcher se apoyó en los dos cantos del fregadero.
—Lamento parecer insensible. Es tu hermano, y para ti esta situación debe de ser triste, me ponga a mí de los nervios o no. Que tu hermano atraviese esta mala racha, quiero decir.
—Sí, muy triste —dije, agradecida—. Edison siempre ha sido el más brillante. Que ande corto de dinero y abusando de la hospitalidad de sus amigos…, bueno, no me parece justo. Es como si el mundo entero estuviera patas arriba.
No iba a decírselo a Fletcher, pero Edison y Slack debían de haber partido peras, pues la urgencia del saxofonista había estado teñida de algo que yo sólo podía llamar cabreo.
—Pero… aunque decidiéramos que sí —dijo Fletcher—, y no lo hemos decidido, su visita no podría ser por tiempo indefinido.
—Tampoco puede ser condicional. —Si yo iba a pensar de esa manera, y preferí no hacerlo, había acumulado, en los dos años anteriores, la mayor parte del poder en la familia. Me disgustaba tener poder, y en circunstancias ordinarias más bien esperaba que, si no tenía que ejercerlo, ese peso desconcertante desaparecería. Sin embargo, por una vez esa novedosa situación mía me sirvió para algo—. ¿Decirle «sólo tres días» —dije—, o «sólo una semana»? No es nada gracioso, suena como si únicamente pudiéramos soportar su compañía durante un tiempo limitado.
—¿Y no es verdad? —repuso Fletcher, cortante, y dejó que me ocupase de los platos—. Me voy a dar una vuelta en bicicleta.
Por supuesto que se iba a dar una vuelta. Montaba en bicicleta horas enteras casi todos los días; mejor dicho, en una de sus bicicletas, pues tenía cuatro, que se disputaban con varias mesitas de centro sin vender el espacio limitado de un sótano que, cuando nos mudamos a esta casa, parecía una caverna. Ni él ni yo lo mencionábamos jamás, pero había sido yo quien le había comprado esas bicicletas. Técnicamente podría decirse que hacíamos fondo común, pero cuando una parte contribuye con el contenido de un frasquito de colirio y la otra con el lago Michigan, «fondo común» no parece el término apropiado.
Desde que mi marido había empezado a montar en bicicleta obsesivamente, yo ni siquiera me acercaba a mi mastodonte de diez marchas, que entonces ya acumulaba polvo y tenía las ruedas desinfladas. Cierto, había sido yo quien había elegido descuidarla de esa manera, pero no porque quisiera. Era como si Fletcher me hubiese robado la bicicleta. Si yo alguna vez la hubiera sacado del sótano, si hubiera engrasado la cadena y salido a la calle, despacio y sin alejarme mucho, se habría reído de mí. Y prefería evitarlo.
Cada vez que él salía a dar una vuelta en bicicleta, yo me irritaba. ¿Cómo podía Fletcher soportar semejante aburrimiento? Algunas tardes volvía a casa rezumando energía y satisfacción, un estado que le producía el haber mejorado su tiempo, por lo general en sólo unos segundos. Que tardase un segundo menos en repetir la misma ruta por los maizales hasta el río no tenía ninguna consecuencia para nadie. Fletcher tenía cuarenta y seis años, y el ordenador que llevaba en el manillar no tardaría en registrar simplemente la decepción que él mismo experimentaría. No me gustaba pensar que le reprochaba algo que era exclusivamente suyo, pero él tenía los muebles, una actividad que ya era bastante privada, y hacía esas salidas para librarse de mí.
Esa irritación me hacía sentirme tan culpable que llegaba al extremo de disimularla, y me forzaba a sugerir que fuera a dar una vuelta en bici para quitarse de encima cierta frustración con Tanner, «pues la bici hace que uno se sienta mucho mejor». Sin embargo, un falsete demasiado cantarín delataba mi doblez, y lo que más me confundía era que a él le gustaba que sus paseos me irritasen.
Estaba claro que yo era una mala esposa. Esas excursiones aeróbicas le alargarían la vida. Después de que Cleo, su ex, se hundiera de esa manera tan singular, Fletcher se había vuelto un ser cada vez más consumido por el control, y comparadas con las demás obsesiones, la bicicleta era inofensiva. Entre el ejercicio y la dieta estricta, mi marido había perdido el diminuto michelín en la cintura que había achacado a mi puré de patatas y mis magdalenas. Sin embargo, a mí ese rollito me había gustado, ya que, en un sentido más amplio, había hecho de él un hombre menos duro. A la vez que pedía perdón, ese ligero exceso también parecía concederlo.
Yo también necesitaba un poco de perdón, para qué negarlo. Durante los tres años anteriores debí de engordar unos nueve kilos (odiaba subirme a una balanza y enfrentarme a la cifra exacta). Mientras me ocupaba de Breadbasket, estaba bastante delgada. Por alguna razón, en el ramo del cátering la comida se vuelve repulsiva; una caja de queso para untar no se distingue de un montón de yeso, pero en mi siguiente empresa los mexicanos que tenía contratados no paraban de llevar al trabajo bandejas repletas de tamales y enchiladas. Antes cocinaba de pie; ahora trabajo sentada en un despacho. Así pues, había llegado a desperdiciar un porcentaje asombroso de mi tiempo mental haciendo promesas hueras, como comer una sola vez al día o aplicarme un castigo inútil por haberme zampado un pimiento relleno de más en el almuerzo. No me cabe duda de que a cierto nivel inconsciente, de alta frecuencia, había gente que oía el chirrido de la humillante rueda del hámster que no paraba de dar vueltas en mi cabeza, un agudo penetrante que salía de todas las demás mujeres con las que me cruzaba en los pasillos de los supermercados. En el Hy-Vee, para ser exacta.
No era justo, pero yo culpaba a Fletcher por esos nueve kilos. Puede que fuese una mujer discreta que se mantenía al margen, pero eso no quiere decir que fuera una incauta. Era, más bien, esa clase de persona a la que se la podía amenazar con el dedo y desaprobar chasqueando la lengua y no decía nada, que cedía a toda clase de intimidaciones mientras parecía aceptarlo todo como un buen campista. Y la gente se marchaba pensando: Sí, señor, eso le enseñará, y después yo desaparecía y me dedicaba alegremente a hacer lo que acababan de decirme que no hiciera.
Ese lado desafiante me había traicionado cuando empecé a picotear deliberadamente entre comidas, y básicamente cosas que Fletcher había eliminado de la lista. (Repudiar el queso fue mortal. Un día después de que me lo anunciase, volví del supermercado con medio queso brie). Que Fletcher desdeñara los mismos platos que lo habían embobado cuando éramos novios y en los primeros años de casados —tarta de plátano, la pizza casera bien gruesa— hirió mis sentimientos. No debería haber mezclado amor y comida, pero ése es un error que las mujeres hemos cometido durante siglos, así que ¿por qué iba yo a ser diferente? También echaba de menos cocinar, una actividad que me resultaba terapéutica; de ahí que de vez en cuando hiciera una tarta de coco, que Fletcher boicoteaba, y que hasta los niños evitaban cuando el padre los vigilaba con el ceño fruncido. Pero, bueno, alguien tenía que comerse esa tarta, ¿no? La pobre me daba pena, y las consecuencias serían funestas.
Al menos conseguimos alcanzar un compromiso ritual. De cada dulce que entraba de contrabando, yo me permitía probar un bocadito, nada más, un caprichito, y lo decoraba con una pizca de nata montada, unas hojitas de menta y un par de frambuesas superfrescas, y después lo servía en una gran fuente de porcelana para postres con un tenedor reluciente de plata. La dejaba en el centro de la isla de la cocina como hacen los niños cuando ponen las galletas para Santa Claus. Después me hacía humo. Fletcher nunca picaba cuando yo lo miraba; con todo, que en menos de una hora desaparecieran esas muestras ilícitas de lo que entonces mi marido consideraba «tóxico», para mí significaba algo que soy incapaz de expresar con palabras.
En sentido estricto, y como nazi de la nutrición, Fletcher se había vuelto más atractivo, pero también me había atraído antes. Además, sus aristas eran ahora más pronunciadas. Tenía la frente alta y la cara ovalada y alargada; con el pelo cortado hasta el punto de que parecía un tojo, para disimular al máximo la calvicie, la cabeza parecía una bala. La nariz, larga y robusta, de perfil parecía esa √ con que se indica que se ha comprobado algo, y las gafas de fina montura metálica le daban una angulosidad profesoral. Cierto aire estricto y censurador había penetrado la geometría triangular de los hombros anchos y la cintura, ahora estrecha, de modo que el mero hecho de estar en su presencia hacía que me sintiera como si me reprendiera por algo.
Mientras recogía los platos, me molestó que no se hubiera quedado a limpiar la cocina, cosa nada típica de él. Por lo general, despachábamos esa labor con la fluidez propia de la natación sincronizada. Todo lo hacíamos mejor si trabajábamos codo con codo —ninguno de los dos entendía ese cuento del «tiempo libre», y tampoco nos hacía pizca de gracia—, y mis recuerdos más queridos tenían que ver precisamente con esos simulacros de limpieza a fondo. Cuando empezamos a salir, las noches que yo servía un gran bufé, Fletcher metía a Tanner y a Cody en sacos de dormir en el suelo de mi sala de estar para poder ayudar en la cocina. (La primera vez que lo vi sacudirse las manos en el fregadero —poniendo los dedos hacia abajo y haciendo splat splat, un movimiento instintivo y apenas perceptible que garantiza que uno no salpicará de agua todo el suelo cuando vaya a secarse las manos con el paño de cocina—, supe que ése sería el hombre con el que me casaría). Fletcher limpiaba la encimera, guardaba con cuidado las sobras en recipientes herméticos, enjuagaba enormes boles de mezcla para tartas y nunca se quejaba, nunca había que decirle lo que tenía que hacer. Sólo paraba para acercarse a mí por detrás mientras yo sacaba del lavaplatos otra tanda de vasos todavía calientes, y me besaba en la nuca. Lo crean o no, esos episodios de fregoteo con los delantales manchados eran románticos, mucho mejores que el champán y la luz de las velas.
Si tenía presentes esos recuerdos, difícilmente podía reñirle porque llenase de agua jabonosa la vaporera del brécol tras una comida para dos. Repasé nuestra conversación. Podría haber sido peor. En efecto, Fletcher podría haber advertido: «Por encima de mi cadáver». Yo lo había dicho maliciosamente por él. En ningún momento pregunté directamente: «¿Te parece bien que mi hermano se instale un tiempo en nuestra casa?». Y él nunca dijo ni sí ni no.
En nuestra casa. Era nuestra casa, por supuesto.
Yo, que había vivido de alquiler casi toda la vida, todavía no me había quitado de encima la impresión que me producía el hecho de que esa casa de Solomon Drive no fuese de otro; la mantenía escrupulosamente limpia como si los verdaderos propietarios pudiesen llegar en cualquier momento sin avisar. Era una casa más grande de lo necesario, y la plétora de alacenas de la cocina invitaba a comprar máquinas para pasta y para hacer pan que sólo usaríamos una vez. Merecedor de la despectiva etiqueta McMansion, nuestro nuevo hogar había sido una reacción exagerada a la parálisis que caracterizó la época que Fletcher vivió de alquiler, uno de esos refugios «temporales» que los hombres se buscan después del divorcio y del que no se van nunca a menos que lo pise una nueva mujer. Poder comprar una casa, así, de pronto, y en efectivo, me había hecho enrojecer del respeto que imponía, y en cierto modo podría decir que la compré sencillamente porque podía.
También había querido encontrar un espacio para que Fletcher trabajase. Los muebles eran su pasión; así pues, lo que hice fue comprarle su pasión. Ingenua en todo lo que tiene que ver con el dinero, no podía saber de antemano lo mucho que iba a molestarse conmigo precisamente por eso.
En los primeros tiempos de nuestro matrimonio, Fletcher había trabajado para una empresa agrícola que fabricaba semillas modificadas genéticamente. Yo tenía muchas ganas de que dejara ese trabajo porque él no era un vendedor nato —no por aversión ecologista a enredar con la naturaleza ni por indignación política ante una América empresarial que quería patentar lo que una vez había estado allí literalmente para todo el mundo—. La verdad es que no tenía muchas opiniones; no les veía el sentido. Aunque me opusiera a la producción de maíz sin germinar y resistente a las enfermedades, la nueva «variedad» seguiría vendiéndose igual. Para mí, la mayoría de las convicciones eran mero entretenimiento, y cultivarlas una vanidad; por eso es raro que lea la prensa. Que me entere de un asesinato en el Líbano no devolverá la vida a la víctima, y dado que el efecto principal de la noticia consistía en agudizar la sensación de impotencia, me sorprendía que se le prestase tanta atención. La negativa a forjarme puntos de vista para el consumo social me convertía en una persona aburrida, pero me encantaba ser aburrida. No ser interesante para nadie siempre había sido mi objetivo.
Tampoco McMansion, un cubo neocolonial, tenía carácter. Era de construcción reciente, con suelos de madera de arce sin un solo rasguño. Yo adoraba ese espacio en blanco y sin historia. Las tomas de la electricidad estaban perfectamente instaladas, y todo funcionaba. Yo nunca había cultivado mi carácter, salvo en el sentido de no ser dada a sisar en las tiendas o engañar a mi marido. Edison era el que quería que lo llamasen «un verdadero carácter», y podía tenerlo. Yo, en cambio, disfrutaba del anonimato, y ya entonces odiaba con todas mis fuerzas que el brillo de un reflector público no deseado me hubiese convertido en alguien aparte para los demás. (Por Dios, pensaría cualquiera tras haberme enterrado yo misma y a propósito en el centro del país, lo último que podía esperar era pasar inadvertida). Yo tenía historia más que suficiente, y, con la única excepción de Edison, mi instinto me decía que, en todo lo tocante al pasado, lo mejor era correr el telón.
La casa, enorme y lobotomizada, era el fondo perfecto y neutral contra el que el trabajo artesanal de mi marido había reemplazado los accesorios de grandes almacenes que habían poblado todos nuestros hogares anteriores juntos. (Esa suma de fuerzas domésticas representó la primera vez en la vida en que alguien me ayudó a mudarme. Con una eficiencia que sólo cabe calificar de despiadada, Fletcher era capaz de meter en cajas una habitación entera en una sola tarde, algo incluso más romántico que limpiar los restos difíciles del robot de cocina). Sus creaciones eran tan vivas que, siempre que yo entraba en la sala, el mueble en cuestión daba la impresión de haber estado pastando en las alfombras momentos antes. Los cantos posteriores se curvaban como la cornamenta de un venado, las patas arqueadas brincaban sobre pies tallados, el sofá parecía estar sujeto con unos cojines sin los que esa criatura asustadiza podría haber salido a medio galope por la puerta.
Aunque a Fletcher le gustaba creer que su trabajo mejoraba por momentos, mi mueble preferido era uno de los primeros que hizo. Lo llamábamos el Bumerán. El cojín de cuero rojo era ovalado. La madera que formaba los brazos contiguos y el respaldo se inclinaba hacia arriba a la derecha y después formaba un arco hacia abajo, a la izquierda, hasta que el extremo opuesto del brazo izquierdo rozaba el suelo. Parecía que alguien hubiese lanzado ese sillón por el aire. Las tablillas que soportaban la gran línea trasera ascendente también eran curvas: ébano de Macasar laminado, palisandro y arce que Fletcher había dejado en remojo una semana entera para que adquiriesen esas formas curvas. El Bumerán era una especie de amuleto. La mayor parte de las personas que han perfeccionado una habilidad pueden aferrarse a una piedra de toque parecida, prueba temprana de que tienen lo que hay que tener, el objeto al que siempre pueden remitirse cuando un empeño parece irse a pique: ¿Ves? Si puedes hacer eso, puedes hacer cualquier cosa. Yo, en cambio, no tenía nada equivalente, y no lo tenía porque el producto no me importaba. Lo que me gustaba era el proceso. Fuese tarta de mermelada o las cosas absurdas que vendía en esa época, para mí el resultado era pura paja en el preciso instante en que lo terminaba. Terminar un proyecto era algo absolutamente espantoso.
Terminé de rascar la capa beige de la olla del arroz y miré por la ventana que da a la calle. Había empezado a llover, pero no sería la lluvia la que conseguiría que el intrépido de mi marido volviese a casa. A salvo en mi soledad, subí sigilosamente a mi despacho y reservé un billete de La Guardia a Cedar Rapids; escogí al azar una fecha de vuelta que siempre podíamos cambiar. Extendí un talón por quinientos dólares y en la esquina inferior izquierda garabateé «para imprevistos». Metí en un sobre el talón y el billete electrónico impreso, decidí enviarlo por Federal Express a Edison Appaloosa, con la dirección que Slack me había dictado esa mañana, y ordené que pasaran a recogerlo y lo cargasen en mi cuenta.
Que dos años antes hubiese comprado la casa con los ingresos de mi precaria empresa podría haber significado que tenía «derecho» a instalar a mi hermano en el cuarto de huéspedes sin pedir permiso; pero hacer valer una superioridad fiscal me parecía vulgar y antidemocrático. En esa casa vivían tres Feuerbach, y sólo una Halfdanarson.
Lo que me incitaba a no tener consideración por la oposición de Fletcher era otra cosa. Por lo general, yo no era rehén de mi familia. En algún momento descubriría lo profundo que era el vínculo que seguía uniéndome a mi padre, pero para eso tendría que esperar hasta su muerte, y no fue un descubrimiento precisamente agradable; mientras tanto, era libre de decir que mi padre era insoportable. Mi hermana Solstice era más joven que yo, lo bastante para que pudiera ser su tía, y si venía a Iowa a visitarme algún que otro verano era sólo porque ella insistía. (Solstice había crecido en los restos fracturados de una familia fallida formada por chalados y a la que había intentado una y otra vez ponerle una etiqueta más atractiva. Por tanto, mi hermana era la única que compraba regalos, que enviaba postales y me visitaba con una regularidad tal que sólo podía indicar una cosa: disciplina). Magnolia, mi encantadora madre, murió cuando yo tenía trece años. Mis cuatro abuelos también habían fallecido. Solitaria hasta que conocí a Fletcher, no había sido yo quien había parido a mis hijos.
Edison era mi familia, el único pariente de sangre al que quería abiertamente, un afecto que destilaba toda la lealtad que la mayoría de la gente disuelve en un clan más grande hasta que queda convertida en una devoción con la intensidad del tamarindo. Y había sido de Edison de quien había aprendido a ser leal; por tanto, de él manaban todas las demás lealtades, y los beneficiarios de esa capacidad de aferrarse con fuerza a alguien eran Fletcher y los niños. Es posible que hubiese sido ambivalente respecto del pasado que compartíamos, pero sólo lo compartíamos Edison y yo. Si he de ser franca, no vacilé un instante cuando Slack Muncie me llamó por la mañana. Fletcher tenía razón, era una baza. Edison era mi hermano, y la discusión podría haber terminado en ese momento.