—Acabo de conocer a los padres de Ramsey —dijo Irina, haciendo girar el pie de la copa de vino—. Fueron amables. Muy británicos, muy civilizados. Pero te diré qué fue lo más gracioso: no hablan como Ramsey. Nada de esa pronunciación del sur de Londres. Un inglés perfecto, de la BBC. El padre es profesor de historia en Goldsmiths College y podría pasar por Paxman[35].
—Entonces, ¿el acento de Ramsey era fingido?
—Oh, no lo creo, fingido no. Aprendido, eso es todo.
—Sí —dijo Lawrence—. Apuesto a que en el ambiente del snooker no ayuda nada hablar como Jeremy Paxman con los colegas.
—Pero ¿qué es lo más triste? —dijo ella—. Apuesto que para Ramsey habría sido muchísimo más importante que, en lugar de asistir al funeral, hubiesen ido a verlo jugar una final del Campeonato del Mundo.
El famoso restaurante les hacía señas tentadoras, pues quedaba a la vuelta de la esquina de la iglesia, y después del servicio religioso Irina y Lawrence se habían escabullido a tomar una copa rápida en el Club Gascon. De lo contrario, Lawrence se habría hecho humo, pues algunas cosas nunca cambian; seguía detestando las ocasiones sociales de cualquier índole, e Irina no había podido convencerlo para que asistiera al gran acto de homenaje organizado para esa tarde.
—¿Estás seguro? —había presionado Irina—. Stephen Hendry, Ronnie O’Sullivan, John Parrott… Irán todos los grandes del snooker.
—No —dijo él—. No soy de la familia ni un amigo íntimo. No me sentiría cómodo.
De todas formas, había sido un noble gesto de su parte asistir al funeral. Ramsey se habría emocionado.
—¿Qué crees que hay detrás de eso? —se preguntó Lawrence—. ¿El enfrentamiento con los padres?
—Oh, supongo que le advirtieron que si dejaba los estudios y seguía con ese absurdo capricho del snooker, se arruinaría la vida. Pero terminó saliendo por televisión treinta años seguidos. Hay gente que sencillamente no puede soportar equivocarse. Tú deberías saberlo, no eres tan distinto.
—¿Has visto a esa bruja de Jude?
Irina rió. La sensación de alivio fue tan intensa, que también sirvió para recordarle que llevaba un tiempo sin reír a gusto.
—¡Lo sé! ¡Por Dios, qué melodramática es! ¡Qué manera de llorar! Cualquiera que la viese pensaría que era la viuda, no una ex de la que Ramsey se divorció hace ocho años.
—Es muy desagradable —dijo Lawrence, con esa crueldad que antes a Irina la molestaba tanto y ahora le parecía extrañamente tierna—. Utilizar la muerte de alguien como ocasión para llamar la atención es de pésimo gusto. ¿Quieres comer algo?
—Es que quiero ir al homenaje… No tenemos tiempo, pero gracias, de todos modos.
Lawrence entrecerró los ojos y la miró.
—Estás muy delgada.
—Bueno, con todo lo que he pasado, ya te puedes imaginar… Mira, estos últimos meses hacer tarta de crema de ruibarbo no ha ocupado el primer lugar de mi agenda.
—Sí, supongo que has pasado una época muy difícil.
—Sí, así es —dijo Irina.
Esa semana estaba poco presentable, por supuesto. Para los vivos, la muerte es un robo, y ella había sufrido un ultraje a la propiedad, como si alguien hubiera entrado por la fuerza y robado la cadena de música. Así y todo, hubo pausas, y en ese momento se sentía tranquila, pensativa. Ese asunto de la mortalidad hacía que la vida pareciese algo inmenso, y muy triste y extraño. Es curioso cómo tendemos a olvidar un hecho flagrante que nos mira a la cara desde que nacemos. La mayor parte de su vida Irina tuvo que sacarlo a la luz de vez en cuando, para reflexionar, una especie de disciplina para recordar que todos vamos a morirnos. Y los funerales eran una oportunidad; obligan a sentarse en el reclinatorio y ver lo que nos espera. También se alegraba de encontrarse con Lawrence. Llevaban mucho tiempo sin verse. Y no fue un encuentro tormentoso; antes bien, les produjo una improbable sensación de calma.
—Ramsey era buen tipo —dijo Lawrence.
—Ramsey —dijo Irina— era lo que yo llamaría un hombre encantador. Y tú eres lo que yo llamaría un hombre estupendo.
—Oh, no sé cómo de magnífico —dijo Lawrence, apartando la vista.
—Sí, lo eres —insistió Irina con firmeza—. Una distinción interesante, ¿no te parece?
—¿Y vosotras, las mujeres, qué preferís? ¿Que un hombre sea estupendo o encantador?
—Oh, una mujer, se quede con uno o con otro, siempre se preguntará si no preferiría lo contrario.
—Me temo que dije de Ramsey algunas cosas que ahora hacen que me sienta mal.
—Tenías tus motivos —dijo Irina, y le acarició la mano—. No te preocupes.
Se le hacía extraño tocarlo, aunque sólo fuese un instante; sin embargo, ése era un hombre con el que ella había tenido relaciones sexuales durante años. Claro que, cuando uno se separa, pone la intimidad en marcha atrás. Lo había visto mear miles de veces, pero ahora, si Lawrence fuese al lavabo y sólo estuvieran ellos dos, Irina estaba segura de que él cerraría la puerta.
—No sé si alguna vez te lo reconocí abiertamente —dijo Irina—. Siempre he querido que pensaras que soy ambiciosa, una profesional seria y esas cosas. Y la verdad es que disfruto de mi trabajo…, bueno, disfrutaba antes, y supongo que volveré a disfrutar, e intento hacerlo bien. Pero lo cierto es que sólo hay una cosa que siempre he querido más que todo lo demás, y no es el éxito profesional. Hay algo sin lo cual no puedo vivir. Un hombre. ¡Debe de sonar espantoso dicho así a los cuatro vientos! Pero aun a riesgo de parecer una idiota, lo que yo quería era el verdadero amor, el que dura. Creo que hasta envejecer puede ser interesante siempre y cuando lo haga junto con alguien. Quería compañía. No digo hasta el último aliento, claro; alguien tiene que irse primero. Pero ¿hasta los setenta al menos? La cuestión es que…, bueno, pensaba que era una ambición modesta, y que si no me fijaba objetivos muy ambiciosos, tendría alguna oportunidad de conseguir lo que quería. Pero, ya ves, ni así lo he conseguido. No me malinterpretes, puedo soportar estar sola. Lo que pasa es que creía que no pedía mucho, Lawrence, sobre todo viendo que estaba dispuesta a hacer un pacto con el universo y a sacrificar todo lo demás por ese objetivo. Dinero, fama, prestigio, las ganas de salvar el mundo, de encontrar una cura para el cáncer… Por eso me siento engañada. Lo único que pedía era llegar a la vejez con alguien a mi lado, y hasta eso se me ha negado.
Lawrence había pasado su propia prueba de fuego, y la versión templada era menos violenta. Se acarició la barbilla.
—Puede que no sea precisamente una ambición modesta. Que pidieras la luna.
Irina sonrió; Lawrence le gustaba.
—Además —añadió él—, que una relación no dure para siempre, que no te acompañe hasta los setenta años o hasta que la palmas, no significa que carezca de sentido. Si así fuera, todo valdría una mierda. ¿Qué dura para siempre? Nada. Nadie. Nosotros, por ejemplo. Mira lo que pasó. Joder, creo que recorrimos un largo periodo juntos, y eso es más tiempo en compañía que la que le está reservada a la mayoría.
Irina bebió apenas un sorbo de vino blanco. Era media tarde, y en el homenaje alcohol no faltaría, desde luego, pero ella había intentado mantenerse apartada de la bebida.
—Sabes, hay una cosa en la que no he podido dejar de pensar estos días. Las mujeres vivimos seis o siete años más de media que los hombres, ¿no? Ya sé que eso es lo último que se piensa cuando una se enamora, pero una mujer…, bueno, una de las cosas más importantes que elige cuando se decide por una pareja, es a quién ayudará a morir.
—Yo no necesitaré ayuda —dijo él, sonriendo.
—Oh, sí que la necesitarás. Y espero que la tengas. —Irina tuvo que reprimir las ganas de encender un cigarrillo, y se moría de ganas. Aunque también estaba tratando de controlar el tabaco, exponerse a la desaprobación y la mala cara de Lawrence podría haberle traído recuerdos—. Lo que te decía, eso de querer un compañero más que cualquier otra cosa, ¿te parece cosa de mujeres?
—No —dijo Lawrence, descartando la idea con un gesto de la mano—. Lo que pasa es que los hombres no estamos dispuestos a admitirlo.
—Gracias. Es algo que siempre me ha hecho sentirme un poco mal. Débil.
—Es una buena debilidad —dijo él, efusivo. Lawrence debía de haber cambiado mucho para llegar a pensar que una debilidad podía ser «buena»—. Y es lo más bonito de ti.
En realidad, Irina también se había sentido mal, y durante mucho tiempo, por no haber estado a la altura de sus ideas románticas de alto vuelo. Había querido a Lawrence Trainer y a Ramsey Acton muchos años, lo cual podía hacer sospechar de la integridad de esos dos afectos, y que los dos quedaran como diluidos. Pero también es posible que fuese una bendición doble para ella, y que su pasión, en lugar de dividirse por la mitad, se hubiera multiplicado por dos. A fin de cuentas, siempre había sido frustrante: si juntaba las dos cosas —la disciplina de Lawrence, su inteligencia y autocontrol, y el erotismo, la espontaneidad y el desenfreno de Ramsey—, entonces sí tendría al hombre perfecto.
—A veces me he preguntado si de veras es tan importante a quién elige uno para convivir, o para casarse —musitó Irina—. Porque todos tenemos un lado malo, ¿no? En última instancia, todos terminamos cediendo.
—Oh, sí que importa —gruñó Lawrence de inmediato.
—Debería habértelo preguntado antes. ¿Qué tal va con Bethany?
Unas cursivas por los viejos tiempos.
Lawrence enarcó las cejas y después las bajó, derrotado.
—No puedo decirte que estupendamente.
—Oh, lo siento —dijo Irina, y la sinceridad de su pesar la sorprendió.
—Podría decirse que… se largó.
—¿Podría?
—Me tiene por un pesado.
—Eres pesado. Y me encanta. Serás un viejo irascible y cascarrabias.
—Ya lo soy.
—Entonces eres precoz.
Irina pidió la cuenta sin muchas ganas, pero tenía que irse. El homenaje se celebraba lejos de allí, en Clapham, en el Racker’s concretamente, el viejo club de snooker de Ramsey. Se quedaron unos instantes en la puerta, e Irina preguntó:
—¿Y cómo va lo del terrorismo?
—Tú lees los periódicos —dijo Lawrence—. Prospera. ¿Y tú? ¿Ya tienes algo en la agenda?
—Oh, he estado pensando en volver a los Estados Unidos. Dejar atrás los fantasmas.
—No siempre funciona —dijo él, a la ligera—. Los fantasmas a veces nos siguen. Yo también he estado pensando en volver.
Fuera, respirando el aire de verano en Smithfield Square, Irina decidió darse el gusto de mirar largamente a Lawrence. Por algún resto de vergüenza no se habían mirado a los ojos durante todo ese encuentro, y sopesó sus sentimientos. Lo quería, pero eso no era suficiente. El verbo «querer» es necesario para cubrir una gama de emociones tan amplia que casi no significa nada. Puesto que el amor que destilamos por cada ser querido sigue una receta específica y más bien rara que requiere unas cuantas pizcas de resentimiento, lástima o deseo, y, a veces, un pellizco de indignación, se necesitan tantas palabras distintas para nombrar ese sentimiento como personas hemos querido en la vida.
Pero ese amor era inusitadamente redondo. A Lawrence lo quería entero, tal como era, incluidas la dureza con que trataba a los demás, la mala postura, su dependencia de la televisión, un vacío pernicioso que en todos los años que vivieron juntos ella fue incapaz de llenar. Sintió, de improviso, que algo se aflojaba. El amor romántico es una cuerda tensa y, en algunos aspectos, una lucha, pues siempre nos revolvemos, si no contra la persona amada en sí, sí contra nuestra indigna condición de esclavos de otro. Es posible que, tras abandonar el tira y afloja y quedar en tablas, nos aguarde otra clase de amor, un amor relajado y relajante, tranquilo, cómodo, algo parecido a reclinarse en una mecedora con un vaso largo de vodka con tónica en la mano y apoyar los pies en la barandilla del porche después de una tarde agotadora de deporte. Sin embargo, en su caso, también era posible que, al aceptar por fin a Lawrence en su totalidad, dejando de luchar contra los muchos defectos que ella arreglaría y sin enfurecerse ya por todos los aspectos, y también eran muchos, en que él se apartaba del ideal, lo hubiera dado por perdido.
—No sé por qué siento el impulso de contarte esto. Pasó hace tanto tiempo… —dijo al cabo de un rato. A Lawrence el silencio lo había puesto nervioso, y si ella no lo atajaba, lo más seguro era que él se pusiera a hablar desenfrenadamente de AlQaeda—. ¿Te acuerdas de aquella vez en que te fuiste a un congreso en Sarajevo? Insististe para que cenara con Ramsey el día de su cumpleaños, y yo no quería ir.
—Sí, vagamente. ¿Y?
—Hubo un momento, esa noche, en que me venció el deseo de besarlo. Puede parecer una tentación sin mayores consecuencias, pero no lo fue. Yo no era dada a besar a otros hombres, ni siquiera a sentir ganas de besarlos. De hecho, en aquel momento, y aunque parezca extraño, estaba firmemente convencida de que me enfrentaba a la decisión más importante de mi vida. ¿Parece una locura? No ha dejado de obsesionarme desde entonces.
—¿Y elegiste bien?
—Sí —afirmó Irina, sin vacilar, y frunció ligeramente el ceño—. Creo que sí.