En la penumbra del 11 de septiembre todo parecía una estupidez. Cenar parecía una estupidez; comprar más papel de cocina parecía una estupidez; la ilustración también parecía una estupidez. Recordar que los lunes por la noche Urgencias empezaba a las diez parecía una estupidez, aunque no lo habían olvidado. En consecuencia, una sensación de pesadez y de esfuerzo teñía hasta la más nimia de las iniciativas; de hecho, cuanto más insignificante la tarea, más pesado resultaba ejecutarla.
Sólo una cosa no se arrugó y se resecó hasta convertirse en uno de esos restos de comida que se momifican debajo de la cocina, tan poco sustancioso que hasta los ratones lo ignoran, a saber, el trabajo de Lawrence, que, si antes pudo parecerle a Irina un poco estúpido, ya no se lo parecía. Lawrence se avergonzaba un poco de sacar partido a una afirmación espontánea que había hecho en Tas unos años antes, aquello de «a río revuelto», que alguien se beneficiara de calamidades que ya han ocurrido. Pero él llevaba años jugando convencido a la misma combinación de lotería y, al final, su número había salido. El terrorismo ya no era una actividad suplementaria y tediosa, sino una especialidad que había pasado a la cabeza de la actualidad internacional en tan poco tiempo como habían tardado en caer las torres.
Su reivindicación del 11-S era modesta, y la compartían con millones de neoyorquinos. Habían estado en la ciudad cuando ocurrió, nada más, y encima, en la zona norte; ninguno de los dos había perdido a familiares ni amigos. Sin embargo, poco a poco Lawrence hizo valer su derecho. Mientras que la mayoría de sus colegas desestimaba el terrorismo por considerarlo un pestiño que ya venía de lejos, él había hecho el trabajo preparatorio y se había ganado a pulso su parte de las que eran, por vergonzoso que parezca, sustanciosas recompensas profesionales.
De la noche a la mañana empezó a estar muy solicitado. Apareció en el mismo circuito de programas de noticias que habían apelado a sus conocimientos después del Acuerdo de Viernes Santo, con la diferencia de que esta vez pudo explayarse con mucha elocuencia sobre un tema de interés mundial y no sólo acerca de un acuerdo de paz en el quinto pino. El Wall Street Journal y el New York Times le encargaron artículos de opinión. Simon & Schuster lo contrató para un libro sobre «nuevo terrorismo frente a viejo terrorismo», y pagó un anticipo de seis cifras. Por si fuera poco, en Blue Sky lo ascendieron; el instituto de repente se puso nervioso ante la posibilidad de perderlo.
Así pues, a principios de 2003 Lawrence e Irina estaban más que cubiertos en lo que a dinero se refiere, y el apartamento alquilado de dos habitaciones empezó a parecerles estrecho. Pese al desenfreno del mercado inmobiliario —en Londres, el valor de la propiedad se había duplicado en cinco años—, Irina propuso que comprasen una casa, y comentó que todavía se encontraban algunas a precios decentes en el barrio de Ramsey, por Hackney y Mile End.
La evasiva de Lawrence fue un eco de la reacción que había tenido cinco años antes cuando ella propuso que se casaran. Echó mano de las mismas frases —«supongo que sí»; «si tú quieres»; «me da igual una cosa que otra»—, y no fue una mera coincidencia. Ahora cualquiera podía desentenderse de una endeble licencia de matrimonio y, mientras tanto, una cabaña de pescadores de cuatro metros cuadrados en Suffolk, con un aseo y sin cuarto de baño, ya se cotizaba en doscientas cincuenta mil libras, o sea, cuatrocientos mil dólares. Así pues, en la vida urbana contemporánea, la mejor inversión mutua en propiedades era el matrimonio, el real, la unión vinculante, la que da miedo, la complicada, la que excluye la huida rápida. No es de extrañar que Lawrence no supiera dónde meterse. Pero, por Dios, si llevaban juntos casi quince años. Ya podía dejar de salirse por la tangente.
Sucedió la mañana del día de San Valentín, una ocasión que se habían acostumbrado a celebrar diciendo únicamente «¡Feliz día de San Valentín!» y dándose un beso. Una mala costumbre. Por eso, ese año Irina decidió por anticipado hacerlo mejor.
Lawrence cogió el abrigo y se fue a toda prisa hacia la puerta, pero ella lo detuvo. «No te pongas esa chaqueta deportiva. Te olvidas de que tiene una mancha de grasa en la solapa». Cuando Lawrence declaró que no le importaba, ella insistió. «Si la llevo hoy a la tintorería, puedo recogerla a tiempo para tu entrevista a Dispatches; además, es tu chaqueta favorita para salir en televisión. No olvides que ahora en Blue Sky eres un peso pesado. Ya es hora de que empieces a ir bien vestido».
—¡No! —dijo Lawrence, con una furia que la sorprendió—. ¡Déjalo, tengo prisa! ¡Para la entrevista me pondré otra!
—¡Lawrence! —Con los brazos en jarras, Irina se quedó cortada—. Te estoy ofreciendo llevar la chaqueta al tinte. Por si se te ha olvidado, es un favor. Esa mancha se ve a una legua. Ponte la azul, te quedará bien con esa camisa.
Parecía acorralado en el pasillo, pero ella no podía entender por qué su ofrecimiento lo hacía sentirse acosado. Lawrence se quitó la prenda de la discordia con los mismos movimientos lentos y fúnebres con los que podría haber cubierto el rostro de un peatón que acababa de ser víctima de un atropello mortal, e incluso cuando Irina se la cogió, él se aferró a la chaqueta un poco más y a punto estuvieron de desgarrar una costura.
Movida por un capricho que, hay que reconocerlo, estaba muy visto, esa mañana fue a comprar alguna tontería a Anne Summers. En realidad, la idea fue más una broma (aunque resultara una broma bastante cara) que una proposición para condimentar una vida sexual cuya rutina ya estaba tan ritualizada que introducir un elemento nuevo, fuera cual fuese, sería igual de revolucionario que el Concilio Vaticano II. Los tipos bruscos como Lawrence no querían saber nada de la ropa interior atrevida, que para ellos se parecía al vestuario camp de Rocky Horror Picture Show. Con todo, Irina albergaba la pequeña esperanza de que el teddy de satén negro lo excitara, porque, aun después de tantos años juntos, no tenía la más remota idea de qué lo excitaba. Sólo una cosa era segura: si de verdad la lencería sexy lo ponía, él nunca se lo había dicho.
Debatiéndose entre si guardarlo envuelto en la caja o sorprenderlo poniéndoselo antes de meterse en la cama, Irina revisó los bolsillos de la chaqueta por si quedaba calderilla o tarjetas de visita sueltas, y ya se disponía a salir para la tintorería cuando encontró un bulto en el bolsillo interior.
Un teléfono móvil.
Nada del otro mundo, pero, que ella supiera, Lawrence no tenía móvil. Desde luego, nunca le había dado el número. Y habían hablado del tema. Si bien podían permitírselo, para Irina gastar era algo muy parecido a votar, y odiaba las exorbitantes tarifas del Reino Unido; los niños británicos derrochaban en teléfono móvil un porcentaje tan grande de sus escasos recursos, que las ventas de chocolate habían caído en picado. Puesto que ellos dos podían contactarse fácilmente por el fijo, Lawrence parecía estar de acuerdo, y hasta tal punto, que al principio Irina supuso que, con la intención de devolverlo, había cogido el móvil de alguien del despacho que lo había olvidado en una reunión.
Para confirmarlo, apretó AGENDA.
Bethany.
A falta de apellido, era probable que ese nombre fuese el primero de la lista porque empezaba con B. Pero cuando apretó el botón +, sólo encontró en la memoria otros seis números: Club Gascon, Irina, National Liberal Club, Omen, Ritz, Royal Houseguards Hotel.
Con el corazón a cien por hora, retrocedió hasta la B y apretó LLAMAR.
—Yasha! Pero ¿por qué me…?
FIN DE LA LLAMADA.
Irina estuvo toda la tarde en estado de suspensión. Tenía que haber una explicación, alguna exigencia profesional temporal que hiciera necesario ese teléfono. A lo mejor se lo había facilitado Blue Sky. Se distrajo preguntándose por qué tendría el número de Omen, una extraña coincidencia y, además, una incoherencia, pues Lawrence detestaba la comida japonesa. Darle vueltas al asunto le hizo recordar su teoría, según la cual, por ser ligera, últimamente la cuisine se había vuelto muy popular y la preferida por las mujeres para el almuerzo.
Cuando volvió, más temprano que de costumbre, Lawrence estaba bullanguero. «¡Eh, esta mañana me olvidé de desearte feliz San Valentín!». El besito que le dio en los labios rebotó como una pelota de básquet. Su retraído padre la besaba con un terror parecido, como si en cualquier momento la policía pudiera salir de detrás de unos arbustos, abalanzarse sobre ellos y detenerlos por incesto.
—He pensado que podríamos llamar al Club Gascon y preguntar si alguien ha cancelado una reserva.
Cuando Irina le dijo que era obvio que no había planeado nada con antelación, Lawrence reconoció que se había olvidado de reservar.
—Una noche en el Club Gascon podría salirnos por ciento cincuenta libras —dijo Irina, sin mucho entusiasmo.
—¡Venga, que sólo se vive una vez! Pensaba que ya no eras tan agarrada.
Lawrence tenía razón. La objeción económica era insincera. Desde que vio el número del Club Gascon en la agenda del móvil, del cual, como si fuera criptonita, emanaba una extraña fuerza debilitadora, Irina sentía que el restaurante para ocasiones especiales ya no les pertenecía.
—Yo ya he descongelado el pollo —dijo.
Lawrence no insistió. De todos modos, pensar que alguien cancelaría una reserva en el Club Gascon precisamente el día de San Valentín era absurdo, a menos que en Londres otra mujer hubiera encontrado un misterioso teléfono móvil en el bolsillo de la chaqueta deportiva de su pareja. Lawrence buscó algo que hacer. Se puso a eliminar correo basura, a estudiar el programa de la tele, a quitar el polvo de la mesa del comedor, aunque, claro, ésas eran tareas de Irina. Él de costumbre volvía a casa agotado, sin ganas de hablar y con los labios apretados. Así y todo, mientras fregaba los platos le soltó a toda pastilla un monólogo sin una sola pausa sobre la torpeza de la administración Bush, que se había alejado de los posibles aliados de las Naciones Unidas en Irak, cuya invasión él deploraba a la vez que parecía esperar ansioso. Después, como de pasada, preguntó:
—¿Has llevado la chaqueta al tinte?
Irina dijo que sí.
—¡Gracias! —exclamó él—. No hace falta que pases a recogerla, ya iré yo.
—No será necesario —dijo Irina, y lo sorprendió mientras él, con disimulo, le miraba detenidamente la cara mientras dejaba correr el agua. Pero la alarma no se disparó en los ojos de Lawrence hasta que ella dijo: «¿Te importa que hoy no comamos palomitas?». Ellos siempre comían palomitas. El condimento quizá sí —las siete especias tailandesas o el American Barbecue—, pero, estuvieran del humor que estuviesen, el bol nunca había faltado a la hora de las noticias.
Irina siguió su propio consejo durante la cena, aun a sabiendas de que debía dejar de reprimirse y preguntarle por el teléfono; cuanto más la demoraba, más maligna parecía volverse la cuestión. Pero el temor es un freno poderoso, y después de recoger la mesa, le permitió incluso que pusiera el Masters.
Aunque ella misma se había convertido en fervorosa aficionada del snooker, esa última temporada Ramsey Acton había estado misteriosamente ausente del circuito, y la fascinación de Irina por el juego había disminuido. No conocía a los jugadores que se enfrentaban esa noche, y le daba igual quién ganara. Tampoco entendía por qué se habían puesto a ver ese programa. Mejor dicho, sí que lo entendía.
Sin embargo, hoy Lawrence estaba pegado a la pantalla. Cuando lo interrumpió con un comentario sobre el peinado de Paul Hunter, un punto afeminado, él no le hizo ningún caso.
—¡Irina, por favor!
—¿Por favor qué?
—¡Que por favor te calles para que pueda concentrarme en la partida!
—Hace unos años dijiste que ya estabas harto del snooker —dijo ella—. ¿Desde cuándo vuelves a interesarte tanto por una partida?
—¡No pronuncies como los ingleses! —exclamó Lawrence—. ¡Estoy hasta las narices de esa pretenciosa pronunciación británica! ¡Eres yanqui como yo, y un yanqui no dice snuuuuuuker!
Las vocales resonaron por toda la sala, e Irina no supo si sentirse herida, enfadada o pasmada. Muy seria, se levantó del sillón y apagó el televisor.
—Perdona, lamento haber usado ese tono —se retractó Lawrence—. He tenido un día de perros.
Irina siguió dándole la espalda, con las manos apoyadas en las dos esquinas del televisor.
—Yo también —dijo, en voz baja.
—¡Venga! —le gritó Lawrence desde el sofá, otra vez muy bullanguero, igual que había irrumpido en el apartamento un rato antes—. Pon la partida, anda. Te prometo que no volveré a gritarte como un gilipollas.
Irina se volvió, bloqueando así la pantalla del televisor apagado y obligándolo, como podría haber hecho años atrás, a que, una noche al menos, mirase a su mujer en lugar de las noticias o cualquier otro programa.
—Lawrence, ¿por qué nunca me has dicho que tienes teléfono móvil? Ni siquiera me has dado el número.
A Lawrence se le desencajó la cara. Eso era, pues; aun antes de que dijese una palabra, le había roto el corazón. La contorsión de esos músculos faciales reflejaba que Lawrence estaba inmerso en un proceso de toma de decisión sobre si decirle o no la verdad. Cuando por fin habló, elegir la vía de la sinceridad tampoco compensó el hecho de que la franqueza hubiera sido una elección. Pues si hubiera tomado una dirección alternativa, habría sido una muy trillada.
—Creo —dijo Lawrence— que tenemos que hablar.
Irina se desplomó en el sillón y se maldijo. Si no hubiera dicho nada, podría haber disfrutado de uno o dos días más de vida normal, aunque era más que evidente que esa vida normal en el fondo no lo era tanto. En realidad, llevaba un tiempo sin ser normal. Pero si mentirle a la pareja era un anatema, mentirse a uno mismo era una bendición.
—Quieres decir —dijo Irina, y, a decir verdad, no era justo que fuese ella la que tuviera que decirlo— que tenemos que hablar de Bethany.
—Sí —gruñó él.
Poner el nombre de esa mujer en cursiva siempre había sido un juego; era divertido pronunciarlo con ese toque de sarcasmo. Los celos habían sido un juego. Irina se había sentido celosa sólo para divertirse, y porque el juego de los celos hacía que Lawrence pareciese más atractivo. No había ido en serio. Porque Bethany —bueno, Bethany—, la zorrita, era una posibilidad demasiado OBVIA, ¿no? Pero claro, si un islamista iconoclasta piensa declararle la guerra a Occidente, no va a volar un Rotary Club de Nebraska, ¿no? Lo que hará es derribar el World Trade Center. Un monomaniaco africano nunca celebra elecciones libres y limpias, ¿no?; lo que hace es amañar la votación para declararse presidente de por vida. Eso era lo que hacía que el mundo fuese semejante pesadez, que todo fuese predecible, que las apariencias, ¡ay!, rara vez fuesen engañosas, pues cuando tu pareja trabaja con una mujer atractiva que gasta unas minifaldas de escándalo y coquetea con él descaradamente, con ésa se liará, boba, pues no quieres ver lo obvio por tu cuenta y riesgo.
Lo pesado de escenas como ésa no es sólo su banalidad, sino la obligación de solicitar toda la información que no queremos saber.
—¿Cuánto tiempo hace que salís?
Una vez más la cara de Lawrence se retorció con esa horrenda mueca que decía que estaba tomando una decisión. Podría haber dicho «sólo unas semanas» y salir bien librado, pero él sí parecía haber registrado que confesar lo principal sólo para esquivar los detalles hacía que la conversación fuese completamente vana.
—No es fácil decirlo… —contestó, para ganar tiempo.
—Ya sé que no es fácil decirlo —repuso Irina—. Pero dudo que sea difícil calcularlo.
Lawrence siguió dirigiendo la mirada hacia la izquierda del sillón de Irina.
—Cinco años —dijo—. Un poco menos, quizá.
Irina lo miró sin entender nada. Ya ni sabía quién era el hombre que tenía delante.
El silencio de los momentos que siguieron fue engañoso, pues en ese tiempo, el discreto ruido sordo que resonaba dentro de Irina fue creciendo hasta convertirse en el rugido de un tren que se aproxima, idéntico al que los curiosos que el 11-S estaban en las cercanías del World Trade Center afirman haber oído mientras corrían a ponerse a salvo cuando cayeron las torres. Irina se avergonzó de establecer esa analogía, sin duda una fatua malversación de la tragedia nacional, pero, así y todo, la sensación de implosión fue semejante. Al fin y al cabo, esa mañana de septiembre se había quedado boquiabierta y descorazonada viendo por la CNN con cuán poco esfuerzo quedaba reducido a escombros, y en unos segundos, un logro enorme de la ingeniería, un trabajo de muchos años, tributo a la devoción incansable e, incluso, al amor. En la sala de ese apartamento de Borough terminaba, destrozada con la misma facilidad, una alianza que había tardado, quizá, más tiempo aún en forjarse, y que era, también, un trabajo de amor. Si la vida es una ciudad contaminada, entonces Lawrence era una torre en la proa de la isla. Con él derribado —o con el mito de Lawrence derribado, como había comprendido Irina apenas unos minutos antes—, su línea del cielo se veía de repente arrasada, más llana. Sentada ahí, entre los escombros de su apocalipsis personal, la sensación recordaba sin duda al sabor de boca que había dejado el once de septiembre, todo es una estupidez, excepto que, incluso el once de septiembre, una cosa, una cosa que destacaba entre todas las demás, no había parecido una estupidez. Ahora también eso era una menudencia.
—¿Por qué?
Otra obligación, pero como la pregunta tenía que ver con los mecanismos internos de un perfecto desconocido, Irina no estaba segura de que le importase.
—Bueno, podría decir… —empezó Lawrence.
—Mención frente a uso —lo frenó Irina.
—No sé —dijo Lawrence, y la cara se estrelló contra sí misma.
—Deberías haberlo pensado.
Irina estaba tranquila, pero como un velero que navega en un día de calma chicha con las velas flojas.
—A veces lo pensé, sí. Otras…, nada. Yo separo las cosas. Ya sabes, yo…
—Oh, por Dios, ¿no irás ahora a decirme que compartimentas?
—¡Eh, no, ya no! —Irina no sonrió—. Supongo que no me gustaba la sensación de ser…, no sé, el empollón disciplinado de gabinete estratégico, ya sabes, un tipo íntegro, férreo… La hormiguita incansable, un buen soldado. Tenía impulsos, quería ser… malo.
—Habría sido más fácil para mí si te hubieras limitado a fumar a escondidas un par de cigarrillos —dijo Irina, con sequedad. En retrospectiva, su vergonzante secreto parecía una nimiedad desopilante y amarga.
Lawrence enarcó una ceja.
—De eso me di cuenta. El aliento…
—¡Ja! Tú sabes que fumo a escondidas dos pitillos por semana y yo aquí sin saber que tienes un lío desde hace cinco años. No me digas que no soy una imbécil.
—No, me obliga a ser cuidadoso. Yo no estaba dejando pistas, deseando que me descubrieras. Me aterrorizaba la idea de hacerte daño. Me desviví para no herirte.
—¿Y se supone que tengo que sentirme halagada? ¿Porque me has engañado bien? Porque desvivirte para no herirme sería no andar por ahí follando con otra.
Irina se había subido al legendario promontorio de la autoridad moral, pero ahí arriba el aire era delgado, el paisaje, lúgubre, y la compañía, inexistente. El terreno elevado de la moral era una estepa solitaria. Habría preferido unas tierras bajas pantanosas y revolcarse en el fango con todos los demás.
—Bueno, sí, obvio —dijo Lawrence, mirándose las manos.
No hacía falta que se sintiera más avergonzado de lo que ya estaba, e Irina lamentó haber vuelto sobre eso de desvivirse, como si los dos se confabularan contra él.
—¿Eso es todo? —preguntó Irina, con delicadeza—. ¿Estabas cansado de ser un niño del coro?
—Me sentía… encasillado. Oculto, para los demás, para mí mismo. También para ti. Sé que nada de esto parece propio de mí. Y me he devanado los sesos, créeme, le di muchas vueltas, pero llegué a la conclusión de que hacer algo que no fuese propio de mí fue parte de lo que empujó a hacerlo. Quería algo escandaloso.
—Pero lo que has hecho…, bueno, lo que estás haciendo, no es escandaloso. Es cosa de todos los días.
—No lo he sentido así —dijo él.
La afirmación llegó acompañada de imágenes, e Irina hizo una mueca de dolor.
—Supongo que quería algo que fuese mío —añadió Lawrence.
¿Lo de Rusia no fue suficiente?
—Yo era algo tuyo.
—Algo privado.
—Secreto, querrás decir.
—De acuerdo, secreto. Sin embargo, no termino de entenderlo —dijo él, extrañado—. Porque te quiero.
—¿Y qué me dices de Bethany?
La mujer se había ganado el derecho a que le quitase las cursivas.
—No sé.
—¿Le dices que la quieres?
—A veces —dijo Lawrence, con cautela—. Pero sólo… en determinadas circunstancias.
—Sí, en esas determinadas circunstancias. ¿Conmigo han sido una mierda?
—¡No, ha sido bonito!
—Un adjetivo bastante pobre para calificar los polvos que has echado con el amor de tu vida.
—Mira, no quiero refregártelo por las narices. Y eres una mujer muy atractiva, además de ser una cocinera estupenda y una artista con un talento increíble.
—No sigas —dijo Irina—. No sé por qué, pero cuanto más sigues por ese camino, más insultante parece.
—Lo cierto es que con… Bueno, es distinto.
—Es más caliente.
—Ésa sería una manera de expresarlo.
—¿Conoces otra manera de expresarlo?
—No especialmente —dijo Lawrence, desanimado.
Irina no sabía muy bien si el impulso que la movía a hacer la pregunta siguiente era comprender o hacerse daño. Tampoco estaba segura de por qué querría hacerse daño, o qué había hecho para merecer un castigo.
—¿La besas? —preguntó, con un hilo de voz.
—¿Qué clase de pregunta es ésa?
—La clase de pregunta que quiero que me contestes.
Confundido, Lawrence dijo:
—¿Y tú qué crees?
—Pues a mí no me besas.
—¡Oh, sí que te beso! —objetó él.
—Los piquitos en la mejilla no cuentan. Llevas años sin besarme de verdad. Porque la besas a ella, claro. Creo que eso me duele aún más. Podría perdonarte que te la hubieras follado mil veces. Pero no estoy segura de que pueda perdonarte que la besaras aunque sólo fuera una vez.
Irina podría haber hecho la vista gorda, podría haber vuelto a meter tranquilamente el móvil en el bolsillo de la chaqueta cuando la trajo de la tintorería. Ahora, probablemente, tenían algo que hacer, lo que tenían que hacer parecía una pérdida de tiempo. Todo era cuestión de sexo, ¿verdad? En total, sólo era una pequeña transgresión, ¿verdad? Debería haberlo sido. En serio, debería haber sido una pequeña transgresión, pero, por desgracia, el hecho de que debiera haberlo sido no significaba que lo fuese.
—Ojalá pudiera reprenderte por haber elegido a una perdedora —prosiguió Irina, pesadamente; nada de lo que iba a decir redundaría en interés suyo—. Una irresponsable, una maleducada, una idiota. Decirte que no tenéis nada en común, que tú te rodeas de personas que se preocupan por el mundo, que leen los periódicos, y que te morirás de aburrimiento con una mema que lo mejor que tiene son los deltoides trabajados en un Nautilus. Decirte que no puede ser más que un capricho descabellado que no durará ni cinco minutos. Pero ya dura cinco años, y porque nada de eso es así, ¿verdad? Bethany es inteligente. Habla seis idiomas. Tiene un doctorado. Y puesto que le va el mismo rollo que a ti, el terrorismo, doy por sentado que su carrera va viento en popa. Vosotros dos tenéis todo en común, más cosas en común, supongo, que nosotros dos. Yo he apreciado que tratases de explicarme tus investigaciones, y tú dices que te interesan mis opiniones y yo te creo, pero lo cierto es que no, no compartimos todo ese sparring intelectual y lo nuestro no es un auténtico encuentro de mentes. Yo soy ilustradora. Además, con Bethany…, miel sobre hojuelas, estás caliente. Sois uno para el otro.
Mientras tanto, Lawrence había bajado el mentón; derramaba dos discretas lágrimas, una por ella, otra por él.
—Lo siento —dijo Lawrence—. Tenía lo que más quería en el mundo y lo he echado a perder.
Lo miró un instante muy largo. Unos años antes, cuando Lawrence volvió del congreso de Sarajevo y la noche anterior ella había dicho que no a esa otra vida que él llevaba cinco años disfrutando generosamente, Irina conjeturó que el viaje hacia la verdadera intimidad era una deconstrucción, un descubrimiento gradual del otro como no-yo, de lo poco que comprendemos a nuestra pareja, una vuelta atrás en el saber. Sin embargo, por mucho que hubiese desafiado esas generalizaciones limitantes, que, según decía Lawrence ahora, lo habían encasillado y mantenido oculto —la imagen de hombre bueno, seguro de sí mismo y estricto—, de pronto veía que la única piedra angular de su carácter que ella nunca había intentado desenterrar era el Lawrence James Trainer fiel. En teoría, pues, ahora estaban más cerca que nunca, porque el proceso de desovillar el saber se había completado.
Desde fuera podría parecer raro, pero esa noche durmieron juntos. Ponerse ropa para dormir habría hecho aún más extraña una situación que ya lo era; por lo tanto, se desvistieron, aunque, claro, la sorpresa, el teddy de satén negro, ya no parecía adecuada. Irina acercó a Lawrence, el Perfecto Desconocido, a su pecho y le acarició el pelo. Según el guión, ella debía estar echando espuma por la boca. Sin embargo, era incapaz de encontrar la rabia necesaria para hacerlo, y la buscó el tiempo suficiente para concluir que no la tenía. Sintió pena por él. Un sentimiento extraño en ese momento, pero, a la larga, fortuito. Como se demostró después, sentir pena por Lawrence sería un privilegio fugaz, pues Irina tendría todo el tiempo del mundo para sentir pena por sí misma.
Cuando despertaron por la mañana, Irina se preguntó si la rabia podía estar al acecho, si se levantaría con un solo movimiento para recriminarle a Lawrence lo que le había hecho mientras él se encogía bajo las sábanas aullando como una bruja poseída. Pero no, no le recriminó todas las mentiras que le había contado ni quiso averiguar, con placer masoquista, los métodos de su estratagema. Lo que hizo fue ir medio dormida a la cocina a preparar el café. Se sentía disminuida, asustada, y derrotada. Todo ese lamentable asunto parecía cada vez más, a saber por qué, culpa suya. Puesto que Lawrence pensaba que era culpa de él, se movieron por el apartamento arrastrando los pies en actitud de disculpa mutua. Respetuosos, amables. Lawrence no quiso tostadas.
Sin pensarlo, lo acompañó hasta la acera para despedirlo cuando él se fue a trabajar. Se abrazaron. Mientras lo observaba alejarse encorvado hacia Borough High Street, Irina se dio cuenta de que, desde el momento en que ese teléfono móvil había izado la bandera roja, aún no había llorado. Así y todo, cuando Lawrence llegó al semáforo y se volvió, abatido, para despedirse otra vez con la mano, Irina recordó la sencilla secuencia de unos años antes, cuando había corrido detrás de él bajo la lluvia, en calcetines, para darle la gabardina y el sándwich de jamón, un recuerdo tierno sólo porque no era nada del otro mundo, una raro trozo de vida normal que ella había saboreado como si fuera un trozo de tarta. Por eso, cuando levantó la mano para devolverle el saludo, sólo pudo alzarla hasta la cintura; no tenía fuerzas para llevarla hasta el pecho. Los dedos le temblaban y, bajo la lluvia, los rasgos de la cara se le corrían como tinta. Esa mañana no llovía, pero debería haber llovido. Porque Lawrence nunca volvió.
Irina subió al metro y encontró un asiento de puro milagro. Eran apenas las seis y media de la tarde, y para una cita a las ocho había salido bastante pronto, aunque, por supuesto, la Northern Line, como una liposucción, siempre encontraba una manera u otra de aspirar de la agenda el tiempo sobrante. Y así fue. Entre las estaciones de London Tower y Monument el tren traqueteó y se detuvo, y a los pasajeros, inmóviles, el incidente no les asombró más que ver que el sol se ponía un día más.
La naturaleza de esa salida podía considerarse precipitada, aunque es posible que la gente que no tiene nada que perder haya perdido, junto con todo lo demás, la capacidad de ser imprudente. Cierto, podría haber esperado a descansar bien por la noche, pero no había manera de saber cuándo sería eso, y la irracionalidad misma de su urgencia ayudó a ponerla en movimiento.
La noche anterior se limitó a repetir el proceso habitual porque no había sabido qué otra cosa hacer consigo misma. Había preparado la cena. Llegó, y pasó, la hora en que Lawrence acostumbraba a volver del trabajo. A las nueve volvió a poner en la nevera las pechugas de pollo, rellenas de requesón y panceta de jabalí. Miró el contestador por si Lawrence había llamado mientras ella bajaba la basura. Por último pensó en comprobar el correo electrónico. En efecto, le había escrito desde el despacho. El mensaje era breve: «No sé cómo decir que lo lamento de una manera que pueda cambiar las cosas. Tienes todo el derecho del mundo a estar cabreada. Sospecho que no volveré a casa. Puede que los dos necesitemos un tiempo para reflexionar». Considerando en el apartamento de quién se habría refugiado, Irina imaginó que no estaría reflexionando mucho.
Se sentó en el sillón color óxido. No bebió. No comió. No puso a Shawn Colvin. Se sentó.
Se pasó la noche buscando la furia como una loca. Lawrence llevaba cinco años follándose como un loco a su descarada colega sabelotodo, y, en efecto, ella tenía todo el derecho del mundo a estar «cabreada». La rabia protege; mantiene a raya las emociones más oscuras. Sin embargo, el desánimo y la desesperación siempre penetraban en cualquier débil mata de ira, como intrusos calzados con Doc Martens que pisotean una estrecha hilera de zarzamoras en una casa que han encontrado abierta.
En un delgado y solitario pabilo sí parpadeaba una llama de furia, e Irina la miró como fascinada por una velita encendida en una tarta.
El cumpleaños número cuarenta y siete de Ramsey. Aquel Getsemaní por encima de la mesa de snooker. Irina había dicho no, ¿verdad? Había girado la cara y corrido al lavabo, donde se miró de arriba abajo en el espejo. Entonces, ¿por qué Lawrence no había hecho lo mismo? ¿Por qué no pudo enfrentarse a la misma bifurcación del camino, ver el daño que había a la izquierda y elegir sin vacilar la derecha? Y ahora resulta que se había engañado a sí misma. La electricidad que había sentido aquella noche con Ramsey y reencontrado, en breves espasmos que le hicieron temblar la mandíbula, en Bournemouth y en el Pierre Hotel de Nueva York, se había parecido a meter dos dedos en un enchufe. Pero ella se había sacrificado. ¿Y para qué?
Debió de dormir un par de horas hacia el amanecer. Se despertó en el sillón, sobresaltada; parecía no haber tiempo que perder. ¿Habrían esperado esos dos para darse tiempo y pensar? Además, Jude era de las que querrían una superproducción, incluso la segunda vez, y eso significaba muchos meses de planificación. Es posible que aún no fuese demasiado tarde. Mientras desenterraba el número, Irina se movía con la prisa nerviosa de Dustin Hoffman al final de El graduado. Sólo después de marcar cayó en la cuenta de que esa semana Ramsey podría estar jugando el Masters y necesitaría dormir.
—Soy Irina —dijo. Añadir, a modo de aclaración, «Irina McGovern», fue una manera de reconocer que, en realidad, casi no se conocían. Se dio cuenta también de que se arriesgaba a que la tomase por loca de remate, pero entre las muchas cosas que ya no le importaban, una era, precisamente, parecer una loca de remate—. ¿Te has casado?
Silencio; lo había despertado.
—Vaya, ahora que lo dices… Por lo visto no lo conseguí.
Inundada por un repentino alivio, Irina tuvo que sentarse.
—Me gustaría verte. —Ramsey dijo: «Bueno, espera que mire la agenda», pero ella se le adelantó—. ¿Qué tal te va esta noche?
Cuando Ramsey le propuso un lugar que a él le convenía —Best of India, en Roman Road—, Irina se sintió decepcionada. Cualquier restaurante que «por fin», como señaló Ramsey, tuviera licencia para servir bebidas alcohólicas era de mala muerte. Ella había esperado una repetición de Omen, poder volver a su propia bifurcación y girar a la izquierda. Y se le cayó el alma a los pies cuando Ramsey, encima, sugirió que se encontrasen en el restaurante; ya no era la Irina que se merecía que fuera a recogerla en el Jaguar. «Iría a buscarte», añadió él, «pero me deshice del coche». Irina se quedó de una pieza. ¿Había vendido ese clásico de 1965? Puesto que el XKE era parte de su paisaje privado, Ramsey podría haber preguntado. Al fin y al cabo, cuando un árbol se abre a ambos lados de la línea divisoria de una propiedad, se pide permiso al vecino antes de tirarlo.
Bueno, ella no pensaba coger el Ford Capri, que a esas alturas era poco más que un problema de aparcamiento que ya duraba cuatro años, y que en su momento sólo fue un gesto para sobornarla. En fin, que ahí estaba, sentada en un vagón de la Northern Line, viajando por debajo del río con la misma falda azul marino que se había puesto para cenar en Omen y maldiciéndose por haber tirado a la basura la blusa con el roto en el cuello.
Era febrero, no verano, y cuando salió de Central Line en la estación de Mile End, soplaba un viento cortante. Aquel delicioso julio de 1997 el cielo había brillado con luz tenue hasta las diez; ahora, poco antes de las ocho, llevaba tres horas oscuro como boca de lobo. Aquel mágico cumpleaños —la torre Oxo a la izquierda, el puente de la Torre a la derecha y, al frente, la cúpula de la catedral de San Pablo reflejando toda la luz—, la vista del Támesis por la ventanilla abierta del Jaguar se había extendido como una postal que le recordó la suerte de vivir en una de las ciudades más espectaculares del mundo. Sin embargo, la zona que rodeaba la estación de metro de Mile End era asquerosa, repleta de tugurios malolientes donde vendían pollo frito, mal iluminada y algo amenazadora. El tráfico era denso; las señales para peatones, cortas; conductores agresivos cruzaban a toda velocidad los pasos cebra a apenas unos centímetros de los zapatos. Tras subir dos manzanas desde Grove Road, y a pesar de llevar guantes, ya tenía las manos frías como un cadáver.
En el restaurante había mucha corriente; las colgaduras de la decoración navideña aún seguían festoneando la cornisa. Aunque Irina llegó unos minutos tarde, a Ramsey, casi siempre tan puntual, no se lo veía por ninguna parte. Se sentó, golpeándose las manos para calentárselas, y pidió una copa de tinto de la casa; tras haber dormido tan poco, sin duda se le subiría directo a la cabeza. Y eso era lo que había ocurrido cuando, la copa casi vacía, oyó el tintineo de la puerta y vio entrar a Ramsey. Eran las ocho y media.
A Irina la sorprendió inmediatamente verlo sin color, casi amarillo, y con muy poco pelo. Algunos hombres lo pierden de golpe, supuso, pero aún más la asombró que hubiera aumentado de peso. Oh, no, no tenía barriga, pero tenía la cara hinchada y difusa. A menos que la luz le jugara una broma en los pliegues de la camisa, le habían salido esos pequeños pechos de los que tienen tendencia a excederse. ¿Demasiada bebida? Una vez famoso por la elegancia rápida y fluida con que preparaba un break, ahora Ramsey caminaba con un débil crujido senil; seguía siendo grácil, pero dolorosamente lento.
—Siento llegar tarde —se disculpó al darle un beso en la mejilla; tenía los labios agrietados, y un desagradable aliento dulzón—. Tenía una cita, por eso me he retrasado.
El vino hizo más fácil ir al grano.
—Por teléfono dijiste que no te habías casado. O que todavía no, vaya. ¿Sigues adelante con el plan?
—No —dijo él—. Jude se lo pensó a conciencia. Lo que tendría que afrontar. Le reconozco el mérito de saber cuáles son sus límites. Y prefiero que diera marcha atrás cuando lo hizo en lugar de llegar a mitad de camino y después decidir que no podía aguantar.
—Vaya, dicho así, casarse contigo parece un calvario. —Irina sonrió para pincharlo—. ¿De verdad es tan terrible?
—Eh, no te equivoques.
La respuesta de Ramsey, también un punto burlona, sonó en tono menor.
—Bueno, lamento que no haya funcionado. —Irina apuró las pocas gotas que quedaban en la copa de vino rancio—. En realidad, retiro lo dicho. No lo lamento en absoluto.
Dejó la copa en la mesa, con fuerza, como si fuese un guante, y lo miró a los ojos.
Los iris azul grisáceos de Ramsey estaban empañados; la mirada, distante. En su lejanía se lo veía muy sabio, pero de una manera que hacía que la sabiduría no pareciese muy agradable. Una persona sabia, por ejemplo, no piensa que tiene que recoger un guante cualquiera simplemente porque alguien lo ha tirado sobre la mesa, y Ramsey no dijo nada. Con timidez, Irina estudió la exigua carta de vinos. Ramsey dejó que tomara la iniciativa. Ella pidió un merlot.
—Bueno, ¿qué tal está el Hombre del Anorak?
—No sabría decírtelo. Lawrence se fue a trabajar ayer por la mañana y no ha vuelto a casa.
—¡Ése no parece Lawrence!
La energía de la exclamación pareció costarle, y se desinfló.
—Sí, en fin. Últimamente Lawrence parece interesado en salirse del personaje.
—¿Estás preocupada, cielo? ¿Has llamado a la policía?
—No tendría sentido informar a Personas Desaparecidas. Creo tener una idea bastante acertada de dónde está.
El camarero descorchó el vino con un ademán pomposo y ridículo para una botella que probablemente se podía comprar por tres libras en High Street, e Irina perdió el apetito por andarse con remilgos.
—Anteanoche me confesó que hace casi cinco años que tiene un lío con una colega. Ha desaparecido del mapa porque siente vergüenza de sí mismo. Y puede también que porque esté más enamorado de ella de lo que admite estar. O caliente, y sospecho que no es fácil distinguir una cosa de la otra.
—Lo siento mucho, cariño —dijo Ramsey, y, a diferencia de la pena que Irina sentía por él (no había tardado nada en retirar lo dicho), la de Ramsey sí sonaba auténtica y profunda—. Debe de ser durísimo para ti.
Sí, era duro. Aunque Irina se había propuesto ese encuentro con una determinación feroz e histérica, la imagen de Lawrence en la esquina de Borough High Street, diciéndole adiós con la mano, quizá por última vez, empezaba a inmiscuirse en ese interludio como una tortura. Debajo de la cara hinchada, Irina aún podía distinguir las líneas marcadas y los contornos del rostro que ella una vez se había muerto de ganas de besar. Pero esa noche Ramsey llevaba mal abrochada la camisa de algodón, que, además, se veía muy arrugada, y había olvidado ponerse cinturón. En lugar de llegar luciendo la seductora chaqueta de cuero negra, había entrado enfundado en un descolorido anorak azul. ¡Por Dios! Incapaz de enchufarse al alto voltaje que los había hecho vibrar en Omen, Irina tenía la agobiante sensación de estar avanzando a tientas, como si en la oscuridad, sin ver nada, quisiera meter en una toma las tres gruesas patas doradas de un enchufe británico y chocara contra una tapa protectora.
La perspectiva de comer no la atraía mucho, pero agradeció el ritual de pedir la cena. En un acto reflejo, pidió un pollo vindaloo, él, tikka; no en su mejor momento diplomático, masculló algo sobre que en realidad el tikka no era indio, sino un invento británico, y de lo más desabrido.
—Sólo comeré lo que pueda soportar. No me gusta torturarme.
—¿No te gustan los chiles? —dijo ella, asombrada, y sin pensárselo, le soltó—: Como pareja, tú y yo seríamos totalmente incompatibles.
—¿Tú crees? —dijo él, con una ligereza que a Irina le dio esperanzas.
Llegó la comida, con toda su irrelevancia. Ramsey apenas tocaba el vino; puede que se hubiera dado cuenta de que ya iba siendo hora de beber menos. Mientras tanto, con todos los clientes que entraban y salían, el sistema de calefacción del restaurante no daba abasto, e Irina juntó las manos para masajeárselas; el gesto debió de hacerla parecer aún más ansiosa de lo que estaba. Se miraron por encima de las ollitas humeantes, y los dos parecieron darse cuenta, en el mismo momento, de que por primera vez desde que se habían conocido, estaban libres.
—¿Tus manos…? —preguntó él.
Irina farfulló primero algo incoherente sobre un «trastorno», pero al final se las arregló para explicarle que las tenía frías. Ramsey apartó los platos y estiró las manos por encima de la mesa; después, deslizó muy despacio sus dedos largos, secos y puntiagudos desde la punta de los dedos de Irina hasta las palmas y se las envolvió rodeándoselas por debajo de los pulgares. Y fue entonces cuando ocurrió: las tres patitas del enchufe dejaron de chocar contra la tapa de plástico, entraron limpiamente y conectaron con la red eléctrica.
—Actúas por despecho, cielo —susurró Ramsey, que no dejaba de acariciarle las manos, de masajeárselas, de pasarle los dedos por la vulnerable parte inferior de las muñecas. Si la coreografía espontánea e imaginativa de las manos fuese un indicador, podrían formar una pareja encantadora en una pista de baile—. O, después de un día, diría más bien que «de rebote».
—No ha sido sólo un día —dijo Irina, que ya tenía las manos más calientes, entrando suavemente en valles y deslizándose por debajo de salientes como dos rayas gemelas en el fondo del océano—. ¿Te acuerdas de aquella noche en que fuimos a Omen a celebrar tu cumpleaños y después fuimos a tu casa? Hubo un momento, por encima de la mesa de snooker, mientras me enseñabas a apoyar el taco… Nunca he estado segura de si tú te diste cuenta o no. Me moría de ganas de besarte, pero quería ser buena. No quería hacerle daño a Lawrence ni arruinarme la vida. Me contuve y me fui corriendo al lavabo. Ahora, cuando recuerdo ese momento, creo que cometí un error.
Los dedos de Ramsey dejaron de rodearle los nudillos, y se detuvieron, circunspectos. Cuando Irina intentó pasarle las manos por los venosos metacarpos, él los clavó a la mesa; las rayas habían caído en una trampa para langostas. Ya iba siendo hora de que Ramsey dijera algo.
—Si de verdad lo de Jude se ha terminado —prosiguió Irina, rompiendo el silencio, como el Coyote del Correcaminos aullando al aire desde un acantilado. Por regla general, los personajes de los dibujos animados sólo caen cuando miran hacia abajo; por eso Irina no miró—, me gustaría ir a tu casa contigo.
Tras apretarle ligeramente las manos una última vez, Ramsey retiró las suyas.
Irina creyó que iba a gritar. La corriente se interrumpió con una brusquedad tal, que el pobre restaurante debería haber quedado a oscuras. El apagón desencadenó en el estómago la misma implosión que la confesión de Lawrence, y ella no podía asimilar dos ataques terroristas en dos días.
—No sabrías qué hacer conmigo —dijo Ramsey, arrastrando las palabras—. Eres una mujer muy guapa. Puedes conseguir algo mejor.
—Vaya, ¿no crees que soy yo la que tiene que tomar esa decisión?
—No —dijo Ramsey, con firmeza—. Nunca he conocido a una sola mujer que sepa lo que le conviene.
Irina bajó la vista y miró el vindaloo, que ya era una capa de grasa congelada.
—Sólo fueron imaginaciones mías, ¿no? Creía que era recíproco. Creía que tú también quisiste besarme.
Para salvar el orgullo de Irina, Ramsey debería haber suplicado que lo dejara discrepar, aunque tuviese que mentir.
—¿En la mesa de snooker hace ya no sé cuántos años? Pues no cometiste ningún error. Pero yo sí, ¿verdad? Tendría que haber pagado la cuenta en Omen y haberte llevado a casa.
—Al contrario —dijo Irina—. Esa noche fue uno de los mejores momentos de mi vida.
—Mira, cielo —dijo Ramsey, que parecía dolorido, y de pronto Irina se sintió mal por haber malinterpretado tan groseramente la situación y haberle hecho pasar semejante bochorno. Demasiadas pocas horas de sueño, y demasiada angustia, le habían confundido el juicio—. Estás mejor con el Hombre del Anorak, eso es evidente.
—Sí, muy bien —dijo Irina, derrotada—. Excepto que el Hombre del Anorak no parece pensar que está mejor conmigo.
—Mi consejo, si es que vale algo, es que arregléis las cosas. Me pasé años viendo que estabais muy bien los dos juntos. Sé que lo que acabas de descubrir es difícil de encajar, porque cuando me trataba con tu chico siempre me pareció un tío tope responsable. Él puede ayudarte con tu trabajo, y ya sabes que yo no conozco a un solo editor de libros para niños ni por fotos. Te ha cuidado, cielo, y es inteligente, muchísimo más inteligente que yo. Siempre hace unos chistes políticos muy agudos que nunca capto. Y tampoco es feo. Siempre me ha tratado muy correctamente también, seguía todas las estadísticas, mis centurias y esas cosas. Por lo que he podido ver, te quiere más que a nadie en el mundo, aunque no siempre sea muy brillante a la hora de demostrarlo.
—No, al parecer no lo ha sido en los cinco últimos años —dijo Irina, cansada—. Sí, Ramsey, todo muy tierno, me empujas a que vuelva con Lawrence en un noble acto de sacrificio. Pero, la verdad, preferiría que aceptaras el cumplido. —Puesto que ya se había humillado, le daba igual decírselo todo—. Creo que podría enamorarme de ti. Y creo que la noche de tu cumpleaños casi me enamoré. Aunque a ti no te interese, es bonito, ¿no? A mí al menos me gustaría que te sintieras halagado.
Ramsey se tomó su tiempo; sacó un pitillo y lo encendió.
—Es muy bonito, sí —dijo, seco como su tez—. Me halagas. Pero yo soy un desastre, cielo. Sexy como una salchicha hervida encima de un plato de puré frío.
—No sé de qué me hablas.
—Yo sí —dijo él en voz baja, echando humo—. Yo sí lo sé.
—Pareces tener una idea tan alta de Lawrence —dijo ella, intentando que no se le notara que le temblaba la voz. Había colocado a Ramsey en una situación tan incómoda e insostenible, que, sinceramente, llorar era inútil—. Y es posible que en realidad no te conozca bien, pero sí sé una cosa: tú nunca me habrías engañado como Lawrence. Nunca me habrías abandonado.
—¿Eso crees? —dijo él con escepticismo, sacudiendo la ceniza encima del pollo tikka—. Apuesto a que hace tres días habrías dicho lo mismo del Hombre del Anorak.
—Tal vez —repuso Irina, molesta.
—Además, tesoro —añadió Ramsey en voz baja, tocándole la frente—, hay distintas clases de traición. Y toda clase de abandonos.
El camarero se acercó a preguntar si había algún problema con la comida; como contestaron que no tenían apetito, el hombre recogió los platos y les trajo la cuenta. Aunque normalmente Ramsey la habría pagado en el acto, quedó en la mesa sin que nadie la tocara.
—Espera, déjame que te invite —dijo Irina, cogiendo la cuenta—. Me has invitado tantas veces.
—Esta vez acepto —dijo él, avergonzado.
La tensión se aflojó. Ya no tenía importancia que Irina se hubiera puesto en ridículo; ahora pudieron beberse el vino despacio y ponerse mutuamente al día, como los viejos amigos que al parecer seguirían siendo. Ella le gorreó un Gauloises.
—Esta mañana, después de llamarte, se me ocurrió que esta semana podías estar jugando el Masters —dijo Irina—. Pero esta temporada no te he visto ni una sola vez en la BBC. ¿Me he perdido algo?
—Sí, que me he retirado. Fue idea de Jude, pero me di cuenta de que era lo más sensato. Retirarme con el broche de oro, desaparecer muy ufano en el ocaso con ese trofeo del Crucible. Ella creía que podía reciclarme como comentarista o vender algún producto por televisión. No puedo decir que estos últimos tiempos tenga energía para…, pero la pasta no me vendría mal. La verdad es que estoy un poco pelado.
—¿Tú? ¿Problemas de dinero?
Ramsey suspiró.
—Yo no he administrado bien mis recursos, como suele decirse. Jude…, bueno, ya sabes, no se priva de nada, y por alguna razón los cincuenta mil dólares que ganó en Nueva York nunca aparecieron. Y con esos viajes por todo lo alto a España y otras cosas por el estilo, mis ganancias del Crucible ya se han quemado como hojas de otoño a finales de año.
»De todas formas, es extraño —prosiguió Ramsey, como pensando en voz alta—. Esa manera en que la cabeza vuelve y vuelve a algún momento decisivo, como ese momento tuyo allá en el sótano, junto a la mesa de snooker. Yo de vez en cuando apostaba en las partidas que jugaba. Esto me faltó —dijo, le enseñó el pulgar y el índice separados menos de un centímetro— para apostar mis últimas cien mil libras en aquella final de 2001. Pero entonces Jude y yo volvimos a enrollarnos y esa mujer…, ya sabes lo que piensa del snooker. Creo que me lavó el cerebro. Yo, sencillamente, no confié en mí, no creí que iba a ganar. Llegué a coger el teléfono pero no llamé. ¡Por Dios! Con las apuestas ocho a uno, habría barrido. Si me hubiera embolsado las ochocientas mil, esta noche podría haberte invitado al local más pijo de Londres.
Caminaron callados hasta el final de Roman Road, donde Irina tenía que girar a la izquierda para coger el metro. Qué deprimente; la noche era aún tan joven que ella no tenía que preocuparse por si perdía el último metro.
Poniendo una mano en cada uno de los hombros de Irina, Ramsey la hizo girar hasta que la luz naranja del semáforo le iluminó la cara.
—Irina, aquella noche, el día de mi cumpleaños, no…, no sólo tú lo pensaste. Pero lo importante es calcular bien el momento.
Es tarde. Pasan de las ocho de la noche, de las nueve incluso. Como ya no tiene que recibir al guerrero que regresa al hogar, sin la obligación de todas las noches de servirle palomitas recién hechas, filetes de cerdo, brócoli con salsa de naranja, tampoco tiene que acortar los paseos. Esas caminatas demenciales se han ido haciendo cada vez más largas en los últimos dos meses; por Green Park, por Saint James Park, Hyde Park e incluso hasta Regent’s. Hoy, por ejemplo, ha ido hasta Hampstead Heath. Ha andado sin parar cinco horas y volverá cansada a Borough. La idea es agotarse. En las primeras semanas, deambular por la ciudad, sobria y en estado de estupor, sólo había sido una manera de mantenerse alejada del mueblebar, del vino, del paquete de cigarrillos que ya no tiene que esconder.
Se ha puesto el jersey azul descolorido de cuello alto. Una leve sombra dorada aún persigue al pecho izquierdo. Se niega a tirarlo con la ropa vieja. Diez minutos había frotado Lawrence la mancha de curry con un quitamanchas. A mano. Irina tiene todos los motivos para amargarse con recuerdos como ése. Pero ¿quién podría recriminarle algo a una pareja, ex o no, que se mata para rescatar un top hecho jirones simplemente porque a él le gusta o le gusta porque la quiere a ella? La quiso, una vez. En cuanto al bonito pañuelo rojo que lleva al cuello, es un regalo que Lawrence le trajo de Indonesia, al volver de un congreso en Yakarta. Sí, sin duda, Lawrence había hecho ese viajecito pagado con ella, pero Irina no puede hacerlo jirones en un ataque de rabia. Al contrario, ese tesoro oculto, ése y todos los demás regalos que llenan el apartamento, se han vuelto más preciados.
Mientras recorre, cansada ya, la última etapa a lo largo del Támesis, en la orilla sur, al otro lado del río, brillan los carteles que anuncian obras de Shakespeare y Pinter para las que Lawrence nunca tenía ni buscaba tiempo. Libre ahora de un adicto al trabajo, podría ir a ver todo el teatro que quisiera. Pero no quiere. Al subir la cuesta del puente de Blackfriars siente en las rodillas el esfuerzo de haber caminado hasta el Heath. Bueno, es que hoy ha caminado veinticinco kilómetros, si no treinta.
Una pérdida de tiempo. Debería estar empezando las nuevas ilustraciones. El éxito comercial de Iván ha aumentado la presión para producir —¿y acaso no es ése el camino?—. Hasta no hace mucho, nadie daba un penique por el próximo libro para niños de Irina McGovern, y ella habría dado su brazo derecho para estar en el lugar que ocupa hoy. Ahora que tiene un público, desea que desaparezca. Si la humillación que le infligió Ramsey puede servir de guía, ese gracias, pero no, cuando en febrero se arrojó a los brazos del pobre hombre, debe de haber alguna ley del universo que diga: «Muy bien, puedes tener lo que quieres, pero no mientras sigas queriéndolo». Si la situación fuese la diametralmente opuesta, Lawrence se refugiaría en el trabajo, ese trabajo árido, frío, aburrido incluso. Pero ella es incapaz de enfrascarse en un dibujo con el mismo espíritu y no pensar en nada más. Hasta las ilustraciones más oscuras y truculentas necesitan de una vitalidad que ella no consigue despertar.
Al acercarse al apartamento, se detiene a observar el tosco barrio posindustrial con sus vestigios victorianos de ladrillo rojo. Intenta recuperar la antigua sensación de propietaria satisfecha, de haberse adueñado de un mundo feliz lejos de Brighton Beach, donde su madre la hacía sentirse patosa y fea. Pero sólo consigue volver a sentirse extranjera y se pregunta qué hace ahí. Fue el trabajo de Lawrence en Blue Sky lo que los trajo a Inglaterra. Ahora, más que saborear las coloridas expresiones locales, ve Gran Bretaña como cualquier otro país con muchos años de historia, un lugar al que no pertenece. En cualquier caso, la ciudad está inundada de norteamericanos y, últimamente, de nuevos ricos rusos que vienen en viajes organizados y hablan un complicado argot postsoviético que ella no puede descifrar. No se siente especial. Peor aún, se siente abandonada, como si hubiera bajado del avión durante una escala sólo para que después despegase sin ella. Volver a los Estados Unidos podría mantener a raya la confusa sensación de casi todas las noches, un dolor inmenso por volver a casa cuando en realidad ya está allí.
En la puerta del apartamento, se hace un lío con las llaves. El automático de la escalera no funciona. Irina lleva unos días sin ocuparse de nada; nunca se acuerda de llamar al administrador en horas de oficina. El apartamento está demasiado oscuro. Últimamente no descorre las cortinas ni de día. Busca a tientas el interruptor. El silencio es mortal. Aunque parezca una ironía, había participado con los vecinos en una campaña para que cerraran Trinity Street en el medio con vistas a no dejar pasar el tráfico. Es un atajo que desemboca en una carretera importante en dirección sur, y en horas punta el tráfico había ahogado la estrecha e histórica calle. Se pasó años gritando desde esas ventanas a los conductores, siempre ruidosos y groseros. El Ayuntamiento de Southwark intervino pocos días después de que Lawrence se marchara. Ahora que tiene lo que deseaba, el silencio de la calle le resulta opresivo. Echa de menos el ruido de los motores y los irritantes bocinazos, que podrían transmitirle una sensación tranquilizadora de bullicio humano.
Para sorpresa de la Irina que ya no es, enciende la televisión. Tras pasarse años enteros luchando con Lawrence por la tele siempre encendida, ahora también ella la tiene haciendo ruido toda la noche. La televisión es un encomiable sustituto del tráfico y, claro, no va a jugar al Scrabble sola.
La BBC2 anuncia la transmisión inminente del Campeonato del Mundo de snooker, que se juega en Sheffield. Se apresura a cambiar de canal. No quiere torturarse. Y no sólo porque Ramsey se haya retirado.
La llamó poco después de haberse encontrado con el pobre en Best of India, la noche de su fallida proposición, para asegurarse de que estaba bien. Irina, con torpeza, sugirió que tal vez podrían ser amigos. Los adultos no suelen ofrecer la amistad de una manera tan directa, y ella se había parecido al pobre Iván del libro que no había ganado el premio. Ramsey se limitó a decir «ejem» y «ah». Al final debió de asustarle la idea de herir los sentimientos de Irina y se lo contó todo.
Irina se disculpó por no haberse dado cuenta en el restaurante; estaba demasiado ensimismada, demasiado pendiente de su propia devastación. Ahora que ya ha ido varias veces a Hackney, siente que la enfermedad de Ramsey los convierte a los dos en convalecientes, siempre y cuando se permita creer que Ramsey está mejorando. Algunas tardes se cruza con famosos del snooker que van a visitarlo. Stephen Hendry y, más sorprendente aún, Ronnie O’Sullivan, son especialmente atentos con él, e Irina se avergüenza de haber despreciado alguna vez a Hendry por aburrido y a O’Sullivan por zafio. En persona, Hendry tiene un travieso sentido del humor, y O’Sullivan, corazón. De vez en cuando le lleva un pastel de carne picada con puré de patatas o un budín de arroz, pero duda que Ramsey los pruebe. No hay entre ellos la confianza necesaria —todavía no, en cualquier caso— para poder ayudarlo con lo que él de verdad necesita: lavarlo con la esponja, ponerle la cuña. Durante el día tiene una enfermera de la Seguridad Social, por supuesto, una irlandesa de edad mediana y terriblemente posesiva, que, huelga decirlo, es fan del snooker y hace lo posible para que las visitas se vayan pronto. Arriba, en el dormitorio, Irina lo provoca diciéndole que la enfermera está loca por él. Frágil y prodigiosamente envejecido, a Ramsey el chiste le parece mucho más gracioso de lo que ella pretende. Pese a lo triste de la situación, la alivia haber encontrado a alguien a quien cuidar. Cuando Ramsey le insiste en que no se quede ahí con él y viva su vida, ella le asegura que es él quien está haciéndole un favor. Y lo dice en serio.
Por suerte, la electricidad nunca volvió; ni siquiera las patitas del enchufe chocan ya contra la toma. Lo importante es calcular bien el momento.
Irina ha decidido comer platos sanos, con verduras. Sin embargo, cuando consigue picotear unas galletas con queso, no se decide a cocer el brócoli al vapor. (Con esa locura de las caminatas kilométricas, está perdiendo peso. Pero, si ha de ser sincera, compensa con alcohol muchas calorías perdidas). Mientras se inclina sobre la tabla de picar para recoger las migas, pasea la vista por las hileras de botecitos de especias: bayas de enebro, tomillo silvestre, semillas de cebolla. Ahora que no tiene a quién cocinarle, las especias se pasarán. Los aceites con condimentos exóticos se pasarán, y también las berenjenas encurtidas, el satay tailandés.
Quizá pronto llegue un tiempo en que tenga que deshacerse de todas esas porquerías, porque el apartamento es demasiado grande y caro para un solo inquilino. Dos meses seguidos, el 1 de abril, el alquiler se descontó discretamente de la cuenta corriente de Lawrence. Irina no puede permitir que él siga pagando sus gastos si ya no vive allí. Hace semanas que Lawrence debería haber cancelado todos los recibos domiciliados. La licencia del televisor, los impuestos municipales. Sin mucho entusiasmo, decide que le devolverá el dinero. Sin embargo, una ansiedad que la atormenta en su repentina soledad es el dinero. Es muy posible que sólo sea un temor infantil. Tiene bien guardados más de cien de los grandes, y son suyos. Pero ningún colchoncito podría ser lo bastante grande para hacerla sentirse segura como se sintió en los últimos quince años, y eso que, por lo general, no tenían nada en el banco. Pero ella tenía a su lado un hombre fuerte, capaz, ingenioso. Era su protector.
Tras mucho equivocarse ha aprendido que la seguridad no existe. Que nunca existió. Por lo tanto, lo que echa de menos es la ilusión de seguridad, nada más. Compungida, evoca algo que desde hace mucho tiempo es su piedra de toque, la apoteosis del refugio, aquella tienda de campaña y su lucha contra los elementos en Talbot Park cuando ella tenía catorce años. Al final sólo fue una señal de falsa seguridad, de los peligros que conlleva permitirnos imaginar que nunca nos pasará nada. Porque debería haber sellado las junturas. A las tres de la mañana, las gotas que resbalaban por las costuras ya entraban a chorritos. El agua que había entrado corría amenazante desde los pies de los sacos de dormir hacia el cuello, y las niñas empezaron a tener frío. Temblando y empapadas, recorrieron el sendero enfangado hasta una cabina de teléfono que había delante de la oficina, que estaba cerrada. Pero ahora, aquí en Londres, no tiene a quién llamar, aquí no está la madre de Sarah para ir a buscarla y llevarla de vuelta a casa.
Descorcha un Montepulciano. Se bajará la botella sirviéndose copitas, para engañarse. Gracias a Dios ya no queda vodka. Se ha prohibido comprar otra botella. Se deja caer en el sillón color óxido. Después de más de dos meses, aún sigue sin probar el sofá verde. Enciende un cigarrillo, el tercero del día, uno de los dudosos privilegios de la soledad. Ahora es libre para matarse poco a poco sin que nadie la acose. Pero echa de menos los reproches de Lawrence. La voz que resuena en su cabeza es más débil, y sólo susurra que dejará de fumar «pronto» o «el mes que viene». Las primeras semanas llegó al paquete diario. No le importaba. Ha conseguido reducirlo a la mitad. Así y todo, la alfombra ha empezado a despedir el tufo delator de la guarida de una fumadora. Una fumadora de verdad.
Unas caladas contemplativas. Se está bien ahí. Pero lo que la desespera es haber tenido que ocuparse de toda la decoración ella sola, lo cual la deja rodeada únicamente de sus propias compras, de sus propios gustos. Lawrence vivía tan cómodo en ese apartamento. Más que sentirse atormentada por montones de recuerdos, lo que desea es que hubiese dejado más cosas. El vaso del café… Hasta eso le compró. La ropa seguía guardada donde la había dejado. Tendría que abrir cajones y armarios para ir a buscar su propia tristeza. Dejó un poco de ropa sucia, pero ella la lavó y dobló con cariño hace semanas y ahora, si acerca esas camisas de franela a la cara, sólo huelen a Persil.
Lo que sí encontró la semana pasada, por casualidad, fue la maquinilla para cortar el pelo, y recordó la única vez que se lo cortó. Cortarle el pelo a un hombre tiene algo sensual, íntimo, animal, como cuando un chimpancé quita los abrojos del pelaje de su pareja. Irina se entusiasmó tanto con la idea, que Lawrence terminó impacientándose. Al final le cortó demasiado por delante y él anunció, en tono perentorio, que volvería al barbero argelino de Long Lane. Por tanto, la maquinilla era el emblema de un experimento fallido y de una tarde en la que él no había sido amable. De ahí que no tuviera mucho sentido haberla encendido, haber cogido el mango vibrante —a ella la excitó como si fuera un aparatito sexual—, pero al parecer hasta los malos recuerdos pueden ponernos nostálgicos. Tampoco había tenido mucho sentido inclinar la cabeza sobre el pequeño escritorio de roble. Aquella mañana, cuando se marchó, Lawrence se había llevado el ordenador; sabía que no volvería. Con la frente apoyada en la madera, igual que los musulmanes cuando al rezar tocan el suelo con la frente, Irina había acariciado el escritorio como si fuera un perro. Pero bueno, era muy tarde, y eso fue antes de que se le terminara el vodka.
Aunque sabe que debería estar furiosa, lo único que conseguiría si se indignara sería agotarse más de lo que ya está. Además, ni por un momento cree que Lawrence se deleitara engañándola. Es muy posible que sintiera asco de sí mismo, pero, al hacerlo, también se había interesado —en él mismo— y probablemente la fascinación fue mucho más su perdición que su placer. Por otra parte, la sensación de que ella misma es cómplice de su destino no ha hecho más que aumentar. Sí, de acuerdo, algunas noches se había esforzado por cambiar el programa en la cama. Había hecho un par de intentos para que él le hiciera el amor mirándola a los ojos. Le había preguntado por sus fantasías. Pero no se había esforzado demasiado. Había tenido miedo, pero ¿de qué? Había sido perezosa. Y esa puta de Blue Sky fue más rápida que ella. Si no hubiera sido Bethany Anders, habría sido otra secretaria igual de zorra y menos inteligente. Porque hete aquí que a Lawrence no le gustaba follar mirando la pared más que con ella. Hete aquí que también él había echado en falta los besos. Ir detrás de Bethany lo hacía parecer menos virtuoso, pero más ambicioso.
Esfumarse como lo hizo había sido brutal, y por eso también debería estar enfadada. Pero Lawrence llamó poco después, para disculparse. Y ella lo comprende. Es posible que hubiera coqueteado con la idea de ser malo, pero en el fondo es un tipo con un férreo sentido de la moral. Ergo, lo único que Lawrence no puede soportar es obrar mal. Podría ser capaz de mirarla a la cara. Lo que no puede es mirarse él a la cara. Ésa es su única cobardía.
Irina piensa mucho en lo que siente. A la tercera copa, y al quinto cigarrillo, las costumbres más prácticas de Lawrence van encontrando aceptación. Muy pronto tendrá que cortar de raíz todo eso que siente y empezar a decidir qué hacer.
Otra loncha de Port Salut. Por supuesto, la solución más sensata para engañar el estómago a esa hora de la noche serían las palomitas. Hasta estando algo chispeada podría preparárselas; sólo llevan cinco minutos. Y el contenido en fibra es alto, y bajo en grasas. Docenas de condimentos la tientan desde el especiero. Pero ya lo intentó una vez. Repleto de rosetas abiertas como un ramo de boda, el bol la hizo llorar, y quedó intacto. Hay cuatro bolsas de rosetas de maíz en el armario, y antes o después lo que hará será tirarlas a la basura.
Se levanta con movimientos inseguros y apaga el televisor; pone la cadena en la puerta; baja la calefacción. Pequeños rituales que ya no da por sentados. Ni siquiera cepillarse los dientes. Si hasta hace poco se levantaba por la mañana con los dientes pastosos y encontraba pilas de copas sin fregar y cuchillos grasientos en el fregadero. Y el apartamento que parecía un horno, con la calefacción al máximo toda la noche. El autocontrol necesario para irse a la cama y, después, para levantarse, es algo que ha tenido que volver a aprender de cero, como alguien que ha sufrido una embolia y tiene que volver a aprender palabras como «clima» y «cubo».
Bajo el edredón de invierno, de pronto demasiado caluroso, piensa en masturbarse, pero se dice que no. Ya no sabe con qué fantasear. Y es una locura, pero la sensación casi dolorosa de excitación sexual de pronto parece algo perversa.
Lee por encima unas páginas de Expiación, de Ian McEwan, y no registra nada. El par del recorrido, y redondea la perfecta puntuación de hoy, cero. No ha hecho nada en todo el día. Esa ardua caminata hasta el Heath no sólo fue inútil, sino también, visualmente hablando, un desastre: confundió una hoja marrón ensortijada con excrementos, y las flores blancas de un prado con basura. Después de una tarde tan improductiva, debería estar disgustada consigo misma. Pero no. Está bastante satisfecha. Para bien o para mal, ha pasado otro día.