Después de que Irina y Ramsey se enzarzaran en una pelea salvaje sin prestar la menor atención al acontecimiento histórico más catastrófico de su vida, la revulsión de Irina tuvo un efecto secundario positivo, la promesa de que Ramsey y ella, nunca, nunca volverían a pelear. Hasta él, para quien el periódico sólo comenzaba de verdad en la sección de deportes, estaba casi igual de serio que ella, y la promesa que Irina consiguió sacarle en el sentido de que iba a reformarse pareció sincera.
Para ella, el castigo que cabía imponer a un sentido tan grosero de la desproporción era el destierro. A raíz de sus frecuentes conversaciones telefónicas con Tatyana, infirió que en Nueva York ya se había iniciado una insidiosa competencia por la propiedad del 11-S: quién había perdido a seres queridos, quién había escapado del Trade Center justo a tiempo, quien estaba casualmente allí esa mañana, quién había visto caer las torres en directo y no sólo por televisión, quién tenía ataques de asma por el polvo que se respiraba en la calle Diecinueve en lugar de respirar tranquilo en el seguro e intacto Upper West Side. Puesto que vivía en Brighton Beach, lejos de Manhattan, y se había perdido incluso la primera caída televisada de las torres mientras hacía unas compras en la Avenida, la posición de Tatyana era poco más privilegiada que la de un habitante de Idaho. Así pues, Irina parecía disfrutar ofreciéndole a su hermana historias sobre líneas de metro clausuradas y describiéndole la inquietante atmósfera de Manhattan ocupada, con tropas de la policía y de la Guardia Nacional en todas las esquinas como si Nueva York fuese una república africana después de un golpe militar. Sólo en comparación con un expatriado que el 11-S estaba al otro lado del océano podía ella sacar partido de su posición de poseedora de información confidencial.
Pues el ataque nunca pertenecería a Irina. Ni un ápice. Su derecho a opinar sobre la clase de estructura que podía levantarse en el lugar que había ocupado el World Trade Center, o sobre la invasión de represalia en Afganistán, estaba anulado, y siempre que surgían en la conversación temas como ésos, ella se apagaba. El cataclismo en sí se transformaba en reprimenda personal, un desastre concebido para recordarle a Irina McGovern en particular lo feo que podía ponerse el mundo exterior cuando le dábamos la espalda. En cualquier caso, era un recordatorio que advertía que sí había un mundo exterior, y ligado para siempre, en su mente, con el oprobio privado. Hasta tuvo que luchar contra una superstición lisa y llanamente demencial, pues pensaba que si no hubiera estado peleándose a puerta cerrada, si hubiera estado leyendo el periódico y concentrada en lo importante, el hecho mismo de estar atenta habría mantenido las torres sujetas al cielo.
Esa mañana, en el Pierre, Irina había acusado a Ramsey de «sabotaje»; a decir verdad, los dos eran culpables de poner bombas bajo su propio coche. Con humildad convinieron en que estropear los, quizá, veinte o, a lo sumo, treinta años que les quedaban como pareja viviendo como perro y gato era un auténtico desperdicio, y después del trece de septiembre de 2001 ninguno de los dos pudo ser más bueno, más tierno, más dulce.
Ramsey llevó a Denise a un hombre de la City que, según decían, hacía milagros con los tacos de snooker. Pero después de una reparación que costó dos mil quinientas libras, dijo que habría dado lo mismo tirarlo al jardín trasero y arrancar una rama de un árbol. No dejó piedra sin mover, y se gastó varios miles de libras en una variedad de sustitutos muy vistosos. Sin embargo, igual que en el amor, no necesitaba cinco parecidos, sino uno solo verdadero. Reemplazar a Denise era tan difícil como encontrar una sustituta para Irina. Ramsey no jugó la Copa LG; después dijo que tampoco iría al Campeonato del Reino Unido, y por primera vez se puso a considerar la posibilidad de retirarse.
Irina estaba destrozada. No disfrutaba ni siguiéndolo cuando se iba de gira ni esperándolo temporadas de nueve meses convertida en viuda del snooker en el East End. Sin embargo, detestaba la idea de que Ramsey dijera adiós a la profesión con una nota agria como esa final vulgar y etílica en el Crucible. Por su parte, con apenas cuarenta y seis años y justo después de ganar la Medalla Lewis Carroll, Irina no tenía intención alguna de retirarse, y la ponía nerviosa pensar que tener a Ramsey trasteando en casa con sus días desestructurados terminaría enfrentándolos. Ahora él la interrumpía todo el tiempo para preguntar, por ejemplo, «¿dónde está el jersey negro?», mientras ella garabateaba dibujos como una loca para entregar en plazo. Le preocupaba que, sin el snooker, Ramsey se sintiera perdido, y que en su propio corazón también algo vital muriese. Se había enamorado de Ramsey Acton, famosa estrella internacional del snooker. Ramsey Acton, exestrella del snooker, no sonaba igual.
Con todo, pasaron más de una lánguida noche estudiando las vías que Ramsey podía seguir cuando colgase el taco: comentarista de la BBC, hacer anuncios para algún patrocinador, fundar un campeonato para los desfavorecidos, escribir sus memorias… Pero en el fondo del alma ella sabía que Ramsey no crearía un campeonato ni ninguna otra cosa. Retirado, hojearía sin demasiado interés Snooker Scene, miraría con el ceño fruncido y desafección los torneos televisados y, si no, se plantificaría con los ojos vidriosos delante de programas como How Clean is Your House?
No obstante, habría ventajas. Si se quitaba de la cabeza la «norma Ooty Club» —en virtud de la cual Ramsey se interesaba únicamente por los viajes a lugares relacionados de una manera u otra con el snooker—, Irina suponía que podrían aprovechar muy bien sus generosas ganancias y ver mundo. Si no estuviera de gira la mayor parte del año, finalmente podría disfrutar de la vida doméstica, placeres sencillos como el café y el Daily Telegraph, ventanas limpias y jacintos, cabernet y Newsnight.
Empezó el invierno, y hablar de las opciones se convirtió en una ocupación a tiempo completo por sí misma. Consumir el presente imaginando varios futuros repletos de aventuras era un pasatiempo adolescente, impropio de un hombre de cincuenta y un años. Ramsey sabía perfectamente que no iba a comprarse una granja de cultivos orgánicos ni a instalarse en Sudamérica.
Mientras tanto, dado que la neurosis es como un gas y se expande hasta llenar cualquier espacio disponible, Ramsey el libre y sin compromiso se convirtió en un hipocondriaco aún más exagerado. En los últimos días las quejas habían pasado de un vago malestar intestinal a que le costaba mear. Empezó a levantarse de la cama dos o tres veces en mitad de la noche para vaciar la vejiga, y se pasaba el día quejándose de dolores en la región lumbar o de rigidez en los muslos. Difícilmente pasaba un día en que no se declarase «no específicamente bajo de forma», aunque conseguir que definiese qué quería decir exactamente con eso, dónde le dolía o si estaba estreñido era como preguntárselo a un crío de tres años.
Bueno, cada cual tiene sus manías, e Irina podía soportar las de Ramsey. Hacía años que sabía que él tenía una relación nerviosa y obsesiva con su cuerpo —alguna espantosa enfermedad terminal siempre acechaba a la vuelta de la esquina— y, sinceramente, a ella no le resultaba nada fácil quitarle en serio todas esas neuras sobre su estado de salud si él seguía fumando. A medida que Ramsey iba cambiando de enfermedades imaginarias, Irina cambiaba de respuesta. A veces le seguía la corriente a cada una de sus punzadas y gemidos; últimamente tendía más bien a no hacerles ningún caso.
Todo era manejable. Trabajando en un nuevo proyecto, Irina podía tolerar las interrupciones de Ramsey arriba; ansioso por hacer algo, era él quien se encargaba de la mayor parte de los recados. Llenar el tiempo con casi nada era un talento, y Ramsey parecía tenerlo. Pareció abrirse ante ellos un panorama de días de ocio y en agradable compañía mutua, salvo por una mancha en el paisaje.
Después del 11-S y esa tremenda pelea que tuvieron, los dos quedaron traumatizados, y era natural que su vida sexual hubiera decaído. Pero en octubre, día más, día menos, ya debería haberse reanudado una agenda regular de momentos íntimos. Al fin y al cabo, aun durante la peor parte de las fases de irritabilidad lo único que siempre habían hecho bien era follar.
Sin embargo, en los últimos tiempos Ramsey rara vez parecía inclinado a hacer algo más que abrazarla por la espalda, con todo el cuerpo. La sensación, como siempre, era deliciosa, pero había configuraciones alternativas que también eran perfectas, qué joder, y por las que Ramsey manifestaba un interés cada vez menor. Una noche de noviembre sí coincidieron, pero la polla, como si una vez dentro el lugar le hubiera parecido oscuro y amenazador, se encogió como en un ataque de timidez y salió exhausta a la superficie. Otra noche debieron de intentarlo una buena media hora, pero meterse y volverse a meter ese pene blanduzco le recordó a Irina la primera vez que, siendo adolescente, intentó ponerse un Tampax sin caer en la cuenta de que no había que sacar el algodón de la funda de cartón. Después, unas cuantas noches, Irina insistió como quien no quiere la cosa, deslizando los dedos por el abdomen terso y plano de Ramsey pero sólo para encontrar…, bueno, eso se parecía a meter la mano en un bote de encurtidos sin refrigerar. «No puedo, cariño», farfullaba él y, tras darle un achuchón para tranquilizarlo, ella lo dejaba en paz.
Es posible que, como dos palitos cuando se los frota uno con el otro, se hubieran vuelto demasiado dependientes de la fricción para encenderse, y que la tranquilidad forzosa no encendiera nada. Parecía una tontería ponerse nostálgico recordando noches de jadeos y aullidos de placer, pero no había sido intención de Irina tirar por el desagüe el asunto del folleteo junto con el agua del baño. Tal vez, pese a las alegres declaraciones de Ramsey en el sentido de que cerrarle la puerta al snooker para siempre sería un «alivio», la perspectiva del retiro lo deprimía, y en sentido clínico. La impotencia —palabra que Irina evitaba— era un síntoma clásico.
Prefería cualquiera de las dos teorías a la tercera, a saber, que Betsy tuviera razón. Que «eso» no se pudiera conservar. Que la continua desesperación de ambos por tenerse, que ya duraba más de cuatro años, los convirtiera en una pareja afortunada entre tantas otras sin suerte, pero que al final todas las relaciones trazaran el mismo arco: el sexo se calma para dar paso a algo bonito y sencillo, familiar y, en más de una noche, algo que, en secreto, resulta una pesadez. Su decepción partía el alma. ¿Qué sentido había tenido dejar a Lawrence y montar todo ese jaleo para terminar en el mismo punto en que había empezado?
Pero, en ese caso, Ramsey y ella estaban desincronizados, y eso era fatal. Todavía lo necesitaba, y con una intensidad que a veces se transformaba en obsesión. Cuando Ramsey iba a comprar algo al Safeway, ella volvía al mal hábito de masturbarse a toda prisa y como una loca en el estudio. Sus fantasías eran vívidas, verbales y variadas, pero tenían un punto en común: siempre, inevitablemente, fantaseaba con su marido.
De acuerdo, era de mal gusto, pero antes de ponerlo en un apuro planteando el asunto durante la cena, o de buscar corrección terapéutica, Irina trató de corregir, punto. Para el día de San Valentín no tendría nada de malo probar la táctica de la lencería provocativa. Algo visualmente nuevo podría excitarlo y, como mínimo, la novedad los haría reír un rato.
Junto, al parecer, con la mitad de los hombres de Londres, Irina se aventuró en una tienda de Agent Provocateur a ver qué prendas de lencería habían recorrido un largo camino desde el áspero encaje rojo y las ligas que en su juventud habían llenado los sex-shops de Christopher Street. Vio algunos teddies de buen gusto, y sujetadores bonitos, pero incómodos, y al final pasó un rato fabuloso. En la caja se enteró de que el precio del botín ascendía a la pasmosa suma de trescientas doce libras con dieciséis peniques, pero, qué diablos, Ramsey era rico.
—Lo siento, señora, pero me rechazan la tarjeta.
Sonrojándose, Irina tuvo que contenerse para no proclamar que no estaba en bancarrota, gracias, que su marido era un deportista de renombre internacional y había ganado millones… A la dependienta no le importaría. Y no la creería.
—Oh —dijo—. A lo mejor mi marido se olvidó de… O es un error informático. Coja ésta, por favor.
Para mayor mortificación de Irina, también le rechazaron la Visa y la Switch, y la cola que se había formado detrás, con las prisas típicas de San Valentín, ya daba la vuelta por el pasillo. La única otra tarjeta a su disposición era la MasterCard de Lawrence, que todavía seguía a nombre de los dos y no caducaba hasta el mes siguiente. Pero cargar en la cuenta de Lawrence esa compra de agitadora sexual pasaba de castaño oscuro. «Por favor, ¿podría separármelo hasta que vuelva con efectivo?», preguntó entre dientes. Muy formal, la dependienta metió bajo el mostrador la pila de cajas con sus preciosos lazos, pero la expresión de la chica delataba escepticismo, pues dudaba de que semejante cantamañanas volviera alguna vez a retirarlas. Y no se equivocaba.
Desencantada, y sin nada con que enseñar sus encantos, Irina volvió a Victoria Park Road en estado de suspensión. Había una explicación, una confusión financiera temporal, seguro. Encontró a Ramsey en la cocina; estaba poniendo una contera a uno de los tacos nuevos, cada uno de los cuales costaba sobre las mil libras. En ese momento Irina deseó que declarase rotundamente que dejaba el snooker para siempre, pues prefería eso a que se fuera retirando de los torneos uno por uno. De hacerlo, no tendría sentido pegar ese diminuto círculo de fieltro con tanto cuidado en la punta de un palo que era poco más que un asta improvisada.
—¿Dónde has estado, cariño? —dijo Ramsey.
—De compras —dijo ella.
—No veo los paquetes —observó él.
—No —dijo ella.
Ramsey fue a mear, y cuando volvió, le propuso:
—San Valentín, ¿no? Creo que ya va siendo hora de que conozcamos ese lugar de Smithfield del que tanto hablas y lo rescatemos de las garras del Hombre del Anorak.
—Conociendo tus gustos en materia de vinos, en el Club Gascon podrían clavarnos trescientas libras por una cena —sugirió Irina, sin alterarse—. Creo que mejor cenamos en casa.
—¡Eh, que sólo se vive una vez!
—En lo que se refiere a cenas caras ya hemos vivido varias veces. —Aunque ávida por cerciorarse de que una pila de cheques sencillamente nunca llegó a la oficina de correos, Irina estaba intranquila—. Ramsey… ¿Sabes si hay alguna razón para que no me acepten tus tarjetas de crédito?
Ramsey recortó a conciencia los lados de la contera con una navaja.
—Podrían estar algo cansadas… Sí, un poquito tal vez.
—¿Y por qué? —preguntó Irina, serena, aunque hay variedades de serenidad que rozan la locura; había empezado a temblar—. ¿Necesitas transferir algunos fondos?
—Ya lo creo. De la cuenta de otro imbécil a la mía.
Irina tuvo que sentarse.
—¿Qué tratas de decirme?
Ramsey examinó la contera con mirada crítica; había hecho una muesca en el latón.
—No tengo muy claro el panorama. Y, para serte sincero, hablar de dinero me aburre mortalmente, pero parece que estoy pelado, o casi.
—¿Estás sin blanca?
—Esa expresión me suena a norteamericana.
Fue una experiencia extraña para Irina, empezar a hiperventilar sentada en una silla.
—No me parece que éste sea el momento de analizar sutilezas del lenguaje. Ramsey, ¡quieres dejar ese taco de una vez y decirme qué pasa!
Ramsey dejó el taco y la miró, e Irina se dio cuenta de que tenía el panorama bastante más claro de lo que quería darle a entender.
—Según tu página en Internet —dijo Irina—, a lo largo de toda tu carrera has ganado más de cuatro millones de libras. ¿Dónde están?
Ramsey se encogió de hombros.
—Jude se llevó una buena tajada. Además, patito, ¿tienes idea de lo fácil que es gastarse unos cuantos millones de libras?
—¡No me llames patito! Me lo prometiste, me dijiste que no ibas a llamarme más de esa manera.
Estaban sentados uno frente al otro; respiraban.
—Ganaste ciento cincuenta mil por la final de Sheffield. —No discutían; Irina no pensaba pelear, pero tenía un nudo en la garganta y le dolían los pulmones—. Compraste esos tacos, Ramsey, llevaste a Denise a reparar, o a embalsamar, mejor dicho, pues sólo estaba para un entierro decente. Hemos salido a comer. Pero no podemos habernos pulido ciento cincuenta mil libras en los últimos nueve meses.
—Aposté un poco a los resultados de la final.
—¿De tu final? ¿Es legal eso?
—Mientras no apuestes por el otro, no hay normas que lo impidan. Apuesto por mí. Me pareció una manera de demostrar seguridad en mí mismo. Y con las apuestas ocho a uno habría sacado un buen pellizco.
—Pero ¿cuánto apostaste?
—Cien.
Cuando Irina se dio cuenta de que Ramsey no había querido decir cien libras, sino cien mil, la cara empezó a arderle tanto, que metida en uno de los hornos Easy-Bake de su infancia habría salido hecha una tarta.
—Nunca me dijiste que tenías un problema de juego.
—Nunca dije que fuera un problema.
—Ahora lo es.
—Gilipolleces. Sólo lo que Clive Everton llamaría «mala suerte».
—Cuando Everton dice «mala suerte», normalmente quiere decir «estupidez». —No sólo era un comentario de Lawrence que ella tomaba prestado sin mucho tacto; Ramsey debió de recibirlo como una invectiva, e Irina se retractó—. Lo siento. Se me escapó, no quiero una pelea esta noche. —Le había subido la adrenalina en sangre, y se sentía débil—. ¿Por qué no me has dicho que tenías problemas económicos?
—No quería preocuparte, ¿entiendes? Me encanta gastar dinero en ti, cielo.
Era el momento de asumir el papel de adulta que hasta ese momento no había interpretado. No sabía nada de las finanzas de Ramsey porque nunca había preguntado. Se había limitado a interpretar el papel de niña. Como él, se había tragado el anzuelo y cometido el error clásico del nuevo rico, consistente en creer que un montón de dinero es lo mismo que un montón infinito de dinero.
—Entonces, ¿no es un momento raro para pensar en retirarte? Esta temporada no has jugado ni un solo torneo.
—Una de las razones por las que no he salido de gira es la pasta, cielo —dijo Ramsey, en voz baja—. Comidas, coche, hoteles… El circuito no es gratis. Ni uno solo de los tacos nuevos tira mejor que un bichero. No hago ni los cuartos de final, y las primeras rondas nos hunden más en el pozo.
—¡¿Por qué no me lo has dicho?!… Bueno, no hay motivos para que cunda el pánico. Hoy esta casa vale una fortuna tal como está el mercado. Podemos pedir una hipoteca.
Ramsey frunció el ceño.
—¿Quieres decir que saquemos tres?
—¡Creí que eras el dueño de una casa libre de cargas! —Más respiración—. De acuerdo. —Más—. Pero eso significa algo más que estar sin blanca. Con las tarjetas de crédito a tope… significa que lo que tienes son deudas.
—Es una manera de decirlo.
—¿Conoces otra manera de decirlo?
—No especialmente.
—¿Adónde vas?
—A echar un meo.
—Pero si has ido hace cinco minutos.
—El té —dijo Ramsey, aunque Irina lo dudaba; la botella de coñac estaba sobre el mármol.
Cuando volvió, caminaba como un viejo de noventa años, agarrándose la cintura.
—Baja forma —masculló Ramsey.
Cuando, en un sistema a presión, taponamos una vía de escape, lo normal es que el líquido se escape por otra parte; al final, la exasperación más completa tiñó la voz de Irina.
—¿Me harás el favor de ir a ver a un médico? ¡Entérate de una vez de qué tienes o cállate!
—¡Muy bien! —dijo Ramsey, levantando las manos.
—Supongo que como mínimo tendrás un seguro médico.
—Bah, me parece que la mutua fue una de las primeras cosas que dejé de pagar.
—Por Dios, Ramsey. Bueno, siempre te queda la Seguridad Social. ¿Tienes médico de cabecera?
—Nunca me he registrado.
—¿Eres hipocondriaco y ni siquiera tienes médico?
Irina nunca había pronunciado la palabra «hipocondriaco» delante de Ramsey, cuyo semblante ensombreció.
—Son las cañerías lo que tengo acelerado, no la cabeza. Y no me gustan los médicos.
—¿Cuándo fue la última vez que te hiciste un chequeo?
—No sabría decirlo —dijo él, con cautela.
—Ya tienes más de cincuenta años, y se supone que tendrías que hacerte una colonoscopia y no sé cuántas pruebas más. Mañana te buscaré un médico. Te registraremos y pedirás hora para una revisión completa. Debes de haber pagado una fortuna en impuestos. Ya puedes sacarles algún partido.
Así pues, Irina se hizo cargo oficialmente del problema, y con suerte podría devolvérselo a Ramsey algún día.
Irina se reunió con el contable de Lawrence —incurriendo así en otro gasto que por lo visto no podían permitirse—, y tuvo que oír una desalentadora puesta al día. Ramsey tenía guardadas algunas inversiones que todavía no habían vencido, pero probablemente valía la pena sacrificar una parte de los intereses para reducir la deuda de las tarjetas de crédito, que podía dar lugar a un embargo. Mientras tanto, para seguir pagando la hipoteca y los gastos diarios, tendrían que vivir de los pocos ingresos de Irina.
Sus ahorros personales eran generosos como «colchoncito», pero mínimos para vivir. Los gastos fijos de Ramsey eran tan aplastantes, que de repente los cincuenta mil dólares del Lewis Carroll parecieron calderilla. En cuanto a los derechos que supuestamente seguirían, unas cifras que mareaban, su nuevo editor en los Estados Unidos decía ahora que las ventas de Juego y partida lo habían decepcionado. Por lo visto, ni siquiera la pegatina dorada conseguía intimidar a los norteamericanos hasta el punto de empujarlos a comprar un libro sobre snooker. Y hasta que no entregara la mercancía no cobraría la primera mitad del siguiente anticipo. Ramsey la había acostumbrado a vivir como una mantenida, y a todo trapo, durante casi cinco años; ¿cómo podía ella ahora molestarse si cargaba con los gastos de la casa por un tiempo? Con todo, deseaba que alguien la hubiese avisado en su momento de que las facturas de tanto champán y tantos sushi acabarían cayéndole encima. ¡Habían derrochado tanto dinero!
Entre no tener, de repente, ni poder profesional ni poder adquisitivo, Ramsey debió de sentirse poco hombre. No podía soportar que su mujer lo pagara todo, pero no tenía más remedio; así pues, capituló y aceptó una dependencia infantil absoluta. Consciente de que en muchos aspectos se había portado como una princesita, ahora Irina lo hacía todo. Despidió a la señora de la limpieza y le dio un repaso a la casa de arriba abajo. Cuando anunció que ya no irían —sin discusión— a comer fuera, y, después, mandó al diablo el régimen ashram, Ramsey no opuso resistencia. Pero la nueva rutina requería que ella misma preparase todas las comidas y también, puesto que le gustaba escoger personalmente los ingredientes, que hiciese la mayor parte de la compra, todo lo cual significó retrasarse con las nuevas ilustraciones, la única perspectiva inmediata de ingresos. Tan inútil se había vuelto Ramsey, que ni siquiera fue solo a ver al nuevo médico de cabecera, aunque únicamente se trataba de una revisión de rutina. Sin duda el facultativo le diría que no podía estar más sano, pero el veredicto de que no tenía nada como mínimo lo obligaría a reprimir los dolores de estómago, sobre todo considerando que en ese momento tenían problemas más grandes que sus achaques imaginarios.
Sentados en la austera sala de espera del ambulatorio del East End, Irina se dedicó a mirar detenidamente a los otros pacientes; los de Bangla Desh a un lado, los blancos al otro, y éstos, casi anoréxicos u obesos. Los del East End también la miraron a ella, boquiabiertos; movimientos de cabeza y codazos entre ellos fueron la prueba de que habían reconocido a la estrella del snooker. A Irina no le gustaba nada ser esnob, pero era difícil no compartir la consternación de los vecinos del barrio al ver que el hombre que varias veces al año honraba con su presencia las pantallas de sus televisores se hacía ver en la pobre, descuidada y vetusta Seguridad Social junto con todos los demás.
Cuando lo llamaron, Irina le dijo que fuese valiente, hablándole ya como si fuera su madre; Ramsey detestaba que le sacaran sangre. Pero, bueno, a quién le gusta. Diciéndole tímidamente adiós con la mano, Ramsey desapareció por el pasillo color verde guisante e Irina tuvo un extraño y fugaz presentimiento, como si no le dijera adiós a Ramsey por unos minutos, sino como si se despidiera de la seguridad de tener algo hermoso, inconsciente y sencillo que podía no volver nunca a la sala de espera. Mientras leía el rótulo digital que aconsejaba a los pacientes que se cerciorasen de decirles a los médicos, con vistas a «mantener alta la moral», si los tratamientos de verdad funcionaban, Irina se maldijo por no haberse llevado un libro.
Ramsey tardó mucho en volver. Cuando al final reapareció, con los puños de la camisa abiertos, la chaqueta de cuero en la mano y arrastrando una manga por el suelo, tenía una expresión cuyo particular matiz de seriedad Irina nunca había visto hasta ese día. Alguna vez se lo había hecho pasar mal por ser semejante quejica; pero, de pronto, la cara con la que Ramsey volvía le recordó un grafiti bastante insustancial de los años sesenta: HASTA LOS PARANOICOS TIENEN ENEMIGOS REALES. El corolario no podía ser otro: hasta los hipocondriacos enferman.
—Llegué a pensar que ya no te atraía —dijo Irina.
Habían bajado instintivamente a la sala de snooker del sótano, donde más cómodo se sentía Ramsey. Sin embargo, se acurrucaron en el sofá de cuero como dos refugiados, en una actitud que, en ese lugar, sólo podía parecer una incongruencia. Como si buscaran asilo en su propia casa. Bajo el cono de luz que proyectaba la lámpara de la mesa, el tapete brillaba una vez más como un prado verdeante donde hacer un picnic, pero en realidad tenía el aspecto del césped que es más verde del revés. El campo se extendía físicamente ante ellos, pero la serenidad que infundía era cosa del pasado.
—Pero no es que no puedes, ¿verdad? ¿Por qué no me lo dijiste?
Lo que a Irina debería haberle preocupado era aquello de lo cual, durante todo ese tiempo, Ramsey no se había quejado.
—Pensé que iba a mejorar, y estaba asustado.
—Bueno, dos negaciones son una afirmación, ¿no? Como decía Groucho, «no puedo afirmar que no esté en desacuerdo con usted».
La broma, aparte de gastada, en ese momento y lugar no tenía pizca de gracia; a esas alturas los chistes podían sentar mal. Ni siquiera cuando Ramsey dijo: «Es la próstata» —no era tan analfabeto; conocía la diferencia— fue bien recibido el comentario.
—Es tan injusto… —dijo Irina—. ¿Por qué no podía ser una manchita sospechosa en el omóplato? Es como si ahí arriba hubiera alguien disparándonos, y dándonos literalmente debajo de la cintura.
—No puedo decir que alguna vez estuve convencido de que uno siempre destruye lo que ama, pero como que me llamo Ramsey que alguien va a hacerlo.
—Pero el diagnóstico no es definitivo… Hacen falta más pruebas.
—Sí —dijo él, sin esperanzas—. Pero cuando ese paki me metió el dedo por el culo, la cara se le puso rara. Ese tío no parecía muy contento.
—Creo que no deberías llamarlo «paki» —dijo ella, con voz débil. No era una perspectiva muy halagüeña, pero la gran cantidad de médicos del Tercer Mundo que ahora llenaban la Seguridad Social suscitaba la desconfianza general; básicamente por la, posiblemente infundada, suposición de que carecían de una buena formación—. ¿Cuándo estarán los resultados?
—No sé.
—Entretanto, ¿cómo vamos a hacer las cosas? No puedo imaginarme preparando la cena, y no sólo esta noche, sino siempre. Terminaremos muriéndonos de hambre. Y olvídate de esa tontería de dibujar. ¿Cómo se las arregla la gente en circunstancias como ésta? ¿Cómo es posible que un día cualquiera no tropecemos con cientos de personas que de golpe y porrazo se han desplomado en la acera? Ahí está tu cáncer de próstata.
De repente se había abierto una puerta a la angustia que había rondado esa casa de ensueño durante años, e Irina se dio cuenta de que, hasta ese momento, su vida había sido excepcionalmente agradable. Habría estado bien tomar nota.
Irina recuperó sus poderes culinarios —de hecho, estaba tan ansiosa por ayudar a Ramsey, que él se quejó y le dijo que pretendía engordarlo— y cuando no cocinaba, ocupaba gran parte del día leyendo páginas médicas en Internet. El lado bueno de esa investigación fue que le dio algo que hacer; el lado malo, que la enfermó.
En todos esos sitios web se afirmaba que, antes o después, prácticamente todos los hombres terminarán sufriendo una forma u otra de cáncer de próstata; era tranquilizador, aunque el mero hecho de tratarse de una enfermedad común no tenía por qué convertirla en agradable ipso facto. Todas las terapias descritas, y había cientos, registraban alentadores porcentajes de éxito, pero también una lista no desdeñable de posibles efectos secundarios. Aunque esos efectos variaban en cuanto a características y severidad, Irina no tardó en advertir cierta pauta regular: dolor en la pelvis, ligera urgencia urinaria, hinchazón del escroto, impotencia. Infección alrededor de la incisión, hemorragias durante el posoperatorio, ardor en la zona inferior del escroto, dificultades para orinar, impotencia. Diarrea, irritación del recto, náuseas, impotencia.
Era inútil lamentarlo por lo que a ella le tocaba, aunque esperaba que no fuera censurable sentir pena por Ramsey e Irina como pareja. En los días en que, angustiada, se debatió entre dejar o no a Lawrence, había pensado mucho en el sexo, sobre si era o no era importante. Saltaba a la vista que, si eligió a Ramsey, fue porque había llegado a la conclusión de que el sexo era muy importante. Ahora era el momento de replantearse la cuestión, y por el bien de su marido, de ella misma y de su felicidad futura, intentar concluir que podían vivir sin sexo.
Bueno, por supuesto que podían vivir sin sexo. Pese al gran jaleo cultural en torno a la cuestión, no era una actividad para la que se necesitase mucho tiempo, ¿verdad? No ocupaba gran parte del día. La gratificación era pasajera. En el fondo, no era más que un ejercicio consistente en poner una cosa dentro de otra, y con otros recursos una mujer podía experimentar más o menos la misma sensación. En cuanto a la penuria emocional, es posible que Irina se hubiera angustiado más en caso de que algo parecido al cáncer de garganta de Alex Higgins les impidiera besarse. Ella aún podía lanzarse a la boca de Ramsey como si hiciera paracaidismo acrobático en la oscuridad; aún podían, por la mañana, trabarse en un inescrutable puzle de mesita modular. Todavía podían cenar juntos (aunque ya no en un restaurante…) y cogerse de la mano camino del cine. Ramsey no estaba menos guapo, y ella aún se derretía, en el momento más inesperado, cuando lo miraba por encima de la taza de café. En una palabra, que todavía se extendía ante ellos todo el bufé libre de la vida, y obsesionarse porque le quitaban de la mesa un plato sabroso parecía de lo más vulgar.
En cualquier caso, aunque follar no llevaba mucho tiempo, algo de esa distracción redundaba en beneficio del resto del día. Si bien Irina tenía recursos suficientes para falsificar la sensación, no quería conseguirla por otros medios. De hecho, cuando esas últimas noches Ramsey buscaba alguna forma de darle placer, ella, con mucha delicadeza, lo persuadía a que retirase la mano, pues la perspectiva de despegar mientras su marido se quedaba en pista no era más tentadora que la idea de pasar sola unas vacaciones románticas en una isla y enviar postales. Desde que Ramsey se había hecho la revisión, hasta el acto de besar cambió sutilmente. Oh, cuántas veces en una sola tarde solía ella buscar los labios de Ramsey y no ir más lejos. Sin embargo, de pronto besar empezó a hacerla pensar en una restricción, pero no en el sentido de lo que podrían hacer, sino de lo que ya no podrían. Irina llegó a declarar una moratoria privada. Esas travesuras en su estudio mientras Ramsey bajaba a darse una vuelta por el Safeway —«cuando el gato no está…»— de repente se parecieron a engañarlo, algo no muy distinto de comer a escondidas barritas de chocolate cuando el cónyuge está haciendo dieta. Si Ramsey se las arreglaba sin sexo, ella también lo haría. A fin de cuentas, sólo era un pequeño sacrificio, ¿no? Debería haberlo sido, en serio. De veras, debería haberlo sido. Pero, por desgracia, el hecho de que debiera serlo no significaba que lo fuera.
Con todo, mientras que cualquier mujer consideraría el problema de un modo natural, la intensidad con la que Irina rumiaba sobre la perspectiva de un celibato perpetuo era sospechosa. Es posible que se agarrase a la incapacidad de su marido en la cama para no pensar en algo que podía resultar en otra impotencia, y de una clase más fundamental.
—Ramsey, es natural que se te dispare la imaginación —dijo Irina camino de la clínica en la que finalmente lo citaron—. Pero casi todo lo que he leído en esas páginas de Internet es reconfortante. Aunque lo tengas, mientras se encuentre en una fase relativamente temprana las posibilidades de recuperación son altas. Han adelantado mucho en este terreno, la gama de tratamientos es muy amplia. Es cierto que todos conllevan algunas… molestias, pero casi todas sólo son temporales.
—Casi todas —dijo Ramsey, que ni se había acercado al ordenador—. ¿Y qué parte no es temporal?
La «pauta» que Irina había detectado en las distintas series de efectos secundarios tenía que guardársela para ella.
—No tiene mucho sentido seguir hablando de esto hasta que estemos seguros de si algo va mal o no.
—Eras tú la que hablabas.
—Estoy nerviosa. Incontinencia verbal. No es útil, perdona.
Con los cerezos en flor, Victoria Park estaba tan hermoso que era una crueldad. Irina le cogió la mano; de costumbre reseca de tanto entizar los tacos, hoy la mano de Ramsey estaba empapada de sudor.
—Irina —dijo él, en voz baja—, creo que se parecerá a que me corten la polla. ¿Verdad que sí?
—Chist.
Cuando, una vez más, se sentaron en la sala de espera, Irina no conseguía explicarse cómo alguna vez podía haberse angustiado por otra cosa. La asombraba pensar que un día le hubiese preocupado que Ramsey ganara una simple partida de snooker, o que había perdido diez minutos de sueño por una tontería como la Medalla Lewis Carroll. Era inconcebible que se hubiera puesto tan nerviosa por la reacción de un editor ante un puñado de dibujos que poco tenían que ver con el argumento, y haber dedicado un solo segundo a preocuparse por si una mancha se iba o no con el lavado, más que un absurdo, parecía una blasfemia. En fin, es posible que nada de eso fuera, en el fondo, verdadera angustia, y que, al final, elegir para un fondo el azul que no correspondía, perder cheques en correos o que un botón imposible de reemplazar desapareciera por el desagüe fuesen meras formas de entretenerse.
Una vez sentados frente al escritorio del médico asiático —que, después de todo, no era pakistaní, sino indio—, a Irina no le gustó nada que el doctor Saleh se pasara un momento demasiado largo mirando la historia de Ramsey antes de levantar la cabeza. No le gustó nada.
—Señor Acton —comenzó a decir el hombrecito de piel marrón—. Voy a derivarlo a un oncólogo de la Fundación Guy and St. Thomas.
—Perdón —dijo Irina, roja de furia—. ¿Es ésa su idea de cómo decirle a mi marido que tiene cáncer? ¿Que va a derivarlo a un oncólogo?
—Es una manera —dijo el doctor Saleh, que no quería arriesgar demasiado.
—Ramsey es jugador de snooker. ¡Dudo que siquiera conozca esa palabra!
—Señora Acton —dijo el médico, sin levantar la voz—. No soy el enemigo.
—Perdone —dijo Irina. Pero quería seguir enfadada. En cuanto soltó la rabia, empezó a llorar.
Ramsey, estoico, le acarició el pelo. Si la bancarrota pudo incitarlo a un comportamiento infantil, la probabilidad de una enfermedad grave tenía el efecto contrario. Desde la revisión, había estado apagado, serio y adulto.
—Pero algo podrá decirnos —dijo Ramsey, de pronto con marcado acento cockney; a Irina le dolía hasta esa manera de pronunciar—. No va a mandarnos a ver a otro tipo sin contarnos nada.
—La prueba PSA indica una cantidad muy elevada de ácido prostático en sangre. El oncólogo pedirá más pruebas para determinar en qué medida… Pero el análisis de orina no ha dado una explicación alternativa para estos resultados. Por eso es muy probable que el tumor maligno haya hecho metástasis… ¿Esa palabra la conoce?
—Quiere decir que es probable que esté en los nódulos linfáticos —intervino Irina, muy despacio—. O incluso en los huesos. Quiere decir que puede que esté en la fase tres. O en la cuatro. Entiendo.
—No debemos precipitarnos a sacar conclusiones sin más pruebas. Pero es una posibilidad, sí. —El doctor Saleh no olvidó añadir—: Lo lamento mucho.
—¿Y la biopsia? —preguntó Irina; hacerse cargo de los problemas se había vuelto un hábito—. ¿Cuál es el grado de Gleason?
El doctor ladeó la cabeza.
—¿Ha estado leyendo sobre el tema, señora?
—En Internet… —dijo Irina, encogiéndose de hombros. No tenía ni idea de si a los médicos les exasperaba ver de la noche a la mañana tantos expertos en la consulta, gente que está segura de saber más que los médicos de cabecera, o si agradecían no tener que explicarlo todo desde cero.
En cualquier caso, los profesionales solían refugiarse en los hechos desnudos, y la respuesta del doctor fue lisa y llana.
—Grado Gleason 5.
Irina se hundió en la silla como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.
—¿Qué pasa, cielo?
Irina se reprochó no haber puesto a Ramsey al día antes de la visita. Pero no había querido asustarlo, y tampoco que todo eso fuera cierto.
—Quiere decir —dijo, pasándole un dedo por la piel tersa del rabillo del ojo— que es un cáncer muy agresivo.
—Bueno, la escala va de uno a diez, ¿no? Cinco no puede ser tan terrible.
—No, cariño —dijo Irina, con una sonrisa quebrada—. La escala es de uno a cinco.
—Entonces, ya ve por qué es tan importante que vayan al oncólogo cuanto antes —dijo el doctor Saleh.
—Sé que no es su trabajo —dijo Irina, cuya actitud había pasado del ataque a la súplica en cinco minutos—, pero ¿podría darnos alguna idea de la clase de terapia que suelen recomendar los oncólogos?
—Crioterapia…
—Ya hemos probado y no ha dado resultado —dijo Irina, con ironía.
Silencio. Era extranjero. No lo captó.
—La crioterapia y la braquiterapia sólo son opciones si el cáncer no se ha extendido mucho más allá de la próstata. Tampoco se recomienda la prostatectomía si la biopsia de los nódulos linfáticos es positiva.
Irina sintió un alivio estúpido y egoísta. Después de una prostatectomía radical, las probabilidades de impotencia permanente eran del ochenta por ciento.
—Terapia hormonal, radiación, quimioterapia, tal vez una combinación de esos tratamientos. El especialista decidirá.
Alguien tenía que preguntarlo, e Irina admiró a Ramsey por atreverse a hacerlo.
—Mientras tanto —preguntó Ramsey—, ¿qué pasa con follar?
—No le hará daño —dijo el doctor Saleh, con cautela— si descubre que es capaz.
—Soy consciente de que ahora no tiene importancia —dijo Irina—. Pero ¿hay alguna causa? ¿Algo que mi marido haya hecho mal? Ramsey es bastante joven, ¿no? Estadísticamente, quiero decir.
Cuando se contuvo ya era demasiado tarde; si andaba a la caza del tabaco como catalizador, el impulso era echarle la culpa a Ramsey, lo cual no era muy bonito.
—Las estadísticas sólo son una guía de carácter general. En medicina, todas las cosas ocurren a la luz del día. O, en este caso —dijo Saleh, y ésta fue su única tentativa de hacer una broma—, quizá no precisamente a la luz. No está demostrado que sea cierto, pero sí parece haber un nexo entre el aumento de la tasa de cáncer de próstata y la falta de vitamina D.
Forzando una sonrisa, Irina le acarició la mejilla a Ramsey, siempre de un blanco leche por vivir encerrado.
—¿Demasiado snooker, entonces?
—Nada de eso, cielo —dijo Ramsey, y se levantaron para marcharse.
Filosóficamente al menos, Irina tenía confianza en el servicio nacional de salud británico. Era una idea encomiable que toda la atención médica fuese gratuita en los centros de asistencia, aunque los críticos, asombrosamente pocos considerando lo mucho que pesaba la cotización en una nómina media, eran rápidos a la hora de señalar que el servicio era cualquier cosa menos gratuito. Sin embargo, por excelente que fuese en teoría, en la práctica la Seguridad Social sufría de déficit de financiación crónico. Las listas de espera eran infames y, a veces, fatales. Más de un titular había hecho públicos casos escandalosos en los que a una enferma de cáncer de mama le habían extirpado el seno que no correspondía o, a otros, el riñón sano o la pierna buena. Por si fuera poco, en los hospitales públicos circulaba una «superbacteria», el estafilococo áureo resistente a la penicilina, que en 2002 ya mataba a mil doscientos pacientes por año. Un tercio íntegro del presupuesto de la Seguridad Social se dedicaba a pagar las indemnizaciones por las secuelas que dejaban las malas prácticas médicas. Es posible que sonara horroroso, pero una vez que salieron, arrastrándose casi, de la consulta del doctor Saleh, a Irina ya no le importó que lo que dijera sonara horroroso, ni serlo ella, pero la Seguridad Social estaba bien para otra gente.
Así pues, para las pruebas que determinarían la línea base del estado de Ramsey, Irina insistió en que recurriesen a la medicina privada. Al menos no tendrían que esperar. Llevó a Ramsey a hacerse otro PSA y una nueva biopsia, por si los laboratorios de la Seguridad Social habían cometido alguna estupidez y mezclado las muestras de Ramsey con las de algún desgraciado que estaba realmente enfermo y los resultados eran otro error de la casa. Pero cuando un laboratorio privado les dio, porfiadamente, con malicia, los mismos resultados, un oncólogo también privado pidió una tomografía, un escáner óseo con radionúclidos, una biopsia de los nódulos linfáticos y una resonancia magnética. Sin embargo, al ceder al impulso norteamericano de comprar siempre lo mejor, Irina cayó bajo el influjo de una motivación más profunda que llevaba a muchos de sus compatriotas a agotar sus reservas con la misma finalidad. No quería comprar la mejor de las pruebas; quería comprar los mejores resultados.
En ese caso, era dinero tirado a la basura, y fue muchísimo dinero. Después de gastar la mayor parte de sus ahorros, Irina tuvo que admitir que tendrían que volver a la Seguridad Social con el rabo entre las piernas, y puesto que muchos médicos de la sanidad pública redondean el sueldo con pacientes privados, tras una demora que fue para subirse por las paredes, quiso la casualidad que el sistema los enviara de vuelta al mismo oncólogo al que habían consultado privadamente, y que al menos —oh, Dios, una enfermedad mortal dejaba al descubierto qué clase de persona era uno y, por lo visto, siempre había sido— era blanco.
—Vaya —dijo con tono ligeramente burlón el especialista al verlos volver—. Otra vez con los proletarios.
Y confirmó lo que el doctor Saleh había pronosticado. Este médico, un tal doctor Dimbledy, recomendó terapia hormonal combinada con radioterapia, y quimioterapia si y cuando —por lo general era cuando— la terapia hormonal no fuese eficaz. Pese a la onerosa carga que para ella significaba toda la información que había acumulado sobre los efectos secundarios de esos horripilantes tratamientos, Irina consiguió vencer sus temores recitando en la consulta del doctor Dimbledy el «vamos a luchar contra esto» y el «yo sé que no eres de los que se rajan» que debió de aprender de un montón de telefilmes que parecían confundir una enfermedad que puede ser mortal con una campaña electoral «desde atrás» de la oposición conservadora. Sin embargo, Ramsey preguntó sin rodeos si, quién sabe, a lo mejor una de las cosas que podía hacer no sería irse a casa y dejar que la naturaleza siguiera su curso, pues si la enfermedad no lo mataba, el tratamiento seguramente sí. Parecía no hacerse ilusiones; la terapia hormonal no tenía la menor semejanza con el valiente desafío que los torys habían lanzado el año anterior a la afianzada mayoría laborista. Además, por extraño que parezca, parecía resistente a la idea de que, además de dejarse pinchar y abrir, de perder la capacidad de ser un auténtico hombre con su mujer, de sentirse cada vez «en más baja forma» y hacer frente a la perspectiva de sentirse mucho peor en el futuro, ahora se esperaba de él que reuniese la poca energía que le quedaba para subirse muy orondo a la tribuna y gritar eslóganes que entusiasmaran a sus seguidores como si fuera la punta de lanza del movimiento que pedía a la gente que fuese a votar.
Cuando Irina manifestó su frustración al ver que Ramsey no la acompañaba en el estribillo «vamos a luchar contra esto», el oncólogo, que cuando quería podía ser travieso, les dijo: «Al contrario de lo que suele creerse», dijo, «hay estudios exhaustivos que han comparado pacientes resueltos y optimistas con los que, y cito, “abandonan”. Por increíble que parezca, esos estudios concluyen que la actitud no conlleva una diferencia estadísticamente significativa en los índices de supervivencia o recuperación».
En consecuencia, blandir una espada al cielo o tirarla al Támesis no era más que cuestión de capricho.
Después de la batería de pruebas y de volverse a poner, con humildad, al final de la cola de la Seguridad Social, Ramsey no tenía que empezar los tratamientos casi hasta el día en que cumplía cincuenta y dos años. Irina se había asegurado de que retrasarlos unos días no tendría mayor importancia, y en privado le pidió al doctor Dimbledy que pospusiera hasta después del seis de julio la primera ronda de medicación antiandrógena y la despiadada radioterapia.
Por vergonzoso que fuese el estado de su economía, para una noche en Omen u otra suntuosa bandeja de sushi casero no haría falta romper la hucha. Pero a Irina no le gustaba repetirse.
Esa noche encendió dos velas en la gran mesa de madera de la cocina, por lo general, yerma. En julio tardaba tanto en oscurecer, que esperó hasta las once de la noche para depositar delante de Ramsey, con mucha ceremonia y a la luz dorada de las velas, una enorme bandeja de plata. En el centro, una píldora azul brillante.
Ramsey contempló ese entrante minimalista como si fuera un plato de la época de Los Supersónicos; luego miró a su mujer.
—¿Esto es lo que creo que es?
—Dimbledy dijo que era completamente inocua, y que no estaría de más probar. ¿Quién sabe? También dijo que una vez que empieces los tratamientos…, bueno, que seguramente querrás concentrarte en ponerte bien.
—Lo que quiso decir fue que voy a sentirme una piltrafa humana —tradujo Ramsey.
—Ya conoces a los médicos.
—Son unos mentirosos.
—Son… discretos. ¿Juegas?
—Señora, jugaré si eso significa usar palitos de helado para un entablillado.
Irina le sirvió una copa de su sauvignon blanc preferido, a treinta libras la botella, y de la última que quedaba en el botellero.
—Abajo, arriba, al centro y p’adentro —brindó él, dejando aflorar al Ramsey más chabacano—. Bueno, ¡eso espero! —Y se tragó la pastilla.
Bebieron, y esperaron. De pronto Irina recordó algo que había ocurrido unos años antes —muchos, a decir verdad—, y le contó una historia sobre unos hongos alucinógenos que le había pasado un camello bastante turbio y ella había comido cuando todavía iba a la secundaria. Ella y su amiga Terri se habían sentado a la mesa de la cocina, en casa de Terri, una noche en que sus padres no estaban. Echaron agua caliente a los honguitos marrones, ya marchitos, y al cabo de unos minutos cada una se bebió una taza de «té» amargo y tibio. Después se sentaron a mirar las paredes amarillas y poco más; se quedaron con la vista clavada en la pintura y esperando que el color cambiara, que las letras del BENDICE ESTE HOGAR FELIZ tejido a ganchillo se pusieran a bailar y que la nevera empezara a tararear canciones de alguna comedia musical. Demasiado tarde para dejar de contar una anécdota intrascendente cuyo desenlace, ahora se daba cuenta, tampoco auguraba nada bueno, Irina dijo: «Pues bueno, no pasó nada». Pero, añadió, en el expectante ínterin que va de tragar ese asqueroso caldo a resignarse a no haber comprado nada capaz de alterar el estado de conciencia, no más, en cualquier caso, que un puñado de shiitakes secos de Chinatown, hete aquí que el color de las paredes vibró solito y la pintura amarilla pareció inflamarse a la tenue luz del único farol encendido. Y sí, las letras en croché ya estaban bailando, y la nevera canturreaba, transmitiendo la profunda tranquilidad de que todo estaba en orden. Sí, eso era una melodía de alguna clase. Los champiñones eran un asco, pero la cocina de Terri fue una revelación, y en adelante cada visita a esa cocina había inundado a Irina de una alegría narcótica.
Mientras tanto, ella tampoco hizo mucho más que contemplar la cara de Ramsey, una revelación con o sin los hongos mágicos de la madurez. Lo besó.
—No importa si no funciona —dijo Irina.
—Lo sé —dijo Ramsey, y se terminaron el vino—, pero creo que está funcionando.
Bajaron sigilosamente a la sala de snooker. Ramsey encendió la lámpara de la mesa; esa noche, el tapete invitaba una vez más a una merienda campestre. Las bolas, escarlatas, amarillo canario, verde berilo, eran, naturalmente, psicodélicas; el triángulo brillaba con el mismo misterio de la cocina de Terri, pues el mundo visual está a rebosar de psilocibina de su propia cosecha. Anunciando torneos de antaño en Malasia, Hong Kong y Bingen del Rin, los pósters enmarcados de Ramsey enmarcaban también el hecho de que había vivido una vida envidiable. Era una novedad, una novedad inoportuna, empezar a pensar en los logros como cosas finitas y terminadas, pero es mejor admirar un trabajo bien hecho que volver a caer en la trampa de obsesionarse, como sus fans, con el único torneo que nunca había ganado: ¿Y esto es todo? Cinco míseros años, ¿y esto es todo? Es curioso, pero siempre estamos esperando que la vida empiece, como cuando Irina y Terri se pusieron a mirar las paredes de la cocina esperando que parecieran hermosas cuando ya lo eran. Podemos pasarnos un tiempo espantosamente largo anticipando la llegada de lo que siempre hemos tenido, como cuando hacemos tamborilear los dedos aguardando a un mensajero de FedEx mientras el paquete ya espera pacientemente y sin abrir delante de la puerta.
Se tomaron tiempo para desvestirse. El musculado abdomen de Ramsey titilaba como un banco de pececillos, y el pene estaba del tamaño que, para Irina, una vez había sido el normal.
—¿Sabes? Antes pasaban meses y nunca lo veía más pequeño —dijo Irina, pasando un dedo por su viejo amigo—. Imaginaba que caminabas por la calle así, con ese… bate de béisbol.
—Así era —dijo Ramsey—. Las semanas que pasábamos separados, en hoteles de gira…, te hice cosas terribles. Mentalmente.
—… ¿Te sientes bien?
—Me siento mejor —dijo él, apretándose contra Irina—, mejor que bien.
Irina, que no quería ponerlo a prueba, hizo ademán de subírsele encima, pero Ramsey no estaba dispuesto a aceptar nada parecido.
—No, cielo, no te equivoques. Esta noche voy a follarte como un hombre.
Irina estaba contenta. Disfrutó con él encima; le gustaba la vista. Había pasado tiempo suficiente para que esa amnesia protectora se instalara en ella, pues no se echa de menos lo que no se recuerda. Cuando Ramsey la penetró y se detuvo, en el borde del dolor, a Irina, sorprendida, se le ensancharon los ojos.
—¿Irina? —Ramsey rara vez la llamaba por su nombre, como si «Irina» fuese algo que perteneciera a su antigua vida con Lawrence, o quizá, a Lawrence mismo—. Lamento que…
—Chist —le ordenó ella, pero Ramsey insistió—. Lamento tantas peleas. Te quiero muchísimo, pero no siempre supe…
Aah.
—… cómo manejarlo.
—A lo largo y a lo ancho de la geografía inglesa —susurró Irina—, y especialmente a lo largo, lo has manejado muy bien, en serio.
Si a Irina se le pasó por la cabeza que follar con Ramsey siempre debería haber sido así, el pensamiento rebotó y le dijo que, en efecto, así había sido.
—Eres muy amable, cielo. Pero yo he sido un sinvergüenza. Sólo espero que en tu corazón alguna vez sepas perdonarme, me da igual cuándo.
No servía de nada decirlo abiertamente, pero los dos sabían que ésa sería la última vez. Aunque también es probable que a todos nos llegue el momento en que hacemos algo por última vez. Atarnos los cordones. Mirar la hora.
Puede que Ramsey se portase como un crío pequeño cada vez que tenía un resfriado o estreñimiento, pero el sufrimiento real lo aceptó con estoicismo y valor, como si se hubiera pasado años quejándose todo lo que tenía que quejarse y preparándose así para el verdadero desastre sin un suspiro. La radioterapia, cinco días a la semana durante dos largos meses, le produjo un sarpullido doloroso en el perineo y rachas de diarrea; lo dejaba tan débil que cuando volvía del hospital se iba directamente a la cama. Tenía una sensación de náusea más o menos constante, y las comidas que Irina le servía en la cama —los condimentos suaves no parecían naturales— a menudo quedaban intactas. Habría perdido peso de no haber sido por el tratamiento para bloquear los andrógenos, que lo hinchó. Al parecer, la testosterona alimentaba el cáncer, pero tenía sus ventajas, ¿no? Bajo la influencia de los medicamentos administrados para obstruir la producción de hormonas, Ramsey ya no le metía la mano por debajo de la falda. Se le ablandó el físico. Los pececillos de los músculos abdominales se marcharon nadando. Los dos delicados montículos del pecho crecieron para formar dos senos pequeños. Las líneas definidas del cuerpo empezaron a desdibujársele casi de la misma forma en que se le achata la silueta a un muñeco de jengibre cuando se mete en el horno la masa cruda recortada con cortapastas.
Una ventaja perversa de las largas horas en que Ramsey languidecía arriba, en duermevela, era que Irina, si quería, ahora podía quedar con Lawrence sin que nadie se enterara. Era una libertad a la que habría renunciado muy contenta, pero la necesidad de hablar con Lawrence era apremiante. El hecho mismo de que, después de todo lo que habían pasado, siguieran hablándose, parecía un milagro, y prometía una recuperación más allá del peor de los traumas, si no tentar con la posibilidad de una vida eterna.
Se encontraron a finales de agosto en un Starbucks del Strand, cerca del despacho de Lawrence. Ramsey acababa de terminar una de sus últimas sesiones de radioterapia y estaría semiinconsciente un par de horas. Lawrence y ella se habían escrito por correo electrónico durante esos meses, pero ya había pasado casi un año desde que se habían visto en el Pierre Hotel de Nueva York. Irina tuvo una breve impresión; había olvidado qué aspecto tenía.
Es posible que la impresión que se llevó Lawrence fuese aún mayor, y él no hizo ningún esfuerzo para disimularla.
—¡Irina Galina! —gritó, con nostalgia—. ¡Qué mala cara haces!
Irina se miró las manos, las uñas sucias y rotas, la piel estriada, cubierta de delgadas líneas paralelas.
—Ramsey está peor que yo.
—¿Comes?
La última vez que tomó un baño, Irina, aunque estaba apática, se había dado cuenta de que se le veía el esternón y se le había aflojado la piel del abdomen; ya tenía edad para que se le empezara a arrugar.
—Como algo de las cenas que le preparo a Ramsey y que él apenas prueba, pero comprenderás que no tenga apetito para apurar el plato.
—¿Has visto lo demacrada que estás? No podrás cuidarlo si no te cuidas tú.
Homilías.
—Te aseguro que no es por mí por quien deberías sentir pena.
—¿Qué tal lo lleva? Porque si uno decide oponerle resistencia, la actitud mental puede ser una ayuda muy…
—Su oncólogo dice lo contrario. Por lo visto, puedes estar todo lo deprimido y ser todo lo fatalista que te dé la gana; la negatividad no influye lo más mínimo en los resultados del tratamiento.
Lawrence frunció el ceño. Creía a pies juntillas en el poder de la voluntad, pues la suya era prodigiosa.
—No sé qué decirte. No tomaría la opinión de un médico…
—Que no te guste la idea —lo cortó Irina en seco— no tiene por qué significar que sea falsa. Además, si lo piensas bien, esperar que alguien que agoniza saque los pompones y se ponga a animar al equipo no es muy razonable que digamos. Dicho lo cual, Ramsey aún tiene el mentón bien alto. Cuando no lo tiene hundido en el pecho, claro. Duerme muchísimo.
—¿Cuál es el pronóstico?
Irina se encogió de hombros.
—No pueden darnos una respuesta clara. Además, ¿qué importa lo que nos digan? Lo único que importa es lo que ocurra. Es probable que en invierno tenga que hacer quimio…
—Caída del cabello… Más náuseas… ¿Eso?
—Eso.
—Intuyo que no está jugando mucho.
—Parece mentira, pero cuando tiene energía, juega. Dice que le relaja. Y por primera vez desde que era niño puede jugar sólo para divertirse, por el placer de mirar cómo entran las bolas en las troneras, por el gusto de oír ese ruido vítreo cuando se entrechocan. Y ahora que no se juega ningún título, ni dinero, no se castiga si está «en baja forma».
El estado de Ramsey era tal torbellino, que Irina tenía que estar atenta para no hablar sólo de sus preocupaciones.
—Pero háblame de ti… ¿Qué tal la vida de casado?
En un mensaje había compensado la metedura de pata de no haberle preguntado en Nueva York cómo se llamaba la chica.
—Es una pareja diferente. De la nuestra, quiero decir. Más… tempestuosa, si sabes a qué me refiero.
Irina sonrió.
—Me temo que sí sé a qué te refieres. ¿Lo prefieres así o querrías volver a tener la pareja pacífica, sin altibajos? Tranquila, cómoda… El día mecánico, la pasión convertida en cocción a fuego lento y cosas no dichas. No era tan estupendo, créeme. Cualquier cosa menos eso.
—¿Comparando peras con manzanas?
—Cierto, pero en la vida hay momentos en que tienes que decidir si quieres comerte una manzana o una pera.
Lawrence se estremeció.
—Sospecho que no soy de los que miran atrás.
—Yo sí. Vuelvo a ciertos momentos y me destrozo pensando en lo que podría haber sido si…
—Eso es perder el tiempo.
—Es probable —dijo ella, muy alegre.
—Bueno, aunque…, si pasara lo peor, al menos tienes el bienestar asegurado.
La situación económica era un punto que Irina había evitado hábilmente en la correspondencia.
—No exactamente —dijo ella—. Ramsey no tiene un penique.
—¡Eso es imposible!
—¿Y todas las cenas que pagaba cuando salíamos a comer los cuatro? Multiplica esa liberalidad por varios miles de veces.
—¿Y cómo os las arregláis ahora?
—No muy bien, la verdad. Yo me gasté casi todos mis ahorros en visitas médicas privadas. Y los últimos seis meses he tenido que aparcar las ilustraciones.
Lawrence no podía soportar oír hablar de desgracias que él fuese incapaz de mejorar en la práctica —era un hombre dinámico—, y se le iluminaron los ojos antes de que Irina pudiera frenarlo.
—¡Bueno, pues déjame ayudarte! ¡Podría dejarte diez mil sin ningún problema, puede que hasta veinte mil! Ni siquiera hace falta que sea un préstamo, no tendrías que devolvérmelo.
Irina le puso una mano en el brazo.
—No, no podría. Es muy amable de tu parte, pero Ramsey no querría saber nada. Y yo tampoco. No te preocupes, tengo otros recursos.
Cuando se separaron, Irina dijo:
—Quizá no debería, pero a veces te echo de menos. Tu perseverancia, tu solidez. No es demasiada traición, ¿no?
—No —dijo Lawrence y, quizá un poco demasiado alegremente, añadió—: Bueno, a veces yo también te echo de menos. Tarta de crema de ruibarbo y chiles a porrillo.
—¿Echas de menos las comidas que preparaba?
—Es mejor que alegrarse por haberme librado de ellas, ¿no? Y no he querido decir que eso es lo único que echo de menos. Pero sí… Echo de menos tus platos, si no te importa. Eres una de esas mujeres que cuidan de los demás. No me di cuenta hasta hace poco, pero no todas las mujeres son así.
Irina se fue a pasear por el Strand, perpleja. Y pensar que ella siempre había creído que era él quien la cuidaba.
En cuanto a los «otros recursos», Irina postergó la llamada, pero se acercaba otro pago de la hipoteca. Marcó los dígitos con una lentitud tal, que la línea se cortó y tuvo que volver a empezar.
—¿Mamá? —Su voz era un pitido—. Soy Irina… Oye, sé que hemos tenidos nuestros más y nuestros menos, pero Ramsey está muy enfermo… Sí, creí que ella te lo habría contado. Pero lo que no sabe es que tenemos algunos… problemas de dinero… Mamá, no empieces con que ya me lo habías dicho, ¡éste no es el momento! Sí, todavía tenemos la casa, y supongo que a mí no me importaría irme a vivir a otra parte, pero Ramsey… Está tan mal, y le encanta este lugar, no puedo hacerle eso ahora. Por eso me preguntaba si… ¿Todavía tienes el coche? Lamento tener que pedírtelo, pero me vendría bien que lo vendieras.
En febrero, lo único de lo que todos los demás podían hablar era la posibilidad de una guerra inminente con Irak, pero Irina estaba luchando contra otra invasión, y con unas armas de destrucción masiva que, hasta ese momento, habían demostrado ser más reales que las de Sadam Husein. Cuando Ramsey quedó postrado en cama después de las sesiones de quimioterapia, se volvió un arte, y una disciplina, seguir discerniendo, bajo el rostro abotargado, los rasgos marcados y los contornos de la cara de la que se había enamorado. Ya no le crecían los cañones que en otros tiempos tan roja le habían dejado la barbilla y delatado su conducta díscola ante Lawrence; teñida del marrón amarillento del pergamino viejo, la piel, incluso la de los brazos y las piernas, ahora era lampiña y suave como la de un bebé. Sin embargo, de los mechones blancos que le quedaban, Irina podía inferir una furiosa mata de pelo, igual que un dibujo de líneas estilizadas podía sugerir masa con apenas un par de trazos a lápiz. A medida que pasaban los meses, el proyecto se había vuelto paleontológico, y sólo había impresiones parciales en un anodino bloque de piedra a partir de las que reconstruir un pterodáctilo a punto de remontar el vuelo. Cuando Ramsey ya estaba demasiado débil para levantarse, Irina aprendió a manejar la cuña sin sentir vergüenza, recordándose que, si nos las ingeniamos para disimularlo el tiempo suficiente detrás de la puerta cerrada del lavabo, todos somos recipientes agujereados de sangre, mierda y orines.
Quizá lo más difícil de aceptar era secundario, o eso parecía: el aroma a crema quemada que una vez había emanado, tan seductor, de la base del cuello de Ramsey, esa nube redonda y saludable que despide la crema cuando se hornea. Como si el potecito hubiera quedado olvidado en el horno al máximo, la crema se había cortado, y el azúcar se había quemado. Los medicamentos le hacían despedir por la piel un olor acre, y si bien cuando lo besaba el sabor seguía siendo dulce, era un poco repulsivo.
Aturdido por los calmantes, Ramsey nunca pareció olvidar quién era ella, pero podía confundir otros detalles. Un día de la semana anterior se había levantado muy agitado, convencido de que sólo tenía media hora para llegar a Wembley y jugar el Masters o lo descalificarían. (En lo tocante a delirios, era perspicaz; esa semana, en efecto, se jugaba el Masters en el norte de Londres, lo cual llevó a Irina a concluir que tenía el circuito de snooker integrado en lo más hondo del cerebro). Así pues, esa tarde en particular destacó entre las demás. Los ojos azul grisáceos, ahora sin manchitas blancas, pero serenos, se habían transformado en dos charcos claros y penetrables. Estaba débil, pero lúcido, y los minutos en que Irina podía hablar sin interrupciones con el centro de control se habían vuelto preciosos.
—¿Cariño? —dijo Ramsey, cogiéndole la mano mientras ella se sentaba en el borde de la cama. Los metacarpos parecían de cartón, y salpicados con prematuras manchitas de la vejez—. Hay algo que tengo que decirte antes de que ya no pueda decirte nada.
A ella le encantaba que le hablara con acento del East End.
—De acuerdo, pero no te esfuerces.
Desafiando esa cautela, Ramsey se esforzó por incorporarse y ella lo ayudó a acomodar las almohadas.
—Te debo una disculpa, cielo.
—Si es por las peleas…
—No es por las peleas. He sido tremendamente egoísta. Cuando te llevé a Omen para celebrar aquel cumpleaños, tendría que haber pagado la cuenta y después haberte llevado a casa.
—¿Y no besarme por encima de la mesa de snooker? ¡Si es uno de los recuerdos más hermosos de mi vida!
—Sé que he tenido celos del Hombre del Anorak —prosiguió Ramsey, hablando con dificultad—. Pero no porque te portases como una puta. Has sido una buena esposa. Sospecho que siempre supe que nunca volviste a follar con ese tío después de que nos casamos. Pero da igual, he sido tan celoso que llegué a sentir el sabor de los celos en la boca. Parecían de metal, como si chupara una moneda de cincuenta peniques.
—Pero yo dejé a Lawrence por ti. ¿Por qué eso nunca te bastó?
—Porque no deberías haberlo hecho —dijo—. Porque sé que cometiste un error. Habrías estado mejor con el Hombre del Anorak, eso está clarísimo.
—¡Oh, qué disparate! Los calmantes te han afectado la cabeza.
—No me contradigas, tía. He sido incapaz de decírtelo antes porque me jode de una manera que… Pero todo este rollo tiene su lado bueno…
Irina intentó protestar, pero Ramsey levantó la mano. No era muy probable que aguantase así mucho tiempo, y ella debía dejarlo hablar.
—Puedo decir la verdad. No sirvo para nada, cielo. Casi todo lo que he podido ofrecerte ha sido mi polla, que a ti parecía gustarte por razones que yo nunca entendí muy bien, y que ahora es sexy como una salchicha hervida encima de un plato de puré frío. Y lo que es peor, quemé toda la pasta y sólo te dejaré facturas y una casa hipotecada. Ni siquiera puedo dejarte el trofeo del Campeonato del Mundo porque…, sí, tenías razón, te hice pasar un papelón en el Crucible. Todo fue culpa mía. Y todo eso que dijiste del once de septiembre, sí, diste en el blanco. Pero el problema no fue sólo la bebida, no fue sólo el Rémy, el problema fue que te quiero demasiado, demasiado para poder aguantarlo. Te quiero tanto, que hice algo terrible, cielo.
»Separarte del Hombre del Anorak ha sido el pecado más grande que he cometido en toda mi puta vida. Yo me había dado cuenta de que hacíais buenas migas. Y de que él era tope responsable. Te ayudaba con tu trabajo y esas cosas, y yo ni en foto conozco a un solo editor de libros infantiles. Él habría cuidado de ti, cielo, y es listo, mucho más listo que yo. Hace unos chistes políticos que nunca entiendo. Y si te gusta, ni siquiera es feo. Siempre me trató correctamente, me felicitaba por mi juego, seguía todas las estadísticas, mis centurias y esas cosas. ¿Y cómo se le agradezco? Birlándole a la mujer, a la que más quiere en el mundo, aunque nunca fuese muy brillante a la hora de demostrarlo. Pero, claro, yo no podía permitir que te quedaras con él, porque soy un imbécil y un egoísta. Si hay un San Nosecuántos esperándome a las puertas del paraíso, esto será lo primero que saldrá de la boca de ese tío: ¿Por qué te llevaste a Irina? ¿Por qué se la quitaste al Hombre del Anorak, tú, fracasado? ¿Cómo pudiste arruinarle la vida a esa hermosa mujer?
El soliloquio lo dejó sin fuerzas; Ramsey se hundió en las almohadas. Irina le quitó el sudor del entrecejo con una toalla de cara y le dio a beber un sorbo de agua.
—¿No crees que esa decisión depende de mí?
—No —dijo Ramsey, y fue un no rotundo—. Nunca conocí a una mujer que supiera lo que es bueno para ella.
—¿De veras? Bueno, en cualquier caso, ahora me toca a mí, ¿no? Y mientras tanto, tú te callas. ¿De acuerdo?
Ramsey gruñó.
—En primer lugar, a la mierda toda esas paparruchas de las puertas del paraíso. ¡Todavía estás vivo! Pero a lo mejor tienes razón, es posible que haya cosas que ahora podamos decir y que antes habrían sido más duras. Y sí, Ramsey, te lo aseguro, Lawrence es «tope responsable». Nunca oculté que me trataba de maravilla, y sé que eso ha sido una carga para ti. Habría sido muchísimo más fácil si me hubiera pegado o si hubiera sido un borracho o un donjuán, entonces sí tendría que dar gracias de todo corazón por haber escapado. Confieso que no lo hice. Dices que tu mayor pecado fue quitarle a Lawrence la mujer a la que más quería. Bueno, el más grande de mi vida fue dejarlo, y, sinceramente, nunca he vuelto a ser del todo la misma persona. Nunca volví a tenerme en tan alta estima. Quería a Lawrence; sé que oír esto no es fácil para ti, pero sigo queriéndolo, aunque de una manera que, la verdad, no debería ponerte celoso.
»¿Y si no hubiera sido así? Si no te hubiera besado, nunca habría vivido los mejores momentos de mi vida. Y tampoco fue ese único beso, no; fueron todos los besos. Los momentos en que te besé, en que follé contigo… Y si acaso piensas que sólo se trata de esa polla tuya, tan inexplicablemente atractiva, no olvides los momentos en que te contemplé acercarte a mí como quien no quiere la cosa en ese escenario de Purbeck Hall, con la chaqueta de cuero negra en los hombros… Verte embocar una roja desde lejos con la blanca pegada a la banda cuando Clive Everton acababa de anunciar que era imposible… Oírte cantar a dúo con Ken Doherty los cinco versos de «Locos por el snooker…». Ver la cara que se le ponía a mi madre cuando le tiraste las llaves de ese coche en Brighton Beach… Bailar al ritmo de Charlie Parker en el Plaza… Bueno, todos esos momentos valen la pena, valen, como dirías tú, todo el paquete. Las peleas, las noches que pasé aquí sola cuando estabas en Bangkok, vernos de repente sin dinero. No estoy segura de tener derecho a decir que valió la pena herir los sentimientos de Lawrence de manera tan dolorosa, pero eso me enseñó a hacerme una idea menos halagadora de mí misma, a verme como una mujer normal, con todos sus defectos, contradictoria también, y no como una santa. Por esos momentos también vale la pena… esto. Sigo esperando que salgas adelante, cariño, y que todos esos espantosos tratamientos sólo sean la peor parte. Pero aunque no salieras adelante, volvería a besarte aquella noche, cuando cumpliste cuarenta y siete años. Sabiendo lo que sé, volvería a lanzarme a tus brazos y a besarte, y aceptaría de buen grado las consecuencias, buenas o malas.
Ramsey se había quedado dormido en algún momento de ese monólogo; al principio, muy probablemente.