10

Fue Irina la que insistió para que esa noche vieran la final del campeonato de 2001 entre Ramsey y Ronnie O’Sullivan, pues el idilio de Lawrence con el snooker parecía haberse desvanecido con carácter permanente. De acuerdo, hacía tres años y medio que no veían a Ramsey, que probablemente ya sólo era alguien al que habían conocido. Mientras veían la primera sesión vespertina, Irina se preguntó si Ramsey habría encontrado ya a otra mujer, y no pudo librarse de la esperanza, absurda y cruel a la vez, de que no fuera así. Ramsey se había convertido en una extraña dependencia mental, como si otra vida discurriese junto a ésta, ni mejor ni peor, quizá, pero sin duda distinta, y le gustaba estirar la mano y tocarla de vez en cuando, como si estuviera en una canoa y metiese la mano en las aguas del río.

Ramsey apareció impecable, como siempre: afeitado al ras, ni un solo pelo fuera de lugar, el traje planchado y la pajarita formando una paralela perfecta con el suelo. O’Sullivan, con sus rasgos de patán, ya podía promocionarse como hombre «reformado», pero comparado con su rival parecía un vagabundo. Los movimientos de Ramsey eran seguros, suaves y firmes, y si bien los dos jugaban rápido, Ramsey parecía dinámico y O’Sullivan, sólo impaciente. Ramsey embocaba unas bolas soberbias, pero sin sacrificar jamás la posición; Ronnie, en cambio, no podía resistirse a unas tacadas espectaculares, pensadas para impresionar, pero que le reportaban un solo punto. Aunque O’Sullivan nunca era abiertamente grosero, el comportamiento exquisito del jugador veterano —Ramsey siempre daba unos golpecitos elogiosos en la barandilla cuando su adversario conseguía un despeje excelente— parecía impulsar al más joven a una mala educación que contrastaba con sus exquisitos modales. En su silla, el Cohete se repantigaba y dejaba que la expresión se le cubriese de aburrimiento o enfado. Se pasó uno de los despejes más elegantes de Ramsey con la cara envuelta en una toalla, seguramente más para no tener que mirar que para favorecer la concentración. Aunque Clive Everton señaló que el ranking de Ramsey se había ido deteriorando progresivamente en los últimos tres años, Irina tenía la certeza visceral de que hoy su viejo amigo tendría por fin su día de gloria.

—Creo que va a ganar —predijo Irina cuando terminó la primera noche y Ramsey se impuso por diez a seis. Para ella, el éxito comercial de Iván y los Terribles había dado paso a una época generosa de optimismo y buenos deseos para los demás.

—No caerá esa breva —dijo Lawrence, en quien la corta fama televisiva tras la firma del Acuerdo de Viernes Santo no había producido ningún cambio semejante—. El pobre hijo de puta está maldito. ¿Cuántos años tiene ya? Más de cincuenta, seguro. Está acabado.

Los corredores de apuestas coincidían con Lawrence, y antes de la final habían puesto las probabilidades de la victoria de Ramsey en ocho a uno. Con todo, la tarde siguiente continuó en cabeza y entró en la cuarta sesión ganando por catorce a diez.

Irina engatusó a Lawrence para que vieran juntos la última sesión el día siguiente por la noche. Por una vez O’Sullivan no se portaba como un crío y, según dijo Everton, «cavaba hondo»; antes del descanso acortó la distancia a quince-trece. No interesada convencionalmente en ninguna clase de deporte, ahora Irina estaba tan entusiasmada que no podía estarse quieta en el sillón y se paseaba inquieta por la alfombra como una leona. Cuando el marcador llegó a dieciséis-quince, y después a un empate a dieciséis, se puso tan nerviosa que casi le resultaba doloroso seguir el juego.

—Pero ¿qué te pasa? —preguntó Lawrence desde el sofá—. Sólo es una partida de snooker.

—Hubo un tiempo en que jamás habrías dicho eso, milyi. Además, como drama personal es electrizante. Debe de hacer más de treinta años que Ramsey juega. Ganar este torneo es el sueño de su vida. Y ahora le faltan dos juegos… ¡Un juego! Se han puesto diecisiete a dieciséis. ¿Puedes creer lo que estás viendo?

Irina brincaba de contenta, literalmente, y el público hacía lo mismo. Es posible que con los años el número de hinchas de Ramsey se hubiese reducido, pero no había aficionado que no conociera su historia de eterno finalista. Igual que Lawrence, la mayoría daba por buena la leyenda de que estaba maldito y nunca podría ganar ese campeonato. La perspectiva de que Swish rompiera el encanto, la Bella Durmiente descubriendo el despertador, provocaba una oleada de euforia incluso entre los espectadores con camisetas que decían «¡Rotherham con el Cohete!».

E igual que el público, Irina gimió y se tapó la cara con las manos cuando Ramsey falló una roja fácil y dejó entrar a O’Sullivan. Ése era exactamente el lapsus repentino e inexplicable, bajo presión, que ya le había hecho perder seis finales. Cuando Sullivan limpió la mesa y volvió a empatar, Lawrence gruñó, reprendiéndola:

—Ya te lo he dicho, no va a ganar. Algo en él debe de no querer ganar. Si alguna vez se alza con el triunfo, a la mañana siguiente despertará y no sabrá quién es. Ya verás como la caga.

—¿Apostamos? —dijo Irina—. Mil dólares.

—Lárgate.

Uno de los grandes.

El generoso anticipo que había cobrado por Iván y los Terribles, con otro contrato de seis cifras apalabrado, estaba descubriéndole los embriagadores placeres del despilfarro.

—¡De acuerdo! —dijo Lawrence—. Pero lo lamentarás.

Irina ya no lo lamentaba. Aun cuando Ramsey la liara en el frame decisivo, era estupendo tener una fe tan ciega en su viejo amigo, y parecía mejorar las probabilidades kármicas del jugador.

—¡Vaya, sí que tiene mala suerte! —se oyó entonar a Clive Everton. El propio O’Sullivan empezaba a sentir la presión, y su torpe break-off había dejado una roja disponible en la tronera de la esquina. El Cohete volvió enfurruñado a su silla, donde lo mejor que podía hacer era ponerse cómodo, pues Ramsey no sólo metió esa roja, sino que procedió a sacar a sus amiguitas del resto del paquete como si desgranara un racimo de uvas una tarde de verano.

Para el espectador hay dos clases de deportistas: aquellos en los que confía y aquellos en los que no. Es probable que la división guarde correlación con el hecho de si el deportista confía en sí mismo, pero, en cualquier caso, ver a un jugador en el que se tiene una fe incompleta hace que la ansiedad aumente. Mirar al que «lo tiene», sea lo que sea, y sabe que lo tiene, es relajante. De hecho, algunos personajes saben engendrar en el público una fe tan inquebrantable que la tensión desaparece y se ganan la fama de aburridos. Vista la historia de Ramsey, en esa situación Irina lo habría clasificado como la clase de jugador que pone nervioso.

Sin embargo, con mil dólares en juego, cuando el break llegó a cuarenta, cuarenta y uno, cuarenta y ocho, volvió a arrellanarse muy cómoda en el sillón. Ramsey se acercaba al número mágico en el cual O’Sullivan necesitaría snookers, y la ansiedad de Irina debió de aumentar hasta lo insoportable; sin embargo, con sesenta y cuatro, sesenta y cinco y setenta y dos, Irina sólo se sintió más relajada, lánguida casi. Con setenta y tres, Ramsey necesitaba una sola bola más para asegurarse la victoria, y la metió. Así de sencillo. Tal como Irina sabía que lo haría. Nunca había ganado mil dólares con tanta facilidad.

La multitud aplaudía enloquecida. Irina, muy serena, le sonrió a Ramsey. El árbitro hizo callar al público. Su resultado podría haber sido concluyente, pero el frame aún no había terminado.

—¡Sí, señores! —dijo Clive Everton—. ¡Ramsey Acton puede tener la oportunidad de llegar a ciento cuarenta y siete!

El Santo Grial del snooker, inusual en la mesa de prácticas, y sumamente raro en un campeonato, un 147, o máximo, es la puntuación más alta que se puede conseguir en una sola tacada. En efecto, hasta ese momento Ramsey había dejado la negra sin tocar; mientras tanto, las rojas restantes quedaban abiertas por el paño como las piernas de una puta. Así pues, Ramsey Acton iba moviéndose fluidamente alrededor de la mesa con la sensación de bienestar que suele inundar al que ya ha ganado; cuando superó los cien puntos el público se volvió loco. Los fans de O’Sullivan habían renunciado por completo a su ídolo; la multitud, de clase trabajadora en su mayoría, había abandonado la pose distinguida y callada que caracteriza al deporte y revertido al tipo original. El árbitro parecía resignado; apremiar a esa muchedumbre levantisca a que guardara silencio se parecería a tratar de vestir a un pit-bull. Oh, sí, ciento cuarenta y siete, pero eso sólo era la guinda del pastel; no eran necesarios. Pero, pensándolo bien, tampoco el snooker lo era.

Cuando la última negra entró para completar el máximo, la multitud estalló, y los vivas y los abucheos duraron dos o tres minutos. Las noticias llevaban meses saturadas de imágenes de atroces barbacoas públicas cuya finalidad era erradicar la glosopeda; rebaños enteros morían achicharrados en las colinas mientras unos granjeros fornidos de Yorkshire lloraban como recién nacidos y en las zonas rurales aumentaba el número de suicidios. Qué poco se veían esos días cosas bonitas por televisión.

—Me pregunto si en cierta medida no será un chasco —caviló Irina—. Conseguir exactamente lo que uno siempre ha querido.

—Perder lo sería más —dijo Lawrence—. Te lo digo yo, que acabo de perder mil pavos.

—Dónalos a la obra de beneficencia que más te guste. Seguro que hay algún fondo para jugadores de snooker en desgracia… ¡Míralo! Es tan emocionante. No está lloriqueando, y hasta ahora ha conseguido no echarse a llorar. Pero juraría que tiene lágrimas en los ojos.

Desde un punto de vista puramente teórico, Irina reconoció lo importante que sería para Ramsey tener a una mujer con la que compartir la victoria que coronaba su carrera, pero, cuando en el alboroto que siguió a la presentación del trofeo no apareció ninguna jovencita radiante de felicidad para abrazar ese esbelto cuello de caballo de carreras, ella, en secreto, se sintió contenta.

Hacer realidad el sueño de toda una vida, sea cual sea, estaba, sin duda alguna, empañado por un vacío insidioso, la sensación de «¿y ahora qué?», lo bastante desagradable para provocar una nostalgia retardada por los días en que uno aún vivía atormentado por lo que creía querer. Sin embargo, Ramsey prefería enfrentarse al hecho de que la urna de plata que le entregaron esa noche en el Crucible no era más que un pedazo de metal frío e inútil antes que a la alternativa de que el pedazo de metal se lo llevara otro. A su vez, aun cuando en el momento el galardón puede parecer una recompensa no mucho mayor que el «anillo lunar» que viene en el fondo de un paquete de cereales Cap’n Crunch, también Irina había anhelado siempre ganar un premio. Un deseo que parecía infantil. Y lo era. De hecho, era el carácter infantil de esas tremendas ganas de vencer, como en un concurso organizado en la primaria —Spacer anhelando ganar una cinta azul en la carrera de sacos—, lo que las hacía tan tenaces.

Así, cuando una tarde de finales de mayo recibió la llamada de su editor de Transworld para anunciarle que Iván y los Terribles estaba entre los candidatos a la Medalla Lewis Carroll, Irina se comportó como un crío de diez años. Se puso a dar vueltas por el estudio y gritó «¡hu-rra-rrá!» sin importarle que la oyeran los vecinos. Sin embargo, de nada le sirvió todo ese bailoteo. La verdadera experiencia seguía sin tener lugar y, en un sentido profundo, la noticia sólo llegaría cuando se la contara a Lawrence.

El teléfono parecía una pérdida de tiempo. Cogió la chaqueta y salió volando por la puerta. De camino a Blue Sky, se puso a dar unas zancadas tan ágiles y largas que decidió salvar las distancias cortas a la carrera. En el vestíbulo de Churchill House le rogó a la recepcionista que no avisara a su «marido» de su presencia —allí todos pensaban que Irina y Lawrence estaban casados— porque quería darle una sorpresa.

Y se la dio. La puerta del despacho estaba cerrada, pero ninguna esposa de hecho tendría que llamar antes de entrar.

Algo no iba del todo bien. Esos dos deberían estar sentados cada cual a un lado del escritorio, o mirando la pantalla del ordenador de Lawrence. ¿No deberían tener unos papeles en la mano aun cuando estuvieran despachando algún asunto en el sofá? No obstante, tampoco puede decirse que el dúo fuese demasiado íntimo; cuando Irina consiguió abrir la pesada puerta, estaban sentados bien lejos uno del otro, en una posición bastante extraña.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Lawrence con voz ahogada.

—Qué gracioso —dijo Irina—. Iba a preguntar lo mismo de Bethany.

—Oh, sólo he pasado a comentar unos asuntos de trabajo —dijo Bethany muy alegre, poniéndose de pie y alisándose la minúscula falda—. Cosas que te aburrirían. Ta, Yasha!

Y dirigiéndole a Irina una sonrisa resplandeciente, la muy puta desapareció por la puerta.

Irina había llegado con una noticia maravillosa. Puesto que quería contarla también de un modo maravilloso, borró de su cabeza los últimos sesenta segundos con una línea oscura de Magic Marker, como suele hacerse en esos manuscritos confeccionados con documentos desclasificados y preparados para satisfacer las peticiones presentadas en virtud de la ley de libertad de información. Incluso tachó el detalle de que Bethany usaba un nombre especial para llamar a Lawrence, un diminutivo ruso del segundo nombre, que, por otra parte, ella no tenía motivo alguno para saber. Bethany y Lawrence eran colegas, y los colegas entran y salen de los despachos de los demás todo el tiempo, ¿no?

Dada la índole alegre de su visita, Irina también consiguió quitarse de la cabeza la rabia que aún le daba ver que la ilustración de Veo rojo, la que había hecho enmarcar hacía dos años y medio, seguía ahí, apoyada contra la pared, aunque ella misma la había cargado hasta el despacho de Lawrence. Blue Sky se molestaba si los empleados hacían agujeros en las paredes, y Lawrence nunca se había decidido a pedirle al personal de mantenimiento que colgara un alambre desde la cornisa.

Así pues, se lo dijo. Lawrence la abrazó y le propuso una cena carísima para celebrarlo. Esa misma noche. Y declaró tener absoluta confianza en que ganaría. Sólo en brazos de Lawrence tomó Irina plena conciencia del honor de estar entre los aspirantes al premio.

Aunque, mientras se vestía para la recepción en el Pierre de la Quinta Avenida, Irina estaba comprensiblemente nerviosa, tanta ansiedad parecía desproporcionada. Hiciera lo que hiciera para no forjarse ilusiones, en lo más hondo de su ser sabía que Iván y los Terribles se llevaría el premio. Por lo tanto, el origen de su inquietud mientras luchaba con el pelo rebelde poco tenía que ver con estar preparándose para la derrota.

Por una desgraciada coincidencia, Jude Hartford también estaba entre los candidatos. Desde que Irina había visto su nombre en el artículo del Telegraph sobre el premio, intentó imaginar y ensayar una actitud con la que enfrentarse a Jude. Por curioso que parezca, era incapaz de recordar una sola separación por la cual aún albergase sentimientos intensos de cualquier índole, fuese alegría por haber dicho adiós o buenos deseos. Pero esa extraña amistad que se había desintegrado delante de sus narices dejó un borde por el que hasta muchos años después Irina podía pasarse la lengua como si fuera un diente partido. Nadie supone que las amistades han de tener la estructura apocalíptica del amor; como viejos soldados, pueden debilitarse, pero nunca mueren. Rupturas como la de Irina con Jude, rebosantes de las palabras ásperas y las renuncias absolutas propias de una pelea de enamorados, desafiaban el orden natural. Las colisiones fatales entre amigos pueden ser de una gratuidad feroz; en cambio, cuando pasa el tiempo y recordamos, las separaciones amorosas tienen la cualidad balsámica de lo inevitable. Por consiguiente, el agravio de Irina seguía fresco aún después de cinco años.

—Eh, ese vestido es sensacional —dijo Lawrence.

Irina se mordió el labio.

—¿No te parece demasiado corto?

—Joder, no. Hay más de cinco centímetros entre el dobladillo y el coño.

—El corte es más bajo de lo que me pareció en la tienda. Puede que deba ponerme la chaquetita negra.

—No. Así estás sexy.

Irina se sorprendió; normalmente Lawrence decía «mona».

—Creía que te sentías incómodo cuando me ponía… sexy.

—No digas gilipolleces. ¿De dónde has sacado esa idea?

—No te gusta nada cuando tengo que ponerme elegante.

—No me gusta cuando yo tengo que ponerme elegante.

—Hablando de lo cual… —dijo Irina, mirando de refilón, y con desdén, los familiares Dockers oscuros y la gastada camisa sin corbata. ¡Lawrence podría ser un hombre tan apuesto si sólo se pusiera recto e hiciera un esfuerzo!—. Lamento tener que decírtelo, pero creo que la mayoría de los hombres llevarán esmoquin.

—Bueno, me aseguraré de lamentarlo por ellos. ¿Te pone nerviosa tener que ver a Jude?

—Un poco —admitió Irina—. No tengo ni idea de qué decirle.

—Dile que se vaya a la mierda. Dile que eres más talentosa que ella, y más inteligente, y que es un alivio increíble no tener que oír nunca más sus trasnochados lugares comunes durante la cena. Dile que esta noche vas a ganar, y que La dieta del amor es la basura más patética que has visto en la vida. Que ella no pueda mantener las manos lejos de los Twinkies no significa que el sobrepeso no tenga nada de malo y que todos los niños gordinflones de este país deban quererse a sí mismos.

—De hecho, parece un libro de Atkins para niños de ocho años. Pero gracias de todos modos por tus consejos diplomáticos.

En situaciones extremas como ésa, Lawrence tenía una manera de tomar partido por Irina que a ella la impulsaba a defender a su adversario.

En realidad, él no había leído a fondo el libro de la competencia. El argumento de Jude trataba de una niñita regordeta que se enamora de un niño del colegio; tan perdida está, que no puede comer. No recibe una sola palabra atenta por su afecto; el niño es un bloque de hielo, y difícil. Pero, a causa de su enamoramiento, la protagonista adelgaza tanto que todos los otros niños de la clase se prendan de ella. Final feliz.

Siguiendo a Lawrence con aprensión, Irina entró en el salón de actos y registró la presencia de Jude en el extremo más alejado de la puerta, junto a la mesa de las bebidas. Llevaba un vestido de noche muy ceñido, y se la veía asombrosamente esbelta. Pero no fue ver a Jude lo que le dio en el pecho como un derechazo.

La sensación que tuvo le recordó su propia versión del breve argumento de Jude. En los primeros años de la secundaria, antes de que le quitaran los aparatos de la boca, Irina solía entrar en la cafetería y ver al presidente de turno del comité de estudiantes, un chico muy guapo de quien había estado loca y tortuosamente enamorada tres años seguidos. Se sentaba cerca de él, pero nunca a la misma mesa, y aguzaba el oído para pescar algo de la conversación, aunque se sentía tan cohibida que apenas podía preguntarle a la amiga que la acompañaba qué tal estaba el sándwich de atún con queso fundido. En aquellos días, la ansiedad era algo racional: ansiedad por atraer la atención, por no atraerla… Sin embargo, a los cuarenta y seis Irina era incapaz de decir a ciencia cierta por qué esa aparición inesperada en el Pierre Hotel se le clavaba en el estómago hasta el punto de hacerla sentir náuseas. En cualquier caso, el caballero elegante y de esmoquin que acompañaba a Jude Hartford no era otro que Ramsey Acton.

Cuando Lawrence y ella entraron y se abrieron camino por el salón, ninguno de los dos viejos amigos pareció darse cuenta de su llegada, tan mutuamente atentos estaban, hablando en murmullos, diciéndose cosas que parecían apremiantes. La mano de Ramsey en el brazo de Jude confirmaba que volvían a estar juntos. Puede parecer extraño, pero Irina se sintió flaquear un poco.

Jude levantó la vista con expresión atribulada y distraída.

—¡Eh, hola!

Muy efervescente, como siempre, pero mirando sin ver. Hicieron todo el paripé de los besos en la mejilla; cuando Ramsey la rozó con los labios, Irina se demoró un segundo para inhalar su aroma.

—¡Vaya, vaya! ¡Como en los viejos tiempos! —dijo Irina, con alegría nerviosa—. El viejo cuarteto vuelve a encontrarse.

—Sí, es una verdadera coincidencia —dijo Jude, por decir algo.

—Bueno, tal vez no —dijo Irina, esforzándose por ser generosa—. Puede que sólo sea talento…, que las dos seamos talentosas… La flor y nata, ya me entiendes.

Irina se odió a sí misma por actuar como si la enconada pelea con Jude nunca hubiera tenido lugar, pero algo en la cara de su examiga daba a entender que no recordaba en absoluto lo feo que había sido el último encuentro entre ambas. Por lo visto, alguna amargura actual la absorbía mucho más.

—Llamadme tendencioso, pero opino que Iván y los Terribles es un libro fantástico —dijo Lawrence, y cogió a Irina por la cintura.

A su vez, Ramsey deslizó un brazo alrededor del hombro de Jude y se lo masajeó con la mano izquierda, como quien trabaja sobre la tabla de amasar un trozo seco y resistente de masa para pasta italiana. Jude nunca había sido muy sensual —era demasiado tensa, demasiado susceptible—, y no parecía disfrutar de las atenciones de Ramsey. Y Ramsey tenía unas manos preciosas. Dios le da pan al que no tiene dientes, pensó Irina.

—Bueno, bueno —dijo Irina, dirigiéndose a la pareja—. ¿Volvéis a probar?

Jude consiguió esbozar una sonrisa anémica.

—Los escritores tenemos tendencia a las segundas partes.

—No es una comparación muy prometedora, cielo —la reprendió Ramsey—. Por lo general, tus segundas partes nunca son tan buenas como el original.

—Si he de ser franca —dijo Jude con su risa ligeramente histérica, reacomodándose para librarse del brazo de Ramsey—, ¡pasarlo mal superando tu propio éxito sólo suele ser un problema si primero tienes éxito!

Irina no sabía bien en qué terreno estaban adentrándose, e intentó cambiar a un tema neutral.

—He echado de menos nuestras cenas para celebrar tu cumpleaños —le dijo a Ramsey.

—Yo también —dijo él, y no mentía—. ¿Y no echaste de menos una fiesta sensacional el verano pasado?

—No me privé de nada para los cincuenta de Ramsey —dijo Jude—. Alquilé una sala en el Savoy, invité a todos sus amigos del snooker y a no pocos de la alta sociedad. Si he de ser franca, me costó un dineral. Pero todos…, todos los demás, dijeron que fue la fiesta del año.

—A mí mucho aspaviento no me gusta —masculló Ramsey.

—Sí, cariño —dijo Jude, sonriendo con los labios apretados—. Me he dado perfecta cuenta, pero después de gastarme varios miles de libras.

—¡Eh, Ramsey! —dijo Lawrence, dándole una palmada en el hombro—. Enhorabuena por ese campeonato del mundo.

—Gracias, colega —dijo Ramsey, restándole importancia.

—Vimos la final por la BBC —dijo Irina, pero omitió decir que Lawrence había presionado para que pusieran CSI—. Fue maravilloso. ¡Y terminar con un 147!

—No es algo que se vea todos los días —admitió Ramsey—. Una pena que nuestra amiga Jude tuviera que lavarse la cabeza.

—¡Tenía compromisos previos! —dijo Jude, exasperada.

—¿No fuiste? —preguntó Irina, sin salir de su asombro.

—Habría ido si hubiera podido ir. Aunque, si he de ser franca, el snooker nunca ha sido santo de mi devoción.

—¡Oh, a mí ahora me interesa más que antes! —dijo Irina, apasionadamente.

—Las cosas cambian un poco cuando no se tiene mucho para elegir.

Convertida en auténtica fan del snooker, Irina no lograba explicarse cómo Jude podía liarse con un jugador profesional y estar tan harta del deporte. ¡Si ella estuviera en pareja con Ramsey Acton, iría a ver todos los encuentros! Pero había decidido ser cortés.

—Por cierto, Jude… Enhorabuena también a ti.

—¿Perdón?

Jude parecía haber olvidado por qué estaba ahí.

—Por la nominación al Lewis Carroll, por supuesto.

—¡Ah, eso! —dijo Jude, con aire ausente—. Bueno, es imposible que mi libro gane.

—¿Por qué?

—Sólo un presentimiento. —Jude parecía agotada. Como discos pequeños del juego de las pulgas destacaban en las mejillas unas manchas de colorete; por debajo debía de estar demacrada—. El tuyo, en cambio, tiene verdaderas posibilidades. Las ilustraciones son muy inteligentes.

Inteligentes estaba muy lejos de querer decir «buenas»; las connotaciones eran frías y hueras, y en un segundo volvió a aflorar el conflicto que las había separado cinco años atrás.

—Veo que te has pasado a los gráficos por ordenador —añadió Jude.

—Exacto —dijo Irina, muy fría—. El libro se ha vendido muy bien, es increíble.

—Sí —dijo Jude, con la misma frialdad—. Era previsible.

—Creo que todos necesitamos un trago —dijo Irina.

Poco a poco fueron abriéndose camino hacia la ansiada copa de vino. Irina le dio alcance a Ramsey y lo llevó a un lado.

—Después de todo lo que me dijiste en Omen —dijo, en voz baja—, me sorprende que hayas vuelto con Jude.

—A mi edad estoy demasiado hecho polvo para cometer un nuevo error. Es más fácil repetir el mismo.

—Pero ¿las cosas van bien entre vosotros? —Igual que en Bournemouth cuatro años antes, también ahora se entendieron rápido—. Jude parece… nerviosa.

—Querrás decir que se está portando como una imbécil. Este golpe de suerte… Bueno, el éxito no siempre hace que la gente mejore.

—Tú deberías saberlo. Debes de sentirte muy satisfecho ahora que por fin has ganado ese título.

—¿Recuerdas qué más te dije esa noche en Omen? —Ramsey se echó el vino al coleto de un solo trago—. Yo nunca estoy satisfecho. Consigo algo que quiero y eso allana el camino para ver qué más me falta.

Irina lo miró a los ojos.

—¿Que sería?

Él también la miró, pero no contestó.

—Ya sabes, algo me dice que esta noche vas a ganar la medalla.

Ramsey no debería haberle dicho eso a la competencia de Jude.

—¡Apuesto a que les has dicho lo mismo a todas las chicas candidatas, sinvergüenza!

Ramsey no sonrió.

—No soy un mujeriego. Deberías saberlo.

Mirarse tan fijamente a los ojos ya se había vuelto incómodo, pero si en ese momento Irina rompía el contacto visual, habría parecido una cobarde.

—¿Has leído Iván?

—Sí.

—¿Lo entendiste?

—Sí. —Como si quisiera demostrarlo, Ramsey no dijo la frase siguiente como una conclusión ilógica—. Irina…, Jude y yo estamos pensando en casarnos por segunda vez.

Irina se miró los dedos de los pies antes de volver a levantar la vista.

—Supongo que es una muy buena noticia.

No debería haber añadido el «supongo», pero no pudo evitarlo.

—Como mínimo voy a recuperar la casa que tenía en España —dijo Ramsey, pero el esfuerzo por aligerar el discurso con una nota divertida no dio el resultado esperado—. Además, tú estás más o menos casada, ¿no? ¿Qué otra cosa puede hacer un tío? Me imagino que eres codiciosa, cielo. Y que te gusta tenerlo todo.

Fue lo más cerca que estuvieron de reconocer la tentación de la noche en que Ramsey cumplió cuarenta y siete años, y fue un momento tan embarazoso que Irina dio las gracias cuando oyó que a su espalda alguien gritaba «¡Irina Galina!» con una entonación imposible de confundir. Sólo una persona en el mundo pronunciaba ese nombre compuesto sin ironía, e Irina se dio la vuelta para abrazar a su madre con mucha alharaca.

Pozdravlyayu tebya! —Aunque Raisa felicitaba a su hija, la túnica escotada que llevaba, de color púrpura, indicaba una pequeña confusión en lo tocante a qué miembro de la familia era la estrella de esa noche—. A eto shto za krasavets?

—Este hombre tan guapo es Ramsey Acton, un viejo amigo. No sé si lo recuerdas, pero Lawrence y yo te hablamos de él hace un tiempo. El jugador de snooker.

A Irina se la llevaron para presentarle a los miembros del jurado y a la prensa, y dejó para su madre todo el número de rusa apasionada con Ramsey. Raisa gesticulaba tanto con las manos que podría haber volcado fácilmente una bandeja de canapés de gambas. Convirtiendo en un espectáculo monumental su supuesta fascinación por el snooker, Raisa recalcaba su acento eslavo con exageración no disimulada. Cuando vio proyectarse ante sus ojos esa espantosa alternativa futura, Irina se sintió súbitamente agradecida porque Ramsey estuviera comprometido.

Inmediatamente después se encontró al lado de un hombre de aspecto aristocrático cuya aura de estar perdido despertó su compasión, y le preguntó qué lo había llevado hasta ahí.

—Estaba por casualidad en Nueva York para asistir a una reunión de junta y Jude Hartford me invitó —dijo el hombre, con acento de británico carca—. Pero la dama apenas se ha dignado dirigirme dos palabras. Y ese individuo, el jugador de snooker que ha traído… ¡Menudo grosero!

—¿Ramsey, grosero? —dijo Irina, incrédula—. Ha debido usted de malinterpretarlo.

—Me temo que lo he interpretado demasiado bien, señora. Buenas noches, querida, y buena suerte.

Un hombre agradable, pero lo que decía no tenía sentido; Ramsey era el hombre más cortés y atento del mundo, y, como si quisiera demostrarlo, captó otra vez la atención de Irina.

—He conocido a tu hermana —dijo—. No para de hablar esa pájara…

—Ah, ¿ahora las pájaras hablan?

—Eres una pedante, ¿lo sabías? —dijo Ramsey, con cariño—. Se ha puesto a trinar… ¿Mejor? —En Londres uno se volvía inmune a las oclusiones glóticas, pero en los Estados Unidos eran encantadoras—. Que ella sólo es ama de casa y madre, muy diferente de su hermana, esa mujer tan famosa… Nunca he oído a una tía tan humilde por un lado y tan rabiosa también. Ah, y de repente tu vieja se pone a decir que nunca has tenido madera de madre. Que lo único que te importa es tu trabajo y tontear por países extranjeros, y que si alguna vez tuvieras un retoño lo dejarías colgado cabeza abajo con canicas en la nariz mientras te ibas a pintar otra margarita. Lo que he tenido que oír, joder.

—¿Y tú qué has dicho?

—¿Qué crees? Que eres una mujer cariñosa, decente y lista, y que, en mi opinión, serías una madre estupenda. Eso la ha hecho callar.

Irina rió, y sin pensar dijo:

—¡Te adoro!

Justo cuando los llamaban para cenar.

A Irina y Lawrence los sentaron juntos a la enorme mesa redonda situada en primera fila, pero las tarjetas con los nombres de Jude y Ramsey estaban en el otro extremo. Irina no tenía ni idea de cómo Lawrence lo conseguía; la gente normal echaría a rodar la bola de la conversación con una sosería como «¡Detesto que me sirvan esta clase de entrantes con tanta mayonesa!». Sin embargo, en un santiamén él había logrado que la mayor parte de la mesa participara en una acalorada discusión sobre la nueva administración Bush. A Ramsey no le entusiasmaba la política, punto, por lo cual a Irina no le sorprendió que estuviera como petrificado. Pero sí notó algo interesante: Jude Hartford, suscriptora del Guardian y fanática del Viejo Laborismo, tampoco decía nada.

Para ser comida de hotel, el rosbif estaba bien poco hecho, crudo casi, y delicioso. Fue una pena que Ramsey no se sintiera bien, o eso pareciera, porque no probó bocado.

Si bien la negativa de Ramsey y Jude a mezclarse con el resto de los comensales los hacía parecer distantes, Ramsey tenía una excusa. Era un jugador de snooker en una reunión literaria, un pez fuera del agua, y, naturalmente, estaba un poco cohibido. En cambio, Jude estaba en su elemento, y debería haber asumido el papel de interlocutor. ¡Qué mujer más difícil! Pobre Ramsey. Irina esperaba que supiera lo que hacía al proponerse arreglar las cosas con Jude.

Cuando los camareros terminaron de recoger la mesa y el director de la fundación presentó a cada uno de los candidatos con diapositivas de los libros que concursaban, Jude empezó a hablarle a Ramsey al oído. ¡Oh, por el amor de Dios! Se pasa toda la cena sin decir una palabra y al final se pone a hablar en el preciso momento en que lo que toca es callarse. Era de suponer que Ramsey no podía hacer otra cosa que contestarle, aunque sin duda se avergonzaría por tener que conversar durante el discurso del director. Si eso fuera una partida de snooker, el árbitro habría expulsado a Jude de la sala.

Cuando proyectaron las diapositivas de Iván y los Terribles, Irina se enfureció. Hacía meses que esperaba ese momento, y el jaleo que estaba armando Jude la distraía. Mientras proyectaban las composiciones de la pizarra mágica con marco rojo, Irina y Lawrence se miraron y sacudieron la cabeza. Era increíble que Jude eligiera justo ese momento para montar un escándalo. ¡Ramsey debía de estar muriéndose de vergüenza! Le contestaba en un hilo de voz, probablemente rogándole que por favor siguiera con sus quejas en otro momento, aunque cualquier amonestación en ese sentido era inútil. Y más asombroso todavía fue que, cuando siguieron los dibujos del ilustrador de Jude para La dieta del amor, ella ni siquiera mirase la pantalla y mucho menos se tomara la molestia de escuchar un elogioso resumen de su libro.

El director pidió el sobre. Lawrence apretó la mano de Irina, y con la fuerza de un niño asustado y con las manos húmedas en el sillón del dentista. Tan convincente era la ansiedad que se reflejaba en la cara de Lawrence —esa cara hermosa, tallada en piedra, angustiada—, que Irina se pasó ese momento, y los dos rezaban para que fuese su momento de triunfo, mirándolo a los ojos en lugar de prestar atención a lo que ocurría en el estrado.

Y tan convencida había estado de que ganaría, que el oído pareció gastarle una broma; al principio podría haber jurado que oyó su propio nombre distorsionado por un crujido de estática en el sistema de megafonía. Pero la identidad del ganador estaba escrita de modo inequívoco en la cara de Lawrence, que de repente se quedó sin sangre y pareció desplomarse como una toalla mojada.

Lo más raro de todo era que, a pesar de haberse esforzado como una tonta para no perder las esperanzas, y de prepararse así para la caída, Irina se sentía bien. Le dirigió a Lawrence una sonrisa beatífica. Como Jesús asumiendo los pecados del mundo, Lawrence parecía haber asumido todo el peso de la decepción de Irina. La preocupación más inmediata de ella era consolarlo, y le besó la mano antes de soltarla rápidamente para que pudieran aplaudir al ganador. ¿Ganador? Dijeran lo que dijeran los periódicos mañana, esa noche había ganado Irina McGovern. Pues cuando se levantó para sumarse a la ovación, con todo el público de pie, fue incapaz de imaginar premio más grande que el que había ganado trece años antes en la calle Ciento cuatro Oeste.

Jude se había levantado con mucho esfuerzo, y aplaudía sin fuerzas junto con los demás. ¿Era consciente de que uno no tiene que aplaudirse a sí mismo? Parecía confundida, y al final dejó de dar palmadas con esas manos que hacían pensar en dos aletas fláccidas, pero sólo para desplomarse en la silla. Diciéndole «¡enhorabuena!» y «¡vamos!», Irina tropezó con la mirada de su vieja amiga y le sorprendió ver que tenía los ojos hinchados y rojos. Raro, ¿no?, sentir lástima por la única persona de esa mesa que acababa de embolsarse cincuenta mil dólares y los derechos de las ventas de, quizá, cien mil ejemplares más de su último libro.

Animada por el director de la fundación, Jude al final subió, pero sin demasiadas ganas, como si la hubieran citado en el despacho de la directora del colegio. Su discurso de aceptación de la Medalla Lewis Carroll rozó la incompetencia. Si bien se acordó —¡menos mal!— de dar las gracias a Ramsey, con quien ya ni siquiera estaba casada, y encima lo hizo con una efusividad de comemierda, olvidó elogiar a su ilustrador y dar las gracias al jurado. Se la veía aturdida, extraviada, como si la sorprendiera encontrarse en una ceremonia de entrega de premios cuando había pensado que sólo bajaba un momento para ir a la lavandería. De costumbre tan ampulosa y agitada, masculló algo tímidamente a los que estaban en el podio, como si deseara que el acto ya hubiese terminado y que todo el mundo se marchase. Si ése iba a ser uno de los mejores días de su vida, Irina detestaría ver los asquerosos.

Cuando despacharon todo el rollo oficial, Lawrence abrazó a Irina.

—Lo lamento de veras —le susurró al oído—. Tu libro era muchísimo mejor, y debería haber ganado.

Cuando se alejó, Irina, a diferencia de la ganadora, tenía los ojos secos y alegres.

—Gracias. Sé que tú piensas así, y eso ya es bastante medalla para mí.

Lawrence la miró de cerca, perplejo.

—Lo cierto es que no pareces muy disgustada.

—En absoluto. Fue bastante emocionante estar entre los candidatos, y te quiero.

Vaya, eso sí que era raro, ir directo a las prioridades. Pasaba de higos a brevas.

—¡Ay, hola, pobrecita! —se oyó gritar a Tatyana, que abrazó a Irina con tanta fuerza que la dejó sin respiración—. ¡Debes de sentirte una desgraciada!

—Estoy segura de que el jurado ya está lamentando la decisión —dijo Raisa, muy regia—. Ese discurso de tu amiga… Ochen plojo. Tú ganas, tú lo haces mejor.

Uno de los miembros del jurado se le acercó en medio de toda la muchedumbre. La actitud tierna y preocupada de la mujer, seria y de edad mediana, recordaba a la señora Bennington, la profesora de arte de décimo.

—La fundación no concede medallas de plata —dijo, poniéndole a Irina una mano en el brazo—, pero debería saber, querida, que quedó finalista. La votación fue muy reñida.

—Gracias por decírmelo. Pero me temo que tal vez debería haber seguido el consejo de mi pareja. —Irina miró a Lawrence con una sonrisa—. Lawrence creía firmemente que el final debía ser más sencillo. Sólo la moraleja de seguir siendo fieles a los viejos amigos y que no añadiera nada más. Yo me empeciné, pero no tengo experiencia como autora; en realidad, sólo soy ilustradora.

—¡No, no, nada de eso! —dijo la mujer—. Para mí el final es maravilloso, de veras, enigmático y muy real. El problema lo vimos en las ilustraciones, me temo.

—¡Ah! Lo de la pizarra mágica…

—La idea es deliciosa. Y la ejecución técnica, lograda. Pero no nos gustaron las imágenes generadas por ordenador. Nos parecieron un poco asépticas…, como la diferencia entre un elepé y un disco compacto. Si hubiera reproducido dibujos en una pizarra mágica real, querida, tal vez hubiera ganado.

—Es todo culpa mía —dijo Lawrence con aire taciturno cuando la mujer se marchó—. Fui yo el que te empujó a probar el ordenador.

—No seas tonto. Debería habérseme ocurrido, pero no se me pasó por la cabeza usar una pizarra mágica real. Es para morirse de risa, de veras. Yo era un genio con la pizarrita cuando tenía ocho años.

Se pusieron en la cola para felicitar a Jude, que más que acabar de ganar la prestigiosa medalla parecía haber sacado la dama de picas. Una vez arriba, en la habitación, follaron para consolarse, y si bien Irina seguía mirando la pared, no estuvo del todo mal; se las ingenió incluso para que Lawrence dejara encendida la luz. Para ser uno de los perdedores de la noche, estaba absurdamente feliz, y se hundió vertiginosamente en el sueño como si se lanzara a la acera desde un rascacielos.

Mientras el día siguiente Lawrence llevaba las maletas al hotel más barato del Upper West Side, pagado por los organizadores del congreso sobre la «sociedad civil global», Irina se encontró con Tatyana en un Starbucks de Broadway.

—Pareces bastante contenta —dijo Tatyana tras darle otro abrazo solidario—. Considerando que has perdido, digo.

—Bueno, como suele decirse, ¡ganar no lo es todo! —dijo Irina muy alegre.

Tatyana fue a buscar los cafés, e Irina sintió un curioso deseo de hablar con Lawrence aunque se habían separado apenas una hora antes. Anhelar su compañía en mitad del día solía ser un tormento constante cuando él se iba a trabajar y ella lo echaba de menos. Esos últimos años, estar separados se había vuelto demasiado sencillo. La gratitud que la había invadido por la noche hizo revivir las sensaciones más intensas de una época anterior, cuando el corazón le daba un vuelco cada vez que oía el ruido de la llave en la cerradura.

—Tengo un cotilleo —dijo Irina cuando Tatyana volvió—. Puedes compartirlo con mamá, para prevenirla. ¿Te acuerdas de ese tío alto y delgado al que le echó el ojo descaradamente en la recepción? ¡Pues va a casarse!

—¡Oh, ya lo creo que se molestará! —rió Tatyana—. Ya sabes que coquetea con cualquier hombre. Pero no la había visto así de fascinada desde hacía siglos. En el tren, cuando volvíamos a casa, no sabes las veces que tuve que oír lo elegante y apuesto que es, y lo mucho que le había encantado el acento. Si quieres saber la verdad, es posible que en su día papá también imitara acentos británicos. Sí, creo que algo de ese tío se lo recordó. Y no pudo parar de hablar de…, ¿cómo se llama eso a lo que juega? ¿Snookers…?

—Snooker. Pero dile que ya está ocupado —dijo Irina, rotunda. Sinceramente, la perspectiva de ver a Raisa haciéndole la corte a Ramsey Acton le daba ganas de vomitar. Y mucho más a la inversa.

Después de ponerla al día con novedades de la familia, Tatyana volvió sobre la ceremonia.

—Debes de estar muy decepcionada. Mira que venir hasta Nueva York sólo para tener que aplaudir a otra. Y es amiga tuya, ¿no? ¿O lo era? Me pregunto si eso no lo hace aún más triste.

Irina se encogió de hombros.

—Que le aproveche. El premio no pareció hacerla muy feliz, la verdad. Y Lawrence estaba tan destrozado porque no gané yo que… Bueno, me sentí casi como si lo hubiera ganado. Ni siquiera en la recepción pudo dejar de ponerme por las nubes ante los demás. Traté de recordarle que era de mal gusto elogiar en público a la pareja, pero estaba tan orgulloso que no me escuchaba. Anoche se me pasó por la cabeza que ya tengo exactamente lo que siempre he querido, un hombre inteligente, gracioso, fiel y guapo.

Cuando se despidieron, Tatyana ladeó la cabeza y dijo:

—Sigo sin entenderlo. Acabas de perder un premio muy generoso. ¡Pero estás radiante!

Parecía enfadada.

Es triste, sí, pero la reveladora gratitud de Irina por lo que tenía no duró mucho. Pues si normalmente daba por segura la arquitectura de su vida personal, tanto más lo hacía con la arquitectura real de la ciudad de la que era oriunda. Cierto, la historia se presta a la conclusión de que una pausa es algo raro, que cualquier respiro es un acto de clemencia condenado a ser breve, que la naturaleza misma de la existencia es inestable y que, en consecuencia, es mejor estar preparado para la catástrofe que acecha a la vuelta de la esquina una mañana cualquiera. Así, la única sorpresa real serían esos soleados despertares en los que no hay sorpresa alguna. Sin embargo, desafiando todo lo que conocemos en teoría, sigue siendo una práctica psíquica común suponer que los asuntos mundanos seguirán avanzando con impedimentos y tardanzas tal como han venido haciéndolo, algo, en el fondo, muy parecido a la forma en que el propio Galileo debió de percibir una y otra vez el globo giratorio en el que nos movemos a toda velocidad como si estuviera quieto.

Por tanto, lo que Irina más tarde repitió acerca de esa mañana del martes, tomando un mal café en la habitación del Hotel Esplanade, fue su carácter regular. Por naturaleza, el antes nunca se percibe como tal. Irina llevaba cuarenta y cinco minutos levantada mientras el once de septiembre de 2001 seguía siendo una fecha más del calendario, y no tenía manera de saber cuán preciosos eran esos cuarenta y cinco minutos.

Y así fue como los dilapidó sintiendo rabia porque Lawrence hubiese insistido en levantarse tan temprano cuando a ella le habría gustado dormir a pierna suelta. La euforia inesperada de la noche del domingo había remitido, e Irina empezaba a tomar conciencia de que no había ganado. No habría una fiebre precipitada para comprar su libro en Barnes & Noble, ni pegatinas doradas aplicadas a toda velocidad a las pilas aún sin vender, ni el añadido «ganadora de la Medalla Lewis Carroll» en la biografía de las futuras solapas. Era improbable que tuviese otra oportunidad de ver un imprimátur como ése, y de repente pensó que, en realidad, poco era lo que tenía que esperar. No es de extrañar que Ramsey se hubiese sentido tan frustrado con su condición de eterno no clasificado. Los norteamericanos en particular hacen una distinción tan tajante entre ganar y perder, sin importarles lo mucho que uno se aproxime al primer puesto —¿no había dicho esa mujer del jurado que había perdido por un pelo?—, que ser segundo y ser nadie terminan siendo lo mismo.

La desesperación que Lawrence sintió por ella había tocado techo y ya no era tan conmovedora. La noche anterior, durante la cena en Fiorello’s, Irina había disfrutado oyéndolo repetir lo horrendo que era el libro de Jude (libro al que, habiéndolo leído por encima, ahora calificaba de Biblia para anoréxicas), junto con un comentario agudo sobre lo pelma que era la tía, lo bochornoso que había sido el discurso de aceptación del premio (la imitación fue desopilante) y lo loco que debía de estar Ramsey para pedir una segunda dosis. Pero esta mañana Lawrence estaba una vez más inmerso en el ordenador portátil; saltaba a la vista que su mente se había desplazado a la ponencia sobre Chechenia que tenía que leer el día siguiente. Sin ganas de ver a su madre esa noche, a Irina le preocupaba que Raisa sólo tomara la noticia del compromiso de Ramsey como un desafío; tuvo una especie de pesadilla en la que veía a su madre aparecerse de sopetón en Borough con kilos de equipaje e insistiendo en que convencieran a ese encantador jugador de snooker para que fuera a cenar. Su propio aparte con Ramsey en el Pierre le vibraba en la cabeza como una cuerda arrancada de una guitarra. Pese a la epifanía por tener en Lawrence todo lo que siempre había deseado, le dolía que su hombre en el universo-paralelo, ese tipo al que casi besó, volviera a casarse. El Esplanade era un hotel muchísimo menos fino que el Pierre, sin esponjitas para lustrarse los zapatos ni las fruslerías para lavarse la cara (aromaterapia) que Irina nunca usaba pero metía compulsivamente en el bolso de mano. La hacía sentirse una tonta tener que pagar cinco dólares por un botellín de agua mineral.

—¡Vaya! —gruñó Lawrence, sin apartar la vista de la pantalla mientras ella miraba West End Avenue por la ventana sintiendo pena de sí misma—. AOL dice que se ha estrellado un avión contra el World Trade Center.

—Bueno, eso suena a negligencia —dijo Irina, irritada—. Sé que los pilotos de aviones privados a veces se desvían, pero, por Dios, el Trade Center no es una caja de zapatos. Tendrían tiempo de desviarse antes de llevárselo por delante, ¿no crees? ¡Y el cielo está claro como un cristal!

Pasando por encima de las objeciones de Irina —que detestaba el aullido de la televisión por la mañana; la hacía sentirse sucia—, el señor Cazador de Noticias insistió, como no podía ser de otra manera, en que tenía que verlo con sus propios ojos. Farfulló algo acerca de sintonizar una emisora local, pero el edificio humeante no tardó en aparecer en la CNN.

—¡Oh, Dios, es un agujero enorme! —dijo Irina, consternada, haciendo a un lado la taza de café y acercándose a la pantalla—. Lawrence, podrían tardar años en arreglar eso. ¡Menudo coñazo! Es la clase de reparación que dejará a Wall Street tapada durante años por esos deprimentes andamios en las aceras…

—Parece demasiado grande para ser un avión privado. ¿No habrá sido uno comercial…? Cuesta creerlo, la verdad. ¿Qué piloto podría ser tan imbécil?

—Y el incendio… Es terrible. ¡La gente ya estaba trabajando en las oficinas!

—Chist, déjame oír esto.

Pero en el mismo momento en que Lawrence la hizo callar, el comentarista dejó de hablar. La cámara pasó a enfocar la otra torre, y aunque las cadenas repetirían el mismo metraje todo el día, y toda la semana, y esporádicamente a lo largo de tantos años por venir como años con videotecnología quedaban por vivir, hubo una primera vez, y fue diferente.

—Lawrence, ¿qué pasa? —gritó Irina—. Dos accidentes nunca vistos en una sola mañana, es imposible que sea una coincidencia.

—No es una coincidencia —dijo Lawrence, sin alterarse—. Es terrorismo.

Los terroristas más cercanos a Londres eran esos matones del IRA que iban por ahí tapándose la cara con pasamontañas y, francamente, tenían un aspecto ridículo. Aunque Irina nunca lo había dicho tan abiertamente, pues la opinión podía sonar hiriente, hasta ahora la especialidad profesional de Lawrence siempre había tenido un lado casi cómico y hacía pensar en alguna actividad de niño pequeño.

—Pero ¿quién haría una cosa así? —chilló Irina—. ¡Es demencial! ¿Para qué?

Los comentaristas y «expertos» de la CNN contactados a toda prisa por teléfono no tardaron en echar una amplia red en lo que respecta a la identidad de los culpables, desde los defensores de la supremacía de la raza blanca hasta Sadam Husein. Pero Lawrence no titubeó.

—Osama bin Laden.

—¿Quién es ése? —preguntó Irina, furiosa.

—Estuvo vinculado con las primeras bombas del Trade Center, el atentado del USS Cole y también con las bombas en las embajadas de África occidental. No has prestado atención.

En circunstancias normales, Irina podría haberse ofendido, pero no se ofendió. Lawrence estaba en lo cierto; ella no había prestado atención.

Ni siquiera le importó cuando él le dijo que se callara. Se calló. Lawrence subió el volumen. Según decían, había otros dos aviones secuestrados. Uno se había abatido sobre el Pentágono; el cuarto, en Pennsylvania. Por primera vez en la historia se ordenó el aterrizaje de todos los aviones que en ese momento volaban sobre los Estados Unidos. Irina y Lawrence se quedaron de pie. Todas las interjecciones de Irina eran obvias. Esto es terrible. A esas alturas ya era evidente que, durante un tiempo, todo lo que se dijera sonaría a estupidez. Pero los sucesos de esa mañana ya habían eclipsado tanto a todos los demás y, en comparación con lo que estaba ocurriendo, ellos dos y lo que decían y pensaban eran tan nimios, que muy bien podían no haber existido. Así pues, Irina no tuvo la menor oportunidad de lamentar haber malgastado alguna vez un momento de angustia en una baratija llamada Medalla Lewis Carroll; cuando los cuerpos empezaron a caer de los pisos más altos, el premio, toda su carrera de ilustradora, las frustraciones con su madre y con su competencia sexual, así como la sediciosa atracción que sentía por Ramsey Acton, se desvanecieron tan rápidamente que esas cuestiones, una vez monumentales, no tuvieron siquiera la oportunidad de parecer insignificantes. Sencillamente se desvanecieron.

Igual que vale la pena recordar que durante todos los años que duró la Segunda Guerra Mundial nadie supo si Hitler podía ganar, pronto les correspondió a los norteamericanos recordar que durante unas horas del once de septiembre nadie supo si había más aviones, si a continuación derribarían la Casa Blanca o el Empire State Building, si el Gobierno estaba a punto de caer o si la isla de Manhattan se hundiría en el mar. Ahora que era obvio que el globo en el que nos movemos a toda velocidad no estaba quieto, podía ocurrir cualquier cosa, y ocurrió.

Cuando la torre cayó del cielo como un acordeón polvoriento y pisoteado, por primera vez en la vida Irina comprendió el verdadero significado de la palabra horror. En unos segundos interminables desapareció de la vista un rascacielos que había sido la proa de Manhattan desde su adolescencia y que a ella nunca le había importado mucho. Más que caer, pareció evaporarse. De hecho, las nubes de humo vacías desafiaban las leyes de la física, que dicen que la energía ni se crea ni se destruye. Levantar esa torre de ciento siete pisos requirió muchísima energía, y toda esa energía había sido destruida.

A los gemelos idénticos suelen unirlos el mismo vínculo que mantiene unidas a parejas con muchos años de casados, y cuando una mitad del par muere, la otra languidece. Al cabo de una hora tal vez la otra torre seguiría a la primera, de pura pena, sentada con sobrecogedora gracia junto a su hermana como dándose por vencida. Igual que cuando llegó la noticia de la muerte de Diana en un túnel de París e Irina se arrepintió de haber lanzado adjetivos tan crueles como «sosa», y apodos despectivos como «Princesa Sacarina», a la pobre mujer mientras aún vivía, esa mañana deseó, con una superstición frenética, poder retirar todos los comentarios desagradables que alguna vez hubiera pronunciado sobre el World Trade Center, entre otros, el rechazo que le producían todos los desconsiderados grupos de presión y las comparaciones de sus nada imaginativas dimensiones comerciales con un ofertón de dos tubos de Colgate al precio de uno. Era como si alguien hubiese estado escuchando y ella no hubiera querido, no, no, no hubiera querido decir que le daba igual que la torre desapareciese para siempre. Puede que fuese menos importante gustar de algo que estar acostumbrado a ello.

Lawrence le rodeó el hombro con el brazo mientras ella lloraba. Eran lágrimas distintas de las que había derramado antes: por su ineptitud para el ballet cuando era niña, por las burlas a su «cara de burro» en los primeros años de instituto, la pelea con Jude, la soledad cuando Lawrence se iba de viaje. En retrospectiva, era desconcertante que alguna vez hubiese llorado en esas miserables ocasiones de angustia cuando, desde el principio, venía desarrollándose justo delante de su puerta una tragedia de dimensiones enormes, la historia maligna y asqueante de la raza humana. En la CNN, los comentaristas ya decían que nada volvería nunca a ser lo mismo. Pero lo sería. Habían ocurrido demasiadas cosas después de las cuales nada hubiera debido volver a ser igual. No era ésta la primera vez que la gente hacía algo espantoso, y no sería la última.

Y precisamente hoy, cuando habría sido posible llorar todo el día, no lo fue. Haberse pasado noches enteras sollozando sin parar por haber perdido a un novio y que ahora le pareciera demasiada exigencia lloriquear durante más de dos o tres minutos por la muerte de tanta gente, era sólo una de las cosas feas de sí misma con las que tendría que convivir.

Después de sonarse la nariz, llamó a su madre. Nadie cogió el teléfono. «El mundo entero se acaba», desesperó Irina en el auricular, «y qué te apuestas que mi madre está haciendo sus ejercicios à la barre».

Parecía cosa de locos seguir mirando por televisión los hechos que ocurrían a unos doce kilómetros al sur del hotel.

—Tengo que verlo con mis propios ojos, Lawrence. Para que me parezca real.

—No circulan los trenes, Irina. Y deben de haber acordonado las entradas al centro. No vas a poder acercarte.

—Por favor —dijo, y lo cogió de la mano—. ¿Me acompañas? Iremos andando.

E hicieron la peregrinación, el hadj; pasaron por Riverside Park, donde, en el sendero que discurre junto al Hudson, la curvatura de la isla no dejaba ver los escombros humeantes en su extremo. Sólo cuando, marchando penosamente, llegaron al final del muelle, en la calle Setenta y dos, pudieron ver la nube blanca, una bocanada apenas a esa distancia, pero bastante real. Irina asociaba el desastre con clamor, pero ningún sonido salía del parque, que parecía sobrenatural y silencioso con sus pájaros ajenos al peligro y alguien que de vez en cuando arrastraba los pies cuando poco a poco se les fueron sumando otros neoyorquinos que habían salido aturdidos a hacer la misma caminata. Eran pocos los que hablaban, y en todo caso, en murmullos. Todo el mundo era educado, disciplinado, incluso en el carril para bicicletas de West Side, por lo general escenario de malvadas competiciones entre ciclistas, patinadores en fila india y cochecitos de bebé. Como un desafío a las convenciones urbanas, los desconocidos se miraban a los ojos. Por primera vez desde que tenía memoria, Irina percibió a Nueva York como una ciudad unida, un solo lugar, y aunque se hablaba mucho de sus comunidades, era rara la experiencia de sentirse parte de una de ellas.

—Creo que te debo una disculpa —dijo Irina en voz baja en la calle Cincuenta Oeste. Aparte del ocasional vehículo de emergencias que pasaba a toda velocidad, a su izquierda, el West Side Highway, donde en los alrededores del centro los coches solían ir parachoques con parachoques, estaba desierto. Mad Max—. Tu trabajo… Es posible que nunca haya pensado que es importante.

—Pero Irina, por favor… —dijo Lawrence, que no le soltó la mano ni un momento—. A veces yo mismo olvido que es importante.

No los detuvieron hasta West Houston Street, donde había un cordón policial. Una multitud respetuosa se había congregado en silencio. El aire tenía un olor acre a goma quemada y níquel, y picaba, y las barandillas del carril para bicicletas iban cubriéndose de una capa de ceniza bautismal y delgada. Con las manos a los costados, todo el mundo miraba la pira funeraria que se alzaba en la distancia, rendían homenaje unos cinco minutos y después daban media vuelta en silencio. Irina y Lawrence hicieron sus cinco minutos de silencio y cedieron el lugar.

Al volver hacia el norte, se internaron en la isla. Y aun cuando el metro volvió a circular a eso de las cinco de la tarde, ninguno de los dos dio muestras de querer cogerlo. No se hacen peregrinaciones en trenes subterráneos. En Times Square, sin tráfico, caminaron con dificultad por el centro de la Séptima Avenida. En lo alto, la teleimpresora digital decía: ATAQUE A LOS ESTADOS UNIDOSAVIONES SECUESTRADOS DESTRUYEN LAS TORRES GEMELAS Y TOCAN EL PENTÁGONO… Trozos de desechos llevados por el viento se arremolinaban por encima de la calzada, vacía como al final de una alocada Nochevieja, después de que cae la bola y toda la ciudad tiene resaca. Quedaba un puñado de restaurantes abiertos, aunque todos los establecimientos con aspecto de ser de Oriente Medio habían bajado las persianas.

—No me gusta nada decir vacuidades —dijo Irina en Columbus Circle—. Pero… si tenía que ocurrir, entonces me alegra que estemos en Nueva York. Si estuviéramos en Inglaterra, me sentiría excluida.

—Sí, creo que es un poco vacuo —reconoció Lawrence—. Pero ¿qué no lo es ahora, con lo que ha pasado?

—Yo te diré qué no lo es —dijo ella, deteniéndose y obligándolo a volverse hacia ella. Estaban obstaculizando la entrada a Central Park, pero los peatones fueron deferentes y les dejaron el lugar. Irina le puso las manos en las mejillas y lo besó. Por las suyas resbalaban una vez más lágrimas exclusivamente privadas, pero no eran lágrimas de vergüenza.