Irina se dijo que no le vendría mal ir dando un paseo, pero por Grove Road los tacones resonaban con el mismo tono —el de estar engañándose a sí misma— que cuando por la tarde subía al dormitorio con el pretexto de guardar un par de calcetines aunque la verdadera intención era masturbarse. Si hacía todo el camino a pie hasta Borough, las posibilidades de que satisficiera su vicio secreto eran muchas.
Esa mañana templada de finales de abril el cielo estaba nublado; sin embargo, ella se sentía extrañamente perseguida por una sombra. Había previsto mucho tiempo para esa aventura; el viaje en metro a casa, después un tren a Sheffield, desde King’s Cross, a última hora de la tarde. En cuanto al vicio, aunque era sábado, había recibido por correo electrónico garantías de que Lawrence estaba en un congreso en Dubai y no representaba ningún peligro. Así pues, esa carga en su humor debía de ser la inminente final del Mundial, que se jugaba el día siguiente. Una vez más, Ramsey volvía a tener esperanzas, y si caía esta vez, serían ocho los campeonatos del mundo a los que había llegado. Y perdido. El verano pasado había cumplido cincuenta, y si no ganaba en 2001, era muy probable que nunca más tuviera la oportunidad de hacerse con el título.
Para ser francos, lo horroroso de verdad habría sido ir a otro torneo de snooker, a sonreír como una idiota al lado de Ramsey, ella, la mujercita humilde que siempre lo apoyaba. Una cosa sería si él alguna vez se dignara desempeñar el papel de marido que la apoyaba a ella. Pero, aparte de la presentación del libro en Foyle’s, en septiembre, con una concurrencia tirando a escasa —un acto para el cual, puesto que en Snake’s Head andaban cortos de dinero, Ramsey había comprado el vino—, el famoso jugador pocas veces había experimentado lo que se siente cuando se es invisible.
Ahora, la asistencia de Irina a los campeonatos era motivo constante de disputa. La primera temporada en la que Ramsey la llevó a la zaga había culminado con más títulos que todos los diez años anteriores; el broche de oro fue la séptima final en el Crucible. Sin embargo, en las dos giras que siguieron, cuando Irina lo acompañó a dos o tres encuentros como mucho, el ranking de Ramsey había caído en picado. La pérdida de estatus en Match-Makers se traducía en pérdida de extras como el servicio de limusina, y si bien a él poco podían llegar a importarle las limusinas en y por sí mismas, sí le importaba lo que significaban. Lo peor de todo era que caer del Top 16 conllevaba que ese gigante entre los hombres tuviera que jugar las fases eliminatorias si quería acceder a torneos cuyos trofeos habrían decorado la sala de snooker del sótano, cosa que, según él, era como tener que tocar el timbre para entrar en su propia casa.
En consecuencia, Ramsey había llegado a la conclusión de que la presencia de Irina lo decidía todo, y no cesaba de presionarla para que lo acompañase. Ella había insistido en que era una mujer con su propia carrera y no su pata de conejo. Nunca había querido aburrirse con el snooker (ésa era la formulación diplomática), y eso significaba que sólo iba a verlo jugar cuando tenía ganas (de acuerdo, sí, eso quería decir básicamente nunca). Oh, era más que razonable que Ramsey esperase que fuera a ver la final de mañana, y había sido poco generoso por parte de ella quedarse en casa a ver la semifinal por televisión, y «ver» sólo por decirlo de alguna manera, pues la partida apenas le sirvió de fondo mientras le escribía un mensaje a Lawrence preguntándole cómo iban las cosas en Dubai.
Cruzar el puente de Londres en dirección a Borough High Street fue una experiencia agridulce; pasar por el mercado de Borough, un súbito recordatorio de lo poco que cocinaba esos días. Pero es posible que todos esos pasteles hubieran sido una pérdida de tiempo. Irina no lo sabía.
En cuanto metió la vieja llave en la cerradura y entró en el apartamento sin hacer ruido, notó algo cambiado. El aire olía más fragante. Un insolente gorrito negro engalanaba el perchero.
A primera vista, en la sala todo parecía estar igual, al menos hasta que Irina, indignada, posó la mirada en un Lissitzky marrón barro que había reemplazado al Miró. ¿Lawrence comprando reproducciones nuevas? En la mesa, un ejemplar del Independent, un periódico que él ridiculizaba como sensacionalista. Por el amor de Dios, ¿dónde estaba el Telegraph?
Andando inquieta por el pasillo, metió la cabeza en la habitación que había sido su estudio, convertido hacía tiempo en el de Lawrence. Ahora, en el espacio donde una vez estuvo su mesa de dibujo, vio otro escritorio, y no del tipo Oxfam que ella prefería, sino uno flamante. Tras un nuevo reconocimiento, revolvió en su cómoda y encontró maquillaje —lápices de labios de los colores chillones que ella evitaba— y, en el lavabo, champú de mango y arándano.
Lawrence usaba Head & Shoulders.
Pero fue en la cocina donde empezó a torcer el gesto. Para su consternación, vio que sus largas hileras de botes de especias habían quedado reducidas a un puñado de las más típicas, como sazonador italiano de hierbas ya mezcladas y perejil deshidratado. Ni rastro de unos veinte botecitos de condimentos para palomitas; entre otros, algunos como Old Bay y Stubb’s Barbeque Spice Rub, acarreados desde Nueva York, habían desaparecido por completo. También estaba diezmada la despensa, y su pasta de sésamo, el agua de rosas y la melaza de granada las habían reemplazado con sopa de sobre, jugo de carne granulado instantáneo y botes de salsa boloñesa. Habían roto el sello del enorme frasco de anchoas españolas en aceite de oliva que ella guardaba por si algún día se quedaban sin provisiones. Irina no debía dejar huellas de su presencia en el apartamento, pero la cantidad de autocontrol necesaria para no poner ese hermoso frasco en la nevera era formidable.
De repente se le aceleró el pulso. Estaba claro que, aunque Lawrence estuviera en Dubai, ahora la puerta podía abrirse en cualquier momento. Lo prudente habría sido largarse ipso facto, pero había venido desde el East End a bañarse en la luz de su vieja vida, que entraba por los ventanales de dos metros cuarenta de alto, y prefirió inventarse una coartada verosímil —«¡Lamento muchísimo haberla asustado! Soy Irina, la ex de Lawrence, sólo pasaba a recoger…, a recoger un par de zapatos»— e instalarse en su sillón color óxido a contemplar ese revolucionario estado de cosas.
Dadas las circunstancias, sentir celos era ridículo. Era ella la que se había ido de esa casa, y si tres años y medio largos después Lawrence había encontrado una mano que sujetar, bueno, no sólo estaba en su derecho, sino que se lo merecía. A lo mejor este giro de los acontecimientos disipaba la carga de la culpa que seguía pesándole, y mucho, cuando imaginaba la vida solitaria que llevaba Lawrence. Seguía sintiéndose responsable de él; siempre era duro entrar en ese apartamento a hurtadillas y no dejar brócoli en la nevera. Sin embargo, no era tan egoísta para tenerlo eternamente a su disposición sólo para tomar un café de vez en cuando. Si bien se sentía un poco herida pensando que él no había creído conveniente comunicarle que había una nueva mujer en su vida, técnicamente no era asunto suyo ni muchísimo menos. No obstante, cuando se puso a fisgonear por el apartamento, cualquiera habría dicho que se sentía como un osezno que llora y pregunta: «¿Quién ha estado durmiendo en mi cama?», y: «¿Quién se ha comido mis gachas?».
Al cabo de una hora de ensoñaciones, decidió darse prisa y se puso la chaqueta. Tal vez, ahora que Ricitos de Oro podía entrar sin llamar en cualquier momento, Irina abandonaría para siempre ese perverso pasatiempo. Tomando las precauciones necesarias para mantener su coartada hasta llegar a la acera, se metió en su antiguo armario empotrado a buscar un par de zapatos planos, ahora casi escondidos detrás de una hilera de zapatos que sólo podían ser de una furcia.
Bajó disparada y cerró la puerta de la calle. Sin embargo, en el preciso momento en que habría podido soltar un respiro de alivio, se le detuvo el corazón.
Ramsey estaba en el bordillo, apoyado contra el Jaguar XKE verde ópalo, fumando. La instantánea era el duplicado exacto de su aparición en ese mismo lugar la noche en que cumplió cuarenta y siete años —una vez más, apoyado en el coche, pero perfectamente erguido, se parecía a un taco dejado contra el Jaguar—, excepto que, cuando aquel verano fue a buscarla para llevarla a cenar sushi, esas caladas que daba con aire distante y pensativo la habían fascinado. Ahora, en cambio, el cuadro la hizo sentir ganas de vomitar.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Irina, con voz ahogada.
—Vaya, eso sí que tiene gracia. Iba a preguntarte lo mismo. —Esta vez no hubo acompañamiento gentil y elegante al asiento del pasajero, sino un rápido movimiento de cabeza señalándole la puerta—. Sube.
Irina se quedó donde estaba.
—Ya sé lo que piensas. Pero Lawrence no está. Podría demostrártelo.
—Apártate de la mesa, no me gustan los jueguecitos. ¿Tu hombre se ha escondido en el armario o se ha escabullido por la puerta trasera?
—¡Ramsey, por favor! ¡Ven, subamos! ¡Déjame que te enseñe que no hay nadie arriba!
—Ya me has humillado bastante por un día, patito, y no pienso tener esta pelotera en plena calle. Sube. —Ramsey tiró el pitillo a la alcantarilla, donde ya había un montón de colillas frescas; después se sentó al volante y abrió la puerta del pasajero. Con desánimo, Irina obedeció.
El Jaguar salió disparado del bordillo, la dura mirada de Ramsey clavada en el parabrisas. Se lo veía atractivo, tan guapo que era una tortura —las muñecas delgadas sobresalían de las mangas de la chaqueta de cuero cuando cogía el volante; los rasgos de la cara parecían tanto más cincelados por estar rígidos de furia—. Siempre había sido así cuando se alejaba de ella; Irina lo deseaba, lo deseaba físicamente, y tenía que contenerse para no meterle la mano en el hueco tenso y caliente del muslo. Echando una mirada nerviosa hacia el asiento del conductor, pensó, abatida e impotente: Siempre querré follar con él.
De hecho, en ese momento tuvo una visión desconcertante, la de haberse divorciado, tal vez por un burdo malentendido como el que estaba teniendo lugar en ese coche, y tropezar después en un bar, por casualidad, con su exmarido. Sabía con absoluta certeza que, incluso tras varios años de impasse hostil, en cuanto viese a ese jugador de snooker larguirucho y bien proporcionado —sin duda fingiéndose indiferente a su llegada; fumando un Gauloises y riendo, confabulado con los amigos—, querría follárselo. Encogida como una desamparada en el asiento, Irina recordó una de sus fantasías sexuales más manidas, si bien difícilmente podría ser un tema de Germaine Greer, a saber: arrodillarse delante de esos tejanos negros largos y pulcros y suplicarle a Ramsey que por favor se la dejara chupar. Fantasías de humillación, qué duda cabe; aunque son un lugar común, son morbosas, pero eso era lo que ella querría hacer en ese bar imaginario. Podía verse, quizá después de décadas de no cruzarse con él, años en los cuales no habría tarjetas ni llamadas ni mensajes en el ordenador, podía verse cayendo al suelo e implorándole que por favor la sacara, que se la dejara ver una vez más, tocarla y chuparla y ponérsela tiesa. Llevaba un tiempo preocupada, pensando en la antigua admonición de Betsy, que le había dicho que el encaprichamiento sexual tiene los años contados, si no los días; pero nadie le había advertido contra la alternativa, igualmente horrible, en virtud de la cual, pasara lo que pasara, era imposible liberarse de una fijación que se pegaba a los dedos como alquitrán.
—¿Adónde ibas? —preguntó Irina después de unos terribles minutos de silencio.
—A Sheffield —dijo él—. Por si lo olvidaste, y eso parece, mañana juego la final.
—Pero no he hecho la maleta —dijo ella, y miró la bolsa de plástico que tenía en el regazo preguntándose cómo explicarle que llevaba un par de zapatos.
—No es el fin del mundo —dijo Ramsey, con voz agria.
—Creo recordar que hace unos años me llevé una buena por no hacer la maleta.
—Bournemouth, patito, sólo fue una diferencia de opiniones. Ya te enseñaré lo que es llevarse una buena.
Irina cerró los ojos.
—¿Cómo has sabido que estaba aquí?
—Te he seguido, ¿no?
Irina se volvió hacia él incrédula.
—Se supone que estás en Sheffield. ¿Has venido hasta Londres para merodear delante de tu casa y después seguir a tu mujer adondequiera que fuera? ¿Y si hubiera ido al Safeway? ¿Eso no habría desenterrado un montón de mierda? «¡Qué escándalo, sigue comprando verduras con la etiqueta amarilla!». ¡Por Dios! ¿Tan poco confías en mí?
—Empiezo a pensar que no desconfío de ti lo suficiente.
—No es fácil seguir a un peatón en coche. ¿Eres perezoso o te gusta el desafío?
—Mira, vengo a recogerte y a llevarte a Sheffield para que no tengas que coger el tren. Quería darte una sorpresa. Y justo cuando llego a casa, veo que sales y…, bueno, me pica la curiosidad, qué coño.
—No es curiosidad; es paranoia.
—La paranoia, cariño, es miedo injustificado. En este caso no parece eso.
—Ramsey, no tengo nada con Lawrence.
Una afirmación inútil, como los zapatos que tenía en el regazo, que, además, ni siquiera hacían juego con el vestido.
—No basta con repetir lo mismo cientos de veces para que sea verdad.
—Sólo lo he dicho una vez. Y sólo voy a decirlo una vez.
Irina tuvo la fea sensación de que se repetiría infinidad de veces antes de que esa bronca terminara.
—Muy bien, pues. ¿Qué estabas haciendo en su apartamento, entonces? ¿Tomando el té?
Irina, derrotada, miró los zapatos; nunca le haría tragar a Ramsey la inverosímil excusa que había preparado para Ricitos de Oro. Además, tal vez, sólo tal vez, ésta era una oportunidad para que su marido la entendiera mejor.
—Voy… de vez en cuando. Cuando Lawrence no está. Me gusta… dar vueltas por el apartamento. Me siento en mi viejo sillón. A veces leo el periódico. Eso es todo.
La verdad, en cuanto herramienta argumentativa, está sobrevalorada. Ramsey gruñó disgustado —«ajá»—, como si pensara que Irina podría haberse esforzado más.
—¿Y por qué lo haces, dime?
Irina miró por la ventana.
—Te quiero, pero…, a veces siento el tirón de mi antigua vida. Casi como si todavía siguiera paralela a ésta. No es exactamente que lamente haber dejado a Lawrence, pero no puedo evitar preguntarme cómo habrían sido las cosas si me hubiera quedado. Tú y yo tenemos una vida maravillosa, pero indisciplinada, y después, cuando vuelves a casa, estamos raros casi todo el día y bebemos demasiado… Por eso echo de menos algunas cosas de la vida con Lawrence. La sencillez, la tranquilidad. Me gusta visitar ese apartamento. Me conecta con mi pasado, y hace que me sienta más yo misma.
—La polla de ese cabrón en el coño también debe de hacer que te sientas tú misma.
Irina se apretó la frente con dos dedos.
—Y si quieres saber qué más echo de menos…, pues eso, que Lawrence nunca decía cosas feas como la que acabas de decir, nunca.
—Debería haberlo hecho, ¿no crees? ¿No follabas conmigo cuando todavía vivías con él?
—Ah, estupendo, así que ahora sólo soy una cualquiera. Porque me enamoré de ti.
—No lamentas haber dejado al Hombre del Anorak. No es eso. Pero hay una tranquilidad a la que un tío puede aferrarse.
Mientras él descargaba su ira en los otros conductores, por una vez Irina no se relajó confiada en que la destreza de Ramsey en la mesa de snooker se trasladaría a la carretera. De repente, las bolitas de colores dejaron de parecerse a los vehículos de dos toneladas.
—Mira —dijo Irina—. Sé que mi explicación parece extraña. Pero mañana juegas la final y, por tu concentración, tienes que dejar esto de lado…
—Muy amable. Por mi bien, tengo que olvidar que te estás tirando a otro tío delante de mis narices.
—Estoy siendo amable, ¡idiota! ¿No trabajas desde los siete años para ganar el Mundial? ¡No necesitas esta bronca! Lo que necesitas es una buena comida y una noche agradable con tu mujer. Y dormir bien.
Por desgracia, el armonioso escenario no pudo parecer más irreal.
—He visto a tu hombre en mejor forma —susurró alguien al oído de Irina en cuanto ella se instaló a toda prisa en la zona de invitados del Crucible.
Irina le echó una mirada cortante por encima del hombro. Era Jack Lance.
—Está aquí, ¿no?
—Por un pelo. Nadie pensará ahora que un viejales con un ranking de treinta y dos jugará rápido y relajado la final del campeonato. Nos tuvo a todos sobre ascuas con sus caprichos de diva. Entra dándose aires treinta segundos antes de que empiece el encuentro, y encima, mira, ni siquiera se ha peinado.
—Las abluciones de Ramsey —dijo Irina, rígida, mirando otra vez hacia delante— están un poco atrasadas.
—Por tu aspecto se diría que tú también has tenido una noche movidita, cariño.
El aliento caliente de Jack le daba en la nuca.
—Gracias por preocuparte.
Irina odiaba a Jack Lance, y no sólo porque era taimado y él también la odiara. Cuando Ramsey cayó del Top 16, todos los pequeños gestos de flores, champán y sushi en la habitación del hotel se terminaron con la misma brusquedad con la que el mánager dejaba de sonreír. Ahora que, desafiando las expectativas de todos, Ramsey Acton volvía a jugar una final, Jack, una vez más, se ponía a lamerle el culo como si no hicieran ya dos años largos desde que le diera la patada en el ídem. Aunque el mánager tenía su punto de razón —a los que llegaban tarde les descontaban un juego por cada veinte minutos de retraso—, si el cuerpo inerte de Ramsey no seguía tendido en diagonal en el colchón del hotel sólo se debía a los empujones y la insistencia de Irina.
Se apagaron las luces. Entre calurosos aplausos, el maestro de ceremonias presentó a Ronnie O’Sullivan, el presunto heredero, la bestia negra. Aunque ya casi nadie observaba la regla de la pajarita, O’Sullivan, muy respetuoso esa noche, se había puesto una junto con la camisa blanca tradicional y el chaleco negro, y cambiado la coleta de sus días de chico malo por un corte de pelo conservador. Tras una cura en elegantes campamentos de verano para adultos, en los últimos años ni siquiera había dejado inconsciente a ningún funcionario de la asociación de abogados. Mientras se acercaba a su silla dando zancadas, Ronnie, a la madura edad de veinticinco, irradiaba una seriedad desconocida en él hasta entonces; con una sonrisa recatada envió al público la imagen de un hombre reformado que había pasado página.
Cuando el maestro de ceremonias presentó a su rival, Ramsey Acton también parecía un hombre cambiado, pero de la única manera en que un jugador con una larga reputación de elegancia, deportividad y regios modales podía cambiar: para peor. Llevaba la pajarita inclinada en un ángulo que mareaba y, por desgracia, una camisa blanca almidonada no sólo tiene superficies planas, sino también arrugas. La barba sin afeitar brillaba bajo las luces del escenario. Antes de localizar la silla, Ramsey se quedó de pie unos instantes, tambaleándose un poco y mirando al público con los ojos entrecerrados, como si se asombrara al verse en un campeonato de snooker cuando pensaba que sólo había salido de casa para ir a la lavandería.
Irina se llevó una mano a la cabeza. Por la noche Ramsey había pedido una botella de Rémy Martin al servicio de habitaciones, y haciendo caso omiso de las protestas de Irina, llamó pidiendo otra antes de que saliera el sol. A ella la había aterrorizado la posibilidad de que tuviera resaca en el momento de jugar la final, pero no había imaginado que tendría que preocuparse por una eventualidad mucho más grave: que aún siguiera borracho.
Huelga decir que en el mundillo del snooker no faltaban leyendas etílicas, pero sólo eran eso, leyendas. Ni siquiera Alex Higgins, famoso por jugar pedo perdido, le había sacado nunca mucho provecho que digamos a la experiencia de jugar en un estado que le impedía ver la blanca. Además, por exageradas que resultaran, según lo contaban, las eses que el legendario «Huracán» hacía alrededor de la mesa, en su día esas partidas debieron de fomentar en su público poco más que vergüenza ajena. Ni Ramsey se había creído nunca esa bobada de que la priva favorece la inspiración, y una vez afirmó incluso que Higgins jugó siempre por debajo de su capacidad por el hecho mismo de hacerlo bajo los efectos del alcohol.
Irina no entendía por qué Ramsey se movía como tanteando el aire, ni tampoco por qué, en lugar de empezar a jugar, se iba a conferenciar con el árbitro arrastrando los pies. Y mucho menos entendió qué pasaba cuando el árbitro anunció: «El juego es para Ronnie O’Sullivan». Todavía no había tirado ninguno de los dos.
Jack desapareció, pero al rato volvió y, furioso, le susurró a Irina:
—Tu marido ha olvidado la tiza.
—¿Y? —repuso ella, también en voz baja—. ¿No hay nadie que pueda prestarle un poco?
—No se trata de eso. Es falta. Un juego. ¡Un puto juego le ha regalado!
Empezando con un juego en contra sin que O’Sullivan tuviera la necesidad de embocar ni una mísera roja, le tocó sacar a Ramsey. Se aferró a la mesa para no caerse, y tras un primer golpe que fue una auténtica salvajada («¡Falta y fallo!»), ni siquiera tocó la roja. El público, inmerso hasta ese momento en un silencio en el que podría haberse oído el zumbido de una mosca, de repente rugió de asombro, lo cual llevó al árbitro a ordenar un severo: «¡Silencio, por favor!».
¿Era por culpa de su mujer que Ramsey se presentaba en tan mal estado? Desde que llegaron a Sheffield, Irina había intentado meterle en esa cabezota que tenía, que era un sinsentido que siguiera liada con el mismo hombre al que había dejado por otro llamado Ramsey. Después de un auténtico triatlón de llantos, gritos y encierros en el baño, puntuados por golpes a la puerta, reprimendas de la dirección del hotel y más golpes en las paredes de las habitaciones contiguas, al final Ramsey pareció creerla, pero para entonces ya había amanecido. Aunque se había vestido para la final con tiempo de sobra, el arco que va de pelearse a reconciliarse todavía no estaba completo; se habían quedado en la cama, abrazados. De ahí que Ramsey estuviera impresentable. Irina había esperado que follando se sintiera mejor, pero ahora que los resultados estaban a la vista de millones de telespectadores de la BBC, daba la impresión de que ese desesperado revolcón matutino sólo había servido para agotarlo aún más. No hay que olvidar que ahí fuera hay un universo enorme que está más allá de la culpa, en el que no tiene importancia a quién echársela y lo único que importa es lo que ocurre.
Y lo que ocurrió fue espantoso.
A O’Sullivan la peste a alcohol de ochenta grados que echaba su adversario pudo hacerle muy presentes los momentos menos estimables de su propia carrera. Del mismo modo, los fallos de Ramsey, unas bolas que ese pobre hijoputa habría embocado la primera vez que cogió un taco cuando tenía siete años, pudieron recordarle algunos frames que él mismo había desperdiciado en ataques de mal genio y derrotismo. Tal vez le horrorizaba tener delante un espejo en el que se reflejaba el Ronnie más joven, o la despeinada gloria del pasado que él también podría llegar a ser cuando se acercase a los cincuenta. En cualquier caso, cuanto con menos cuidado tiraba Swish en cualquier dirección excepto hacia las troneras, con tanto más esmero limpiaba el Cohete la basura que Ramsey le dejaba. De hecho, el espectáculo podía calificarse de gastronómico; se parecía a contemplar a un patoso cliente de restaurante que llena la mesa de migas y a un diestro camarero que llegaba entre plato y plato para recoger educadamente hasta la última miga con una de esas ingeniosas palitas.
Conocidos de torneos anteriores, los diez hinchas con las camisetas negras que decían V-I-V-A-R-A-M-S-E-Y se habían acuartelado al principio de la partida, llenos de vida, en una fila del medio. Después del descanso, no volvieron a verse ni la I ni la R ni la E, y como las letras que quedaban se mezclaron sin orden ni concierto, se formó ahí un A-V-V-S-A-M-R-Y que podía leerse como un comentario al desastre de partida que estaba jugando el ídolo.
Cuando la sesión de la tarde terminó con una auténtica paliza a Ramsey, que se fue perdiendo ocho a cero, Irina se levantó sólo para que Jack la reprendiera: «Has hecho demasiado daño para un solo día, cariño. Déjame que lo vea yo primero». Irina se quedó sufriendo justo el tiempo suficiente para que Jack volviera con la noticia de que «Su Alteza Real» se negaba a abrir la puerta del vestuario. En efecto, cuando Irina fue la que suplicó e intentó engatusarlo para que saliera, la cerradura siguió trabada, y el único sonido que oyó detrás de la puerta fue el tintineo del vidrio. Desconsolada, se retiró a la habitación del hotel.
Encorvada por el abatimiento, volvió a ocupar su asiento para la sesión de la noche, pero Jack no le dijo nada y ella tomó ese silencio como una bendición. Si bien el Crucible crepitaba de electricidad, el público no dio ninguna muestra del entusiasmo que supuestamente debe generar el enfrentamiento inminente de dos grandes del snooker en la final de un campeonato. Sólo se vieron las miradas groseras y lascivas y los codazos que preceden a un striptease.
Y, como cabía esperar, Ramsey les ofreció un numerito. Puesto que se había atrincherado en el vestuario durante horas, el hecho de que siguiera teniendo el pelo alborotado, cañones en el mentón y la ropa tan arrugada que se podría haber usado para fregar el suelo, denotaba la misma deliberada actitud de «iros-a-tomar-por-culo» por la que Alex Higgins se había hecho famoso veinte años antes.
Irina había visto los vídeos, y las payasadas de Ramsey en el escenario reproducían de un modo estudiado las más atroces exhibiciones de desprecio de Alex «Caraculo». Cuando se sentaba a esperar su turno, se espatarraba y separaba los pies con la cara bañada por oleadas intermitentes de aburrimiento o fastidio. En la mesa, se permitía las vistosas tacadas que había exhibido en el Ooty Club. Muchas de esas carambolas especiales de cuatro y cinco bandas terminaban mandando la bola a la tronera, pero Ramsey no tenía en cuenta la posición en la que quedarían las demás después de cada uno de esos golpes «magistrales», y tanta vistosidad sólo le reportó un punto. Más que tratar de disimular su estado, lo exhibía con descaro e iba de la mesa a la silla bamboleándose de un modo exagerado y echándose al coleto el líquido de la botella de Highland Spring con verdadero gusto, jadeando como si contuviera algo mucho más tonificante que agua mineral.
Si la sesión de la tarde había sido penosa —básicamente, Ramsey no pudo jugar—, la de la noche era para pasar vergüenza ajena. Alguna que otra vez había visto cómo a su marido se le desbarataba el juego, pero nunca comportarse como un grosero. Sin embargo, una vez que O’Sullivan le ganó por diez a cero, Ramsey gruñó algo así como «¡Serás maricón!». Dijera lo que dijese, lo amonestaron, y cualquier otro «comportamiento poco caballeroso» podía conllevar la expulsión. Cuando O’Sullivan consiguió el nada desdeñable break de 133, Ramsey no dio unos golpecitos en el canto de la mesa, el equivalente, en snooker, al gesto de quitarse el sombrero; no, lo que hizo fue poner los ojos en blanco. Puesto que O’Sullivan reaccionó con unos modales que habrían hecho inclinarse a Amy Vanderbilt[33] —dejando siempre la negra con elegancia después de un despeje—, puede decirse que los dos rivales habían intercambiado los papeles a la perfección, como si Ramsey le cediera a O’Sullivan no sólo la final, sino también el alma. Higgins había desafiado las convenciones educadas del deporte por arrogancia; Ramsey sólo lo hacía por odio a sí mismo.
De los tíos con camisetas negras, sólo aparecieron los de la V (¿dos desesperados signos de la victoria, quizá?). Los demás habían dado la partida por perdida y se habían largado después del descanso.
El carnaval terminó, e Irina golpeó suavemente a la puerta del vestuario de Ramsey. Esta vez le abrió. Seguía con el pelo alborotado, pero en la cara, de un color ceniciento y toda surcada de arrugas, su expresión no podía ser más sombría. Pese a todo el aspaviento con el agua mineral, la botella no había contenido otra cosa que agua.
Ramsey no dijo nada. La dejó que le rodeara con los brazos el chaleco arrugado y él le rodeó la espalda con los suyos, unos brazos sin vida. Irina acercó la palma de Ramsey a su mejilla y le aseguró que volvía enseguida. Después comunicó a los periodistas agolpados detrás de la puerta que el señor Acton estaba «indispuesto» y no daría entrevistas. Cuando volvió a entrar en el vestuario, Ramsey seguía de pie, inmóvil. Irina cogió el abrigo que estaba sobre el sofá y se ofreció a ponérselo; Ramsey, absorto, metió los brazos en las mangas. En cierto modo era inquietante que, camino de la limusina, mientras Irina esquivaba los micrófonos, Ramsey no pronunciara una sola palabra de protesta, aunque sólo fuera ritual, respecto de que ni siquiera su esposa tenía permiso para tocar a la encantadora Denise. Pero si ella no se hubiera acordado de recoger el taco, Ramsey lo habría dejado detrás de la puerta.
Sin embargo, y por desgracia, la farsa aún no había terminado. En la final del Campeonato del Mundo, una maratón jugada tradicionalmente en cuatro sesiones y dos días, la victoria es para el jugador que gana más frames de un total de treinta y cinco. Ese domingo por la noche Ramsey se permitió que le subieran la comida a la habitación; tieso, se llevaba el tenedor a la boca como si fuera la pala de un sepulturero. No bebió alcohol, y sí mucha agua. Seguía sin decir nada. Durmió diez horas, aferrado a Irina como a una almohada, tras lo cual se duchó, se afeitó y tomó un desayuno para recuperar fuerzas, pero sin dar la impresión de encontrarle el gusto. Después, con calma y orden, se puso los pantalones negros, la camisa blanca y el chaleco color perla, todo recién limpio y planchado en la lavandería del hotel. Esta vez la pajarita se veía perfectamente horizontal.
Cuando subió al escenario para jugar la sesión de la tarde, no quedaba en él ni rastro de la imitación de Alex Higgins que había hecho la noche anterior. Subió al escenario muy digno; su comportamiento fue cortés. Y lo cierto es que jugó realmente bien, haciendo algo más que sólo defenderse. Llegó al descanso ganando tres a uno.
Sin embargo, el día anterior Ronnie O’Sullivan había hecho historia en el Crucible ganando los primeros dieciséis juegos seguidos. Ahora, para hacerse con el título, sólo necesitaba dos de los diecinueve que faltaban. Por supuesto, técnicamente Ramsey todavía podía ganar el campeonato, pero como antes del descanso había perdido el único juego que podía permitirse perder, tenía que ganar quince seguidos si quería proclamarse campeón. Aun en la más célebre victoria sorpresa, la legendaria final del Mundial de 1985, el terrier Dennis Taylor nunca había perdido por más de ocho frente al supuestamente imbatible Steve Davis.
Cuando los jugadores salieron a disputar la segunda parte, Irina pudo imaginar el comentario que debió de circular por la BBC: la admiración mezquina de Clive Everton, que se había sentido profundamente ofendido por la poca deportividad de Ramsey Acton el día anterior, ahora reconocía que esta tarde Swish demostraba «tener auténticas agallas». Ramsey, en efecto, llamaba la atención. Su forma era exquisita; sus breaks, sólidos. No hubo ataques autodestructivos de jactancia cuando sacrificaba la posición. Los tiros seguros eran medidos; los snookers, endiablados. Ganó otros tres juegos seguidos. Por lo visto, había decidido ofrecerle un espectáculo de la mejor calidad a ese público selecto que pagaba para verlo.
Pero Ramsey tenía cincuenta años. Ya no era el de antes, y nunca había sido sobrehumano. En el último juego de la tarde, falló por muy poco una amarilla increíblemente difícil y dejó entrar a Ronnie. O’Sullivan limpió la mesa. El firme apretón de manos claudicatorio de Ramsey, la manera en que aguantó la mirada del vencedor, consiguiendo incluso sonreír, fue su enhorabuena a Ronnie O’Sullivan, que acababa de ganar su primer mundial, y pareció todo lo sentida y sincera que se podía pedir. Era demasiado profesional para ponerse a lloriquear ante las cámaras, pero su mujer estaba lo bastante cerca de él para detectar que le brillaban los ojos.
Aunque Ramsey Acton había defendido su honor con una puntuación final casi humillante de dieciocho a seis, no habría cuarta sesión; los que tenían entrada para la noche podían solicitar pases gratis para el año próximo. Tan inexorable era ese resultado, que Jack Lance ni se tomó la molestia de pisar el Crucible el lunes por la tarde.
Así, la espléndida noticia que Irina recibió dos semanas después de volver a Victoria Park Road podía haber caído en mejor momento. Para su sorpresa, una llamada exultante de Snake’s Head le informó de que Juego y partida acababa de entrar en la lista de candidatos para la prestigiosa Medalla Lewis Carroll, un premio internacional de literatura infantil célebre por los conmovedores ejemplares con la pegatina dorada en relieve y en un lugar destacado de la tapa. No tenía ni idea de cómo su casi desconocido volumen había llamado la atención del jurado, pues en enero ya se había devuelto la mitad de la modesta tirada de dos mil ejemplares. Que su buena suerte fuese tan imprevista la habría animado mucho más en circunstancias normales.
Pero las de ese momento no lo eran. Ramsey apenas comía. Dormía mucho, también por las tardes. Seguía hojeando biografías de jugadores de snooker, y leía Snooker Scene de la primera a la última página, pero con el ceño fruncido. Desaparecía horas enteras para ir a practicar en la mesa del sótano, y cerraba bien la puerta, dejando a su mujer presa de una inquietud indescriptible y preguntándose «¿qué estará haciendo ahí?» cuando él se encerraba horas enteras en el lavabo. En una ocasión en que Irina salvó las diferencias para conseguir que se pusiera al teléfono, lo encontró sentado en el suelo con las piernas abiertas y rodeado de listones. Parecía estar delirando. «Jack ha programado una exhibición, por si te interesa», dijo Irina, y él, sin levantar la vista, bromeó: «Ya me he exhibido, ¿no?». A manera de respuesta a la reacción de la intrigada Irina al ver que un extremo de la mesa estaba desmontado, Ramsey masculló algo así como: «Rebotan demasiado las bolas. En esta mesa es imposible jugar». Se había parecido un poco a encontrarse casualmente con Jack Nicholson en El resplandor, en la escena en que escribía a máquina miles de veces «No por mucho madrugar…», y ella prefirió no decir ni preguntar nada.
Por eso, más que bajar corriendo la escalera y aporrear la puerta del sótano para pedirle que la dejase entrar, Irina colgó y volvió a la serie de naturalezas muertas en blanco y negro que había estado garabateando con el rapidógrafo. La pequeña sonrisa que se elevó por encima de su cuaderno fue lo único que se permitió para celebrar la buena nueva.
Tras dejar descansar la noticia una semana —el momento nunca parecía oportuno—, tuvo que admitir que le daba terror contársela a Ramsey, y le molestaba que le diera tanto miedo. Ramsey llevó toda su vida profesional en primer plano. Incluso terminando segundo en el Crucible había ganado casi ciento cincuenta mil libras; y aunque es posible que él lo lamentara, su número se había visto por televisión. Ahora que se encendía una luz en su propia vida, Irina se sentía forzada a esconderla bajo un celemín.
No obstante, los organizadores del premio estaban ansiosos por fijar una fecha para la ceremonia de entrega, con cena incluida, a la que estarían invitados todos los candidatos, y proponían una de varias noches de septiembre. A ella y su cónyuge les pagaban el viaje a Nueva York y el alojamiento. Tenía que dar una respuesta, y decir si Ramsey quería ir o no. Así pues, durante una cena cualquiera y, hasta ese momento, apagada, en Best of India a finales de mayo (la regla del arroz integral con verduras garantizaba que comiesen fuera casi todas las noches), Irina le reveló la bendición que le había caído del cielo.
Fingir que la noticia había llegado ese mismo día tiñó su alegre asombro de un dejo de falsedad. Precipitadamente también, añadió que, por supuesto, no esperaba ganar —y no ganó, tal como había supuesto—, aunque estar entre los candidatos significaría vender un puñado de ejemplares más. Después de todo, dijo, el ámbito de la Medalla Lewis Carroll podía ser «internacional», pero era un premio que daban en Manhattan; la posibilidad de que se concediera a un libro sobre un deporte que los norteamericanos no conocían ni distinguían del parchís era mínima.
Ramsey la besó por encima de la mesa, se fue a la tienda de vinos y licores de al lado a buscar una botella de champán barato y cuando volvió le propuso que, para celebrar, programasen una cena fabulosamente cara, pero otra noche. No obstante, cuando Irina explicó por qué su libro nunca ganaría, Ramsey estuvo de acuerdo y volvió a arremeter con dureza contra la ignorancia supina que había encontrado en Brighton Beach en todo lo relativo al snooker. También le aseguró que, por supuesto, la acompañaría a la ceremonia en septiembre siempre y cuando el viaje no interfiriese con el Royal Scottish Open. Al cabo de unos minutos, la conversación sobre la buena suerte de Irina dio paso a la lista de torneos en los que Ramsey entraría la temporada próxima.
A medida que pasaba la semana y se fundía con la siguiente, salieron a cenar un buen número de veces, pero ni una sola vez para reconocer oficialmente la nominación al premio, y por alguna razón la ocasión prometida nunca se materializó de verdad.
Aunque mientras se vestía para la recepción en el Pierre de la Quinta Avenida Irina estaba comprensiblemente nerviosa, la magnitud de su ansiedad parecía desproporcionada. Una y otra vez se había dicho a sí misma que ya bastante premio era figurar entre los candidatos, y de hecho sabía instintivamente que Juego y partida nunca se llevaría la medalla. Aplaudir, sonreír y sentirse, por otra persona, tan eufórica que resultaría inverosímil, sólo podía ser un momento terrible, pero breve, y se podía sobrevivir. Por lo tanto, el origen de esa inquietud que la invadió mientras luchaba con el pelo rebelde poco tenía que ver con estar preparándose para la derrota.
Por una coincidencia, feliz o infeliz según se mire, esa misma semana Lawrence Trainer tenía que estar en Nueva York para asistir a un aburrido congreso sobre «el crecimiento de la sociedad civil global». Durante mucho tiempo Lawrence fue su principal apoyo, y los cuatro años transcurridos desde que se separaron lo habían transformado de amante al que había dejado plantado en compañero. Se había manifestado tan emocionado cuando en mayo Irina le mandó por correo electrónico la noticia del Lewis Carroll (con Ramsey todo el santo día en casa fue imposible encontrar durante todo el verano un momento para verse en algún café recogido cerca de Blue Sky). Además, ésa era su fiesta, qué diablos, y estaba en su derecho. Por eso había invitado a Lawrence esa noche, y él había aceptado.
Irina podría haberse mantenido firme en su decisión sin arrepentimiento si le hubiera dicho a Ramsey con mucha antelación, y sin lugar a discusión, que Lawrence iría a la cena de entrega del premio, o si al menos le hubiera hecho creer que lo consultaba antes de invitar a su ex. Pero no. Cada una de las noches de agosto en que se detuvo a considerar la posibilidad de comentar con Ramsey que también iría su «camarada», se le hacía un nudo en el estómago, aunque no tanto como ahora, cuando sólo faltaba media hora para que empezara la recepción y Ramsey iba a recibir una gran sorpresa.
Para empeorar las cosas, uno de los otros cinco autores candidatos a la medalla era Jude, su exmujer.
—Ese vestido es muy breve, cielo —dijo Ramsey a sus espaldas mientras ella se entretenía delante del espejo del tocador—. El dobladillo a menos de cinco centímetros del coño.
—Si me sigues dando la lata, me lo pondré de cinturón.
Ramsey le pasó un dedo por el escote.
—¿Has pensado en ponerte algo que se parezca a una chaqueta?
—Sí —dijo Irina, que se aplicó el lápiz de ojos con mano tan insegura que terminó pareciendo Boris Karloff—. Me he gastado doscientas libras en esto, así que, por supuesto, voy a taparlo con un enorme saco de arpillera.
—No, tú vas a pavonearte en esa fiesta de abajo casi en pelotas y todos los mamones que estén en la sala querrán follarte.
—Antes te gustaba que me pusiera ropa sexy.
Por Dios, ¿nunca cambiaba nada? Ramsey le recordaba a Lawrence.
—Me encanta cuando te pones ropa sexy… Pero encerrada en un armario con candado.
Irina se dio la vuelta mientras él se ponía la chaqueta y dijo:
—¡Vaya! —Se había acostumbrado a verlo vestido de jugador de snooker, pero rara vez lo había visto con un esmoquin de verdad—. Eres tú el que debería estar encerrado en un armario.
Harían falta muchos más cumplidos que ése para aplacar a su marido. Pese a todas las habitaciones de hotel que ya habían compartido, ésta era la primera vez que se registraban con el apellido de Irina. Ramsey se había puesto furioso cuando el botones lo llamó «señor McGovern», y su repentino anonimato al llegar a JFK fue toda una ofensa para él. Cuando abrió el pasaporte de Ramsey Acton, el agente de inmigración no había enarcado una ceja, y su «bienvenido a los Estados Unidos» sonó como el mismo aburrido saludo que dio a todos los demás turistas de la cola.
—Si sigues yendo de un lado para otro —dijo Irina—, nos van a pedir daños y perjuicios por dejar canales en la alfombra. ¿Te pone nervioso la idea de ver a Jude?
—No especialmente. Aunque contigo acicalada así, calculo que se pondrá celosa.
—¿Por qué? Fue ella la que quiso divorciarse.
—A las tías no les gusta que alguien se entusiasme por lo que ellas tiran. Es como cuando revuelves en la basura de alguien y encuentras un cachivache de adorno que todavía sirve. De repente piensan: ¡Eh, devuelve eso! ¡Ese chisme todavía sirve!
—Me preocupa que Jude suponga que empezamos a salir mientras todavía estabas casado con ella.
—¿Y qué? —Ramsey le metió las palmas en el hueco de las caderas—. Que lo piense, si quiere.
Tan completamente distraída estaba Irina por la inminente llegada de Lawrence Trainer, que poco había pensado en Jude Hartford, con quien no se cruzaba desde que habían partido peras cinco años antes. Ramsey y ella bajaron en el ascensor, que parecía una jaula de oro; el encuentro con Jude no podía retrasarse mucho. La mayoría de la gente sortearía una ocasión incómoda como ésta sobreponiéndose. Por ejemplo, dando flojas enhorabuenas por la candidatura, no mencionando anteriores momentos desagradables ni el extraño hecho de que Jude y Ramsey habían sido marido y mujer, y presentando un frente unido de perfecta satisfacción conyugal. Pero, puesto que su torpeza en sociedad siempre hacía aflorar en ella esa singular incontinencia que la empujaba a confesarse, lo más probable era que al cabo de unos minutos soltara que Ramsey era irracionalmente celoso, que con toda seguridad bebería más de la cuenta y que se enzarzara en una pelea en cualquier momento. Y todo eso se lo diría a una mujer que sin duda emplearía cualquier información poco atractiva para difamarla en cuanto ella se diera la vuelta.
Aferrada a la mano de Ramsey, Irina entró en la sala y registró la presencia de Jude en el otro extremo, junto a la mesa de las bebidas, aunque con ese caftán color marfil que llegaba hasta el suelo cualquiera podría haberla confundido fácilmente con la carpa de los refrigerios. Cuando Jude se volvió como un remolino hacia la entrada, su desmesurada expresión de asombro y alegría tardó una fracción de segundo en recomponerse. Cual Lawrence de Arabia al frente de la carga en Aqaba, cruzó la sala como batiendo alas, con los brazos bien abiertos; mientras el derviche giróvago avanzaba, Irina temió que su propia expresión fuese de horror.
—¡Irina, cariño! —Jude asfixió a su examiga en un resplandor de solvencia sintética—. ¡Pero si estás divina!
El «tú también» de Irina fue muy débil. Ni las nubes de tela conseguían ocultar que Jude había engordado. Con todo, seguía emanando de ella la histeria que la caracterizaba, esa desesperación por una vida refinada que, como un jején, con tanta más seguridad la esquivaría cuanto más frenéticamente intentara ella darle caza.
—¡Oh, Ramsey, querido!
Jude acercó la frente de Ramsey a sus labios como para darle una bendición.
—Jude —dijo él. Como si eso lo dijera todo.
Un personaje alto y bastante carrozón se les acercó muy tranquilo por detrás. Emanaba de él un lánguido «no-puedotomarme-la-molestia-de-querer-caer-bien» que, por regla general, guarda correlación con tener dinero. Cuando Jude, con grandilocuencia, presentó a Duncan Winderwood como el «arrendatario de mi afecto», el hombre, con acento pijo, saludó así: «No puedo deciros lo encantado que estoy de conoceros», recurriendo a esa aristocrática elegancia proforma que, menos que hacernos sentirnos queridos, lo que pretende es hacernos tragar que estamos ante alguien de lo más exquisito. A Irina le cayó mal, instintivamente, y se dio cuenta de que a él no le importaba. Siendo británico, Duncan era el único hombre en toda la sala que casi seguramente reconocería a Ramsey Acton, pero su interacción con él fue breve e insulsa.
—Qué coincidencia, ¿verdad? —dijo Irina, por decir algo—. Lo de la medalla.
—¡Vaya pamplinas dices! Para ser francos, ¡no es ninguna coincidencia! —exclamó Jude, riendo y hablando a la vez—. El talento quiere que se lo reconozca, ¿no crees?
Jude parecía haber olvidado por completo que una vez había impugnado el trabajo de Irina porque no tenía «gracia».
—El mío no ganará, de ninguna manera —dijo Irina—. El tema es muy críptico. —Cuando Ramsey se puso a su lado, añadió a toda prisa—: Para los norteamericanos, quiero decir.
—Para ser francos —dijo Jude—, pensé que…, bueno, que tú, justamente tú, ilustraras un libro sobre snooker, era para morirse de risa. ¿No decías antes que el snooker era para morirse de aburrimiento?
—Bueno… Ha llegado a interesarme bastante más —dijo Irina, con entusiasmo poco convincente.
—¡Sospecho que no tenías mucho para elegir!
—Tú sí tenías, si no recuerdo mal —se entrometió Ramsey sin piedad—. Y elegías poner mi profesión por los suelos siempre que podías.
—Creo que lo que intenta decir Ramsey —intervino Irina— es que todos necesitamos un trago.
Fortalecida con una copa de vino tinto que, vistos los metros de lona blanca en que iba envuelta, se parecía a tentar al diablo, Jude exclamó:
—¡Me quedé helada cuando me enteré de que os habíais casado!
—Para nosotros también fue una sorpresa, te lo aseguro —dijo Irina, rotunda ahora—. Espero que no te importe.
—¡¿Importarme?! Para ser francos, tal vez deberíamos haber cambiado de silla cuando empezamos a salir a cenar. ¡Así nos habríamos ahorrado un montón de problemas!
La muletilla de Jude empezaba a cansar, aunque el «para ser francos» se había propagado entre la burguesía británica como el herpes genital. Algo muy parecido había ocurrido con su plaga homóloga entre los jóvenes, «¿Sabes qué quiero decir?», que transmitía una inseguridad continua, y a menudo justificable, en lo que respecta a la capacidad para hablar inglés; por su parte, el reiterado añadido «para ser francos» parecía dar a entender que, a menos que se dispusiera de otra información, se podía suponer, sin temor a equivocarse, que quien hablaba mentía.
—Ramsey, perro viejo —prosiguió Jude—. Me preocupaba haberme perdido algo en las páginas de sociales del Guardian, algo sobre un gran sarao. No es que aparentes más de cuarenta y nueve, no, ni un solo año más, pero ¿no cumpliste cincuenta el año pasado? Me imaginé que alquilarías el Savoy para invitar a la alta sociedad.
—No nos gusta hacer mucho aspaviento —dijo Ramsey, muy serio.
El verano anterior, cuando Ramsey cumplió cincuenta, Irina había tomado sus advertencias al pie de la letra: nada de aspaviento, y repitió los sushi caseros que tanto lo habían entusiasmado en 1995. Él no había cesado de escudriñar más allá de las velas, como si temiera que de golpe y porrazo un centenar de invitados se dispusiera a salir de las sombras por sorpresa para cantarle el feliz cumpleaños. Lo que al final salió a relucir fue que Irina no había leído correctamente las señales que él había enviado. Por lo visto, «no» significaba «no» sólo en casos de sexo no consentido.
La sala iba llenándose de gente, y los organizadores se llevaron a las dos parejas para presentarles a los directores de la fundación, a la prensa y los miembros del jurado. Aunque Irina vio disculpas en los ojos de los jueces (lo sentimos, pero no hemos votado por su libro), todos se deshicieron en elogios, y alabaron en especial el dinamismo de los colores, la frescura del material… Ávida de una auténtica aprobación a lo largo de toda su carrera, Irina, por desconcertante que parezca, fue sorda a todas esas alabanzas. Los cumplidos eran calorías vacías, como las palomitas.
Su manera de reaccionar fue decirles que el rojo carmín, el amarillo limón y el verde cremoso lo único que hacían era reproducir las bolas de snooker con toda la fidelidad de la que había sido capaz.
—En realidad —añadió—, el snooker no despegó en el Reino Unido como deporte para el gran público hasta la llegada de la televisión en color. La BBC necesitaba una programación colorida. Literalmente. Así nació Pot Black. Los jugadores se convirtieron en celebridades nacionales y lo que empezó como un juego muy irregular y mayormente de aficionados, se organizó en rankings y torneos, y con botes muy jugosos.
La expresión de Jude era de lástima: Oh, pobrecita, ya veo que has aprendido la lección.
—Ramsey siempre salía en Pot Black, ¡siempre! —dijo Irina, acercando a su marido al grupo. Pero, por desgracia, sólo consiguió ponerlo en un apuro; los presentes no pudieron exclamar nada mejor que: «Vaya, ¡así que usted es jugador de snooker!». Y Ramsey no pudo contestar nada mejor que: «Sí». Silencio.
En medio de ese agujero en la conversación, hizo su entrada Lawrence.
Obviamente, Irina podría haber invitado en su lugar a un terrorista suicida de la franja de Gaza o a la Máscara de la Muerte Roja; pero en cuanto se cruzó con la mirada de Lawrence, que estaba en el otro extremo de la sala, esos ojos marrones y hundidos se encendieron con una calidez que la hizo olvidar, aunque sólo fuese un momento, la magnitud de su error. Los iris azul grisáceos de Ramsey podían volverse un océano; las lágrimas siempre estaban ahí, disponibles como agua corriente, pero algo en su color también les daba la espeluznante capacidad de enfriarse. Sin embargo, pese al desdén que con frecuencia manaba de la boca de Lawrence, el particular tono sombrío de sus ojos era capaz de expresar una serie limitada de emociones: ternura, gratitud, injuria y necesidad. Cuando vivían juntos, a Irina la había irritado más de una vez lo mal que vestía; ahora, esos familiares Dockers oscuros y la camisa gastada sin corbata la hicieron sonreír. De hecho, todo lo que de él antaño la había sacado de quicio, ahora, en cambio, la fascinaba. Le encantaba esa humildad radical que no pegaba nada con sus bravatas intelectuales como «el Experto». Le encantaba su postura, medio encorvada, apocada. Le encantaba que en una ocasión así siempre se pudiera confiar en que resistiría; se podía arrojar a Lawrence a cualquier charco social, él nadaría. Le encantaban su rigidez y su disciplina, meras formas de disimular un terror enorme a la gula, la intemperancia y la pereza que sin duda se manifestarían si alguna vez él se saliera de la recta, y estrecha, vía. Le encantaba que Lawrence Trainer pudiese ser feliz por la buena suerte de otro; y su porte, cuando lo vio acercarse irradiando la felicidad que en ese momento le hacía sentir la que estaba viviendo Irina. Por último, si bien es posible que hiciera mucho tiempo ya que había dejado de sentir la urgencia de arrancarle la ropa, la cara de Lawrence seguía gustándole, y mucho. Le gustaba ese rostro tallado en piedra, angustiado, hermoso.
Era imposible saber qué era más imperdonable para Ramsey: que hubiera invitado a Lawrence o la expresión de Irina cuando él entró. En los dos casos, cuando ella miró a su marido, los ojos de Ramsey ya habían echado mano de su capacidad de enfriarse.
Algo retraído, Lawrence le dio un beso en la mejilla.
—¡Enhorabuena!
—Gracias —dijo Irina.
Ramsey le rodeó los hombros con el brazo izquierdo y la apretó con una fuerza tal que casi le hace papilla el brazo.
—Mira, Ramsey, como daba la casualidad de que Lawrence tenía que asistir a un congreso en Nueva York, le pedí que viniera.
—Casualidad… Bueno, eso sí que es suerte.
—¡Hola, Ramsey! —dijo Lawrence, y le dio un efusivo apretón de manos—. Sin rencores, ¿eh? Me alegra mucho volver a verte, de veras.
—El Hombre del Anorak —dijo Ramsey.
Con Irina, el apodo se había transformado en un comentario cáustico, una prueba de la negativa a dignificar al «ex» con un nombre propio; para Lawrence, era inevitable que hiciera revivir parte del afecto con que había sido acuñado. Pero Ramsey no quería sentir nada de su antiguo cariño por Lawrence, y mucho menos enfrentarse a la horrible verdad de que Lawrence Trainer era un hombre agradable.
—¡Enhorabuena! ¡Llegaste a la final de Sheffield este año! —dijo Lawrence—. ¿Cuántas van? ¿Ocho?
—Deberías saberlo. —Ramsey apenas podía hablar, tan furioso estaba por verse obligado a mantener esa conversación—. Tú eres la lumbrera.
La presión de la mano izquierda de Ramsey en el hombro de Irina se había vuelto muy desagradable.
—Lawrence, voy a buscarte una copa de vino —dijo Irina, soltándose discretamente de las garras de su marido. En ciencia ficción, cuando colisionan mundos paralelos, suele verse amenazada la integridad molecular del universo entero; ahora Irina sabía por qué.
—Oye —dijo Lawrence en voz baja, junto al bar. Con seis metros de distancia entre los dos hombres, las partículas atómicas de la sala volvieron a asentarse—. Estuve en Barnes and Noble echándole un vistazo a tu competencia. ¡Tienes el premio asegurado, chica! ¡Los otros candidatos son un asco! Quiero decir, que leí buena parte de esos kilos de mierda que escribió Jude y…, ahora que la tengo delante, «kilos» es la palabra. ¡Casi vomité cuando me fijé en el título!
En Niños de gran talla, una niñita tirando a rechoncha se enamora perdidamente de un niño del colegio, y para ganarse sus favores empieza a hacer toda clase de dietas. Muerta de hambre mañana, tarde y noche, la que una vez fuera una niña alegre se vuelve fastidiosa y malhumorada. El arrendatario de su afecto termina lloriqueando y confesando que él también estaba enamorado de ella, pero hasta que se volvió una pesada. Y hete aquí que no le disgusta que la niña esté maciza, al contrario. La niña aprende a comer de una manera sensata, y también, aun cuando nunca será delgada, a querer su cuerpo. Final feliz.
—Me parece que a Ramsey no le ha entusiasmado mucho verme por aquí —dijo Lawrence—. Podría tomarme algo rápido y marcharme, no quiero arruinarte la noche. Porque es tu noche.
—Davay gavorit po-russki, ladno? —preguntó Irina, y siguió hablando en ruso en voz muy baja—. Sí, es mi noche, y eso significa que debería poder tenerte aquí si es lo que quiero. Y te mereces estar aquí. Me mantuviste trabajando sin descanso en las ilustraciones durante varios años difíciles. Por favor, no te vayas. Por favor.
—Me quedaré si quieres —le aseguró Lawrence—. Pero ¿por qué sigue Ramsey tan susceptible después de tanto tiempo?
Lawrence estaba hablando un ruso increíblemente fluido.
—Mozhet byt potomy shto on vidit shto ya vsyo yeshcho tebya liublu.
Abochornado, Lawrence volvió al inglés.
—Tú sólo me quieres de una manera. A lo mejor deberías decirle que voy a casarme. Eso podría hacer que se sintiera mejor.
Irina ladeó la cabeza.
—¿Tendré que inventármelo?
—Niet —dijo él, con dulzura.
Irina se miró los dedos de los pies antes de volver a levantar la vista.
—Enhorabuena. Supongo que es una buena noticia.
No debería haber dicho «supongo», pero no pudo evitarlo.
—Da, na samon dele —dijo Lawrence, con ardor—. Una noticia muy buena. Espero que no te sientas mal porque tú y yo nunca… Bueno, nunca nos casamos, aunque quizá deberíamos haberlo hecho. Esta vez voy a hacer las cosas como corresponde.
—¡Lawrence Trainer! —se oyó gritar desde la carpa de los refrigerios—. ¡Mirad a la parejita! ¡Como en los viejos tiempos! Sólo un poquito confusos, nada más.
—Hola, Jude —dijo con voz cansina Lawrence, que nunca pudo soportar a Jude Hartford.
Jude le presentó a Duncan, y el muy encopetado soltó una perorata de sonámbulo sobre lo absoluta e indescriptiblemente emocionante que le resultaba conocer a otro invitado que le importaba un bledo. Sin perder un segundo, Lawrence repuso:
—En efecto, es tremendo…, eh, tremendamente agradable conocerlo, so vejestorio —imitando a la perfección el acento del individuo. Por primera vez en el curso de la recepción, algo se movió en esos ojos turbios, y Duncan pareció despertar.
—Vaya —dijo—. Tomándome el pelo, ¿eh?
—No va usted muy descaminado —dijo Lawrence, rotundo, y le dio la espalda.
—Te adoro —susurró Irina.
—Me adorabas —dijo Lawrence, sin darle demasiada importancia—. ¿Y por qué no ibas a hacerlo? Soy adorable.
Algo se había aflojado en él —ya no tenía que hacer un esfuerzo para verla—, e Irina se dio cuenta de que al fin la había dejado marchar.
Para la cena, servida en mesas en la sala contigua, a los aspirantes a la medalla y sus acompañantes los sentaron juntos alrededor de una enorme mesa redonda, junto al podio. Quiso la suerte que la tarjeta con el nombre de Irina estuviera entre las de Ramsey y Duncan. A Lawrence le asignaron una silla en otra mesa cercana, e Irina, algo nostálgica, siguió mirándolo con el rabillo del ojo, observando lo rápido que conseguía atraer a un debate muy acalorado a los comensales que tenía a derecha e izquierda. Sobre política, sin duda. Nepal, Chechenia, quién sabe. Extraño, ¿no? Una vez le había fastidiado esa facilidad de Lawrence para ser el centro de atención en sociedad; ahora le encantaba.
Cuando le preguntó a Duncan por su trabajo, el «vejestorio» dijo que «jugaba con algunas inversiones». O lo que es lo mismo, que la reina y él se habían repartido la mejor parte de Inglaterra. Irina dijo: «No puedo afirmar que alguna vez me interesaran las finanzas», a lo cual él replicó: «Mueven el mundo, querida». Y ella, rápida: «No el mío». No hay nada tan gélido como dos personas hablándose con mutua condescendencia, e Irina, por lo general buena conversadora, concluyó bruscamente que la vida era demasiado corta.
Pero tampoco Ramsey hacía mucho por salvarla. Parecía una estatua. No le quedaba una gota de vino, e Irina deseó que los camareros no fuesen tan diligentes a la hora de volver a llenar las copas vacías. Se había casado con un hombre que detestaba charlar sobre temas triviales y que nunca se sentía cómodo fuera del enrarecido mundo del snooker. Sin embargo, esa noche el numerito de hacerse el pez fuera del agua era extremado incluso para las mínimas normas sociales que Irina había aprendido a aplicarle. Mucho antes de que la llegada de cierta persona revelara su Gran Pecado, Ramsey apenas había hablado con nadie, y eso, hasta ese momento, se parecía a transitar por una cena formal acompañada por una planta de interior.
—No me gusta nada que preparen esta clase de entrantes con tanta mayonesa.
Ramsey la miró fijamente con una apagada expresión de incredulidad.
—La terrina de salmón no está mal —dijo Irina, impotente—, pero hay que rascar un poco.
Un camarero se llevó el primer plato de Ramsey, que no había probado bocado. Como después también dejó intacto el plato principal, los comensales lo miraron con reprobación.
—No has tocado la comida —susurró Irina—. Es un poco vergonzoso.
—¿Te estoy haciendo pasar vergüenza? —masculló él, cortante.
En detrimento de su propia noche, Irina tuvo que preguntar:
—Muy bien. ¿Qué pasa?
—Me has humillado.
Dado que el resto de los comensales había declarado a la pareja estirada o tímida, Irina pudo, por fortuna, disimular la riña debajo de la cháchara.
—Pensaba que te haría sentirte orgulloso ver a tu mujer nominada para un premio de tanto prestigio. Me he equivocado.
—Sí, claro, te has equivocado. Seguro.
Enarcando una ceja, un camarero se llevó el plato intacto de Ramsey mientras otro le llenaba la copa.
—¿Puedo aventurar que esta huelga de hambre tiene algo que ver con el hecho de que invitara a Lawrence?
—¿Tú qué crees?
Mientras los camareros retiraban los demás platos, Irina tropezó casualmente con la mirada de Jude. En cualquier fantasía sobre un encuentro casual como el de esa noche, había imaginado un tierno despliegue de la pareja ideal que formaban Ramsey y ella, y de lo perdidamente enamorados que estaban. Así son las cosas, le habría gustado dar a entender, cuando Ramsey Acton encuentra a la mujer ideal. Está relajado, exultante, eufórico a veces, y en exquisita forma física. En ese sentido, aunque sólo en ese sentido, habría disfrutado poniendo celosa a Jude Hartford. Pero en ese momento Jude le clavaba la mirada con una mezcla de altanería y lástima. No era ése un Ramsey revolucionario, un hombre centrado, dueño de sí mismo, alegre, un hombre que había aprendido de verdad, si bien un poco tarde, a exprimir la naranja; el de esa noche era un Ramsey al que Jude conocía demasiado bien. De hecho, Jude, siempre muy pagada de sí misma, resplandecía de alivio por haber podido descartarse de la dama de picas.
Comenzó la ceremonia en el estrado y el director de la Fundación Lewis Carroll presentó cada uno de los libros candidatos a la medalla con una breve biografía de los autores e ilustradores. Cuando le tocó el turno al de Irina, Ramsey siguió farfullando furioso que estaba «bastante mal» que hubiera invitado al Hombre del Anorak a una cena pública, pero que lo más escandaloso de todo era haber hecho alarde del «caótico estado de nuestro matrimonio» delante de su exmujer. Cuando se inclinó para decirle algo al oído, impidió, al ponerle la cabeza delante, que Irina viese las diapositivas de Juego y partida.
—Lawrence fue un gran propulsor de mi carrera —dijo ella por lo bajo; cada vez se hacía más imposible disimular que estaban peleando—. Corresponde que esté aquí esta noche.
—Corresponde —dijo Ramsey entre dientes—. Lo que corresponde es que te presentes en la fiesta con tu marido y nadie más. ¿Y qué te ha parecido eso de que tu hombre se burlara de mí por la final del Campeonato del Mundo?
—No se burló. ¡Te felicitó por haber llegado tan lejos!
Cuando el director de la fundación pidió el sobre, Irina tenía el áspero murmullo de Ramsey tan pegado al oído, que le hacía daño.
—El muy enteradillo me restregó por las narices los fallos de las dos primeras sesiones. «Te vi venirte abajo…, me di cuenta de que no podías más…».
—¡Ramsey, por favor, basta!
Irina llevaba una hora conteniendo las lágrimas. Como quien mete el dedo en un dique, pero la crecida era demasiado alta y, a pesar suyo, se echó a llorar.
—Te he visto la cara esta noche —prosiguió Ramsey, sin inmutarse—. Temblorosa, derritiéndose. Y esos secretillos en ruso. ¡Sigues enamorada de él! ¡Sigues enamorada de ese tipo y nuestro matrimonio es una farsa!
El público estalló en aplausos y se puso en pie. Enjugándose las lágrimas a toda prisa, Irina se levantó como pudo y arrastró a Ramsey con ella, aunque no había podido oír el nombre del ganador. A decir verdad, no estaba muy bien, pero Irina rezó para que no fuese Jude, y se sintió culpable y aliviada a la vez cuando la vio aplaudir con todos los demás. Los aplausos de Irina apenas se oyeron. Estaba cansada. Si bien un rato antes había temido tener que fingir alegría por la suerte de otro candidato, ahora se alegraba de verdad pensando que ese cataclismo no tardaría mucho en terminar. No obstante, la ovación parecía durar un tiempo odiosamente largo, y cuando echó un vistazo alrededor de la mesa, vio que todos los otros candidatos también aplaudían mientras le decían cosas que ella no entendía. Finalmente los aplausos se extinguieron. Un puñado de invitados mayores volvió a sentarse, pero todos los demás siguieron de pie. Bueno, si quieren seguir de pie, allá ellos, pensó Irina, pero ella estaba que no podía más de los nervios y se dejó caer sonoramente en la silla.
—Señora McGovern —dijo el director, y el público soltó una risita incómoda—. Creemos que no se ha designado a nadie para que suba a aceptar la medalla en su lugar.
A Irina le ardía la cara; en el cuerpo tenía agujas de la cabeza a los pies. Presa del pánico miró otra vez a los que seguían de pie alrededor de su mesa para cerciorarse de no haber entendido mal. Todos parecían animarla a que subiera al podio, y le sonreían. Con gesto inseguro se alejó de la silla y subió dócilmente la escalera. El presentador, radiante, le puso al cuello un disco dorado del tamaño de una piruleta.
—Gra… gracias —tartamudeó Irina, demasiado pegada al micrófono, que zumbó. Tenía la mente en blanco, o casi. Es decir, que sólo quería decirle gracias a una persona, a la única que la había apoyado durante los años largos y duros en los que no recibió ningún premio. Una persona que siempre la había instado a creer en su talento y que al final de su propio largo y duro día se maravillaba cada vez que veía los dibujos en el estudio. Y entre todos los allí reunidos, sólo había uno al que Irina mejor no le daba las gracias si sabía lo que le convenía a ella. Sí, de acuerdo, pero no, por nada en el mundo daría las gracias al hombre que acababa de arruinarle ese momento sin la ayuda de nadie. En consecuencia, sólo dijo gracias y bajó del escenario a trompicones.
En el aluvión de apretones de mano que tuvo lugar a continuación, Lawrence, en un gesto de humildad, se quedó a un lado. Cuando finalmente le tocó el turno en la cola, intentó primero darle la mano igual que todos los demás, pero Irina no estaba dispuesta a nada parecido y lo estrechó con fuerza. Si bien esperaba que la gente pensara que tenía los ojos hinchados y enrojecidos por haber llorado de alegría, cuando se separaron él la miró intensamente a la cara; no en vano había vivido con ella casi diez años. Enfrentándose a Ramsey, que seguía plantificado al lado de Irina con la animación de un pie de sombrilla, Lawrence no lo cogió por las solapas, cierto, pero su postura agresiva pareció indicar que había pensado hacerlo.
—Si no la tratas bien —dijo Lawrence entre dientes—, que Dios me ayude, porque pienso partirte la cara.
Y, rozando apenas con los dedos la sien de Irina, se marchó.
Fue un conmovedor gesto de caballerosidad, pero a ella le costaría caro.
—Estás borracho —dijo Irina en el ascensor—. Ahora no vamos a hablar de lo que ha pasado esta noche.
—No me digas. ¿Y cuándo se dignará reanudar la conversación mi princesa?
—Si tenemos que seguir con este desagradable intercambio de palabras, pues no lo haremos hasta que volvamos a Londres. Hasta que no me importe lo que digas, no participaré.
Irina cumplió su palabra. Fue estoicamente sorda a las múltiples tentativas de Ramsey por fastidiarla, y los únicos sonidos que se oyeron en la habitación del hotel fueron el del hilo dental y el cepillo de dientes, que más bien parecía una escofina. Se quitó el vestido de un tirón, se bajó las medias y se metió en la cama casi arrastrándose. Mientras estiraba la mano para apagar la luz, Ramsey preguntó con voz lastimera: «¿Ni siquiera vas a decirme buenas noches, cielo?». El ruido seco del interruptor habló por ella. Dormir plácidamente siempre había sido una empresa imposible cuando entre ellos las cosas estaban, por poco que fuese, revueltas, pero esa noche Irina se zambulló en el sueño como si se tirase a la calzada desde lo alto de un rascacielos.
Había quedado con su hermana para tomar un café el lunes; cuando salió de la habitación, Ramsey seguía durmiendo la mona por todas las botellas de vino que habían sustituido al rosbif de la cena, y a saber cuántas fueron. Se suponía que el apresurado tête-à-tête iba a compensar el hecho de que no sólo su madre, sino también Tatyana, no hubieran asistido a la cena de entrega del premio. ¿Por qué? Para Raisa, que Tatyana asistiera equivalía a ponerse del lado de Irina. Cuando se encontraron en un Starbucks de Broadway, Irina, para sus adentros, sólo pudo dar gracias por la ausencia de Tatyana la noche anterior. Su hermana era una aliada poco fiable, y habría disfrutado contándole a su madre la destemplanza etílica de Ramsey, una situación que parecía confirmar todo lo que Raisa había intuido en el instante mismo en que conoció a su yerno.
—No pareces estar muy bien —dijo Tatyana tras los habituales abrazos—. Considerando que esta mañana he leído en el Times que ganaste…
—Bueno, ganar no lo es todo, como suele decirse. —Irina tendría que reprimir su impulso a confiarse; el rumor llegaría a Brighton Beach—. En fin, lo que quiero decir es que todo termina siendo más o menos un chasco. Conseguir lo que siempre has querido.
—¿No habría sido peor chasco perder?
—Oh, sí, probablemente. ¿Me pides un capuchino? Y una magdalena. Estoy muerta de hambre.
Mientras Tatyana iba a buscar el sustento, Irina pensó que la persona a la que de verdad quería contarle sus penas era Lawrence; era una tortura saber que en ese mismo momento andaba suelto por Nueva York. De todos modos, qué importaba. A partir de ahora tendría que vivir sin sus consejos por tiempo indefinido.
—Tengo un cotilleo —dijo Irina, muy alegre—. Lawrence se casa.
—¡No te puedo creer! ¿Con quién?
—¡Caramba! Olvidé preguntárselo —dijo Irina, frunciendo el ceño.
—Vaya por Dios, un cotilleo de muy mala calidad, hermana. ¿Y tú cómo te sientes?
Irina respiró hondo.
—Me alegro por él. Me alegro muchísimo, de veras.
—¿Estás segura? No pareces muy feliz.
—Oh… Supongo que tiene su parte triste —admitió Irina, con cautela, recurriendo a un burdo eufemismo que convertía esa charla íntima en una farsa—. Es el final de una época. Quienquiera que sea, ha tenido mucha suerte.
—¿Cómo te has enterado?
—Lawrence fue anoche a la cena. Lo invité, está en Nueva York.
—¿No fue una torpeza tremenda?
—Oh, no, en absoluto —dijo Irina, muy efusiva—. Ramsey se desenvuelve muy bien en sociedad. Además, somos todos adultos, ¿no? De hecho, pareció alegrarse de verlo, y sentirse agradecido por mí al ver que Lawrence había ido. Siempre se cayeron bien. No tardaron nada en ponerse a hablar de snooker, como en los viejos tiempos.
—Bueno, ¿y cómo te va con Ramsey?
—Muy bien —dijo Irina, sin mucha fuerza, y luego, visto que estaba mintiendo, decidió hacerlo con un poco más de gracia—. Anoche no cabía en sí de contento cuando gané la medalla, no podía parar de elogiarme en público. Yo me moría de vergüenza. Intenté recordarle que era de mal gusto decir tantas cosas buenas de su mujer, pero estaba tan orgulloso que no me hizo ni caso. Ha prometido que nos correremos unas juergas de antología cuando volvamos a casa.
Y, en cierto sentido, lo haría.
Cuando se despidieron, Tatyana, después de ponerla al día sobre Dmitri, Raisa y los niños, ladeó la cabeza.
—Sigo sin entenderlo. Estás enamorada, ganas un premio importante y pareces a las puertas de la muerte. Tienes una cara de angustia que…
—Sólo es maquillaje. Anoche me puse lápiz de ojos y no me lo quité para dormir. Hace que los ojos parezcan algo macabros, ¿no?
—¡Entonces pásate un poco de crema limpiadora!
—Lo haré —farfulló Irina, si bien estaba más que segura de que la oscuridad que su hermana había detectado no se iría así como así.
Cuando volvió al Pierre a última hora de la tarde, Ramsey ya se había duchado y hecho las maletas. Parecía haber dado por terminado el programa, y no habló más que ella; es decir, nada. Cuando la miró, en sus ojos centelleaba un enfado que no había mermado desde la noche anterior. Irina se negaba de plano a que él la llevara a su terreno. Mientras se refugiaba en la logística oficiosa de dejar libre la habitación, apretó tanto la mandíbula que empezó a dolerle la cabeza. En el taxi que los llevó al aeropuerto, en la sala de embarque de la Terminal 4 y en la cabina del 747, siguieron respetando el mismo protocolo y hablaron sólo lo imprescindible con el taxista y los asistentes de vuelo; entre ellos no cruzaron palabra. Cuando a las diez de la mañana del día siguiente, hora de Londres, subieron al Jaguar, que los esperaba en el aparcamiento de Heathrow, el mutismo ya se había vuelto la norma y, en el fondo, casi era relajante.
—Sigo esperando que te disculpes —anunció Irina en el recibidor, de espaldas a la puerta.
Ramsey dejó caer la bolsa de mano desde una altura superior a la que parecía necesaria.
—Ya puedes esperar sentada. ¿Cuándo te vas a disculpar tú?
—Cuando las vacas vuelen —le espetó Irina al pasar a su lado para ir a la cocina a poner la leche en la nevera.
En retrospectiva, si la pelea pudo convertirse en tal maratón fue porque se apartaba de la ortodoxia. Habitualmente, Ramsey acusaba, Irina se defendía y Ramsey volvía a acusar. La mera monotonía garantizaba que hasta él terminaría aburriéndose. Pero esta vez fue Irina la que tomó la iniciativa y lanzó la primera descarga.
—¿Quién te has creído que eres? —Los brazos en jarras, Irina había encontrado el registro más grave de una voz siempre ronca. Mientras Ramsey, en la entrada de la cocina, el mentón ladeado en ademán belicoso, se erguía hasta alcanzar su estatura total de metro ochenta y ocho, Irina se alegró de que los tacones que llevaba la hicieran cinco centímetros más alta—. Me he pasado horas oyéndote decir, desesperado casi, lo mucho que te subestiman, y que nadie te reconoce haber creado el «juego de ataque» que ahora se ha vuelto el habitual entre los jugadores jóvenes. Y quejándote de que era una injusticia tremenda el poco dinero que ganaste en los primeros tiempos, cuando los premios eran una miseria, sobre todo porque ahora los novatos se embolsan cien mil libras sólo por llegar a semifinales. Y despotricando porque Snooker Scene no ha publicado una semblanza tuya en diez años. Te he seguido de un torneo a otro y lo único que recuerdas son los encuentros a los que no fui. Pero ¿alguna vez nos sentamos a cenar y a hablar de mis decepciones? ¡No! Me rompí el culo para terminar Juego y partida. Me pagaron una mierda, y la tirada y la distribución fueron un desastre. Pero ¿me has oído quejarme noche tras noche por lo mucho que me subestiman? ¿Has tenido que oírme gemir por haber currado toda la vida en una oscuridad relativa? ¡No! ¡Y ahora, cuando por fin me ocurre algo bueno, cuando me ocurre algo bueno por primera vez en la vida, cuando empiezan a reconocer mi trabajo, cuando llega mi día al sol, te pido que me acompañes a celebrar algo que he ganado y me saboteas la cena, la ceremonia, toda la noche! No paraste de inocularme veneno por el oído, te negaste a comer mientras te ponías como una cuba. No dejaste de discutir ni siquiera cuando anunciaron al ganador, para que ni yo pudiera oírlo, y en el preciso momento en que tendría que haberme sentido en lo más alto, en la cumbre. ¿Justo en ese momento tengo que sentirme como una idiota? ¡Fue un acto de vandalismo! Y la maniobra más vieja del manual de estrategia: ¡Que no se te suban los humos, zorra, porque da igual lo famosa que llegues a ser, yo siempre puedo hacerte la vida imposible! ¡No te importó nada que estuviera en la lista de candidatos! ¡Lo único que te importó fue que invité a Lawrence, la única persona que tenía todo el derecho del mundo a que la invitara y al que yo tenía todo el derecho a invitar! Y si eso te ofendió, querido, francamente me importa un carajo. Lo que pasó el domingo por la noche no tenía nada que ver contigo, y salta a la vista que ése es un concepto ajeno para ti. Porque todo tiene que ver contigo, ¿no?, ¡pedazo de engreído, narcisista hijo de puta! Bueno, pues entérate, lo que pasó el domingo por la noche, pasó por mí.
Era, en la terminología del snooker, un despeje espectacular, pero, por desgracia, la ocasión terminaría siendo la final personal del Campeonato del Mundo entre Irina y Ramsey, y ella sólo había ganado un juego. Como en la final de Sheffield, este partido estaba programado para dos días y dos noches, e Irina no tenía la resistencia que hace falta para seguir embocando una y otra vez las mismas furiosas bolas rojas. Era imposible no admitir que, en ese deporte, el auténtico profesional era él, mucho más habituado a mantener la compostura mientras su rival intentaba toda clase de tacadas magníficas, seguro de que un error o un rerack[34] significarían que podía volver a la mesa. Mientras Irina se quedaba sin respiración junto a la nevera, Ramsey cogió el taco para hacer su entrada.
—Juego limpio —dijo—. Pero ¿por qué tu día al sol tiene que ser el mío a la sombra? ¡Pasaste olímpicamente de mí! Mi propia mujer se rebaja a asistir a los torneos, yo te presento a mis colegas, te busco una copa, te abrazo todo el rato, ¿no es así? Y nunca me alejo contoneándome, como hiciste tú. Como si dijeras «no me toques, bestia» o algo. Para que todo el mundo vea que…
—¡Me estabas haciendo daño en el brazo! Y tenía que hablar con otras personas. ¡Por una noche no eras el centro de mi universo y eso fue lo que no pudiste soportar!
—… Y mucho menos le pedí jamás a otra tía que me gustaba y, para serte sincero, que todavía me vuelve loco, nunca le pedí que me acompañase y me fui con ella a un rincón. ¡Hablando en vuestra lengua privada, riendo por lo listillos que sois!
Más tarde, en ese punto la memoria de Irina comenzaba a fragmentarse. Retazos: por lo visto, Lawrence siempre había estado acechando en segundo plano como verdadero arrendatario de su afecto. Ramsey se negaba a creer que se encontraba en Nueva York «por casualidad», y estaba seguro de que el depredador había volado desde Londres para impresionarla. En esa versión de los hechos, el Hombre del Anorak llevaba años merodeando, listo para saltar en el momento en que las relaciones con su marido dieran muestras de desgaste. ¿Y qué era todo eso de esperar «que a Jude no le importe» que ella y Ramsey se hubieran casado? ¿Acaso se tenían que disculpar por haberse casado? ¿Tenían que avergonzarse? El abrazo con Lawrence después de la ceremonia se había convertido en «arrojarse a sus brazos». El «desafío» de Lawrence a Ramsey después de la ceremonia a lo largo del día fue inflándose hasta transformarse en «dictar la sentencia de muerte». Ramsey había creído encontrar un amor duradero, y ahora se veía tomando parte en cierta «asquerosidad», en una relación traicionera y «de décima categoría» con la que todos los demás se conformaban. Para eso prefería estar solo, qué coño. En cuanto a convencerlo de que Lawrence estaba de verdad en Dubai cuando él la sorprendió saliendo del apartamento de Borough, a Irina la mandaron con contundencia a la casilla de salida, y repetir todo el rifirrafe del viaje de Sheffield a Londres debió de absorberles tres o cuatro horas como mínimo de la noche del martes. Durante esos dos días Ramsey montó una auténtica retrospectiva de las transgresiones de Irina en el mundo después del cumpleaños: fijar «citas televisivas» para comerse a Lawrence con los ojos cuando pasaban las noticias, «declarar su amor por el Hombre del Anorak» delante de su madre, «hablarle mal de él» a otros jugadores en Preston… Y así hasta aquel nefasto «Deberías haber hecho la maleta».
Irina se negó a jugar su triunfo. Lawrence, en contra de las fantasías demenciales de Ramsey, iba a casarse. La noticia aún le dolía, y era privada. No quería violar un ámbito tan sagrado y personal tirándolo por los aires como un rodillo de cocina.
Mientras tanto, la casa de Victoria Park Road podría perfectamente haberse ido girando por el aire como la de Dorothy, y sin que nada del resto del mundo pasara volando delante de las ventanas. Irina no tenía la menor intención de salir disparada a comprar el Daily Telegraph, y poner la televisión en esas circunstancias habría sido un acto de hostilidad e inflamado los ánimos, lo cual, visto lo que sucedía, no podían permitirse. Ni hablar tampoco de consultar su correo electrónico, aunque Irina se moría de ganas de abrir la pila de felicitaciones que seguramente estaban revoloteando en el ciberespacio. El teléfono sonó a eso de las tres de la tarde del martes, y por alguna razón siguió haciéndolo a intervalos regulares durante el resto de la tarde, pero poco diplomático podía ser contestar en medio de una diatriba inter cónyuges, y más de una vez, cuando volvieron a oírse los timbrazos, Irina, bañada en lágrimas, no estaba en forma para cogerlo. Temprano por la noche descolgó para que el maldito aparato dejase de incordiar.
Puesto que lo que solemos recordar son los inicios y los finales de la mayoría de los grandes encuentros deportivos, Irina conservó el recuerdo más coherente posible del último jueves.
Faltaba poco para que amaneciese el jueves, y si esa indefinida hora del día siempre tiene algo nauseabundo, como el café aclarado con leche desnatada, el gris apagado que entraba por entre las cortinas era especialmente horrible cuando señalaba el fin de una segunda noche de insomnio, seguida a la anterior, durante la cual Irina apenas había cabeceado un ratito en el avión. Decir que alucinaba de agotamiento sería exagerar, pero sin duda estaba perdiendo de vista el objetivo que ese derroche verbal supuestamente tenía que alcanzar.
Ramsey se había hundido en una de sus fases sensibleras. Le había dado todo…, todo su ser, y no se había dejado nada para él. Incluso había sacrificado lo que más significaba para él en el mundo, la final del campeonato…
—¿Qué estás diciendo? —exclamó Irina, levantando medio adormilada la cabeza de la mesa de la cocina—. ¿Cómo explicas eso?
—Te pillé follándote a Anorak el día antes, y no iba a jugar bien, ¿verdad? Es un milagro que haya sabido en qué dirección apuntar el taco.
—¡Sí, es un milagro porque ibas pedo! ¡Ciego ibas!
Tantas veces había repetido Irina la explicación de que aquel sábado había ido a Borough a «visitarse a sí misma», que incluso a ella había llegado a sonarle absurda y había aprendido a saltársela.
—Ciego, sí, ciego de dolor, cariño. Las dos primeras sesiones lo único que pude ver fue a ti y al Hombre del Anorak retozando juntos en la cama de ese apartamento…
—¡Después de una botella y media de Rémy Martin no podías ver ni a un palmo! A ver si nos entendemos de una vez. ¿De verdad me haces responsable de tu fracaso en Sheffield?
Ramsey la miró con incredulidad palmaria.
—¿Qué, o quién, me empujó a beber? ¿O me estás haciendo responsable de la peor deshonra pública de mi vida? ¡Tienes mucha suerte de que Ramsey Acton sepa perdonar, cielo!
Era asombroso que después de tanto tiempo Irina aún pudiera reunir la energía para indignarse, pero para algo está hecha la adrenalina. Además, Ramsey había levantado la veda a todo lo que ella no había dejado volar en mayo.
—¡Tú mismo te desacreditas! ¡Y de paso a mí! ¿Crees que fue fácil para mí ver a mi marido tambalearse alrededor de la mesa e incapaz de dejar una sola bola a sesenta centímetros de la tronera? ¡Absolutamente impresentable, con la ropa toda arrugada y el pelo como un estropajo! Y esos comentarios groseros que le dijiste a O’Sullivan… ¡Deseé que me tragara la tierra! ¡Quise morirme! Perdón, dices… Pero si yo te he dado perdón a manos llenas.
—En el universo encantado en el que yo tenía una mujer fiel que no tonteaba con otro el día antes de la final, yo habría fregado el suelo codo con codo con ese imbécil de O’Sullivan, ¡no hay vuelta de hoja!
—En el universo encantado en el que confiabas en tu mujer puede que hubieras ganado la final. ¡Pero no pienso hacerme responsable de tu desconfianza!
—Te ofrecí el trofeo en bandeja. Y ten presente, tesoro, que si no fuese por mí, no habrías ganado esa medalla de mierda que te dieron en Nueva York.
Irina se quedó boquiabierta.
—No sólo perdí mi trofeo por ti —prosiguió Ramsey—; tú ganaste tu medalla por mí. ¿Cómo se come eso? Yo te di el snooker. Sin el snooker no habrías escrito Juego y partida ni ganado esa medalla cursi.
—¿Que tú me diste el snooker? Bueno, ¿puedo devolvértelo, por favor? ¡Porque estoy harta del snooker, estoy mortalmente harta, estoy harta de la palabra snooker y si nunca volviera a ver otra partida en la vida, miraría hacia el este y besaría el suelo!
Ramsey se puso blanco. Se levantó, giró sobre los talones y se dirigió a la puerta del sótano. Al principio Irina supuso que se iba a su madriguera para escapar de sus propios impulsos violentos, pero la violencia viene en tantos sabores como el helado, y al cabo de un minuto Ramsey volvió con Denise. Con una deliberación nauseabunda, puso un pie en una silla de la cocina y de un golpe en el respaldo partió en dos el que había sido su taco durante treinta y tres años.
El asesinato del rival de Irina tuvo el único mérito de liberar toda la tensión que se había condensado en la cocina. El aire mismo pareció aflojarse, y el tictac del reloj encima de la cocina Aga hacerse más lento. Ya había salido el sol, y entraba a raudales por las cortinas; la luz era tan intensa que parecía una burla.
Irina se levantó de la silla como pudo y fue a preparar café; se estremeció cuando el molinillo gimió cual alma en pena, en señal de duelo por el deceso de un objeto inanimado como él. En ese momento descubrió que se les había terminado la leche.
—No puedo tomar café solo con el estómago vacío —dijo, con voz triste—. Saldré a comprar un par de cosas. ¿Quieres algo?
Con las dos mitades del taco partido en una mano, Ramsey dijo que no con la cabeza. Gracias a Dios no se ofreció a acompañarla.
Cuando Irina salió a la calle y respiró el aire frío y vigorizante de la mañana, fue una verdadera conmoción ver que había un exterior. Sin embargo, no fue la súbita salida al aire libre lo que le produjo esa sensación de alivio, sino escapar de Ramsey.
Cuando pagó en el Safeway, la cajera, que la conocía, no la miró, cosa normal en los intercambios comerciales de hoy día, por lo cual más curioso aún fue que, tras armarse de valor, la chica sí la mirase a los ojos, y con la más completa ternura. Con gesto solemne le puso el cambio en la mano, igual que se ponía una moneda en la palma húmeda y abierta de un crío cuando a los niños aún les imponía respeto una moneda de veinticinco centavos.
—Jo —dijo la chica—. Lo lamento muchísimo. No sé qué más decirle.
Desconcertada, tampoco Irina supo qué otra cosa decir. Quizá no le había dado bien el cambio, pero ella ya se había guardado las monedas con las otras que tenía en el bolsillo. ¿En cuánto podría haberla engañado si sólo le había dado una libra? Se encogió de hombros y dijo, entre dientes: «No pasa nada», y eso pareció dejar zanjada la cuestión. O debería haberlo hecho, pero la extraña mirada que le echó la cajera fue desgarradora.
El mercado al aire libre de Roman Road ya había abierto, e Irina no tenía ninguna prisa por volver a la cocina donde Ramsey seguiría con las dos mitades del taco de su vida en las manos. Así pues, se dirigió a su verdulería de siempre y cogió unas judías verdes. Cuando le sonrió al verdulero, pensó que la cara iba a agrietársele; no había curvado los labios ni una sola vez en varios días.
La primera vez que Irina se paseó por Roman Road del brazo de Ramsey, la gente del barrio se mostró distante; a los habitantes del East End parecía molestarles tener que cederle el tesoro nacional del barrio a una norteamericana. Pero como ella no sacaba partido de su estatus, poco a poco fueron tomándole cariño. No obstante, cuando le enseñó su cesta de productos al hombre corpulento detrás del carro, él también la miró inquisitivamente a los ojos con una intensidad desconcertante.
—Caray —dijo el verdulero—. Es terrible, ¿no?
A lo mejor se había producido un accidente o un incendio en el vecindario, pero sinceramente estaba tan agotada, tan falta de sueño, y tan cada vez más atormentada por la cola que traería ese taco partido en dos en la cocina, que no tenía energía para preocuparse por la desgracia de unos desconocidos. No era bonito pensar así, pero en días como ése el mundo entero podía irse al infierno que a ella no le importaría. Esta vez no serviría decir «no pasa nada», por lo cual prefirió un neutro «buee…».
—Tome, llévese esto —dijo el hombre, eligiendo tres enormes naranjas navel y poniéndoselas en la bolsa.
—Oh, pero no hace falta…
El verdulero añadió un aguacate. Irina le dio las gracias, y aunque ser aceptada en la zona la había hecho sentirse satisfecha consigo misma, nunca imaginó que sus progresos habían llegado a ser tan grandes como para que le regalaran fruta. Emocionada, ya había recorrido medio camino de vuelta a casa antes de que, a manera de idea de último momento, entrase en un puesto de periódicos a comprar el Telegraph.
De pie delante de la hilera de periódicos de gran formato, Irina, ya pálida, se puso más pálida todavía. Es posible que se tambaleara un poco; lo cierto es que se sintió como si fuera a desmayarse, aunque no por falta de sueño.
Catatónico a la mesa de la cocina, Ramsey seguía aferrado al taco partido. En silencio, Irina dejó la pila de periódicos en la mesa, apartando el cenicero que daba asco. En la foto de portada, las vigas grises retorcidas parecían las colillas que tenía delante de ella, en primer plano. Irina inclinó la cabeza. Unas lágrimas —las únicas que valía la pena derramar en medio de la fosa séptica de aguas residuales de los dos últimos días— salpicaron la fotografía.
—Yo nunca… —empezó a decir Irina, y se le cortó la respiración—. Yo nunca… —intentó decir otra vez—. Yo nunca había sentido tanta vergüenza.