La molesta sensación de que algo iba mal o había cambiado, y que había atormentado a Irina desde que Lawrence volvió de Rusia, fue remitiendo poco a poco. Sin duda fue duro con ella por ponerse como una cuba en Navidad y abollar el samovar de Raisa, pero Lawrence tenía un fuerte sentido del decoro, y en tales circunstancias el rapapolvo no podía faltar, igual que su insistencia en que ellos llevaran personalmente a cuestas el valioso cacharro a un calderero del barrio y pagaran la reparación. Si de verdad algo había cambiado, la mente es piadosa en tales asuntos y, a menudo, incapaz de recordar lo que no tiene. Ese periodo de sutil perturbación había sido peculiar, algo parecido a detectar repetidas veces un parpadeo en la periferia del campo visual; pero cuando volvía a mirar directamente el lugar en que, pensaba Irina, algo se había desplazado, la imagen seguía en su sitio. A partir de entonces, se había desvanecido, por suerte, el recuerdo mismo de sentir que algo pasaba, y su versión de los hechos llegó a ser que todo estaba en orden, que todo había estado siempre en orden y que ella nunca había pensado lo contrario.
En el cine, por ejemplo, estamos eternamente expuestos a historias de «amor obsesivo», esa clase de romance en el que nos perdemos en el otro y rebasamos nuestros propios límites para fundirnos con las olas que vienen de la otra orilla hasta el punto de no distinguirnos ya de ellas. Irina no conseguía explicarse cómo se las arreglaba esa gente para hacer algo —por ejemplo, ganarse el pan, pagar las facturas y hacer la compra para la cena—; de hecho, en las películas nunca se veía hacer nada por el estilo. La «pasión devoradora» también aparecía siempre retratada como destructiva para las dos partes, algo que avanza inexorablemente hacia un Armagedón privado.
En cualquier caso, Irina y Lawrence habían abrazado un modelo romántico alternativo, que, si bien podía no servir para una película que fascinara al público, sí al menos para que ellos tuvieran una vida provechosa. Mejor dicho, dos vidas aparte, provechosas ambas. No teniendo ningún interés en perderse en Irina ni en ninguna otra cosa, Lawrence consideraba que el proyecto en que estaban comprometidos —y era un proyecto— consistía en ayudarse mutuamente para ser los individuos discretos más delicados que pudieran conseguir ser.
Lawrence apelaba al yo responsable de su pareja, a la Irina competente y profesional. En junio ella había entregado la carpeta con los dibujos de La ley de Miss Capacidad mucho antes de que venciera el plazo; cada lámina estaba trabajada con rigor. Y, si bien no dio saltos de contento, el editor se había declarado encantado y había admirado las ilustraciones. Conocida por fiable y meticulosa, a Irina seguían apreciándola en más de una editorial, y se alegraron de ofrecerle un nuevo contrato para un libro de otro autor, de menor calado esta vez, que ya estaba en marcha; y todo gracias a la insistencia productiva de Lawrence para que no perdiera de vista el siguiente proyecto.
Puesto que Irina no tenía conocimientos para ayudarle a él en nada que tuviera que ver con su investigación sobre los Tigres Tamiles, cooperaba asumiendo muy feliz la carga cotidiana de hacer la compra y cocinar. De hecho, cuando él la llevó aparte en enero, después de volver de Brighton Beach, y le confió que para él no representaba ningún problema almorzar cerca de Blue Sky y ahorrarle así el trabajo de prepararle un sándwich todas las mañanas, Irina se sintió extrañamente herida.
Dicho sea en honor de Lawrence, el nuevo impulso de su perfil profesional desde que el año anterior se firmara el Acuerdo de Viernes Santo lo estimuló a reafirmar en la misma medida el prestigio de Irina. No quería una esposa abnegada, humilde y sumisa que se limitaba a cerciorarse de que nunca se les terminaría la leche. La cantidad de tiempo que Lawrence dedicó a ponerla al día en diseño por ordenador fue formidable. Como regalo tardío de Navidad, un regalo que Irina quería de verdad, le compró un Apple nuevo, mucho mejor para gráficos que un PC, y todos los programas necesarios.
Entretanto, Irina llevaba meses discutiendo otro asunto con Betsy. (Betsy y ella eran ahora más amigas, si cabe, a diferencia de lo que pasaba con Melanie, una actriz muy alegre, pero también muy nerviosa, cuya vitalidad podía convertirse en acritud en un abrir y cerrar de ojos y en cuya presencia Irina siempre tenía que recordarse que debía andarse con cuidado. La amarga ocurrencia de Melanie cuando dijo que, dominada por Lawrence, Irina se había vuelto «hogareña», enfrió la amistad para siempre). A fin de cuentas, Irina era ilustradora de libros para niños. En opinión de Betsy, la fórmula más segura para «progresar» como pareja era tener un hijo. Ahora bien, a los cuarenta y cuatro no había garantías, pero Irina no se dejaría manipular una vez más por la indiferente relación de Lawrence con todas las cosas de la vida que tenían verdadera importancia. Con su consentimiento pasivo, tiró las píldoras al botiquín como si arrojase unos dados, e intentó quitarse esa preocupación de la cabeza. Seguiría trabajando, tomaría suplementos de ácido fólico y vería qué pasaba.
Fue idea de Lawrence que, en cuanto dominara los nuevos programas, Irina considerase la posibilidad de escribir ella misma un libro. Él menospreciaba el material de poca calidad que se veía obligada a ilustrar; si no podía hacer nada mejor, tampoco haría nada peor. Fortalecida por esa fe en ella, Irina se arriesgó.
Cuando era pequeña, uno de sus juguetes favoritos era la pizarra mágica. Según recordaba, si era lo bastante meticulosa y la hermanita no venía y le sacudía el aparato poniendo el dibujo patas arriba por pura maldad, era posible mejorar los contornos rudimentarios y modelar sólidos enteros, e incluso rellenarlos con negro. Una excursión a Woolworth’s le confirmó que ese clásico seguía fabricándose, gracias a lo cual la alusión también la entenderían los niños de ahora.
Necesitó muchas horas y muchas llamadas a obsesos de la informática recomendados por amigos, pero al final consiguió un programa para afinar la calidad de las líneas de la pizarra mágica con una exactitud sorprendente. Tras perfeccionar la técnica al teclado, se puso a redactar un argumento para acompañarla:
Un niño llamado Iván tiene como mejor amigo a otro niño llamado Spencer. Iván y Spencer lo hacen todo juntos: casitas en los árboles, carreras en monopatín, intentan superarse en las carreras de sacos. En el colegio son famosos por lo inseparables; y tanto es así que los profesores insisten en sentarlos en dos filas bien alejadas entre sí para impedir que se pasen las horas cuchicheando. Pero la madre de Iván siempre les sirve dos vasos de leche después de clase, y les pela y les corta una manzana a cada uno (los padres adinerados que compraban esos libros preferirían manzanas en lugar de galletas), pues Spencer iba sin falta a jugar a casa de Iván todas las tardes. Spencer es una lumbrera, y a menudo ayuda a su amiguito con los deberes. Cuando terminan, aprenden a hacer palomitas solos, aunque la primera vez que lo intentan se olvidan de tapar la olla y las palomitas vuelan por toda la cocina. Más tarde, el episodio de las palomitas disparadas por el aire y aterrizando en el pelo de Iván y Spencer cual botecitos blancos que terminan flotando en el agua del fregadero, se convierte en una historia que a los dos les encanta volver a contar cuando van de campamento y se guarecen en la tienda los días de lluvia.
Sin embargo, un día en que Spencer está enfermo en su casa, e Iván apenado y solo en el colegio, éste conoce a otro niño en el recreo. El nuevo se llama Aaron. Es alto y listo, y también muy hábil jugando al kickball[32]. Por lo visto, Iván le cae muy bien. Pronto Iván empieza a pasárselo en grande con este nuevo amigo, deja de echar de menos a Spencer y le pregunta a Aaron si le gustaría ir a su casa después de clase.
La madre de Iván se sorprende al ver a su hijo con otro niño, pero como en cuestión de amistades escolares las cosas pueden ser impredecibles, les sirve un vaso de leche y fruta sin hacer preguntas. Aaron e Iván salen a jugar con el monopatín, y resulta que Aaron sabe toda clase de trucos que Iván desconocía. La verdad es que Iván se divierte con Aaron más de lo que se divirtió nunca con Spencer.
De repente, Iván levanta la vista y descubre que Spencer lo mira con tristeza por la puerta abierta del patio trasero, donde Aaron está enseñándole a hacer volteretas. Spencer debía de sentirse mejor y su madre lo ha dejado acercarse hasta allí a jugar. Iván nunca olvidará la expresión de Spencer antes de que éste diera media vuelta y se alejara corriendo.
Esa noche Iván se siente fatal. No puede pasarse la cena. No consigue dormir y da vueltas y vueltas en la cama hasta que amanece. Sigue viendo la expresión de desconsuelo en la cara de Spencer, y recordando todos los deberes que, sin su ayuda, habría sido incapaz de hacer bien. Después recuerda la tarde de las palomitas en la olla sin tapa y se echa a llorar.
Al día siguiente, en el recreo, Iván lleva a Aaron a un lado. Le confiesa que le cae bien, de veras, y que cree que es el mejor patinador que ha conocido. Pero que ya tiene un mejor amigo. Puede que, patinando, su antiguo mejor amigo no sea tan bueno como Aaron, y es posible que algunas tardes se aburran un poco, pero así son las cosas cuando se conoce a alguien a fondo. Iván le dice a Aaron que tendrá que buscarse a otro con quien jugar porque él no quiere sentirse igual de mal que la noche anterior, nunca.
Pero ahí no acaba la historia. Unas semanas después, Aaron, en efecto, encuentra a otro niño con quien jugar, y en una sola tarde se convierten en mejores amigos, los mejores. De hecho, ellos también son inseparables. Y el nuevo amigo de Aaron se llama Spencer.
Esa noche Iván se siente fatal.
Cuando le enseñó el cuento a Lawrence, él lo elogió, pero el final no terminó de convencerlo.
—¿Por qué no lo terminas ahí y listo? —preguntó, señalándole el momento en que Iván le dice a Aaron que se busque otro amigo—. Elimina el resto y tendrás una historia buena, sencilla y homogénea sobre la lealtad. Cualquier niño podrá comprender el sentido.
—Pero no quiero que sea demasiado sencilla —objetó Irina.
—¡Es un libro para niños!
—El peor error de los autores de libros infantiles es escribir pensando en hacer las cosas comprensibles para sus lectores. Los niños son bajitos, pero eso no significa que sean estúpidos.
—¡Pero ese final estropea todo lo anterior!
—Estropear es algo que a mí me resulta realista.
—Mira, hasta la penúltima página, lo que básicamente dices es que tenemos que conservar los antiguos vínculos, y dejemos aparte por un segundo el hecho de que se pueda tener más de un amigo.
—Como sabe cualquier niño en edad escolar, sólo se puede tener un mejor amigo. Un gran porcentaje del drama de la infancia gira en torno a la cuestión de quién llena ese hueco y a quién se excluye de mala manera.
—Pero, tal como está, la moraleja de tu cuento es que el protagonista es un inocentón que debería haberse ido con el nuevo cuando tuvo la oportunidad. Algo así como a la mierda los viejos vínculos, ahí fuera hay un mundo y es darwiniano, cada cual para sí mismo.
—Ésa es una lectura —dijo Irina, con frialdad—. El otro sesgo que se le podría dar sería que Iván se siente fatal en los dos casos y el autor nunca te dice en cuál se siente peor. En realidad, lo que quiero sugerir, puesto que la formulación es idéntica, es que entre traicionar y ser traicionado la angustia puede ser una incógnita.
—Creo que ningún niño lo captará —insistió Lawrence.
—Yo creo que no hay manera de que un niño no lo capte —repuso Irina.
Lawrence se ofendió porque Irina se resistía a aceptar su consejo, pero ella, en lo tocante al final, siguió en sus trece y pasó a las ilustraciones. Tuvo que reconocer que dibujar con el ratón introducía una sensación de distancia, pero, a su manera, el ordenador no era menos interesante que las pinturas o los lápices. Disfrutó sobre todo dibujando las palomitas; las sacudidas de la línea transmitían cierta sensación de explosión. Aunque echaba de menos el color, el formato en blanco y negro le permitía concentrarse en la expresividad de los personajes; la gracia esbelta y atenuada de Aaron, el primer plano de Spencer con los ojos bien abiertos y abatido, herido cuando cree que lo han reemplazado en un solo día. Puesto que para reflejar con precisión la naturaleza de un dibujo hecho en la pizarra mágica la línea no podía interrumpirse nunca, los elementos aislados, como los ojos o los botones de la camisa, eran, técnicamente hablando, un desafío. Una vez satisfecha con un dibujo, rodeó la ilustración con el marco rojo del juguete y añadió dos botones blancos en la parte inferior.
El trabajo estaba bastante adelantado cuando Lawrence volvió una noche de marzo con un aspecto tan pálido que Irina se alarmó. Admitió que se había sentido un poco «raro» todo el día, pero había seguido al pie del cañón en Blue Sky hasta que se hizo de noche. Irina supo que algo iba muy mal cuando vio que Lawrence era incapaz de comer una sola palomita. No mucho después, él se escabulló y cerró la puerta del lavabo, pero el ruido de unas violentas arcadas se filtró por las rendijas. El día siguiente, sábado, Lawrence se instaló delante del ordenador para trabajar en un artículo sobre la guerra de guerrillas en Nepal. A intervalos regulares iba rápidamente al lavabo, se cepillaba los dientes en silencio y volvía al teclado.
Como enfermo, Lawrence era exasperante. Dos semanas seguidas estuvo levantándose —como podía— a las siete, se vestía para ir a trabajar y se sentaba en la cocina a mirar una taza de café que a todas luces le revolvía el estómago. Después le tocaba a Irina llevarse el café, preparar una taza de té no muy cargado y una tostada sin mantequilla y volverlo a meter en cama. Aunque estaba perdiendo peso a un ritmo preocupante, no cesaba de apremiarla para que volviera a su proyecto, y se disculpaba por la distracción causada por ese «estúpido virus». Así y todo, cuando hacia finales de la convalecencia de Lawrence ella también pilló algo —sólo un ligero dolor de garganta y mocos—, él, todavía flojo y sin color, se desvivió yéndole a buscar almohadas, pañuelos y bebidas calientes con limón, y hasta tuvo valor para ir al horrible Elephant & Castle a comprarle revistas y pastillas para la tos. Pero, por Dios, era el único hombre conocido a quien le habría insistido para que no fuera tan duro consigo mismo.
No fue completamente casual que Irina terminase el proyecto el día del cumpleaños de Ramsey —cuarenta y nueve, calculó—. Oh, no; no le había propuesto a Lawrence que retomaran la antigua tradición, pero, por favor, no habían vuelto a ver a Ramsey desde Bournemouth y de eso habían pasado casi dos años. Llega un momento en que uno pospone retomar el contacto con alguien por la vergüenza que le produce el haberlo pospuesto tanto tiempo. Además, el año pasado había sido Ramsey el que los dejó colgados. Así y todo, dado que el seis de julio seguía siendo una fecha difícil de olvidar, era también un adecuado plazo privado de cuyo significado Lawrence, por suerte, no era consciente la noche en que Irina le enseñó las ilustraciones.
—¡Joder! ¡Son geniales! —exclamó Lawrence cuando terminó de hojear las impresiones. Por desgracia, no pudo resistirse a añadir—: Sigo pensando que el final no cuadra. Pero, claro, tú sólo oirás a un editor. Y te dirá lo mismo.
Pese a sus reservas, Lawrence se puso a trabajar para que Iván y los Terribles, que así tituló el cuento Irina, fuese un libro celebrado en el mundo del comercio, y lo hizo con una determinación que eclipsaba a la que Irina desplegaba en sus excursiones de apoyo al Tesco. Declaró que ya era hora de que reemplazara a ese agente de pacotilla que tenía por un representante de mucho peso, y buscó a conciencia en Internet los agentes británicos más influyentes y con ventas lucrativas en los Estados Unidos. Para enviar el original, la «ayudó» a diseñar —mejor dicho, preparó él mismo— un paquete de aspecto profesional que incluía un CD de las ilustraciones de Iván y fotos digitales de trabajos anteriores, un currículum bien redactado y una carta de presentación en la que Irina se mostraba muy segura de sí misma. El estudio empezó a llenarse de sobres de papel manila todos iguales, con las señas escritas con cuidado en etiquetas impresas y franqueados con los sellos correspondientes. Irina pudo sentirse un punto incómoda cuando Lawrence tomó el mando de la operación con una energía abrumadora; de pronto, las molestias que se tomaba por ella la conmovieron más de lo que era capaz de expresar.
Entre una cosa y otra ya habían pasado seis meses desde que Irina dejara de ir a la clínica de Bermondsey para recoger nuevas cajas de píldoras; sin embargo, los periodos empezaron a hacer que se sintiera pesada e intratable en perfecta conjunción con la luna. Así pues, ese otoño convenció a Lawrence para que viera a su médico de cabecera y ella también se hizo una revisión. La analítica de Irina confirmó que, para una mujer de su edad, los niveles hormonales no podían ser mejores; pero cuando llamó el médico de Lawrence, éste se pasó la llamada gruñendo, y con una brusquedad que parecía descortés incluso tratándose de él.
—Sí, bueno, eso es entonces —dijo cuando colgó—. Cuenta espermática baja.
Se desplomó en el sofá, y aunque ya era la hora de las noticias, no encendió el televisor.
Irina se sentó a su lado y le colocó un mechón detrás de la oreja.
—¿De verdad no tiene remedio?
—¡Eso parece! —dijo Lawrence—. ¿Sabes una cosa? He leído que en Occidente la potencia masculina puede estar cayendo en picado por culpa del uso generalizado de anticonceptivos orales. Vosotras, chicas, os tomáis la tira de píldoras, después las meáis y el estrógeno se filtra en las reservas de agua.
Irina sonrió.
—¿Estás diciendo que es culpa mía?
—Bueno, no es culpa de nadie, ¿verdad? —dijo él, poniéndose como una fiera.
—Ya veo que te molesta, y mucho, ¿no? Aunque, en lo tocante a traer hijos al mundo, me pareció que no terminabas de definirte.
Lawrence se levantó.
—Bueno, probablemente es mejor así, ¿no? Tú ya tienes cuarenta y cuatro años. No tendrías un embarazo fácil, y a tu edad se disparan las posibilidades de que la criatura nazca con algún defecto. Si nos hubiéramos puesto a buscarlo mucho antes… Pero, joder, cuando el crío tuviera edad de ir al colegio nosotros ya estaríamos viviendo de la seguridad social. Además, conmigo en Blue Sky durante la semana, la mayor parte del trabajo te tocaría a ti, y no sería justo. Tu carrera se resentiría.
Aunque Irina se solidarizaba con la sensación de Lawrence de haber sido despojado de su virilidad, luchaba también contra su propia decepción, y el menosprecio no ayudaba nada.
—No, te conozco. Los fines de semana, y por las noches también, encontrarías una manera de arrimar el hombro y algo más. Mira cómo me cuidas cuando no me siento bien, o cómo me ayudas con Iván. Eres un responsable crónico. Te levantarías a las cuatro de la mañana a cantarle nanas, a mecer la cuna y darle biberones de mi leche exprimida que guardaríamos en la nevera para que yo pudiese dormir un poco.
Lawrence metió las manos en los bolsillos y miró el suelo.
—Sí, es probable. —Después, levantando la vista, pareció recordar que Irina estaba ahí—. ¿Te hacía mucha ilusión?
—Bah, lo dejamos para tan tarde que no podía permitirme darlo por sentado. Sólo tuve la sensación de que tiene que pasar algo más. Nosotros seguimos y seguimos y… —dijo, y se encogió de hombros.
—Pueden pasar muchas otras cosas —dijo Lawrence, aunque su promesa tenía un dejo ominoso—. Pero créeme, lo siento.
—En fin, siempre podemos pensar en alternativas —dijo Irina, tanteando el terreno.
—¿Adoptar?
—Eso es más arriesgado, y no estoy preparada. Quería decir… ¿in vitro tal vez?
—Si mi rabo está disparando balas de fogueo, tampoco va a dar en el blanco en una placa de Petri.
—No, obvio. Tendría que ser de otro hombre —dijo Irina, evitando la palabra «esperma».
—¿Un banco? —Lawrence tampoco quiso usar la palabra—. Eso también es un poco arriesgado. ¿Quién te asegura que el donante no es un asesino en serie?
—Yo pensaba más bien…, no sé, en la posibilidad de pedirlo a algún conocido.
—¿Por ejemplo?
Irina miró para otro lado.
—Ahora, así de repente, no se me ocurre nadie.
Lawrence metió la cara en la visual de Irina.
—Alguien a quien conozcamos para que no tengas que hacerlo in vitro, ¿eso quieres decir?
—¡Lawrence! Yo nunca haría eso.
—Ah. No vamos a discutir ahora cómo el semen de otro tipo va a llegar hasta ahí, pero ¿estás proponiendo en serio que en el futuro me tope una y otra vez con alguien al que conocemos y que él sepa y yo sepa que es el verdadero padre de mi hijo? ¡Usa la cabeza! ¿Cómo te sentirías si tuvieras que criar a una criatura que fuese, no sé, mía y de Betsy, por ejemplo?
Irina sonrió.
—Podría ser peor.
—Olvídalo. Olvida todo este jodido asunto. Si no es limpio, no me interesa.
Si no es mío, no me interesa. Un tema corriente.
Irina lo olvidó. Lawrence tenía vehementes convicciones sobre lo que un hombre hacía y no hacía, y, por supuesto, pedir prestada una taza de azúcar al vecino de al lado nunca habría funcionado, no emocionalmente al menos. Sin embargo, por una vez a Irina la desesperó la rigidez de Lawrence, esas estrictas ideas sobre la virilidad que ahora también constreñían su vida. ¿Porque era físico? Puede que una mujer sepa de esas cosas. Puede que una mujer lo advierta. Irina tenía un instinto visceral que le decía que el primer posible donante que le viniera a la cabeza sería perfecto. In vitro o de otra forma, habría funcionado. Y a la primera.
Buscaron, pues, la compensación estándar para una mujer de carrera sin hijos, y hete aquí que rápidamente aparecieron tres prestigiosos agentes ávidos por representar a Irina. La base sobre la cual seleccionó al ganador la sorprendió; esa manera de actuar no era típica de ella.
Irina había sido frugal toda la vida. Su madre siempre había vivido obsesionada con el dinero y, de niña, Irina había usado los lápices de colores hasta que casi no les quedaban punta. Cierto, ahora Lawrence ganaba un sueldo decente, pero ella nunca había creído que el dinero de él fuera también suyo, y le hacía sentirse bien poder pagar su mitad del alquiler con los míseros anticipos que cobraba por las ilustraciones. Comprar la ropa en tiendas de segunda mano, y los muebles en Oxfam, era una manera de contribuir a las arcas de la familia.
Con todo, ese punto de vista tenía un lado mezquino, era aversión a gastar la moneda de la vida misma, y esa eterna cicatería excluía los estallidos al estilo sólo-se-vive-una-vez, el desenfreno y, también, la emoción que se experimenta cuando compramos cosas muy caras en un arrebato de insensatez. A Irina la tranquilizaba ser consciente del grado en que permitía que esa austeridad excesiva controlara sus decisiones, tanto a gran como a pequeña escala. Cuando propuso pagarse el viaje a Rusia, ¿lo había dicho en serio o hizo el gesto sólo porque sabía perfectamente que Lawrence no quería que lo acompañase? En realidad, estaban a un paso del continente, a un saltito, pero ella nunca le había dado la lata para que fueran de vacaciones a Roma o Venecia. Porque era demasiado caro. ¿Cuándo fue la última vez que se había comprado un vestido? ¿No un viejo vestido nuevo, sino uno nuevo de verdad? Ya ni se acordaba. Ahora tenían el Ford Capri, de acuerdo, pero ella seguía haciendo casi todas las compras a pie. Para ahorrar gasolina. En Tesco siempre cogía los guisantes con la etiqueta amarilla pese a que los guisantes verdes franceses la volvían loca. Huelga decir que eran demasiado caros. Si salir a la caza de gangas le procuraba un pequeño placer y tenía su qué, ¿no había también placeres en el despilfarro, en cerrar los ojos y gastarse doscientas libras en una sola noche?
El primer agente fue agradable. El segundo parecía hallarse en extraña sintonía con su sensibilidad artística. El tercero prometió que Iván se vendería como rosquillas.
Bingo.
Ofreciéndolo al mismo tiempo en Gran Bretaña y los Estados Unidos, el nuevo agente de Irina sacó el libro a subasta, y entre los dos mercados el proyecto pizarra mágica se embolsó ciento veinticinco mil dólares. Irina invitó a Lawrence a cenar al Club Gascon, y aunque no consiguieron derrochar doscientas libras en cinco platos, cada uno con su vino, les faltó un pelo.
Así pues, no podían estar de mejor ánimo para pasar una vez más las navidades en Brighton Beach. Este año no hubo peleas por la calefacción, las servilletas o las jaboneras, y mucho menos escandalosos despliegues etílicos que terminasen con el samovar abollado, y cuando los encuentros familiares se desarrollan con la justa medida de fluidez y amenidad, también pueden parecer un profundo sinsentido. En el avión, Irina fantaseó sobre la clase de discusión definitiva que tendría con su madre, capaz de traer la bendición de un largo periodo de silencio. Un impasse planificado evitaría muchos problemas, incluidas esas llamadas internacionales, hechas con la debida regularidad, todos los meses para contarse las novedades. Con todo, la visita tuvo su lado gratificante. Tatyana casi se mata abrazándola y besándola, y declarando, sin que viniese a cuento, que «adoraba a su hermana mayor», de la que estaba «increíblemente orgullosa», lo cual quería decir que, por dentro, se moría de celos.
Iván y los Terribles se publicó en septiembre de 2000 a bombo y platillo y a ambos lados del Atlántico. El presupuesto de publicidad fue generoso, y si las reseñas no lo fueron tanto, unos anuncios muy grandes en el Times de Nueva York y Londres compensaron con creces las quisquillosas críticas. La tirada fue enorme; el precio de portada, muy rebajado, y el paseo exploratorio de Irina por Waterstone’s y WHSmith confirmó que pilas del libro habían llegado a las grandes cadenas. Ya puede uno censurar todo lo que quiera el rótulo de «agotado», pero había una manera de agotarse cuyo estigma Irina asumía muy contenta. Nadie iba a decirle que esas montañas de libros en las mesas principales de Waterstone’s, en cartoné e imitando el marco rojo y brillante de la pizarra, no eran hermosas.