9

Si el año anterior había derrotado gloriosamente a la tiranía de su natural decidido y frugal, el año siguiente Irina intentó con todas sus fuerzas recuperar a la misma mujer estricta y diligente a la que había llegado a detestar. Como en la mayoría de las revoluciones, crear el caos es pan comido, pero restablecer el orden después, una empresa monótona y monumental al mismo tiempo. Sin embargo, por opresivo que pueda volverse el propio carácter, se empieza a echarlo de menos.

Había instigado una revolución parecida cuando estaba en décimo. El verano anterior le habían quitado los aparatos. Cuando sonreía, los incisivos ya no mordían grotescamente el labio inferior, y hasta la gente de aspecto más agradable le devolvía la sonrisa. Poco a poco había aprendido a mantener la cabeza erguida, a andar moviendo las caderas, a mirar a los hombres de clase alta con la actitud desafiante y descarada de una vampiresa en ciernes. Así y todo, esa revelación estaba destinada a producirse en cámara lenta, pues su proceso de toma de conciencia sólo se completó en aquel momento del seis de julio en que se acercó a Ramsey Acton y ese hombre deseable y atractivo le devolvió el beso. Ya no era un adefesio.

Puesto que los parias de la infancia suelen buscar en los adultos una aprobación compensatoria, Irina siempre había sido una estudiante de sobresaliente. Pero, de pronto, gente enrollada que usaba tejanos bajos, llevaba el pelo largo y miásmicas camisetas de algodón indio que habían desteñido en la colada, la atraía hacia el sótano y en el hueco de la escalera le ofrecía porros rectos, delgados y puntiagudos como el taco de Ramsey. Irina empezó a experimentar con esa picardía llamada «hacer novillos». Explotando su reputación de alumna responsable, hacía sentirse incómodos a los profesores cuando, entre dientes, les decía algo acerca del periodo y se salía con la suya.

Pero llegó el día en que tuvo que pagar por lo que hizo. Hacia el final del segundo año en la universidad, la profesora de arte organizó un viaje al Museo de Arte Moderno, y calificarse para ese privilegio requería un mínimo nivel intelectual. Con la voz tomada por la decepción, la señora Bennington comunicó a toda la clase que las notas de Irina McGovern eran demasiado bajas. Todos a una, sus compañeros se volvieron asombrados hacia la chica que hasta entonces había sido la obediente y la empollona de la clase, y cualquiera que fuese la fama de moderna que hubiese podido cosechar, su nota media, ahora dudosa, no logró compensar la vergüenza. ¿Qué había hecho? ¿Quién era esa gamberra que ocupaba el lugar de la que una vez había sido una estudiante de cuadro de honor? Irina había cambiado dignidad por juerga.

Así pues, ese enero su experiencia tuvo una textura desagradable que le resultaba familiar. Ya había sido bastante humillante para la estudiante de sobresaliente pedirle una prórroga a Puffin; y si bien técnicamente cumplió el plazo, en lo más hondo de su ser Irina sabía que esos dibujos eran algo más que «precipitados». Eran un desastre.

En todos los campos son legión los profesionales de renombre que hacen pasar la peor chapuza imaginable y a veces hasta reciben elogios por ello. Al fin y al cabo, la mayor parte de la humanidad desconoce la diferencia entre el raro destello de auténtico genio y el producto adocenado del artista de tres al cuarto. Pero quiso la suerte que el editor de La ley de Miss Capacidad exigiera integridad, algo que, pese a su noble reputación, es una cualidad horrenda cuando se le exige a uno. Cuando volvieron de Brighton Beach, Irina supo que tendría problemas apenas vio que, en lugar de una llamada o un correo electrónico, lo que recibía era una carta. En dos frases aterradoramente breves, el editor le comunicaba que había asignado el proyecto a otro ilustrador. Los dibujos eran «inaceptables». Y oyó esa palabra en la voz de la señora Bennington.

De hecho, mientras que el editor había sido escueto, la señora Bennington que le hablaba en la cabeza se explayaba a gusto. Reconózcalo, la regañaba. En un día normal no se levanta usted hasta mediodía, fuma medio paquete de cigarrillos y nunca bebe menos de una botella de vino. Lee un periódico una vez por semana, a lo sumo. Incluso durante sus ocasionales descansos eróticos, dedica una cantidad desproporcionada de su tiempo libre —suponiendo que tenga otra clase de tiempo— a pensar en el sexo. Las únicas entradas garabateadas en su diario dicen: «Preston, RA contra Ebdon, el mejor de 13»; es decir, hablan de una ocupación que no es la suya. Dispuso de seis meses adicionales para completar un proyecto y los desperdició. Es usted más disoluta que su marido, un hombre que, como mínimo —¿no se ha dado cuenta?—, sigue cumpliendo con sus obligaciones.

Como todo el mundo parecía repetir hasta el cansancio en esos días, la carta de rechazo era un «aviso». Esa misma noche Irina decidió lo que tenía que hacer. No, no iría con Ramsey al Masters de Benson & Hedges. No, no lo acompañaría al Open de Escocia. Tenía que quedarse en casa y trabajar. Aunque con aire taciturno, Ramsey accedió. Los dos sabían que terminaba una era, y ella iba a echarla de menos.

A partir de entonces, como la mayoría de las mujeres casadas con jugadores de snooker, Irina aceptó su destino de viuda del snooker. Cuando podía, Ramsey volvía a casa entre un campeonato y otro, pero pasaban semanas enteras en las que Irina estaba condenada a deambular sola por los cuatro pisos de la casa de Victoria Park Road.

Los tanteos poco entusiastas que hizo llegar a los autores no dieron fruto, y Puffin era un puente quemado. Durante años había confiado en Lawrence para que se ocupara del lado de su trabajo que ella detestaba, suplicar que le dieran «más trabajo». También había dependido siempre, para su inspiración, de la estructura y la intención de una narración ajena; en ese sentido, Irina no era de verdad una artista, sino una ilustradora natural. En ese caso, tal vez la respuesta no fuese encontrar a otro autor cuyas tramas serían, casi siempre, sermones predecibles, sino ser ella misma la autora. Eran muchos los ilustradores que también escribían los textos, y escribir sus propias historias al menos haría innecesarios todos esos humillantes mensajes por correo electrónico.

Una de sus muñecas preferidas de la infancia tenía una falda larga. Cuando estaba vertical en una dirección, el pelo era una maraña de hilo marrón, y el vestido, de un estampado floral oscuro. Cuando la ponía cabeza abajo, la falda cubría la cabeza de la morenita y dejaba al descubierto un álter ego rubio con un vestido de cuadros azul claro.

Irina concibió un libro de cuentos al que pudiera dársele la vuelta como a esa muñeca. Delante, la portada de un cuento; en la contraportada, y cabeza abajo, la portada de otro. La primera historia se contaría en la página de la derecha, con pies abajo; en la izquierda iría la segunda historia vuelta del revés. En ambas el protagonista sería el mismo, y las dos empezarían en el mismo momento de la infancia de dicho personaje, pero avanzarían de manera diferente según cómo el protagonista resolviera el dilema inicial. En cuanto al tema, Irina, cuando lo encontró, sólo pudo reír.

Hacía dieciocho meses que miraba cómo brillantes esferas refractoras cruzaban sobre un telón de fondo de un verde exuberante enmarcado por barandillas de caoba. Esas imágenes se le aparecían en sueños, y cuando cerraba los ojos solía ver esferas de colores primarios. Las imágenes se le habían metido dentro. Había querido escapar de ellas, pero, al final, no podía ser más lógico que el argumento de su primer libro de cuentos ilustrado, del cual sería autora e ilustradora, girase exclusivamente en torno el snooker.

Martin es un prodigio del snooker desde el momento en que es lo bastante alto para ver por encima de la mesa. Sin embargo, sus padres piensan que los clubs son antros de perversión (o como sea que se haga entender el concepto de depravación a los niños pequeños que, supuestamente, no saben lo que es, y la mayoría sin duda lo sabe). Se ponen firmes y le insisten en que no descuide los estudios; quieren que vaya a la universidad, como el padre. Le prohíben acercarse a una mesa de snooker. Pero Martin ya es un jugador más consumado que muchos de los adultos del local que frecuenta. Y le encanta jugar más que cualquier otra cosa. ¿Qué puede hacer?

En uno de los cuentos, Martin desafía a sus padres. Hace novillos para ir a jugar al snooker. Mejora con cada día que pasa, y a veces hace enfadar mucho a los adultos, a los que no les gusta nada que les gane la partida un mocoso advenedizo. Puesto que Martin parece brillante, sus padres no entienden por qué son tan malas las notas que saca en el colegio. Finalmente, cuando un vecino los felicita por la victoria de su hijo en un campeonato infantil, los padres se dan cuenta de que el niño no ha hecho ni caso de lo que ellos deseaban. Le comunican que si no renuncia al snooker, tendrá que irse de casa. Martin siente que no tiene elección, pero ya ha perfeccionado tanto el juego que puede ganar dinero. Con todo, echa de menos a sus padres, y nunca parece desvanecerse el dolor que siente cada vez que piensa que ya no le hablan.

Martin se hace famoso. Gana dinero a montones. Tiene muchas aventuras. Hace muchísimos amigos, a pesar de que la gente que juega al snooker no siempre es muy inteligente, y a veces es un poco aburrida. En realidad, hay veces en que él también es un poco aburrido porque, en realidad, dejando aparte el snooker, no sabe mucho de nada. Descuidó el trabajo escolar y nunca fue a la universidad. Su vida tiene cosas buenas y cosas malas, y puede ser solitaria, aunque a menudo los desconocidos lo saludan en la calle. De vez en cuando, hasta él se cansa un poco del snooker. Pero sigue siendo un juego maravilloso, y nunca llegamos a cansarnos por completo de algo que hacemos muy bien. Vive muchos momentos de gloria. Puesto que incluso la gente que es muy buena no siempre tiene por qué ser la mejor, Martin nunca consigue ganar el Campeonato del Mundo, pero no pasa nada. (Es probable que esta saludable nota de realismo acusara la influencia de la Carrera de sacos, de Casper). Martin lamenta no haber seguido con los padres, que nunca lo perdonaron por haber desafiado su autoridad. Sin embargo, cuando echa una mirada al pasado, se da cuenta de que ha dedicado todo su tiempo a algo que le encanta, y que, por lo menos para él, es hermoso.

Con todo, si se sigue hojeando el libro, la historia avanza de un modo muy distinto, o eso parece al principio. En la encrucijada, Martin decide obedecer a los padres. Son mayores que él, y deben de saber lo que le dicen. Siente mucho tener que abandonar el snooker, y al principio lo echa muchísimo de menos. Se dedica con aplicación a los estudios, hace todos los deberes y trae a casa boletines con unas notas que no pueden ser mejores. Aprende cosas muy interesantes. El mismo talento del que hacía gala en las mesas de snooker lo hace sobresalir en ciertas asignaturas. Por ejemplo, es muy hábil en geometría; es brillante calculando ángulos y captando las relaciones matemáticas entre objetos. Llega a la universidad y estudia astronomía. Ahora, en lugar de contemplar bolitas rojas en un campo tapizado de verde, estudia los brillantes planetas que salpican un campo negro, pero a veces, cuando llegan fotografías de misiones exploratorias a Marte o Venus, las imágenes no son muy distintas de las que se ven cuando se pone una bola roja en línea con la tronera de la esquina.

Martin se hace astronauta. (A Irina no le importaba que ésta fuese o no una trayectoria verosímil; en un libro para niños se dispone de un margen de maniobra nada desdeñable). Su vida tiene cosas buenas y cosas malas. Los padres están orgullosos de él, pero viaja a menudo por el espacio, años seguidos a veces, y se siente solo. En ocasiones, aunque a los demás la profesión de astronauta les parezca emocionante, no deja de ser un poco aburrido eso de comprobar los instrumentos todos los días. De vez en cuando, Martin, mientras contempla las estrellas, se pregunta cómo habría sido la vida si hubiera jugado al snooker, pero sabe que a veces elegimos y que hay que cargar con las consecuencias, con el lado agradable y el no tan agradable. Tiene suerte de vivir muchos momentos de gloria. Le encanta despegar en un cohete y aterrizar en medio del océano con un sonoro plaf. Hasta está muy cerca de ganar el Premio Nobel, y aunque al final se lo dan a otro, no pasa nada. Porque, cuando echa una mirada al pasado, se da cuenta de que ha dedicado su vida a algo que le encanta, y que, por lo menos para él, es hermoso.

Cuando Irina comenzó las ilustraciones, olvidó lo que era envidiar a Ramsey y sus largas noches de borrachera en los bares, y dejó de preocuparse por las otras mujeres. Recurriendo a una lógica fatalista, dio por supuesto que si Ramsey la quería, no se abriría la bragueta; además, en el fondo del alma sabía que, en ese punto, su madre se equivocaba. Si bien todavía faltaban unos cuantos muebles para terminar de equipar la casa, ahora Irina se conformaba sin ellos. Solía quedarse trabajando hasta tarde, y hasta prepararse un sándwich le resultaba irritante. Bebía menos. Y fumaba menos también.

La mayoría de sus trabajos anteriores se habían especializado en la coloración exuberante, graduada con sumo cuidado en fluctuaciones de tonos al estilo de Rembrandt, todo lo cual requería mucho tiempo y esmero y era una de las razones por las que esos dibujos precipitados habían sido notoriamente distintos. Las nuevas ilustraciones eran cualquier cosa menos descuidadas. Sin embargo, con las nuevas imágenes descubrió la línea dura y el contraste audaz. Las formas no se fundían con el campo, sino que se mantenían firmes sin ceder terreno; las bolas de un rojo brillante destacaban contra un telón de fondo verde y vibrante. Como el argumento, más que en el drama interpersonal, se centraba en lo que Martin hacía profesionalmente, Irina no puso en ninguna lámina una sola figura humana; los padres del protagonista estaban fuera de página, proyectando su sombra sobre la superficie verde como tacos sobre el paño iluminado de la mesa de juego. La ausencia de figuras, y los fuertes objetos sólidos —las bolas, el taco, las bandas— implicaban que podía aprovechar los recursos del constructivismo ruso, del cubismo y el expresionismo abstracto, e insinuar los objetos lanzados a través del espacio también añadía toques del futurismo. En cuanto al medio, aquí no era el mensaje, y ella echaba mano de cualquier trozo de tiza, lápiz de color, carboncillo o tubo de acrílico que produjera el efecto deseado. A veces, para lograr una línea dura perfecta o el estruendo audaz de un solo color, pegaba trozos de papel satinado cortados con navaja de anuncios de Snooker Scene.

En cuanto a la historia del astronauta, el estilo fue exactamente el mismo. Los planetas parecían bolas de billar; las estrellas, constelaciones de rojas junto a la cabaña. Hasta los deberes de geometría de Martin hacían pensar en diagramas de complicados juegos a cuatro bandas sacados de Snooker Scene. Aunque durante el resto de la temporada no asistió a uno solo de los torneos de Ramsey —ni siquiera al Mundial—, se sintió más cerca que nunca de la profesión de su marido. Siempre había sido así; dibujando algo, llegaba a poseerlo.

Irina mantuvo el proyecto en secreto. Cuando Ramsey volvía a casa entre torneo y torneo, tenía prohibido entrar en el estudio del último piso, y a ella la irritaba que la distrajera con sus continuos golpecitos en la puerta. De hecho, Ramsey empezó a perder los nervios.

Para empezar, era un festival de quejas intestinales. Es la clase de cosa que nunca se sabe de un hombre hasta que se vive con él, pero Ramsey solía pasarse hasta una hora seguida encerrado en el baño, y hasta tres o cuatro veces al día. Los misterios que escondía ahí, suponía Irina, mejor que se los guardase para él. Y esa vaga molestia en el colon no fue más que el principio. Después empezó a quejarse de tendinitis en el brazo izquierdo. Le dolía la zona lumbar. Tenía un dolor raro en el riñón (¿o en la vesícula?). Y ella, en privado, no le dio importancia. Pensó que eran gases.

Para mayor desesperación de Irina, justo cuando empezaba a cogerle el tranquillo a las nuevas ilustraciones, Ramsey canceló el viaje de marzo a Asia por culpa de un resfriado. Cualquiera habría pensado que el pobre tenía la peste bubónica. Postrado en cama y tomándose un toddy[31] caliente tras otro, Ramsey postuló que ése no era un resfriado común y que podía ser una neumonía, o la enfermedad del legionario. Puesto que los síntomas se reducían a mocos y una tos seca y forzada, Irina sugirió que a lo mejor estaba sufriendo los efectos de demasiados Gauloises.

De ordinario ella era una enfermera muy dispuesta, y no descansaba, sirviéndole toddies y tés y llevándole pañuelos y tostadas. Pero Ramsey era un paciente difícil, y sus instintos para exagerar el sufrimiento hacían que la compasión de Irina fuese menos espontánea de lo que podría haber sido si él hubiera dado muestras de cierta medida de estoicismo, por mínima que fuese. Así, cuando ella también pilló un resfriado, le hizo frente sin vacilar, plantándole cara al día con muchos bríos y con la esperanza de demostrar una actitud más tenaz ante la enfermedad. Desgraciadamente, sólo consiguió convencerlo de que él tenía una dosis bastante más letal de la que lo aquejaba y de que ella se las había arreglado muy bien para «matar a ese cabrón».

Por fortuna, mientras que el resto del cuerpo de Ramsey languidecía a las puertas de la muerte, una parte de su anatomía seguía robusta y saludable como siempre. Las separaciones acumulaban un apetito sexual explosivo, y les evitaban la saturación o el aburrimiento que siempre amenazan cuando se abusa demasiado de las cosas buenas. El fuego que a Irina le corría por las venas con Ramsey en la cama encendía las páginas en el estudio, arriba, y las bolas y los planetas de las ilustraciones empezaron a vibrar con una energía que, si alguien hubiera comprendido de dónde venía, podría haber hecho que la arrestasen por intercambiar pornografía infantil.

Tras sobrevivir de milagro al constipado, y otra vez de gira, Ramsey siguió llamándola todas las noches, pero a veces esas conversaciones eran raras. Irina estaba convencida de que, más que nada, estaba celoso de una pila de papel. Pero, sorpresa, todas esas llamadas irregulares se referían a Lawrence. Irina se había escapado del apartamento de Borough durante meses para ver a Ramsey, ¿no? Irina le había mentido a Lawrence, ¿no? Por lo visto, su falta de moral era permanente. Pues Ramsey estaba firmemente convencido de que seguía viendo a Lawrence a escondidas mientras él estaba de viaje.

Y era verdad.

Sin embargo, Irina no se veía con su ex en ningún sentido que pueda calificarse de sórdido. Se encontraban para tomar inocentes tazas de café. Para ellos, rescatar cierta calidez después del Apocalipsis era redimir su inversión de décadas para no pensar que todo se les había ido en bonos basura. Resultó que se gustaban, incluso después de que pasara lo peor. Había tardes en que Irina se encontraba con Lawrence para tomar un capuchino cerca de Blue Sky y por momentos olvidaba totalmente que alguna vez habían roto. Lawrence seguía hablando de Kosovo como en los viejos tiempos. El único encuentro áspero fue cuando él señaló que no tendría que haberse enterado viendo la tele, por boca de Clive Everton, de que se había casado con Ramsey.

La gratitud de Irina por algo que parecía un perdón provisional —como daba fe la disposición de Lawrence a seguir viéndola— era ilimitada. Había hecho lo peor que, en su opinión, era posible hacerle a alguien, y él seguía sentándose frente a ella, preguntándole por su trabajo e incluso por ese desgraciado por el que lo había abandonado. En su lealtad incondicional al pródigo, Lawrence era como se supone que han de ser los padres, pero nunca son.

Como había hecho la primera vez que se encontraron oficialmente en calidad de expareja, Lawrence seguía manteniendo la mirada fija a cuarenta y cinco grados de la cara de Irina, permitiéndole así que lo estudiara maravillada sin que nadie la observara. En momentos como ésos, Irina pensaba que Lawrence era un buen hombre. Se decía que había tenido suerte conociéndolo, y más suerte aún por haber conocido su amor, y que quizá había sido una estupidez arriesgar todo lo que una mujer puede llegar a soñar por todo y un poquito más.

Durante esa época Irina adquirió otro hábito que no le reveló a su marido, y que en realidad no tenía nada que ver con Lawrence. Algunos días laborables, cuando era prácticamente seguro que Lawrence estaba en el trabajo, daba una larga caminata hacia el sur de Londres. Sin hacer ruido, pues todavía tenía las llaves (es posible que Lawrence se las hubiese dejado simplemente para ahorrarse el bochorno de pedirle que se las devolviera), entraba muy tranquila en el edificio de Trinity Street y se colaba en su antiguo apartamento. Si bien le resultaba imposible no observar que algo había cambiado, o que había algo en el suelo, se decía a sí misma que no estaba espiando, pues no era ésa su intención. Tampoco hurgaba en la correspondencia de Lawrence ni encendía el ordenador portátil. A veces lo único que hacía era quedarse en medio de la sala unos minutos, o caminar por el pasillo, echar un vistazo a la cocina, a las largas hileras de especias casi secas, tocar las reproducciones de Miró y de Rothko, asombrada al comprobar que ese diorama de su vida anterior permanecía tan intacto que ella podía dar físicamente una vuelta por el pasado. Otras veces se sentaba en el viejo sillón color óxido a mirar las cortinas que ella misma había cosido, o, tal vez, a hojear el Daily Telegraph de esa mañana que Lawrence había dejado en la mesa de mármol verde, aunque se cuidaba mucho de recordar cómo lo había encontrado y en qué posición para dejarlo tal cual. Antes de marcharse alisaba las arrugas que había dejado en el tapizado y, puesto que Lawrence nunca comentó nada, ella suponía que había conseguido que su presencia pasara inadvertida.

Era un pasatiempo muy curioso. Pero, como en la casa de Victoria Park Road vivía rodeada de carteles y trofeos y revistas de snooker, en esas excursiones furtivas a Borough Irina no visitaba realmente a Lawrence, sino a sí misma.

Mientras tanto, su madre y ella no habían vuelto a hablarse, y el impasse ya estaba demasiado afianzado para que Irina fuese capaz de imaginar un advenimiento que pudiera desbloquearlo. Si bien desde el punto de vista técnico el silencio no ocupaba tiempo, le sorprendió descubrir lo agotador que podía ser si se repetía a diario. Su madre y ella no se hablaban en un sentido activo que requería muchísima energía, e Irina se pasó más de una noche sin pegar ojo dándole vueltas a la posibilidad de que, la próxima vez que viera a su madre, Raisa estaría dentro un ataúd abierto. Sin embargo, la única manera de darle otra oportunidad a esa mujer era aceptar su cruel lectura de Ramsey. Irina al menos podía estar al tanto de lo que ocurría en Brighton Beach a través de Tatyana, que parecía disfrutar del papel de interlocutora secreta. Ella la compensaba con cotilleos acerca de los lucrativos ingresos de Ramsey, y también sobre su fidelidad, sólida como una roca, pero a Tatyana le gustaba jugar en ambos bandos e Irina nunca podía estar segura de si sus mensajes en una botella alguna vez llegaban a la orilla de Brooklyn. Lo intentó todo con tal de borrar a su madre, pero Raisa volvía a inscribirse sin demora, como grafitis que, aun limpiados con arena por las autoridades públicas, vuelven a aparecer puntualmente la mañana siguiente. Así pues, se enfrentaba a la tenacidad desquiciante del vínculo de sangre. Oh, no teníais por qué quereros; de hecho, hasta podríais injuriaros. Pero, al parecer, lo único que no está en nuestro poder es colocar a un miembro de la familia en la categoría de lo que no tiene importancia.

En su soledad, fue un shock tomar conciencia de que llevaba tiempo descuidando por completo a sus amigos. Ahora que por fin se acordaba de ellos, como si fueran ese último artículo de la lista de la compra por el que volvemos a una estantería del supermercado mientras alguien nos guarda el sitio en la cola de la caja, Irina no les habría echado la culpa si alguno le hubiera gritado: «Ah, claro, tu maridito está de gira y ahora quieres que nos veamos para cenar. ¿Antes éramos prescindibles? ¡No, gracias!». Por suerte, casi todos los amigos de Irina habían tenido su momento romántico, y consideraban normales esas vacaciones de la amistad en las que uno rehace su vida o la destroza.

Con todo, esos rebrotes de amistad eran sesgados. El verano pasado, Ramsey y ella habían ido a cenar a casa de Leo y Betsy. Si bien en el plano superficial la velada fue un éxito —corteses y solícitos, los anfitriones se habían tomado muchísimas molestias con la comida—, en retrospectiva había sido un desastre. A Betsy le gustaba Lawrence. Betsy echaba de menos a Lawrence, y es probable que aún estuviera un poco molesta con Irina porque ahora, cuando cenaba con su amiga, no tenía dos por el precio de uno. Es posible también que se sintiera herida porque Irina no había seguido el consejo de no dejarse «los ahorros» en un «accesorio llamativo» que no le duraría nada, y saltaba a la vista que pensaba que había perdido el juicio. Leo había soltado una larga perorata sobre el estado de la industria musical, pero ninguno de ellos tenía siquiera un interés pasajero por el snooker. El discurso recurrente de Ramsey acerca del juego de ataque, que ahora parecía imponerse al estratégico, lo escucharon con una seriedad y una atención que desentonaban por completo con la informalidad, e incluso la brutalidad, de Betsy en sociedad cuando era ella misma. Al despedirse, ambas partes se prometieron que tenían que repetir pronto, pero no lo dijeron en serio, y no lo hicieron.

Así pues, Irina decidía todos los días que llamaría a Betsy «mañana». La asustaban la desaprobación, la incomprensión y, sobre todo, la diplomacia, que, viniendo de Betsy, sonaría tan poco natural. En realidad, había un cuadro íntegro de amigos que no ocultaba que, para ellos, la fuga de Irina con un jugador de snooker era una intoxicación etílica, un ataque de miopía que terminaría en llanto. Todo ese contingente pro Lawrence la despidió con cajas destempladas. Melanie, en cambio, formaba parte de otra constelación de gente que acabó confesando que nunca había podido soportar a Lawrence, y elogiando la decisión de Irina como el gesto más valiente y positivo que, en opinión de ellos, había hecho jamás. De alguna manera, la compañía de este segundo grupo resultó ser la más agradable de conservar.

Este año Irina lamentó de verdad que, una vez más, Ramsey volviera sin haber ganado el Mundial. Peor aún, este año lo dejaron fuera de combate en la primera ronda, cosa que (por desgracia) lo hizo volver a casa antes de lo habitual. Con actitud militante, a lo largo de mayo y junio, con Ramsey libre y sin compromiso y a disposición de ella, durante el día lo ignoró por completo. Le faltaba poco para tener un borrador terminado.

Puso los motores a toda máquina y cumplió el plazo que ella misma se había fijado y que incluía un solo día libre. El día en que Ramsey cumplió cuarenta y nueve, lo llevó al estudio del último piso y lo hizo entrar en la misma habitación de la que desde enero lo había desterrado.

Ramsey miró los dibujos sin decir nada; dibujada con la intención de reducirla de tamaño una vez terminada, cada hoja medía unos sesenta centímetros por noventa. Al principio, a Irina ese silencio la puso nerviosa, y le preocupó la posibilidad de que a Ramsey no le gustaran o de que le molestara esa incursión en su territorio. Pero sus temores se disiparon al ver la cara de estupefacción que puso. Mudo de asombro, no hablaba porque le daba miedo decir alguna tontería; al final debió de resignarse a hablar como hablaba. Cuando llegó a la última lámina de la historia del astronauta, dijo, con tono solemne:

—Esto es brillante, joder.

Con eso bastaba.

Por la noche cenaron una comida sencilla en Best of India. Después de apilar los dibujos y de dedicarle más elogios, Ramsey se arriesgó a decir:

—No me gusta parecer un burro, pues sé que es un cuento para críos. Pero ¿qué significa?

—Bueno, la idea básica es que no tenemos un solo destino. A los niños los presionan a edades cada vez más tempranas para que decidan qué quieren hacer con su vida, como si todo dependiera de una única decisión. Pero, sea cual sea la dirección que tomemos, habrá altibajos, momentos buenos y reveses. Nos enfrentamos a un futuro en el que tendremos que hacer más de un ajuste, no a un rumbo perfecto en comparación con el cual todos los demás son una porquería. La idea es que hay que dejar de presionar. Martin llega a expresar muchas de las mismas dotes en cada una de las dos historias, pero de maneras diferentes. Cada futuro en conflicto tiene sus ventajas y desventajas, pero yo no quería contar un futuro malo y uno bueno. En los dos, todo sale bien.

Ramsey preguntó con voz lastimera:

—En la historia del snooker, ¿por qué no consigue ganar el Mundial?

Irina rió.

—Porque eso socavaría mi tesis. El snooker no es su único destino, aunque en muchos aspectos funcione muy bien. Y no hay que ganar el Mundial para ser un gran jugador, ¿verdad?

—¡Un huevo! —dijo Ramsey, riendo, y chocó su copa con la de Irina.

Pese a la lección del cuento en sí —«no pasa nada, todo saldrá bien»—, que las cosas saldrían bien fue algo que a Irina sólo se le confirmó después de largas tribulaciones. Se pasó meses enviando imágenes en formato JPEG por correo electrónico a un editor tras otro. En el Reino Unido, más de uno le contestó que el trabajo era admirable, pero que los costes de producción serían demasiado elevados. Como es lógico, Irina no esperaba venderles la idea a editores norteamericanos, pues, en primer lugar, eso requería explicar, igual que había tenido que hacer con su madre, que el snooker no era un juego de naipes. Hubo un momento en que empezó a parecerle que el fruto de su febril empeño nunca vería la luz.

Y, como las desgracias nunca vienen solas —en caso de que este giro de la rueda de la fortuna haya de considerarse una desgracia—, durante el periodo en que, en otoño, pasó el plato de las limosnas de editorial en editorial, Irina se quedó embarazada. Es cierto que, impulsada por una vaga noción de darle un descanso al cuerpo, había dejado la píldora cuando Ramsey fue a pasar tres semanas fuera jugando la Copa LG. Noqueado en el segundo asalto, había vuelto a casa de improviso, y habían usado preservativos. Bueno, salvo una noche… Desde el día en que había perdido la virginidad con Chris, siempre le había resultado repelente la bolsita para el pene. ¡Pero, por Dios, si tenía cuarenta y cuatro años! No puede decirse que fuese precisamente una diosa de la fertilidad, ¡y sólo habían sido perezosos una noche! Por otra parte, que de todos esos polvos saliera una criatura tenía algo de inevitabilidad genética. A fin de cuentas, ¿no se follaba para eso?

Al principio sospechó que uno de los renacuajos que se habían esforzado por atravesar el canal a nado finalmente había llegado a puerto dos días después de que Ramsey se marchase a jugar el Campeonato del Reino Unido. Mientras subía y bajaba al trote las escaleras, sintió que le dolían los pechos. Cuando se le pusieron un poquito más hinchados y sensibles, se hizo una prueba del embarazo en casa. Y antes incluso de que tuviera la oportunidad, siguiendo las instrucciones, de equilibrar en el mármol de la cocina la varita de plástico blanco, una línea continua formó en la ventana la inequívoca señal de Prohibida la entrada. El hecho de que justo ese día Ramsey no estuviera a su lado la hizo ver gráficamente el estilo de maternidad que le esperaba.

A menos que Ramsey dejara para siempre las giras, Irina sería de facto, durante ocho de los doce meses del año, una madre soltera. Se levantaría por la noche a darle la comida al bebé, sola. Se echaría en cama con un niño en el pecho a ver los nauseabundos programas de última hora. Tendría que ir sola a comprar ropa y comida para bebés, y luchar para meter el carrito en el Jaguar. Ramsey la llamaría de tarde en tarde y le pediría que el niño o la niña se pusiera al teléfono, y en sus breves visitas jugaría con el crío y se lo sentaría sobre los hombros, pero, en general, poca o ninguna ayuda podía ella esperar de un padre que estaba en Bangkok. Y él podía tomarse la paternidad como una diversión. Pero no, Ramsey no era responsable. Sería de esos padres que se presentan con juguetes ostentosos, pero nunca llegaría a casa con una crema para el culito del bebé. Todos los aspectos de la paternidad que eran una carga terminarían recayendo en ella. La criatura odiaría a Mamá Disciplina e idolatraría a Papá Tolerante, el que casi nunca está en casa, la estrella del snooker de fama mundial, pues como Irina sabía por experiencia propia —su padre brindaba el mejor ejemplo—, los niños siempre prefieren al progenitor al que menos ven.

Por lo tanto, estaba emocionada, sorprendida y maravillada, pero era realista, y así y todo le resultaba intolerable la perspectiva de deshacerse de su querido bebé y tirarlo a la papelera como se hace con las sobras.

Mientras se esforzaba por mantener el equilibrio, detestaba la idea de decírselo a Ramsey por teléfono, e iba dejándolo para más tarde, aunque, a consecuencia de ello, las llamadas que se hacían eran entrecortadas y falsas. Irina temía que Ramsey se molestara. Él nunca había dicho nada de formar una familia, ni lamentaba no haber tenido hijos con Jude. Podía considerar el embarazo un engorro o algo peor, y a Irina le preocupaba dejar de atraerlo a medida que iba engordando.

En cierto modo, fue una suerte que fuese postergando darle la noticia. Hacia el final del Campeonato del Reino Unido, Irina empezó a sangrar. Aturdida, ingresó en el hospital para que le hicieran un raspado. Y a Ramsey no se lo dijo hasta que todo hubo pasado.

Por supuesto, sabía lo que iba a decir él: que lamentaba tremendamente no haber estar con ella en un momento tan terrible y prometía volver pronto a casa. Pero, qué duda cabe, la naturaleza fue más sabia. Irina era un poquito demasiado mayor para ser madre primeriza; aunque él se cuidaría de herir su orgullo, le diría con delicadeza que habría dado a luz a los cuarenta y cinco años. Llevar a buen puerto ese embarazo podría haber sido demasiado duro para ella, cosa que su propio cuerpo reconoció. ¿No habría sido muy alta la posibilidad de que la criatura naciera con algún defecto? En fin, cuando una mujer sufre un aborto es porque el bebé tiene algún problema y por ese motivo el sistema lo rechaza. Además, para ser francos, en esa fase del juego no estaban preparados para criar a un hijo, ¿no? ¿Quién quería crecer y ser un adolescente con unos padres ya mayores? Por supuesto, si se hubiesen casado veinte años antes… Pero la realidad era otra, ¿no? Así que tal vez se habían ahorrado una elección muy difícil. Todo eso podía ser cierto, pero Irina no estaba de humor para oírlo, y temía el probable alivio, tácito, pero palpable, que sentiría su marido.

Ramsey la sorprendió. No dijo nada de eso, ni siquiera que lamentaba no estar con ella y no poder volver a casa, aunque más tarde se reprendió a sí mismo por no haberlo hecho. En ese momento, lo único que pudo hacer fue llorar.

Buscando la compensación estándar de la mujer profesional sin hijos, Irina, después de mucho esfuerzo, localizó una modesta empresa de Londres llamada Snake’s Head, donde quedaron tan prendados del libro del snooker que se mostraron dispuestos a asumir los costes de producción, aunque el anticipo que le ofrecieron fue ridículo.

Juego y partida se publicó en septiembre de 2000 con poco aspaviento. La empresa intentó capitalizar el hecho de que la autora estuviese casada con Ramsey Acton, pero no tenía el presupuesto de publicidad necesario para sacar partido de esa ventaja. Las reseñas fueron elogiosas, pero pocas. La tirada fue baja, el precio de portada, alto, y el paseo exploratorio de Irina por librerías como Waterstone’s y WHSmith le confirmó que sólo un puñado de ejemplares había llegado a las grandes cadenas. Sin embargo, por alguna razón, todo iba saliendo bien. Recibió los diez ejemplares justificativos, que repartió, aplicando un criterio estricto, entre Betsy, Tatyana y —de mala gana— su madre. Por correo. Fue una especie de gesto por la paz. Irina no era famosa y no estaba forrándose con los derechos; ella tampoco había ganado el mundial. Pero se había pasado el tiempo haciendo algo que le gustaba, y que, al menos para ella, era hermoso.