8

Este año fue Irina la que le recordó a Lawrence que se acercaba el cumpleaños de Ramsey, y él quien dio largas al asunto. Estaba terriblemente ocupado. ¿Tenían que salir con Ramsey Acton todos los seis de julio hasta el final de los tiempos sólo porque una vez coincidieron?

—¿Estás diciendo que quieres dejar de verlo? —preguntó Irina, incrédula.

—Nada tan activo como eso —dijo Lawrence—. Basta con no pasarlo a buscar otra vez.

—No pasar a buscar a alguien es la manera en que se deja de ver a la gente.

—Pero es que Ramsey puede ser un poco pesado, ¿no? Sólo sabe hablar de snooker.

—¡A ti te encantaba hablar de snooker!

Lawrence se encogió de hombros.

—Es posible que ya haya dicho todo lo que tenía que decir. —Irina se quedó de pie delante del sofá hasta que él, no sin recelo, levantó la vista de la página y la miró—. ¿Por qué pareces horrorizada?

—Lawrence, hace años que lo conocemos. ¿Así te vas a portar también conmigo? De repente, se acabó, do svidanya. ¿Y porque uno ya ha dicho todo lo que tenía que decir?

Irina tenía un angustioso temor a que eso fuera realmente lo que les ocurría a algunas parejas, y que la experiencia de salirse del guión pudiera tener lugar sin aviso previo.

—Estoy hablando del cumpleaños de Ramsey y de pronto te pones a chillar que voy a dejarte o algo por el estilo. Por ahí no sigas.

—Nos une una amistad. Ramsey tiene todas las razones del mundo para pensar que nos preocupamos por él. Y es un hombre bueno.

—Oh, quién no lo es.

—Tú, por ejemplo. En este momento.

—¡Joder! ¡El año pasado tuve que ponerte una pistola en la sien para que lo llamaras!

Era verdad. El año pasado Irina había visto a Ramsey en representación de Lawrence, para mantener vivo el romance de su pareja con un famoso del snooker, pero en el curso de la velada, que fue larga, Irina terminó hablando por sí misma. Después de unos meses de tira y afloja, Lawrence había dejado de ser el propietario de Ramsey Acton; en Bournemouth, no cabía duda. Fuese Ramsey o Rusia, Lawrence exigía la posesión superior o la exclusividad, o no le interesaba. Así, su veto a otra cena de cumpleaños se traducía como: Si yo no puedo tener a Ramsey, entonces tú tampoco. Pero ella no estaba dispuesta a renunciar por completo a Ramsey, que había llegado a parecerse a uno de esos dos o tres cigarrillos fumados a escondidas durante la semana, racionados en cantidades prudentes y absolutamente inocuos.

—Eso es verdad —dijo Irina—, y dijiste que si no lo llamaba, Ramsey se ofendería.

—Y al final quedaste con él, pero tuviste que pasar por encima de tu cadáver. Sólo para después venir y decirme que estuvisteis toda la noche de jarana y os pillasteis un colocón de antología.

Irina esperaba que Lawrence lo hubiera olvidado.

—No fue eso lo que dije.

—Bueno, pues ahora sugiero que este año nos escaqueemos y te pones como una loca.

—No me pongo como una loca. Lo que digo es que deberíamos tener consideración. Yo prepararía toda la comida…

—Y yo compraré la caja de vino que ese tipo se beberá en una sola noche. O por la mañana, más bien.

—Podría decirle que tienes que levantarte temprano para ir a trabajar.

—No te molestes. Para Ramsey, levantarse por la mañana es un concepto totalmente ajeno, y mucho más si es para trabajar. Se quedará hasta las cuatro, como de costumbre.

—Antes te gustaba.

—Sí, bueno, a veces la gente me deja de gustar, eso es todo.

—Lo sé —dijo Irina, con una tristeza en la voz que Lawrence no registró.

Sin embargo, después de todo eso, cuando Irina llamó a Ramsey, resultó que él tenía otros planes. ¿Recordaba que le había dicho algo acerca del Ooty Club, el de la India? Hablaba de la noche en Bournemouth como si hubieran pasado siglos desde entonces. Por supuesto, le aseguró Irina. Bueno, pues él se iba de hadj. A Irina le sorprendió que Ramsey conociera esa palabra. ¿De peregrinación?, dijo ella. Sí, dijo él. Y que estaría fuera casi todo julio. Para ir a ver una sola mesa de snooker no hacía falta todo un mes, e Irina se preguntó si, como a tantos occidentales, a él le atraía el subcontinente por su lado místico y se iba a recorrerlo con espíritu de búsqueda. Bueno, que tengas muy buen viaje, le dijo. La llamada fue tan breve, y la voz de él sonaba tan distante, que Irina colgó desconcertada por lo cercana que se había sentido a él el año pasado. Sin embargo, se le pasó por la cabeza que él podría haber arreglado las cosas a propósito para estar en el extranjero el seis de julio.

Se pasó el resto del día afligida. Abandonar la tradición era como romper un encanto, y Ramsey se daría cuenta. ¿Qué podía complacer más a Lawrence? Ahora ya no tendrían ninguna obligación de ver a Ramsey en julio del año siguiente, ni en todos los julios que viniesen después.

Fue una diferencia de opiniones normal y corriente, pero más adelante lo que adquirió relieve fue el recuerdo de ese otoño. Antes de prepararse para ir a la cama, Lawrence se había acalorado por las novedades del proceso que se había puesto en marcha contra Clinton en el Congreso de los Estados Unidos.

—Creía que odiabas a Clinton —dijo Irina.

—Es un pelota —dijo Lawrence—. Un megalómano sin principios. Bueno, su único principio es la elevación perpetua de William Jefferson Clinton. Pero es inteligente.

—Por Dios, nunca dices eso de nadie, y ahora que lo haces, hablas de alguien que ha hecho una verdadera estupidez.

—Tontear con esa mema no fue aconsejable, pero políticamente no tiene la menor importancia.

—Mentir sí tiene importancia desde el punto de vista político.

—Sí cuando se trata de sexo.

—Oh, precisamente tú vas a decir eso. No todos los hombres mienten cuando hablan de sexo.

—Pues sí. ¡Mienten!

—¿Y tú?

Lawrence dio marcha atrás.

—¡Por supuesto que no!

—¿Y por qué se supone que sólo los hombres mienten cuando hablan de sexo? Si es un tema que intrínsecamente se presta tanto a la mentira, ¿por qué no mienten también todas las mujeres?

—¡Es muy probable que lo hagan!

—Entonces, ¿estás diciendo que yo miento cuando hablo de sexo?

—No exactamente.

—¿No exactamente?

—¡No! ¡De ninguna manera!

—¿Y qué es lo que nos hace a ti y a mí tan especiales?

—Irina, estamos hablando en términos anodinos y generales.

—Yo no; tú. Por eso te pregunto, ¿qué nos hace tan especiales?

—Porque nosotros tenemos… cierto sentido del decoro, creo. Una buena relación. Aunque eso no signifique que no nos pasemos por alto algunas cosas.

—¿Qué clase de cosas?

—No lo sé, pero si yo mirase en la calle, pongamos, a una mujer con piernas bonitas, no esperaría que me cortaras la cabeza.

—Pero no estamos hablando de mirarle las piernas a una mujer. ¡Estamos hablando de meterle mano y de correrse encima de ella y después afirmar una y otra vez, con aires de superioridad moral, que no hiciste nada parecido!

—¡De acuerdo! No esperaría que eso me lo pasaras por alto.

—¿Por qué aplicarnos a nosotros un criterio más alto que al presidente?

—¿Y por qué de repente eres tan mojigata? ¿A quién le importa que Clinton se corra en el vestido de una becaria con tal de que no apriete el botón sin querer mientras echa un polvo?

—No soy mojigata, y no estábamos hablando de sexo. Estábamos hablando de mentir.

—Acerca del sexo.

—Acerca de cualquier cosa. En febrero Clinton dijo, mirando fijamente a la cámara, mirándome a mí, que lo voté, a los ojos. Dijo, sin parpadear: «No tuve relaciones sexuales con esa mujer, la señora Lewinsky». Bozhe moi, y esas pausas que hizo, como si ni siquiera pudiera acordarse del nombre. Me sentí como si me hubiera insultado a mí.

—De acuerdo, no manejó bien el asunto, pero eso no debería ser un delito que diera lugar a un proceso. Esta campaña que han lanzado los republicanos es puro oportunismo, y un abuso de la constitución.

—¿No crees de verdad que es importante que se pase casi todo un año contestando con evasivas?

—No, no me lo parece. Creo que es importante que ordenase lanzar ataques con misiles en Sudán y en Afganistán, y creo que es importante que, por desgracia, no se haya cargado a Osama bin Laden.

Irina no reconoció el nombre, pero no estaba de humor para darle coba a Lawrence por todos esos conocimientos.

—Lo único que importa es todo ese trabajo tan valioso que hacen los hombres. Que mientan por un tubo y la manera en que tratan a la mujer es trivial.

—No he dicho eso, pero estábamos hablando de política y no de la opinión que nos merece Clinton como persona. Como persona es un asqueroso, nadie lo discute, pero no se merece que lo echen de una patada de la Casa Blanca por haberle metido la polla a Monica. En mi opinión, se parece a haber desperdiciado un buen cigarro. Y eso sí podría ser procesable.

Junto con la mayoría de los varones norteamericanos del momento, para Lawrence el delito más atroz de Clinton era el mal gusto. Monica era gorda, fea y tonta, y el presidente de los Estados Unidos podría haber elegido algo mejor.

Irina se desplomó en la silla.

—Oh, supongo que yo tampoco lo haría destituir, aunque sí me gustaría verlo divorciado. Pero no caerá esa breva. Hillary es peor que él. Toda esa basura de la «conspiración de derechas» después de pasarse días enteros intrigando. De eso todo el mundo se ha dado cuenta. Luego fingirá estar toda impresionada y dolida si él alguna vez confiesa, y siempre se mantendrá firme en sus trece. No son amantes, son un conciliábulo; los Clinton son la conspiración en sí misma. Hacen pactos a escondidas, chanchullos, todo para promoverse el uno al otro. Supongo que es una manera de hacer las cosas, pero eso, en un matrimonio, indica que como tal está muerto.

Ahí se detuvo. Su descripción tuvo un eco inquietante.

En general, Lawrence había estado de mal humor desde que volvió de Rusia en junio, y la perspectiva de pasar las navidades en Brighton Beach no mejoró su comportamiento.

—Ya sé que tienes una relación difícil con tu madre —dijo Lawrence cuando el tren de Heathrow se paró una vez más entre dos estaciones—, pero quiero que me hagas una promesa.

—Desembucha —dijo Irina.

—Prométeme que no discutirás con ella.

—¡Pero si es ella la que empieza!

—Entonces no muerdas el anzuelo. Este viaje ya es bastante desquiciante sin otra riña. Lo del año pasado con la servilleta fue ridículo.

—¿Para qué sirve una servilleta si no la puedes usar para limpiarte la boca?

—Tu madre tenía razón; la remolacha mancha. No es que me importe una mierda, pero era una servilleta de hilo muy cara. Pero no vamos a discutir por eso otra vez. La primera ya fue bastante coñazo.

Lawrence siempre había sido un bromista, pero últimamente sus pullas no tenían pizca de gracia.

Las parejas pasan épocas en las que están más unidas y otras en las que están más separadas, ¿verdad? Era obvio que Lawrence estaba muy presionado por el trabajo, y ella no debería haberle hecho malgastar con su familia las cortas vacaciones que tenía. Y después de hacer una hora de cola en el mostrador de facturación de British Airways, cualquiera estaría que echa chispas. Fue un milagro que todavía pudiesen bromear en el free-shop sobre si le compraban a Raisa un Toblerone de un kilo antes de decidirse por una botella delgada de jerez (que estaba de oferta).

Lawrence encendió el ordenador portátil en cuanto pasaron la puerta de embarque, aunque sabía que tenía que apagarlo antes del despegue. Como no tenía ganas de leer, Irina se puso nostálgica pensado en los días en los que tomar un avión era más una aventura que una tortura, aunque todavía se las arreglaba para dominar la absurda anticipación que le producía la perspectiva de una cena incomible. Tenía ganas de pedirle a Lawrence que hablara con ella, pero eso significaría pensar en algo de que hablar. Sin embargo, sí había algo de que hablar, pero ella no podía siquiera decírselo del todo a sí misma y estaba claro que cualquier tentativa de tocar ese tema empeoraría aún más el humor de Lawrence.

Se concentró, por tanto, en qué pedir cuando pasaran con el carrito de las bebidas. Lo que más le apetecía era una copa de vino tinto, pero sólo eran las cuatro y media de la tarde y Lawrence no veía con buenos ojos que bebiera a esas horas. De hecho, cuando el avión se puso en la cola de despegue, la cantidad de energía que Irina gastó debatiéndose entre vino y bebida sana fue absurda. Gracias a Dios que nadie podía ver dentro de su cabeza. Presunta artista obsesionada por una botella de Beaujolais en miniatura. Imaginemos que los demás pueden oír lo que pensamos, y las opiniones radicalmente distintas que uno podría llegar a formarse en ese caso. ¿Sería reconfortante o deprimente descubrir que todos los demás pasajeros de ese avión estaban preocupados por la clase de bebida gratis que pedirían?

Cuando el carrito se acercó a sus asientos dando sacudidas, Irina estaba pensando en por qué le daba tanto miedo contrariar a Lawrence. No era culpa suya que la madre de él fuese alcohólica, y la etiqueta misma era un enigma; en las visitas a Las Vegas, la suegra de facto de Irina se había echado al coleto sólo dos o tres copas, nada de que preocuparse. Tal vez la madre no era tan borracha como su hijo aguafiestas.

Lawrence pidió agua con gas. Irina, jugo de tomate.

Después de la comida, una pareja de enamorados sentados en los asientos del centro se puso a darse el lote bajo el mínimo refugio de una manta de la compañía aérea. Gemidos y gruñidos apenas audibles puntuados por risitas ahogadas. La manta se retorció, y hubo unos momentos en que una cabeza desapareció debajo. Esa pareja no compartía la aversión de Lawrence a beber por la tarde; desde el despegue ya habían pedido botellitas de vodka por un importe equivalente al precio del billete.

—¡Vaya por Dios! —dijo Lawrence entre dientes, pero lo bastante alto para que lo oyeran—. Buscaos una habitación.

A Irina no le gustaba esa expresión, de timbre moderno, pero puritana en la intención. ¿Qué diablos le importaba a él que una pareja de críos no pudiera tener las manos quietas? Lawrence no era musulmán ni nada por el estilo. A ella se la veía entretenida, o fascinada, y un poco aburrida también —ya lo había visto antes—, o encantada incluso, pero no, dado que no tenía objeciones religiosas, ofendida.

Con todo, el disgusto de Lawrence parecía no tener límite.

—Será mejor que llamemos a la azafata, Irina. Aprieta el botón. Pregúntale si tiene un Durex. Y de paso dile que me traiga una bolsa para vomitar.

—¡Lawrence! —dijo Irina en voz baja—. ¡No hacen daño a nadie, y pueden oírte!

—O mejor pide media docena de botellitas de Finlandia —prosiguió él, subiendo el volumen—. Un par de rondas más y ése no distinguirá la polla del codo. Entonces a lo mejor podremos ver tranquilos la película.

—Mira que eres gilipollas.

—No soy gilipollas —la corrigió Lawrence—. Soy un imbécil. Llamar gilipollas normal y corriente a un imbécil acreditado es como olvidarse de llamar Sir a un miembro del imperio británico.

Sir Gilipollas, entonces —dijo ella—. ¡Cállate ya!

Cuando se pusieron a ver Full Monty, el forcejeo en los asientos centrales remitió justo en el momento en que Irina identificó el sentimiento que ese numerito había despertado. No estaba exactamente divertida, ni fascinada, y ciertamente no estaba aburrida, y aún menos, ofendida. De acuerdo, puede que estuviera un poco embelesada, pero, por encima de todo, estaba celosa.

En cuanto se abrió la puerta, Raisa hizo una pausa histriónica —para que ellos asimilaran el deslumbrante atuendo con que los recibía— antes de extender los brazos y pasar a los habituales besuqueos y abrazos cuya sinceridad Irina no se creía ni por asomo. Cuando su madre la estrechó, se puso rígida.

Dobro pozhálovat —dijo Raisa, muy efusiva—. Ya tak rada vas vidyet! Pozháluysta projodite, projodite!

—Hombre —dijo Lawrence—. ¡Vestida para matar, Raisa! Después del vestuario que luciste el año pasado, siempre espero ver que te superes.

Irina puso los ojos en blanco y no dijo nada.

Subieron el equipaje al primer piso, metieron la ropa en cajones y escondieron las maletas. Que ésa fuera la habitación de las visitas no significaba que Raisa no fuera a irritarse si encontraba un calcetín en el suelo. Lawrence bajó con la botella de jerez, pero declinó la invitación cuando Raisa le ofreció abrirla. Ella pareció encantada, como si Lawrence acabara de pasar una prueba. A continuación él le admiró el peinado, lo en forma que estaba, el árbol de Navidad. La madre de Irina no tenía la más remota idea de lo irreverente y cáustico que era el hombre con el que vivía su hija; sinceramente, era casi como si nunca hubiera visto a Lawrence. Si Irina fuese ella, estaría preguntándose qué demonios pudo verle su hija a ese adulón.

Raisa fue a preparar el té. Lawrence, sentado en la silla de velludillo rojo, parecía incómodo; tenía que evitar que el estante se le clavara en el cuello, pero sabía que no le convenía mover la silla. Cuando Raisa volvió, se puso de pie de un salto para cogerle la bandeja.

—Tienes un juego de té sensacional —dijo Lawrence—. Debe de valer una fortuna.

Raisa sonrió, radiante. Irina sacudió la cabeza. Dada la transparencia de las zalamerías de Lawrence, siempre la sorprendía que surtieran efecto. Y no era su madre la única crédula. Esa táctica de Lawrence daba resultado con todo el mundo.

Da —dijo Raisa—. Una pena. Lecherita y azucarera son pocas piezas de porcelana que madre mía trajo de Unión Soviética en baúl. Herencia de madre de ella. ¡Durante años familia nuestra fue envidia de rusos de París que no traer nada de vieja Rusia! Azul cobalto muy raro, nunca vi en otra parte. ¡Como color de vitrales!

Lawrence había oído hablar de la porcelana color cobalto UN MILLÓN DE VECES. Al final, compadeciéndose, intervino:

—Qué lástima. Oí decir que Charles te tiraba los platos a la cabeza.

¡Versión purgada! Irina había dicho que se tiraban los platos a la cabeza.

Bien entrenado, Lawrence sirvió el té mientras Irina examinaba el samovar que coronaba el aparador, que también había sobrevivido a la guerra dentro del mítico baúl de la abuela. Aunque en el fondo no era más que una tetera con pretensiones, y demasiado trasto a la hora de usarla, esa enorme urna de cobre con forma de bulbo, era bonito, e Irina siempre había codiciado un poco uno como ése; tenía el mismo porte altanero de su dueña y parecía constituir la sede del poder en esa casa. Las posibilidades de heredarlo eran escasas. El samovar tenía el nombre de Tatyana escrito encima.

Tak, Lawrence. ¿Qué trabajas ahora?

—Bueno, sin duda recuerdas que pasé un mes en Rusia esta primavera. Ni te imaginas cómo está Moscú ahora. Restaurantes, hoteles, boutiques… La élite que forman esos semicriminales está forrada, pero los proletarios están muy mal. Hay mucha mendicidad, mucho alcoholismo en las calles. ¿Sabías que la cerveza está clasificada como bebida ligera?

Mientras Lawrence las obsequiaba con una miniconferencia sobre el estado actual del que fuera el Imperio del Mal, Raisa, fascinada, juntó las manos. Si a Lawrence le encantaba ser una autoridad, pues que lo fuera. No obstante, en un mundo justo, serían Lawrence y ella los que pondrían al día a Raisa sobre el país que había dejado, y el espectáculo no se limitaría a un dúo de «suegra y yerno» tirándose flores mientras Irina jugaba con la bola para el té.

—«¡Ese vestido es maravilloso!» —susurró Irina en su antiguo dormitorio—. «¡Vaya, Raisa, estás estupenda!». Lawrence Lawrensovich, no tienes vergüenza.

—La que no tiene vergüenza es ella —dijo Lawrence en voz baja—. Le he preguntado por lo menos una docena de veces de dónde sacó el samovar y nunca se acuerda de que ya me lo ha explicado.

—¿Por qué iba a acordarse? Parlotea sobre el samovar siempre que puede.

—Todo lo demás pueden ser bobadas, pero lo cierto es que a sus sesenta y cuatro está muy guapa.

Irina todavía no se había recuperado del ataque de voracidad que había tenido durante el verano, y venir a casa estaba desplegando su predecible efecto psíquico.

—Lo sabía —dijo, mirándose en el espejo con ojo crítico—. Mi madre siempre hace que me sienta gorda.

—No has engordado tanto —dijo él, restándole importancia al asunto.

Era la primera vez que reconocía que algo sí había engordado.

A la mañana siguiente, mientras Irina estaba encorvada encima del café, Lawrence entró en la cocina vestido con pantalones de gimnasia empapados, emanando la ruidosa superioridad propia de la gente que se lanza brutalmente al frío, en chándal, en cuanto se levanta de la cama.

—¡Vaya, debo de haber corrido casi diez kilómetros! —dijo, aún sin aliento.

Irina frunció el ceño. Detestaba a los fanáticos de la gimnasia, razón por la cual apreciaba la moderación habitual de Lawrence.

—Normalmente no corres más de siete.

—Bueno, no hace daño forzar un poco a veces.

—¿Quieres desayunar, Lawrence? —preguntó Raisa, que todavía no se había quitado las mallas—. ¿Huevos? ¿Pan negro?

—No, sólo café. Gracias.

El calor del vaso de café en las manos no traspasaba los guantes, e Irina batió palmas para que circulara la sangre.

—Ya entendido, Irina, no puedes parar dramatizar con manos —dijo Raisa en inglés, por Lawrence, que la había convencido de que no recordaba nada del ruso que había aprendido en la universidad, treta muy hábil que le permitía escuchar con disimulo los apartes de su suegra, y entenderlos. A resultas de ello, sabía exactamente lo que Raisa pensaba de su sentido de la vestimenta.

—No dramatizo nada, mamá; sólo quiero calentármelas. Siempre piensas que te tomo el pelo, pero de verdad tengo ese problema…

—Todos americanos tienen problema. Gran competición, quién tiene más problemas. Ningún americano dice «mis manos frías», no. Tiene que poner nombre complicado.

—Sí, hay que formar parte de un grupo —dijo Lawrence—. Con reuniones para confesarse y una página en Internet.

—¿Estás diciéndome que lo de Raynaud sólo son imaginaciones mías? —atacó Irina.

—Levantarte por la mañana y ejercicio, Irina. ¡Verás que no frío en todo día!

—Tiene razón —dijo Lawrence—. Si empezaras el día con un poco de gimnasia, es muy probable que estimularas la circulación.

—Si empezara el día subiendo el termostato, la estimularía mucho más.

—¡Irina! ¿Quieres ver factura de gas?

—¡Pero es 24 de diciembre, mamá!

Lawrence le echó una mirada de advertencia: «Prometiste…».

—En efecto, el precio del gas natural ha venido aumentando que da miedo. Las nuevas exploraciones no han dado muchos resultados, y hasta las reservas del Mar del Norte están agotándose.

—De vez en cuando —dijo Irina—, estaría bien no tratar el estado del mundo como si estuviéramos debatiendo en 60 minutos, sino sentados en una casa no muy grande, una sola mañana, la del día de Nochebuena, para ser exactos, y la mujer a la que amas tiene frío.

—De acuerdo, una casa pequeña —admitió Lawrence—. Tiene más sentido conservar el calor corporal con un jersey que calentar todo el ambiente.

—¡Poquito aire frío mantener despierto, en movimiento! —exclamó Raisa, y como si quisiera demostrarlo, se puso a dar vueltas por la cocina haciendo mucho aspaviento para guardar una sola cuchara limpia.

—Tiene toda la razón del mundo —asintió Lawrence con violencia—. Las casas con demasiada calefacción me dan sueño.

Después del café, mientras paseaban por la Avenida, debajo de las vías del ferrocarril elevado, Lawrence le sacudió los hombros con cariño, como mimándola.

—Venga, Irina. ¿Por qué tanto mal humor?

—Nunca te pones de mi parte. Me siento víctima de una confabulación, siempre, y se trata de mi madre.

—Sólo intento mantener la paz.

—¿Qué tiene de grandioso la paz?

—Sí, esa pregunta se plantea a veces en estudios de conflictos. La paz es un poco aburrida. Nunca dejamos de plantearnos esa pregunta existencial por la finalidad, por lo que se intenta conseguir, no sólo como individuo, sino como país.

—¿Y en los estudios de conflictos cómo resuelve la gente ese problema de que la paz es una mierda?

—Del mismo modo que cualquier hombre cuerdo que visita a la suegra. Es mejor que la alternativa.

A Lawrence le encantaba Brighton Beach, pues las apariencias lo estimulaban de un modo natural, cosa que en sí no tenía nada de malo; la espeleología en la cueva de la dinámica familiar era claustrofóbica. En cambio, el mundo exterior que se abría ante ellos era tan vasto como el apetito con que lo deseaban. A fin de cuentas, el trabajo de Irina implicaba deconstruir meticulosamente la fluctuación suntuosa del color en una sola hoja o discernir la complejidad de las líneas vistas retrocediendo desde una perspectiva lateral. Sencillamente, había tanto que mirar en la vista más banal, que era un desperdicio pasarse todo el día poniéndose nerviosos por termostatos o servilletas. Irina siempre había valorado la manera en que Lawrence la ayudaba a hacerla entrar en el mundo que ella fingía dibujar.

Así pues, se guardó el mal humor y se dispuso a entrar con Lawrence en las tiendas, contenta de ver que el viaje a Moscú lo había hecho más valiente a la hora de conversar en ruso con los dependientes. Consideraron la posibilidad de comprar un poco de caviar, como lujo de Navidad, pero el precio era prohibitivo. Por lo tanto, se dedicaron a compartir los placeres que eran gratis y contemplar el espectáculo de los exsoviéticos que a esa hora llenaban el paseo marítimo. Hombres corpulentos ya setentones enseñaban el pecho desnudo al cielo cubierto de finales de diciembre y entraban estoicamente en el agua helada de la playa. Las adolescentes desfilaban con sedosos abrigos de piel que parecían hechos de pelo de caniche. Un personaje despeinado revolvía en las papeleras buscando botellas que después empinaba para beberse hasta la última gota de cerveza, vodka o vino.

Cuando se encontraron con Raisa en el Café Volna, Lawrence la saludó con su habitual: «¡Vestida para matar!». Él pidió sólo una ensalada, pese a que Irina se burló diciéndole que comía como un pajarito. Empujada por el comentario de Raisa, que había dicho que su hija tenía aspecto saludable, Irina, con actitud desafiante, pidió arenque en escabeche, sopa de cordero y arroz, pollo à la Kiev y una cerveza.

Cuando Raisa, con prontitud y cuidado, preguntó por las ilustraciones, Irina reconoció que llevaba un tiempo sin sentirse muy inspirada. Necesitada de algo nuevo que la asombrara de veras, podría seguir el consejo de Lawrence y ponerse a investigar el dibujo por ordenador. Pero la atención que su madre le prestaba sólo era paciencia.

Skazhitye, Lawrence. ¿Piensas seguir Londres mucho tiempo más?

—Blue Sky es un buen lugar para mí en este momento. No me importaría seguir unos años más.

—¿Desde cuándo? —dijo Irina—. Creía que te entusiasmaba la idea de conseguir una plaza en Nueva York, en el Consejo de Asuntos Exteriores.

—He cambiado de opinión. En Londres puedo sacar ventaja de la relación especial.

—¿Qué relación especial? ¿Con quién?

—Entre Gran Bretaña y los Estados Unidos, so imbécil. Es una frase hecha.

—No me llames imbécil.

—Irina, yo llamo imbécil a todo el mundo.

—Menos a mí. No vuelvas a hacerlo.

—¡De acuerdo! ¡Perdona! Por Dios, sólo quería decir que si me quedo en Inglaterra, estoy en una posición ideal para seguir investigando tanto en los Estados Unidos como en Europa.

—Ah, coño, ¿y cuándo pensabas decírmelo?

—Ya te lo he dicho.

Contemplando el espectáculo, Raisa le dijo a Lawrence, desde el banquillo:

—Pasa, Lawrence, que más tiempo Irina en Londres, más cambia manera de hablar, da? Usa expresiones yo nunca oigo en Nueva York. Y hasta manera que dice palabras. Cada año, más diferencias.

—Sí, lo sé —gruñó Lawrence—. En el avión pidió un jugo de tomate, no un zumo.

Puesto que había pedido el zumo para consentirle la paranoia que le producía el alcoholismo de su madre, una mujer que en realidad nunca había tenido problemas con la bebida, lo suyo era atenerse a lo dicho.

—Cuando se crece bilingüe —dijo Irina—, la lengua parece menos rígida. Además, creo que la manera de hablar de los británicos no está nada mal.

Y se las arregló para pronunciar esas últimas palabras sin siquiera una consonante.

Lawrence se cruzó de brazos.

—Al contrario, crecer como ruso-americana de segunda generación te creó un problema de identidad. Y, para empeorar las cosas, de pequeña eras una marginada social por los dientes salidos, así que, de adulta, haces lo imposible con tal de… encajar.

A Irina se le encendieron las mejillas.

—¿Cuánto tiempo hace que piensas eso?

—Digamos que siempre lo he pensado. Más o menos. Pero eso que haces de querer hablar como los británicos suena falso, y es pura obcecación. En realidad, se llama «querer agradar», y el tiro te sale por la culata. Invitas a que te desprecien. Los británicos quieren oírte hablar como una norteamericana, porque eso es lo que eres. Si pides «jugo» en lugar de zumo, quedas como una lameculos que no se respeta a sí misma. Me gustaría que te metieras eso en la cabeza, porque los otros norteamericanos piensan que decir «jugo» es pretencioso. Hace que parezcas tonta y pedante.

—Perdona, pero… —dijo Irina—. ¿Tú, justamente tú, dices que yo intento agradar? ¿Cuando acabas de decirle a mi madre por tercera vez que te gusta el vestido que lleva?

La expresión de Lawrence se ensombreció.

—Pues si lo digo es porque me gusta el vestido, y no veo nada malo en decírselo —repuso Lawrence antes de mirar la hora y dejar un billete de veinte dólares en la mesa—. Tengo que hacer unos recados en la ciudad. Nos vemos para cenar, chicas.

Y se marchó sin decir más.

—Lawrence tiene muchas presiones en el trabajo —se disculpó Irina, una trillada explicación hacía meses que le revoloteaba por la cabeza como una mosca.

Raisa pasó al ruso.

—Lawrence es un buen hombre. Es ahorrativo y atento. Gana un sueldo fijo. Trabaja duro. Es disciplinado con el alcohol. No como todos estos de aquí, estos borrachos y vagos que no saben ahorrar un céntimo. Nunca lo he visto levantarte una mano. Puede que debas ser cuidadosa.

—¿Que yo he de ser cuidadosa? ¡Me ha reprendido!

—Hay veces en que una mujer debe mirar para otro lado y no discrepar por cualquier tontería. Y Lawrence es un hombre, tiene su orgullo. Lo que has dicho sobre los cumplidos que me ha hecho por el vestido… Bueno, lo has puesto en evidencia.

—¡Pero si ha sido él quien me ha puesto en evidencia a mí! Ese comentario socarrón sobre los dientes…

—Eso es lo que quiero decir —dijo Raisa, y le apretó el brazo—. Que mires para otro lado. Que te sobrepongas. No es una debilidad, es un comportamiento adulto. Todos los hombres son como niños. Por eso la mujer no puede permitirse ser como una niña; de lo contrario, la casa se convierte en un parvulario.

—Últimamente Lawrence ya no es el que era. Cuando fue a Rusia, me puse celosa. Yo también quería ir. No me porté muy bien con él y es posible que siga enfadado.

—Estoy segura de que tienes razón. Pero pasará. Lo único que tienes que hacer es seguir mi consejo. ¿De acuerdo? ¿Lo harás por una vez? Mira para otro lado, sobreponte, no discutas por pequeñeces. Después, si aparece algo grande, ya sabrás hacerlo, hija, ya estarás acostumbrada.

Cuando Lawrence volvió ya casi había anochecido. Entró mascullando algo sobre las compras de Navidad, pero no llevaba ningún paquete. Se ofreció a invitarlas a cenar, al restaurante ruso de siempre en la Avenida, un lugar de pésimo gusto. Cuando subieron a cambiarse, Irina lo detuvo en el pasillo.

—Lamento lo que dije en el Volna. No era mi intención ponerte en un aprieto por ser tan obsequioso con mi madre. O puede que sí quisiera hacerlo, aunque no debería. Lo que pasa es que me hieres, Lawrence. No tenía idea de que las cosas que digo te ponen de los nervios. Y no creo que todo se deba a que intento encajar. Simplemente adopto algunas expresiones británicas porque me gustan.

—Bah, olvídalo. No tiene importancia.

Lawrence detestaba esa clase de conversaciones.

—Pues da la impresión de que te pongo muy nervioso.

—No, no.

Ahí se quedó eso.

—¿Me das un beso?

Lawrence la miró sin comprender, como si Irina le hubiese pedido que hiciera el pino, y se encogió de hombros.

—De acuerdo.

Un beso, rápido y con los labios apretados.

—No, bésame de verdad.

El beso de tornillo fue extraño, pero excitante, como si Irina estuviese encontrándose con un amante ilícito, y fue un alivio tremendo. Para una mujer, bloquear otro orificio de entrada que a Irina le parecía desagradable, adentrarse en la caverna húmeda y vulnerable de una boca de hombre era la única vía para llegar dentro. Cuando abrió los ojos, vio que su madre los miraba desde el extremo del pasillo, radiante de aprobación.

En la cena, consciente de que Lawrence invitaba, Raisa sólo pidió un segundo. Preguntó qué hacían para divertirse en Londres, y Lawrence dijo que el año anterior había llevado a Irina a ver su primer campeonato de snooker. Como a Raisa esa palabra no le decía nada, él la obsequió con una descripción detallada, explayándose sobre lo enorme que era la mesa y todas las tacadas que había que planificar por adelantado. Ella se mostró embelesada, e hizo montones de preguntas con su habitual exceso de entusiasmo. Lawrence le dijo que conocía a uno de los jugadores del campeonato, al que se tenía por un caballero consumado de ese deporte, y le dijo que su amigo era toda una celebridad en el Reino Unido y, en consecuencia, riquísimo. Los invitaba a unas cenas opíparas un par de veces al año. Puede que fuese la mención del dinero, pero por una vez Raisa se mostró sinceramente impresionada.

—El espíritu del juego es cortés, civilizado y, probablemente, y más que nada, de una elegancia propia de la aristocracia —fue el granito de arena de Irina.

—Ah, ¿tu amigo, aristócrata?

Irina sonrió.

—No, mamá, nada de eso. Me refería a la atmósfera que reina en los encuentros, la actitud del público en general. Él se llama Ramsey. Habla con un acento un poco basto, popular, pero en realidad, adjetivos como cortés y civilizado califican muy bien a Ramsey.

—Y ese Rumsee, ¿guapo, da?

—Supongo —dijo Irina, como si nunca se hubiera planteado esa cuestión—. Y hasta es posible que pudieras tomarlo por un noble. En todo caso, tiene buen gusto. Es muy garboso y cuenta unas anécdotas maravillosas. —Irina dijo más de lo que había querido decir, pero por alguna razón, cada vez que se hablaba de Ramsey, no quería dejar escapar una sola oportunidad de decir algo. Después añadió, con mucho énfasis—: Y a Lawrence le cae muy bien, en serio. A mí me resulta un poco aburrido, no puedo evitarlo. No soy una verdadera fanática del snooker. Pero ellos son compinches…, buenos amigos, quiero decir. Se pasan horas contándose anécdotas de snooker. Yo los escucho y apenas meto cuchara.

—La última vez te las arreglaste muy bien para meter cuchara —farfulló Lawrence.

—Parece mi tipo. Si visito vosotros, en Londres, ¿presentaréis ese rico y famoso jugador de snooker, da? ¿Arreglarás cita para tu anciana madre, Irina?

Puede que fuese la imagen de Ramsey y su madre paseando por la ciudad cogiditos de la mano lo que en ese momento empujó a Irina a beber, pero volcó la copa con la mano al querer cogerla y salpicó todo el mantel blanco con ciento veinte mililitros del tinto de la casa, el más barato de la carta.

—¡Oh, no he cambiado nada! —gritó Irina, aturullada—. Sigo tan patosa como siempre.

—Ya puedes decirlo —dijo Lawrence—. Por lo que más quieras, Irina. ¡Mira qué asco! —Al ponerse a limpiar el vino con la servilleta, Lawrence hizo como si se tomara una molestia enorme, y movió la vinagrera, la vela y el florero—. Siempre ha sido así, ¿verdad?

Pravda —dijo Raisa, con un suspiro de connivencia.

—En Londres le sirvo el cabernet en copas mucho más pequeñas que ésta.

Irina llevaba años sin volcar un vaso. Estaban compartiendo una sola botella; humillada, lamentó haber desperdiciado una copa de vino que ahora necesitaba con urgencia.

—Cuando vas Rusia —preguntó Raisa mientras tomaban el café—, ¿con quién vas?

—Oh, voy en grupo —dijo Lawrence—. Todos de Blue Sky.

—¿Todos hombres? ¿No esposas? Muy solitario, mes entero. Qué pena Irina no pudo ir contigo.

¿Por qué diablos le contaba ella cosas a su madre?

—Fue un viaje de trabajo, mamá. Y yo tenía cosas que hacer en Londres.

—No fueron sólo hombres. Vino también una compañera; bueno, puede sonar inapropiado decirlo así. Una investigadora —dijo Lawrence, y sin que viniera a cuento, añadió—: En realidad, es un poco plasta.

—Irina me dijo mucho trabajo ahora.

—Me temo que sí. El Departamento de Estado norteamericano ha encargado un estudio sobre el terrorismo en el mundo, y es un proyecto ingente.

—¿Qué hora vuelves casa?

—Huy, estoy empezando a llegar a las nueve de la noche.

—Día muy largo. Y no mucho tiempo para Irina, da?

—Está acostumbrada.

Numozhet byt, debería no acostumbrar.

—A mí no me importa —dijo Irina—. Lawrence es ambicioso. Dándole la lata no voy a ayudarlo.

Raisa cambió al ruso, y la traducción aproximada de lo que dijo es: «Esta tarde, cuando te dije que debías pasar por alto las pequeñeces, no he querido decir que debas pasar por alto todo. ¿Entiendes?».

Bueno… Si Lawrence no entendió eso, Irina tampoco.

—Bueno, bueno —dijo Lawrence en voz baja, dejándose caer en la cama esa noche—. ¿Qué me dices de nuestro amigo el aristócrata? No me digas que tu vieja no mete la pata a propósito. En realidad, ingeniárselas para que la subestimen es una estrategia. He empezado a pensar que, secretamente, el inglés de tu madre está al nivel del de H. L. Mencken[30]. Sólo quiere engatusarte para que digas cosas que tú crees que no entenderá y así ponerte al descubierto.

—Lo mismo que haces tú cuando le dices que no entiendes ruso —dijo Irina, quitándose la blusa.

—Uno pensaría que ese saco de huesos podría comer al menos un poquito cuando sólo pide un segundo plato. ¡Qué necia es! Juro que cuando nadie la mira, se zampa un paquete tras otro de esas galletas de Pepperidge Farm. Si no lo hiciera, ya estaría muerta.

—No. Una dieta de subsistencia ralentiza el metabolismo hasta que avanza a paso de tortuga.

—Entonces, ¿qué haces tú? ¿Acelerar el metabolismo? Nunca te había visto comer tanto en un solo día.

Irina se apretó la blusa contra el pecho.

—Detesto que me intimiden —dijo—, aunque lo hagan tácitamente, y puede que hoy mi rebelión haya ido un poco lejos. Pero tú preferirías morirte de hambre con tal de impresionarla. Cada vez que nos vamos de Brighton Beach pesas dos kilos menos.

—¿Aún la tienes tomada conmigo por «querer agradar»? Te advierto que todos esos cumplidos míos son bromas. Y lo hago por ti; por lo tanto, se supone que las captas.

—Claro que sé que es un juego. Pero entonces, a su espalda, eres tremendamente cruel, y me gustaría que dejaras de hacerlo.

—Por favor, ¿quieres bajar la voz? —susurró Lawrence—. Primero dices que esta mañana me puse demasiado de su parte; ahora, que soy demasiado cruel. ¿En qué quedamos?

—Es la combinación lo que no me gusta. Eso es hipocresía.

—¿Sabes qué? Estoy empezando a preguntarme si al teléfono no debería haberte hecho prometer que no ibas a pelearte conmigo.

—¿Quién quiere pelea?

—Entonces no sigas. Tu madre está al otro lado del pasillo, y si seguimos gritando hasta las tantas, no dejaremos una buena impresión. Venga, ve a cepillarte los dientes.

Es posible que fuera porque Lawrence trabajaba demasiado, pero en los últimos seis meses se había reducido la frecuencia con que hacían el amor; nada brusco, tal vez una noche menos por semana, pero, así y todo, a duras penas saciaba el apetito erótico de Irina. Sin embargo, satisfacer la necesidad de correrse sólo es uno de los muchos fines a los que sirve esa actividad, y, por sorprendente que parezca, es un fin secundario. En una relación fija, sobre todo, su función más vital es la de tranquilizar. Por eso, una vez que se metieron en la cama, Irina estiró la mano y le acarició la cadera; una caricia como una súplica, pero lo único que Lawrence hizo fue farfullar algo acerca del jet lag antes de quedarse dormido. Irina se sintió algo más que decepcionada. Se puso nerviosa.

Como por la noche no habían ni discutido ni follado, Lawrence e Irina empezaron el día de Navidad muy descansados.

Dobroye utro milye! —exclamó Raisa muy alegre—. S Rozhdiestvóm vas!

Tras volver de otra exagerada sesión de jogging, Lawrence limpió el culo del vaso de café y lo puso en un platillo. En los primeros días de esa relación, Irina había agradecido la manera en que Lawrence encajaba con el maniaco sentido del orden de su madre; pero no había como el imprimátur parental para dar al traste con la atracción que se siente por un hombre, y esa mañana, esas prisas por fregar y secar el vaso antes incluso de que se enfriara resultaban irritantes.

—Irina —dijo Raisa, con ligereza fingida—. Ya mencioné antes, da? Cuando duchas, enjuaga y seca jabonera. Dejas jabón en charco, hija, se vuelve jalea. Lawrence hace muy bien. A veces tú olvidas.

Irina volvió pesadamente al cuarto de baño de arriba, secó la maldita jabonera y luego se reunió con Lawrence en el dormitorio para envolver los regalos.

Justo antes de salir para Nueva York, Lawrence advirtió que había olvidado comprarle algo a Raisa en Moscú.

—Oh, Dios —había dicho Irina, preocupada—. Y has estado en la madre patria. Me temo que mi madre se ofenderá.

Con indecisión, había sugerido que tal vez lo más diplomático era regalarle a Raisa la gargantilla de Rostov.

Es curioso; uno puede ofrecer algo de corazón y quedar destrozado cuando se lo quitan. En cuanto lo propuso, Irina deseó desesperadamente que Lawrence insistiera en que fuese ella quien la conservara. Al diablo con la sensibilidad de Raisa. Pero no; él la felicitó por la rapidez mental y prometió encontrarle otro finift a su debido tiempo.

Sin embargo, Irina no quería un sustituto. Su propia ingratitud cuando recibió el regalo había garantizado que el repentino cambio de postura delante del taxi en Trinity Square fuese total, y ahora el apego que sentía por esa joya era fortísimo. Así, cuando pusieron los regalos en la cama junto a una pila de papel de regalo que había sobrado del año anterior, Irina abrió la atractiva latita de té Twinings que había encontrado para guardar la gargantilla y miró dentro con expresión posesiva.

—¿Aún quieres regalarle la gargantilla?

—No he sido yo el que ha propuesto regalársela, Irina; has sido tú. Pero sí, ¿por qué no?

—Por nada… Es que pensaba… Bueno, como ayer dijiste que te habías ido de compras, creí que tal vez habías encontrado algo para regalarle en lugar de esto.

—No, no compré nada. En realidad, poco encontré. Era víspera de Navidad, ya sabes, un caos. Si esperabas que comprase otra cosa, deberías habérmelo dicho.

—Oh, bueno, no pasa nada —dijo Irina con tristeza, y envolvió la lata.

Cuando oyó que Tatyana llegaba con toda la prole, bajó al trote las escaleras para recibirlos en el vestíbulo. Tatyana dejó las bolsas en el suelo y abrió sus anchos brazos para estrechar a su única hermana.

—¡Bienvenida a casa! ¡Estoy tan emocionada! Me encanta verte, Irina. ¡Llevo semanas esperando este momento! Pero, bueno, mírate, ¡estás estupenda!

Tatyana le dio a Lawrence un abrazo igualmente caluroso. Por suerte, no tenía ni idea de que su «cuñado» la tenía por una idiota.

En la cocina, mientras sacaban la comida de las bolsas, Tatyana, a solas ahora con Irina, se deshizo en elogios.

—Por lo que he oído, a Lawrence le va de maravilla en Londres. Una vecina me trajo un ejemplar del Wall Street Journal del mes pasado, ¿y qué veo? ¡La firma de Lawrence en la página de opinión! ¡Me quedé impresionada! Y yo ahí, una pobre mujer encerrada en la cocina y preparando otra carlota rusa. Debe de ser de lo más estimulante vivir con alguien tan erudito.

—Sí, estimulante es una de las palabras para definirlo —dijo Irina en voz baja mientras apilaba los blinis.

—Bueno… ¿No te llena eso de orgullo?

—Lawrence puede ser un poco… sabelotodo. Un poco fanfarrón, intelectualmente. —Hablaba entre dientes. En la sala, Lawrence ya había empezado a darle la tabarra a Dmitri con las complicaciones en Afganistán—. Ese trabajo de asesor puede no haber sido lo mejor para su carácter. Se ha vuelto un condescendiente crónico.

Chepujá —dijo Tatyana, desestimando la opinión de su hermana—. Siempre te trata con respeto. ¡Y habla de política con un entusiasmo que…! A mí, en un hombre, esa clase de pasión me parece terriblemente atractiva.

Irina no insistió. No había nada más frustrante que arriesgarse a criticar a alguien al que uno supuestamente aprecia y no encontrar eco. La dejaba retorciéndose en el viento, y hacía que su discurso sonara como el de una puta.

Por lo tanto, se retiraron a un territorio que debería haber sido seguro, aunque, en el fondo, la cocina era un campo minado. Las dos hermanas cocinaban, pero de maneras radicalmente distintas. A Irina le encantaba experimentar; Tatyana seguía las recetas al pie de la letra. Irina forzaba los sabores al límite; no echaba un diente de ajo, sino toda la cabeza. Tatyana se especializaba en platos elaborados con latigazos de nata líquida y mantequilla que eran clásicos e ingeniosos pero carentes de contrapunto. A Irina la cocina rusa le parecía deprimente; Tatyana reproducía con entusiasmo la herencia culinaria, pero sin auténtico sabor. Si Irina era muy de hacerlo todo a la buena de Dios («descuidada», diría Tatyana), echando en las fuentes puñados de esto o aquello confiada en que al final todo saldría bien —y salía—, Tatyana allanaba con sumo cuidado medias cucharaditas de canela con un cuchillo de mesa. En lo que respecta a Irina, podría decirse que, en la cocina, pintaba apresurados Kandinskys mientras que su hermana pintaba rellenando las secciones numeradas de un dibujo en blanco. Puesto que en el pasado habían tenido peleas de órdago —Irina añadía tanta ralladura de limón a un glaseado, que lo «estropeaba»—, se decantó por la sustancia más neutra que era capaz de imaginar.

—No entiendo esta locura de ahora por los molinillos de sal —dijo Irina, trayendo saleros y pimenteros para la tabla de zakuski—. Para la pimienta no hay como un molinillo, pero… ¿sal recién molida?

—Sí, tienes razón. ¡El sabor es idéntico! —le dio la razón Tatyana, con vehemencia—. Aunque de las variaciones en el tamaño de los granos se puede conseguir algo con textura, ¿no crees? Por ejemplo, a mí me gusta ese punto quebradizo y cristalino que tiene la Maldon.

—¿Y qué me dices de la sal gris? —repuso Irina—. Tiene ese maravilloso gusto mineral cuando muerdes los granos…

Si bien los fervientes sentimientos recíprocos sobre estos asuntos tenían en cuenta un vínculo muy necesario, una vez que sirvieron los pirozhkí y Lawrence concluyó su análisis de treinta años de guerra sectaria y brutal en el Ulster, Irina se sintió una ingenua.

Pese a su declarada avidez de discurso erudito, Tatyana cortó en seco el rollo sobre Irlanda del Norte y antes de que nadie se diera cuenta se puso a agasajar al grupo con detalles sobre las reformas del cuarto de baño integrado en el dormitorio. Estaba desesperada porque los albañiles dejaban yeso por todas partes. Cuando Lawrence le preguntó muy serio por el papel pintado que había elegido, y luego por los azulejos, el inodoro y la grifería, Tatyana contestó con sinceridad y dando aún más detalles, sin darse cuenta de que los comentarios alentadores de Lawrence eran despiadados. «¿Campanillas o botecitos? ¡Debió de ser muy difícil tomar una decisión! ¡No puedo imaginarme el trastorno que estáis teniendo! ¿Cómo os las arregláis?… Sí, ése es el dilema de los tiempos modernos. ¡Esas cisternas silenciosas son civilizadas, pero no hacen bien su trabajo!».

Cansado de este juego con Tatyana, Lawrence se puso a enseñar a los dos niños ese truco tan típico de los bares y que consiste en apoyar en la mesa un posavasos de forma tal que sobresalga la mitad para después hacerlo saltar por el aire y atraparlo con un solo movimiento; a los niños les fascinaba la repetición perfecta del truco, pero ninguno de los dos parecía tener talento para dominarlo. La paciencia de Lawrence con los adultos era poca; con los niños, no tenía límite. Con nostalgia, Irina pensó que Lawrence sería un buen padre.

Por desgracia, justo cuando Sasha empezaba a cogerle el tranquillo al juego, volcó un bol de crema agria en la alfombra. Lawrence se fue como una flecha a la cocina, de donde volvió cargado de esponjas y quitamanchas, y se puso como un loco a eliminar la suciedad mientras amonestaba a los niños.

—Será mejor que no practiquemos este truco con todas esas bonitas cosas de la abuela por el medio.

Así pues, vuelta a la conversación de adultos. Irina le preguntó a Dmitri por su empresa de construcción y no le prestó atención; Tatyana le preguntó a Irina por sus ilustraciones y no le prestó atención; Raisa les preguntó a los niños por los deberes y tampoco les prestó atención. Y Lawrence, acorralado en un rincón con Tatyana, al final se vio obligado a hacer más preguntas sobre el cuarto de baño, ausente ya el espíritu de maliciosa animación que había hecho que la primera vuelta fuese ligeramente divertida. Todos elogiaron los pirozhkí, aunque Irina pensaba que no tenían bastante cebolla —ni bastante nada— y que casi todos sabían a hamburguesa reseca.

Así pues, eso era la paz, algo que, según su experto residente en estudios de conflictos, era «mejor que la alternativa». Nadie discutió sobre nada. Nadie dijo nada ofensivo. Nadie alborotó, nadie se desgañitó cantando. Mientras repartían servilletitas con borde de encaje para los aperitivos, Irina se disculpó y fue a limpiarse las manos grasientas en una servilleta de papel. Este año no quería arriesgarse.

Sin embargo, cuando volvió, su frustración empezó a aumentar en cantidades combustibles. Le recordaron un día en que, niña aún, y de punta en blanco con un coqueto vestidito rosa y zapatos de charol, después de misa la obligaron a quedarse en casa durante horas a esperar que terminara de cocerse un trozo de carne que al final se pasó, le ordenaron que, aunque no podía quitarse el áspero vestido para el almuerzo del domingo, no fuera a dibujar porque podía mancharse con crayón. ¿Qué sentido tenía crecer si era imposible escapar del síndrome de los almuerzos de los domingos? Es posible que fuera 25 de diciembre, pero Irina no era cristiana practicante y, como diría Lawrence, su regalo debería incluir el derecho a mover el festivo a otro día de la semana si así se le antojaba. ¿Por qué tenía ella que presentarse siempre como voluntaria para llevar y traer las fuentes de un inacabable surtido de zakuski que ni siquiera le apetecían? ¿Por qué estaba obligada a conversar educadamente sobre el trabajo de Tatyana en la asociación de padres y profesores cuando no le interesaba ni remotamente? Llevaba años prometiendo por lo bajo que cuando fuese una mujer adulta no arruinaría la mitad de los fines de semana intentando mantener las manchas lejos de una ropa incómoda y hablando de la vieja y aburrida asociación de padres y maestros. Ahora, por fin, se había abierto el camino a la edad adulta, pero sólo para encadenarse de buen grado, una vez más, a otra idea ajena, y repugnante a más no poder, de lo que era «un rato agradable». ¿Por qué no se alojaron Lawrence y ella en un hotel? ¿Por qué no pidieron ostras con champán y follaron como locos? Tenía cuarenta y tres años; ¿por qué no podía ir a dibujar?

Irina se acercó sigilosamente a Dmitri aunque a su cuñado siempre se lo veía un poco cohibido; no obstante, de todos los presentes, parecía el más amigable entre tantos cabizbajos. Además, para hacerse menos penosa la ocasión, y con la excusa de las buenas formas étnicas, había abierto la botella de vodka helado que Irina había metido en la nevera portátil de Tatyana. No tomaba los vasos de un trago como un cosaco, pero en la botella faltaba ya casi la mitad.

—¿Te importa si echo un trago?

Da, konyeshno, Irina, voy a buscarte un vaso.

¡Bang! La mirada sombría de Lawrence fue pavloviana. Eran las dos de la tarde. Con todo, más que retractarse de improviso y decir que, pensándolo bien, prefería jugo de tomate, sonrió dándose ánimos mientras Dmitri le llenaba el vaso hasta el borde, y brindó alegremente mirando a Lawrence. «Za tvoyó zdorovye!». Después se tomó el vodka —frío, maravilloso— de un solo trago, como los rusos de verdad.

Si los pirozhkí sólo eran aperitivos hasta que llegara la gran fuente de zakuski que aún quedaba por servir, Irina ya estaba llena. El día anterior, que la acosaran para que se matara de hambre la había llevado a comer demasiado; ahora, que la acosaran para que se atiborrase tenía el efecto equivalente, pero a la inversa. Cierto es que ayudó a Tatyana a llevar los zakuski al comedor —arenque con pan negro; blinis con salmón ahumado; remolacha en vinagre; «caviar de pobre» hecho de berenjena; huevos duros; ensalada de pepino, y la enorme kulebiaka, que tenía una pinta magnífica con la masa apenas dorada—, pero si fue de aquí para allá con las fuentes, sólo lo hizo para no comer nada. En cantidad suficiente, la comida puede ser repulsiva, y lo único que Irina veía cuando miraba esa tabla de entremeses era un agobiante surtido de sobras. La aversión al bufé hizo que el segundo y el tercer vodka fuesen terriblemente eficaces.

Una vez servido el plato principal —el cochinillo asado en un lecho de kasha, col roja estofada, budín de patata rallada y habichuelas con salsa de nuez—, Irina se limitó a mordisquear un trocito de la corteza del cochinillo para acompañar el vino.

En medio de tanta abundancia, una comida, más que un festín, es un atraco. Volvieron a la sala tambaleándose como si les hubieran dado un mazazo en la cabeza. Hasta Tatyana estuvo de acuerdo en hacer un descanso antes del postre y abrir los regalos.

Con remilgos habían retirado de circulación el vodka antes de la cena, pero era fácil ir a sacar la botella del congelador, y ahora estaba tentadoramente helada. Cuando Irina volvió a la sala con su estimulante, tenía la cara del rojo subido que propicia la celebración navideña. Empezaron a abrir educadamente los regalos uno por vez, y el trago extra la ayudó a ahogar sus penas cuando le dieron a su madre el regalo de Lawrence y ella. Raisa se puso la gargantilla e Irina susurró algo sobre lo bien que le quedaba; se dio mucha importancia a que Lawrence la hubiese traído especialmente desde Moscú. Por una vez, la efusividad de Raisa demostró tener un asomo de sinceridad. Pero, al ver que la gargantilla desaparecía definitivamente de su vida, Irina se sintió traspasada por un dolor exagerado en comparación con la magnitud de la pérdida, un duelo inmenso que ni ella misma acababa de entender, y se le hizo un nudo en la garganta, en el mismo lugar en el que una vez había descansado el esmalte. Triste consuelo, era probable que la heredase cuando Raisa muriese.

La abundancia de los otros regalos, por bienintencionados que fueran, la llevó a preguntarse para qué tanto quebradero de cabeza y tanto gasto, preguntas que equivalían a un desinflamiento de la Navidad americana estándar. El pesado paquete de Tatyana para Irina contenía un juego de enormes velas de fabricación casera que los niños habían ayudado a moldear; para Tatyana, que su hermana viviese en el extranjero era una abstracción, y nunca se le habría pasado por la cabeza que ahora Irina tendría que cargar casi cinco kilos de grosera parafina al Reino Unido en maletas que ya estaban a reventar. Lawrence recibió dos corbatas, cosa que casi nunca usaba; Raisa, un pañuelo de fibra sintética, un jersey lleno de bultos y, de los niños, dos o tres piezas de bisutería barata, accesorios que irían a parar al último cajón de la cómoda. Puesto que lo normal es que compremos compulsivamente cosas que la gente no necesita, a Tatyana casi todos le regalaron comida. Y, para Dmitri, casi todos habían escogido loción para después de afeitar; la hilera de las cajitas que formó en el suelo, dos de la misma marca, daban pena. Del mismo modo, Raisa insistía en comprar a los nietos juguetes diseñados para niños más pequeños —la etiqueta de la muñeca que había elegido para Nadya, que ya tenía diez años, decía: «Para niños de 4 a 7 años»—, y los niños nunca interpretan esos lapsus como ignorancia, sino como un insulto premeditado.

Hacia el final, Irina le entregó con timidez a Lawrence un sobre del cual él sacó un dibujo del tamaño de una postal. Al principio Lawrence frunció el ceño, y a ella le dolió que pareciera no reconocerlo, pues se había tomado cierto esfuerzo para reproducir esa ilustración en miniatura.

—Es la llegada del Viajero Púrpura —explicó Irina—, la primera versión para Veo rojo. Te dije que era distinto de todos los demás, y al final no pude usarlo y tuve que volver a dibujar la lámina. Te he enmarcado el original, pero no tenía ningún sentido viajar a Nueva York con todo ese cristal… Por eso te hice esta pequeña reproducción. Te gustó tanto el dibujo, ¿te acuerdas? Dijiste que el estilo era… una locura.

—Ah, sí… —dijo Lawrence, confuso.

—Pensé que podría gustarte tenerlo en el despacho.

—¡Claro, es una gran idea! —exclamó, y le dio un beso en la mejilla. Pero se notaba que su entusiasmo era fingido, como el de Raisa, e Irina seguía sin estar convencida de que realmente recordara la ilustración. Además, es posible que ese regalo tuviera su lado perverso. La sensación, difícil de controlar, que se había adueñado de ella cuando garabateó ese inquietante dibujo tenía su origen en un lugar que a Lawrence no le interesaba que Irina volviera a visitar.

A su vez, Lawrence sacó su regalo de debajo del arbolito y a Irina el corazón le dio un vuelco cuando vio que era pequeño. ¡Por eso había ido de compras ayer! Aunque le dieran la gargantilla a Raisa, Lawrence estaba resuelto a compensar la pérdida con un collar igual de precioso que el finift, y ese mismo día. ¡Qué amable era!

Dentro del paquete había un juego de llaves.

—¡Feliz Navidad! ¡Te he comprado un coche! —Mientras Irina contemplaba anonadada las llaves sin decir ni mu, Lawrence prosiguió—: Bueno, he comprado un coche para los dos, pero yo siempre puedo ir andando al trabajo, así que tú podrás usarlo durante el día. Podrás ir a comprar al Tesco de Old Kent Road y no cargar las bolsas de Elephant & Castle. No es nada ostentoso, un Ford Capri de segunda mano, pero el modelo de 1995 tenía muy buena puntuación en Consumer Reports

No sería diplomático decir que a ella no le importaba cargar con las bolsas de Elephant & Castle, pero hasta un coche de segunda mano representaba un gasto importante, sin mencionar el seguro, la gasolina y el aparcamiento, y el regalo sabía a decisión ejecutiva. Es bonito recibir una sorpresa, pero Irina habría preferido que se lo hubiese consultado. Después de besarlo y darle las gracias —y él masculló: «Eh, ¡no encendáis una cerilla junto a esta boca!»—, a Irina la inquietó pensar que ella nunca había dicho nada de querer un coche. Así, aún más que a prepotencia, el regalo sabía a gasto bruto, un sustituto de algo más precioso, si bien no en sentido fiscal.

Aparte de la gargantilla, regalada con pena, ¿no habría esta Navidad ningún regalo que fuese bien recibido? Irina había esperado que al menos a Sasha y a Nadya les encantara el discman que les habían comprado. Pero en la cocina Tatyana le había dicho por lo bajo que los niños llevaban meses haciendo campaña por una PlayStation Sony, y que la consola era demasiado cara; cuando Sasha abrió el paquete con el discman, la manta que había debajo del arbolito quedó desierta, y saltaba cruelmente a la vista que nadie había cumplido. Percibiendo el chasco de su sobrino, Irina dijo maravillas del álbum de Alanis Morissette que iba junto con el discman, Jagged Little Pill, y lo ayudó a colocarlo mientras Tatyana servía el postre —sólo por si quedaba alguien en la familia que todavía no tuviera ganas de vomitar.

Oh, es probable que Alanis Morissette fuese la clase de música que le gustaba más a Irina que a Sasha, a quien, a los doce años, poco le entusiasmarían canciones escritas por una chica. Pero en ese momento, el posgrunge de Alanis era el ritmo ideal para el humor de la tía. Con el papel de regalo guardado para el año que viene, y el botín apilado junto a cada silla, la alfombra quedó despejada. En un salvaje adiós a su pasado de chica a la que nunca sacaban a bailar —aunque sólo fuera para alejarse de la decepción que invadía la sala y buscar cierta sensación de ligereza después de toda esa comida—, Irina se puso a bailar.

No pudo engatusar a Sasha para que bailara con ella —el chico estaba en una edad difícil, y era tímido—, y mucho menos tentar al aguafiestas de Lawrence a que fuera su pareja en el sentido que daba a esa palabra la generación anterior. Pero que se fueran al diablo. Qué manera de desperdiciar todos esos años, qué pena haber cedido un pasatiempo tan tonificante a su madre y su hermana cuando para esas dos el baile era, más que nada, una fuente de sufrimiento. Cierto, los pasos de Irina eran un poco vacilantes. Sin formación en la danza, y falta incluso de la memoria muscular latente de una juventud movida, brincó por la sala en estilo ecléctico, mezclando pasos de música disco, jitterbug y boogie. Cantó la letra lo bastante alto para que Lawrence, desde fuera, gruñese: «Irina, estás haciendo el ridículo». Después, para darle un toque travieso a un estribillo lacrimógeno, estiró una pierna hacia atrás formando un arabesco.

Y tiró al suelo el samovar.

—Lawrence —dijo Raisa con esa voz que, al contrario de lo que manda el conocido axioma «a lo hecho, pecho», tantas veces había hecho llorar a Irina de pequeña—. Pozháluysta. ¿Podrías controlar a mi hija?

Sí, Lawrence podía. Y lo hizo.