Para Ramsey, jugar era un trabajo, y los veranos trabajaba jugando. En julio, para celebrar su cumpleaños número cuarenta y ocho, llevó a Irina a la India, a visitar el Ooty Club, donde, en la primera mesa de snooker del mundo, hizo una deslumbrante exhibición de tacadas maestras. Cuando volvieron, siempre hubo algo mejor que hacer que trabajar en un dibujo encerrada en la viciada buhardilla —almuerzos bien regados con vinos, cine por la tarde, una excursión improvisada a Dover—. Cuando en octubre se reanudó la temporada de snooker, Irina había hecho en La ley de Miss Capacidad unos progresos que sólo pueden calificarse de lamentables.
Consciente de que en primavera había prometido ponerse a trabajar en serio, esta vez no fue a Bournemouth, si bien es cierto que a su pesar; si el Ooty Club era la «cuna del juego», Bournemouth era la cuna de su matrimonio. Con todo, esa sensación de estar como pez fuera del agua que la afligía cuando estaba de viaje, se hizo más patente en la casa enorme y vacía. Se cortaba las uñas, sacaba punta a los lápices, preparaba té. No es tan sencillo para un artista —por más que Irina evitara esa palabra— «ponerse a trabajar en serio». Hacía una marca en el papel y no era lo que quería; la hoja ya era inservible y ella tenía que volver a empezar. Como se había acostumbrado a estar acompañada de la mañana a la noche, había perdido el don de gestionar la soledad.
Aunque sólo fuera para distraerse de la agobiante tarea de reencontrar su talento peripatético, que parecía haberse ido por ahí como un niño desobediente, Irina se dedicó a llenar los huecos que el saqueo de Jude había dejado en el mobiliario. De costumbre iba a la tienda de Oxfam en Streatham, y si bien mientras Ramsey estuvo en Bournemouth encontró varias gangas, llevar en la cartera la MasterCard Platinum de él socavaba su satisfacción. En realidad, Irina no estaba hecha para la riqueza, y con infinito dinero a su disposición, el mundo, aunque parezca extraño, perdía valor. Arreglarse con un presupuesto limitado en una ciudad tan cara requería ingenio y astucia. Antes, encontrar en el supermercado unos guisantes buenísimos con la etiqueta amarilla —a mitad de precio— la hacía sentirse victoriosa. Ahora que la cuenta media semanal de los restaurantes de ese verano debía de ascender a mil libras, ¿cómo iba a sentirse muy lista por ahorrar sesenta peniques?
Ramsey llamaba todas las noches por el móvil desde el bar del Royal Bath, y ella podía oír la juerga de fondo, las canciones y los hurras y el tintineo de las copas. Cuando lo había acompañado, andar pavoneándose de hotel en hotel le pareció una actividad agotadora y despersonalizada; en la distancia, era inevitable que la gira volviera a resultarle glamourosa. Inmersa en el vacío de la esposa que se queda en casa, Irina se ponía paranoica. A los jugadores de snooker los perseguían manadas de fans que los adoraban, y no todos era chicos.
La opinión de Ramsey sobre el escándalo Monica Lewinsky al otro lado del charco por lo menos era tranquilizadora; el follón avanzaba rápidamente hacia la acusación del presidente Clinton. A diferencia de la mayoría de europeos, él no se burlaba de la opinión pública norteamericana por ser tan ingenua en lo tocante a las ventajas del poder. Ramsey tampoco recitaba de memoria la manida afirmación, tan en boga en esos días, que debía de intranquilizar a las mujeres de los Estados Unidos de costa a costa: Cuando se trata de sexo, todos los hombres mienten. Antes bien, había dicho que si uno miente en cuestiones de sexo, es capaz de mentir acerca de todo, porque si un hombre miente a su mujer, mentirá a cualquiera. Ramsey también había dicho que un hombre capaz de poner en peligro una carrera tan respetable por «tontear» con una groupie era un gilipollas.
Así y todo, después de horas de comer chucherías, de encender un pitillo y apagarlo y encender otro apenas cinco minutos después, y de enfrentarse, lerda y perpleja, a las hojas en blanco, ¿quién podía echarle la culpa por haber cambiado una vida tan triste como la que tenía por la adorable compañía de un hombre encantador, y en pleno campeonato del Reino Unido en Preston, en noviembre?
Justo antes de Navidad, Irina se pasó trabajando tres noches seguidas para entregar en plazo —y ya se lo habían ampliado— La ley de Miss Capacidad, y más de una vez se echó a llorar. Mientras iba a Puffin a entregar la carpeta, no pudo más que admitir que los últimos dibujos quizá los había hecho un poco «deprisa y corriendo», si bien al menos los había terminado a tiempo. No obstante, la fatiga, la inseguridad y la fea sensación de haber hecho una chapuza no eran la mejor preparación para pasar las navidades en Brighton Beach y presentarle por fin a Ramsey a su madre, mejor dicho, presentarle no sólo a Ramsey Acton, sino el hecho mismo de la existencia de ese hombre.
Después de la bronca que le había echado Lawrence, Irina empezó a atajar las llamadas de su madre a Borough llamando ella misma a Brighton Beach con relativa frecuencia. Cuando le anunció: «Iremos estas navidades», le insinuó que tenía una «sorpresa», pero se negó a aclararle los elementos constitutivos de esa primera persona del plural. Puesto que era imposible saber cómo reaccionaría la melodramática Raisa cuando se enterase de que su hija había dejado a Lawrence Trainer, un hombre digno de toda confianza, por un impulsivo jugador de snooker, Irina decidió que lo más sencillo era presentarse por las buenas con Ramsey Acton en la puerta. El plan sugería una audacia recién desarrollada o una regresión a cierta desesperación infantil por postergar lo desagradable todo lo humanamente posible.
El 23 de diciembre, de camino a Heathrow en el Jaguar, a Ramsey le dio por colarse entre el tráfico y adelantar a los otros coches, entrando y saliendo del carril con su habitual precisión nerviosa. La sensación de ir como un bólido y adelantar silbando a los demás era emocionante, pero cerca de Hammersmith Irina, aprensiva, le tocó el brazo.
—Bueno, ya te dije que mi madre es una mujer difícil —dijo.
—Sí, me lo dejaste bastante claro.
—Y ya sabes que en ningún caso es fácil para mí ir a visitarla. Además, ésta no es la mejor época. Quiero decir, que no te está esperando. Es una obsesiva del orden, y a la gente así no le gusta que nadie aparezca sin avisar. Les gusta saber lo que se avecina.
—¿Y por qué no se lo has dicho por teléfono?
—Como ya te dije, una persona que se te planta físicamente delante tiene un poder que no tolera ninguna discusión, y eso puede hacerla callar. Pero querría que me prometieses algo.
—Desembucha —dijo Ramsey.
—Prométeme que en ninguna circunstancia buscarás pelea. Cuando volvamos puedes ponerme a caldo, pero ni siquiera si me emborracho y bailo desnuda encima de una mesa te pelearás conmigo en Brighton Beach.
—¿Por qué das por sentado que tendremos una pelea? —preguntó Ramsey, sintiéndose herido.
Cada una de sus agarradas se había grabado de manera indeleble en la parte del cerebro de Irina que almacenaba otros traumas nada desdeñables, como los accidentes automovilísticos y la muerte de amigos íntimos. Ramsey, en cambio, nunca parecía recordar haber dicho una sola palabra dura.
—No estoy dando nada por sentado —dijo ella—. Te pido que me prometas algo, pase lo que pase. Júramelo por lo más sagrado. Todavía no lo has hecho.
—Está bien —dijo él, encogiéndose de hombros—. No habrá peleas. Te lo prometo.
Irina le apretó el brazo y le dio las gracias, pero esa promesa había sonado brusca y hasta ominosa. Como los juguetes baratos que ella solía recibir por Navidad, regalo de parientes lejanos, una promesa hecha sin mucha convicción tenía propensión a romperse la primera vez que se jugaba con ella.
En el free-shop del aeropuerto, Irina no pudo impedir que Ramsey se precipitara a comprar una botella de Hennessy XO, como tampoco había podido evitar que comprase billetes de primera clase. De hecho, hacer la vista gorda a las paladas de dinero que él arrojaba sobre cualquier problema o placer era algo que ya estaba volviéndose la norma. Al principio, de vez en cuando al menos, Irina había pagado la cuenta en un restaurante; pero últimamente ya ni se preocupaba. No albergaba ideas impertinentes pensando que, ahora que estaban casados, el dinero de Ramsey también era suyo. Con todo, él era rico y disfrutaba gastando dinero en ella, y era asombrosa la facilidad con la que una mujer que antes recogía con una cucharilla el condimento cajún del fondo del bol de las palomitas para volverlo a usar, podía acostumbrarse a billetes de avión que costaban…, bueno, prefería no pensarlo. Y sólo porque esos estuches de cortesía con artículos de baño que daban en primera eran, según Ramsey, el no va más. No importaba que por el precio de un vaporizador en miniatura de colonia barata, un par de tapones de gomaespuma para los oídos y dos cucharadas de enjuague bucal se pudiera, probablemente, dar la entrada para una casita.
En el avión, el servicio fue atento, y lo cierto es que en Nueva York bajaron bastante chispeados. Entre preguntas sobre cómo le había ido en el campeonato del Reino Unido, el asistente de vuelo no paró de preguntar si Ramsey quería otra caja de bombones o una manta más.
Las mantas de más terminaron siendo útiles. Irina siempre había despreciado esa tontería del «club de las millas de altura», pues no conseguía ver el atractivo de tener relaciones sexuales encima del inodoro de plástico de un minúsculo lavabo de avión que tiene un ventilador que ensordece y huele a desinfectante nauseabundo. Sin embargo, en algún lugar por encima de Islandia, mientras ella se reclinaba bajo una montaña de tartán sintético, habría sido un desperdicio ignorar que Ramsey tenía una erección que se podría haber utilizado como porra de policía para cargar contra manifestantes antiglobalización. Una vez que él se aflojó el cinturón, la mano de Irina recorrió el contorno de la polla más hermosa que había conocido en la vida. Era imposible decir por qué. Puede que nunca hubiese sido una de esas mujeres a las que los genitales masculinos les parecen un punto repulsivos, pero tampoco nunca había hecho grandes distinciones estéticas. Sin embargo, esa polla en concreto era exquisita hasta el punto de lo inefable, tersa, sencilla y recta, con unos testículos bien pegados a las ingles y una piel tirante y seca como el talco. Cuando Ramsey se obligó a entrenar en la mesa de prácticas de Preston el mes anterior, ella sólo necesitó evocar la imagen de su erección de esa mañana para emitir un gemido de un desamparo y una urgencia tales, que la camarera de la cafetería del hotel le preguntó si el café estaba malo. Francamente, se había convertido en una esclava de esa polla, y a veces la alarmaban los sacrificios excesivos que podría hacer o las humillaciones que podría soportar con tal de que le permitieran tocarla una vez más.
A Ramsey se le mojó la camisa. En cuanto él le metió la mano por debajo de la falda para devolverle el favor, le dijo al oído, riendo y entre dientes: «¡Eh, pero si podría lavarme las manos con esto!». Cuando la mano llegó al cérvix, Irina se las arregló para no gritar, pero los ojos se le salieron de las órbitas y respiró haciendo un ruido tal que es muy probable que se oyera. Ninguna de esas pequeñas actividades pareció durar mucho, y tuvieron cuidado de hacerlo todo debajo de las mantas, pero es casi seguro que a los asistentes de vuelo no se les escapó lo que pasaba en esos asientos. La vieja Irina se habría mortificado. La vieja Irina tampoco habría pasado un rato agradable en un avión, nunca.
Cuando se abrió la puerta de la calle, el atuendo de Raisa anunció amablemente que también su personalidad era afectada y deliberada en exceso: una blusa rojo fuego con una falda negra muy ceñida, y fular, cinturón y zapatos de tacón todos del mismo tono amarillo de un sol cegador. Era hortera, calcado de un suplemento dominical, y era demasiado.
Normalmente Raisa imbuía a todas y cada una de sus frases un entusiasmo artificial, como un embalsamador que inyecta formol a un cadáver; pero se quedó tan anonadada cuando vio junto a su hija a un desconocido alto y delgado, que no consiguió infundirle efecto teatral a su sello distintivo. Besó a Irina con distracción mecánica y luego preguntó, en un tono de persona normal que su hija casi nunca le había oído:
—Eto kto takoi?
—Mamá, quiero presentarte a mi marido, Ramsey Acton.
—Tvoi muzh? Bozhe moi, Irina, ty vyshla zamuzh! —exclamó Raisa, echando una mirada escéptica a la abrazadera que Ramsey todavía llevaba en el anular y que él le había prohibido reemplazar.
—Lo que oyes.
—Tak! —exclamó Raisa—. Eto tvoi suprees!
—Ramsey, te presento a mi madre, Raisa McGovern.
Por alguna oscura razón, Raisa se había negado a dejar el apellido de su exmarido, quizá para conservarlo y vengarse de él al mismo tiempo.
—Un placer —dijo Ramsey, y besó a su suegra en las dos mejillas con elegancia europea.
Ramsey era exactamente la clase de hombre que Raisa admiraba: elegante, vestido con paño suave y oscuro de corte caro, aunque con ese toque de peligrosidad que le daba la chaqueta de cuero. Sin embargo, su hija mayor, esa hija torpe y a la que nunca sacaban a bailar, ¿qué interés tenía en casarse con un hombre mayor tan buen mozo? Raisa se sentiría mucho más cómoda con un yerno de aspecto dejado, vestido siempre con camisa de franela de cuadros y cuyo encanto fuese, en el mejor de los casos, un gusto adquirido; un chico que tuviese mala postura crónica y, de preferencia, fuese unos cinco centímetros más bajo que ella, con su imponente metro setenta y cinco de estatura. En una palabra, que estaba mucho más a gusto con Lawrence.
—Aj, izvinite! —dijo, y tras recobrar una parte de su insoportable vivacidad los hizo pasar—. Kak grubo s moei storony! Pozháluysta, projodite, projodite! Dobro pozhálovat!
—Mamá, Ramsey se sentiría mucho mejor si le hablaras poangliyski. Nadie lo diría, cariño, pero mi madre lleva más de cuarenta años en este país, y habla inglés. A su manera, pero lo habla.
—Rumsee? Rumsee Achtun, da? —Todo era un número, incluida la erre eslava cuando pronunciaba «Ramsey». Y cuando se dignó a pasar a un inglés impecablemente horrible, también lo fue—. ¡No puedo nunca superar! ¿Cuándo casasteis? I gdye, Lawrence, Irina? Shto sluchilos s Lawrensom?
Como si Ramsey no pudiera traducir «Lawrence».
—Lawrence y yo nos separamos en términos amistosos. Y, por favor, no te sientas una excepción porque no te hayamos invitado a la boda. No invitamos a nadie. Fue un mero trámite en el registro civil. Sólo nosotros dos.
—Pero todo esto muy reciente, da?
—Sí, mamá —mintió Irina; hacía apenas una semana que habían celebrado el primer aniversario—. Muy reciente.
Raisa llevó a Ramsey a la planta de arriba para que dejara el equipaje en la antigua habitación de Irina, y acto seguido procedió a enseñarle la casa, que había comprado por una miseria con lo poco o nada que le quedó del divorcio cuando su matrimonio finalmente se vino abajo, durante el último año de Irina en el instituto. (Que esa casucha ahora costase una pequeña fortuna era algo que la hacía sentirse muy satisfecha, aunque al respecto era reservada. No había dudado nada a la hora de mudarse a ese enclave cada vez más ruso en el que podía vivir entre «su gente» y, a la vez, sentirse superior a los judíos. Pero en ese momento lo que quería era enseñarle a Ramsey su estudio con vistas, impresionar al huésped haciéndole saber que ella no era una del montón, sino una ballerina consumada y profesora de baile famosa por lo estricta (Raisa alardeaba de que sus alumnos le tenían miedo), y que seguía trabajando en la barra todos los días. En suma, una mujer incansable. Por lo visto, Raisa no tenía intención alguna de ocupar un segundo plano, e Irina supuso, a su pesar, que la ferocidad de su madre, a los sesenta y cuatro años, era impresionante.
Agotada pese a que en Londres sólo eran las tres de la tarde, después de demasiado vino en el avión y por culpa del sueño atrasado de los días en que tuvo que trabajar sin descanso para entregar a tiempo La ley de Miss Capacidad, Irina se desplomó —en la medida en que era posible desplomarse en muebles tan incómodos— en una de las sillas de velludillo rojo de la sala. Abandonar a un buen hombre por un granuja jugador de snooker era un comportamiento lo bastante escandaloso para ponerla en el papel liberador de la oveja negra. Entonces, ¿por qué seguía sintiéndose obligada a respetar la convención de volver a casa por Navidad? Ramsey era el único hombre que la había hecho sentirse hermosa. Su madre, en cambio, siempre la hacía sentirse insulsa, inepta y muy poquita cosa. En el paseo marítimo, era a Raisa a quien los hombres seguían mirándole las pantorrillas. Aunque, en cierto modo, Irina estaba orgullosa de su madre, no tenía mucho sentido presentarle a su marido ese dechado de músculos de aire estatuario —con una cintura más fina, pómulos más altos y pelo negro más lustroso que ella— sólo para ponerse en evidencia.
Cuando Raisa y Ramsey terminaron el tour, él le pasó las manos por los hombros y la besó detrás del lóbulo. Raisa los apuñaló con la mirada; no aprobaba eso de «darse el lote» en público. Da igual lo obvio que a Irina le pareciese que detrás de esa severa mirada de reproche había celos; su madre nunca reconocería que su sentido del decoro era el amargo fruto de la desatención sexual. De hecho, puesto que los que no se conocen a sí mismos —léase: el noventa y nueve por ciento de la humanidad— son inmunes a las percepciones poco caritativas de sus motivos subyacentes, todas esas ideas que uno tiene de la gente y de lo que la mueve son asombrosamente inútiles. Registrada la censura, Raisa se disculpó fríamente y se fue a la cocina.
Como la otra silla de velludillo a juego estaba colocada, con total falta de sensibilidad, para que uno de los estantes repletos de horrendas estatuillas de porcelana se le clavara en el cuello si se reclinaba en el asiento, Ramsey la movió unos diez centímetros hacia delante antes de sentarse. Cuando hundió las piernas en la alfombra nueva, color azul real, los ojos de Irina se ensancharon en señal de alarma. Y, cuando poco después, subió al lavabo, ella se levantó de un salto y volvió a colocar la silla en su lugar.
Ramsey bajó con la botella de Hennessy XO y miró la silla.
—No conoces las órdenes —susurró Irina—. Se pondrá como una loca si dejas más marcas en la alfombra.
—No tengo ganas de conocer las órdenes —dijo Ramsey a voz en cuello, y movió otra vez la silla unos buenos treinta centímetros, lo cual equivalía a una segunda serie de hendiduras criminales en la alfombra, y se echó hacia atrás espatarrándose todo lo que le daban las piernas como si esperase que alguien tropezara con ellas. Después sacó los Gauloises mientras Irina, frenética, le decía que ahí estaba prohibido fumar. Ramsey puso los ojos en blanco y los guardó.
Raisa entró con una bandeja cuya presentación, con los vasos en soportes de plata con filigranas, era el único motivo para traerla, pues nadie quería té. Por lo que respecta a la bandeja de galletas Pepperidge Farm, sólo la depositó en la mesita para dejarles claro que ella no comería ni una. Al dejar la bandeja miró fijamente las patas de la silla de Ramsey. Si hubiera durado un segundo más, esa mirada habría prendido fuego a las fibras de la alfombra.
—Dígame, R-r-umsee —comenzó a decir Raisa después de servir el té—. ¿Qué dedica usted?
—Soy jugador de snooker.
—Snookers —dijo ella, dándole vueltas a la palabra en la boca—. ¿Es… juego?
—Sí, es un juego —dijo Ramsey, tolerante.
—¿Juego de cartas? ¿Como bridge?
—Lo más parecido al snooker en los Estados Unidos es el pool —intervino Irina—. Ya sabes, darle a las bolas con un taco para meterlas en troneras. ¿En una mesa verde?
Irina lamentó que su descripción hiciera que todas las formas del billar parecieran una estupidez, pero la cantidad de palabras inglesas que su madre fingía no saber no tenía límite. Vaya uno a saber por qué Raisa imaginaba que vivir en un país durante décadas y seguir teniendo poco dominio de la lengua podía resultar encantador. Porque, sinceramente, debió de pasarse un número inconcebible de días dando vueltas por esa casa y practicando comerse los artículos, borrando del mapa todas las declinaciones del verbo ser y convirtiendo cada «th» dura en una zeta y las uves dobles en uves. Para una mujer inteligente, conservar ese grado de autenticidad, propio de los inmigrantes recién desembarcados, no debió de ser nada sencillo después de cuarenta y tantos años de recibir a Testigos de Jehová e ingentes envíos postales del Reader’s Digest, de ver miniseries de la televisión pública y oír anuncios chillones de Crazy Eddie.
—¿Usted juega… snookers por dinero? —le dijo Raisa a Ramsey.
—Da —dijo él—. Juego al snookers por dinero.
—¿Y sólo cobra si gana?
—Bingo, señora. Sólo me pagan cuando gano.
—Ramsey gana mucho, mamá.
—Así que hasta jugar no sabe —dijo Raisa sin quitarle la vista de encima— si tiene algo en bolsillo o nada. («Bolsiyo», «Nata»).
—Pues sí, ahí me ha pillado —dijo Ramsey, sin alterarse, y parecía estar disfrutando la conversación.
—¡Mamá, no lo entiendes! En el Reino Unido Ramsey es famoso. La analogía con el pool no sirve. El snooker es muy importante en Gran Bretaña. Los jugadores son superestrellas, salen todo el rato por la tele. Ramsey no puede pasearse por la calle sin que cinco personas le pidan un autógrafo… —dijo Irina, hablándole a un vacío.
—¿Alguna vez pensado, Rumsee, buscarse trabajo de verdad?
—Cuando el infierno se hiele, creo. —Interpretando su papel, Ramsey se bebió de un trago el té frío y cogió la botella de coñac, que había dejado en el suelo, junto a la silla. Le quitó la tira de plomo, sacó sonoramente el corcho ornamentado y se sirvió un triple—. No me veo yendo a una oficina ni nada parecido. Mire, a Irina y a mí nos gusta bastante remolonear en la cama por la mañana. Lo normal es que yo termine pedo por la noche —dijo Ramsey y, a manera de demostración, se echó al coleto un buen trago de coñac—. Y me lleva gran parte del día volver a tener la mente despejada.
Raisa, rígida, se puso de pie para recoger las cosas del té.
—Bueno, suficiente por hoy. Ahora nos vamos a la cama —anunció Irina, masajeándose las sienes.
—Eh, pero si la fiesta acaba de empezar —gritó Ramsey, exagerando su acento del sur de Londres.
—Para ti tal vez —dijo Irina—. Ésta no es mi idea de una fiesta.
—¿Por qué no me secundaste? —le susurró Irina una vez se retiraron a su antiguo dormitorio—. ¡Digo que eres famoso y me dejas colgada! Seguramente piensa que me deslumbraste con unas baratijas y con tu ropa elegante, y que yo me he engañado creyéndome que me casaba con una celebridad en lugar de con un timador de tres al cuarto.
Ramsey se metió en la cama, riendo.
—Estaba dándole un poco de cuerda, eso es todo. Bromas a mamá.
—No, a mí me hiciste la broma —se quejó Irina, acurrucándose a su lado—. Pero quizá no tenga importancia, creo que ya la has cagado. Mi madre espera que todos le laman el culo, que le den mucha coba. Para ella, que no la adulen es igual a que la insulten.
—¿Y qué se supone que debo decir?
—Bueno, cualquier hombre que entra en esta casa debe ponerse a decir inmediatamente lo espléndida que está Raisa, que es increíble que siga tan en forma y que parece imposible que tenga edad para tener una hija cuarentona.
—Pero yo no soy cualquier hombre, ¿no crees? ¡Porque parece un cadáver!
Irina se sentó en la cama.
—¿No crees que está bastante bien para los años que tiene? ¿Sesenta y cuatro?
—Parece sesenta y cuatro y unos cuantos más. Es tan escuálida que va arrastrando la piel. Y esa expresión tan dura que tiene, con esa sonrisa de ultratumba que parece pegada a la cara. Admito que tiene las partes donde tienen que estar, y que va bien vestida. Pero es asexuada, gatita. Preferiría follarme una patata al horno, fría. Tu madre no puede competir contigo, cielo. ¿Nunca lo habías pensado? ¿Por qué me has dicho que siempre os peleáis? La vieja te tiene miedo porque eres guapa, y se ha cuidado mucho de que al menos tú no lo sepas.
—Bueno, no la viste en sus días de gloria…
—Ni falta que me hace —la cortó Ramsey—. Tú siempre has sido la más guapa. No lo olvides.
Irina sonrió y lo besó, agradecida; pero era extraño, no quería que lo que Ramsey decía fuese verdad. Es posible que no viera a su madre objetivamente. Sin embargo, cuando era pequeña, sus compañeros temían a Raisa, y ella nunca comprendió que de un cisne como su madre —siempre de punta en blanco, acicalada y vestida como Audrey Hepburn y de modales regios— pudiera haber salido un patito feo y con dientes de conejo. Ésa era la imagen de Raisa que Irina quería conservar. La visión alternativa de una neurótica consumida y avinagrada que envejecía sola era un anatema.
—¿No se desayuna en esta casa? —preguntó Ramsey a la mañana siguiente, víspera de Navidad.
Irina estaba inclinada sobre la mesa de la cocina leyendo el New York Times y tomando café solo en un vaso al que le había pasado una esponja por el culo, con sumo cuidado, antes de ponerlo, primero, en un platito y, después, sobre un posavasos. Como no tenía ganas de explicarle que en esa casa comer era signo de debilidad, le indicó por señas que se marchara y entre dientes le dijo que ella no tenía hambre.
Naturalmente, Raisa llevaba en pie desde el amanecer; ya había trabajado varias horas en la barra, y aún seguía con las mallas blancas, los calentadores rojo cereza y las zapatillas de ballet a juego, cuyo familiar repiqueteo en el linóleo a Irina le traía a la memoria toda una infancia de ineptitud.
Pero a Ramsey que no le vinieran con el cuento de la austeridad. Cuando la suegra le preguntó si quería tostadas de pan negro, él dijo que sí, con mucho gusto. ¿Huevos revueltos también? Estupendo, dijo él, y muy risueño hizo la vista gorda al notar el creciente horror de Raisa cuando aceptó también unas salchichas para acompañar la kasha[29].
—Bozhe —dijo Raisa, y se puso a correr alegremente por la cocina fingiendo no sentirse utilizada—. ¡Cuando yo sola aquí, voy de compras a Avenida y vuelvo con bolsita! ¡Ahora, con hombre en casa, bolsa entera, un día! Qué bonito, tak milo, otra vez apetito en casa. Igual tu padre, Irina. ¡Comía como oso!
—No te preocupes, mamá —dijo Irina; la única ventaja de las sutilezas de su madre, que, en el fondo, eran auténticos mazazos, era que nunca había que devanarse los sesos para entender lo que insinuaba—. Si quieres que te reembolsemos la comida, estoy segura de que podremos arreglarlo.
—Chepujá, Irina. ¡No querer decir eso!
—Por supuesto que no.
Ramsey ya se había zampado tres tostadas antes de notar algo en las manos de Irina.
—¿Guantes?
Era difícil pasar las hojas del periódico.
—Raynaud, ya sabes. Hace un frío que pela aquí dentro. Siempre hace un frío que pela, por eso me compré varios pares. Pensé que los rojos mejor me los reservaba para Navidad.
—Usted no darse cuenta, Rumsee —dijo Raisa, de mal humor—. Irina pone guantes para mamá se sienta mal. Mucho cuento, pero mejor no hacer caso.
—Pero está muerta de frío —dijo Ramsey—. Y a mí se me están congelando los huevos. ¿Por qué no sube la calefacción?
—¡Tendría que ver factura gas! —dijo Raisa, fregando el mármol como una posesa—. K tomú zhe, poquito aire frío mantiene despierto. Bueno para circulación, da?
—No, mamá —dijo Irina, siempre con voz apagada—. Si para algo no sirve mi circulación, es para vivir en una cámara frigorífica.
—Levantarse pronto y hacer exercise, Irina. ¡Ya verás, caliente todo día!
—¿A qué temperatura está el puñetero termostato?
Ramsey le había quitado un guante a Irina y le frotaba los dedos helados entre las palmas.
—Oh, a una temperatura propia del Ártico, seguro. Está en la sala. —Cuando él salió al pasillo, Irina le gritó—: ¡Pero, Ramsey!
Ramsey volvió a la cocina.
—¿Cuánto es sesenta en grados Celsius?
—¿Dieciséis? —aventuró Irina—. Más bien quince, diría.
—¡Es una bestialidad!
Irina salió disparada detrás de él y lo cogió por el brazo en el pasillo.
—No lo toques —susurró—. Una vez tuve la desfachatez de subirlo un par de grados y no te imaginas el follón. No vale la pena. No me importa llevar guantes.
—A mí sí me importa, qué coño. —Ramsey volvió a la cocina dando enormes zancadas y anunció, mientras Raisa fregaba como una loca las cosas del desayuno que él había dejado a la mitad—. Le diré una cosa, señora. No me gusta que mi encantadora esposa tenga que enfundarse como una esquimal sólo para leer el periódico. —Dicho lo cual, sacó la cartera y tiró cuatro billetes de cincuenta dólares sobre la mesa—. Con esto podrá pagarse un día o dos de calefacción, ¿no?
—Niet, es demasiado, ¡cójalo! —protestó Raisa, agitando los billetes—. Dinero para gas, no. Usted huésped.
—Quédese con el cambio —dijo Ramsey, y se fue a la sala.
Irina observó la escena estupefacta. Poner el termostato a veinticuatro grados era un descaro, una apostasía.
Después de desayunar, Irina llevó a Ramsey a dar una vuelta por Brighton Beach, pero fue grande la decepción que se llevó al ver que nada despertaba su curiosidad. Los ojos de Ramsey miraban sin expresar nada la hilera de tiendas que se extendía debajo de las vías del ferrocarril elevado, las marquesinas con rótulos en caracteres cirílicos y los de «Se necesita dependiente» en los escaparates, que especificaban «Ruso imprescindible». Fue lo bastante cortés cuando ella lo llevó a tiendas repletas de artículos de importación de Israel y de los países bálticos, con sus largos mostradores de pescado ahumado y estantes a rebosar de pan negro. Bueno, sí, se interesó brevemente cuando se detuvieron en una tienda especializada en caviar, donde compró unos sesenta gramos de beluga para la cena de Navidad, con el espíritu de generosidad como acto de agresión que empezaba a caracterizar su aproximación a la formidable madre de Irina. Con todo, el punto de entrada de Ramsey Acton en cualquier entorno era tremendamente específico. Cuando sus ojos recorrieron el antiguo barrio de Irina, lo que buscaron, compulsivamente, aunque en vano, fue un club de snooker.
Irina compró unas cuantas cosas para prevenir (temporalmente) el resentimiento de su madre, y se entretuvo charlando con los cajeros. El último año había hablado ruso en muy contadas ocasiones; era una lengua que permitía expresar emociones torrenciales para las que el inglés era demasiado anguloso. Lawrence entendía más ruso del que hablaba, e Irina echaba de menos poder soltarle una diatriba eslava sobre el robo que eran las facturas del agua en Londres y que él entendiera lo más importante. Él a veces le pedía que hablara en ruso en la cama, pero, para él, esos susurros eran un galimatías.
Habían quedado en encontrarse con Raisa para almorzar en una de las terrazas del paseo marítimo, protegidas con cerramiento de plástico en diciembre. Cuando llegaron, Raisa ya estaba regiamente instalada en una mesa bien visible. Llevaba un vestido ajustado de un intenso verde billar, un tributo inconsciente a la profesión de Ramsey, y si no se hubiera recargado de accesorios, todos en idénticos tonos azul noche, es posible que el conjunto hubiera pasado por elegante. De hecho, después de tropezar en el paseo con cientos de brujas enfundadas en piel de leopardo sintética y acompañadas por perritos ladradores, Irina pudo ver a su madre como un modelo de buen gusto.
Irina se decantó por una ensalada. Raisa se dio por satisfecha con dos diminutas tostadas salpicadas con caviar de salmón. Ramsey pidió arenques en escabeche, sopa de cordero y arroz, pollo estilo Kiev y una cerveza. Y una segunda cesta de pan. Raisa solía disfrutar mirando cómo la gente se atracaba de comida, pero, viendo a su yerno, la injusticia de tan notorio consumo la crispaba. Ramsey comía como un cerdo y no estaba gordo.
Con mucho respeto, él le preguntó por su historia como bailarina, permitiendo así que Raisa dejara caer, una vez más, que fue estar embarazada de Irina lo que había puesto fin a su carrera profesional. Cuando le preguntó por las clases, ella se despachó a gusto contra la nueva generación de niños norteamericanos, que no tenían disciplina ni toleraban el dolor, y mucho menos destacaban por su capacidad para renunciar a divertirse y ponerse al servicio del arte.
—¿Encontrado alguien para jugar snookers? —dijo Raisa, como alguien que pregunta a un niño de cinco años si ha encontrado un amiguito para jugar a las canicas.
—Después de jugar cinco torneos casi sin parar —dijo Ramsey, desapasionadamente—, y después de ganar uno y terminar finalista en tres, calculo que puedo tomarme unos días libres y no jugar al snookers.
Raisa no se dio por aludida.
Después de apurar la tercera cerveza, y de tirarle virtualmente la MasterCard Platinum al pobre camarero, Ramsey anunció que tenía que hacer un recado. Puesto que, en el circuito, su reputación de caballero no era totalmente una pose, no olvidó doblar la servilleta, dejar el tenedor en el plato con los dientes hacia abajo y desearle a Raisa una tarde agradable. No obstante, se marchó de una manera que a Irina le hizo pensar en un estado de furia no disimulada.
—Tu marido —dijo Raisa, en cuanto Ramsey desapareció— tiene modales agradables en la mesa.
Ese elogio —débil, en cualquier caso— fue el único comentario que Raisa se dignó hacer en lo que quedaba del día sobre la elección de su hija, aunque por la tarde, la ausencia de Ramsey ofreció más de una oportunidad para que expresara su aprobación o compartiera algunas reservas personales. Puede que se hubiese visto obligada a abandonar la carrera de bailarina a los veintiún años por culpa del espantoso advenimiento de su primera hija, pero en el fondo de su ser seguía siendo artista hasta la médula, y los dictámenes dramáticos eran un desperdicio delante de un público formado por una sola persona.
Ramsey volvió haciendo gala de la serena determinación que Irina le conocía de los campeonatos. Llevó a mujer y suegra a cenar a un restaurante pretencioso (en realidad, de pésimo gusto) de la Avenida. Esta vez Raisa no se privó de nada, cosa que Irina sabía tomar por algo peor que una buena señal. La finalidad de cada plato consistía en demostrar que su madre no lo terminaría (la idea era: «que no podría»).
Raisa agasajó a Ramsey con historias de la infancia de Irina como artista precoz. Se supone que una madre está obligada a presumir así delante del nuevo yerno, pero es posible que fuera esa táctica agresiva lo que hizo que Irina se sintiera incómoda. Raisa observaba el protocolo. Parecía más orgullosa de su propio orgullo que de su hija. Además, Irina se habría sentido muchísimo más emocionada si su madre hubiese hablado de sus considerables logros como mujer adulta.
Cuando llegó el plato principal —Raisa sólo probó tres bocados de su chuleta—, la conversación dio un giro.
—Nu, rasskazhitye —dijo Raisa—. ¿Cómo conocisteis?
—Antes colaboraba con la exmujer de Ramsey —dijo Irina.
—Bozhe —dijo Raisa, enarcando las cejas—. Como dicen los norteamericanos, esto se pone interesante.
Por Dios, no se comió el artículo. A Irina le entraron ganas de ponerle una medalla en el pecho.
—No, mamá, no es tan interesante. Cuando Ramsey estaba casado con Jude, sólo éramos amigos. Lawrence y yo solíamos cenar con ellos un par de veces al año.
Por desgracia, la introducción, por parte de Irina, del nombre que empezaba por ele, le concedió a Raisa permiso implícito para usarlo.
—Tak —dijo—, Rumsee, ¿usted y Lawrence amigos?
—Éramos amigos —dijo Ramsey, con tolerancia.
—Pero ya no —dijo Raisa.
—No, no puede decirse que ahora nos llevemos bien.
—Irina —dijo Raisa, mientras los iba mirando por turnos—, ¿cómo Lawrence va? ¿Triste?
—Lawrence —dijo Irina, citando de la conversación que había tenido con su ex mientras tomaban aquella angustiosa taza de café en Borough— se las arregla.
Ramsey la miró. Puesto que todo apuntaba a que no había vuelto a ver a Lawrence desde que lo dejó, ¿no debería haber dicho que no tenía la menor idea? A Irina la irritó que la pillara. Podría haber contestado de buen grado a las preguntas de su madre por la tarde, a solas, pero a solas esas preguntas habrían tenido un sentido completamente distinto.
—Pero ¿cómo ocurrió? —siguió entrometiéndose Raisa—. Cenáis juntos, dos parejas, y después, sin más, ¿te casas con hombre que sienta otro lado de mesa?
—Mamá, mira. Una noche Lawrence no estaba en Londres y Ramsey ya estaba divorciado. Nos vimos como amigos, no hicimos nada que no debiéramos, ¿entiendes? Pero nos enamoramos. Yo no lo busqué, y él tampoco. Enamorarse no es algo que uno decida, igual que no decidimos qué tiempo hará mañana. Es algo que se te viene encima, como un huracán.
Por desgracia, las palabras de Irina sonaban a discurso preparado; parecía, más bien, querer convencerse a sí misma de algo. La cuestión de si somos responsables de nuestros sentimientos —si las emociones son bombardeos a los que estamos expuestos sin remedio, o tretas en las que somos cómplices activos— la torturaba a diario. ¿Son algo que padecemos o algo que hacemos? Podemos controlar lo que hacemos, pero ¿podemos controlar lo que sentimos? ¿Eligió ella enamorarse de Ramsey Acton? Y, en caso de que el deseo hubiera realmente caído del cielo con la fuerza de un «huracán», ¿habría optado por renunciar a él en ese universo teórico en el que sí podía elegir, sobre todo teniendo en cuenta que el siguiente aguacero había caído sobre Lawrence como una tremenda injusticia?
—Hace diez años —dijo Raisa—, dijiste que enamorada de Lawrence. ¿Qué pasó?
—No sé qué pasó. —Irina no flaqueaba ni siquiera con Ramsey a su lado—. Y en cierto modo sigo queriendo a Lawrence…
—Entonces, cuando este nuevo amor cae de cielo, ¿lo dejaste un día para otro? ¿Para casarte con Rumsee?
—No, mamá. Soy una mujer adulta. Tuvimos que pensárnoslo, obvio.
—¿Y cuánto tiempo… pensasteis?
La desaprobación generacional reflexiva pudo servir para luchar contra el elogioso asombro que le hacía sentir el hecho de que su hija, esa chica feúcha e insegura de sí misma, hubiese tenido el valor y el sex-appeal necesarios para cometer adulterio.
—No mucho —dijo Irina, cruzándose de brazos—. Mamá, ya sé que dije que estaba enamorada de Lawrence, y lo estaba. Y sigo pensando que es un hombre maravilloso. No toleraré que se diga nada en contra de él. Sin embargo, lo que hay entre Ramsey y yo es diferente.
—¿Cómo diferente?
—Estamos más unidos.
—Da, ya vídiela —dijo Raisa, seca. «Sí, ya me he dado cuenta».
—Obvio, mamá… —Exasperada, Irina movió una mano y volcó la copa de vino. El Château Neuf du Pape quedó convertido en una mancha de Rorschach en el mantel blanco, y a ella las mejillas se le pusieron coloradas como la mancha—. Oh, no he cambiado nada. ¡Sigo siendo una patosa!
—¡Nada de eso, cielo! —exclamó Ramsey, que, sin mucho aspaviento, secó y cubrió con la servilleta el vino derramado antes de volver a llenarle la copa hasta el borde. Al no encontrar a nadie con quien compartir ese momento, la sonrisa de lástima que esbozó Raisa quedó flotando en el aire.
—Como decía, mamá —prosiguió Irina, tras recobrar la compostura y mirando agradecida a su marido—, salta a la vista que enamorarse de Ramsey ha sido lo más maravilloso que me ha pasado en la vida. Pero no quisiera que te hagas una idea equivocada. Dejar a Lawrence fue increíblemente doloroso, no sólo para él, sino también para mí. Éste no es un capricho pasajero.
Irina no tendría que haber dicho nada de todo eso; en cuanto pronunció esas palabras se sintió humillada. Por alguna razón, siempre que uno se ve obligado a jurar que un amor no es un capricho pasajero, la impresión que da es exactamente la contraria.
—Sí —dijo Raisa, dejando sumariamente el tenedor en el plato—. Estoy segura de que fue muy desagradable. —Se reservaba el inglés gramatical para ocasiones especiales.
Puede que el problema lo tuviera únicamente su madre, pero Irina sospechaba que no. Es decir, es posible que, para cualquier progenitor, la prerrogativa que más les cuesta conceder a hijos adultos no sea el derecho a que se los trate como verdaderos profesionales, con casa propia y respetados por gente importante, sino el derecho a tener sentimientos adultos. Se habitúa uno demasiado a consolar a angelitos llorones que están «enamorados» del chico de la primera fila, aunque completamente seguro de que la semana que viene estarán igual de perdidos por el de la última. Raisa seguía refiriéndose a su matrimonio con el padre de Irina como una tragedia de dimensiones tolstoiescas cuando la graciosa historia de cómo se conocieron —Raisa no tenía un céntimo y había aceptado un papelito en una película de serie B titulada Tiny Dancer, en la que Charles debía enseñarle a hablar con acento ruso— parecía sacada directamente de Chéjov. Pero no sería natural concederle a una niña con dientes de conejo y excesivamente apegada a unos Crayola-64 gastados y sin punta la capacidad de sufrir por amor en la misma escala épica. Por lo tanto, era muy improbable que la interpretación del triángulo Ramsey-Lawrence no le sonara a Raisa chirriante, trillada y dudosa. Cuando Irina sugirió que dejar a Lawrence había sido «doloroso», Raisa sólo pudo oír: «Fue bastante violento y Lawrence me dijo cosas muy crueles». Cuando dijo que perder la cabeza por Ramsey fue «lo más maravilloso que le había pasado en la vida», Raisa sólo oyó: «Me saca a cenar y es guapo». Y ahora que Irina había afirmado que, de adulta, se había «enamorado» de más de un hombre, la madre le revocaba la licencia provisional, sólo concedida con rabia después de años de lealtad a Lawrence y de haber amado a alguien como es debido, es decir, como aman los adultos.
Tras pagar la cuenta, que picaba bastante, Ramsey ya echaba chispas, y le susurró al oído mientras salían del restaurante: «Es dura tu madre». Más tarde le aclaró que se refería a que había pedido un surtido de exquisiteces sólo para dejar lo mejor de cada plato. Si bien a él no le importaba el dinero, detrás de todos esos melindres acechaba la ingratitud. «¡Como si me lo hubiera tirado a la cara!». Pero en ese momento Irina pensó que se refería más bien a que su madre los había puesto a los dos en un apuro al tratar de desenmascarar un asunto sórdido y artero como era el origen de toda esa felicidad.
Sin embargo, esa acusación tenía la justa medida de verdad como para hacer que Irina estuviera pensativa en el camino a casa. En 1988, una vez que Lawrence se hubo mudado a la calle Ciento cuatro Oeste, había ido a visitar a su madre a Brighton Beach para darle la noticia de que por fin había conocido al «amor de su vida». Recordaba que había utilizado esa manida expresión sin vergüenza y con absoluta sinceridad. La escena había generado una extraña dulzura entre madre e hija, aunque tuvieron que pasar años hasta que Raisa diera crédito a esa extravagante afirmación y también ella comenzara a sentir, un poco a regañadientes, cariño por Lawrence (aunque ahora, por desgracia, con vehemencia). Pero ése no es un anuncio que pueda hacerse dos veces. Por espléndido que fuese el hombre con el que Irina creía ciegamente haberse presentado la noche antes, algo —cierto mal gusto, cierta vergüenza— había ensuciado la presentación y, si bien con efecto retroactivo, manchaba también ese otrora precioso recuerdo de 1988. Irina se dijo que ahora casarse dos o tres veces era de lo más natural, y que era difícil creer en un segundo gran amor. Pero, en el fondo, era una romántica de corte arcaico. Si bien quería a Ramsey, lo que no quería del todo era su historia de amor.
Por la noche Ramsey e Irina se refugiaron en el viejo dormitorio con la botella de Hennessy XO, intentando no levantar la voz.
—Bueno, creo que ya puedo decir sin temor a equivocarme —comentó ella, resignada— que no os lleváis como perro y gato.
—Me importa un bledo cómo me trate…
—No digas disparates. Por supuesto que te importa.
—De acuerdo, sospecho que sí. Nunca me habían tratado tan descaradamente como a un vago. Si esa vieja dice snookers una sola vez más, estoy dispuesto a atizarle en toda la jeta.
—Bueno, Ramsey, la mayoría de los norteamericanos, por no hablar de los rusos, no saben prácticamente nada de snooker, y no tienen ni idea del prestigio del que gozas en el Reino Unido. Mi madre es muy pretenciosa y, en muchos sentidos, una farsante total, pero estoy bastante segura de que en ese punto no finge. Nunca había oído hablar del snooker.
—Sigue sin haber oído hablar de snooker.
—Es posible. Pero da igual lo mucho que uno obsequie a la gente con frases como «en este país, los que se ganan la vida jugando al snooker son iconos culturales». Nada los convence si no conecta con su propia experiencia. Ya podría decirte yo lo guapo y venerado que era John F. Kennedy, pero si nunca has oído absolutamente nada de él, es probable que no comprendieras nada de lo que su asesinato significó para nosotros.
—¿Quién es John F. Kennedy? —Últimamente su cara de palo era impecable.
Irina le dio un puñetazo.
—Basta.
—Pero no me hagas caso. No puedo quedarme viéndote correr de aquí para allá, saliendo disparada a poner las patas de los muebles en las marcas hechas a propósito en la alfombra o a quitarme de las manos el vaso de agua antes de que me lo beba para lavarlo, secarlo y guardarlo en el lugar del armario que le corresponde. Cuelgo la chaqueta en una silla de abajo y diez segundos después la busco y ha desaparecido. Ya sería desastroso que hubiera sido ella, ¡pero has sido tú! ¿Por qué hay que seguirle la corriente a tu vieja? ¡La halagas con todas esas bobadas y sólo lo empeoras! Si fuera mi madre, yo tiraría la maleta llena de ropa por toda la sala y ensuciaría todos los platos que pudiera con tal de dejarlos pegoteados en el mármol de la cocina. Y oye bien lo que te digo, cielo. Antes de que me vaya de aquí no sólo ensuciaré la vajilla, ¡la haré pedazos!
—Creía que eras jugador de snooker, pero resulta que ahora quieres jugar a los bolos.
Primero irónica, luego íntima, la silenciosa reunión informativa fue tan cordial que Irina bajó la guardia. Justo en el momento en que le entraron ganas de presentarle a su antiguo dormitorio la depravación de la vida adulta, Ramsey se levantó como quien no quiere la cosa y preguntó qué había querido decir un rato antes cuando dijo que «en cierto modo» todavía seguía queriendo a Lawrence Trainer.
—Pues eso. En cierto modo —dijo Irina, no sin recelo, sabiendo muy bien que, si añadía palabras nuevas, daba igual cuáles fuesen, terminaría hundiéndose aún más.
—Me casé contigo —dijo Ramsey, y a Irina el corazón le dio un vuelco, pues conocía esa voz; aunque Ramsey sonara moderado, razonable y justo, como interesado en una breve aclaración, todo era muy revelador, como el sonido de un motor que arranca una vez y después se apaga, y luego arranca una vez más y vuelve a apagarse aun habiendo gasolina en el depósito. En una palabra, que sólo estaba arrancando—. Salimos a cenar con tu madre, a la que hace apenas veinticuatro horas que conozco, y tú venga a cotorrear con ella. Delante de tu marido. Y, encima, sobre cómo sigues queriendo a otro tipo.
—En cierto modo, dije. Fui clara, no dije que lo quiero del mismo modo en que te quiero a ti. ¿No te das cuenta de que hablaba de un sentimiento del que no me avergüenzo y que para ti no representa ningún peligro? De lo contrario, ¿por qué iba a hablar de eso contigo sentado ahí?
Si el lado astuto y objetivo de Irina hubiera revoloteado por el dormitorio contemplando el rumbo que tomaba esa primera noche en Brighton Beach, el ángel bueno habría gritado: «¡CALLA!». Pues lo peor que podía hacer cuando empezaban esas… fricciones era explicarse. Echar leña al fuego. Añadir más palabras. Pero, entre otras cosas, Irina era cortés. Estaban conversando, lo cual parecía obligarla a decir cosas, aunque supiera que cada vez que abría la boca se le aceleraba la respiración y más le convenía sellarla con cinta adhesiva.
Ramsey ya estaba metiendo la primera.
—¿Por qué no te paras a pensar en lo humillante que es eso para tu marido? ¡Delante de tu madre! ¡A la que acabo de conocer, joder!
—No veo qué tiene de malo que dijera eso si hablo de una sensación real, cálida, que no representa ningún peligro. Viví con Lawrence casi diez años. No esperarás que no sienta nada por él, ¿verdad? No quiero decir, Dios me libre, que alguna vez tú y yo tengamos que separarnos, pero en el terrible caso de que así fuera, ¿querrías verme del otro lado diciendo que no siento nada por ti? ¿Absolutamente nada?
—¿Lo ves? ¡Hace apenas cinco minutos que estamos metidos en este baile y ya me dejas!
—No he dicho nada de dejarte, Ramsey. Sólo era una hipótesis.
—Y si sólo se tratara de aguantar ahí, oyendo cómo mi propia mujer dice que todavía quiere al otro… ¡Pero no! Me obliga a tragarme otro bocado de carne mientras ella se derrite, una vez más, podría añadir, diciendo que es un «hombre maravilloso» y que no piensa tolerar que se diga nada malo de él.
Y así siguieron, horas y horas. Mientras Irina trataba de que su voz no pasara de un ronco murmullo, el sotto voce de Ramsey no duró ni dos frases; enseguida empezó a ofrecerle a Raisa —su dormitorio estaba al otro lado del pasillo— una interpretación cuya creciente ampulosidad una bailarina con una debilidad por Chaikovski no podría sino admirar. Si seguiría admirándola a las dos, a las tres y a las cuatro de la mañana era otra cuestión. «¡Por favor, baja la voz! —suplicaba Irina, con la garganta seca de tanto gritar en susurros—. ¡Oye cada palabra que dices! ¿No ves cómo me estás haciendo quedar? ¿Cómo nos haces quedar?». Pero sus imprecaciones sólo sirvieron para enardecer a Ramsey, que contraatacó a grito pelado: «¿Qué me importa a mí lo que piense esa vieja reseca? ¿Por qué te importa tanto? ¿Eso es lo único en lo que eres capaz de pensar, en mantener las apariencias? ¿Cuando yo me juego el corazón por ti? Lo que piensa tu madre es puro cuento. ¡Yo hablo de algo que, para mí, en todo caso, es una cuestión de vida o muerte!».
Detrás de las cortinas, la luz empezaba a adquirir un tono gris, y en la botella de Hennessy XO ya casi no quedaba nada. Irina no pudo más. Se desplomó en la cama y le dio la espalda. Podía estar saliendo el sol, pero en la cabeza de Irina no brillaba ya una sola luz, y a ella le daba igual que su madre la oyera sollozar desde el otro lado del pasillo.
—Me prometiste que… —dijo, antes de hundirse en un sueño nada reparador—. Me lo prometiste.
Cuando Irina se obligó a bajar, arrastrándose casi, después de dormir sólo dos horas, encontró a su madre en la cocina. Con un espíritu de petulancia fuera de lo común, Raisa pasaba y volvía a pasar una bayeta por un mármol que ya estaba limpio.
—Dóbroye utro, mílaya! —gritó, muy alegre—. S Rozhdiestvóm tebyá!
—Sí, mamá, feliz Navidad para ti también —dijo Irina, muy cansada.
Por Dios, hasta la alegría podía ser una forma de ataque.
—¿Has dormido bien? —preguntó Raisa en inglés, un detalle que a Irina no se le escapó.
Espiando por las rendijas de los párpados hinchados, tropezó un instante con la mirada de su madre.
—No especialmente.
Ésa fue la única alusión al discordante follón que debió de mantener a Raisa despierta toda la noche; ya había estado trabajando en la barra, y la alfombra azul real de la sala mostraba las cuchilladas de una aspiradora frenética recién acabada de pasar, quizá para quitar las ofensivas marcas que había dejado Ramsey. No obstante, Irina llevaba la pelea de anoche escrita en la cara hinchada y descolorida. Todavía tenía los ojos rojos, y cuando se inclinó sobre el café para que el vapor se le condensara en la cara, sintió en la frente el latido de un dolor sordo. Tenía resaca, pero de una clase especial. Ramsey se había bebido casi toda la botella él solo, pero este último año Irina había tenido oportunidades más que suficientes para comprobar que, cuando gritaban y bebían, por la mañana el suplicio era mucho más devastador. Le ardían los ojos, tenía los músculos rígidos, la piel tirante, la saliva espesa.
Con todo, Ramsey bajó las escaleras al trote con una vitalidad pasmosa. Irina no se explicaba cómo era capaz de beberse media botella de coñac él solo y no parecer luego una piltrafa humana. Es posible que el don de metabolizar alcohol de ochenta grados fuese uno de los muchos talentos que lo hacían apto para el snooker.
En algún momento durante esas dos únicas horas de sueño, Ramsey debió de ingeniárselas para quitarle la ropa con sumo cuidado, pues por la mañana ella había despertado desnuda, tapada y abrazada de la cabeza a los pies a un hombre caliente, guapo y cariñoso cuyo contacto ponía de manifiesto que, si por la noche se hubieran limitado a hacer eso, a tocarse en lugar de conversar, podrían haberse evitado muchas tonterías y despertado bien descansados para celebrar la Navidad. Ahora, con Ramsey arrodillado junto a su silla para mirarla con sus suaves ojos azul verdosos y besarla lentamente en la boca, Irina sintió que la inundaba un torrente de gratitud, no menos impetuoso por el hecho de reconocer que era una gratitud perversa. Dar las gracias a un hombre que la hacía llorar porque ya no la hacía llorar era una reproducción del síndrome que Lawrence tanto deploraba en relación con Gerry Adams, el abuelo del IRA, alabado por su propio primer ministro y presentado como candidato al Nobel de la Paz porque ya no pensaba hacer volar en pedazos las islas británicas. Aunque Ramsey nunca le pegaría, a Irina le preocupaba que eso fuese exactamente lo que hacía que las mujeres maltratadas volvieran en busca de más; un agradecimiento adictivo porque «ya ha terminado», una ternura convertida en algo precioso por el hecho mismo de haber sido negada durante largo tiempo y, de pasada, lo que los anuncios públicos de líneas de ayuda que echan por televisión nunca se preocupan de mencionar, es decir, el sexo. Y el de esta mañana había sido de primera categoría.
En consecuencia, cuando Ramsey se puso de pie, Irina se aferró a su mano, y se sirvió de ella para levantarse de la silla. Raisa ya podía desaprobar esos magreos todo lo que se le antojara; ella estaba en brazos de su marido y apretaba la mejilla contra su pecho no sólo porque necesitaba ese contacto como una droga, sino también para confirmar, sin lugar a dudas, que al margen de lo que su madre hubiese oído por la noche, Ramsey y ella habían hecho las paces. Por desgracia, Raisa había visto un par de cosas en sus sesenta y cuatro años, y, en ese barrio, eso incluía a más de una mujer maltratada. Cuando los vio unidos en un abrazo inseparable, su expresión sólo consiguió abrir en su rostro otra muesca de petulancia, como si supiera que toda esa escenita acaramelada después de la pelea sólo venía a confirmar el veredicto demoledor al que había llegado de modo concluyente a las dos de la mañana.
Irina se enfrentó al resto del día con miedo. Si el posapocalipsis tuviera lugar en Victoria Park Road, Ramsey y ella no se habrían exigido uno al otro más que contacto físico sin tregua, una pierna en el regazo o una mano en la rodilla, mientras bebían a sorbitos un café rejuvenecedor y entrelazaban los dedos cuando salían, algo flojos todavía, a dar un tranquilo paseo por el parque, una caminata no muy larga, como las que se recomienda a los lisiados o los convalecientes. También se harían pequeños favores o regalos; Ramsey saldría a hurtadillas a comprar una marca de salsa picante que aún no habían probado mientras Irina alisaba el póster del Open de China para colgarlo abajo, junto a los demás. Pero hoy no habría ningún ritual delicado y atento para restaurar los sentimientos habituales. Por culpa de la jodida Navidad. Tatyana y su familia irrumpirían de un momento a otro con las guarniciones para la gran cena; de sólo pensarlo, a Irina, asqueada, se le revolvía el estómago. Y ella no tenía ganas de nada de eso. No tenía ningunas ganas.
Como Irina le contó a Ramsey en el avión, Tatyana se había esforzado por ser la reencarnación de su madre hasta que tuvo más o menos veinte años. Seis años menor que ella, y concebida sin resentimiento —no como «la otra»—, parecía haber heredado toda la fluidez y la flexibilidad que a Irina le habían quitado con engaños, y fue una alumna de ballet modélica. Con unas mejillas más redondas que Irina, rasgos más simétricos y los dientes rectos y parejos, Tatyana era, según las convenciones, la más bonita de las dos niñas. Aunque más baja que Raisa, y con una estructura ósea más imponente, herencia de su padre, combatía a la biología, y con resultados bastante aceptables, consumiendo tan poco, que, en comparación con ella, hasta Raisa parecía una rusa saludable y de buen diente. El régimen se volvió más severo cuando comenzaron a salirle los pechos, que en el mundo del ballet se consideran dos protuberancias en contra de la ley. La admitieron en una prestigiosa escuela de danza de Manhattan, e Irina suponía que, aunque hubiera podido librarse de una competencia terminada hacía ya mucho tiempo, la historia era triste. Tatyana se había esforzado muchísimo. Y llegó muy, muy lejos; hasta tomó parte en una función en el Lincoln Center. Pero era un poco demasiado baja y nunca consiguió hacer desaparecer, a fuerza de pasar hambre, esas odiosas mamas y satisfacer así a las innumerables compañías que, después de las pruebas, nunca volvían a llamarla. La aplastante decepción de Tatyana puso a Irina sobre alerta, advirtiéndole de la existencia de una segunda fila de talentosa gente del montón que recubre de una capa de pena la mayoría de las artes. En especial, eran los ámbitos profesionales con pocos huecos en la cúspide los que fomentaban la aparición de una cohorte de hombres y mujeres con talento que trabajaban mucho y eran muy, muy buenos pero nunca recibían la recompensa que merecían por sus increíbles esfuerzos y aún más increíbles logros.
Tatyana también era un ejemplo práctico de lo que les ocurre a los perfeccionistas que hacen constar con carácter irrevocable que trabajan para alcanzar lo inalcanzable. Es una manera de pensar que podría denominarse «todo o nada» y, con júbilo casi, Tatyana prefirió el segundo término de la disyuntiva. Mientras aún seguía yendo todos los días a Hunter, Irina estaba en casa la noche en que su hermana anunció que lo dejaba, y nunca olvidó el modo en que esa niña bajita se preparó para zamparse un enorme plato de espaguetis. Raisa se horrorizó, pero ella pensó que era maravilloso: doscientos gramos de pasta entrando, espagueti tras espagueti, por esa garganta dolorosamente delgada. Tatyana se había hecho con la victoria desde la derrota más absoluta, derrocando no sólo a su madre, sino también a sí misma.
Y no sólo renunció a la danza y al hambre, sino también a las ambiciones mundanas de cualquier clase. Quería un marido, y lo consiguió, ese mismo año; un apuesto ruso de segunda generación, un chico del barrio que trabajaba en la construcción. Quería niños, y también los tuvo; dos, ahora de doce y diez años. Quería todos los bagels, todas las tartas de cumpleaños y todo el borscht que llevaba veinte años prohibiéndose, y desde entonces nunca dejó de recuperar el tiempo perdido. Irina siempre había sentido un poco de pena por Dmitri, su cuñado, un hombre tranquilo que parecía mirar el mundo con desconcierto. Su mujer había saltado la barrera de la especie y pasado de ave a vaca.
Cabría esperar que la caída en desgracia de la hija menor hubiese dejado a ésta sin el afecto de la madre. Pero no; si al principio Tatyana adulaba imitando, ahora imitaba por contraste, unida así a Raisa de un modo inconsútil como la hija más cercana al corazón de la madre.
Irina suponía que, probablemente, Tatyana era más feliz después de haberle dado la espalda a la danza, como, probablemente también, mucha gente sería más feliz si dejara de torturarse con la obligación americana de tener un «sueño». Sin embargo, esos perfeccionistas nunca cambian de equipo por completo, y Tatyana había abrazado la vida doméstica con la misma actitud radical con que se había dedicado al ballet. Se pasaba la vida enguatando, enlatando, horneando, tapizando y tejiendo jerséis que nadie necesitaba. Su manera oficiosa de manejar la maternidad olía a esa pretensión de superioridad moral —postura defensiva donde las haya— que caracteriza a las madres que hoy se dedican a sus labores. Era agobiante, exigente y sobreprotectora, pues si los hijos iban a redimir su existencia, no lo harían sin que ella se cobrase venganza.
La fiesta de hoy estaba condenada a ser un clásico: su hermana se encargaría de todo. Tatyana llegaría, sin ninguna duda, cargada de una cantidad exagerada de regalos, fuentes de guarniciones, guirnaldas y gorritos bobalicones. Habría sido muchísimo más práctico que todos hubieran ido a comer a su casa en lugar de hacerla traer aquí toda la comida, pero últimamente se había gestado un sentimentalismo empalagoso en la cuestión de celebrar «Navidad en casa», que, por extraño que pueda parecer, no encajaba nada con una educación a base de severos interrogatorios por un vaso sin fregar ni con la desaparición, plato a plato, de la vajilla color cobalto que era lo único que iba a dejarles Raisa.
Con toda seguridad, a su hermana ya le habían pasado por teléfono la información pertinente —Raisa y Tatyana hablaban todos los días sin falta—; por eso, cuando apareció en la acera cargada de bolsas, no tardó nada en reaccionar al ver a Ramsey, que estaba fumando un pitillo en la entrada. ¡Qué va! Enseguida le traspasó una pila de fuentes cubiertas con papel de aluminio y paquetes envueltos con la máxima perfección posible y que Ramsey llevó a la cocina en silencio y sin rechistar, si bien en su expresión consternada podía leerse, cada vez más clara, esta pregunta: «¿Cómo he llegado hasta aquí?».
Irina ayudó a guardar las fuentes en la nevera. La impresionó descubrir que su hermana había preparado una auténtica kulebiaka, decorada con hojas de acebo y bayas de masa; esa elaborada empanada de salmón llevaba casi todo el día. Por delicadeza, se guardó para ella su opinión personal, a saber, que un buen filete de salmón, poco hecho y en salsa, requería sólo una fracción de todo ese tiempo y, además, sabía mejor.
—Irina, la noticia me ha dejado muda —susurró Tatyana, amparada detrás de la puerta de la nevera—. Mamá puede estar escandalizada, pero a mí me parece fantástico que por fin te decidieras a dejar a Lawrence. No podía decirlo mientras estabais juntos, claro, pero sinceramente, tu ex me resultaba insufrible. ¡Tan condescendiente! Me trataba con desdén sólo porque no publico nada en el Wall Street Journal y porque hago una carlota rusa asquerosa. ¡Menudo sabelotodo él! Siempre soltando algún rollo incomprensible sobre Afganistán cuando lo cierto es que a nadie le importa.
—Puedo comprender por qué no compartías sus intereses —dijo Irina, con cautela—, pero cuando se embalaba así era porque el tema le entusiasmaba de verdad.
—Chush —dijo Tatyana, desestimando la explicación de su hermana—. Era un fanfarrón. Y un bloque de hielo. Tú eres rusa, necesitas a alguien que tenga alma.
Desde la noche anterior, Irina tenía que vigilar lo que decía, así que se puso a hablar entre dientes.
—No creo que Lawrence fuese…, sea, puesto que no ha muerto, bueno, no creo que sea frío.
(Para ser exactos, Irina dijo: «Ya ne dúmala shto on jolódny»; no quería arriesgarse).
—¡Por favor, Irina! ¡Ya no tienes que defenderlo! Te trataba como a una niña. No hacía más que decirte lo que tenías que hacer, nunca te dejaba terminar una frase. Y no parecía comprender en absoluto lo que significa ser artista.
—Nunca me alentó a que me diese aires, si te refieres a eso.
Aunque para Irina habría sido alentador conseguir apoyos para su brusco cambio de carril, enterarse de la insospechada aversión que Lawrence le provocaba a Tatyana le resultó de lo más hiriente.
—Todavía no he tenido ocasión de hablar con él, pero parece muy agradable.
—Sí, bueno —dijo Irina—. Eso es lo que mucha gente piensa la primera vez que lo ve.
—Pero es agradable, ¿no? ¡Te has casado con él!
—¡Por supuesto! —se retractó Irina. Aunque si «agradable» también significaba tener despierta a la mujer hasta las seis de la mañana y agobiarla con acusaciones monótonas e implacables y, de paso, mortificar a la madre, que estaba oyéndolo todo, la etiqueta no tenía mucha importancia que digamos.
Después de dorar los pirozhkí en el horno, las hermanas, que habían compartido toda una infancia de connivencia en lo que a asuntos domésticos se refiere, lavaron y secaron la olla sin perder un segundo, se pusieron como locas a quitar las migas que habían quedado en el mármol y recogieron con el índice mojado un trozo de corteza que había caído al suelo, cerciorándose, cuando terminaron, de que no quedaran restos en la rejilla del fregadero. Cuando llevaron los pastelitos de carne a la sala, en una bandeja, los dos niños de Tatyana ya estaban sentados, más tiesos que un palo, en el borde de la silla. Apocados y sobrealimentados, no se atrevían a dejar marcas de los zapatos en la alfombra ni a golpear la pata de la silla con los talones, como suelen hacer los niños normales, es decir, los inquietos. Cuando Raisa les preguntó por los deberes, recibieron cada una de sus preguntas con el pánico y la mente en blanco que provoca una palabra de seis sílabas en un concurso de ortografía.
Dmitri ya había abierto la botella de vodka helado que, aunque no pudiese faltar en ninguna fiesta rusa, Irina no habría escogido personalmente para el desayuno de su marido. Además, el exhaustivo análisis de Dmitri y Ramsey sobre los méritos comparativos del Stolichnaya, el Absolut y el Grey Goose daba una impresión cuyas semillas Ramsey ya había sembrado traviesamente en su suegra. Se moría de ganas de fumar un pitillo, de eso no cabía duda, y eran esas ganas las que lo hacían apurar el vaso con rapidez nerviosa.
Después de que Tatyana sirviera pirozhkí a todos menos a Raisa, se sentó al lado de Ramsey, que no tardó nada en sacar a colación el único tema que el resto de la familia se esforzaba por evitar.
—Irina me ha dicho que eras bailarina, pero que lo dejaste.
—Así es —dijo Tatyana, tensa, mientras jugueteaba con un pedacito de corteza.
—También me dijo que tenías un talento extraordinario.
—Bueno, es muy amable de su parte, pero es evidente que no tenía el talento que hace falta.
A esas alturas, la mayoría habría visto ya un letrero que parpadeaba, ¡TEMA DELICADO! ¡TEMA DELICADO!, y habría pasado rápidamente a otra cosa. Pero, si no se hablaba de snooker, poco y nada le interesaba a Ramsey la cháchara, y prosiguió muy resuelto:
—No he entendido bien cuál era el problema. ¿Las lolas?
Silencio general.
—Ejem… En el argot de Londres… —explicó Irina a distancia—, las lolas son los pechos.
—Supongo que si de verdad hubiese sido ambiciosa —dijo Tatyana con frialdad—, me las podría haber reducido con una operación.
—Pero ¿qué sientes ahora que lo has dejado? ¿Te arrepientes? ¿No te dices a ti misma que deberías haberte esforzado más?
—No, ahora que lo pienso, no —dijo Tatyana, volviéndose finalmente hacia Ramsey y dejando el pastelito que estaba comiendo—. Cuando dejé el ballet me sentí liberada de un peso tremendo, y de repente todo me pareció relajante y sencillo. Me encanta el arte, pero si miras bien lo que las artes celebran, a menudo es la dulzura de la vida cotidiana. Las comidas, los niños, las puestas de sol en el paseo marítimo. Por lo tanto, es lógico que si el arte tiene algún sentido, tu vida sea la obra de arte más importante de todas…
Irina oyó admirada a su hermana desde el otro extremo de la sala cuando, azuzada por Ramsey, Tatyana siguió explayándose con fervor. Por el amor de Dios, si lo normal era que dijera estupideces sobre la reforma del cuarto de baño integrado. Al final debió de darse cuenta de que estaba comportándose como una maleducada, aunque se veía que no le resultaba fácil renunciar a ser el centro de atención.
—Pero… —dijo Tatyana— háblame de ti, Ramsey. Mi madre dice que eres un extraordinario profesional del pool. ¿Es cierto?
—Sí, podría decirse así —dijo Ramsey, celebrando con otro trago la absurda ficha que de él había hecho su suegra.
—Oh, nada de eso, por ese camino mejor no sigas —dijo Irina, acercándose.
—Me parece emocionante —dijo Tatyana, sin aliento—. Dicho así, al menos. Es como un submundo, ¿no? Tenebroso, turbio.
—Si has recibido el informe de mamá, entonces no quieres decir tenebroso, sino sospechoso. Y Ramsey no es nada de eso. Mira, cariño, ojalá pudieras…
—Mi mujer quiere que os comunique sin más vueltas que soy famoso. Parece no darse cuenta de que esta celebridad como Dios manda nunca mariconea en la sala de un apostador proclamando lo famoso que es. Quiere que parezca un mamón.
—¿Qué es un mamón? —pió Nadya, la niña de diez años.
—Un imbécil —le explicó Ramsey—. Un gilipollas. Un donut redomado.
—¿Y cómo habla un donut? —preguntó Nadya—. ¡Los donuts no hacen ruido!
—¡Oh, ya lo creo que hacen! —gritó Ramsey, estirándose para hacer bajar en picado a la niña de la silla antes de que ella se enterase qué la atacaba. Después la sostuvo en el aire por encima de la cabeza—. Los donuts dicen: «Eh, estoy entre los dieciséis mejores jugadores de snookers, tío. ¡Será mejor que me trates como a un hombre importante!».
Una onda expansiva atravesó la sala —no acostumbrada a la intrusión de un poco de vida— cuando Ramsey hizo girar a Nadya en el aire y las piernas de la niña se abrieron acercándose peligrosamente al samovar. Nadya rió —un sonido que, viniendo de ella, es posible que Irina no hubiese oído nunca—. Irina sonrió; sabía qué se sentía cuando esos dedos largos la sujetaban por la caja torácica y ella quedaba colgada a sesenta centímetros del suelo. Se le ocurrió pensar, con nostalgia, que Ramsey podría ser un buen padre.
Pero, para Raisa, ese bullicio sólo podía interpretarse como una prueba de que Ramsey estaba emborrachándose, lo cual, pensándolo bien, era cierto.
—Venga, niños —anunció Ramsey, haciéndose cargo de la situación—. Abramos los regalitos, ¿queréis?
Antes de que nadie pudiera detenerlos —la iniciativa estaba literalmente fuera de lugar, pues en la tradición de los McGovern los regalos no se abrían hasta después de la comida—, Ramsey ya había cogido una caja de debajo del arbolito y se la había tirado al niño. Mirando a su alrededor para pedir permiso, pero sin perder un segundo, Sasha, muy nervioso, se puso a arrancar las cintas una por una.
—¡Coño! —gritó Ramsey—. Sasha, chiquillo, ¿qué imbécil con cara de culo te enseñó a abrir así los paquetes? Tu hermana pregunta qué es un mamón. Bueno, pues aquí tenemos a uno abriendo un regalo. ¡Tienes que hacer mierda la caja!
Como nadie le había informado todavía de que en esa familia el papel de regalo siempre se alisaba y plegaba para volver a usarlo el año siguiente, Ramsey procedió a hacerles una demostración hasta que Sasha captó la onda y juntos hicieron trizas el papel satinado y lo tiraron por el aire. Por desgracia, en su abandono, Sasha derramó uno de los boles de crema agria que había encima de una mesita auxiliar y que aterrizó boca abajo en la alfombra azul real.
—No te preocupes, tío —dijo Ramsey, metiendo la crema en el bol y chupándose el canto de la mano.
Tatyana ya había salido disparada hacia la cocina, gritando con un regocijo poco convincente:
—Ya voy yo, mamá, no te preocupes. ¡Verás qué fácil se quita!
—¡Al carajo la crema, cariño! —dijo Ramsey, sacando del bolsillo un pañuelo de seda y empapándolo con vodka para pasarlo por la mancha.
Cuando Tatyana, la hormiguita incansable, apareció con un cargamento de esponjas y quitamanchas, Ramsey puso los ojos en blanco sin importarle nada que Raisa se diera cuenta. Y se dio cuenta.
El regalo que Sasha abrió era el que había traído Ramsey, una PlayStation Sony con el videojuego «Campeonato Mundial de Snooker 1999», también marca Sony. Puesto que el programa incluía todo el calendario de eventos de la gira —comenzando por el Grand Prix y terminando, por supuesto, con el Mundial—, Ramsey acababa de darle a la familia de Irina una guía animada de toda su vida. Aunque Sasha y su hermana parecían encantados con la consola, se apiñaron, mitad ofuscados, mitad alicaídos, para mirar el único juego disponible. Mirando con el ceño fruncido la caja que tenía en el regazo, Sasha preguntó, casi lloriqueando:
—¿Qué es snooker? —anunciando así, sin querer, el monotema de esa visita.
—El snooker —dijo Ramsey, arrodillándose junto a la silla de Sasha— es el mejor juego del mundo.
—En mi colegio nadie juega al snooker —dijo Sasha, enfurruñado—. Nunca he oído hablar de ese juego.
—Mierda —masculló Ramsey, y tras levantarse y servirse otro trago, les dio la espalda a los niños con la desesperación hiperactiva de un presentador de programas infantiles televisivos que se enfrenta a un público desacostumbradamente huraño—. Vale, podemos empezar con una canción, ¿os parece? ¿Mola aprender una canción? ¿Mientras ponemos en marcha esta porquería? «¡Locos por el snooker! Somos los locos del snoooooker…».
El hecho de que los niños no hicieran otra cosa que encogerse de miedo animó a Ramsey a cantar su villancico preferido a un volumen aún más alto.
—«¡Locos por la roja, por la verde, por la azul y por la rosa!». —Mientras los folletos con las instrucciones y los cables de conexión se desparramaban por la alfombra a la velocidad del añublo de la patata, Tatyana se puso a guardar, a un ritmo más frenético aún, si cabe, trozos de papel de regalo y celofán en una bolsa de la compra que había traído de la cocina—. «¡Somos los locos del snooker!».
—Irina.
Era una citación. Raisa habló en voz baja, pero para su hija mayor, ese emplazamiento tenía el timbre inconfundible capaz de atravesar el rugido de la multitud, y le recordaba los incontables vasos de leche que había derramado y todos los floreros que había hecho añicos de pequeña.
Levantándose de su silla, muy parecida a un trono, Raisa prosiguió:
—Pozháluysta, uymí svoievó muzha.
—Dudo que pueda controlar a mi marido aunque quisiera.
—«¡Somos los locos del snooker!».
—Irina, ya dumayu shto nam nado pogovorit.
Que madre e hija recorriesen la corta distancia que separaba la sala de la cocina era un ejercicio formal sólo en la intimidad; los que estaban en la sala no iban a oír más que un murmullo. En cuanto al discreto cambio de Raisa al ruso, hasta los niños lo hablaban a la perfección, y aunque ella fingiera no querer herir los sentimientos de Ramsey, sabía de sobra que él pediría sin falta un resumen, y que su hija mayor pronto se vería en el callejón sin salida de ofender al marido o mentirle.
—Son apenas las dos de la tarde —dijo Raisa po-russki. Aunque después Irina le hizo a Ramsey una traducción muy corregida, intentó hacerle entender que, en ruso, Raisa hablaba muy bien y podía ser muy mordaz— y ese hombre ya está borracho.
—Es Navidad, mamá —dijo Irina, pasando ella también al ruso.
—Lleva bebiendo sin parar desde que llegó. Créeme, en Brighton Beach una aprende a reconocerlos a la legua. Y no se trata de que sea incapaz de quitarse el estrés —dijo la palabra de moda en inglés— que provoca conocer a los parientes políticos. Esto no es una excepción especial por vacaciones. Ese hombre es un borrachín.
Separadas por la mesa de la cocina, Raisa apoyó las manos, con las uñas esmaltadas de un rojo brillante, en el respaldo de la última silla; Irina se aferró a la silla de enfrente.
—Es muy raro que beba de día, y por lo general aguanta bien el alcohol…
—Demasiado es demasiado, y nadie aguanta bien el alcohol. —«¡Los locos de las bolas, los locos del taco!» llegó hasta la cocina desde la sala—. Irina, me he esforzado por morderme la lengua y respetar que sea tu marido. Eso es lo que dices tú, al menos, que te has casado con ese hombre. Pero no puedo entender qué bicho te picó. Por lo que siempre pude ver, Lawrence era muy bueno contigo. Era fiel, ahorrativo y atento. Nunca entendí muy bien en qué trabajaba, pero se notaba que trabajaba, de lo que fuera, y mucho. Y era abstemio. Nunca se arrastró por el suelo cantando tonterías con una botella de vodka en la mano.
—Comprendo que Ramsey puede no estar dando la mejor impresión, pero es que tú no lo dejas. No has hecho nada por conocerlo…
—No necesito conocerlo —proclamó Raisa—. Conozco a esa clase de hombres. Vi de qué pie cojeaba en cuanto entró en esta casa.
—¿En serio? —preguntó Irina, con malicia—. ¿Y de qué pie cojea?
—Es un vividor —dijo Raisa inmediatamente—. Te quitará todo lo que pueda, todo lo que le dejes y un poco más. Por dentro es un fardo de caprichos y deseos infantiles. Y de malas costumbres. Y todo ese egoísmo, esa codicia y ese vicio revestido con encanto lo hacen mucho más peligroso. Los hombres así no duran, y te arrastran con ellos en su caída.
—Me asombra que hayas calado tan bien a mi marido, dado que apenas has hablado con él.
—Podría decirte muchas cosas —dijo Raisa, echando los hombros hacia atrás con su majestuosidad característica—. No es que espere que te mueras de ganas de oírme. ¿Crees que un hombre así te será fiel? Oh, esos hombres pueden hacer que la magia fluya a espuertas y caldear el ambiente como un termostato. Pueden parecer muy interesados, muy afectuosos. Ya has visto lo que le hizo a Tatyana, viste cómo se le iluminó la cara a tu hermana. La pobre se desvive por su familia y nadie le presta jamás esa clase de atención…
—¿Qué clase de atención?
—Sabes exactamente a qué clase de atención me refiero. Y ella se derritió, por supuesto. Me dio asco sólo mirarla. ¿No crees que a tus espaldas utiliza el mismo truco con otras? «Oh, es usted una mujer hermosa y fascinante».
—No, no lo creo.
Aunque no se atrevía, Irina se moría de ganas de decir que lo que más parecía ofender a Raisa era que Ramsey se hubiera negado a brindarle esa «clase de atención» a ella.
—Sinceramente, Irina, ¿qué piensas? —Raisa se levantó y se puso a dar vueltas con el mismo aire de «esto no ha hecho más que empezar» que había hecho que la noche anterior a Irina le diera un vuelco en el estómago—. Si es que has pensado algo, claro. ¿O dejas que te domine eso que tienes debajo de la falda? Oh, sí, reconozco que es un hombre atractivo. Pero ¿crees que esa cara le durará, suponiendo que no te canses de verla antes de que envejezca? Es disoluto, y demasiado viejo para ti. Aunque se queden contigo, los hombres como él se mueren antes que tú y te dejan envejecer sola y sin dinero.
—¡Sólo tiene cinco años más que yo!
—¿Qué te quedará a ti cuando empiece a hundirse? ¡Un borracho en la cama y acreedores en la puerta!
—Mamá, ya te lo he dicho. Ramsey tiene muchísimo dinero.
—Por ahora. Ya he visto cómo lo malgasta. ¡Igual que tu padre! ¡Tienen agujeros en los bolsillos y la vida es una gran fiesta! ¡Pero unos días nada más! Hasta que una mañana despiertas y te piden un dólar para comprar el periódico.
—De obstinada que eres, te niegas a comprender lo mucho que lo aprecian en Gran Bretaña. Ramsey Acton es un jugador de snooker de fama mundial.
—¡Jugador de snookers! —exclamó Raisa, por no decir «escupió»—. Y esa voz que tiene, esa manera de hablar… Muy de clase baja, hija. No sé cómo puedes soportarlo.
—Me encanta cómo habla. Tiene un sabor que…
—¿Sabor? Es posible que mi inglés no sea muy bueno, ¡pero hasta yo me doy cuenta de que en lugar de boca tiene una cloaca! —Raisa había empezado a agitar las manos como si dirigiera una sinfonía de su amado Chaikovski—. A tu edad no tendría que decirte cosas como éstas. El matrimonio es un asunto práctico, no sólo romántico. En ese sentido yo misma cometí un error terrible, ¡y no puedo soportar ver que tú lo repites! Lawrence no era rico, pero tenía unos ingresos regulares…
—Dejando de lado que Ramsey sí es rico, ¿por qué para ti todo tiene que ver con el dinero?
—¡No estoy hablando sólo de dinero! El matrimonio es una alianza. No quiero decir que sea lo mismo que formar una empresa, no soy tan cínica como crees. Es más como una alianza entre países. Lo que significa que debería redundar en beneficio mutuo. Se hace un fondo común…
—¿Lo ves? ¡Ya vuelves a hablar de dinero!
—No, de dinero no. El «fondo» más importante es la fuerza de vuestro carácter. Pero si insistes en que todo lo que te digo es una visión fría y empresarial del matrimonio, pues muy bien. El carácter es una mercancía. Lawrence era un hombre a toda prueba. ¡Tenía principios, determinación, disciplina! Habría cuidado de ti el resto de tu vida. ¡Era responsable, y ese hombre por el que lo dejaste es un sinvergüenza!
Ergo, Irina sólo había cambiado futuros en oro por vientres de cerdo.
—Por favor, mamá. Si no lo conoces.
Irina se esforzaba ferozmente por no llorar.
—¡Irina, sé de lo que estoy hablando, créeme! Tu padre era un seductor nato. Era guapo, era divertido. ¿Recuerdas todas esas voces que sabía imitar? Al principio me ofreció la gran vida. Pero Charles era un hombre débil, un hombre indulgente que nunca planificó el futuro. Lo único que le interesaba era pasárselo bien, vivir el presente.
—Sí, si quieres que te sea sincera, Ramsey y yo estamos viviendo juntos un presente maravilloso, aunque no espero que me comprendas…
—Oh, sí, ya he visto en qué consiste ese presente maravilloso. Borracho en el suelo de la sala delante de los niños, eso es maravilloso para ti.
—Y sí, lo encuentro atractivo, más que a cualquier otro hombre que haya conocido. Pero también es muy generoso, y muy bueno…
—¿Bueno? ¿Lo que oí anoche era bondad?
Irina inclinó la cabeza.
—De acuerdo. Es una relación… imprevisible. Pero sólo porque hay demasiado fuego…
—¡Te reprendió! Puede que no entendiera las palabras, usa tantas palabras malsonantes que ni siquiera quiero aprenderlas, pero ese tono de voz lo reconozco. Y te digo una cosa, Irina. Nunca le permití a tu padre que me hablara de esa manera. Ya sabes que teníamos nuestras diferencias, pero había una línea que él sabía que nunca podía cruzar.
—Mi padre cruzó montones de líneas, incluida la de liarse con todas las scripts y las extras de ojos enormes que pillaba en cuanto se escapaba de casa. ¡Pero eso no es culpa de Ramsey! ¡Papá no tiene nada que ver con Ramsey!
—Cambias de tema porque éste te hace sentirte incómoda, ¿no? ¡Quieres hacerme recordar a esas putitas para no hablar de lo de anoche! —Raisa se irguió detrás de su hija, que le había dado la espalda—. ¡Es insultante! ¿No tienes orgullo? Lo que oí al otro lado del pasillo… ¡Si se parecía a las peleas que hay en todas las demás casas de esta calle! Otro marido más borracho y gritando, un hombre sin clase que no se respeta a sí mismo y aún menos respeta a la mujer.
—Mira —dijo Irina, volviéndose. A menudo había soñado que le plantaba cara a su madre, y a los cuarenta y tres ya iba siendo hora, pero en las fantasías nunca temblaba—. ¿Qué intentas decirme? ¿Que debería divorciarme? ¿Llegó ayer a tu casa y ya crees que lo conoces mejor que yo, que lo conozco desde hace siete años?
—Si tuvieras un gramo de sentido común, volverías corriendo a tu Lawrence y le implorarías que te perdonase. Le dirías que tuviste uno de esos…, ¿cómo lo llaman los americanos? Una de esas crisis de la edad mediana. Que sabes que te has portado como una estúpida, pero que quieres volver con él. ¡Se lo pedirías por favor!
Irina miró a su madre con la sensación de que les era imposible entenderse. Si alguien tenía orgullo a paladas, ésa era Raisa, lo que significaba que nunca revocaría su juicio, daba igual de cuántos años de devoción monógama y moderada a Rumsee Achtun pudiera, a la larga, dar fe. Aunque Irina y su madre habían discutido por montones de nimiedades —el año pasado porque Irina se había limpiado ligeramente la boca con la servilleta de hilo mientras comían el borscht… ¿para qué otra cosa servía la servilleta?—, los enfrentamientos previos no habían pasado de una mera discusión. Éste no. Éste era una división. Dos palabras que pueden sonar parecidas, cierto, pero cuyas consecuencias no podían ser más opuestas.
Irina levantó las manos y dijo:
—Siento mucho que no te caiga bien.
Después dio media vuelta mientras Raisa le gritaba a su espalda:
—¡No puedo ver cómo se desarrolla una tragedia ante mis ojos y quedarme callada!
Por lo visto, no compartía la opinión de su hija, que pensaba que ahí no había nada más que añadir.
Ahora que en la cocina por fin había terminado ese juicio que, en el fondo, sólo era una demostración de poderío, Tatyana pasó como una flecha junto a Irina en el pasillo, susurrando:
—La kulebiaka. Oh, Dios, eso era lo que olía.
Al volver a la sala, las expresiones culpables de los presentes confirmaban que el rapapolvo fuera de cámara había asegurado con éxito el nivel de audiencia que Raisa necesitaba. Sólo Ramsey parecía ajeno a lo que lo rodeaba, tan embobado con el «Campeonato Mundial de Snooker 1999» como aburridos estaban los niños. Sin embargo, el tono agresivo y acusatorio de Raisa debió de entenderlo, en ruso o no, y la frecuencia con que el nombre de Lawrence había puntuado el sermón de la suegra, y el de Ramsey sonado en las respuestas defensivas de su mujer, habían dejado el asunto perfectamente claro.
Cuando Irina se inclinó y le rodeó los hombros con un brazo, Ramsey mantuvo la vista clavada en la pantalla del televisor.
—Eh, este chisme tiene de todo, cielo. Se puede mover la palanca para atrás, para los lados… ¡Y los efectos de sonido son el no va más! ¡Hasta han grabado la interrupción de ese móvil que siempre suena!
Irina reconoció la figura animada que despejaba la mesa y le pareció una encarnación de su marido con el sello de Looney Tunes. Vestido con el chaleco color perla, «Cyber Ramsey» era severo y adusto, muy distinto del personaje alocado e hiperactivo ahora encorvado con furia encima de los mandos. Los animadores habían puesto el acento en las largas arrugas de la cara, y el pelo se lo habían puesto más gris; desgraciadamente, sus compañeritos de juego, muchísimo más jóvenes que él, sólo lo veían como un vejestorio arrugado.
Lo peor de todo —para los propósitos ocultos de Ramsey— era que el parecido no era el que cabía desear. De ahí que, cuando Raisa volvió a la sala, pisando fuerte y con gesto altivo, mirase la pantalla con desprecio. Su yerno había regalado a los niños un juguete para acapararlo él, y lo único que ella veía era un personaje anónimo de dibujos animados que se movía con sigilo alrededor de una mesa grande y verde.
—Eh —dijo Ramsey—, una de las mejores cosas que tiene volver a casa por Navidad es la oportunidad de ver a la suegra relajado y charlar.
Cuando dijo «charlar», se oyó en mitad del juego el choque de dos bolas y la voz grabada de Dennis Taylor, que exclamaba, admirado: «¡Ya ven, Ramsey Acton sí que sabe meterla!». Pero Raisa no dio muestras de haber distinguido en ese comentario el nombre de su yerno, al que dirigió una sonrisa glacial.
—Veo Irina sólo una vez año ahora que vive en Inglaterra. Y tantos cambios este año, da? Tenemos muchas cosas que hablar.
Ramsey acercó a Irina a su lado y le rodeó la cintura con el brazo.
—Me alegra oír eso. Y también que hayáis terminado, porque —dijo, bebiéndose otro trago del vaso que tenía en la mano libre— tenemos otros lugares donde estar, no sé si me capta. Irina, cielo, ¿te importaría subir y hacer las maletas? He reservado una habitación en el Plaza y hay que registrarse antes de las seis de la tarde, o perderemos la habitación.
Al mirar a Ramsey a los ojos, Irina leyó: Es ella o yo. Era imposible no interpretar así esa mirada. A los cuarenta y tres años era una elección sencilla, y sí, subió y se puso a hacer las maletas frenéticamente en un extraño estado de júbilo. Nunca se le había pasado por la cabeza la sediciosa idea de que en Nueva York había otros lugares donde estar además de esa oscura y opresiva casita adosada de Brighton Beach.
Cuando bajó arrastrando las maletas, Tatyana estaba esperándola.
—Irina —dijo su hermana en un hilo de voz—. ¡No te vayas! Al menos quédate para la cena de Navidad. Ya he llevado los zakuski al comedor, y ese caviar magnífico que compró Ramsey. Irá de maravilla con los blinis. He conseguido quitar todo lo que se quemó de la kulebiaka y tenemos un cochinillo entero asado como plato principal.
—Lo siento, pero no podemos —dijo Irina—. Seguro que has oído algo del follón que me ha montado mamá. O todo. No puedo pedirle a Ramsey que se quede en una casa en la que no es bienvenido.
—Al menos intenta arreglar las cosas un poco, ¡o quién sabe cuánto podría durarle el enfado! Ya sabes lo tozuda que es.
—No es la única tozuda. Y no he empezado yo. Lo siento, Tatyana. Ya sé que te has tomado muchísimas molestias para preparar una comida estupenda. Espero que esto no os arruine el día. Trata de que los niños tengan una bonita Navidad.
—Sólo quiero que sepas que no estoy de acuerdo con mamá —dijo Tatyana, poniéndole una mano en el brazo—. A mí me parece un hombre maravilloso. Apuesto, vital, divertido. Y su acento me enloquece. Es idéntico al de Michael Caine. Además, salta a la vista que te adora, tienes mucha suerte. Los dos tenéis algo increíblemente especial, y espero que seáis felices juntos. Lo siento, pero me parece que lo que pasa es que Ramsey le recuerda a papá.
Cuando Irina volvió a la sala, Ramsey y Raisa estaban frente a frente; él, vestido con la chaqueta de cuero; ella, con el ajustado vestido de lana roja, que tenía unas hombreras que le ensanchaban la espalda hasta hacer que pareciera la de su adversario. Altos los dos, enjutos y nervudos, y duros como la piedra, suegra y yerno se parecían muchísimo. Una catástrofe, aunque sólo fuese porque eran dos prima donnas.
—¿Estás lista, cielo? —preguntó Ramsey a Irina, pasándole las manos por debajo de los brazos y levantándola en el aire antes de bajarla en cámara lenta y depositarla en la alfombra; la subida y el descenso controlado fueron dos movimientos casi deliberadamente coreográficos. Aliviada, Irina rió. Era tan relajante renunciar a todo deseo de agradar, que se preguntó por qué no abandonaba ese vano proyecto más a menudo.
—Lamento mucho que tengáis ir —le dijo Raisa a su yerno.
—Bueno, no tengo mucho tiempo libre esta temporada y, sin querer parecer un ingrato que no aprecia su hospitalidad, mamá, no voy a pasarme todas las vacaciones preocupándome por si la silla está o no en el lugar que usted le asigna en la alfombra, ta!
Cogiendo el Gauloises que siempre llevaba en la oreja, Ramsey se volvió con el pitillo apagado colgando de los labios mientras Irina decía en voz baja: «Adiós, mamá» y le daba a Raisa un expeditivo beso en la mejilla. Cuando Ramsey fue a buscar su maleta, exclamó, con el tono de no haber hecho nada parecido: «¡Caramba, casi me olvido!». Raisa no era la única con dotes histriónicas en esa casa. Ramsey hurgó en el bolsillo de la chaqueta y le arrojó un manojo de llaves. «¡Feliz Navidad! Está en ese aparcamiento de varios pisos que hay a la vuelta de la esquina. Le he comprado un coche».
Y acto seguido le metió un tíquet del aparcamiento en el bolsillo de la pechera; Raisa no habría parecido menos alterada si Ramsey le hubiera dado un puñetazo en la jeta. Cuando se marcharon, a Irina empezaron a darle vueltas en la cabeza dos o tres certezas: que cualquiera que fuese el modelo que esperase a su madre en ese garaje, sería elegante, agresiva y belicosamente elegante; y agresiva y belicosamente caro también; que —puesto que Raisa no había dicho nada de necesitar un coche—, aparte de ser un gasto brutal, el gesto estaba pensado para no expresar absolutamente nada; que su madre nunca le daría las gracias a Ramsey por un regalo tan desmesurado, y que nunca se lo devolvería.
Cuando bajaron del taxi en la calle Cincuenta y nueve, comenzó la Navidad más deliciosa de la vida de Irina. Después de que Ramsey tirase la ropa por el suelo de la grandiosa habitación simplemente porque ahora podía hacerlo, y de que empezara a subir el termostato y a mover como un tonto las sillas de las marcas hechas ad hoc en la alfombra, se bajaron una botella de champán y vieron Qué bello es vivir desnudos bajo la colcha. Después se vistieron de punta en blanco y se fueron al Oak Bar a tomar un poquito más de champán con ostras ya abiertas. Más que optar por la convencional cena de Navidad que servía el hotel, celebraron haberse salvado de platos pesados como los pirozhkí y el salmón envuelto en una masa carbonizada, y prefirieron unos langostinos bien gordos con salsa rosa, rábano picante fresco y croquetas crujientes. Irina agasajó a Ramsey con una traducción entre cruel y cómica de la escena con su madre en la cocina, y prosiguió con una larga reflexión acerca de su padre. Como uno de esos raros regalos de Navidad que en el fondo nos encantan, Ramsey no pronunció una sola vez la palabra «snooker» en toda la noche.
Volvieron a la habitación a la una de la mañana; Ramsey sacó el discman y la invitó a bailar.
—Oh, no puedo —dijo Irina—. De veras, soy muy torpe y no tengo sentido del ritmo. Lo más probable es que termine rompiendo una lámpara. Pregúntale a mi madre.
—Creo que a tu madre no voy a preguntarle nada más en la puta vida. Trae ese culo aquí.
—Ramsey, no. He bebido demasiado, no quiero pasar vergüenza.
Sin dejarse convencer, Ramsey puso «Giant Steps», de John Coltrane, y la sacó a bailar una especie de giga. Aunque al principio no podía parar de reír, a la larga Irina dejó que el ejercicio pasara de farsa a fiesta. Había despreciado toda la vida esos bailes improvisados en las cafeterías y gimnasios de los institutos, muy de moda en los años cincuenta y sesenta, y se escondía en la cocina cuando, en una casa, los anfitriones hacían lugar junto al estéreo. Y en los ochenta, cuando el granito de Manhattan temblaba de tantas discotecas en las que la gente se desnucaba bailando, había preferido las citas tranquilas en un bistrot. En las bodas, lo que hacía era inmovilizar a un invitado que tenía sentado cerca con una conversación seria, igual que si le clavara la mano a la mesa con un cuchillo para cortar carne, muerta de miedo pensando que en cualquier momento alguien podía arrastrarla a la pista de baile. No sabía bailar, odiaba bailar, y no sabía cómo.
Sin embargo, en la habitación del Plaza el único espectador era Ramsey, que, excepción hecha de la noche anterior, era bueno y atento y nunca se burlaría de sus primeros y vacilantes esfuerzos. Ramsey era desinhibido, se movía sin ton ni son y a toda velocidad, lo que equivalía a darle a ella permiso para que reaccionase, o, como mínimo, intentase reaccionar, con un movimiento ridículo cualquiera. Hacía girar los dedos índices con mucha gracia, como en un coro de baile de Motown; levantaba una rodilla y la torcía —parecía que se le había salido la cadera—; la cogía a ella por la mano, la hacía dar una vuelta, la mandaba bien lejos y volvía a acercarla a él como si fuera un papel ondulado, y, por encima de todo, nunca la soltaba. Con un eclecticismo que habría dejado pasmadas a gente como Raisa y Tatyana, mezclaron pasos de shimmy, de jitterbug y de música disco; quebraron el cuerpo como bailarines de tango; menearon el esqueleto al compás de un rock, e incluso, en un guiño a la pesadilla que se había desvanecido por la tarde, se marcaron un ocasional arabesco. En su papel de DJ, Ramsey siguió con Duke Ellington y Sonny Rollins; pasó después a Glenn Miller; no se olvidó de poner un poquito de rhythm and blues (Captain Beefheart) y remató la sesión con un lascivo tema de Sly & the Family Stone, a un volumen tal que Irina agradeció que las paredes del Plaza fuesen gruesas como las de la cámara acorazada de un banco. Algo del ritmo común que habían descubierto en la cama se trasladó a la pista improvisada junto a la cama, y cuando Ramsey puso en el discman la última selección, un toque de modernidad con Ice-T, ella empezó a preguntarse si, como regla general, más que casarnos con el follador perfecto, lo que deberíamos desear es casarnos con la pareja de baile perfecta. Aunque, claro, no tenía nada de malo casarse con los dos.