Después de la firma del Acuerdo de Viernes Santo, a Lawrence lo llamaban para que despotricase sobre el tema en algún programa de televisión casi todas las noches. Como no podía ser de otra manera, mientras esperaba que él volviese, Irina ponía todos los programas en los que estaba previsto que apareciera. Estaba guapo con el traje marrón —muy turbador—, y a ella también la ponía nerviosa esa lucidez que ante la cámara parecía agudizarse. Nadie habría sospechado que hasta hacía pocos años este famoso de la noche a la mañana trabajaba de dependiente en librerías, y los fines de semana, completamente abatido, se apoltronaba frente al televisor para ver un partido de golf tras otro. Aunque ella jamás diría que añoraba esos días deprimentes, algo interesante surgía cuando Lawrence estaba agotado, vencido o triste, algo que el Lawrence engreído simplemente no tenía. Y engreído sí que era, vaya si lo era. ¿Había creado un monstruo haciendo todo lo posible para «apoyarlo»? Cuanto más la deslumbraba él con su autosuficiencia, tanto menos parecía necesitarla. Por consiguiente, al dedicarse todos esos años a reafirmar la seguridad de Lawrence en sí mismo, Irina podría haber estado arrinconando sistemáticamente su propio trabajo, como un miembro de un grupo interno sobre recortes de plantilla cuya misión final es despedirse a sí mismo.
Por lo tanto, fue quizá por el miedo a terminar siendo innecesaria, y por los nervios que le provocaba la idea de ser degradada de pareja en pie de igualdad a subordinada que a medianoche prepara en el microondas las cenas para el Gran Hombre, que se descubrió viendo con cierta dosis de cinismo las entrevistas que le hacían a Lawrence por televisión. Que fuese tan negativo respecto del acuerdo se debía, probablemente, a que no lo había visto venir; ya la semana anterior a ese Viernes Santo había predicho que el impasse en la cuestión de los órganos transfronterizos con poderes ejecutivos tendría enfrentadas a las partes durante años. Y Lawrence detestaba equivocarse. Ella no podía compartir su indignación por la liberación de los presos. Las víctimas estaban muertas; ¿qué más se podía conseguir manteniendo a los culpables en la cárcel? Lawrence despreciaba esa manera de pensar, pero ¿no eran dos o tres frases más cortas un módico precio y por el final de tantas matanzas? Ella nunca diría en voz alta nada tan hiriente, pero él parecía muy sabiondo cuando citaba literalmente párrafos enteros del acuerdo, como el chico que se sabe todas las respuestas y al que los compañeros de clase desprecian.
Así, después de repetir varias noches el mismo ejercicio, se dio el gusto de sintonizar una cadena en la cual estaba segura de que Lawrence no aparecería; concretamente, la BBC1, que en esos días transmitía el Open británico. Quiso la suerte que esa noche jugara Ramsey Acton. Desde Bournemouth, Lawrence se había interesado muchísimo menos por el snooker, cosa que a ella le resultaba inexplicable. Puesto que durante meses había visto poquísimas partidas, Irina había ido acumulando hambre de ese deporte. Tras tanto oír pontificar y vociferar sobre paz y paramilitares, era estupendo ver a un hombre que se entregaba a su oficio con la boca cerrada. Y como Lawrence aún tenía que plantear la posibilidad de volver a cenar con Ramsey, el ocasional torneo televisado le proporcionó a ella la única manera de acceder al viejo amigo de la pareja.
No cabía duda, Ramsey era un tipo bien plantado. Es posible que Irina nunca lamentase de veras no haberlo besado la noche del cumpleaños, pero, mientras seguía un break de ciento treinta y dos, volvió a evaluar la tentación. Ramsey ejecutó una serie de billas asombrosas, dobles ingeniosos y magníficos plants con una gracia y una técnica fascinantes. Pese a que su juego era impecable, algo muy sutil en su comportamiento —aguantar más que presionar, con esa clase de valor que se ve en los funerales— a Irina le recordó al Lawrence de los días sombríos en la calle Ciento cuatro Oeste. De Ramsey emanaba una vulnerabilidad que hacía que ella deseara meter la mano en la pantalla y ponérsela en la sien para tranquilizarlo. Era una tontería, supuso, pero como Lawrence todavía no había vuelto, se permitió apoyar la mejilla en la fría pantalla.
Sólo para apartarse de un salto cuando Lawrence entró.
—¡La pantalla estaba toda cubierta de polvo! —exclamó Irina, apresurándose a pasar la manga por el cristal.
—¡Pero si ése es Ramsey!
—¡Ah, sí, tienes razón! —dijo ella, muy alegre.
—No vas a decirme que ves por televisión a un tipo con el que desde 1992 venimos cenando un par de veces al año y no lo reconoces.
—Bueno, por supuesto que sí. Ahora que presto atención, lo reconozco…
—Entonces ya puedes dejar de reconocerlo —dijo Lawrence—. El segmento para Newsnight lo pasan en diferido y no me lo perdería por nada del mundo.
Sin preguntar, Lawrence cogió el mando a distancia y cambió a la BBC2. A Irina se le hundieron los hombros. Por lo general estaba al día con los hechos de actualidad, pero, sinceramente, esa noche la mera idea de ver otro informativo la aburría hasta dejarla sin saber qué decir. Por lo tanto, no pretendió ser sarcástica cuando afirmó:
—Pero a mí no me interesan los asuntos internacionales. Lo único que me interesa es el snooker.
A principios de mayo Irina insistió tanto con su pareja, el sabelotodo, que por fin lo convenció para que el sábado saliesen a dar un paseo. Esas navidades, en Cornualles, las caminatas se habían visto empañadas por la ansiedad que le provocaba el extraño silencio de Lawrence acerca de un inminente viaje a Rusia. Ahora que él llevaba más de seis meses sin decir una palabra sobre el asunto, Irina empezó a relajarse. Paseando frente al palacio de Buckingham (por increíble que parezca, todavía plagado de marchitas ofrendas florales a Diana), se dijo que la excursión a Rusia debía de haberse cancelado. Por desgracia, tuvieron que acortar la parte que, para Irina, era la preferida del paseo, el circuito de Hyde Park y los jardines de Kensington, porque Lawrence necesitaba ir al lavabo —o, más exactamente, tenía «que echar una cagada», expresión vulgar donde las haya y que la hacía morirse de vergüenza—. De hecho, Lawrence era alegremente explícito en todo lo relativo a sus evacuaciones de vientre, y aunque a ella, como a cualquier mujer, la entusiasmaba la intimidad, consideraba que los informes sobre la textura y el grado de solidez o flotabilidad excedían con mucho los deseos de compartir.
Antes de salvar las dos calles que faltaban para llegar otra vez al apartamento, Irina comentó que necesitaban algunas cosas para la cena y propuso que pasaran un momento por el Tesco, que quedaba a unos diez minutos más al sur.
—De acuerdo —dijo Lawrence—. Te espero en casa.
—¿Por qué no me acompañas?
Si bien no como los de Bethany, trabajados en un Nautilus, Irina tenía los brazos fuertes de tanto cargar hasta dieciocho kilos de comestibles ella sola.
—Odio hacer la compra, ya lo sabes.
—Tampoco a mí me divierte mucho. ¿Acaso piensas que hacer la compra es rebajarse? ¿Que es cosa de mujeres?
—División del trabajo. Más eficiencia.
—No somos una empresa, somos una pareja. Y agradecería que me acompañases.
Lawrence frunció el ceño y la siguió hasta el supermercado a regañadientes. En cuanto llegaron a Elephant & Castle —rematado con un gigantesco elefante de yeso que parecía una alucinación etílica—, un centro comercial con un diseño tan deprimente que era un milagro no tener que esquivar a clientes que saltaban desde la azotea todos los días, Lawrence echó a andar varios metros delante como para desvincularse de la empresa. Cuando Irina le dio alcance en Tesco, lo vio luchar con violencia con un carrito del supermercado. Como no estaba acostumbrado a hacer la compra en Inglaterra, Lawrence no entendía que hubiese que echar una moneda de una libra en la ranura para que el carro se soltase.
—¿Qué te gustaría cenar? —preguntó Irina mientras se ocupaba de la moneda.
Para los hombres, la incompetencia es una táctica. Para esto soy negado, mejor te ocupas tú.
—Todo lo que haces es estupendo, Irina —dijo él, con aire cansino—. Lo que tú quieras.
Para Lawrence, participar en las comidas sólo significaba comérselas. División del trabajo.
Así pues, cuando Irina propuso pollo kung pao, él, sin mucho entusiasmo, contestó:
—Bueno.
Tener carta blanca para decidir el menú podía equivaler a una tonta clase de poder, pero el poder cedido demasiado rápido y de buena gana parecía no tener valor alguno.
Abriéndose camino con agilidad entre los clientes, Irina cogió chiles, muslos de pollo, verduras variadas, leche, queso, jamón, pan y mostaza Colman’s. Pero perdía a Lawrence a cada paso, pues él tomaba el pasillo a toda velocidad cuando lo veía despejado, o se demoraba detrás de ella, de mal humor y negándose a pedirle a nadie que se quitara de en medio. Así las cosas, era más problemático ir de compras con Lawrence que sin él (aunque, claro, de eso precisamente se trataba).
—¿Qué es todo esto? —se quejó él cuando vio que en el carro ya no cabía prácticamente nada.
—Tus almuerzos, entre otras cosas. ¿De dónde crees que vienen los sándwiches? ¿Que los traen las hadas?
El tema arrojó una sombra sobre el final del paseo del sábado. Irina se preguntó adónde iban a parar los sándwiches que le preparaba si era verdad que almorzaba con Bethany en Pret a Manger.
Habían elegido muy mal la hora. El gentío que acudía al supermercado a la salida del trabajo ya lo había invadido todo, y las colas para pagar se extendían casi quince metros por los pasillos. Lawrence, cada vez más lívido de ira, no hacía más que mirar el reloj. A medida que se acercaban, a paso de tortuga, hacia la parte delantera del supermercado, se negó incluso a sonreír cuando Irina se detuvo a leer los sabores, entre cómicos y exóticos, de las patatas fritas del Tesco —«bistec a la brasa con salsa de pimienta», «pasanda[28] de pollo cremosa con coriandro», «cordero asado con hierbabuena», «costillas a la pequinesa con cinco especias»—, que hacían pensar en una comida completa que prometía un buen puñado de hidratos de carbono y mil doscientas calorías.
—¿Qué te parece «pavo relleno, boniato caramelizado, coles de Bruselas y una copa de cabernet merlot»? —le propuso—. ¿O «salmón con rúcula, tarta de queso al café y Hennessy XO doble para tomar vestido con esmoquin rojo y negro»? Apuesto a que le añaden un toque de la ceniza del pitillo de sobremesa.
Pero Lawrence no estaba para bromas.
—A la mierda —dijo, cuando por fin salieron—. Prefiero morirme de hambre.
—Te morirías de hambre si yo no hiciera colas como ésta dos o tres veces por semana.
—No sé cómo lo aguantas. Si fuera por mí, viviría de galletas con mantequilla de cacahuete y cerveza de la tienda de la esquina.
—No lo harás aunque no vivas conmigo. Pero no te preocupes, no volveré a pedírtelo. Se ve a la legua que Tesco es demasiado cutre para Don Experto en Resolución de Conflictos.
No es de extrañar, pues, que cuando volvieron al apartamento el humor de ambos se hubiera agriado un poco. Sin embargo, harta de su experimento desde hacía mucho tiempo, y convencida ahora de que el asunto estaba archivado, Irina decidió que ya era hora de acallar el pérfido rumor que había hecho correr esa zorra de Blue Sky.
—Entonces —dijo, como quien no quiere la cosa, mientras deshuesaba los muslos y Lawrence fregaba los platos—, eso que oí de pasada en el instituto hace unas semanas, ¿es cierto? Algo sobre un viaje a Rusia, ¿puede ser?
—Ah —dijo Lawrence, enjabonando a conciencia un vaso de agua que sólo necesitaba un enjuague—. Creí que te lo había dicho.
Arrancar un trozo de cartílago requirió un grado parecido de concentración.
—Sabes perfectamente que no me lo has dicho.
—Bueno… Supongo que he ido dejándolo para más adelante.
—Sí, yo también lo supongo. ¿Por cuánto tiempo te vas?
—Un mes, más o menos.
—¡Un mes! —El cuchillo se detuvo un momento—. ¿Y cuándo?
—Dentro de un par de semanas.
—¿Y cuándo pensabas decírmelo? ¿Mientras hacías las maletas para ir al aeropuerto?
—En realidad, esta noche, si tú no lo mencionabas antes.
—¡Ja! Ahora es fácil decirlo.
—Pero ¿qué crees? ¿Que iba a desaparecer?
Mientras quitaba la piel de otro muslo, Irina volvió a sopesar lo difícil que le resultaba decirle a Lawrence qué pensaba mientras lo pensaba, y se obligó a preguntarle, con atrevimiento:
—¿No has considerado la posibilidad de que te acompañe?
—No —dijo él, desestimando la idea y echando al suelo agua del fregadero—. Te aburrirías.
—Es mi país. ¿Por qué iba a aburrirme?
—No puede ser tu país si nunca has estado allí. Y tú misma has dicho que intentas poner todos los kilómetros posibles entre tú y tus orígenes.
—Lo que intento es poner todos los kilómetros posibles entre mi madre y yo —dijo Irina, picando chiles—. Y nunca me he tragado ese sentimentalismo suyo por un lugar del que se fue cuando tenía diez años. Pero eso no significa que Rusia no me interese.
—Olvídalo. Costaría una fortuna. En Moscú los hoteles son un robo para los extranjeros. Y me imagino que por nativa no te tomarán.
—Gano mi propio dinero; podría pagármelo. Además —añadió, algo tímida, cortando una bolsa de grasa de pollo—, a lo mejor podrían pagarme algo si te hago de intérprete.
—La beca Carnegie cubre el coste de un intérprete. Alguien con más experiencia, por supuesto. También nos gustaría organizar una escapada a Chechenia. Nunca conseguirías la autorización para entrar.
—Yo no tengo por qué ir a Chechenia. Podría quedarme en Moscú.
—Pero, Irina, ¿es que no te das cuenta? Tienes trabajo. Ésta sería una gran oportunidad para avanzar mientras yo estoy de viaje.
—Tengo bastante adelantado el encargo de Puffin, y también podría llevar el kit de dibujo.
—¡No vas a rendir nada encerrada en un hotel! —dijo Lawrence, untando una galleta con mantequilla de cacahuete—. Y si lo hicieras, entonces no tendría sentido que vinieses a Rusia.
Hasta ahí la conversación recordaba a la balada «Cruel War», de Peter, Paul & Mary, en la que una chica apela repetidas veces a su amante soldado para que la deje acompañarlo a la batalla. La chica expone varios argumentos; le propone, por ejemplo, recogerse el pelo y ponerse uniforme para hacerse pasar por su camarada. Al estribillo, «¿Por qué no me dejas ir contigo?», sigue a intervalos regulares un acongojado «No, amor mío, no», si bien en los argumentos con los que Lawrence trataba de desanimarla, la congoja brillaba por su ausencia. Según recordaba Irina, todas las súplicas de la chica de la balada caían en saco roto, menos el último, e hizo un esfuerzo por inventar un verso eficaz para su situación. «¡Lawrence, oh, Lawrence!». (De acuerdo, en la canción el soldado se llama Johnny, pero el sustituto no estaba del todo mal). «Me temo que eres cruel. Te quiero más que nadie. / Te quiero mucho más de lo que jamás podré expresar con palabras. / ¿Dejarás que vaya contigo?». Al final, un susurro suave y sibilante: «Sí, mi amor, sí».
—Pero yo te quiero —le soltó Irina, dándose cuenta, al decirlo, de que las canciones folk lacrimógenas no eran la mejor fuente de inspiración a la hora de engatusar a un sabelotodo como Lawrence Trainer—. No puedo obligarte a que me lleves, y lo entenderé si no lo haces. Pero te echaré de menos. No quiero que pasemos un mes separados.
Por desgracia, esta vez no cabía esperar el «sí, mi amor» de la canción.
—Yo tampoco, Irina —dijo Lawrence—. Pero los dos tenemos ciertas obligaciones, ¿de acuerdo? Y ya nadie lleva a la novia o a la mujer en los viajes de trabajo. Este viaje es un asunto de hombres.
—¡Ah! Si es un asunto de hombres, ¿eso significa que Bethany no irá?
—Bethany no es la mujer de nadie. Es una investigadora.
Irina cogió otro puñado de chiles.
—O sea, que va.
—No lo sé. Puede que sí.
—¡Sí que lo sabes! ¡Y puede significa sí!
—Pero… ¿qué pasa? Bethany habla ruso perfectamente y…
—¡Yo también!
—¡Pero tú no eres investigadora de Blue Sky, no estás al tanto de la guerra separatista de Chechenia y no tienes la beca Carnegie!
—Olvidas decir que tampoco soy una putilla.
La pila de chiles picados ya formaba una montaña incluso para los desmedidos criterios de Irina, y refulgía con malas intenciones.
—Mira, nos pasaremos el día haciendo entrevistas. Te sentirás fuera de lugar.
—¡Lo que pasa es que quieres tu propio viaje, un viaje especial! —estalló Irina. En suma, que la imagen invitaba a tirar histriónicamente al suelo todos los preparativos de la cena, pero ellos no eran esa clase de pareja—. Sabes muy bien que podría ir si pagamos mi parte del viaje, y has dicho que soy muy buena y que sé estar a la altura de tus colegas del gabinete. ¡Pero no me dejarás ir porque quieres toda Rusia para ti solo, para que sea tuya y no mía!
Apoyado en el mármol, Lawrence parpadeó. No acostumbraban a poner subtexto sobre la mesa, del mismo modo que Lawrence no acostumbraba admitir que había tal subtexto.
—Y si quisiera… —dijo él, después de un silencio—, si quisiera tener mi viaje especial, ¿qué tendría de malo?
—Nada —dijo Irina, derrotada, repasando, sin apetito ya, los ingredientes para el pollo kung pao—. Excepto que la alternativa sería hacer algo juntos y tener Rusia como una experiencia compartida y no como un país que has colonizado para ti porque llegaste primero.
—Irina —dijo Lawrence, con una seriedad infrecuente en él—. Es importante que cada uno conserve su independencia.
—No creo que conservar la independencia sea nuestro problema.
—No sabía que teníamos un problema.
—No —dijo Irina, afligida—. No lo sabías.
Si la finalidad de la comida bien condimentada era moverse en la delgada línea que separa el placer del dolor, al parecer era posible pasar rápidamente al dolor a secas. El pollo salió más picante que nunca, y ni Irina ni Lawrence consiguieron comer más de un par de bocados.
La quincena anterior a la partida de Lawrence para Moscú fue civilizada, pero tensa. Irina no retiró lo que había dicho sobre el «viaje especial», ni suavizó su sentimiento de ofensa por no haber sido invitada. Cuando llegó el momento de que Lawrence saliera para Heathrow, los dos acordaron que no era sensato que ella lo acompañase al aeropuerto. Mientras miraba por una ventana de la sala si llegaba el taxi, Lawrence preguntó, fingiendo que no le interesaba mucho:
—Bueno, ¿piensas ver a alguien mientras esté de viaje?
—Sí, claro. Supongo que sí.
—¿A quién?
Irina ladeó la cabeza con gesto burlón.
—Pues… a Betsy, a Melanie. Las sospechosas habituales.
—Y supongo que verás también a tu editor. Y a ese autor con el que estás colaborando.
—Sí, también.
Era puro diálogo de relleno, y a Irina la desconcertó que hubiera empezado él. Lawrence conocía a sus amigas, y respecto de los que elegía para ver en su ausencia, ella estaba obligada a decírselo, pues eran cosas que salían cuando hablaban por teléfono.
—¿A alguien más?
La expresión de Lawrence era tan ansiosa que ella la captó.
En otra vida, o en otra relación, habría podido tranquilizarlo explícitamente. Pero, por las mismas razones por las que él no confesaba lo que pensaba cuando hacían el amor (fueran cuales fuesen), nunca habían hablado de lo sucedido aquella noche en Bournemouth el otoño pasado, y mucho menos del tormento de la noche en que Ramsey cumplió cuarenta y siete años. Si alguna vez iban a hacerlo, ése no era ni el momento ni el lugar. El aire que los separaba llevaba semanas crepitando, y el taxi podía llegar de un momento a otro. No obstante, Irina le aguantó la mirada un segundo de más y tiñó su respuesta con una gravedad perceptible, rogando para que él comprendiera.
—No.
La señal de alivio en la cara de Lawrence pareció indicar que la conversación había sido un éxito, aunque no había manera de saberlo a ciencia cierta.
Irina trabajó mucho mientras Lawrence estuvo en Rusia. Como estaba cabreada con él, no sufrió, y ni una sola vez se paseó por el apartamento con esa distracción y esa indecisión que de vez en cuando la habían afligido cuando él estuvo en Sarajevo. Se levantaba puntualmente en cuanto sonaba el despertador; recogía los granos de café una vez que encendía la cafetera y, con actitud militante, se iba enseguida con la taza al estudio. Con tanta aplicación trabajaba en la mesa de dibujo, que las ilustraciones para La ley de Miss Capacidad corrieron el peligro de salirle demasiado retocadas, y terminó el proyecto mucho antes de que venciera el plazo. Daba largos paseos a última hora de la tarde, aunque, más que pasear, marchaba. Encontró tiempo para ver a algunos amigos dos o tres noches por semana, inyectando a esas salidas una vivacidad tal que Betsy comentó que se encontraba muy en forma. Se cuidó también de mantener el consumo de alcohol en un nivel moderado, y de comer de un modo sensato, aunque fue incapaz de resistir las ganas de fumarse un pitillo que otro como un acto de rebeldía para con Lawrence.
En resumen, funcionó como un mecanismo poco aparatoso y eficiente que tenía su propio trabajo y sus propios amigos, y el hecho de que en ausencia de Lawrence se encontrase bien, gracias, le proporcionó una satisfacción que podría calificarse de mezquina. Con todo, ese bien, gracias, tenía un lado delgado y quebradizo, como si Irina se hubiera convertido en uno de esos crujientes panes escandinavos que nunca tienen bastante sal. Si sus noches a base de sándwiches de beicon que no tardaba nada en despacharse eran agradables por lo sencillas, también eran demasiado sencillas. Puede que fuese vergonzoso para una mujer emancipada de los años noventa, pero Irina estaba poseída por un profundo impulso a hacer las cosas para otro, y cuando todo se reducía a sacar su propia basura, a respetar sus propias ganas de comerse una galleta de avena o una loncha de cheddar, la mitad del tiempo le daba pereza hacerlo.
Cuando se masturbaba por la tarde, la gratificación física era técnicamente más pronunciada que cuando se veía obligada a depender de los servicios de Lawrence, dolorosamente imperfectos. Sin embargo, incluso en ese ámbito, la sencillez terminaba pareciendo un aguachirle. Es posible que cierta medida de lo que hace mucho más interesante el sexo con otra persona sea justamente lo que no funciona. El orgasmo más atronador seguía pareciendo insignificante si no se compartía, y a diferencia del deleite que seguía a un buen polvo, en privado no había «sobremesa». Echaba de menos la presunción post coitum, la tácita felicitación común por un trabajo bien hecho.
Así pues, su competencia en solitario a lo largo de ese mes sólo sirvió para demostrar que, viviendo sola, eso era lo mejor que podía tener, y a eso le faltaba mucho para ser bueno. Al volver, tras los paseos, a un apartamento vacío, no podía contarle a Lawrence la fastidiosa invasión de evangelistas americanos en el Rincón de los Oradores de Hyde Park, que ahogaban con sus discursos a los malhumorados socialistas que hablaban subidos a una caja de jabón, y que, en la era post-Blair, se habían vuelto un anacronismo pintoresco y sólo para turistas, como las clásicas cabinas de teléfono rojas. No contadas, las historias parecían no haber ocurrido del todo. Así estaba Irina, pues, arrojada una vez más, e inexorablemente, a verse a sí misma como una mujer que, más que el prestigio profesional, la prosperidad económica, el respeto de sus pares o la camaradería de los amigos íntimos, lo que deseaba era un hombre. Si eso la hacía estrecha de miras y, desde el punto de vista biológico, un lugar común, no realizada como individuo o carente de respeto por su propia persona, que así fuera.
Dicho hombre, sin embargo, era poco comunicativo, incluso tratándose de Lawrence. Él le echaba la culpa de la escasez de llamadas telefónicas a una agenda demasiado frenética, pero las pocas conversaciones que mantenían estaban plagadas de tantos silencios, que a veces Irina imaginaba que había algún problema en la línea. A Lawrence nunca le había gustado hablar por teléfono, eso ella ya lo sabía, y si en su discurso incluía reuniones contadas y vueltas a contar o discursos cien veces repetidos sobre las justificaciones históricas para la secesión de Chechenia, siempre se refugiaba en hechos. Los dos eran lo bastante torpes para tocar temas delicados cara a cara, por lo cual la grieta que Irina había abierto entre ellos por culpa de ese viaje, difícilmente se salvaba con unas llamadas breves —y caras— desde un hotel de Moscú. Al menos a él no lo ofendían las contundentes repeticiones sobre lo maravillosa que podía ser su vida cuando él no estaba; si es que ella deseaba que se ofendiera, claro. En el pasado habían tenido problemas, los dos, a la hora de conceder la más difícil de las licencias románticas, el permiso para divertirme sin ti. Por su parte, Irina tenía que parecer interesada en las aventuras de Lawrence. ¿Por qué no había querido llevarla? ¿Por qué las ventajas de anexionar toda la tundra para los dos no compensaban la mezquina emoción de anexionarse el país de ella para él solo?
La música de la cerradura de la puerta del apartamento desafinaba. La habitual sinfonía cantarina del llavero de Lawrence hizo sonar el aire quieto de la tarde, y el ruido del metal en el escudete fue brusco y desagradable. Acostumbrada ahora a tener todo el apartamento para ella sola, Irina se sintió invadida. También era el apartamento de Lawrence, se dijo, y no había nada impertinente en que él entrase sin llamar. Ella esperaba que en el pasillo resonara el tradicional reclamo de apareamiento —«¡Irina Galina!»—, pero sólo oyó unos pies que se arrastraban y un portazo. Lawrence entró pesadamente en la sala y descargó las maletas. Aunque agotado, parecía más joven de lo que Irina recordaba, y se veía a la legua que había perdido peso.
—¡Hola! —dijo al entrar, y le dio un beso en la mejilla. Pero no la miró a los ojos.
Para los íntimos, hasta las separaciones breves son un distanciamiento, pero durante un momento la distancia pareció tan grande, que ése podría haber sido un primer y torpe reencuentro platónico después de una separación angustiosa.
—Hola —dijo Irina, con cierta timidez, y preguntó—: ¿Café? ¿O prefieres deshacer primero las maletas?
—No, mejor tomemos café antes.
Lawrence la siguió a la cocina echando un vistazo al apartamento con la curiosidad nerviosa de un huésped que sólo había estado allí una vez y no recordaba muy bien dónde estaba el lavabo. Sin duda sólo quería confirmar, con su paternalismo de siempre, que Irina había pasado la aspiradora. Pero como se quedó sin hacer nada mientras ella molía el café, sí que parecía distraído y el largo comentario de Irina sobre los problemas que había tenido con el grifo de agua caliente sonó a tediosa cháchara doméstica. Así y todo, alguien tenía que decir algo. Por Dios, un mes en Rusia no debería dejar a nadie sin saber qué decir.
—Bueno —dijo Irina cuando llevaron el café a la sala. Lawrence echó una mirada crítica a su vaso; no le gustaba con tanta leche—. ¿Todo bien?
—Sí, bien —dijo él.
—Estás pálido, Lawrence. Y más delgado.
—Falta de sueño —dijo—. Las últimas noches. Hubo algunos conflictos en el grupo, por si nos solidarizábamos o no con los chechenos. Nos llevó horas discutirlos. ¿Más delgado, dices? Bueno, ya sabes que la comida en Rusia…
—No, la verdad es que no sé nada de la comida en Rusia. Nunca he estado en Rusia.
—¿Llevo aquí sólo diez minutos y ya quieres pelea?
—Lo siento, no quise parecer tan mordaz. No quiero pelear. Aunque sólo sea porque no se me da bien.
—Se te dio bastante bien antes de que me fuese.
Era Lawrence el que parecía querer pelea. Mantuvo la vista enfocada cuarenta y cinco grados a la izquierda de la cara de Irina, como si al otro lado de la mesa hubiera sentada una tercera persona. Y no probó el café.
—Bueno, te gustará saber que Betsy está de tu lado. «Irina, es un viaje de trabajo», me dijo. Y me señaló que si de verdad yo quería ir a Rusia, podía ir por mi cuenta.
—Tiene razón.
—Lo sé. Fue una pesadez. —Bebió un sorbito—. Aunque dudo que vaya. Ya ne jotela syezdit v Rossiyu. Ya jotela syezdit v Rossiyu s toboi.
—Irina, ¿quieres parar, por favor? —exclamó Lawrence.
Irina se estremeció. Había intentado expresar sus pensamientos con ternura conciliadora. Sin embargo, en ese «yo no quería ir a Rusia; yo quería ir a Rusia contigo», Lawrence sólo oyó fastidio.
—Lo siento. Dibujar es apasionante en un sentido, pero mi trabajo consiste en pasarse el día sentada y sola en una habitación, y a veces te envidio porque vas a lugares interesantes y conoces gente.
—No es culpa mía. Si quieres una vida profesional más movida, haz otra cosa.
Era desconcertante; los dos estaban diciendo básicamente lo mismo, pero la coincidencia adquiría incondicionalmente la forma de una disputa. Incluso cuando ella inclinó la cabeza y dijo: «Ya sé que no es culpa tuya. Eso es exactamente lo que estoy diciendo», siguieron sin parecer estar del mismo lado. Irina se dio por vencida y cambió de tema.
—A propósito, mi madre ya ha preguntado si iremos para Navidad.
—Ah, fantástico.
—Claro que siempre podemos ir a Las Vegas si lo prefieres… —amenazó Irina.
—A cualquier parte menos a Las Vegas. Supongo que Brighton Beach nos libra de tener que hacerlo.
—A mi madre le caes bien.
—Le cae bien cualquiera que le diga que lleva un vestido muy bonito.
Irina sintió una creciente desesperación por darle a Lawrence alguna razón positiva para haber vuelto a casa. De momento sólo había vuelto a una mujer amargada porque la había dejado sola con un trabajo aburrido y una familia pesada. Sin embargo, lo único que pudo hacer fue echar mano de la misma clase de cumplido del que Lawrence acababa de burlarse.
—Hablando de lo cual, me gusta tu camisa nueva.
Que Lawrence llegara luciendo ropa que ella no reconocía había realzado ese lado desconocido de él cuando entró. El cuello redondo negro, con una línea diagonal roja y el punto blanco, una especie de alusión al constructivismo ruso, era más atrevido y, francamente, mucho más elegante de lo que Lawrence acostumbraba a ponerse.
—Ah, sí, la compré en Moscú. En GUM.
—¿Fuiste de compras? ¿Sin que nadie te obligara poniéndote una pistola en la sien?
—No veo qué tiene de sospechoso. He comprado algunas cosas en la vida.
—No he dicho que sea sospechoso. Sólo que no es nada típico de ti.
—Bueno, yo… Busqué algo para ti. De hecho… —Se levantó y rebuscó algo en las maletas hasta que volvió con una bolsa de plástico y se la dejó con brusquedad en las manos. La tarjeta no se veía por ningún lado. Ni el papel de regalo.
Puesto que son tantos los regalos que terminan siendo un tiro por la culata, hace falta valor para darle algo a alguien. Un regalo que no encaja con tus gustos sólo sirve para delatar que el que regala no tiene la más remota idea de quién eres. Por consiguiente, presentarse en la puerta con un paquete podía ser más peligroso que llegar con las manos vacías. Llegar con las manos vacías sólo tiene un riesgo, el de parecer desconsiderado o tacaño. Quitando la gratuidad genérica como una bonita botella de alcohol —y el regalo neutro también corre el riesgo de parecer demasiado impersonal o cauto—, cualquier regalo puede dejar como un tonto a quien lo hace, y a la relación, como una farsa.
Pero la gargantilla que Irina sacó de la bolsa era muy bonita, una cinta de terciopelo negro con un delicado esmaltado floral en el centro. El ramo, delicadamente pintado contra un fondo color crema, era típico del finift de Rostov. Entonces, ¿qué tenía ese regalo que no convencía del todo? ¿Una intención oculta? Visto el tenor quisquilloso de esa vuelta a casa, ¿resultaba terrible que le trajese algo que pudiera apretarle la garganta, estrangularla? Era absurdo. No, era sólo la curiosa sensación de que podría haber sido cualquier otra cosa. Veamos, Lawrence no había parecido impaciente por darle la bolsita en cuanto entró, ni había preguntado ansioso si le gustaba cuando ella sacó la gargantilla del papel de seda; ahora tampoco se afanaba para enseñarle a manejar el cierre. De ahí que Irina tuviese el pálpito de que, comprado quizá a toda prisa el último día con tal de darle algo, ese regalo no significaba mucho para él, en cuyo caso difícilmente podía ser importante para ella. Aunque fuese una gargantilla cara, Irina se habría emocionado mucho más si le hubiera traído un paquete de condimentos rusos para palomitas.
¡Ay, estaba siendo irracional! Lawrence había sudado la gota gorda en ese viaje, y era un gesto muy tierno que hubiese encontrado un minuto para comprarle un souvenir. Así pues, le dio las gracias muy efusivamente y se la puso.
Después lo siguió al dormitorio, donde él empezó a deshacer las maletas, frustrada porque sólo eran las cuatro y media de la tarde, hora que excluía una actividad más propicia para un reencuentro, como una copa o ir a cenar no demasiado tarde. No obstante, se quedó de una pieza cuando él le anunció que se iba a Blue Sky porque tenía que llevar sin falta al despacho una caja con documentos del viaje.
—¿No puedes hacerlo mañana?
—Tengo que ponerme al día con el correo. No te preocupes, volveré para cenar.
La caja era pesada. Lawrence decidió llamar un minitaxi. Irina bajó con él para esperar el coche en el bordillo. Sabía que tenía trabajo atrasado en el despacho. Sin embargo, había algo muy, muy extraño en eso de haber estado fuera un mes entero y largarse después de una taza de café que en realidad no había tomado. Irse así estaba tan fuera de lugar, era tan alarmante a un nivel sísmico y tectónico, que, en cuanto Irina se puso a pensarlo, la cabeza empezó a vibrarle. No sabía si poner el salmón para la cena a marinar en una salsa de vainilla o condimentarlo con semillas de sésamo y soja.
Cuando el taxi frenó, se miraron a la cara.
Haciendo gala de esa agobiante inseguridad que Lawrence era incapaz de soportar, Irina preguntó:
—Te alegras de verme, ¿verdad?
Pero, en lugar de mostrarse enfadado, él la miró largamente a la cara, muy serio, y después, por primera vez desde que llegó, la miró a los ojos, y la abrazó y apretó con fuerza contra el pecho.
—Por supuesto que me alegro —dijo—. Y mucho.
Irina agradeció tanto ese momento de calidez, que pareció borrar de un plumazo toda la belicosidad anterior de Lawrence, y se tocó la gargantilla decidida a no ver en ese detalle un regalo cualquiera, sino a atesorarlo para siempre, porque era hermoso, y porque cualquier cosa que viniese de Lawrence tenía muchísimo significado. Así y todo, cuando él se fue a toda prisa en el taxi y le dijo adiós con la mano, asegurándole que a más tardar estaría de vuelta a las nueve, Irina tuvo la inquietante impresión de estar diciéndole adiós en un sentido más profundo, no como una se despide normalmente de un hombre que, apenas cuatro horas después, volverá para la cena.