7

El Open británico se jugó en Plymouth durante las vacaciones de Semana Santa. Cada vez más propensa a quedarse escondida en la habitación del hotel, Irina solía ver las noticias. Aunque había sido incapaz de sacarles siquiera un «Eh, es una buena noticia, ¿no?» a los jugadores reunidos en el bar, los canales comentaban hasta la saciedad esa ocasión de trascendencia «histórica»: a última hora de la noche del Viernes Santo, los políticos de Belfast habían alcanzado un acuerdo que pondría fin oficialmente al problema de Irlanda del Norte, que llevaba ya treinta años contaminando a la nación.

La firma del Acuerdo de Viernes Santo no fue un acontecimiento beneficioso en la vida de Irina; pero sí para Lawrence Trainer, y los magnates de medios como la BBC y la CNN no estaban dispuestos a dejárselo olvidar. Como reconocido experto que era, siempre disponible para las cadenas de Londres, a Lawrence se lo veía hasta en la sopa. Irina se pasó días enteros en los que no pudo encender la televisión sin tropezar con la cara de su ex, cuya mirada la atravesaba con una expresión que ella interpretaba como de reproche. Lawrence era ambicioso. Lawrence estaba bien considerado. Lawrence no bebía más de la cuenta ni fumaba más de la cuenta —en realidad, no fumaba—. Lawrence no bailaba al son de nadie ni se rebajaba de jugador a hincha.

Estaba guapo; el traje marrón que se ponía para las entrevistas realzaba la calidez de sus ojos sombríos. Y hablaba con tal seguridad en sí mismo que Irina no pudo más que preguntarse si, ahora que se habían separado, las cosas le iban mejor de lo que ella había pensado. Lo cual no tenía nada de malo, claro; en realidad, era muy bueno. Entonces, ¿por qué la hacía sentirse tan desamparada verlo en tan buena forma? Lawrence parecía haber memorizado todo el documento, pues citaba textualmente párrafos enteros y tenía siempre a mano una opinión sobre todos y cada uno de los aspectos del acuerdo. Ese antiguo desprecio del que siempre hacía gala durante las cenas, afloraba ahora a la superficie cada vez que el entrevistador planteaba la cuestión de la amnistía total para los presos paramilitares, un cheque en blanco regalado por el acuerdo para dejar a todos en libertad. A Lawrence no le gustaba nada. «Eso significa que un montón de asesinos convictos y confesos», le dijo a Jeremy Paxman, de la BBC2, «terminarán cumpliendo una pena inferior a la que les correspondería por una multa de aparcamiento impagada. Pero…, todo por la paz, ¿no? De la justicia se puede prescindir».

Lawrence era popular en los medios de comunicación, donde destacaba como la única Casandra en un coro de Pollyannas. En su avidez por ver la otra cara de todo ese caos, la mayoría de los comentaristas sólo tenían elogios para el acuerdo y no se detenían a leer la letra pequeña. Sólo Lawrence observó que la mayoría absoluta requerida para aprobar en la asamblea una legislación de suma importancia política era una fórmula que sólo traería un estancamiento, y que los escollos principales de las negociaciones —la reforma del cuerpo de policía y el desarme de los grupos paramilitares—, más que resolverse, se habían dejado para un día muy lluvioso. La suya fue la única voz que llamó a la prevención, pero quedó ahogada por el espíritu festivo de todos los demás, que lo celebraban como en medio de una borrachera. Aun así, quedó como el más valiente por enfrentarse a los vientos que soplaban. Tuviese o no razón, Irina estaba orgullosa de él.

No obstante, ella tenía un sexto sentido que le decía que de verdad sería mejor —todo por la paz, ¿no?— que Ramsey se perdiera todas esas apariciones públicas de su predecesor. Tales premoniciones se abatían a veces sobre ella en esos días, llevándola a eludir cualquier tema de conversación en el que pudiera surgir el nombre de Lawrence. Pero, puesto que pensaba a menudo en él —¿cómo no hacerlo?—, y que en la mayoría de sus historias de la última década Lawrence estaba presente de una manera u otra, no mencionarlo equivalía a erradicar de su discurso muchas de las confidencias que la acercaban a su marido. Es posible que demasiada cautela fuese peligrosa.

Y, dado que a Ramsey el Acuerdo de Viernes Santo le interesaba tanto como las costumbres migratorias de los caribús, fue bastante sencillo privarlo de esos informativos, si bien hubo una o dos noches en que Irina apagó el televisor en cuanto lo oyó meter la llave en la cerradura. Una noche, mientras él estaba practicando y ella no corría ningún peligro, y con Lawrence pontificando una vez más en ITV, la invadió una ternura tan intensa, que, aunque sabía que era una tontería, apoyó la mejilla en la pantalla en un gesto sentimentaloide y dramático típico de su madre.

Pero calculaba el tiempo que era un desastre. El mando a distancia estaba otra vez sobre la cama cuando Ramsey entró. Irina se apartó del televisor de un salto, buscando en vano el botón de encendido que nunca usaba, y cogió un calcetín.

—La pantalla estaba toda cubierta de polvo —dijo, apresurándose a pasarle el improvisado trapo. Cuando encontró el mando, ya era demasiado tarde.

—Mira, el Hombre del Anorak.

—¡Vaya, tienes razón! —dijo ella alegremente.

—No irás a decirme que oyes la voz del tío con el que viviste diez años, ves la cara tamaño natural en la tele y no reconoces a ese imbécil.

—Bueno, por supuesto, ahora que presto atención, lo reconozco…

—Sabías que iba a salir por la tele, ¿no? Por eso me empujaste para que fuese a entrenar. Eso se llama «cita televisiva».

—Pero Ramsey… ¡Hace una semana que Lawrence sale en todas las cadenas!

Error.

—¿Ah, sí? Y tú has sido una telespectadora fiel, supongo. Es curioso que no mencionaras ni una vez que lo habías visto.

—¿Por qué tendría que hacerlo? Está hablando del Acuerdo de Viernes Santo, que a ti te hace un efecto somnífero.

—Porque no soy un intelectual y no me interesan los asuntos internacionales. Porque lo único que me importa es el snooker.

No habría sido muy diplomático que Irina hubiese dicho: «Así es».

—No se lo puede envidiar por dos o tres días de gloria, no hay muchos expertos en Irlanda del Norte. Además, piensa una cosa… Lawrence debe de ver tu cara por televisión un día sí y el otro también.

—Pero él no tiene que ver cómo miras mi cara cuando salgo por la tele. ¿O me equivoco?

—No —dijo Irina—. Tiene que ver, en su imaginación, en todo caso, con que me follas como un cabrón todas las noches. ¿Quién se lleva la mejor parte?

Por supuesto, eso era sólo el comienzo, y como tantas otras trifulcas, ésta también se prolongó hasta altas horas de la madrugada. Sin embargo, cuando terminó, Irina no pudo desprenderse de algo que esta vez no era una admonición a seguir viviendo con Ramsey como si Lawrence Trainer nunca hubiese nacido, sino la inquietante visión de esos ojos marrones y hundidos que la escarificaban desde la pantalla con una mirada de censura. ¿Qué se le había perdido a ella en Plymouth? ¿Desde cuándo su solución para llenar el demasiado tiempo libre que tenía era aumentar vertiginosamente el consumo de cigarrillos? En realidad, ¿desde cuándo tenía tiempo libre? ¿No la horrorizaba antes la mera idea de no hacer nada? Puffin se había portado muy bien dándole otros seis meses para entregar La ley de Miss Capacidad. Por «asuntos personales». Pero ¿no debería guardarse esos permisos para casos de enfermedad o de urgencia? ¿Ya había conseguido otro encargo? ¿No solía asegurarse siempre de tener otro proyecto en la cola? ¿Y no echaba de menos esas tardes febriles en las que una ilustración la consumía tanto que se olvidaba de comer? No tenía nada de malo divertirse de vez en cuando, pero ¿no había sido ese estado de concentración su propia definición de diversión, más que beber y follar y hablar de absolutamente nada con jugadores de snooker? En cierto sentido, Lawrence había pasado de ser su ex a ser su álter ego, su ángel de la guarda, la voz de la Irina que siempre sacaba sobresalientes.

Y esa transformación no se producía únicamente en su cabeza. Puede que fuese una perfidia aprovechar su acceso ilimitado al ordenador portátil de Ramsey (que él básicamente usaba para contestar los mensajes que los admiradores enviaban a su página personal en Internet), pero Irina había establecido contacto por correo electrónico con su expareja, para ver cómo andaban las cosas. Pero tomaba precauciones. Leía y contestaba los mensajes sólo cuando estaba segura de que Ramsey no iba a entrar de improviso; por superstición, cambiaba la contraseña de su cuenta de Yahoo todas las semanas. Los suyos eran mensajes discretos, alusiones a frecuentes «diferencias de opinión» que surgían en su nueva vida, en la que era difícil penetrar. No le contaba a Lawrence lo disipadas que se habían vuelto casi todas sus noches, ni a cuántos torneos había acompañado a Ramsey esta temporada. De hecho, lo había acompañado a todos.

Naturalmente, habría sido cruel pretender entretenerlo contándole los mejores momentos —las ruidosas fiestas en los bares, las canciones, ese olvido amniótico que era despertar en brazos de Ramsey—; pero aquello de lo que más lo protegía habría sido mucho más doloroso. Desafiando el negro pronóstico de Lawrence, según quien una vida con Ramsey sólo prometía aburridas reposiciones de las mismas viejas historias de snooker, lo que siempre mantenía a la pareja despierta hasta las cuatro de la mañana, más que el sexo, era el palique. Ramsey la escuchaba; Lawrence esperaba que terminase de hablar. Tal era el impulso de Ramsey a diseccionar lo principal, que podría haber aprendido el valor ocasional de lo que no se dice.

En comparación, las discusiones con Lawrence siempre habían tenido una extraña tendencia a truncarse. Cuando valoraban a un conocido, él se apresuraba a pegarle una etiqueta —«Es un idiota»— como quien pega las señas en un paquete en la oficina de correos. Enseguida se iba por la tolva y ya no había nada más que decir. Con Ramsey, la conversación sólo despegaba —y después podía seguir volando horas y horas— en el punto exacto en que, con Lawrence, la nave que se dirige a la Tierra se detenía con un chisporroteo. Cuando hablaba de la gente, Ramsey se fascinaba con los aspectos más sutiles como Lawrence con las nimiedades del Acuerdo de Viernes Santo. Mientras ella, con suavidad, consiguiera apartar del snooker a su marido, como si lo guiara alrededor de una alcantarilla abierta, él exteriorizaba intuiciones increíblemente agudas sobre, pongamos, el padre de Irina, quien, había señalado Ramsey, se escondía detrás de acentos extranjeros porque había perdido contacto con el sonido de su propia voz. O Irina recordaba cómo, cuando tenía doce años, su madre se había arrodillado preocupada en el dentista y murmurado con ternura que ella nunca habría aceptado ponerle a su hija esos molestos aparatos por razones estéticas y que sólo lo había hecho porque el dentista aseguraba que era una «necesidad médica». Ramsey exclamó: «¡Menuda arpía! ¿Tu vieja habría impedido que te arreglasen los dientes si sólo hubiera sido para que estuvieses guapa?». Era extraño, pero hasta ese día ella nunca se había detenido a reflexionar sobre esa atroz frase de su madre.

Y si bien era verdad que Irlanda del Norte hacía que Ramsey entrase en coma, en relación con otros muchos asuntos de actualidad él podía aplicar provechosamente la misma intuición natural sobre lo que fastidiaba a la gente, aunque le costara Dios y ayuda no liarse. Lawrence no había hecho otra cosa que no liarse. Lawrence se centraba en el qué; Ramsey, en el quién. Para Ramsey, la política giraba en torno a personas concretas y algo chaladas que nunca conseguían nada bueno. Decía, por ejemplo, que Milosevic tenía cara de «bebé que acaba de ensuciar los pañales y al que le encanta que los demás se ocupen de limpiar la caca». Cuando, en Arkansas, dos muchachos asesinaron a varios compañeros de estudios con las escopetas de sus respectivos abuelos, Irina no supo qué decir. Ramsey, en cambio, dijo: «Bueno, en tu país no van a impresionar a la novia sacando buenas notas en inglés, ¿no?». La disculpa de Clinton por la esclavitud durante un viaje a África le provocó una carcajada. «¿Qué sentido tiene pedir perdón por algo que no has hecho? Ese tipo es un imbécil, y encima se hace el mojigato. ¡Si revienta de orgullo! Cuando uno lamenta algo de verdad, se avergüenza de sí mismo». Y un paseo rápido por los telediarios podía dar lugar a comentarios asombrosamente astutos. «Parecen personajes de Marvel Comics, ¿no? ¿O crees tú que tu presidente y el primer ministro dicen “armas de destrucción masiva” sin morirse de risa?».

Pero, claro, lo último que ella le contaría a Lawrence era que, con Ramsey, hasta las discusiones sobre sucesos de actualidad eran más divertidas y más ricas en reflexiones que las escuetas clases que él le había dado mientras fregaba los platos. En una palabra, los mensajes de Irina tendían a ser breves. Y los de Lawrence lo eran aún más. Cierto, a veces sí se permitían una diatriba encarnizada sobre el tema Ramsey. (Aunque por lealtad conyugal es probable que Irina debiera haberle dicho que se guardara para él los pensamientos desagradables sobre su marido, por alguna razón nunca pudo armarse de valor para revelarle que Ramsey y ella se habían casado). Pero el continuo tema dominante de Lawrence era que Irina debía volver a trabajar a toda costa. Y tenía razón. Él la conocía a la perfección. Como si le diera pistas para que recordara una palabra que ella tenía en la punta de la lengua —empieza por i—, Lawrence era capaz de recordarle quién era.

Justo cuando Irina se disponía a tomar la firme decisión de volver a sus ilustraciones, el siguiente torneo del calendario era nada más y nada menos que el Mundial, el único que Ramsey podía esperar, y con razón, que ella presenciase. De ahí que Irina accediera, si bien por primera vez le dio rabia. Tanto snooker ya le parecía una exageración.

Jugadores y comentaristas hablaban del Crucible de Sheffield en voz tan baja, que se había imaginado el lugar como un edificio con una fachada majestuosa, dorados, guirnaldas, coronas de ramas de olivo talladas en piedra, gárgolas en las esquinas y una sala con palcos revestidos de terciopelo y arañas relucientes. Pero ¡qué decepción! El verdadero Crucible tiraba más a mole de hormigón construida no mucho antes de los sesenta, una década particularmente nada augusta en lo que a arquitectura se refiere. Pisar el linóleo se parecía a andar por la arena; las alfombras eran delgadas y, en general, la atmósfera recordaba a la de un instituto público de enseñanza secundaria mal construido. O sea, que hasta el edificio puso a Irina de pésimo humor.

Ahora bien, a esas alturas llevaba vistas ya ni se sabe cuántas partidas, y había aprendido algunas de las reglas más complicadas, por ejemplo, cómo un empate absoluto puede resolverse con una negra vuelta a poner en la mesa. Además, cuando miraba a Ramsey, Irina también se jugaba algo en el resultado. La victoria o la derrota determinarían si esa noche, una vez acabada la partida, Ramsey lo celebraría presa de una euforia maniaca, lanzándola al aire y bailando por la suite al compás de un tema de Charlie Parker, o si se pondría a rumiar mientras daba cuenta de una cena servida en la habitación y buscaría pelea. No obstante, toda una temporada seguida equivalía a miles de frames. Por mucho que Irina apreciara ahora que no hay ningún juego absolutamente igual a otro, al cabo de siete meses de sobredosis de snooker todos habían empezado a parecerle idénticos. Deprimida tras asistir a las primeras rondas del Mundial, no tuvo más remedio que admitir que estaba aburrida. Y no sólo un poco aburrida. Estaba mortalmente aburrida, estaba que se subía por las paredes. Tan aburrida estaba, que ya no podía más y tenía ganas de matar a alguien.

Por si fuera poco, y para mayor exasperación de Irina, este año Ramsey llegó a la final. Ella, en la intimidad de sus pensamientos y sin el menor rastro de arrepentimiento, lo que ahora quería era que quedara descalificado cuanto antes para poder —por fin, por favor— volver a casa. En cualquier caso, cuando al final de la partida Ramsey tendió la mano para felicitar a John Higgins y aceptó el séptimo trofeo de finalista que llevaba ganado en toda su carrera —no una elegante urna de plata, sino otro plato de cristal tosco y pesado—, no había cortesía ni gesto elegante capaces de disimular una desolación que a toda esposa decente le angustiaría ver en la cara del marido.

Pues ella estaba casada con un hombre de un talento singular, objeto de semblanzas en fanzines y de entrevistas en la BBC; la gente los paraba en la calle. Ramsey Acton y su juego eran dos cosas que fascinaban al mundo entero, con una sola y notable excepción: su mujer. En esos días, más que cautivada por sus asombrosas tacadas largas, sus ingeniosos breaks y deslumbrantes plants, lo que Irina hacía era mirar las partidas con los párpados a media asta. Ahora, lo que más lo diferenciaba de los otros jugadores era esa excelencia que ella no sólo daba por sentada, sino que ya no podía ver. Mientras se abría paso, con culpa, por la sección de familiares e invitados para bajar a consolarlo, le volvió a la cabeza una frase pronunciada durante aquella cena fundamental el día del cumpleaños de Ramsey, en julio: «Es extraño ver cómo lo que te atrajo de alguien puede ser lo mismo que con el tiempo terminas despreciando». Ramsey no se había equivocado. De momento, el snooker sólo la aburría. Después de otra temporada de acompañar a Ramsey a todas partes, llegaría a odiarlo.

Cuando por fin la limusina emprendió el camino de vuelta a Victoria Park Road, a principios de mayo, Ramsey estaba decididamente amargado. Siempre se ponía muy susceptible cuando quedaba segundo, fortaleciendo así el mito popular según el cual, en el fondo, Ramsey Acton no creía en sí mismo y acababa perdiendo cada vez que de verdad estaba a punto de conseguir el título. Lo único que dijo en voz alta fue algo sobre una vaga molestia intestinal, aunque era demasiado tímido para decir si porque cagaba demasiado o demasiado poco. A Irina empezaba a parecerle un poco desquiciante esa relación desconcertante y complicada de Ramsey con sus tripas; entre marido y mujer, semejante timidez en lo tocante a las necesidades fisiológicas básicas era ridícula.

Por mucho que hubiera anhelado durante meses volver a «casa», cuando entró en la desolada residencia de tres pisos de Ramsey se le cayó el alma al suelo.

Por lo visto, la casa a la que de verdad había deseado volver era el apartamento de Borough. Echaba de menos la vajilla victoriana hecha a base de piezas de juegos distintos, las múltiples filas de botecitos de especias, su batidora de los años cuarenta, retocada que era un primor con esmalte verde y manila. Haber abandonado sus variopintas pertenencias la hacía sentirse una pájara que se había ido de casa dejando atrás toda una camada de objetos domésticos. Sin embargo, ese duelo por los objetos familiares del hogar abandonado —las pilas de grandes boles para pasta, la azucarera de porcelana de Delft con jarrita para la leche a juego—, pudo utilizarlo como médium de un dolor al que aún no era capaz de hacer frente en su forma animada. Pues cuando el antiguo apartamento se le aparecía mentalmente, oía el tintineo ritual de la llave en la cerradura e «¡Irina Galina!» resonaba por el pasillo.

Era una tarde de primavera bastante fresca. Cuando Irina sugirió que fuesen a dar un paseo por Victoria Park, esperó que no se notase demasiado que, después de dar tanto la lata para volver a Londres, le entrase desesperación por salir apenas puso un pie en la casa. Los patos del estanque tenían ramitas y cáscaras de cacahuetes pegadas en las patas. Después de meses de demasiado champán y partidas de snooker en locales oscuros y mal ventilados, Irina estaba exhausta, y no se le ocurría gran cosa de que hablar como no fuera el único tema que debía guardarse para ella. Ramsey era su marido. No sería considerado —ni prudente— confiarle, el mismo día en que él la hizo traspasar el umbral, que había otro hombre que le daba lástima.

—Me muero de ganas de cenar en casa esta noche —dijo Irina cuando pasaron delante del quiosco del parque, donde también servían comidas rápidas—. ¿Te importa?

—Qué pesadez —dijo él—. ¿Tienes ganas de hacer la compra, cocinar y fregar los platos?

—Hace meses que lo que más añoro es una noche tranquila y normal.

—Como con Lawrence.

—Como contigo, tarugo. Llevas desde octubre sacándome a cenar todas las noches. Lo menos que puedo hacer para agradecértelo es prepararte la cena.

Así pues, fueron a pie hasta el Safeway de Roman Road, atrayendo por el camino numerosos saludos de los transeúntes. A veces la amabilidad de los desconocidos era conmovedora, pero ese día Irina deseó que dejasen a Ramsey en paz. En el pasillo de las verduras, mientras ella pensaba en la posibilidad de preparar berenjenas salteadas con dientes de ajo casi enteros, Ramsey puso en el carro brócoli orgánico. Irina no tenía nada contra el brócoli, pero no estaba en el menú de esa noche.

—Mira, quería hacer unas berenjenas que… —comenzó a decir Irina, con mucho tacto.

—No es que me encante la berenjena —dijo él, cogiendo zanahorias y calabacines.

—¿Tienes algo en mente para esta noche?

Ramsey se encogió de hombros.

—Cuando no salgo, siempre como lo mismo, verduras al vapor con arroz integral.

—¡Pero eres jugador de snooker! —estalló Irina, toda consternada—. ¡Cuando no despilfarráis el dinero, coméis patatas fritas y tostadas con alubias! ¡Nada de comiditas sanas macrobióticas!

—Nosotros —dijo Ramsey, más duro que una piedra— no tenemos que comer basura sólo para encajar en los estereotipos de apostadores como tú.

Exasperada, Irina miró el paquete de pimientos que tenía en las manos.

—Pensaba prepararte pollo kung pao.

—¿Kung qué? ¿Qué es eso? —preguntó él, con desconfianza.

—Pollo picante.

—¿Con mucha pimienta, quieres decir? No como picante. Nunca he entendido por qué hay que mezclar la comida con una tortura.

Era cierto; Ramsey nunca pedía platos que cortasen la respiración. Incluso en Best of India siempre se había decidido por una versión británica envilecida —una bazofia, vamos— del pollo tikka, que picaba lo mismo que una sopa de tomate.

—Mi madre sostiene que mi apetito antinatural por la comida picante es un acto de rebeldía. Dice que todo empezó cuando me puso tabasco en el pulgar, para que no me lo chupara. Yo todavía era pequeña. Pero me lo chupaba igual, aunque se me saltaran las lágrimas. Por lo visto, terminó gustándome.

Ramsey enarcó una ceja.

—Se me ocurre otra cosa a la que podríamos echarle tabasco.

—Mmm… Creo que te picará un poquito.

Por desgracia, por más que flirtearon no consiguieron resolver esa colisión de gustos, e Irina se llevó una decepción extrañamente dolorosa.

—Bueno, si quieres prepara ese pollo pao no sé qué —la apremió Ramsey—. Yo puedo hacer las verduras con arroz.

—No pienso hacerme una cena aparte para mí. —Resignada, dejó los pimientos en el estante y masculló—: Bozhe moi! Mi madre, si no quería que me chupase el pulgar, habría tenido mejor suerte cubriéndomelo con verduras al vapor y arroz integral.

Cuando Irina cogió un litro de leche, Ramsey dijo:

—No tomo lácteos.

Irina se cruzó de brazos.

—Te he visto tomar lácteos estos últimos siete meses. ¿Vieiras con crema de azafrán? ¿O crees que en Oscar’s usan tofu licuado?

—Hago excepciones cuando como fuera.

—Pero tú comes fuera todas las noches.

—Más motivo para eliminar la lactosa cuando vuelvo a casa. Además, la única excepción que hago es la crema de azafrán.

Irina frunció el ceño. Tales incompatibilidades, aunque no tuvieran mayor importancia, deberían no tener la más mínima ante el amor verdadero; no obstante, tuvo que luchar contra la absurda impresión de que esas manías de Ramsey con la comida eran catastróficas.

—Espero que no te importe que te lo diga, pero te engañas, te engañas a ti mismo y eres un hipócrita.

—¡Caray! Menudo golpe para los supermercados Safeway.

—Ramsey, a mí la comida me importa mucho.

—Entonces comprenderás que a mí también me importe.

—Como a casi todos.

Por fin estuvieron de acuerdo en algo. Sin embargo, para confirmar que no terminaban con un rotundo empate a cero, Irina no pudo más que preguntar:

—¿Palomitas sí comes?

—Se me pegan en el estómago. Y saben a poliestireno, ¿no?

—Si tú lo dices —dijo ella, totalmente abatida, y devolvió al estante las cuatro bolsas de rosetas de maíz Dunn’s River que había cogido.

Volvieron andando por Roman Road con las malditas bolsas del supermercado, cargando los dos excesivo peso en una mano para poder cogerse de la otra.

—A propósito —dijo Irina—. Sospecho que la historia esa del tabasco que contaba mi madre es apócrifa.

—¿Apo… qué?

—Oh, no tiene importancia.

Ramsey le soltó la mano.

—Me duele muchísimo que hagas eso. Me hiere.

—¿Que haga qué? —Irina se detuvo y se encaró con él—. ¿Qué he hecho?

Ramsey dejó las bolsas en la acera.

—Cada vez que usas una palabra que no conozco o mencionas alguna noticia que se me ha pasado…

—¿Como la muerte de Diana?

Se miraron, de pies a cabeza, y se midieron. Al cabo de un instante, Ramsey sólo pudo concluir que Irina estaba de guasa, pues no cabía duda de que ese comentario quería decir algo más, y puso una expresión de sorpresa y horror.

—¿Quieres decir que ha muerto?

Irina le dio una palmada en el hombro.

—Lamento tener que darte la noticia.

—Se me ha ido el apetito al carajo —dijo Ramsey, esforzándose y recogiendo las bolsas, y siguió andando—. Nos saltaremos el té y a mí me dará por llorar.

—En un momento como éste, llorar no será suficiente, amigo —dijo ella, acomodándose al paso de Ramsey—. Sólo un sati me impresionaría.

—¿Un sauté?

—No me hagas caso, era una broma.

Irina quiso volver a cogerlo de la mano, pero él la apartó.

—¿Lo ves? Ya has vuelto a hacerlo —dijo Ramsey, con acritud—. No me hagas caso, no tiene importancia… Eso es tratar a la gente con condescendencia. Sé que te gusta mi polla, pero tú pareces pensar que mi cabeza sólo es un GPS para transportarla hasta tu chocho.

—Mira… Si explicas un chiste, pierde la gracia.

—Tú me tomas por un donut[25].

—¿Un qué?

—¡Irina, por favor! Una yanqui debería saber qué es un donut.

—Cuando un norteamericano dice donut, por regla general lo que quiere es comérselo.

—¿Lo ves? Aunque no sea gracioso, quieres que te lo explique.

—Vale, vale —dijo Irina—. Sati, la costumbre india. La viuda se arroja a la pira funeraria del marido para que la quemen viva.

—Un poco exagerado, ¿no?

—Se parece a lo de enterrar al poderoso con sus cosas, y una mujer es eso, una cosa. Una cuestión feminista importante en el subcontinente.

—Bueno, no estuvo tan mal, ¿no? A mí me ha resultado interesante. ¿Y qué decías de un paquete de…? ¿Cómo era?

—¿Un paquete de apócrifos? —Irina sonrió y le apretó la mano—. Más o menos, un paquete de gilipolleces. Significa mítico, imaginario.

—Entonces, ¿por qué no dijiste mítico?

—Porque sí sería condescendencia cambiar la palabra que me apetece usar sólo porque supongo que no la vas a entender. Pero lo siento, no creo que seas un donut. Vives en un mundo muy… —Irina se esforzó por encontrar un término más apropiado que «estrecho»—, en un mundo muy enrarecido. Es posible que mi vocabulario sea más amplio que el tuyo porque yo fui a la universidad y no hacía novillos en el instituto para pasarme el día en salones de snooker, pero tampoco gano cientos de miles de libras al año por mi célebre juego de ataque. En cuanto a los asuntos de actualidad, vivir con Lawrence…, bueno, ya sabes, no tenía más remedio que estar al día. Porque casi no hacíamos otra cosa que hablar de política. Y no me estoy jactando de nada. En realidad, es espantoso.

La cocina de Ramsey, enorme y anticuada, conservaba sus rasgos originales victorianos, pues él había comprado la casa antes del azote de «renovación» que había padecido Londres, esa práctica incomprensible de sacar a la venta una propiedad a un precio considerablemente más alto por el mero hecho de haberse tomado la molestia de arruinarla. Los armarios eran de roble macizo, y el viejo fregadero de dos senos, de loza auténtica. Las baldosas eran de pizarra; las frías encimeras no eran de mármol triturado con resina, sino de mármol de verdad, y la colosal cocina Aga era una pieza de museo. Sin embargo, los utensilios se reducían a un cuchillo sin filo y una cuchara de palo. Ramsey tenía un pote pequeño (para el arroz), uno grande (para las verduras) y uno de esos cacharros para cocer al vapor y por los que siempre desaparecen hojas.

Cuando Irina emprendió la descorazonadora tarea de cortar el brócoli en flores, siguió preguntando por los parámetros de su nuevo régimen de cocina: nada de mantequilla, nada de queso, nada de harina procesada ni de cereales. Nada de carnes rojas, ni sal ni azúcar.

—Dices que nada de azúcar, pero ¿de qué crees que está hecho el sauvignon blanc? —preguntó, señalando con la cabeza la copa del tamaño de una pecera que Ramsey había llenado hasta el borde.

—Tanto más motivo para no echar más en la comida —dijo Ramsey, encaramado en un taburete junto a la larga mesa de madera.

—¿Y salsa de soja?

—Salsa de soja es lo suyo.

—Pero la salsa de soja es puro sodio, tiene mucho más sodio que una pizca de sal de mesa.

Ramsey se encogió de hombros.

—A mí me gusta.

—¡Y a mí me gustan la mantequilla irlandesa, el parmesano y el solomillo de ternera!

—Pues no te cortes.

—No vamos a sentarnos a comer dos comidas distintas. No tardaremos nada en terminar durmiendo en camas separadas.

—¿Y eso a qué viene?

—No sé explicarlo, pero sé que hay una relación. Tenemos que poder comer juntos. Además, ¿de dónde viene todo ese absurdo ascetismo? ¿Te secuestró una secta de amargados?

Mientras ella iba picando las verduras, Ramsey le contó que a principios de los ochenta había tenido una crisis. De adolescente había sido un prodigio que batía récords a troche y moche. Cuando se hizo profesional, al principio causó sensación en todos los torneos; su juego cortaba la respiración a los aficionados con la facilidad de una cortadora de césped eléctrica. Pero después Steve Davis y Alex Higgins entraron en el circuito y él tuvo que aprender a nadar entre dos aguas.

—Steve Davis era más o menos el Stephen Hendry de ahora, ¿no?

—Exacto. Ni pizca de gracia. Un mariquita de esos que, si pueden, se te comen hasta los guisantes hervidos. Juega de un lento que te cagas. No puedo decirte lo que se mosquearon los apostadores en aquellos días, cuando Davis ganó otro puto mundial. Y por el otro lado estaba Higgins, Jack the Lad, el malo. Rápido y sucio. Presionaba más fuera de la mesa que jugando. Sobrevalorado en lo que se refiere al producto, pero un genio a pesar de todo —dijo Ramsey, no sin envidia—. Usa toda clase de trapos con estampado de cachemira y unos sombreros ridículos. ¿Sabías que Higgins se agenció un certificado médico para no llevar pajarita? ¡No sé qué trola metió acerca de una enfermedad de la piel!

—Ramsey, a ese tío le falta poco para ser uno de esos indigentes que duermen en cajas de cartón y se lavan en las estaciones de autobuses. ¿Por qué sigues tan cabreado con él?

—¡Porque tuve que aprender a nadar entre dos aguas! —(Un mantra)—. Yo no me cargaba a mis rivales en la zona VIP ni me disfrazaba para ofender a los árbitros. No podía competir con Higgins para clasificarme, y ni lo intenté. Pero tampoco podía competir con Davis porque era un imbécil redomado. Y aburrido. Al menos yo tenía un poco de buena onda.

—Estábamos hablando de comida con sal y sin sal —dijo Irina. Le dolía la mano de cortar las zanahorias con el cuchillo romo—. Pero ¡sorpresa! Por un motivo u otro hemos terminado hablando de snooker.

—Puede que maree la perdiz porque esa época no es uno de mis recuerdos preferidos. Dejé el circuito. Iba borracho como una cuba casi todos los días. Me alimentaba de patatas fritas, me pulí toda la pasta. No me caen bien los tíos que piensan que hace falta talento para terminar en el arroyo. Pero lo que quiero decir es que Ramsey Acton nunca hace nada a medias.

—¿Y cómo saliste? —preguntó Irina, con cautela. Los hombres parecían contar con orgullo historias de degradación personal, y pronunció ese tópico con dejo agrio—. ¿Al final tocaste fondo?

—Fondo, lo que se dice fondo, no. Las cosas siempre pueden ser peores. No. ¿Qué salva a todos los hombres, cariño?

—¿Los cereales integrales?

—Una tía, por supuesto. Ariana. Ya te hablé de ella.

Cuando Ramsey le mencionó por primera vez a la mujer de Shanghai, a Irina el nombre le había parecido irritante.

—Te refieres a la tonta y sufrida.

—Me vio jugar en Pontis cuando yo tenía diecisiete años y nunca lo olvidó, ¿vale? Después, allá por 1985, me encontró en un pub de Manchester mientras yo le metía una bronca al camarero. Ya iba por los últimos tragos. Fue como un ángel en mi vida. Me puso a dieta, una dieta muy estricta a base de arroz integral, y me llevaba en coche al club local todos los días. Un coñazo, ya lo sé, pero recuperé mi juego, aunque nunca volvió a ser el mismo. Nunca confías en algo que pierdes, da igual que vuelvas a encontrarlo. Como pasa con una mujer, si lo piensas bien. Tontea, se lía con otros y vuelve, puedes besarla y reconciliarte, pero no ser igual de cariñoso.

Era laborioso picar pensando sólo en verduras que tendría que cocer al vapor. Toda la alegría de cocinar desaparecía si Irina no podía echar muslos de pollo troceados, cacahuetes y montones de chiles impíos.

—Parece que tienes una historia de mujeres que te siguen y te limpian los mocos. A veces tengo la impresión de que a Jude le reprochas que no fuese sumisa, que no estuviese dispuesta a lamerte las botas.

—¿Qué coño te pasa?

—En primer lugar —dijo Irina, inclinándose sobre una zanahoria hasta rozarla con la frente—, me pasa que estoy hasta las tetas de preparar la cena más asquerosa que he preparado en la vida básicamente para atender una superstición tuya que se remonta a los años ochenta. Pasas olímpicamente de estos edictos dietéticos cuando estás de viaje. O sea, casi todo el año. ¿Por qué tengo que cocinar como si estuviera en un ashram zen sólo para que tú puedas seguir en contacto con una conversión en el camino de Damasco y una zorra vegetariana que te besaba el culo?

—¿Damasco?

—Bah, no tiene importancia.

—Llámalo superstición si quieres, a mí me da lo mismo —dijo Ramsey, con frialdad—. Me gusta limpiar el organismo cuando termina la temporada. Purificarme. Sí, ríete, no me importa. El Hombre del Anorak lo haría.

Irina dejó de picar. El poco apetito que le quedaba se marchó rodando como la última rodaja de calabacín. Estaba claro que esa noche no iba a ser la encarnación de la normalidad que tanto había deseado. Pero la normalidad tal como una vez la había entendido era, por lo visto, cosa del pasado. Hasta ahora Ramsey y ella habían estado en las nubes —priva, sexo o, simplemente, estando juntos— o angustiados por el último terrible maltrato que Irina había infligido al pobre Ramsey sin siquiera darse cuenta. Cuando abandonó a Lawrence, había repudiado, sin ser consciente de lo que hacía, una vida perfectamente estable, y de momento no sabía bien si cambiar las aguas cristalinas de las palomitas y la televisión por la caída en picado de esos últimos siete meses era un timo o el mayor chollo en toda su vida de mujer ahorrativa. En cualquier caso, una vez lanzada por una gran ola en mar abierto, lo cierto es que no hacía mucho bien pensar si habría sido más sensato o más relajante dar vueltas en bote en un estanque de patos.

—¡Para mí es decepcionante! —exclamó Irina, todavía con el cuchillo en la mano—. ¡Di que es patético si quieres, pero me gusta dar de comer a la gente!

—Me vas a dar de comer a mí.

—Comer, sí, comer… Una asquerosidad.

—Pues eso es lo que quiero comer. ¿Por qué no ibas a estar más feliz que una perdiz?

—¡Y dale con la perdiz! Porque me gusta preparar cosas. No es tan diferente de ilustrar libros, otra cosa que solía hacer bastante en los viejos días. Me gusta cocinar platos interesantes, excitantes y hermosos. ¡Es el equivalente culinario de los muñecos de palotes y los arbolitos de piruletas!

—Entonces no es para mí, qué diablos. Cocinas para tu satisfacción personal, no para darle de comer a la gente. Lo que quieres es que te diga que está todo muy bueno y que eres estupenda en la cocina.

—¡Oh, no digas gilipolleces! A ti te gusta que tu público disfrute con tu juego, ¿no? —Estaba claro que las analogías con su trabajo caían en saco roto—. Bueno pues, preparar arroz integral con verduras hervidas todas las noches se parece a meter las bolas en las troneras una y otra vez.

—Al carajo la cena —dijo Ramsey, levantándose del taburete y tirando al suelo, con un solo movimiento del antebrazo, todas las verduras que Irina había picado—. Salgamos.

Irina se quedó mirando el desparrame de brócoli y zanahorias cortadas en rodajas con arduo esfuerzo, y se enfureció al ver todo ese desperdicio. Así y todo, sintió un cosquilleo en la piel. Hasta ahora había sido Ramsey el que empezaba todas las peleas, y para ella fue gratificante no encogerse de miedo por una vez, sino enfadarse.

Ramsey le levantó el mentón.

—¿A qué todo esto? No puede ser sólo por el brócoli.

Irina cerró los ojos y, estremeciéndose, espiró.

—A Lawrence le encantaba cómo cocinaba.

—El Hombre del Anorak está al otro lado del río —dijo Ramsey, acercando las caderas de Irina a las suyas—. Puedo llevarte allí en coche en veinte minutos. Apuesto a que se pondrá loco de contento cuando te vea. Dile que toda esta aventura ha sido un error. Si vamos en coche, llegarás a tiempo de prepararle una cena bonita de esas que a ti te gustan. Con azúcar y sal y montones de chiles.

Ésta era la primera vez que Ramsey le hacía una oferta tan generosa, y si lo hubiera hecho desde el otro extremo de la habitación, habría sido una declaración de guerra. Pero con los brazos de él rodeándole la espalda, la cosa era muy diferente, y ella le puso las manos en el cuello.

—No seas… donut. Pero sentémonos unos segundos. Sírveme una copa de ese sauvignon. Tenemos que hablar de algo, y tienes razón. No sólo es por el brócoli.

Bajaron a la sala de snooker del sótano y se sentaron en el sofá. Irina le gorreó un Gauloises a Ramsey y se puso a lanzar humo con fuerza, celebrando así no tener que soportar la mirada reprobadora de Lawrence. Evitó pensar que su consumo diario, que antes nunca había pasado, como máximo, de uno o dos pitillos, había aumentado furtivamente a medio paquete.

—Puedo vivir sin mi ropa y sin las cosas de mi antigua casa —dijo, bajo el brazo de Ramsey—. Pero dejé un proyecto sin terminar. Tengo que recuperar mis dibujos y el material. Así que prepárate, porque tendré que ir y ver a Lawrence.

El brazo que la rodeaba se puso rígido.

—¿Verlo? ¿Por qué? Ese menda trabaja, ¿no? ¿Todavía tienes las llaves? Podemos ir juntos y sacar todos tus bártulos mientras él no está.

—Mira —dijo Irina, y se enderezó fingiendo que quería sacudir la ceniza—. No quiero que un día Lawrence vuelva del trabajo y se encuentre con que he pasado a llevarme todas esas cosas sin preguntarle siquiera cómo está. Sería demasiado. Además…, quiero cerciorarme de que está bien.

—¿Cómo va a estar bien si lo ha dejado su chica? ¡Que se apañe!

—Eh, un momento. No esperarás que no vuelva a verlo nunca, ¿eh?

—¡Eso es justo lo que espero! ¡Ahora eres mi mujer, así que nada de tonterías!

—Una cosa sería si Lawrence me hubiese golpeado, o si me hubiese vaciado la cuenta corriente —dijo Irina, tomando un potente trago de vino—, pero ha sido siempre pura amabilidad y generosidad ¡y no pienso agradecérselo dándole la espalda con total sangre fría!

—Me estás haciendo polvo obligándome a oír lo bueno y amable que siempre fue el Hombre del Anorak… ¡Si es tan jodidamente bueno y amable, vuelve con ese roñoso!

Irina se levantó.

—¿Sabes una cosa? Cada vez que discutimos, es decir, tres veces por semana, dudas más de esta relación. ¿Para qué nos casamos si sólo ha sido para ofrecerte una oportunidad tras otra de amenazarme con el divorcio? Además, haces trampa. Pareces un jugador de póquer que apuesta pilas enormes de fichas en cada mano. Para ver tus cartas, el otro tiene que arriesgar todo lo que tiene. ¡Y eso, ya que estamos con la metáfora del póquer, también significa que estás echándote un farol!

—¿Un farol, yo? ¡Una mierda! —gritó Ramsey, saltando del sofá y haciendo tintinear las llaves del coche delante de las narices de Irina—. ¡Te llevaré a ver al tierno y adorable Hombre del Anorak ahora mismo!

—¡Lo haces para no tener que hablar de un problema concreto! —le contestó Irina, también a gritos—. Mira, tengo que recuperar mis cosas y no pienso entrar a escondidas en ese apartamento antes de que Lawrence vuelva. O: sí, estoy enamorada de ti, pero nunca he dicho que no volvería a ver a Lawrence sólo para que tú te sientas seguro. ¡No! Siempre tenemos que tratar la gran cuestión de si lo nuestro va a durar, y por eso nunca nos concentramos en las pequeñas, es decir, las únicas que nunca en la vida podrás entender. ¡Es infantil, Ramsey! ¡No consigues resolver esos pequeños problemas y resulta que el grande es opinable!

—¿Opinable? ¿Qué quiere decir «opinable»? ¡Ya puedes meterte esa palabra por donde te quepa!

Irina soltó una carcajada. Al parecer, la discordia doméstica era un deporte. En otoño, ella había dejado de estar en forma, pero ya empezaba a recuperar tono muscular. Es posible que la mejor esperanza para ese matrimonio no fuese recubrirlo de una hermosa gelatina como para preparar un áspic, sino que Irina aprendiera a dar todo lo bueno que tenía.

Ramsey la cogió por la cintura como quien echa un lazo y la llevó de vuelta al sofá.

—Vamos a algún sitio donde puedas comer algo con muchos chiles. Que te deje fuera de combate. Y ya que estamos, todo lo que te dé la gana.

—El Best of India. Me saltaré el primer plato y me limitaré a comer un bote tras otro de lima encurtida.

Mientras Irina se tendía en el regazo de Ramsey y recobraba el aliento, él le pasó el índice por el húmedo nacimiento del pelo.

—¿Qué tiene la comida picante para tenerte tan enganchada?

Con la cabeza echada hacia atrás, Irina reflexionó.

—Me gusta rozar los límites. Quesos fuertes, casi incomibles, pero no del todo. Y con los chiles también es cuestión de sensaciones. En estado puro. Las más extremas.

—¿Sensaciones? —dijo Ramsey, metiéndole la mano por la pretina de los tejanos—. Te voy a enseñar yo qué es eso.

Nunca llegaron al Best of India esa noche. Pero, con o sin lima encurtida, Irina se movería en el límite entre el placer y el dolor durante algún tiempo todavía.

Para Ramsey, colocar un grado cualquiera de contención en posición de descanso permanente era lo mismo que tirar a la basura algo en perfecto estado. Así pues, la cuestión relativa a cómo Irina iba a recuperar sus herramientas de trabajo aún estaba lejos de poder considerarse zanjada, y les ocupó prácticamente cada noche de las semanas que siguieron. Harta de oírle decir a Ramsey que lo único que ella quería era volver a ver a Lawrence, de asegurarle una y otra vez que no estaba actuando en connivencia con su ex para organizar una cita romántica, y tras minuciosas deconstrucciones posmodernas sobre lo que había querido decir exactamente cuando dijo que quería ver si Lawrence estaba bien, Irina consiguió negociar un compromiso: entraría de tapadillo en el apartamento y sacaría sus cosas mientras Lawrence estaba en el despacho, pero sin Ramsey. Se las ingenió para hacerle ver el horror que se desencadenaría si por cualquier motivo, por remoto que fuese, Lawrence escogía precisamente esa tarde para volver a casa antes que de costumbre y encontraba no sólo a su expareja huyendo a escondidas con sus pertenencias, sino también al sinvergüenza que se la había robado. Si estaba apelando a la cobardía de Ramsey, también estaba empleando una habilidad que, de no haberlo conocido, podría haber seguido latente para siempre.

Mentía.

En realidad, sí le había enviado un mensaje a Lawrence desde el ordenador de Ramsey. El intercambio fue breve. Él aceptó tomarse una tarde libre y encontrarse con ella en el apartamento.

A Irina no se le escapó la ironía de la situación, todo ese secretismo para ver a Lawrence, idéntico al que una vez había rodeado los encuentros con el hombre que ahora era su marido. Pero no había una sola posibilidad en el mundo de que desapareciese encubiertamente de Borough dejando que Lawrence sintiera ese allanamiento de morada como un puñetazo en la mandíbula. Además, era reacia a explicar el motivo que con más fuerza la empujaba a arreglar un encuentro con su ex. Desde que había vuelto de Sheffield, ardiendo entre la niebla de la embriaguez sexual, había en el fondo de su mente una visión que iba haciéndose más y más insistente.

Es tarde. Ya pasan de las ocho, de las nueve incluso. Con nadie que se abalance a recibirlo cuando vuelve a casa, ni que se meta en la cocina a preparar palomitas, Lawrence no tiene motivación alguna para trabajar menos, y en los últimos meses se ha dedicado al trabajo con verdaderas ganas. Esta noche, después de quedarse hasta más tarde en el despacho visitando sitios web sólo por visitarlos, avanza con dificultad a lo largo del Támesis bajo la helada llovizna de una primavera fría. Lleva unos Dockers negros descoloridos y una camisa de rayas marrón y negra, con botones en las puntas del cuello, que a Irina siempre le había gustado; lleva las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos de la chaqueta de béisbol estilo años cincuenta, un regalo de cuando cumplió cuarenta años. Es posible que ya debiera resultarle odiosa. Pero no, todos los regalos que le hizo Irina se han vuelto aún más preciados. Seguirá poniéndose esa chaqueta para ir a trabajar sin preocuparle en absoluto que sea demasiado abrigada para la estación.

Al otro lado del río, las luces de la orilla sur brillan con todo el Shakespeare y el Pinter que él una vez anheló tener tiempo para ver. Ahora es incapaz de imaginarse cruzando el puente para ir al teatro. Solo, de ninguna manera. La rampa del puente de Blackfriars se le hace más empinada que de costumbre. El puente de la Torre titila a lo lejos, a su izquierda. Sus torreones de cuento de hadas solían parecerle, si no hermosos, al menos divertidos; ahora sólo parecen cursis. Y si la semana también se le hace más larga que antes, a él no le importaría que lo fuese aún más.

Al acercarse al apartamento, contempla el tosco barrio posindustrial con sus vestigios victorianos de ladrillo rojo. Intenta recuperar la sensación de propietario satisfecho, de haberse adueñado de un territorio dickensiano lejos del mal gusto de Las Vegas. Pero, antes al contrario, vuelve a sentirse extranjero; se pregunta qué está haciendo ahí. Al principio, venirse a Inglaterra había parecido una aventura bien calibrada. Los nativos, nominalmente al menos, hablan inglés. Un norteamericano puede captar los matices y llegar a entender el lugar. Sin embargo, ahora Gran Bretaña le parece igual a cualquier otro país con muchos años de historia, un lugar al que no pertenece. Se pregunta si habrá llegado la hora de levantar el campamento y volver a los Estados Unidos. Sigue prefiriendo la compañía de sus compatriotas, que no tienen una escoba en el culo. Y es posible que regresar a los Estados Unidos mantenga a raya esa confusa sensación que lo invade casi todas las noches: un dolor insoportable, nostalgia por volver a casa cuando en realidad ya está allí.

Sube a pie hasta el piso que, según los británicos, es el primero, pero que él insiste en llamar segundo. Busca las llaves en la oscuridad. El automático de la escalera ya se ha apagado. Antes siempre era Irina la que le daba la lata a la administración del edificio para que se ocupara de las reparaciones urgentes. Dentro, también el apartamento está a oscuras. Por la mañana olvidó descorrer las cortinas. Sin la luz de las farolas entrando por las ventanas, Lawrence busca a tientas el interruptor. El apartamento no es totalmente silencioso. Aun pasada la hora punta, el tráfico de Trinity Street sigue siendo denso. Pero el ruido de los motores y los irritantes bocinazos no propician una sensación tranquilizadora de bullicio humano. Sólo le recuerdan la existencia de varios millones de desconocidos que le importan una mierda.

Gran sorpresa: enciende el televisor. El aullido podría haberle recordado muchas noches más felices que ésta desperdiciadas delante de la tele, pero él no es de los que lloran por lo que podría haber sido. La BBC2 anuncia la inminente transmisión del Mundial de snooker, que este año se juega en Sheffield. La mayoría de los hombres en su situación se apresurarían a cambiar de canal. Pero él decide dejar la BBC2. Le gusta la ironía. Puede que incluso le guste torturarse, aunque las circunstancias parecen estar haciéndolo sin que él tenga que esforzarse. Además, no cree que poner el campeonato de snooker como programa de fondo sea un acto de masoquismo. Él no hace otra cosa que mirar la realidad de frente. Puede que corra el lejano riesgo de toparse con la cara de ese miserable gilipollas. Pero él es un hombre fuerte. También a ese miserable gilipollas podría mirarlo a la cara. Siempre existe el peligro de que le aseste un puñetazo a la pantalla. La satisfacción bien podría valer unos cientos de libras. Le gusta esa imagen. Se va a la cocina muy tranquilo a prepararse unas galletas con mantequilla de cacahuete.

Ha decidido comer comidas de verdad, con verduras. Sin embargo, mientras va royendo un puñado de galletas, no consigue hacerse a la idea de comer brócoli. Se inclina sobre la tabla de picar para recoger las migas. Echa un vistazo a su alrededor. En los estantes que hay junto a la cocina siguen, tal como estaban, todas las especias de Irina, y él no tiene la menor idea de qué hacer con ellas, aunque, al parecer, una buena tercera parte de la colección es para sazonar palomitas. Esas especias se pasarán. En cualquier caso, las largas hileras de botes forman un papel pintado pasable. Todas las habitaciones del apartamento llevan la impronta de la mano de Irina, por supuesto. La única vez que él intentó participar en la decoración fue cuando se negó de plano a colocar la mesita de centro de mármol verde. Y ahora, mira, le encanta. Pero es en la cocina donde la presencia de Irina es más insistente. Condimentos misteriosos de las Antillas y de Tailandia cuando lo único que él necesita es mostaza. Y esos trastos que ocupan casi todo el mármol… La máquina de hacer pasta, el robot, la picadora de carne, ¿para qué? A él le basta y le sobra con un simple cuchillo de cocina bien afilado. Podría meter toda esa porquería en unas cuantas cajas. Pero no lo hace.

Vuelve a la sala con una cerveza y se tumba, a medias, como siempre, en el sofá verde; aún tiene que sentarse en el sillón de Irina. Se está bien aquí. Irina hizo un buen trabajo comprando todos esos muebles raros de segunda mano que de alguna manera encajan, y por una bicoca. Qué agarrada era. (¿Es? Ese cabrón está forrado). Si por lo menos hubiese tenido aviso previo, él habría gastado más dinero. En ella. Habrían viajado.

Éstas son cosas en que la gente piensa en el lecho de muerte. Cosas como por qué no le saqué todo el jugo a la tarjeta de crédito. Bueno, él todavía no está muerto. Sólo enfermo. Se recuperará. Todavía es demasiado pronto, son los primeros días y, por fuerza, los peores. Tómalo como una disciplina más, como si se tratara de despachar todas las otras cosas que no quieres hacer. Revisar el artículo sobre el proceso de paz en el Ulster para ese imbécil de National Interest; los abdominales en el gimnasio. Mientras reflexiona, casi todas las tareas del día caen en la categoría de cosas que no quiere hacer.

Por Dios, Irina debió de pasarse una buena semana cosiendo esas cortinas, con forro y todo. Nunca había hecho cortinas, pero le quedaron como si se las hubiera encargado a un profesional. Se daba maña la chica.

Puede parecer extraño, pero las cosas que se la recuerdan le resultan más un consuelo que un dolor. Y eso no tiene mucho sentido. Sabe que debería estar enfadado. Sabe que probablemente lo está. Sabe que se sentiría mejor si la odiara; no mucho, bastaría con que la odiara un poco. Pero no quiere odiarla ni le sale naturalmente; además, es muy probable que no sirviera de nada. Irina es una idiota redomada, y eso es una pena. Pero ser estúpido no significa ser malo. Es posible que hace un tiempo pudiera haber aceptado esa distinción.

Antes no pensaba así, no pensaba en sus sentimientos. Él prefiere pensar en lo que hace o en lo que va a hacer. Pero Irina no se da cuenta de que no pensar en lo que se siente no es lo mismo que no sentir nada. No quiere ser él quien se sienta mal; ya había creído que ella lo entendía. Pero, por lo visto, no, Irina no lo entendía. O quizá lo que pasa es que a ella le importa un bledo lo que él siente, aunque a él no le resulta sencillo creerlo. En cualquier caso, en lo que se refiere a sentirse una mierda, ahora sólo hay una regla que Lawrence aplica con disciplina militar: es libre para pensar en cualquier cosa que le guste, pero lo que tiene estrictamente prohibido es imaginar que Irina volverá.

El snooker no resulta muy fascinante esta noche. Lawrence no sabe si es por la partida en sí —Graeme Dott, que parece un niño de cuatro años, y esa rata de Peter Ebdon, que cuando gana se pone a dar puñetazos al aire como un imbécil— o por su estado de ánimo. (Si el miserable gilipollas hubiese salido por la tele, a Lawrence incluso podría haberle resultado tonificante el ejercicio de antipatía. Sin embargo, no verlo es un alivio. Hoy se ha pasado casi doce horas en el despacho, y está cansado). A partir de ahora, este deporte quizá lo haga estremecerse; pero no comprende por qué tiene que renunciar al snooker en general. De hecho, se resiste a que se lo quiten junto con todo lo demás. Hombre, quién habría pensado que un pasatiempo tan inofensivo iba a tener consecuencias tan cataclísmicas. Además, si no hubiera sido ese gilipollas mentiroso y narcisista, habría sido cualquier otro mierdoso. Él es un hombre de fiar, inteligente, decente —y en eso hasta Irina estaría de acuerdo—, pero es posible que ésa sea una manera más de decir que es la clase de hombre al que, antes o después, las mujeres abandonan.

Al final de la noche ya se ha permitido una cerveza más. Decide reducir el consumo nocturno otra vez a una sola botella. Se cepilla los dientes. El cepillo de dientes de Irina sigue donde ella lo dejó. Tiene que recordarse bajar la calefacción y poner la cadena en la puerta, ésas eran tareas de Irina. Pero en líneas generales el curso de sus noches no ha cambiado desde que ella se marchó. Cierto, come demasiadas galletas con mantequilla de cacahuete y comida para llevar que compra en los restaurantes indios, y echa de menos los platos que Irina preparaba, pero no tanto como ella creería. La comida no es tan importante para él, ni con mucho, como lo es para ella, desde luego. Lo que más echa de menos —por mezquino que esto pueda sonar— es que ella hacía la compra.

Y hay un ritual estándar que ha tenido que mandar al diablo. Una vez intentó repetirlo, solo, y el mero intento lo hizo llorar. En consecuencia, ya no puede comer palomitas. La imagen de un hombre adulto llorando a mares sobre un bol de palomitas fue demasiado humillante y no quiere repetirla. Además, les había echado demasiada sal. El fondo se le había quemado, y el plop-plop de las rosetas cuando reventaban bajo la tapa había sido monótono e irregular. Los granos que explotaron de mala gana quedaron duros, y se le pegaban en los dientes. En la garganta, más de lo mismo.

Ya en la cama, lee unas páginas y considera la posibilidad de hacerse una paja. [Es ahí donde la imaginación de Irina quedó estancada; ella nunca supo de verdad lo que a él se le pasaba por la cabeza cuando se excitaba, y seguía sin saberlo]. Decide que es demasiado lío. Tendría que ir a buscar una toalla y tenerla a mano, o ensuciar las sábanas.

Hoy ha trabajado muchísimo; escribió unas buenas diez páginas del artículo para Foreign Affairs. Entrenó a fondo en el gimnasio y no almorzó. Debería estar contento consigo mismo. Pero lo único que lo hace sentirse contento es que ya ha pasado otro día.

En tales ocasiones, la etiqueta era poco clara, pero Irina apostó sobre seguro y llamó a la puerta. Tenía una llave; tanto respeto parecía forzado. En el último minuto se guardó a toda prisa en el bolsillo el anillo de boda. Pensaba que debía darle la noticia con delicadeza, cuando llegase el momento oportuno… ¿Y cuándo sería ese momento oportuno? Cuando Lawrence abrió la puerta, Irina se sobresaltó un poco; nunca lo había percibido como un hombre firmemente instalado en la edad mediana. Los últimos meses debieron de pasarle factura. O tal vez permitían que ella lo viera de la edad que realmente tenía.

—Hola —dijeron los dos, con timidez, y Lawrence, aunque indeciso, la besó en la mejilla.

—¿Café? ¿O prefieres empezar a embalar? —dijo él.

—Tomemos un café primero —dijo Irina, aunque no tenía ganas, y lo siguió a la cocina. El apartamento estaba limpio; todo seguía tal como ella lo había dejado. Puesto que ahora el único dueño de casa era él, Lawrence prepararía el café. Irina se quedó sin saber qué hacer mientras él molía los granos.

Dijera lo que dijese Lawrence, era imposible prestarle atención. El apartamento la distraía demasiado. Entrar en esas habitaciones equivalía a visitar no sólo el pasado, sino también un presente alternativo, y la mera realidad física de ambos ejercía una fuerza alarmante que la tentaba con la sencilla posibilidad de colgar el bolso en el perchero y no volver nunca a Hackney. El apartamento guardaba un secreto que ella tenía que descubrir. Mientras Lawrence seguía hablando de cosas sin importancia, algo acerca de una junta del grifo de agua caliente, la mirada de Irina, cual pelota de ping-pong, pasó del especiero a las anchoas españolas y la cara de él —qué rápido había envejecido— mientras trataba desesperadamente de calibrar cómo se sentía ella. ¿Cómo había sido la vida en este apartamento? ¿Incompleta en algún sentido? ¿Todo había sido una farsa? No… La vida en Borough era sencillamente distinta de la vida en el East End. Es cosa sabida, pero dondequiera y con quienquiera que vivas, pasará lo mismo. Aquí no se sentía infeliz; debieron de tener una agradable vida de pareja. El veredicto sobre su primera reaparición era un punto pretencioso y limitado, pero decía que podía haberse marchado y no. ¿De qué servía eso?

—Bueno —dijo Lawrence, después de llevar el café a la sala en los vasos de siempre, aunque al suyo no le había echado bastante leche—. ¿Estás bien?

—Estoy bien —dijo Irina.

—Se te ve pálida. Y demasiado delgada.

—He dormido poco. —Avergonzada por lo que eso parecía dar a entender, añadió—: Tengo sueño atrasado de varias semanas. Hemos tenido algunos conflictos, y discutirlos lleva tiempo.

A los quince minutos ya estaba contándole chismes.

Lawrence, que tenía un sentido más estricto del decoro, no preguntó el porqué de esos… conflictos.

—Tú y yo nunca nos peleamos mucho —añadió Irina sin que hiciera falta—. No me defiendo bien.

Los ojos de Lawrence se avivaron.

—No te pegará, ¿eh?

—¡No, nunca!

—Si te pone una mano encima, le partiré los pulgares.

Irina sonrió.

¿El buscavidas?

—Me has captado. Como mínimo no te ha convertido en una perfecta idiota.

Irina suspiró.

—Oh, venga, sigue. Diviértete. Te lo mereces.

—No me merezco nada; me tocó y punto. Y no es para divertirse.

—Estoy preocupada por ti, Lawrence.

—¿Y eso de qué sirve?

—De nada, seguramente. Pero lo asombroso sería que no me preocupara. ¿Tú no estás preocupado por mí?

—Hay hábitos difíciles de abandonar.

—Hablando de hábitos, y antes de que me olvide… —Irina buscó algo en la agenda—. Tengo un regalo para ti. Es una tontería, pero… —dijo, y le dio una bolsita de plástico.

Lawrence sacó un paquete con unos polvos color rojo oscuro y lo miró sin entender.

—¡Eh, muchas gracias! —dijo, aunque no tenía idea de por qué se las daba.

—Condimento para palomitas —dijo ella—. Uno de tus preferidos. Es difícil de encontrar, pero sabía que se nos había terminado —lapsus: primera persona del plural; pero corregirlo sólo habría empeorado las cosas—, así que, cuando encontré chutney de ajo seco en el East End, te compré una bolsa.

Mientras él tenía el paquetito lánguidamente en el regazo, Irina se dio cuenta de que había juzgado mal el gesto. Encantada por haber encontrado el masala[26] oscuro en la tienda india de Roman Road, se había recordado a sí misma que la súbita alergia de Lawrence a las palomitas sólo se había producido en su imaginación. Sí, claro, había razonado, Lawrence sigue comiendo palomitas con cerveza todas las noches; un hombre de costumbres tan rígidas se solazaría con los rituales, con las repeticiones. Pero de repente sospechó que su primera intuición, a saber, que las palomitas se hubieran convertido en anatema de la noche a la mañana, probablemente era exacta. Estaba claro que el chutney de ajo seco lo deprimía. Cuando él lo hizo a un lado en el sofá, Irina llegó a preguntarse si no lo tiraría a la basura en cuanto ella se marchara, llevándolo sin perder un minuto a los cubos con ruedecitas del patio trasero de la misma manera en que tiraría una carcasa de pollo por si empezaba a apestar.

—Es sorprendente que no haya traído montones de comestibles ni pasado por la tintorería a recoger tus trajes.

—Ya no eres responsable de mí.

—Qué extraño, a mí me parece que sí. Una vez que se asumen determinadas responsabilidades, no estoy segura de que se tenga la libertad de devolverlas.

—Seguro que puedes —dijo Lawrence, desestimando las palabras de Irina—. Mira, me las arreglaré. Y lo de la separación no es tan terrible. Yo no quería, por supuesto, pero lo superaré. Dicen que se tarda un año, más o menos.

—Tú nunca te has creído mucho lo que dicen.

—Cierto. Es muy probable que sean estupideces. —Pese a que presumía de ser un hombre práctico, no le resultaba fácil mirarla a los ojos, y giró la vista cuarenta y cinco grados a la izquierda de la cara de Irina como si allí hubiera sentada una tercera persona—. A propósito, me ofrecieron ir a Rusia este mes, el gran proyecto sobre Chechenia, pero pasé.

—Me sorprende. ¿Por qué no fuiste?

—No quiero llenarte la cabeza, pero Rusia está demasiado ligada a ti. También la lengua. Me imaginé que en la calle oiría…, en fin, ya sabes, cosas como «Priviet, milyi!», y que pensaría que era tu voz. Tal vez si hubiéramos podido ir a Moscú juntos… Ya no tiene remedio, supongo. Es extraño, pero antes creía que Rusia me interesaba de verdad. Cuando llegaron los fondos para el proyecto, al principio me entusiasmé, pero sin esa… asociación, por lo visto Rusia me importa un carajo. Raro, ¿no?

Nu shto zhe tak —se lamentó Irina. Sin embargo, de repente el ruso chirriaba, parecía fuera de lugar, casi como el chutney, la reivindicación de una intimidad que ella había dejado atrás.

—¿Sabes una cosa? Sabía que volverías —dijo Lawrence—. Este viernes tienes que entregar las ilustraciones de La ley de Miss Capacidad, ¿no? Y tú eres una profesional.

—¿Te acordabas del plazo?

—Recuerdo todo lo que es importante para ti, y lo hago por ti.

—Estoy un poco atrasada con ese proyecto —reconoció Irina—. Me han ampliado el plazo.

—Nunca te he visto entregar nada con retraso. Pero no puedes haber dibujado mucho estos últimos meses. A menos que ese ricachón te haya comprado un estuche nuevo de material de dibujo.

—No, ha sido algo parecido a unas vacaciones improvisadas.

—Seguro que no os aburristeis. Estás delgada, pero tienes la cara hinchada.

—Ya te lo he dicho, tengo sueño atrasado.

—Y estás fumando.

—¡Sólo un poquito!

—Te huelo el tabaco. —Lawrence decidió no seguir en esa línea. No era ése el rumbo que él quería que tomase el encuentro—. Ya sé que piensas que soy un plasta, pero lo único que quiero es que te cuides. Es lo único que me importa, no estoy tratando de controlarte ni nada por el estilo.

—Yo no he dicho eso.

—¡Sospecho que ahora estás en condiciones de enseñarme un par de cosas sobre snooker! —dijo Lawrence, con falso entusiasmo.

Irina sonrió con un lado de la boca.

—Más de las que me gustaría.

—Ten cuidado con tus deseos…

—Bah, el snooker… Yo no lo pedí. Vino incluido en el paquete.

—Me cago en lo que pediste o dejaste de pedir, pero ése es mi problema.

—No espero que me comprendas.

—Perfecto. No te comprendo. —Lawrence parecía batallar con algo, y salió airoso del combate—. No puedes descuidar el trabajo, Irina. Lo lamentarás. A mí mándame al diablo si quieres, pero eso consérvalo.

—Ha sido un cambio muy fuerte. No he alcanzado un equilibrio.

—¿Vas a todos los torneos?

—Hasta ahora… —dijo ella, con cautela.

—Si no vigilas, Ramsey te comerá viva.

Lawrence pasó a ser la voz de su conciencia. En realidad, ése era el papel que siempre había interpretado; por lo tanto, no es de extrañar que Irina terminase huyendo. La propia conciencia no es siempre una compañía encantadora.

—Deberías confiar en mí —dijo Irina espontáneamente, pues el reenvío era predecible.

—Lo hice.

Irina bajó la vista.

—Todavía no me siento bien. Me preocupa no volver a ser nunca la misma. Constante, por ejemplo. Digna de confianza.

—No me habría gustado nada que te quedases conmigo sólo por virtud. Como haciéndome un favor —dijo él, y se encogió de hombros—. Tenías que hacer lo que te apetecía.

—Lo que me apetecía no era tan sencillo.

—Sí lo era. —La cara de Lawrence se inclinó bruscamente hacia un lado como agua en un cubo. Otros verían en ese gesto una expresión de insidia, pero Irina lo interpretó como un ramalazo de angustia que él trataba de disimular—. Querías follar conmigo o con otro tío.

—Noooo… Una de las cosas que quería era ser una mujer que mantiene su palabra.

—Nunca nos casamos, así que no has roto ninguna promesa.

—Creo que sí lo hice —dijo ella—. Y siempre he deseado ser una mujer enamorada del mismo hombre durante mucho tiempo. Ahora eso ya no lo tendré. Aunque me quede con Ramsey hasta que la muerte nos separe, siempre te habré dejado. Al principio me dolía engañarte; ahora me duele engañarme a mí misma.

Lawrence nunca se había sentido cómodo con esta clase de conversaciones, y seguía igual.

—No hace falta que sufras por mí. Soy un superviviente nato. —Pronunció esas palabras con dureza, como si dijera: Mira a los tópicos que me has reducido. De hecho, de repente toda la escena pareció hacerlo sentirse incómodo, como los melodramas ajenos que suscitaban su desprecio, y se puso de pie—. ¿Quieres recoger tus cosas?

Irina dejó el café en la mesita de mármol verde. Lo poco que había tomado le había dado acidez. No podía soportar la idea de que, cuando se marchase, Lawrence tendría que tirar por el sumidero casi todo su mejor café tostado de Guatemala.

—Creo que sí.

En el estudio había varias cajas de cartón plegadas contra la mesa de dibujo, sobre la cual Irina vio un rollo de cinta de embalar, una precintadora manual y un rotulador negro, todo aún dentro de la bolsa de Ryman. También había una carpeta nueva para los dibujos; Lawrence había escogido una marca bastante cara.

—Todas estas cosas para embalar han debido de costarte mucho dinero —dijo Irina—. Deberías permitirme que te pague…

—No seas tonta.

Mientras él, con brío, montaba una caja, su seriedad permitió a Irina poner manos a la obra con un estoicismo similar. Con su actitud, Lawrence daba a entender que si se ponían a llorar por cada pincel, tardarían una semana.

—Lawrence, puedo hacerlo yo sola.

—Iremos más rápido entre los dos —dijo él, con gravedad—. ¡Venga, empieza ya!

Irina se remangó y se concentró en los materiales sin los cuales no podía hacer nada, y en los que, como los pasteles al óleo, habían sido un coqueteo pasajero y seguramente no volvería a utilizar. Había estantes enteros de lápices, carboncillos y tintas de colores que tenían que desaparecer, y Lawrence los envolvió en rollos bien hechos de Daily Telegraphs viejos. Era un hombre aplicado, incluso a la hora de proceder a la destrucción sistemática de su propio universo. Al cabo de un rato, los dos parecieron encontrar un placer perverso en volver a trabajar juntos en un proyecto, y ponerse nostálgicos mientras ataban las carpetas y cerraban las cajas con cinta y las etiquetaban.

—¿Quieres llevarte algo más? —preguntó Lawrence, señalando los grabados colgados en las paredes.

Irina dio un paso atrás.

—¡No!

La mera idea de quitar un solo elemento del paisaje familiar de su expareja la horrorizaba.

—¿Y la ropa?

—No sé… No hay dónde ponerla. Ya sabes, la arquitectura británica… Apenas hay armarios en esa casa, y Jude se fugó con los que eran de ella. He comprado algunas cosas, y Ramsey tiene… un montón de ropa.

En ese momento, el baile de las sillas del romance moderno parecía, si no otra cosa, una chapuza en lo que a organización se refiere. Por lo visto, el fenómeno que más alimenta la demanda inmobiliaria en Londres es el divorcio, pues requiere dos residencias donde antes una había sido suficiente. ¿No era más práctica la monogamia? ¿Cuántas veces en la vida quiere uno de verdad comprar una batidora de vaso?

—Tiene algo de dandy —dijo Lawrence.

—Te conozco, Lawrence… Lo que quieres decir es que tiene algo de marica.

—Ojalá lo fuese —dijo Lawrence, y sonrió. Estaban jugando.

Irina fue al dormitorio y se puso a revolver entre «sus mejores galas», todas de tiendas de ropa usada, más que feas en comparación con los trapitos que Ramsey le había comprado; él nunca miraba las etiquetas con los precios. En realidad, se había sentido algo inhibida al presentarse esa tarde luciendo una blusa que Lawrence nunca había visto. Como era él quien siempre se había ocupado de la colada, conocía a la perfección hasta el último de los calcetines de Irina, y hasta los tops más andrajosos lo ponían sentimental. Se había gastado cinco libras en un producto para tratar, antes del lavado, las manchas de cúrcuma de un suéter de cuello alto azul pálido que sólo había costado una libra y media en la tienda de Oxfam. Tal era el cuidado que les prodigaba, que esas prendas habían llegado a ser más suyas que de Irina, y ella cerró el armario sin coger nada.

—Una cosa más —dijo Lawrence en la sala, sin levantar la vista del Economist de la semana anterior—. Tu madre… Ya ha llamado unas cuantas veces. Me inventé unas excusas y le dije que las navidades pasadas estábamos demasiado liados para ir a Brighton, pero insiste en que este año nos espera. Se ve que no le has dicho que nos hemos separado. Y no creo que te interese que lo haga yo. Así que será mejor que se lo digas de una vez.

—Le caes bien —desesperó Irina.

—Y yo no puedo soportarla. No quiero tener que interceptar más llamadas suyas.

—Se lo diré —dijo Irina, con la voz tomada por el terror.

—Muy bien. ¿Vendrá a buscarte ese gilipollas?

—No. Debo coger un taxi.

—Debes. ¿Ahora aceptas órdenes?

—Según parece, siempre acepto órdenes de alguien.

Lawrence llamó a una empresa de minitaxis y pidió a la telefonista que mandara un coche con un maletero de gran capacidad. (La conversación duró más de lo necesario porque él se negaba a usar la palabra británica para decir «maletero» y la operadora se negaba a entenderlo). Después bajó las cajas y no la dejó que cargara ni una sola. Esperó con ella en el bordillo, metió las cajas en el maletero y le ofreció un billete de veinte libras para que pagase la carrera.

Irina vaciló. Veinte libras era mucho dinero, y Ramsey era rico. Pero poner reparos podía dar a entender que ahora no lo necesitaba o que el gesto no la conmovía. Aceptó. Se miraron a la cara, en la acera.

—¿Crees que vas a aguantar esto mucho tiempo?

Algo había cambiado. Lawrence estaba aprendiendo a preguntar por lo principal.

A Irina no le resultó sencillo pronunciar estas tres palabras:

—Creo que sí.

Sólo hay que imaginar cuánto más difícil le resultaría decirle que se había casado.

—Cuídate —le dijo Lawrence, aunque no le dijo de qué.

—Cuidarse habría sido quedarme contigo —dijo Irina, con voz lánguida.

—¡No bebas demasiado!

—No lo haré.

—¡Termina algún trabajo!

—De acuerdo.

—¡Y deja de fumar!

—«Y siempre me pondré el sombrero» —canturreó ella, recordando la letra de un tema de Amahl y los visitantes de la noche[27]. El diálogo entre madre e hijo, cuando se despiden («Lávate las orejas. / Sí, lo prometo. / No digas mentiras. / No mentiré. / Te echaré mucho de menos…»), siempre le había erizado los pelillos de la nuca.

—Deberías llevarte ese CD —dijo Lawrence—. Te gusta ponerlo en Navidad.

Irina le miró detenidamente la cara.

—¿Por qué eres tan bueno conmigo?

—Tú fuiste buena conmigo diez años —dijo él, con brusquedad—. No hay que restarle importancia a eso sólo porque no vayamos a llegar a once, ¿no crees?