Después de volver con Lawrence del Grand Prix que se había jugado en Bournemouth, a Irina empezó a atormentarla la pregunta que llevaba siglos queriéndole hacer; tras tanto tiempo deseando formularla, la cosa se le hacía más difícil. La primera noche en casa, cuando los dos se metieron en la cama y se acurrucaron bajo el edredón, no pudo disfrutar de esa madriguera de pluma de oca, y mucho menos del momento de sexo que siguió, porque lo único que hizo fue prepararse para preguntar lo que quería preguntar, aunque sin poder preguntarlo, y luego, cuando ya era hora de dormir, reprocharse a sí misma ser tan cobarde. No era evidente por qué Bournemouth debía dar lugar a una recrudescencia tan virulenta de una antigua curiosidad, ni por qué esa línea de investigación parecía tan aterradora.
A la larga, el bochorno que le causaba la timidez superó al que le producía la pregunta en sí. La cuarta noche, antes de que se hiciese muy tarde, se prometió que cuando apagaran la luz le haría a su pareja esa pregunta absolutamente inocua, y mientras preparaba la cena ensayó la solemne fórmula con tanto ardor, que se le quemó el ajo para las berenjenas. Y no prestó atención a la tercera ronda del Grand Prix, que Lawrence, como era de prever, sintonizó después de cenar. De todos modos, esa noche Ramsey no jugaba.
Cerrar la puerta. El termostato. La cadena. Casi una cuenta atrás. Lawrence se metió en la cama y cogió su libro. Irina se acurrucó discretamente a su lado, exasperada consigo misma porque el pulso le latía con fuerza. Era ridículo.
—Lawrence —dijo al fin, con demasiada gravedad; había querido darle al momento un toque de reflexión más bien frívola—. Me preguntaba si… Bueno, ¿en qué piensas cuando hacemos el amor?
¡Mal! Ellos nunca decían «hacer el amor»; a Lawrence le parecía una ñoñez.
Él volvió la cabeza con ligero sobresalto, tomándose más tiempo del necesario para poner el punto en la página que estaba leyendo.
—En follarte, obvio. ¿Tú qué crees?
A Irina el corazón le dio un vuelco. Ahora comprendía qué le daba miedo. Que le mintiera. Y que, habiéndole mentido, se reafirmase en su versión y ella nunca pudiera volver a preguntarle. Demasiado tarde se dio cuenta de que sólo habría tenido una oportunidad de obtener una respuesta sincera, una respuesta arriesgada, a saber, formulando la pregunta sin aliento y, digamos, «en el fragor del combate» (es decir, tal como estaban las cosas, mirando a la pared), no mientras él leía las prosaicas últimas páginas de la noche.
Sintiendo que la única oportunidad se alejaba de su alcance a toda velocidad, insistió:
—¿Nunca tienes fantasías sexuales?
—No voy a decirte que nunca he tenido una fantasía, eso por supuesto que no.
—¿Y con qué fantaseabas?
Lawrence parecía molesto.
—¡Con follar, obvio!
Si todo el asunto era tan obvio, era un milagro que tantos libros y películas y estudios sociológicos se dedicaran a examinarlo.
—Pero ¿nunca tienes fantasías mientras follamos? ¿Sólo para ti?
—Yo no hago nada solo; te tengo a ti.
Las mentiras iban acumulándose. Irina no creía que Lawrence practicase la abstinencia total en un aspecto privado más de lo que creía que lo único que lo excitaba era el acto sexual sin florituras y según manda la costumbre.
—¿Qué pasa? —añadió Lawrence—. ¿Tú haces cosas sola?
—¿Por qué iba a hacerlo? —dijo ella, de repente con gesto desafiante—. Como tú mismo has dicho, «te tengo a ti».
Tablas.
—¿Y ni siquiera…? —volvió a intentarlo Irina—. La felación, por ejemplo. Antes lo hacíamos, pero ya no, ¿verdad? Casi nunca. La idea de… ¿No te atrae? Mentalmente, digo.
—Oh, eso es algo típico de la adolescencia. Todos los jóvenes la practican. Es una etapa.
Lawrence solía refugiarse en lo general con la esperanza de que el bosque no le impidiera ver los árboles.
—¿Te gustaría que siguiéramos haciéndolo?
—No, no es eso. Me cohíbe un poco. Me hace sentirme… servido. Y me parece un poco degradante. Para ti, digo. No me gusta.
Vaya, qué hombre más cabal.
—Pero me está pareciendo que tú sí tienes fantasías cuando follamos —dijo él—. Como supones que yo las tengo…
—Es posible —dijo Irina, que instintivamente se había refugiado en sus almohadas. Si bien desde un punto de vista técnico la conversación giraba en torno a «intimidades», la distancia que separaba sus cuerpos era mayor que de costumbre, y no se tocaban—. Muy de vez en cuando.
—Ah. ¿Y con qué fantaseas?
Introdúzcase aquí la respuesta final a por qué ella se había cuidado tanto de abrir la caja de Pandora pornográfica: que él diera vuelta la tortilla. Pero… ¿acaso Lawrence iba a admitir que sólo pensaba en las correctas relaciones aconsejadas por las «guías conyugales» de los años cincuenta y ella que fantaseaba con comerse un coño? ¿Irina iba a obsequiarle un catálogo completo de aberraciones clasificado X desde tiempos inmemoriales, decirle que pensaba en un hombre que se le corría en la cara o en la boca y la obligaba a tragarse la leche? Seamos realistas.
—Bueno…, con follar, obvio —dijo ella.
—¿Y por qué fantaseas con algo que estás haciendo?
—No sé. Puede que en este caso no haya que decir fantasear.
—Entonces, ¿por qué me has hecho esa pregunta?
—Sólo por curiosidad —dijo Irina, con aire taciturno—. Las personas no somos todas iguales.
—Puedo tener mis excentricidades si hablamos de cómo solucionaría yo la cuestión irlandesa, pero en este ámbito creo ser bastante convencional.
No cabe duda de que en ese ámbito era más convencional morirse de secretas ganas de forzar a la mujer a tragarse la leche que excitarse únicamente con la idea de un coito al uso. Irina se retiró un poco más a su lado de la cama; Lawrence siguió leyendo. Al cabo de unos minutos, él apagó la luz y se le acercó por detrás, pasándole una mano por el hombro para tantear el terreno.
—Me ha parecido que tenías ganas.
—Mmmm…
Si en algunos aspectos Lawrence era un perfecto desconocido, no cabía duda de que estaba resuelto a seguir siéndolo. La fantasía sexual era, por naturaleza, indigna, y —trágicamente— para Lawrence era más importante ser respetado que ser conocido.
Mientras que Irina nunca podría demostrar categóricamente que lo que él decía que se le pasaba por la cabeza cuando follaba era una manera de ponerse a cubierto, Lawrence, como muchos fulleros, de vez en cuando revelaba algo a su pesar, enseñando, en este caso, cierta beligerante aguja de barómetro que, impasible, se mantenía en cero milibares. Lawrence el hombre podía cumplir y tratar de quedar bien con su amante, pero su pene parecía estar a un millón de kilómetros de allí, y no le gustaba que se mintiera en su nombre. Daba igual la insistencia con la que él se frotase contra las nalgas de Irina; el pene se negaba a cooperar con su engañoso propietario.
—Debo de estar cansado —dijo Lawrence al cabo de unos instantes.
—No pasa nada. Tal vez mañana —susurró ella, y al volverse para darle un beso en la frente, se dio cuenta de que estaba nervioso. En todos los años que llevaban juntos, Lawrence nunca había fallado a la hora de conseguir una erección por encargo, razón por la cual ella estaba bastante segura de que fantasías no le faltaban; y visto que el asunto siempre funcionaba, debían de ser unas fantasías condenadamente buenas. La única excepción fue la primera noche que se acostaron juntos. A la mañana siguiente, cubierto sólo con unos calzoncillos enormes con elástico ondulado, Lawrence, tras llegar a la cocina arrastrando los pies y con el ánimo por los suelos mientras ella preparaba café, había dicho, con voz lastimera:
—¡Pero me gustas tanto!
Levantando el mentón, ella sonrió y dijo:
—Creo que ése es el problema.
Aunque la disfunción sexual no solía ser objeto de nostalgia, Irina atesoraba ese recuerdo. Tratándose del «Señor Confianza en Sí Mismo», la impotencia había sido un cumplido.
Poniéndose el brazo de Lawrence entre los pechos, para tranquilizarse, Irina no pudo conciliar el sueño enseguida. ¿Por qué no podía él hablarle con sinceridad de las cosas que le excitaban? ¿Y por qué ella también le mintió al contestarle?
La respuesta que saltaba a la vista era «por vergüenza», pero vergüenza de un matiz particular. Es posible que lo que hiciera vergonzosa una frase como «fantaseo que te me corres en la cara» no fuese el hecho de ser escandalosa, sino su lado cómico. Dicha fuera de contexto, sonaba tonta. De mal gusto, y ni siquiera lo bastante imaginativa para tener un espacio en las páginas de cartas de Hustler[23].
Y quizá aún más decisivo era que el impulso a mentir sobre lo que en privado le ponía (y Lawrence no estaba solo; amantes anteriores de Irina habían compartido lo que les «gustaba», pero casi nunca aquello en lo que de verdad pensaban) derivase de un prudente deseo de conservar el inexplicable poder místico de esas sórdidas viñetas. Por risibles que suenen dichas en voz alta, uno se apoya en esas historias como si fueran las llaves del reino, y la idea de corroer esas llaves exponiéndolas al ácido del ridículo amenaza con expulsarnos del palacio del placer. Reflejadas en otros ojos como ridículas, feas, tópicas o sucias —pero no sucias en el sentido de excitantes, sino de abyectas—, podrían hacer que la cerradura no girara más. Aunque conservadas a buen resguardo en su cabeza, las fantasías de Irina se habían ido gastando sistemáticamente, y en los últimos tiempos le costaba horrores encontrar algo nuevo. (¿En qué pensaba la gente a los ochenta y cinco tras pasar por todos los orificios y probar todas las secreciones que permite el cuerpo? Hasta la depravación es finita). No es de extrañar, por tanto, que Lawrence jugara con las cartas eróticas tan cerca del pecho, o que la idea misma de enseñar esas cartas hubiera hecho que el pene retrocediera horrorizado. Con todo, Irina se sentía engañada. Las fantasías de Lawrence le habrían resultado excitantes. Aunque sólo fuera porque necesitaba pedir una prestada.
La semana siguiente, Irina insistió en asistir a una conferencia que Lawrence pronunciaba en Churchill House. Y él no pudo estar más encantado.
Ante una concurrencia no muy nutrida, Lawrence estaba guapísimo con el traje que en tan contadas ocasiones se ponía; era gratificante tener como pareja a un hombre considerado todo un experto en asuntos internacionales. Lawrence hablaba tan bien, y era tan serio… En su humilde asiento, casi en la última fila, Irina se sintió decididamente orgullosa de él.
Con todo, no era un actor nato. El podio le llegaba a la mitad del pecho y lo hacía parecer bajito. Leyó el texto que había llevado preparado sin cambiar una coma, y sin los mordaces apartes que caracterizaban su conversación. Las frases eran largas y llenas de subordinadas, y era difícil seguir el hilo. Aunque en la mesa era un vendaval retórico, esa tarde todo lo decía dando un rodeo o recargándolo de adjetivos. Irina deseó que fuese capaz de integrar su carácter irreverente y cáustico en el personaje público, que se diera cuenta de que las ideas también deben entretener. Y no ayudaba mucho que el tema fuese la soporífera Irlanda del Norte. Más de una vez, tras oír una hipnótica secuencia de expresiones de moda —«órganos transfronterizos con poderes ejecutivos», «medidas inspiradoras de confianza»— y una solemne alusión a algo llamado la Comisión de Decomiso y que sonaba como sacado directamente de Monty Python, Irina tuvo que esforzarse para prestar atención: llevaba cinco minutos tratando de visualizar el siguiente dibujo para La ley de Miss Capacidad y no había oído una sola palabra de la conferencia. Sabía que el IRA había asesinado a casi dos mil personas, y que la perspectiva de que una estrategia tan repugnante reportase dividendos políticos ponía furioso a Lawrence. ¿Por qué toda esa pasión no se reflejaba en su discurso? De un modo intangible, esa omisión encajaba perfectamente con el hecho de que adorase a Irina con todo su ser y, sin embargo, no pudiera llevar esa pasión a la cama.
Cuando Lawrence terminó de leer se oyeron aplausos cordiales. Y pocas preguntas. Sólo cuando un caballero preguntó por la posibilidad de que un acuerdo de paz llevara a la liberación sistemática de los terroristas presos afloró a la superficie el verdadero Lawrence.
—¿Esos cerdos? —exclamó con sorna—. ¡No hay ni la más remota posibilidad! ¡Hasta Tony Blair dejará que se pudran en el infierno!
Irina sonrió. Ése era el Lawrence al que amaba, y bastó esa única respuesta para conferirle auténtico sentimiento al beso que más tarde le dio en la mejilla.
—¡Estuviste magnífico! —le dijo.
Siguió una recepción. La mayoría de los presentes eran colegas de Lawrence en Blue Sky, pero también había periodistas y representantes del Foreign Office y de la embajada irlandesa. Irina ya había pululado por reuniones como ésta más de una vez, y siempre se sentía un poco desbordada. Aunque ella leía los periódicos, esa gente era versada en delicados detalles políticos hasta el punto de hacer que cualquier aportación de una ilustradora de libros infantiles pareciese obvia y estúpida. Le habría gustado intervenir y decir que «Cool Britannia», la más que mala campaña publicitaria de Tony Blair, parecía impropia de los británicos; en una discusión sobre las bizantinas propuestas del primer ministro para formar una sociedad mixta en el sistema de metro londinense, se sintió perdida. Y cuando se puso a conversar con alguien del Foreign Office, un individuo muy encopetado, acerca del programa de Zimbabue para confiscar tierras de cultivo a los blancos, no consiguió recordar cómo se llamaba el presidente de ese país y se bloqueó en mitad de una frase, lo cual bastó para que el dignatario, tras poner «Robert Mugabe» en el espacio en blanco, se excusara y se fuera a buscar un higo relleno.
Muy diligentes, todos le preguntaron a qué se dedicaba, y ella los vio esforzarse para encontrar algo que decir sobre literatura infantil; además, en ese entorno tan insigne, los títulos de algunos libros que Irina había ilustrado —Bubble Boy se va de acampada, El mundo de Buh— sonaban ridículos. Ahora bien, preguntarle a una mujer por su carrera profesional es una obligación, pero tras pasar cuatro o cinco veces por ese penoso ejercicio, Irina llegó a desear que no le preguntaran nada.
A manera de réplica, y para rescatar a un asesor estratégico que no acertaba una («¿Trabaja con pintura o con tiza?»), se las ingenió para mencionar que su madre era oriunda de la Unión Soviética, momento en el cual al hombre se le iluminó la cara de agradecimiento. Si bien las respuestas de Irina fueron una decepción tras otra —no, su madre no se había ido de la Unión Soviética por motivos políticos, era una desplazada de la Segunda Guerra Mundial; no, tampoco era judía—, las preguntas de su interlocutor se hicieron más resueltas e informales. Mencionar Rusia también propició que, sin solución de continuidad, pasaran a compartir hondas preocupaciones sobre la seguridad del arsenal nuclear y las armas químicas de la antigua Unión Soviética; por lo visto, ésa era la idea que tales personas tenían de un rato agradable.
¡Pero, por el amor de Dios, se suponía que estaban alternando! Entonces, ¿por qué ni uno solo de los presentes (bueno, quitando a los de la embajada irlandesa) se atrevía a beber más de una copa de vino blanco? ¿Por qué nadie contaba una anécdota divertida o hacía algún comentario intrascendente, en broma, para animar un poco la reunión? ¿Por qué se sentían obligados a ser tan infalibles, tan serios, como si el destino de la humanidad peligrase si, en lugar de angustiarse por las violaciones de las zonas de exclusión aérea sobre Irak, discutían sobre si Niles y Daphne iban o no a enrollarse en Frasier? Al cabo de casi una hora de esa dieta rica en proteínas intelectuales, el equivalente conversacional de un chuletón de cuatrocientos gramos, lo único que a Irina le apetecía era algo dulce.
Pero luego descubrió por casualidad una bala mágica en el bolsillo trasero. Del mismo modo en que, para Ramsey, la mención de Irlanda del Norte había desencadenado un ataque instantáneo de narcolepsia, mencionarles el snooker a esos pesos pesados de la política internacional hizo que frenaran en seco y dejaran de darse aires.
—¿De veras? —dijo un dignatario muy peripuesto cuando Irina dejó caer que la semana anterior había ido con Lawrence al Grand Prix de Bournemouth—. Yo no sigo los torneos de snooker. ¿Me disculpa?
Cuando la gente empezó a irse y ella sacó a colación la muerte de Diana, se produjo un momento de levedad que fue una auténtica bendición. El grupo puso los ojos en blanco al unísono, y un bromista bautizó así el accidente en el túnel de París: «la muerte que hizo Diana». Reír fue un alivio inmenso.
Por desgracia, el público ya se había reducido hasta el punto de que pronto se volvería imposible esquivar a Bethany. Hasta ese momento Irina se las había arreglado para posicionarse del lado opuesto de la sala, salvándose así de tener que saludar a la viva y ágil colega de Lawrence sin dejar de seguirla disimuladamente con la mirada. Como de costumbre, la muy coqueta se había puesto una falda peligrosamente corta y tacones de putilla. Tenía el hábito provocador de apoyar un codo en la cadera y sujetar así la copa de vino. La mano en la que tenía la copa le colgaba en un ademán tan lánguido, que se le podría haber caído en cualquier momento. De vez en cuando acercaba la boca al borde para beber unos sorbos con gesto travieso. A finales de octubre ya hacía demasiado frío para llevar un top negro sin mangas que revelaba un sujetador de encaje debajo, pero, a juzgar por los brazos, Bethany se pasaba horas en el gimnasio de lunes a viernes y debía de necesitar rentabilizar tanto aburrimiento. Los hombros anchos y tensos y los antebrazos nervudos le trajeron a Irina el desagradable recuerdo de su madre, que le había legado una aversión visceral por los fanáticos de la gimnasia de cualquier clase.
Por desgracia, Bethany atravesó la sala primero, con lo cual, antes de que Irina terminara de resignarse a lo inevitable, se ganó el reconocimiento de ser ella la cordial.
—¡Irina, zdrávstvuy! —Bethany le dio dos besos y añadió, en ruso—: ¡Dejo lo mejor para el final!
A Irina empezó a temblarle un ojo. Haciendo que, en comparación, su propio bilingüismo pareciera cosa de poca sustancia y valor, esa duendecilla que por fuera parecía tener la cabeza hueca hablaba cuatro o cinco lenguas. Bethany había dicho que su costumbre de hablarle en ruso tenía como objetivo «practicar», cosa que era un absurdo. Hablaba ruso con soltura, y lo único que quería era lucirse. Además, que se apropiara así del ruso era una impertinencia. Después de haberse pasado bastante tiempo lejos de Brighton Beach, Irina había comenzado a considerar el ruso no como el idioma de doscientos millones de eslavos, sino el código secreto que la unía con Lawrence. Pero de pronto hete aquí que Bethany, precisamente Bethany, lo había descifrado.
Sin embargo, ponerse a hablar en inglés habría parecido una actitud estirada por parte de Irina.
—Priviet, kak delá? —preguntó Irina, en un tono neutro, reconciliada ya con el hecho de que el resto de la charla sería en ruso.
—¿No ha hablado Lawrence como un erudito? —dijo Bethany, muy efusiva—. Hace dos años habría confundido a Paisley[24] con un estampado para cortinas. Ahora, en lo que a Irlanda del Norte se refiere, está al corriente de todos los detalles. ¡Y no me digas que no es elegante! Pocas veces lo había visto con corbata. Yo siempre le digo que debería vestirse mejor, pero tu marido se esconde debajo de un celemín.
Irina se estremeció cuando oyó a Bethany decir muzh, pero no estaba dispuesta a decirle que Lawrence y ella no estaban casados. Por alguna razón, cada vez que no sabía qué decir, lo que hacía era soltarle al interlocutor de turno sus reflexiones más íntimas, simplemente porque era incapaz de localizar las públicas a tiempo. A consecuencia de ese acto reflejo exasperante, tendía a compartir sus pensamientos más íntimos con perfectos desconocidos, inadaptados, torpes y gente que le caía mal.
—Da —dijo Irina—. Pero me gustaría que cuando habla en público empleara más su sentido del humor. Y que improvisara un poco más en lugar de limitarse a leer el guión. Eso es tan… árido.
—Oh, no, para mí el rompecabezas político es cualquier cosa menos árido —disintió Bethany—. Y la idea de Lawrence, un acuerdo que podría ser aceptable para ambas partes, es muy astuta.
—Por supuesto. No quise decir que no fuese una conferencia maravillosa.
—Konyeshno —dijo por lo bajo Bethany con una sonrisa—. ¡Ah! Y me imagino que debes de estar emocionada ahora que Lawrence va a ir a Rusia. Por tus orígenes, digo.
—¿Rusia…? Ah, sí, sí, claro que estoy emocionada —tartamudeó Irina.
—Lawrence está encantado —añadió Bethany, mirándola atentamente—. ¿Tú también irás?
—Yo… No lo sé. Todavía no lo hemos decidido. ¿Para qué era el viaje? Me lo dijo pero lo he olvidado.
—Una investigación sobre Chechenia. La financiación llegó de Carnegie este verano. Lawrence ha estado practicando el ruso en el despacho. He intentado ayudarlo durante los almuerzos en Pret a Manger, ¡pero sabes mejor que yo que no tiene remedio! Es inteligentísimo, pero para aprender una lengua extranjera es…
—Es un imbécil —concluyó Irina en tono cariñoso, y en inglés, rodeando a Lawrence con un brazo cuando él se acercó. Ella siempre le preparaba un sándwich para que pudiera comer algo delante del ordenador después de entrenarse en el gimnasio. ¿Desde cuándo salía a almorzar fuera?
Mientras volvían a casa a pie desde Blue Sky, Lawrence le dijo, con mucho entusiasmo y sinceridad:
—Oye, gracias por venir. Sé que Irlanda del Norte no es tu tema favorito.
—No quería perderme esta conferencia —dijo Irina—. Aunque en la recepción… Bueno, ya sabes, no conozco a nadie. Y tampoco sé mucho de política. Espero no hacerte pasar vergüenza.
—¡Por supuesto que no! Estar en pareja con una artista me hace más interesante, da igual que seas o no capaz de hablar de la Comisión de Decomiso. Y eres inteligente. Si con eso no tienen bastante esos engreídos, pues que les den.
—Me gustó la conferencia.
—Bethany me dijo que te pareció que faltaba sentido del humor.
—¡Oh, no quise decir eso!
—No tiene importancia. La verdad es que fue bastante sosa —dijo él, con desenfado.
La compañía de un ego tan robusto era relajante; se parecía a comer con vasos que no se rompen aunque se vuelquen y platos que uno puede tirar al suelo.
—Ya sé que Irlanda del Norte no es un tema para un cómico de esos que cuentan chistes de pie y con un micrófono en la mano —dijo Irina—, pero podrías meter un poco de chispa de vez en cuando. Tú tienes gracia, Lawrence; deberías usarla. Eso fue lo único que quise decir. No fue mi intención criticar.
—No me importa que me critiques —dijo Lawrence—. Tienes razón. Debería soltarme un poco. ¿Algo más que no te haya gustado?
Frases más cortas, menos jerga especializada, no pasarse toda la conferencia con el ceño fruncido, dijo Irina. Sin ofenderse, Lawrence parecía ir apuntándolo todo en la cabeza.
—A propósito —dijo él—, oí de pasada una parte de tu conversación sobre el PPP, y sobre Irak. Creo que te defendiste bastante bien.
—Gracias. Pero cuando salen esos temas, en dos minutos me quedo sin nada que decir. Y ellos no tienen ni idea de lo que se le puede preguntar a una ilustradora. ¿De qué otra cosa puedo hablar con esa gente?
—¿Quieres un recurso estándar? Diles que tengo una polla descomunal.
Irina rió.
—Pues de eso hablaba antes. Utilízala en tus discursos.
—¿La polla?
—Sí, metafóricamente.
Cuando llegaron a Borough High Street, Lawrence volvió a recobrar la confianza en el éxito de su conferencia. Así y todo, si bien la satisfacción consigo mismo y con lo que hacía era su estado natural, era una sensación sustentada en la humildad. Las esperanzas que depositaba en sí mismo eran razonables, pero sin pasarse. No había tartamudeado ni se había atrancado en mitad del discurso. Sus ideas eran casi irrebatibles. Entre el público hubo personas muy acreditadas. Era bastante. No iba a clamar al cielo por no haber cambiado el curso de la historia con una conferencia ni atraído a primeros ministros y presidentes o logrado que la gente se pusiera de pie para aplaudirlo. Lawrence apreciaba los triunfos modestos, lo cual, qué duda cabe, es la clave para sentirse satisfecho.
Mientras subían al apartamento, Irina estuvo a punto de preguntar: «¿Y qué hay de eso de que te vas a Rusia?», pero se lo pensó mejor y no dijo nada. Por disciplina tampoco mencionó el asunto durante el resto de la noche, sólo para ver si salía de él decírselo. ¿Los fondos se habían aprobado en verano? ¿Para cuándo estaba programado el viaje? ¿Le preguntaría si quería acompañarlo? Aunque Irina nunca había estado en Rusia, era un país que ella sentía que le pertenecía de un modo natural.
Cuando terminó la noche, y luego la semana, y después todo el mes de noviembre sin que Lawrence dijera ni pío acerca de una futura visita a la madre patria de Irina, la disciplina cedió el lugar al experimento científico. En Navidad, cuando por una vez los dos decidieron dar una excusa para no ir de visita a Brighton Beach, la propuesta original de Irina, es decir, pasar la luna de miel en Tailandia, terminó reducida a una escapada a Cornualles. Cierto, al vetusto coche que alquilaron se le cayó una abrazadera del radiador y Lawrence se disgustó bastante, pero esa avería sin importancia no tenía por qué impedirle aprovechar uno de los largos paseos por la costa para hablarle de un inminente viaje de investigación. Una cosa era ser independiente, pero la independencia podía transformarse fácilmente en exclusión, e Irina sentía que él estaba dejándola fuera. En los meses que siguieron, la omisión por parte de Lawrence fue aumentando de tamaño, y ella empezó a toquetear ese silencio como si fuera un bulto en el pecho y se lo palpara bajo la ducha. Como han hecho muchas otras mujeres arriesgándose a un daño irreversible, se dijo que no era nada y prefirió limitarse a palpar con valentía las dimensiones de esa protuberancia, buscando una textura que pudiese indicar una anomalía discreta, más parecida a un quiste, o un tumor más invasivo y maligno.