Las fantasías eran una cosa, pero durante todos esos meses de frustración, y con tantas cosas en juego, Irina había aceptado de antemano que lo más probable era que terminar follando con Ramsey Acton resultara decepcionante. Se había preparado para la torpeza, incluso para un desinfle tragicómico en puertas. Empinado encima de ella en el Royal Bath, el propio Ramsey había dicho antes de dar el paso, y con mucha gracia: «Esto, cielo, es lo que en snooker se llama “la olla a presión”». Además, aun a riesgo de cometer una tautología, el sexo sólo era sexo: no era mejor de lo que era, duraba lo que duraba e importaba lo que importaba. Después uno seguía preocupado por si se le había terminado la leche o con prisa para poner las noticias.
La verdad sea dicha, follar siempre había sido un poco decepcionante, igual que tantas otras experiencias de la vida por las que suele hacerse mucho aspaviento, desde unas vacaciones en una isla (picaduras de moscas negras incluidas) hasta las cenas francesas de trescientos dólares (que rara vez van más allá de un bol de pasta bien presentado). Y, en concreto, la experiencia de pérdida de la virginidad no estuvo a la altura de su fama. Un guitarrista de una banda de garaje, desgarbado y con una fascinante melena rubia. Chris era su novio del instituto cuando Irina estaba en tercer año; un chico atento y paciente, y aunque no era novato, tampoco era un as en la cama. Sin embargo, cuando llegó la gran tarde, un día en que la madre de Chris se fue de compras a Jersey y la parejita no corría ningún peligro, Chris tuvo problemas para entrar; para colmo de males, el condón era basto, con un lubricante viscoso y de un látex del color de piel de serpiente recién mudada. En cuanto el chico consiguió abrirse paso con el romanticismo de un carpintero que mete una espiga en un agujero estrecho tras embadurnarla con un montón de grasa de automóvil, la desfloración terminó en un abrir y cerrar de ojos y la dejó dolorida. La experiencia de penetración la dejó indiferente; un pene era más grande, pero en el fondo no muy distinto de un dedo o un tampón. Ella había esperado una sensación más sublime, algo inimaginable. El acto real no sólo caía dentro del ámbito de lo conocido; su imaginación también había trabajado de lo lindo. Tras haberse entretenido muchas veces, y placenteramente, en privado, Irina había supuesto que llegaría al orgasmo automáticamente. Nadie le había advertido que las mujeres tenían que volver a aprender a correrse; más exactamente, que, para las mujeres, correrse follando solía ser un auténtico trabajo, y que a veces el esfuerzo era tal, que los resultados no lo merecían. No obstante, y puesto que para los hombres follar se aproximaba bastante a lo que hacían en el baño a puerta cerrada, Chris sólo tuvo la típica dificultad adolescente, es decir, se corrió un poco antes de tiempo. Irina se sintió timada. Una vez despachado el ejercicio, no se había tumbado en un estado de maravillosa satisfacción, no; se había refugiado resentida en las almohadas, de un mal humor que apenas consiguió disimular. Llevaba años esperando eso, y de repente, mira: como tantas otras cosas, el sexo era un timo.
Es cierto que después se aficionó al pasatiempo, que se puso a investigar metódicamente las posturas que, como mínimo, conseguían una leve fricción en el lugar adecuado, y que reforzó toda esa calistenia con sórdidas películas mentales. El único lado positivo de esa tenaz dedicación al folleteo fue que Irina dejó de llevar a la mesa erótica expectativas que no eran realistas. En el mejor de los casos, el sexo con Ramsey sería agradable. No dio por descontado que se correría. A fin de cuentas, ni siquiera las relaciones con Lawrence, probadas y autentificadas, habían dejado nunca de requerir cierto esfuerzo, y siempre la habían hecho sentir que tenía que dedicar montones de energía y concentración para obtener una recompensa mínima.
Así pues, si Irina hubiese dado mucha importancia a revalidar su visión del mundo —preocupándose más por hacer las cosas bien que por ser feliz, y hay mucha gente así—, se habría sentido contrariada. Pero hete aquí que follar con Ramsey sí estuvo a la altura de sus expectativas. Mareada y aturdida entre las gruesas sábanas de hilo del hotel, como si se recobrase de una colisión frontal, tuvo la clara impresión de que hasta ese día nunca había follado, lo cual la dejó preguntándose qué había estado haciendo todos esos años.
—Ahora que lo pienso —conjeturó Irina con la cabeza apoyada en el brazo de Ramsey quizá el tercer día en Bournemouth (no era difícil, en esas circunstancias, perder la noción del tiempo, que había engordado y se movía con la pachorra de un gato cebado)—, antes de tu cumpleaños nunca había fantaseado con follar. Además, como idea siempre ha parecido algo demasiado permisible. Incluso follando, pensaba en secreto en otra cosa. En algo más prohibido.
—¿Como qué? —preguntó Ramsey.
Era extraño, pero nadie le había hecho nunca esa pregunta. No sin temor, Irina se arriesgó a decir:
—Sexo oral, a veces.
—Chupar polla, querrás decir —la corrigió él.
Irina rió.
—Sí, chupar polla. Aunque con un giro. Me gusta la idea de que me fuercen. Creo que se supone que las mujeres no deberíamos admitir cosas así, pero sí, que me fuercen… a tragarla. Bueno, en teoría. Es algo mental. No sé si en la vida real me gustaría.
—Vaya…, yo he tenido fantasías de violación durante años —dijo Ramsey motu proprio y muy alegremente—. Y la semana pasada tuve una contigo. Sí, te violaba. Contra una pared. Al principio te resistías bastante, pero al final me suplicabas que te diera más polla.
Envalentonada, Irina fue más lejos.
—Durante un tiempo también me excitó la idea de follar con dos hombres a la vez. Últimamente, con Lawrence… No debería contártelo, es demasiado vergonzoso.
—No hay nada que no debas contarme. Nunca lo olvides.
—De acuerdo. También he fantaseado con mujeres.
—¿Con comer un chochito? ¿Qué tiene de malo? Yo también lo pienso.
—Tú eres hombre. Se supone que los hombres pensáis en eso.
—En las cosas del sexo no hay que dar nada por supuesto.
—Bueno, pero no quiero que pienses que soy bollera. Lo que pasa es que… Se me habían terminado las ideas.
—Tenemos demasiados juguetes, eso es lo que pasa. Yo también he pensado en mamársela a un tío.
—¿En serio?
—Sí. No hay muchos hombres dispuestos a admitirlo, pero te apuesto a que no es una idea demasiado rara. Eso tampoco significa que esté dispuesto a hacerlo con cualquier gilipollas real al que le huelen los huevos.
—Gracias. Eso me hace sentirme mejor —dijo Irina, apoyando la cabeza en el pecho de Ramsey—. Lo raro es que… ¿después de tu cumpleaños, te acuerdas? ¿Cuando no pudimos? Por primera vez fantaseé con follar. Todo el tiempo, todos los días. Empecé a sentirme un poco loca.
—¿Y en qué piensas ahora que hemos follado de verdad? —preguntó Ramsey, medio dormido.
Apenas pasaba del mediodía, y por la noche jugaba la partida de la tercera ronda; a esa hora debería haber estado practicando.
—No pienso en nada —dijo ella, maravillada—. Contigo no voy a otra parte. Si tuviera fantasías mientras follo, fantasearía que lo hago contigo. Mira, por primera vez, follar me parece algo escandaloso. ¿De veras vas a meter esa cosa ahí? Además, tiene algo de… primitivo. Por lo tanto, no parece algo que supuestamente tienes que hacer, sino algo que no puedes evitar hacer. Es como si estuviera en celo.
Ramsey rió y le pasó un dedo seco y puntiagudo por la cadera.
—Eres un animal, ¿lo sabías? Un jodido animal. Te comportas como una girl scout, como una madraza. Mirándote, nadie lo adivinaría nunca. Salvo yo, claro. Yo lo vi, cielo, aunque tú no pudieras verlo. Tener a una fiera como tú guardada en el armario es un crimen. Como lo que hacen esos mamones que tienen tigres encadenados en el patio trasero. Los pobres bichos terminan sarnosos, flacos y deprimidos.
—Deberías comunicarlo a la PETA[21].
—¿Peter?
—Olvídalo.
Pero tampoco era sólo el sexo propiamente dicho; era todo. Cuando dormían, aún tenían que encontrar una posición que no fuese tan suntuosa y confortable que a Irina no le dieran ganas de llorar. Besarse se parecía a ir a nadar, estilo braza, a deslizarse sin cansarse nunca en una piscina cubierta. Ramsey siempre tenía la piel fresca, y de la textura de la piel de un cabrito, comparación apropiada si se tiene en cuenta que su cuerpo parecía congelado por criogenia en la adolescencia.
Largo, estrecho y lampiño quitando un suave brote de ligero tojo castaño en las axilas y la entrepierna, el cuerpo de Ramsey era limpio y sin marcas, como si hubiese sido preservado para ella, envuelto herméticamente en celofán, como plata bruñida, para que no perdiese lustre. Dado que el snooker propiciaba una vida bajo techo, su piel parecía una tersa superficie cremosa de la cabeza a los pies, sin la sombra que deja el borde de los calcetines en los tobillos ni una franja más clara bajo la correa del reloj de pulsera. Tenía una de esas raras figuras que, desnudas, parecían completamente normales —sólida, sana, plena—, cuando en cueros casi todos los hombres parecen fuera de lugar, incómodos o no del todo ellos mismos. Desnudo, Ramsey cruzaba la habitación del hotel dando zancadas como una criatura en su entorno natural, y no más obligado a vestirse que un ciervo en el bosque. Ese aroma a azúcar quemado era cautivador, y a veces Irina se acurrucaba para olisquearle a conciencia la base del cuello como si oliera un horno caliente y abierto.
Objetivamente, Ramsey Acton no era el hombre más guapo del universo. Ya empezaban a salirle canas; su cara podía pasar fácilmente de una edad a otra, pero una de sus modalidades era la de un hombre agobiado por las preocupaciones. Cierto, era una de esas personas irritantes que podía comer y beber todo lo que se le antojaba y no engordar nunca ni un gramo, y que conservaba los músculos firmes de un atleta sin hacer jamás un solo abdominal; pero no era la suya la masculinidad de tío cachas de la que hacen alarde los modelos de las revistas de culturismo. Y eso era lo más importante. No era insoportablemente guapo para todas las mujeres; era insoportablemente guapo para Irina. La ligera curva de sus nalgas, una de las cuales habría cabido sin ningún problema en una mano; los delicados dedos de los pies; los arcos altos y las esbeltas caderas, todo estaba diseñado para satisfacer la estética personal y quijotesca de Irina McGovern. A Ramsey Acton se lo habían confeccionado a medida.
Con todo, el pegajoso papel matamoscas que era esa pareja hecha por encargo tenía un lado bastante horrible. Follar con Ramsey, besar a Ramsey y dormir con Ramsey, mirarlo ir desnudo de la cama al minibar y dejar que la paseara en volandas por la habitación igual que aquella primera noche, lo cerca que habían estado de abandonarlo todo como quien, por descuido, deja una maleta con dinero en un andén… Bueno, eso era lo único que Irina quería hacer. No quería comer. No quería ilustrar libros infantiles. No quería encontrarse con sus amigas en restaurantes indios. No quería ver en Panorama cómo el Gobierno de Su Majestad había intentado ocultar la verdad sobre las vacas locas. En realidad, se planteó Irina, intrigada y hasta un poco asustada, era perfectamente posible que durante el resto de su vida nunca quisiera hacer otra cosa que no fuese meterse en la cama con Ramsey. Puesto que siempre se había considerado una mujer con intereses muy amplios, preocupada por la política internacional, con un profundo cariño por unos cuantos amigos y una imparable ambición por seguir haciendo carrera, no dejaba de ser un poco desalentador descubrir de repente que, al parecer, lo único que siempre había querido era acostarse con un jugador de snooker llamado Ramsey Acton.
—Hazme un favor —le dijo Irina esa noche en la limusina—. No entres por la puerta trasera. —Frunciendo el ceño, Ramsey obedeció, pese a que entrar en el centro de congresos por la puerta principal le costara firmar unos veinte programas—. Y rodéame con el brazo.
Una orden gratuita; aparte de las rápidas idas al lavabo, habían estado en contacto físico de una manera u otra desde ese primer abrazo en el Royal, simplemente cogidos de la mano o formando un entrelazado tan complejo de partes cóncavas y convexas que juntos parecían una de esas mesitas de centro modulares semejantes a un cubo mágico que tanto exasperan a los invitados. Así pues, en un doble abrazo y una impecable síncopa jazzística de tres pasos de Irina por cada dos de Ramsey, pasaron muy felices por delante de la taquilla, donde Irina tropezó con la mirada del estirado vendedor de entradas. El hombre la saludó con la cabeza, por fin con una deferencia de auténtico comemierda más que como un lameculos que, para sus adentros, te insulta.
—Gracias —susurró Irina, echándose un resbaladizo pañuelo de rayón color burdeos sobre el hombro del vestido negro, elegante y ceñido, que Ramsey también le había comprado esa tarde—. Ya me has alegrado la noche.
—Por fin una tía fácil de agradar —dijo Ramsey, y la acompañó hasta su asiento, ubicado en una sección especial para familiares, mánagers e invitados. Desde allí, la visión de la mesa era incomparable—. Deséame suerte.
Ramsey la besó larga y profundamente a la vista de todo el mundo. Los que ocupaban los asientos más cercanos miraron con malicia y curiosidad a la mujer de pelo oscuro sentada en primera fila.
Con todo, Irina no pudo evitar cierta sensación de inquietud. Habían pasado un largo rato comprando su nuevo vestuario, lo cual dejó a Ramsey sin tiempo para el calentamiento en la mesa de prácticas. Cierto, si esa noche perdía, Irina después lo tendría todo para ella, pero no podría soportar ser la responsable de una derrota.
El adversario de Ramsey era John Parrott, de Liverpool, un jugador de natural bondadoso, que, con apenas treinta y tres años, parecía haberse apuntado prematuramente a la edad mediana. Parrott tiraba a gordinflón, tenía cara de pan y un aura de padre de familia con garaje para dos coches. Con las cejas tupidas y negras siempre alzadas hacia lo más alto de la frente en expresión de asombro, la elasticidad de sus gestos transmitía todos los matices del juego con una fidelidad tal, que, de hecho, era un comentarista para sordos. (El maestro de ceremonias lo presentó por su llamativo apodo, «el Artista», aunque en el mundillo del snooker abundaban los sobrenombres inventados; los críticos les hacían tragar por la fuerza a los aficionados motes difíciles de creer, como «el Chico de Oro» para Stephen Hendry o «el Niño Mimado de Dublín», que así era como llamaban al guaperas Ken Doherty, y que no usaría ni siquiera un neurótico obsesivo aunque le pusieran un revólver en la sien). Ramsey decía que Parrott era un tipo estupendo, con un cáustico sentido del humor y un atractivo toque de reproche de sí mismo.
En efecto, Ramsey y Parrott juntos eran la personificación del legendario decoro del deporte que practicaban. Más allá de un puñado de irregulares tacadas iniciales, que ese día Ramsey no hubiera practicado no parecía perjudicarlo mucho. En realidad, a Irina le gustó observar una nueva efervescencia en su manera de jugar. Esperando demostrar ser una influencia positiva, se sintió aliviada cuando él llegó al descanso ganando por un juego.
Durante la pausa, un hombre de la fila de atrás le tocó el brazo. De unos cuarenta y poco, tenía una cara rubicunda, aunque algo arrugada por la sonrisa exagerada que no tardó nada en dirigirle. Pero sus ojos no sonrieron. Llevaba el pelo ligeramente más largo de lo que convenía a su edad, lo cual delataba cierta vanidad, y una corbata tan chillona que a Irina le hizo daño a la vista.
—¿Nunca te ha advertido nadie, cariño —dijo el hombre, con un aliento que apestaba a cerveza—, que nuestro Ramsey ya está casado?
Los labios de Irina se separaron como para decir algo y, a su pesar, es posible que empalideciera un poco.
Apretándole el hombro, el tipo soltó una carcajada ensordecedora.
—¡Sólo te tomaba el pelo, muñeca! ¡Si vieras la cara que has puesto! Casado con el snooker, señorita, eso fue lo que quise decir. El snooker es su primera mujer, y no te engañes, también será la última —dijo, y le tendió la mano—. Jack Lance, de MatchMakers. Soy una mezcla de sirviente de Ramsey y su madre.
Irina apretó una mano de cuyos dedos crecían unos pelos negrísimos. Por culpa de la falta de sueño, tardó en darse cuenta de que el hombre que la saludaba era el mánager de Ramsey. Un rechazo instintivo tuvo que luchar contra el impulso a dar una buena impresión.
—Encantada. Irina McGovern.
—¡Americana! —gritó Lance, como acusándola de un crimen.
—Un defecto congénito —dijo Irina—. No es de buena educación burlarse.
—¡Entonces no lo haré! —Jack reía con demasiada fuerza, como si le asombrara ver a una yanqui a la que no le importaba que le hicieran una broma—. De visita, ¿eh? ¿Haciendo turismo? ¿La catedral de Westminster? ¿El Big Ben? ¿Un poco de algodón de azúcar en el muelle?
—No, vivo en Londres, por lo que ya puede suponer que visito el Big Ben más o menos con la misma frecuencia con que los neoyorquinos toman el transbordador para ir a ver la Estatua de la Libertad. Es decir, nunca.
Felizmente, Jack Lance fue al grano.
—No he visto a tu chico practicar ni un solo frame en los últimos tres días, y de repente observo que una dama atractiva como tú puede ser también una distracción formidable. Pero no queremos que nuestro común amigo descuide sus responsabilidades, ¿verdad?
Irina señaló la mesa con la cabeza.
—Va ganando, ¿no? ¿Qué más quieres?
—Un premio de trescientas cincuenta mil libras, eso quiero —dijo Lance, y dejó de sonreír.
—No tenía ni idea de que el bote fuera tan jugoso.
—Vas a seguir este deporte con los profesionales, bonita —subrayó él—; ésas son las primeras estadísticas que tienes que dominar. Los breaks más rápidos, centurias sin precedentes. Cosas con que llenar los sitios de Internet para forofos.
—Me esforzaré —dijo ella y, con ganas ya de cortar el rollo, volvió a mirar hacia delante.
—Primero esfuérzate con Ramsey —le dijo Jack a la espalda de Irina.
—Perdón, pero creo que no nos conocemos —dijo, como si acudiera a rescatarla, una morena muy atractiva que estaba sentada a la derecha de Irina—. Eres amiga de Ramsey, ¿verdad?
—Sí. Irina McGovern.
—¡Me temo que apostamos a dos caballos distintos! Soy Karen Parrott. ¡Pero John admira tanto a Ramsey! Dice que es increíble que no haya ganado nunca el campeonato del mundo.
—Sí, ojalá a Ramsey no le importara tanto.
—Oh, es lo único que les importa —dijo Karen—. El Crucible, el Crucible. Para ellos es casi un altar, ¿te das cuenta?
—Sí, suena a iglesia, ¿no?
Karen se volvió para mirar la fila de atrás; Jack Lance se había marchado.
—Lamento lo de Jack —dijo Karen Parrott en voz baja—. No es mal tipo, pero los mánagers ven a las mujeres como enemigas, o se encaprichan contigo y tratan de reclutarte para su equipo. En cualquier caso, son muy dominantes y posesivos.
—Ahora que lo dices, no pareció alegrarse mucho cuando vio que Ramsey venía acompañado. Supongo que cree que ha hecho una inversión y que le corresponde una participación de control. No ibas mal encaminada cuando dijiste que los jugadores son como caballos de carreras.
—En realidad, es más como si el mánager compartiese la propiedad de una foca amaestrada.
Cuando volvió a ver a Jack, Irina le preguntó muy animada a Karen:
—¿Vienes a todos los partidos de John?
—¡Por Dios, no! Pero esta semana pensé que los niños disfrutarían de un viaje a la costa antes de que empezara a hacer demasiado frío. Perdona si te parezco una cotilla, pero ¿hace mucho tiempo que… que eres amiga de Ramsey?
—No, no mucho. Es curioso. Antes el snooker me parecía un poco aburrido, pero ahora empiezo a entenderlo. Es como un cruce entre ballet y ajedrez.
—Añádele la batalla de Waterloo y tendrás algo.
—Al principio parecía un deporte tan mesurado… Relajante. Pero a veces puede ser de lo más emocionante.
—Bueno, bueno —dijo Karen, sin definirse.
—Entonces, ¿cuántas veces vas a ver a John cuando juega?
—Oh, algunos años voy a Sheffield para el Mundial. Y tal vez cuando juega la final de una clasificatoria. ¿Tres veces al año? Sí, más o menos.
—¿Sólo?
—Bueno, no quiero decir que cuando has visto un partido los has visto todos, pero…
—O sea, ¿que las esposas y las novias no suelen acompañarlos en las giras?
—A veces —dijo Karen, con cautela—. Un tiempo, no mucho. En realidad, muy poco. Es duro. No hay lugar para una. Hombres, ya me entiendes. Beben. Y snooker, snooker por un tubo. Es de lo único que hablan. A lo mejor tú… opinas de otra manera —añadió Karen, con gracioso optimismo—. Pero, ay, la mayoría de las chicas terminan quemadas.
Cuando bajaron las luces para dar comienzo a la segunda sesión, una mella diminuta se dibujó entre los ojos de Irina. No había pensado las cosas a fondo. Vagamente, se había imaginado que acompañaba a Ramsey en todos sus viajes y conocía un sinfín de hoteles de lujo; con igual vaguedad había imaginado una confortable rutina doméstica en Victoria Park Road, más o menos un facsímil de su vida con Lawrence, pero con mejor sexo. Además, ella tenía sus propios compromisos, y ya los estaba descuidando. Oh, bueno. En cualquier caso, ¿cuánto tiempo podía pasarse Ramsey de viaje en un año?
La reunión informativa en el bar del Royal Bath tras la reñida victoria de Ramsey fue bastante jovial. Todos los colegas sentían curiosidad por saber cómo lo había conocido Irina. «Los dos nos hemos divorciado de la misma mujer» era una fórmula conveniente para resumir el asunto. Ramsey se aseguró a cada momento de que Irina tuviera siempre una bebida recién servida (todos estaban emborrachándose) y que alguna parte de su cuerpo tocara siempre el de ella (el mínimo contacto la hacía zumbar entera como si fuera una tostadora eléctrica), aunque se veía de lejos que con la otra mano sujetaba a «Denise» con más fuerza. Cuando John Parrott contó la terrible anécdota del taco que le robaron del coche en Heathrow, el taco con el que había ganado el Mundial de 1991, Ramsey replicó: «¡Te lo tienes merecido, pollo! ¡Antes encierro a un perro vivo en el maletero que dejo el taco en un aparcamiento!», y Karen lo reprendió, dándole un puñetazo: «¡No le des ideas!». Todos rieron al recordar uno de los ataques de Ramsey de esa noche, tras el cual el racimo de bolas se había detenido como por milagro para dejarle vía libre a la rosa, que fue derechita a la tronera de la esquina, «como se abrieron las aguas del mar Rojo». Muy divertido, pero después de oírlo tres veces Irina era incapaz de reaccionar con algo más que una sonrisa amable.
En fin, las bromas eran graciosas y la reunión, animada, pero siempre que divertirse dejaba de ser una opción para convertirse en una obligación, Irina se aburría. Aturdida por el brillo superficial de juegos de palabras e historias más bien tontas, comenzó a desear un poco de enjundia, si no circunspección. Hablar con esa gente se parecía a comer algodón de azúcar hasta no querer ya más azúcar, sino un bistec. En mitad de un fascinante debate de veinte minutos sobre si una corriente de aire en Purbeck Hall tenía la culpa de que las bandas superiores se volviesen demasiado mullidas, a Irina se le pasó por la cabeza que la profesión de Ramsey tenía poco contenido moral. O ninguno. Oh, sí, claro, estaban las ocasionales cuestiones de honor (llamar la atención del árbitro cuando uno mismo cometía falta) o de humildad (inclinar la cabeza para disculparse cuando no se embocaba), pero, por regla general, el snooker giraba en torno a la excelencia por la excelencia misma. La belleza del juego, y también su limitación, radicaban en que no tenía ninguna importancia. No salvaba a tutsis en Ruanda ni le evitaba la enfermedad de las vacas locas al querido ganado de un granjero. Algunas noches Irina estaba convencida de que iba a encontrar cierto alivio en un territorio que quedaba fuera del mundo de las noticias televisadas; otras, temía estar condenada a que ese espectáculo folklórico le resultara frívolo y huero.
Durante un silencio en la conversación, se animó incluso a sacar a colación la muerte de Lady Di. Si bien al principio la había entristecido, un poco abstractamente, como la habría hecho sentir la muerte prematura de cualquier joven a la que no conocía, al cabo de unas semanas de sensiblerías y duelo público, Irina, un poco a su pesar, había llegado a compartir la opinión de Lawrence, que pensaba que ese mesarse los cabellos de toda la nación, todos esos golpes en el pecho y tanto rasgarse las vestiduras eran un ejercicio de histeria de masas, y que, más que representar una saludable catarsis emocional, demostraba que los británicos habían perdido el control, lo que equivalía a decir que ya no quedaban auténticos ingleses. Sin embargo, en el bar del Royal, en cuanto se mencionó el sagrado nombre de la princesa muerta, los presentes pusieron al unísono cara de acongojada solemnidad y dejaron que Irina recapacitara antes de pronunciar adjetivos como «lacrimógeno» y expresiones como «entre sublime y prosaico».
También mencionó que su madre había nacido en la Unión Soviética, pero no tuvo ningún eco; probablemente porque los rusos no jugaban mucho al snooker. Pues cualquier zarcillo de la conversación que se enroscara más allá del ámbito del circuito de snooker, se moría en la parra. Como esos personajes habían jugado en todo el planeta, desde Hong Kong a Dubai, una típica anécdota de ámbito internacional era la del día en que Alex Higgins jugó borracho y sin camisa en Bombay. Parrott agasajó a los presentes con una historia sobre Zimbabue, donde el carnicero del pueblo había grapado la tela a la mesa. «¡Si hasta se veían las grapas!», dijo Parrott, y el grupo se desternilló de risa. A esas alturas, Irina sabía que era mejor no insistir para que Parrott le dijese qué opinaba sobre el plan de Robert Mugabe para confiscar tierras de cultivo a los blancos. Como los personajes de Anne Tyler[22], esos turistas accidentales viajaban en una cápsula hermética toda forrada en paño verde.
En consecuencia, no fue tan sorprendente. Sin embargo, una vez bajo la colcha de brocado de la suite, tomó clara conciencia de una llamativa omisión: nadie, ni una sola vez, le había preguntado cómo se ganaba la vida.
Ya era oficial: unos días después, esa misma semana, apareció en Snooker Scene la noticia de que Ramsey Acton se había liado con una «sensual belleza rusa». Breve y mal redactado, el articulito lo decía todo mal de «Irina McGavin», pero ella conservó su ejemplar como un preciado recuerdo.
Ramsey siguió venciendo en todas las semifinales. Si antes su juego carecía de un ingrediente final intangible, la llegada de Irina a su vida debió de añadir esa última media cucharadita de cayena que hace que un plato no tenga parangón. Cuántas veces había luchado ella con una salsa mientras Ramsey llevaba treinta años lidiando con su snooker; sólo en el último minuto encontraba Irina, en su más que bien surtido especiero, esa pizca que, de repente, convertía una verdadera mezcolanza de sabores imperfectos en una mezcla triunfal. A los cuarenta y siete años, Ramsey parecía haber descubierto el amor y el control de su juego en un descenso en picado.
Cuando se supo que el ganador de la otra semifinal era todo un fenómeno, un triunfador inesperado, larguirucho e ingenuo llamado Dominic Dale (el número 54), Ramsey empezó a considerar la final un mero trámite. Puesto que él mismo había sido un jugador joven e inexperto, víctima de la condescendencia risueña de los veteranos, debería haber sido más prudente. Pero una de las cosas que la sabiduría que dan los años nos hace perder es la sabiduría de la juventud. La educación no es un proceso constante de acumulación, sino una competición entre el aprendizaje y el olvido en la que cualquiera de los dos rivales puede perder en cualquier momento, algo parecido al esfuerzo frenético por llenar un fregadero más rápido de lo que puede vaciarse por el desagüe. Y ésa es la razón por la que Dominic Dale y otros jugadores de su calaña siempre rentabilizan la subestimación de sus «mayores».
Después de la final cenaron en Oscar’s, con la celebración que habían planeado degradada ahora a un tranquilo tête-à-tête para lamerse las heridas. A esas alturas, para Ramsey y ella ya era un ritual pedir las vieiras con crema de azafrán de primero, seguidas de lubina salvaje con colmenillas y guarnición de espinaca.
—Lo lógico es pensar —dijo Irina, atacando el primer plato— que si ganar el Grand Prix significa algo, entonces quedar segundo en el Grand Prix también.
Como si se vengara por haber quedado segundo, Ramsey aplastó una vieira con el tenedor.
—Significa que he perdido.
Irina puso los ojos en blanco.
—La incapacidad de obtener satisfacción con otra cosa que no sea la victoria total es una fórmula infalible para una vida desgraciada. ¿Cuándo se obtiene la victoria total?
—Cuando ganas el Mundial en el Crucible —dijo Ramsey al punto.
—Creo que deberíamos hablar de algo que no fuese snooker.
—¿Qué más hay aparte del snooker?
Irina le miró detenidamente la cara. Ramsey no bromeaba.
Durante la racha ganadora, las conversaciones en la mesa, a la hora de la cena, habían explorado sus respectivas vidas como si fueran un monte inmenso, deteniéndose para inspeccionar cada bosquecillo y cada charca: la creciente preocupación de Ramsey, que pensaba que para salir de ese callejón sin salida que era la relación con sus padres alguien tendría que morir primero; las razones de Irina para no dedicarse a la pintura; la actitud excesivamente efusiva de su hermana, que no era sino una manera de compensar el resentimiento («Te mata con toda esa bondad —había señalado Irina—; pero sigue siendo un asesinato»); sus ganas de visitar por fin Rusia y su extraño pesar porque ahora ya no conocería de verdad esa Unión Soviética con fama de país de los horrores; los cómicos extremos a los que habían llegado algunas fans de Ramsey, que a veces lo perseguían de ciudad en ciudad temporadas enteras con tal de llevárselo a la cama… Aunque había un rincón sombrío que Irina tendía a evitar —la angustia por cómo Lawrence llevaría el abandono—, en líneas generales esos tranquilos paseos retóricos habían sido vigorizantes y extensos. Pero ahora que, según se decía, Dominic Dale había «jugado mejor de lo que sabía» (un concepto curioso, en opinión de Irina), Ramsey había caído en un pozo.
—Podríamos hablar de este hotel, por ejemplo. Es precioso, pero ya tengo ganas de irme a casa.
Ramsey levantó la vista bruscamente.
—¿Con Lawrence?
—No, tonto. A Victoria Park Road. ¿Te acuerdas de aquel establecimiento tan pintoresco? Se llama «tu casa».
—¿Y cuándo crees que sería eso?
—Mañana, supongo.
—El campeonato Benson and Hedges empieza mañana en Malvern.
A Irina se le cayó el tenedor.
—¿Malvern? ¿Y dónde diablos queda Malvern?
—Por eso no te preocupes. Jack ya lo ha organizado todo.
—¿Y cuánto dura ese campeonato? —preguntó Irina, sin fuerzas.
—Doce días.
—Oh —dijo ella. Esta noche la salsa de azafrán no parecía tan estimulante; puede que ya la estuviera cansando—. ¿Y qué viene después de… Malvern?
—El Liverpool Victoria, por supuesto. En Preston.
—Por supuesto —dijo Irina, con voz débil—. ¿Y cuánto tiempo hay entre el de Malvern y el de Liverpool no-sé-cuántos?
—Bueno… —dijo Ramsey, masacrando la última vieira—. ¿Entre la final del B&H y la primera ronda en Preston? Tres, cuatro días. Tengo que mirar la agenda. Preguntarle a Jack.
—¿Y cuándo tienes tiempo libre?
—Veamos —pensó Ramsey—. Hay una semana entre el Liverpool Victoria y el Open alemán en Bingen del Rin, que dura una quincena larga para Navidad. Y todavía no hemos decidido si este año jugamos el Open de China.
—Dime que el Open de China se juega en Leicester Square.
—Shanghai —dijo él, tan pancho—. Si pasamos, tenemos unos cuantos días para no hacer nada a finales de febrero. Pero si vamos a Shanghai, sería una estupidez no empalmar con el Masters de Tailandia en Bangkok.
—Puede que se me esté escapando algo, pero… ¿para cuándo el tiempo libre?
—En mayo, después del Mundial.
—Mayo —dijo Irina, pesarosa—. Estamos en octubre.
—Cuando termina la gira empieza el circuito de exhibición, pero depende de mí si lo hago o no.
—Ramsey, no puedo acompañarte a todos esos torneos. Tengo trabajo.
Aunque Ramsey afirmaba adorar las ilustraciones de Irina, nunca pareció tomarse en serio su profesión, es decir, como una actividad con un producto. Sin embargo, y a pesar de sí misma, ella recordó con alivio que no se había tomado la molestia de guardar el pasaporte y lo seguía llevando en el bolso de mano desde su último viaje a Brighton Beach.
—¡Eh, pero tienes que acompañarme! —gritó Ramsey—. ¡No voy a jugar por una mierda sin ti!
—Llevas treinta años jugando por una mierda sin mí.
—Si es necesario, te llevas el trabajo. Tenemos muchísimas horas sándwich.
Unas horas sándwich en las que, hasta el momento, sólo habían follado, charlado, bebido y, sí, vuelto a follar. No es de extrañar que Irina fuese escéptica en lo que respecta a buscar tiempo para dedicarlo a largas horas de dibujo en habitaciones de hotel.
—Es posible —dijo ella, sin estar muy convencida—. ¿Siempre juegas tanto?
—Deberías saberlo. Tú y yo hemos jugado muy duro arriba, ¿no…? —Ramsey buscó las manos de Irina por encima de la mesa—. Mira, cuando me vine a Bournemouth no tenía ni puñetera idea de si te volvería a ver o no. A fin de cuentas, teniendo a Lawrence, que es un tipo decente y listo que nunca te ha levantado una mano, me pregunté por qué ibas a salir corriendo detrás de un jugador de snooker al que siempre todo le sale mal. Por eso le pedí a Jack que me pusiese en todos los juegos. Pensé que iba a necesitar algo para dejar de pensar en ti de esa manera tan desesperada.
»Y ahora ya estoy en las listas de la temporada. Pero no tiene por qué ser terrible. He hecho este circuito solo desde los once años. Para mis padres, un jugador de snooker se parecía mucho a un delincuente juvenil, y yo, cuando quería ver un torneo junior, tenía que conseguir el dinero para la entrada haciendo chanchullos con gilipollas ya maduritos en el Rackers de Clapham. Más de uno se escondía cuando no había nadie dispuesto a perder un billete de cinco libras con un gallito como yo. Digan lo que digan esas revistillas especializadas, ha sido una vida solitaria. Nunca he tenido a nadie. Jude odiaba el snooker, y odiaba a los jugadores, por no decir que me odiaba a mí, y estoy jodidamente seguro de que detestaba llevar su bonito culo a cualquier torneo. No puedo obligarte a que me acompañes, y lo entenderé si no quieres hacerlo. Pero si hay justicia en esta vida, me merezco finalmente una mujer que brinde conmigo después de pasarme seis horas saltando alrededor de una mesa.
—Yo también tengo una vida —dijo Irina, con suavidad.
—Claro que sí, cielo —dijo él, aunque con una brusquedad que delataba que era incapaz de comprender nada parecido—. Que sea un torneo por vez, pero al menos acompáñame a Malvern.
—De acuerdo —dijo ella, sin muchas ganas—. Pero sólo a Malvern.
Irina desapareció del Royal Bath en otra limusina mientras aún le duraba un poco la resaca, y nunca llegó a saber dónde quedaba Malvern, excepto que estaba en algún lugar de Worcestershire, otro lugar del que, durante esos días en que el programa se reducía a partidas por la noche y dormir todo el día, vio lo bastante poco para que en su memoria quedase grabado no como un condado, sino como una salsa para aderezar el bistec.
Aunque no conseguía recordar que había aceptado acompañar a Ramsey al Campeonato del Reino Unido, acto seguido se encontró en Preston como si la hubiera llevado hasta allí un teletransportador de Star Trek. Por la noche, cuando terminaban los encuentros, Irina, como estaba mandado, se presentaba en Squares, el enorme bar que queda a la vuelta de la esquina del Guildhall; al parecer, la naturaleza de sus funciones incluía tres o cuatro rondas con los muchachos. Le gustaba pensar que estaba mejorando en lo que respecta a hablar de snooker como si fuera un jugador más; pero esas charlas seguían pareciéndole agotadoras, y hacia el final de la primera semana se retiró de una de esas sesiones con partes iguales de felicitación a sí misma y alivio.
Sin embargo, al volver a la habitación del hotel, Ramsey comenzó a decirle en un tono que no presagiaba nada bueno:
—¿Sabes una cosa, patito? Cuando se habla con la oposición hay que morderse la lengua. Pueden parecer unos tipos de puta madre, pero también son la competencia. Te conviene no olvidarlo nunca.
—Pero ¿qué he dicho? —preguntó Irina con cautela, tragándose el «esta vez».
—Todo ese rollo sobre el Mundial.
—Que has perdido seis finales del campeonato del mundo es un hecho, no un oscuro secreto personal, Ramsey. Es un detalle que Clive Everton menciona cada vez que juegas.
—Viniendo de ti, significa algo distinto.
—Puesto que has escuchado a escondidas mi conversación, ¿has oído lo que he dicho?
—No he estado escuchando a escondidas; lo oí por casualidad.
—Dije que era habitual interpretar esos seis fracasos como culpa de algo que se quiere demasiado o no se quiere lo suficiente, un derrumbe provocado por una presión excesiva. En resumen, como un defecto de carácter. Pero que yo, por el contrario, creía que habías perdido cada una de esas partidas por razones diferentes, y que la impresión de que es una pauta establecida es falsa. También dije que a veces tú prefieres no hacer una tacada porque no te da la gana. Eso no significa que tu madre no te quisiera ni que te odies a ti mismo o que sufras de miedo al éxito. Y como lo que dije es lo que saqué en limpio después de oírte a ti explayarte sobre ese punto mientras te bajabas ya no sé cuántas botellas de vino, pensé que apreciarías mi esfuerzo.
—Se agradece, patito, pero demasiado sutil para esa panda. Lo único que ellos entienden es que mi chica piensa que Ramsey Acton está acabado. Como si hablaras mal de mí, vaya.
—¡No estaba hablando mal de ti!
Irina se preguntó qué ocurría cuando las personas que perciben desaires imaginarios en cada esquina recibían un insulto de verdad. No obstante, la hipersensibilidad era una táctica ingeniosa. Una reacción de indignación exagerada ante el comentario más inofensivo sugería que, después de un auténtico acto de desprecio, se declararía algo muy parecido al Apocalipsis, todo lo cual contribuyó a confirmarle que, antes de criticarlo sinceramente, tendría que pensárselo dos veces.
—La cuestión es que te has concentrado en lo negativo —dijo Ramsey—. En lo que no he ganado. En el único torneo que no he ganado, podría añadir. Tienes que entender que este juego es bastante endiablado. Yo no quiero que cuando lleguen a la mesa esos tipos piensen: Oh, mira, Ramsey Acton, ese veterano, esto está chupado. Quiero que se les caigan los pantalones de miedo. Quiero que recuerden que mi menda ha ganado casi todas las clasificatorias que hay que ganar. Intimidarlos me coloca en una posición de ventaja. Si hablan con mi chica y ella no hace más que darles excusas, como si hubiera algo que excusar, yo pierdo esa ventaja. Ya sé que no era eso lo que querías, pero esta noche me has hecho mucho daño, mucho.
—Sólo intentaba ser sociable —farfulló Irina—. No conozco a esa gente, y tampoco sé mucho de snooker. Lo que quería era congeniar. Quiero que estés orgulloso de mí. Nunca ha sido mi intención ponerte en evidencia.
—No he dicho que me pusieras en evidencia, sino que me hiciste daño.
Era un clásico. Ramsey siempre intentaba sacar ventaja, y un paso más de lo que parecía necesario o amable, y lo hacía, como dicen los británicos, «echando demasiado huevo al budín». De un hábito que sólo puede ser dulce, los norteamericanos, más brutalmente, dirían «ensañarse».
—Lo lamento —dijo Irina—. Aunque no sé muy bien qué debo lamentar.
—Entonces ésa sería una disculpa bien perversa.
Ramsey siguió a varios pasos de la cama, guardando literalmente las distancias. Ya era característico de esa relación: o estaban a partir un piñón, o los separaban años luz. No había punto medio. Con Lawrence, en cambio, sólo había punto medio, y era difícil adaptarse a una situación en la que daba igual un metro que un kilómetro. Irina recordó el juego de la confianza, tan popular en los años sesenta, en el que había que extender los brazos y dejarse caer hacia atrás, manifestando así una fe ciega en que la pareja te cogería. O Ramsey estaba ahí, bien cerca de ella, para no permitir que cayera ni medio centímetro, o daba media vuelta e Irina caía de culo al suelo.
—¿Y qué se supone que debo decirles a esas personas? —preguntó ella, desalentada—. Puedo decirles lo que tú quieras.
—Que estoy en mejor forma. Que nunca me has visto jugar mejor.
—Eso se parece a lo que diría tu amigo Jack en un comunicado de prensa.
—Pues entonces diles que tengo una polla enorme, una polla descomunal.
Irina levantó la vista. Ramsey sonreía. Se había abierto la bragueta. Tenía una polla enorme.
Un salto del tigre desde unos dos metros de distancia, y terminada la pelea. Para Irina, que Ramsey dejara de estar disgustado fue como si finalmente le permitieran salir a jugar después de pasarse la tarde sentada en un rincón, en penitencia y con bonete de burro. En gran medida como la etiqueta no escrita de una conversación telefónica, en virtud de la cual cortar es prerrogativa implícita del que llama, sólo Ramsey podía terminar lo que Ramsey había empezado. Y como Irina nunca empezaba nada, él pasaba a ser el único guardián del jardín común, un lugar del que ella estaba cruelmente exiliada y en el que él se dignaba a readmitirla cuando y como se le antojara.
Cuando alrededor de Navidad, después de Bingen del Rin, llegó por fin el prometido descanso de dos semanas, Ramsey la engatusó y se la llevó a Cornualles; una escapada, aunque a esas alturas lo que Irina de verdad necesitaba era escapar de más vacaciones.
La primera tarde que pasaron en la rocosa y desolada costa del sudoeste, Ramsey, sin decirle nada, la llevó a una agencia de coches de alquiler. Después condujo hasta Penzance —como en los piratas—, donde entraron en un edificio municipal casi invisible. Aunque Irina recordaba haber firmado unos papeles preliminares en noviembre, durante una pelea algo etílica a las tres de la mañana, sólo cuando leyó el rótulo de la entrada se dio verdadera cuenta de lo que Ramsey tramaba.
—¡Pero si estoy hecha unos zorros! —Él le dijo que estaba preciosa, como siempre—. ¡Pero si no te he comprado el anillo!
Esta vez Ramsey frunció el ceño y, tras palparse los bolsillos, divisó algo que flotaba en la alcantarilla y le puso en la palma de la mano una arandela de acero descolorido con dos puntas romas.
—Creo que es una abrazadera, para la goma del radiador —le dijo.
—Ramsey, no puedo casarme contigo con una pieza de recambio que has recogido de la calle.
—Cielo, tú puedes casarte conmigo con un clip retorcido o una gomita elástica. Mira —le dijo, y pasó a hacerle una demostración—, me entra perfectamente. Nunca me lo quitaré, te lo prometo.
La funcionaria del registro los atendió irritada, tal vez porque ese día esperaba poder marcharse pronto para hacer las compras de Navidad; para visible fastidio de Ramsey, la mujer, bajita, rechoncha y con mala dentadura, no pareció reconocer al que entraba. Rellenaron unos impresos. Todo terminó en diez minutos. Ramsey sí había comprado un anillo, y le aseguró a Irina que no era tan caro como parecía. Probablemente mentía.
Y aunque ella no había soñado con un tul blanco y tartas de tres pisos, esa «boda» había sido sencilla incluso según el más modesto de los criterios. Por otra parte, tal vez lo miserable fue, en realidad, que no fuese ni chicha ni limonada: hubo una tarta, pero no especialmente apetitosa; hubo un vestido, pero de los que Irina llevaba en el maletero. Podía ver el mérito tanto en despilfarrar veinte mil libras invitando a quinientos de los amigos más íntimos como en casarse una tarde de lluvia, usando, a manera de alianza, la abrazadera de un radiador. De hecho, el segundo enfoque tenía la ventaja de centrarse no en un solo día, sino en el resto de su vida. Ramsey no se moría por casarse, pero sí por estar casado, lo cual, en última instancia, era el mayor cumplido posible.
Irina salió a la calle aturdida. Ramsey y ella se habían casado. Llevaban juntos menos de dos meses.
Tras seguir a su «marido» —tardaría aún en acostumbrarse a esa palabra— al Regal Welsh Open de Newport, al Masters BH de Wembley y al Regal Scottish Open de Aberdeen, lo sensato habría sido que Irina se hubiera resistido a las imprecaciones de Ramsey para que siguiera con él de gira y hubiera vuelto a trabajar en serio. Pero él se lo suplicó de un modo tan encantador que a Irina no pudo más que conmoverla esa ferviente gratitud por tener, después de tantos años, una compañera en una vida que, como Irina bien podía apreciar ahora, había sido agotadora y solitaria. Los colegas eran también rivales, y era imposible ser amigo incondicional del enemigo estructural. La conexión entre Ramsey y ella era tan completa, pero también tan frágil —se encendía o se apagaba como un interruptor—, que a Irina le daba miedo introducir en el idilio quincenas enteras de separación y aislamiento. Además, nunca había estado en China.
Por fuera, junto a su hombre, parecía una quinceañera incauta y desesperada; en realidad, la empujaba la codicia egoísta e insaciable de una yonqui incurable. Se chutaba una dosis de Ramsey dos veces al día, y la posibilidad de tener el mono mientras durase un torneo era demasiado sombría, incluso como hipótesis.
Sin embargo, como muchos adictos, descubrió que empezaba a nublarle la cabeza una distracción que no tenía nada que ver con algo concreto, sobre todo en esas pocas tardes en que Ramsey se marchaba a entrenar y poner a punto su juego. Sola, ya no sabía qué hacer consigo misma ni sabía muy bien quién era. Así, y pese a las protestas de Ramsey, ella se resistía a cambiar su apellido por el de su flamante marido, no por celo feminista, sino porque no podía permitírselo. Llamarse Irina Acton haría oficial el acto mismo de desaparecer en el que ya estaba adquiriendo verdadera práctica. Hojeaba revistas en lugar de leer libros; a veces se servía, un poco antes de lo que debía, una botellita de vino del minibar y esperaba que Ramsey volviera con una impaciencia nerviosa típica del artista free-lance acostumbrado a trabajar solo largas horas. Dominar cada vez mejor el lenguaje del snooker —y aprender a hacer comentarios lo bastante anodinos para no llevarse un rapapolvo en el hotel, cuando volvían— debería haber sido gratificante; pero, en realidad, la intranquilizaba. Esa nueva aptitud tenía algo de injerto, era artificial. Estaba aprendiendo a hablar con pasión y con todo lujo de detalles sobre un tema que, en el fondo, le importaba muy poco. O se interesaba por el snooker sólo porque se interesaba por Ramsey, y la relación transitiva era débil. Él había tenido la generosidad de incluirla por completo en su mundo, pero la inclusión podía convertirse maliciosamente en oclusión. Había días en que ese confortable abrigo que la envolvía, llamado snooker, parecía un disfraz bajo el que Irina era colonizada sin pausa, una mujer consumida, invitada a formar parte de un mundo que no era el suyo. A Irina McGavin, famosa nueva consorte del legendario Ramsey Acton, le iba viento en popa. Irina McGovern, ilustradora de éxito bastante moderado cuyo nombre nunca habría aparecido bien escrito en una revista del corazón, corría peligro mortal.