5

Cuando Lawrence llegó a la esquina, Irina ya era consciente de que la precipitada partida de su pareja bajo ese aguacero no estaba bien planeada. Puede que por quedarse un poco más con ella después de la confrontación de anoche sobre si se casaban o no, Lawrence se había entretenido desayunando antes de decidirse a coger una chaqueta ligera mientras salía por la puerta como una flecha. Irina cogió a toda prisa la gabardina y salió corriendo a la calle. Se alegró de que Lawrence no hubiese llegado a la esquina con el semáforo en verde y aún esperase para cruzar Borough High Street.

—¡Eh, Hombre del Anorak! ¡Te vas a empapar! —le gritó desde la entrada, agitando la gabardina—. ¡No vas vestido para este tiempo! ¡Cogerás frío!

El semáforo había cambiado a verde, y Lawrence iba con retraso.

—¡Me las arreglaré! —le gritó.

En la otra mano, Irina agitaba lo más importante, un bocadillo de jamón y queso dentro de una bolsita de plástico hermética que goteaba bajo la lluvia.

—¡Pero te has olvidado el almuerzo!

Tras un momento de vacilación mutua, los dos corrieron a abrazarse, salvando los casi cien metros que los separaban con una repetición cómica de la manida escena en cámara lenta de los amantes corriendo a campo través, con la diferencia de que aquí Irina no daba brincos descalza entre los tréboles, sino que correteaba en calcetines por una acera polvorienta y mojada.

—¿Te has vuelto loca? —le preguntó Lawrence—. ¡No te has puesto los zapatos!

—Tengo una linda casa bien calentita esperándome —dijo ella, quitándole la chaqueta (en realidad, un anorak) y ayudándolo a ponerse el impermeable antes de darle el paraguas más resistente de la casa—. Los calcetines puedo cambiármelos.

Después de meter la bolsita del sándwich en el amplio bolsillo de la gabardina, Irina volvió a coger el paraguas, lo abrió y se lo puso a Lawrence en la mano que tenía libre. Le enjugó las gotitas de lluvia de las cejas, le alisó hacia atrás el pelo de la frente y sonrió.

—Gracias —dijo él, sujetando el paraguas para que los cobijara a los dos. Con una mirada que decía que acababa de recordar algo, Lawrence se inclinó y la besó. Fue un beso breve, casto y con la boca cerrada, pero tierno.

Fue una de esas muchas secuencias secundarias que no funcionaban muy bien en el marco general del argumento: Lawrence se iba a trabajar con una chaqueta que no era impermeable y ella corría tras él bajo la lluvia con la gabardina y el almuerzo. No es de extrañar que en las cenas con amigas como Betsy, Irina no supiera qué contar. Pero de momentos como ésos estaba hecha la vida, y eran la materia prima de una buena vida.

Irina volvió al apartamento tiritando. Mientras buscaba unos calcetines secos en el recibidor y dejaba huellas húmedas en la alfombra, pensó que el argumento, más extenso, de su dúo con Lawrence probablemente tampoco funcionaba. El único elemento anticonvencional de la vida que llevaban juntos era ese periodo de expatriados, pero con norteamericanos en Londres a porrillo, varios años en el Reino Unido nunca darían para unas memorias que fuesen a figurar en la lista de los libros más vendidos. No estaban esperando que ocurriese nada en particular. Lo más probable era que Lawrence siguiese haciendo carrera en el ramo de los gabinetes estratégicos: hacer más dinero; formar parte, tal vez, de los paneles rotatorios de cabezas parlantes que aparecían en los telediarios. Y lo más probable era que Irina siguiese cosechando un reconocimiento silencioso; quién sabe, a lo mejor hasta ganaba un premio. Era posible también que volviesen a los Estados Unidos a su debido tiempo, pero ella no tenía ninguna prisa. Todavía no habían decidido la cuestión de traer niños al mundo, aunque, resolvieran lo que resolviesen, no harían historia. Terminarían envejeciendo y con achaques. En algunos sentidos, la vida juntos era una enorme hoja de parra rellena de cordero. Porque…, bueno, el resultado del follón que habían armado por la noche sobre si casarse o no fue que seguirían haciendo lo que habían hecho hasta ahora. Menudo susto.

Retiró los platos del café con los restos de las tostadas antes de bajar a recoger el correo y separar las facturas de las ofertas del supermercado. La lluvia salpicaba con fuerza en los cristales, pero el edificio era viejo y sólido y nunca tendrían problemas de goteras. Dándose el gusto de subir un punto el termostato, puso una cinta de los Nocturnos de Chopin en el estéreo y se acurrucó en su sillón, junto a la mesa del comedor, a rellenar cheques. El jersey negro de chenilla estaba un poco sucio, y le venía demasiado grande, pero era grueso y no picaba. Se sentía protegida.

Pasarse el día muy a gusto y sin salir del apartamento mientras fuera llovía a cántaros le trajo a la memoria una acampada en Talbot Park con su mejor amiga, cuando tenía catorce años. Después de las salchichas a la brasa, el cielo se había puesto negro; soplaba un viento de todos los diablos, y Sara y ella apenas consiguieron plantar la tienda. Tras cerrar los faldones mientras empezaba a diluviar, las dos chicas habían abierto los sacos de dormir y sonreído. Estaban nerviosas. Sólo una delgada interfaz de nailon las separaba del desastre, y hallarse en una situación tan precaria intensificaba la consciente gratitud de Irina por tener un lugar en el que refugiarse. Habían jugado al gin rummy a la luz de una linterna mientras la lluvia azotaba la endeble cúpula y las costuras del techo apenas empezaban a brillar. Sin embargo, aguantaron soberbiamente pese a un aguacero que hizo retumbar toda la noche esa casa ad hoc en la que sólo tenían montones de libros, un transistor y un termo de minestrone. La noche que pasaron en Talbot Park fue, en cierto modo, una piedra de toque. Irina había experimentado un gozo explosivo por el simple hecho de estar caliente y seca.

Para la mayoría de los norteamericanos, la sensación de seguridad era una posición por defecto a la que poca atención se prestaba; era lo mínimo que se podía esperar, o lo peor. «Seguridad» era una palabra que se citaba a menudo con desaprobación como la razón por la que algunas mujeres preferían seguir mal casadas, dando a entender que significaba dinero, un apaño bastante parecido a la prostitución. Además, se suponía que la gente que optaba por la seguridad cambiaba la aventura y la espontaneidad por un sustento espiritual que la aburría mortalmente. Pero, a ellos, lograr algo parecido a la seguridad les había costado mucho trabajo. No cabe duda de que a la mayoría también les costaba lo suyo llegar a un puerto seguro; sus refugios eran mucho más provisionales de lo que parecían, no muy distintos de esa tienda en Talbot Park. Una ráfaga de circunstancias en contra también podía echarlos por tierra en un segundo: el cierre de una fábrica, un desplome de los mercados, una inundación durante el único mes en que la casa, aunque parezca extraño, no estaba asegurada. Era lógico, por tanto, que la seguridad fuese un artículo más precioso de lo que sugería su pesada reputación, y que era un despilfarro valorarlo sólo al mirar atrás.

Lawrence, que había crecido en un desierto en más de un sentido, se doctoró en relaciones internacionales en una universidad de la Ivy League, pero no consiguió trabajo en cuanto terminó los estudios. Los tres primeros años que vivieron juntos envió una solicitud de empleo tras otra a universidades y revistas, y también a un montón de gabinetes estratégicos. Mientras tanto, trabajaba en librerías en régimen de media jornada. De vez en cuando le aceptaban un artículo o una columna de opinión, pero en su mayor parte fueron tres largos años de rechazos que él se pasó viendo partidos de golf por televisión casi todos los fines de semana. Durante todo ese tiempo no tuvieron ningún motivo para prever que, a la larga, la salvación apareciera, encima del buzón, en la forma de un sobre de burbujas franqueado con sellos de la reina Isabel de Inglaterra. Entretanto, cualquier gasto inesperado, incluso una tostadora rota, desencadenaba una crisis.

Por su parte, el camino hacia la ilustración de libros infantiles tampoco había sido un paseo. Atormentada por sus dientes de conejo, Irina había sido una niña solitaria que después de clase solía encerrarse a dibujar en su habitación. Había llevado un diario ilustrado desde que tenía diez años, y a los dibujos les ponía siempre una leyenda («Irina tiene que pasar de puntillas por delante de la escalinata del estudio o se meterá en un gran lío»; «Las alumnas de ballet de mamá son muy estiradas»); pero unos padres narcisistas e histriónicos la habían vuelto alérgica a las artes. Por lo tanto, no había estudiado en Pratt ni en Cooper Union, sino en Hunter, donde, para rentabilizar sus orígenes (y un poco por pereza) se especializó en ruso. Había empezado a ganarse el pan traduciendo del ruso áridos textos de sismología; si tropezó con la ilustración, fue por pura casualidad.

Cuando le faltaba poco para cumplir los treinta se había juntado con un divorciado llamado Casper, un hombre algo siniestro e inestable, novelista frustrado (suponiendo que haya otra clase de novelistas), del Upper West Side, que compartía con su exmujer la custodia de una hija de siete años. Inspirado por los libros que sacaba de la biblioteca para la niña, igual que una legión de novelistas ingenuos antes que él, Casper supuso que, en comparación con la ficción literaria, el mercado de literatura infantil era un filón. Y puesto que Irina, por hacer algo, había seguido dibujando en el diario por las noches, él le propuso que trabajasen en colaboración.

Convencido de que nunca era demasiado pronto para presentarles a los pequeños «el mundo real», Casper escribió una historia sobre un niño llamado Spacer (anagrama menos que logrado del nombre del autor), que, más que nada en el mundo, lo que quiere es ganar la carrera de sacos del Día del Deporte que celebra su escuela. Spacer practica y practica en el patio trasero de su casa (para Irina, dibujar todos esos sacos —no sólo el tradicional saco de patatas, sino también talegos, sacos de dormir y esas encantadoras bolsas blancas y anaranjadas de Zabar’s— fue una experiencia de lo más divertida); pero, cuando llega el gran día, no gana la carrera. Ni siquiera queda entre los finalistas.

Sin embargo, Casper se negó a rematar el cuento con una moraleja de eficacia probada, por ejemplo, que en la vida no todo es cuestión de ganar o perder. Se mantuvo firme en la tesitura de que la historia no debía sugerir que lo único que tenía que hacer Spacer era ejercitarse más y volver a probar, y tampoco que podría ganar al año siguiente. Antes bien, la narración subrayaba que Spacer había hecho todo lo que había podido, pero que ese todo no era suficiente. Casper no iba a permitir que su protagonista terminase siendo mejor persona por el mero hecho de haber aprendido a perder con elegancia, ni estaba dispuesto a sacar al pobrecito del atolladero restándole importancia a las carreras de sacos en general. Para Irina, la idea de Casper, a saber, que a los niños se les enseña sin miramientos que a veces no conseguimos lo que queremos y punto, era…, bueno, sutil, pero un poco brutal. Mientras ella conseguía cortarles el paso a títulos como El perdedor y La pequeña locomotora que no pudo llegar, el título definitivo elegido por Casper —Carrera de sacos— tampoco fue más sugerente.

El texto se lo rechazaron de plano. Sin embargo, y para asombro de Irina, un editor de Farrar, Strauss and Giroux manifestó interés por la ilustradora. Aunque la insinuación marcó el final no sólo de la colaboración autoral, sino también de la relación con Casper, garabatear a solas con sus lápices de colores era, sin duda alguna, mucho mejor plan que traducir artículos sobre tectónica de las placas terrestres.

Así y todo, no fue fácil, y seguía sin serlo. Había pasado largos meses obligada a ilustrar proyectos, esperando a ver si los aceptaban; algunos nunca vieron la luz. Incluso ahora, después de ocho libros publicados, su trabajo seguía sin ser ampliamente conocido. Si nunca tiró la toalla, fue sólo gracias al aliento y la paciencia de Lawrence.

En suma, que no había tenido nada de estimulante vivir al borde del olvido profesional. Y, en tiempos más recientes, poder pagar la factura del teléfono no tenía nada de aburrido. No poder pagarla sí habría sido aburridísimo.

Con todo, era en el terreno romántico donde a Irina la intrigaba especialmente por qué alguien podría exaltar el peligro que no da respiro. ¿Qué tenía de monótono confiar en que una noche cualquiera tu pareja volvería a casa? Su sensación de seguridad más profunda nacía de la solidez del vínculo que la unía a Lawrence, y que ella, visualmente, imaginaba como una de esas sogas de sisal para amarrar transatlánticos, agrisadas ya por la fuerza de los elementos, pero de quince centímetros de grosor y enroscadas incontables veces en una cornamusa de bronce de casi cincuenta kilos. Lawrence nunca la dejaría. Lawrence nunca la engañaría. Irina nunca revolvía el correo de Lawrence ni le revisaba los bolsillos, no porque fuera crédula o porque temiera que la pillase, sino porque sabía a ciencia cierta que no había nada que encontrar. A su vez, ella nunca dejaría a Lawrence, y tampoco lo engañaría, pese a ese extraño momento de tentación que había tenido en julio. Si no se producía un prematuro accidente automovilístico, que envejecerían juntos no era sólo una aspiración; era un hecho. Y ella era capaz de apostarlo todo a esa carta. Sí, eso era verdadera seguridad, y daba igual si Lawrence se quedaba sin trabajo o si sus proyectos como ilustradora se volvían cada vez más escasos. Que me aspen, pensaba, si entiendo por qué alguien prefiere levantarse por la mañana y hacer frente a otro que gruñe y pregunta: «¡Muy bien! ¿Quién es?». No conseguía ver el valor de entretenimiento de una escena en la que uno de los dos se largaba indignado y sin la promesa de volver.

De ahí que se preguntase, mientras repasaba la factura de la luz, si podía calificarse de pelea la diferencia de anoche sobre el matrimonio. Por extraño que parezca, más bien esperaba que sí. Eran raras esas ganas de conflicto que sentía a veces, puesto que una riña de vez en cuando parecía conferir a su vida, y a la de Lawrence, la textura y las vetas de la buena carne roja. No obstante, podía contar con los dedos de una mano las veces en que Lawrence y ella habían tenido broncas dignas de ese nombre. Y le sobraban dedos.

Aún recordaba una bronca memorable por la mesita de centro de mármol verde italiano que había visto en la tienda de Oxfam en Streatham, y que Lawrence, con una ferocidad desproporcionada, se había negado a comprar. Por la descripción que ella le hizo, él dedujo que era una horterada. Pero Irina se empeñó en comprarla a pesar de sus objeciones. Mala suerte, el transportista se la dejó en el vestíbulo de la planta baja. A manera de protesta, Lawrence se negó a ayudar y ella solita tuvo que arrastrar la pesada placa, escalón por escalón, hasta el primer piso. Sin decir nada, la puso delante del muy querido sofá de Lawrence, que era de un tono parecido.

—Vaya —dijo él, avergonzado—. Parece que hace juego con toda la sala, ¿no?

A su vez, cuando a Lawrence le ofrecieron la beca de investigación en Londres, Irina se alegró por él, naturalmente, pero le fastidió no tener voto en la cuestión, por no hablar del apego que le tenía a Nueva York. Pero no tardó nada en enamorarse de Londres, disfrutó de vivir en el extranjero y reconoció alegremente que Lawrence había hecho bien en aceptar el puesto.

En consecuencia, sus escasos encontronazos habían girado en torno a cuestiones de dominación, quién mandaba y en qué. Zanjar las diferencias conllevaba tales o cuales divisiones del territorio. De hecho, la mayoría de las parejas parecían repartirse el mundo como poderes coloniales enemigos que dividen el botín de la conquista. Igual que Alemania se hizo con Tanzania, y Bélgica con el Congo, Irina mandaba en las cuestiones estéticas; Lawrence, en las intelectuales. Ella hablaba con autoridad sobre la vergonzosa lista de finalistas del Premio Turner de la Galería Tate de este año; él, con autoridad también, sobre la incoherente política de inmigración del Nuevo Laborismo.

Cierto, la paz perpetua que bostezaba ante ellos podía ir atrofiando la vida en pareja; pero como los padres de Irina habían estado siempre a punto de cortarse el cuello uno al otro, su infancia había sido cualquier cosa menos opresivamente serena. La vajilla volando por los aires pudo conferirle a esos días cierta crispación, con su punto emocionante, pero ahora su hermana y ella sólo heredarían unas pocas piezas de porcelana azul cobalto que la abuela materna, si había de creerse la leyenda familiar, había sacado de la Unión Soviética en una caja cuando huyó de los ejércitos de Hitler y llevado hasta un enclave ruso en París. ¿Se tomó su madre la molestia de despachar esa reliquia, cuando emigró a los Estados Unidos, sólo para asegurarse de que su marido y ella se tirarían a la cabeza platos de la mejor calidad? ¡Por favor! Una vajilla que sobrevive al choque de civilizaciones pero no a un matrimonio de mierda.

En cuanto a los asuntos por los que discutían los padres de Irina… El dinero, por supuesto. Cuando empezó a faltarle trabajo como entrenador de diálogos, el padre se negó a vender seguros para que Raisa pudiera comprarse otra falda acampanada de trescientos dólares en Saks. Peleaban también por celos, aunque a la madre solía enfurecerla que su marido no se pusiera lo bastante celoso cuando, en mitad de una carísima llamada a California, ella le mencionaba que una de sus alumnas de ballet tenía un padre muy atractivo que acababa de enviudar. No se gustaban mucho. Puesto que hasta las peleas por cualquier nimiedad tendían a poner al descubierto esa desagradable verdad, Irina se resistía a idealizar la «relación tempestuosa» por sus mareantes inyecciones de excitación.

Lawrence y ella estaban felices y satisfechos juntos. Si eso era un problema, Irina podía vivir con él.

Esa tarde Lawrence la llamó pronto.

—¡Hola, Irina Galina! ¡Tengo una sorpresa!

—Acabas de gastarte diez de los grandes en un anillo de compromiso.

—¿Cómo? ¿Quieres que mi verdadera sorpresa parezca insignificante?

—No, sólo trato de convertir un motivo de discusión en una broma. Y si has hecho algo parecido, te corto la cabeza, milyi.

—En fin… Lo que he hecho es mirar los resultados de snooker de anoche. Al parecer, Ramsey derrotó a Hendry por un frame. Empezó bastante floja, pero terminó siendo una gran partida.

—Y yo no te la dejé ver. Todo por un asunto tan trivial como si deberíamos casarnos o seguir como estamos.

Pero el tono era jovial.

—Ya puedes darme otra oportunidad —dijo Lawrence—. Esta noche Ramsey juega el Big Baby en la segunda vuelta. Si tomamos el tren de las cuatro y treinta y dos en Waterloo, llegamos justo para verlo.

La intención de Lawrence era que la idea fuese un hermoso gesto de inclusión, una manera de compensar su tibia respuesta a la proposición de matrimonio. Pero, aunque resulte extraño, a Irina se le cerró el estómago alrededor de su frugal almuerzo.

—¿El tren a Bournemouth, quieres decir?

—¡Claro! Te sentó como una patada que te dijera que quería ir solo, ¿te acuerdas?

Sentirse herida porque él no quisiera llevarla era muy distinto de querer ir.

—Sí —dijo ella, con voz débil—. Me acuerdo. Aunque con este tiempo…

—A la mierda el tiempo —dijo Lawrence—. Traté de localizar a Ramsey en el móvil, pero lo tiene apagado, así que no pude conseguir invitaciones. Pero llamé para reservar entradas y tuve suerte. Sólo quedaban unas pocas. También encontré un hotel por la zona, así que podremos quedarnos a pasar la noche.

—Entonces…, ¿cenaremos fuera?

—Bueno, antes tendremos que ver si Ramsey está libre después de la partida, obvio. Se ofendería si fuéramos y no hiciéramos nada por verlo.

—No necesariamente —dijo ella, en un tono que sin duda Lawrence no comprendió.

—Prepara una muda y nos encontramos en el mostrador de información de Waterloo a las cuatro y cuarto.

Lawrence podía ser un poco autoritario.

Tras la ensoñación complaciente de esa mañana, Irina no quería pensamientos del tipo Lawrence puede ser un poco autoritario. Aunque tenía un par de horas antes de salir, el súbito cambio de planes la trastornó de tal forma, que ni se planteó seguir dibujando. No había visto a Ramsey Acton desde aquella turbadora cena del cumpleaños, en julio, y no quería verlo.

A Lawrence no le importaría que apareciera en la estación vistiendo la misma ropa arrugada que llevaba puesta, pero de repente los tejanos le parecieron asquerosos, y el voluminoso jersey, deforme y poco favorecedor. Después de probarse una variedad de atuendos ante el espejo, se preguntó si no sería una falta de consideración para con un hombre que admitía que estaba «solo» ir a ver la partida con una inquietante falda corta de denim negro, con un vuelo muy atrevido en los muslos, y calzando unos zapatos de tacón con tiras estilo años cuarenta que, con esa falda, hacían que las piernas, enfundadas en medias de nailon negras, parecieran medir un kilómetro. Pero no era culpa suya que Ramsey no encontrase una chica. Ponderando el efecto delante del espejo antes de salir disparada, pensó: ¡Dios! ¡Si parezco Bethany!

Enfiló muy briosa hacia la estación con el segundo paraguas más resistente que había en la casa. En el mostrador de información, por una vez Lawrence no arremetió contra ella por arreglarse tanto; lo que hizo fue silbar entre dientes. Daba la impresión de que le gustaba cuando se parecía a Bethany. Ya había comprado los billetes y, mientras buscaban el andén, él se puso a imitar al taquillero cockney. Lawrence tenía buen oído.

Una vez cómodamente arrellanados en los asientos, cuando el tren arrancó dando un bandazo Irina pudo relajarse y pensar en Inglaterra. Por la ventana, casas minúsculas con patios del tamaño de una bañera fueron cediendo su lugar a rebaños de ovejas.

—Ramsey debe de estar bien cabreado con algunas de las críticas —dijo Lawrence—. Derrota al número uno y la prensa publica información insidiosa. Esa reputación que tiene de jugador con pocas probabilidades de clasificarse… Vamos, tampoco es un perdedor. Para estar en activo treinta años hay que ganar la tira de partidas. Da igual que nunca se haya hecho con el título de campeón del mundo.

—A mí sigue preocupándome su futuro —dijo Irina—. No puede seguir jugando toda la vida. ¿Qué piensa hacer?

—Mientras no le tiemble el pulso y tenga buena vista, nada lo obliga a retirarse. Además, siempre puede hacer de comentarista para la BBC, o promociones.

—Como comentarista no lo veo. Puede ser un desastre hablando en público. ¿Publicidad, quieres decir? Ya, fantástico. Cuando me imagino su vejez, veo unos años deprimentes. Creo que puede ser terrible haber sido alguien.

—Haber sido es mejor que no haber sido nunca.

—Ya sé que te gusta el snooker —arriesgó Irina—, pero tu amistad con Ramsey sigue siendo algo que me cuesta comprender. No pareces tener mucho en común con él. Tú sueles vivir rodeado de gente que lee los periódicos.

—No entiendes los vínculos afectivos masculinos. Además, Ramsey cuenta unas anécdotas estupendas sobre snooker.

—¿Y esas historias nunca envejecen?

—¿Alex Higgins tirando el televisor por la ventana? Debes de estar bromeando.

En la estación de Bournemouth, Lawrence paró un taxi. Si bien era agradable que alguien la cuidara —no tener que recargar su cabecita con la molestia de los billetes, las reservas y los taxis—, no hacer nada la ponía nerviosa. Para colmo, cuando el coche arrancó, Lawrence se puso a charlar sobre el Grand Prix con el taxista mientras ella los escuchaba en silencio.

—«Swish» ha tenido días mejores, ¿no cree? —dijo el taxista—. Pero es de la vieja guardia, y es acojonante que el tipo siga jugando…

—Ramsey no sólo tiene aguante; tiene clase —proclamó Lawrence—. O’Sullivan es un llorica y un mal perdedor. Además de imbécil.

Irina se estremeció. Que Lawrence supiera, el taxista era forofo de O’Sullivan.

—¿Lo oyó aullar en la primera vuelta? —replicó el taxista. ¡Lawrence estaba de suerte!—. No paró de quejarse ni un momento. Que si el paño, que si los turnos, que si los tacos. Obligó al árbitro a retirar una bola dos veces. Al Cohete nunca nada le parece bien.

—Ese tío es un divo, y lo miman demasiado. A veces se puede tener demasiado talento. Nunca ha tenido que esforzarse mucho. Cuando las partidas no le caen del cielo, se echa a llorar.

—¿Americano? —preguntó el hombre.

—De Las Vegas.

Siempre que añadiera una nota de color a su biografía, Lawrence reivindicaba muy contento la ciudad que tanto odiaba, arrastraba las erres y se negaba a disculparse por el acento. Puesto que los norteamericanos de Gran Bretaña solían sentir vergüenza de sus vocales groseras y violentas consonantes, la pronunciación no adulterada de Lawrence hacía gala de un fuerte sentido de identidad. Pero, por alguna razón, esa noche a Irina esos sonidos agresivos le chirriaban.

—Los yanquis no siguen mucho el snooker, si no me equivoco.

Irina, no sin esfuerzo, se inclinó hacia el asiento delantero.

—No, en los Estados Unidos…

—En general, no —dijo Lawrence—. Pero a mí me encanta. Hace que parezca que el pool se juega en un cajón de arena. Y con los años hemos llegado a conocer un poco a Ramsey, ¿sabe? Es amigo de un amigo. Y eso, claro, me da bastante sensibilidad por este deporte.

—¡No me diga! ¿Y qué opina de él, jefe?

—Es un gran tipo. Modesto e increíblemente generoso.

—Aunque tiene algo de… —comenzó a decir Irina.

—Tiene sentido del honor —la cortó Lawrence—. Un verdadero amigo de sus amigos.

—Bueno, por lo que dicen, también es popular entre las mujeres —dijo el taxista, con una mirada lasciva—. Con todo ese pelo gris en las sienes ya no es el joven gallardo de antes, pero le aconsejo que vigile a su mujer si Ramsey Acton se le acerca. Es más listo de lo que aparenta.

—Yo de eso no sé nada. Estuvo casado varios años. Con una imbécil insoportable, podría añadir.

Cuando el taxista los dejó en el Centro Internacional de Bournemouth, Lawrence le dio una propina enorme, el treinta por ciento de la carrera, un acto de benevolencia que, como Irina sabía perfectamente, no nacía de un sentimiento de solidaridad con los trabajadores del ramo de los servicios, sino de la gratitud porque el taxista se había dignado charlar con un pasajero tan humilde. Lawrence podía dar la impresión de ser descarado y arrogante, pero las raras veces en que pedía disculpas por vivir, su educación, totalmente falta de sentimientos, asomaba la cabeza como un hueso que atraviesa la carne.

Podría decirse que, como el propio Lawrence, el Centro de Congresos también se esforzaba demasiado. Los materiales del colosal edificio de ladrillo eran ostentosos, e Irina se preguntó si los que lo habían diseñado sospechaban que era un proyecto fallido y feo. Las altas ventanas de vidrio tintado daban a la bahía, lo cual hacía que el largo paseo marítimo, de un blanco fantasmagórico, que se adentraba en el mar, pareciese no sólo tentador, sino también, y siempre, inalcanzable. En cierto modo, también le recordaba a Lawrence, que parecía mirar su propia experiencia igual que Alicia, cuando, tras mordisquear el lado equivocado de la seta, y de pronto demasiado alta para pasar por la puerta, contempla con nostalgia el diminuto jardín. En salidas como ésta trataban de divertirse, y cada minuto dolía de tantas buenas intenciones mutuas. Sin embargo, por alguna razón misteriosa, a Lawrence le faltaba una alegría espontánea, vivida sin cortapisas, e Irina ansiaba dársela como un regalo. Darle, en una palabra, nada menos que su propia vida.

En la cola de las entradas, el tipo corpulento y con el pelo cortado a la moda que tenían detrás los miraba impaciente. Glacial al principio —señor esto, señor aquello—, el vendedor de entradas se había animado al oír los chismorreos de Lawrence sobre la siguiente partida, y ahora reconocía que, aunque pagaría poco, no había tenido más remedio que apostar por O’Sullivan.

—¡Ronnie es el futuro, tío!

—Oiga —dijo Lawrence—. ¿Hay alguna manera de hacerle llegar un mensaje a Ramsey Acton?

—¿Se cree que esto es una oficina de correos?

—¿Le importa que pase delante, señor? —interrumpió al final el hombre que tenían detrás—. Estoy tratando de devolver una entrada antes de que se convierta en una calabaza.

—¡Pase, pase! —protestó Lawrence, bastante irritado—. Creí que podía hacer una pregunta, eso es todo. Muchas gracias —dijo después, agradeciendo las entradas por las que había pagado; dirigiéndose al cachas de la cola, añadió—: Y lo siento, amigo, de veras. ¡Lamento haberle hecho esperar!

Podría haber insistido un poco más si de verdad quería hacerle llegar un mensaje a Ramsey; sin duda, tanto pedir perdón era innecesario.

Todas esas críticas compulsivas estaban fuera de control, e Irina tenía que ponerles freno.

Purbeck Hall era un lugar espacioso, y una vez que encontraron los asientos, Irina no consiguió saber de dónde provenía esa sensación de claustrofobia galopante. Lawrence había tenido el detalle de comprarle un programa que costaba más de lo que valía, pero ella se puso a hojearlo sin leer nada, sólo para no tener que mirarlo a la cara. No podía evitar sentirse limitada, como si la hubieran atado al asiento, y cuando Lawrence quiso quitarle un mechón de pelo de los ojos, Irina tuvo que reprimir un absurdo impulso de pegarle una bofetada en la mano. Sin embargo, no fue hasta que Ramsey apareció en el escenario cuando ella se dio cuenta de que ese viaje a Bournemouth era algo más que una sospechosa excursión con mal tiempo, y sólo para ver un deporte que no la entusiasmaba mucho, cuando lo que de verdad le hubiera gustado habría sido quedarse en casa trabajando. Era una catástrofe.

Catástrofe como en la definición de colisión: choque de dos cuerpos que intentan ocupar el mismo espacio. En cuanto Ramsey se materializó, invadió la sala una sensación de que algo estaba mal, una incidencia que no debía ser físicamente posible, como líneas paralelas que se cortan o asistir al propio funeral. De repente la ocasión empezó a ser otra cosa, a estropearse, igual que ese periodo de incertidumbre que precede a las auténticas náuseas cuando uno todavía no acepta que va a caer enfermo.

Aunque la noche anterior había tenido esa breve sensación de lástima al ver a Ramsey por televisión, y sin pizca de deseo, el saldo final, esa reacción neutral a su imagen televisada, había sido un alivio. Sin embargo, ahora que lo veía fuera de la caja del televisor, las ganas de estirar la mano y tocar una de esas estrechas caderas eran arrolladoras. Mientras Ramsey evaluaba la disposición de las bolas tras el break de O’Sullivan, Irina, mentalmente y de un modo espontáneo, acomodó las caderas en los huecos de esa pelvis apenas un poco más ancha que la suya. Sobre su propio cuerpo muerto, la mente empujaba compulsivamente las dos manos para que rodearan la espalda tensa y de musculatura delicada, subían por debajo de la camisa, los nudillos rozaban la tela blanca almidonada. Irina deliraba. Se suponía que eso no podía ocurrir. Aquel momento de atracción, en julio, era una maldad, una traición y una estupidez, el resultado de demasiada bebida; pero hoy no había bebido ni una gota. Se suponía que lo de julio había sido una excepción. No se habría sentido más desconsolada si, tras dar negativo en un test al cabo de los cruciales cinco años, un médico, muy apenado, le hubiese comunicado que había vuelto a aparecer un cáncer mortal.

Parecía imposible que Lawrence no se diera cuenta. Sin embargo, no parecía distraerlo el hecho de que en ese preciso momento su pareja tuviese algo semejante a un ataque sexual en público —Irina ya empezaba a sonrojarse—, y eso que ella habría jurado que se le notaba desde la clavícula hasta el nacimiento el pelo. Pensó en la posibilidad de decirle que de repente se sentía indispuesta e insistir para que fuesen de inmediato al hotel, pero ahora que había visto a Ramsey en carne y hueso —pensó en esa expresión, en carne y hueso— era demasiado tarde.

En su juventud, Irina había probado algunas drogas prohibidas, pero siempre seleccionando. Dos o tres ácidos, un poquito de mescalina, otro poco de éxtasis y de marihuana, una anfetamina de vez en cuando. Había evitado la heroína, el crack y el cristal. Fuese o no propensa a estas más famosas sustancias adictivas, su teoría era que para todos existe ese colocón al que no podemos resistirnos y por el cual venderíamos el alma y, ya puestos, el alma de cualquiera. Hasta que se la tomaba, no había manera de saber la cantidad que produciría un ansia permanente. En cuanto lo hiciéramos, aunque sólo se tratase de degustarla para ver qué se sentía, necesitaríamos más. Si le ofrecían un puñado de pastillas que garantizaban producirle su versión personalizada de dicha completa, las tiraría al viento.

Sin embargo, ahí estaba Ramsey Acton, de pie en el escenario como una cápsula vertical preparada en algún laboratorio clandestino con la única sustancia del mundo que Irina McGovern era incapaz de resistirse a tomar. Ya había recibido una advertencia en julio, ya había esnifado unos granitos potentes de un frasco que se había roto, lo suficiente para saber que ésa era la droga que había tratado de evitar toda la vida.

Por confundida que estuviera, Irina no necesitaba la pantalla gigante para estar al tanto de la puntuación. En el lenguaje del cuerpo de Ramsey podía leer sin problemas el vaivén del juego.

Iba ganando, y era todo un modelo de economía; no movía ni un músculo que no estuviera al servicio de una tacada. Cuando descansaba, se quedaba exquisitamente quieto, y ni siquiera bebía los acostumbrados sorbitos proforma de agua mineral. Anoche, por televisión, había parecido inerte, y se veía claramente que le importaba un bledo. Lo que en el ínterin parecía haber recuperado para sí mismo no era tanto la destreza con el taco en sí, sino la cantidad misma que las engendraba. Se había obligado a que el juego le gustara. Si Irina pensaba en ello, no era moco de pavo sentir esa intensa atracción por un racimo de bolitas, y por si, atravesando una superficie rectangular, rebotaban unas contra otras de manera tal que terminaban en las troneras.

Lawrence aplaudía como un loco después de cada juego, con la esperanza, evidentemente, de hacerle saber a su amigo que esta noche, entre el público, estaba también cierta pareja. El impulso de Irina era exactamente el contrario. Se hundía en la butaca de la segunda fila rezando para que las luces del escenario no arrojaran luz ambiental suficiente para que les iluminara la cara.

Durante el descanso, fue un alivio dejar de ver a Ramsey, pues, en su presencia, hasta sentarse se parecía a un ejercicio de aerobic. Pese a que en el auditorio hacía frío, tenía la frente empapada. Lawrence gritó «¡Ramsey!» cuando los jugadores se retiraban, pero su amigo desapareció sin darse vuelta.

—Es una partida magnífica —proclamó Lawrence—. Ahora mismo te apuesto a que O’Sullivan ha vuelto al vestuario arrastrándose. A berrear.

Irina lo miró de una manera extraña. No era exactamente que Lawrence hablase una lengua extranjera —ella entendía cada una de las palabras que salían de su boca—, pero juntas no les veía sentido. Con el corazón brincándole, la piel pegajosa y la mente podrida de tanto porno suave que ya podía dedicarse a alquilar vídeos, no tenía la menor idea de lo que podía estar diciendo el señor Trainer, y, mucho menos, de una partida de snooker.

—… Pareces aburrida —dijo Lawrence, sin ocultar su decepción.

—No, no estoy aburrida —dijo Irina, y no mentía.

—Entonces, ¿hasta ahora te alegras de haber venido?

Irina se cruzó de piernas. Aunque Lawrence rara vez se las admiraba, eran lo mejor que ella tenía.

—Es muy interesante —dijo, y no mentía.

Pero la lluvia ácida también era interesante. Y Srebrenica.

Se oyeron más hurras cuando los jugadores volvieron al escenario, y Lawrence aplaudió como un loco una vez más. Irina dio unas palmadas inaudibles, para guardar las formas. Pese a que sus aplausos se parecían al ruido que puede hacer alguien cuando tritura afrecho mojado, o quizá a causa de ello —como si Ramsey tuviese, como un perro, un sexto sentido para el sonido más débil de toda la sala—, antes de que las luces se apagaran por completo, el jugador se volvió para mirar a la segunda fila y avistó, con el uno dos de una combinación ganadora, primero a Irina McGovern y, luego, al Hombre del Anorak, radiante en el asiento de al lado.

Sonrió.

Pero no era la sonrisa de quien se siente cómodo, expansiva y de anticipación de triunfo que cabe esperar de un deportista en la ventajosa posición de seis a dos. Ligera y asimétrica, tenía un punto de languidez, era agridulce y sardónica, como si se burlara de sí mismo, lo cual no dejaba de ser desconcertante tratándose de un jugador que llevaba una ventaja espectacular; arrugada y un poco torcida, más que una sonrisa era un topetazo, un golpe. Era la sonrisa de un hombre derrotado.

Como resuelto a combinar el juego con su expresión facial de la misma manera en que algunas mujeres complementan su atuendo con bolsos que hacen juego con el sombrero, Ramsey empezó a perder. Era algo espantoso de presenciar, como mirar a un jugador compulsivo entregado al aciago derroche de una prodigiosa pila de fichas hasta que no le queda nada que apostar como no sea la casa. Ramsey se vino abajo en ocho juegos seguidos, e Irina se quedó con la pasmosa impresión de que no sólo perdía a propósito, sino de que lo hacía para fardar. El sacrificio ritual de su ventaja parecía constituir el reverso de un visible gasto de energía, igual que algunas personas muy ricas intentan impresionar no con lo que tienen, sino con aquello de lo que están dispuestos a desprenderse.

Irina no sabía si debía sentirse halagada. A su manera, él le había regalado el Grand Prix —aunque un hombre normal trataría de impresionar a la chica ganando, ¿no?—; pese a toda su apariencia de caballerosa contención, Ramsey tenía un lado ampuloso y autodestructivo total y absolutamente infantil. Además, ganara o perdiera, ¿qué tenía ella que ver con el Grand Prix?

Una vez que el resto del público se hubo marchado con el espíritu de desgana de quien abandona un evento deportivo que había empezado prometiendo mucho pero que terminaba siendo una porquería, Ramsey apareció muy tranquilo en el escenario, con la pajarita desabrochada y el chaleco color perla abierto. Por encima del hombro llevaba una chaqueta negra y corta, de un cuero que parecía lo bastante grueso para ensillar un caballo. Tras unos resultados tan desastrosos debería haber arrastrado los pies con los hombros caídos. Pero no. Lo que hizo fue pavonearse hacia los asientos de Irina y Lawrence con una expresión de hombre imperturbable que la mayoría de los mortales sólo consigue con gafas de sol. Y lo que a Irina la enfureció aún más fue la violencia de su propia irritación. El exmarido de una amiga de la que ahora estaba distanciada debía provocarle sólo emociones suaves, cualesquiera que fueran.

—¡Eh, Ramsey! —gritó Lawrence, poniéndose de pie—. ¿Qué ha pasado?

Ramsey, que exultaba una alegría ridícula, se movía con la alborozada ligereza de un hombre que acaba de perder unos cuantos kilos.

—Llevo la tira de años en esto —dijo, entrecerrando los ojos—. A veces pierdo interés. No puedo predecirlo, y tampoco evitarlo.

—Y cuando dejas de interesarte por el snooker —dijo Irina—, ¿te interesas por otra cosa?

—¿Por qué otra cosa debería interesarme, patito? —contestó Ramsey, mirándola a los ojos.

—Oye —dijo Lawrence, que desvió la mirada de Ramsey para observar a Irina aguzando el oído y con una actitud alerta de fiera oliendo el aire que muy raras veces se ve fuera de los programas sobre la vida salvaje—, creo que será mejor que vayamos al hotel a registrarnos. Por lo que vi en Internet, no queda lejos. ¿Estás libre para venir a picar algo, Ramsey?

—Si hubiera ganado, la gente esperaría que hiciera una aparición pública en el Royal Bath. Pero perder pone nerviosos a los colegas, tienen miedo a que la derrota se les pegue como las ladillas. Así que estoy libre. Podemos pasar por vuestro hotel en la limusina y después montarnos una gran noche. —Los ojos azul grisáceos brillaron—. Seguro que estoy atrasadísimo en noticias de Afganistán.

Si era una broma, fue a costa de Lawrence. Antes de ponerse detrás de los dos hombres, Irina le dijo a Ramsey entre dientes:

—¿Desde cuándo sabes que hay un país llamado Afganistán? Te apuesto cien libras a que serías incapaz de encontrarlo en el mapa.

—Soy una caja de sorpresas —dijo Ramsey.

—Eres un cajón de sastre.

Así estaban las cosas, y más les convenía que dejaran de estar así. Irina no dijo más nada.

Delante de la puerta de la sala, Ramsey los hizo subir a la limusina mientras le susurraba a Irina al oído: «Bonito vestido». Irina subió sin gracia antes que Lawrence, y lo dejó embutido entre ella y el jugador de snooker, y se deslizó por la tapicería de cuero como si se alejara de una copa de vino que quisiera tener fuera de su alcance.

Cuando Lawrence le dio al chófer la dirección del hotel, Ramsey apuntó:

—Eh, Hombre del Anorak, ¡el Novotel es un basurero! ¿Por qué no me dejáis que os consiga una habitación en el Royal?

—No —dijo Lawrence—. Miré la página web y no es para nosotros.

—Yo invito —dijo Ramsey.

Lawrence no se dejó tentar y declinó toda esa generosidad; la limusina se dirigió al Novotel. A Irina le resultó difícil no sentirse decepcionada. Nunca se alojaban en hoteles de categoría. Toallas extras, albornoces de felpa, grifos bañados en oro… Podría haber sido divertido. Y su decepción se multiplicó por dos cuando llegaron a una dirección que no había recibido a muchos famosos del snooker en limusina. Al instante salió un portero y le preguntó al chófer si se había perdido.

Después de que Lawrence se ocupara de las formalidades, subieron saltando por la escalera (alfombras delgadas, estampado de cachemira dorado y azul marino) para echarle un vistazo a la habitación. Hete aquí que era uno de esos módulos demasiado caldeados, con vasos de plástico para el agua, bolsitas de café en polvo, barritas de jabón Ivory y ventanas con marco de aluminio marrón que no se abrían. El color que predominaba era el malva. Lawrence cogió el mando a distancia, se entretuvo unos segundos zapeando y frunció el ceño:

—No tienen cable.

—¡Ni flores frescas! ¡Ni champán! ¡Ni cesta de frutas!

—Eh…, ¿querías que le aceptara la invitación?

—No, has hecho bien. Seguro que pagará la cena, y ya será bastante carita.

—A veces Ramsey tira el dinero de una manera que… No lo entiendo. Algunos tenemos que trabajar para vivir, ¿no? Y él no es quién para decir que este hotel es un nido de cucarachas. No está tan mal, ¿verdad?

—Está muy bien —dijo Irina—. Tiene lo esencial. —Una sonrisa—. No hace frío y está limpio.

—Demasiada calefacción —dijo Lawrence, buscando el termostato por las paredes—. Y no veo el chisme por ninguna parte.

—Reconozco que es un poco cutre, pero por una noche…

—Mira, ¡si quieres dormir en el Royal Bath, puedo permitírmelo! ¡Sólo tienes que decirlo!

—Podemos permitírnoslo, querrás decir. Pero no vamos a gastar cientos de libras por un kit de jaboncitos y champú.

En el capítulo de gastos, la frugalidad de ambos era uniforme. Mirando por última vez la habitación, perfumada con un ambientador que olía tan mal que daban ganas de fumar para que el humo lo tapara, Irina se preguntó qué clase de derroche no era para ellos tirar el dinero. Sólo era una noche, de acuerdo, pero después de una sucesión de noches como ésa podrían estar muertos.

Haciéndole señas al chófer para que esperase, Lawrence mantuvo abierta la puerta de la limusina de forma tal que Irina no tuviera otra opción que sentarse al lado de Ramsey. Camino del restaurante, ella apretó los codos contra la cintura y juntó bien las rodillas. Tan rígida iba mirando hacia delante, que podrían haberla confundido con una incongruencia, una presa a la que dos hombres escoltaban hacia el corredor de la muerte en limusina. Mientras el lento vehículo negociaba las esquinas, el brazo izquierdo de Irina rozaba la dura chaqueta de cuero de Ramsey, que le administraba breves descargas eléctricas como un anticipo de la silla eléctrica.

Ramsey se disculpó, pues, por ser la hora que era, estaban «condenados a cenar en Oscar’s», el restaurante del Royal Bath, que, si bien no servía comidas después de las diez, tratándose de él haría una excepción. Esa semana el hotel se estaba forrando con tantos jugadores en la ciudad, dijo, y la dirección tenía que quedar bien. La lacónica réplica de Lawrence —«Por supuesto»— tenía un dejo de «¡Oh, tío!»; es posible que lo hiriente fuese ver a Ramsey obligado a comportarse de un modo especial. Eso, y el no poder evitar que les restregaran por las narices el espectáculo del gran hotel que estaban perdiéndose. Cuando se acercaron al imponente edificio blanco —cinco plantas entre dos torreones de cuento de hadas, con terrenos ajardinados e iluminado como Disneylandia—, Irina se abstuvo de hacer comentario alguno sobre todo ese esplendor.

Un portero se acercó a toda prisa para ayudar a bajar al jugador de la limusina, y Ramsey le tendió la mano a Irina, que, con esa minifalda negra que llevaba, se las vio y se las deseó para no enseñar las piernas hasta el punto de que pudieran considerarse una parte distinta de su anatomía. El portero la miró discretamente, de refilón, y a Ramsey le dirigió una mirada de aprobación. Lawrence tuvo que rodear el coche; después le cogió la mano a Irina con cierta violencia, y de un humor que a ella no le gustó mucho que digamos.

—Mala suerte, jefe —le dijo un botones a Ramsey al entrar.

—No tiene nada que ver con la suerte, hijo —dijo Ramsey—. Muy pocas veces tiene que ver con la suerte.

El comedor al que estaban «condenados» era bastante ostentoso, y Ramsey no se equivocó cuando dijo que el maître estaría dispuesto a no cerrar la cocina para clientela tan selecta. Cuando se disculpó para subir a cambiarse la camisa sudada, Lawrence, inquieto, escudriñó a los pocos clientes que quedaban, todos ya por los postres.

—Dentro de nada seremos los únicos en todo el restaurante —dijo, preocupado—. Deberíamos ir a una cafetería que abra toda la noche.

—Esto no es Nueva York. Puede que en Bournemouth no haya de esas cafeterías.

—Al menos deberíamos pedir sólo un entrante, nada de segundos, y la factura por adelantado.

—La cuenta, querrás decir.

—Factura, cuenta, ¿a quién le importa una mierda? ¿Crees que los británicos no lo notan cuando hablas de dinero?

—No grites, Lawrence, y cálmate. Sabes perfectamente que Ramsey no va a pedir un plato de albóndigas para llevar y un vaso de agua. ¿Por qué no te relajas y disfrutas?

—¡Porque es una grosería! Mira la hora que es. ¡Esos camareros querrán irse a su casa!

—A lo mejor les pagan horas extras. El maître seguro que no se va de vacío; Ramsey le puso en la mano algo crujiente. Ni siquiera reconocí el billete.

—¿No te digo que es una grosería? Comprar a la gente de esa manera.

—¡Mira quién habla! Pero si tú eres el que deja las propinas más…

—No le doy propina a la gente para que se quede despierta hasta las tres de la mañana sólo por si me entran ganas de tomarme otro café.

—Si es que nos quedamos aquí hasta las tres de la mañana. Y te apuesto a que no vamos a tomar café precisamente.

—Eso es otra cosa. Cada vez que salimos con Ramsey, eres bastante liberal con el alcohol. Deberías controlarte.

—¿No he tomado ni un sorbo de vino y ya me criticas por beber demasiado?

—Tomar decisiones de antemano nunca hace daño… Por cierto, tienes el pelo un poco revuelto.

—Gracias por darme tanta seguridad. Creí que te gustaba cómo me había peinado.

—Sí, claro, así estás bien.

—Bien.

—Sí, muy bien.

—¿Muy bien o bien? Decídete.

—¡Vale, muy bien!

—Entonces, ¿por qué te enfadas?

—No me enfado, sólo tengo hambre, y lo único que quiero es que Ramsey termine de empolvarse la nariz y traiga de vuelta aquí su precioso culo antes de que tengamos que pedir el desayuno en lugar de la cena.

—Creía que te gustaba.

—Me cae bien.

—¡Otra vez! Creía que te caía muy bien.

—Sí, muy bien, ¿y? Pero ¿se puede saber qué te pasa?

—¿Qué te pasa a ti?

—¿Os estáis peleando? —preguntó Ramsey en tono agradable al sentarse, ahora con una camisa blanca recién planchada y almidonada.

—No —dijo Lawrence.

—Entonces, ¿qué dirías que estábamos haciendo? —dijo Irina.

—¿Por qué tengo que llamarlo de alguna manera?

—¿Qué te parece «sandez»? —dijo Irina.

—¿Desde cuándo dices «sandez»? —atacó Lawrence.

—¿Qué tiene de malo decir «sandez»? —dijo Irina.

—Es pretencioso.

—¿Y qué estaría yo pretendiendo? ¿Después de siete años viviendo en Londres? —repuso Irina—. Además, ¿desde cuándo no aprecias cada sinónimo de «estupidez»?

Irina intentó darle a la provocación un toque cariñoso, pero no le salió bien.

—Disculpad, pero empiezo a sentirme de más —dijo Ramsey—. Seguid con lo vuestro, si queréis, pero alguien debería informarme de qué trata la trifulca.

—La trifulca, si me permites, trata de lo que tratan las mejores peleas, de absolutamente nada —le dijo Irina a su anfitrión—. Es algo puro, como el expresionismo abstracto. No hay floreros ni faisanes muertos. El contenido es más que nada un obstáculo.

—No seas simplista —dijo Lawrence—. Estábamos hablando de algo bastante fundamental. No me siento cómodo teniendo aquí a todos esos empleados después de la hora de cierre.

—Mi intención es hacerles sentir que estas horas extras valen la pena —dijo Ramsey con soltura mientras estudiaba a fondo la carta de vinos—. Y a vosotros también, chicos.

El camarero tomó primero la comanda de Irina, que se decidió por las vieiras y la lubina salvaje con colmenillas de segundo. A Lawrence le tembló la cara cuando Ramsey pidió lo mismo, incluida la guarnición de espinacas. Aunque su sacrificio no contribuiría a que el personal se fuera a casa un minuto antes, él, fiel a su promesa, no quiso nada de primero y escogió el plato más sencillo y barato de la carta, una especie de pollo al horno.

La silla de Irina la habían colocado delante de una pata de la mesa redonda y, para sentirse cómoda, ella se había movido hacia un lado. Acercar la silla a la de Ramsey habría sido un error; Lawrence habría quedado geográficamente fuera. Sin embargo, ahora parecería raro reacomodarla del lado opuesto de la pata de la mesa.

—Excelente elección, señor —dijo el camarero cuando Ramsey escogió el vino. Ergo, un precio exorbitante. Cuando llegó la botella, Lawrence tapó su copa con la mano y pidió cerveza. Quedó como un grosero. Irina y Ramsey miraron embobados la crema de azafrán de las vieiras, pero Lawrence no quiso probarla y, para llevarles la contraria, se atiborró picoteando un panecillo cuya corteza era tan gruesa que daba la impresión de que se había puesto a roer la chaqueta de cuero de Ramsey.

Puesto que esa noche el Hombre del Anorak no parecía querer interpretar su papel de forofo enterado y muy leído, Irina no tuvo otra opción que hacer los honores. Al fin y al cabo, como mucha gente que trabaja en una especialidad muy limitada, a Ramsey, aunque él no quisiera hacer preguntas tontas, podría haberle gustado manifestar interés por profesiones como la ilustración o el análisis de defensa, que para personas como él eran incomprensibles. Y eso dejaba a sus invitados la libertad de hacerle preguntas tontas a él. Puesto que los sonidos de la mesa se habían reducido al tintineo de los cubiertos de plata y el clicclic del mechero de Ramsey, la peor de las preguntas era mejor que nada.

—¿Es muy antiguo el snooker? —preguntó Irina—. ¿De dónde es?

—El snooker es bastante reciente, pero es una variación del billar, que ya se jugaba en el siglo XVI. China, Italia, España, y Gran Bretaña también, todos afirman haber inventado el billar.

—No está mal ser objeto de disputa —dijo Irina, aunque esa noche en concreto sugería lo contrario.

—El snooker salió de una versión del billar llamada black pool.

—¿Como la ciudad costera? —preguntó Irina—. ¿Blackpool se llama así por el juego?

—¿Blackpool? —caviló Ramsey—. Puede ser. Nunca lo había pensado.

—¿Cómo puedes hablar de historias sobre el black pool y decir que nunca has pensado en eso? —preguntó Lawrence.

—Porque soy un pobre gilipollas —dijo Ramsey, muy afable, adelantándose a lo que Lawrence quería decir—. En cuanto a de dónde viene, la gente dice que lo inventó Neville Chamberlain.

—Al menos hubo un campo en el que ese tipo tuvo cojones —dijo Lawrence[17].

Todos esos novillos de Ramsey en Clapham habían tenido un precio. El jugador puso cara de no entender nada.

—Chamberlain fue un coronel del ejército británico, destinado en la India. Los tipos esos debían de morirse de aburrimiento. El black pool ya se jugaba con quince bolas rojas y una negra, y Chamberlain le añadió los demás colores e inventó reglas nuevas. En la India todavía hay un salón de snooker, en el Ooty Club de Ootacamund, que se conserva como la cuna del juego. Siempre he querido conocerlo. Dicen que la mesa es el no va más. Son muy mirados y no dejan entrar ni jugar a cualquiera, pero apuesto a que a Ramsey Acton le dejarían dar unas tacadas.

—¿Ésa sería tu idea de una peregrinación? —preguntó Lawrence—. ¿El Ooty Club?

—Ya lo creo —dijo Ramsey, sin inmutarse por el tono de Lawrence—. En los viejos tiempos, las bolas eran de marfil; había que cortarlas del centro del colmillo. Se dice que unos doce mil elefantes dieron la vida por la gloria del snooker. Servidor tiene un juego de esas bolas. Cuestan un ojo de la cara. Debería pararme a echarles un vistazo un día de éstos. Apenas he jugado con ésas, pero el marfil suena de una manera que las bolas de ahora no pueden igualar.

—A Lawrence podría resultarle fascinante —dijo Irina.

—Sí, creo que las bolas de marfil se acercan más a la clase de cosas que pueden gustarle a un artista.

—No me entusiasman nada las peregrinaciones —dijo Lawrence—. Así que, Irina, tú misma. Ve a ver su colección de sellos, si quieres.

—A decir verdad, el fan es Lawrence —dijo ella, con firmeza.

—Tú también pareces bastante interesada, cariño.

—Sólo hasta cierto punto —dijo Irina, poniendo toda su atención en ablandar un trozo de pan con la salsa de azafrán.

Ramsey llenó las dos copas con el Château Neuf du Pape, y su mano revoloteó por encima de los cubiertos de Irina: la delgada muñeca, los dedos terminados en punta. Lawrence bebió un mísero sorbo de lager. Ramsey encendió otro pitillo. Lawrence se abanicó el humo de la cara.

—¿Y de qué se hacen las bolas ahora? —prosiguió Irina, desesperada, como si, al ver claramente que nadie iba a ayudarla, volviera a echarse al hombro una pesada maleta.

—De plástico —dijo Ramsey, echando humo—. El plástico se inventó gracias al snooker. Este juego cambió la faz de la tierra. Aunque algunos dirían que no para mejor —añadió, dando un golpecito en el salero de acrílico.

Lawrence lo miró con los ojos entrecerrados.

—Neville Chamberlain inventó el snooker y el snooker inventó el plástico. ¿Te lo estás inventando?

—No soy tan listo, tío. Es verdad. Las bolas de marfil eran tan caras que el deporte se puso a buscar desesperadamente un sustituto, y ofreció una recompensa, ¿entiendes? Y os clasificasteis vosotros, en los días en que los yanquis andabais siempre inventando alguna mierda. Una fábrica llamada Phelan puso anuncios que ofrecían diez de los grandes en oro por una bola que pudiera fabricarse sin tener que matar a un elefante. Estaréis de acuerdo en que era un sistema poco práctico. Y un tipo, un tal John Wesley Hyatt, de Albany, un tipógrafo, descubrió por casualidad la primera versión del invento cuando derramó un chisme que se usaba en las imprentas y vio que se endurecía como un caramelo.

—De la misma manera en que se inventó el teléfono, dices —dijo Lawrence.

Puesto que Alexander Graham Bell no tenía nada que ver con el snooker, Ramsey volvió a poner cara de no entender nada.

—El problema es, en primer lugar, el material. ¿Plástico? Pica esas bolas lo bastante fuerte y verás como revientan.

Irina rió; Lawrence no.

—Lo que daría por tener un juego de ésas —dijo con ternura—. Le dan un significado completamente nuevo a la idea de juego seguro.

—¡Lawrence! Por fin el snooker y el terrorismo se cruzan.

—Las bolas de ahora —dijo Lawrence, con acero en la voz— están hechas de super chrystalate.

—¡Bravo! —exclamó Ramsey, levantando la copa (aunque, la verdad sea dicha, no parecía necesitar una excusa para hacerlo), y la llegada de los segundos platos señaló un cambio de rumbo en más de un sentido—. ¡Bueno, Hombre del Anorak! ¿Cómo anda lo tuyo? Ya sabes, la política y esas cosas.

Irina deseó que Ramsey fuera lo bastante hábil para que sus preguntas por los asuntos de Lawrence parecieran algo más que mero deber de mantener la conversación, pero enseguida sospechó que Ramsey no tenía la menor idea de lo que era un gabinete estratégico.

—Este año gran parte de mi trabajo se centra en Irlanda del Norte.

Como si Lawrence hubiera echado mano del truco de un hipnotizador para poner a su paciente en trance, los ojos de Ramsey se nublaron espontáneamente. Irina ya lo había visto antes; el ensalmo «Irlanda del Norte» tenía poderes mágicos en todo el mundo. Con potencial para dejar fuera del mercado un somnífero de los que se venden en farmacias, el tema podía, en menos de sesenta segundos, llevar a insomnes empedernidos a un sueño profundo y sin sueños.

—Ahora que tiene un alto el fuego en sus sucias manos —prosiguió Lawrence, ajeno a todo lo que lo rodeaba—, Blair ha quitado todas las otras condiciones previas que los unionistas habían exigido para permitir que el Sinn Fein participe en las negociaciones, como la entrega de las armas por parte del IRA y una declaración de que la guerra ha terminado. Las concesiones iniciales de Blair podrían presagiar otras más indignantes en un acuerdo que se firme más adelante.

Ramsey levantó la vista de la lubina con una ligera expresión de pánico. La pausa en el monólogo de Lawrence parecía indicar un momento oportuno para hacer un comentario. Pero no hizo ninguno.

—¿Concesiones como qué?

Irina se sentía como la madre de un joven actor que le apunta desde el público algo a su pupilo, que se ha quedado mudo, cuando el crío sólo tiene una frase.

—Aceptar una Irlanda unida, obvio —dijo Lawrence, echándole a Irina una mirada que ella conocía de sobra y que venía a decir algo así como «cuidado que eres estúpida»—. Crear alguna federación absurda o entregar el poder a Dublín y presentarle la factura a Londres. Pero hay otras cuestiones… Los presos, el RUC…[18]

Lawrence siguió en la misma vena unos minutos, hasta que Ramsey pareció a punto de desmayarse. Cada vez que hablaba de su trabajo, usaba palabras como «dispensa» y «atribuciones», y muchas expresiones crípticas. Se enorgullecía de su dominio de las cuestiones delicadas, pero no parecía entender que, para personas como Ramsey, hay que unir los puntitos, contar una historia y explicar por qué debería interesarle a un jugador de snooker.

—Alex Higgins es de Belfast, ¿no? —dijo Irina.

—Sí —dijo Ramsey, con una mirada de agradecimiento—. Y yo, igual que Higgins, siempre tengo la impresión de que taigs y prods[19] se divierten con todo ese jaleo, que no quieren que termine, que lo disfrutan. —Animado, o un punto más despierto, se decidió a soltar otra idea—. Pero el maldito imperio ha terminado, ¿verdad? Ojalá esos cabrones tengan su independencia.

—¡Irlanda del Norte no tiene nada que ver con el colonialismo! —estalló Lawrence—. ¡Es una cuestión de democracia! Los protestantes son mayoría, y la mayoría quiere seguir siendo parte del Reino Unido. ¡No quieren la jodida independencia!

Ramsey parecía perplejo.

—Pero… ¿y todas esas bombas, y…? —Mirarlo era como mirar a un niño perdido entre el tráfico—. ¿Por qué no les dan a esos mamones del IRA lo que quieren y nos lavamos las manos?

Los ojos de Lawrence se iluminaron como los faros gemelos de un camión articulado que se acerca en dirección contraria.

—¡Ésa es exactamente la reacción con la que ELLOS CUENTAN! ¿Por qué todos los británicos sois semejante rebaño de OVEJAS? ¡Este país le plantó cara a HITLER! Puede que tu amigo Neville Chamberlain fuera un cobarde y un lameculos, ¡pero Churchill tenía dos cojones de acero! Londres estaba medio arrasado por los nazis, pero reaccionó pronto. ¿Ahora el país entero está dispuesto a ceder por un par de coches bomba en un centro comercial?

Ramsey se puso a enredar con el celofán de una cajetilla de Gauloises.

—Yo tampoco he entendido nunca todo ese follón —dijo entre dientes.

—En realidad, es muy sencillo —dijo Irina, que tampoco era quien para hilar demasiado fino—. Los terroristas usan tu decencia como arma. Y como tú no quieres que la gente sufra, haces lo que te dicen. Cómo termina el conflicto es una prueba para saber si ser gilipollas es rentable o no.

—Por supuesto que es rentable —dijo Ramsey, lanzándole otra mirada agradecida—. ¡Mira a Alex Higgins! Apenas gana campeonatos, y los dos mundiales que ganó están separados por diez años. Gana un pastón básicamente por ser el jugador más repelente, grosero, destructivo y ofensivo, el imbécil más insoportable del planeta. ¿Sabíais que ningún hotel de Inglaterra lo quiere de cliente? ¡Está fichado de Cornualles a las Hébridas! Si yo destrozara todas esas habitaciones de hotel, también habría cinco biografías mías en el mercado.

—De hecho, y por lo que yo entiendo, no es un mal paralelismo —añadió Irina, haciendo con la cabeza un gesto cortés a Lawrence—. ¿Recuerdas todos los controles de tráfico que hubo en las autopistas la primavera pasada?

—Nos quedamos atascados en la M-4 la mayor parte de un día infame, camino a Plymouth, cuando íbamos a ver el Open británico.

—El IRA y sus falsas amenazas… Pero funcionaron. ¿Y recuerdas cómo otra amenaza de ésas retrasó el comienzo del Grand National[20] en abril? Bueno, dar a tipos como ésos lo que quieren se parece a la dirección del hotel que sirve a Alex Higgins dos botellines de champán y le regala un ramo de flores después de que destroce la habitación.

A lo largo de esta conversación —cuyo lado misteriosamente oculto hizo que pareciera un mal uso, si no un abuso, de una cuestión que a Lawrence le importaba mucho—, los hombros de Irina giraron treinta grados hacia Ramsey. Cuando intentó volver a darles una orientación más neutral, le parecieron estar fundidos en bronce en esa postura.

—Irlanda del Norte no es un tema aburrido —insistió Lawrence, como si la vehemencia de su afirmación pudiera convertirla en verdadera—. Es posible que no sea fácil seguir los detalles, pero es el asunto más importante de este país, y hay muchos cerdos de todo el mundo que estarán observando de cerca los resultados de un acuerdo. Si el Sinn Fein se marcha con ese ramo de flores, muchas otras ciudades se descontrolarán. Sinceramente, me deja helado ver que a los británicos les importa una mierda.

Mientras tanto, empezó a oírse en el bar del hotel una canción cantada a coro. Ramsey sonrió para sus adentros con languidez. A escasos metros de la mesa, sus compinches estaban pasándoselo en grande mientras él seguía atascado en ese puñetero restaurante, y bastante perdido en medio de un discurso muy sesudo sobre Irlanda del Norte. Cuando el jaleo en el bar alcanzó cotas que permitían definirlo de bullanguero, Ramsey también entonó el estribillo: «Somos los locos del snooker. Él y yo, ellos y yo…».

—¿Qué es eso? —preguntó Irina, riendo.

—«Con montones de bolas y un taco de snooker…». —La música era tan bobalicona como la letra, pero Ramsey cantaba con voz clara, y no desafinaba.

—Eso es… ¡espantoso! —exclamó Irina, restregándose los ojos.

—«Locos por el snooker» —le aclaró Ramsey mientras sus amigos atacaban otra estrofa, aún más horrenda—. De Chas and Dave and the Matchroom Mob. Aunque no os lo creáis, en el ochenta y seis llegó al puesto número seis de los más vendidos. La canción la escribieron para promocionar los campeonatos. Se parece a lo que decíais acerca del terrorismo. Es horrible, y no debería haberle ido tan bien, pero le fue muy bien.

—¿De dónde viene el nombre de snooker? —preguntó Irina, que, al ver, en repetidas ocasiones, que en la punta del sedal no había un pez vivo, sino un botín viejo, había desistido de involucrar a Lawrence en la conversación.

—Quiere decir «cretino» en la jerga militar —dijo Ramsey—. Alguien del Ooty Club puso por los suelos a otro jugador por ser un verdadero imbécil; el tipo había fallado con una bola que estaba chupada. Chamberlain intervino y, con mucha diplomacia, dijo algo así como: Eh, muchachos, alto. Creo que todos los que jugamos aquí somos unos snookers, ¿no os parece? Así que ¿por qué no llamamos a este juego snooker? Y así sigue llamándose.

—En su origen, el término coloquial —dijo Lawrence— significaba «neófito».

—Neófito… —Ramsey le dio vueltas a la palabra en la boca como si fuera una espina de pescado—. Parece una sustancia bastante moderna. «¡Eh, vosotros, usad el super chrystalate si queréis, yo a mis bolas las seguiré teniendo de neófito!».

Irina rió. Lawrence no.

—Podrías haberme preguntado a mí de dónde venía el nombre del juego —dijo Lawrence mientras subía la escalera del Novotel.

—Sólo buscaba un tema de conversación —dijo Irina.

—Y no te quepa duda de que lo conseguiste.

—Alguien tenía que hacerlo —dijo ella, enganchándose un tacón en la alfombra.

—Estás borracha —dijo con dureza Lawrence, que no acostumbraba a emplear términos más coloridos para llamar a una persona en estado de embriaguez: curda, pedo, hecho un cuero. El escueto «borracho» nunca corría el peligro de sonar adorable—. Y no necesito que me hagas de intérprete cuando hablo de política. —Lawrence metió la llave en la cerradura (mejor dicho, la tarjeta en la ranura)—. Creo que soy bastante claro. Es mi trabajo, ya lo sabes. Es posible que mi ruso sea desastroso, pero no necesito una traductora cuando hablo inglés.

—Lawrence, sólo trataba de ayudar. A veces olvidas con quién estás hablando.

—Gracias por tener mi profesionalidad en tan alta estima.

—No he dicho nada sobre la estima que me merece tu profesionalidad, si alta o si baja. Lo que pasa es que sueltas cosas como «los unionistas esto» o «los unionistas aquello» ante alguien como Ramsey, que es incapaz de distinguir a un unionista de un hoyo en la tierra.

—Pues es patético —dijo Lawrence, dejando que la puerta se cerrara de golpe detrás de ellos—. Es su país. Tienes que reconocer que sus opiniones sobre la cuestión del terrorismo demuestran que tiene los instintos de un auténtico caguetas.

—Ramsey no tiene ninguna opinión. Él juega al snooker, punto.

—Claro, eso es algo que nunca podemos olvidar. —Dejándose caer en la cama, Lawrence encendió el televisor con aire reflexivo—. Su interpretación de «Locos por el snooker» fue penosa hasta decir basta.

—Ya no quedaba nadie en el restaurante —comentó Irina, ya algo cansada.

—Como yo lo había predicho —dijo Lawrence—. Ponerse a cantar como un demente, terminar borracho perdido, abusar de la hospitalidad de la gente del hotel, comportarse como si fuera el dueño del local… Bastante cutre todo.

—Así se espera que se comporten los famosos británicos. En cambio, tú y yo somos bastante sosos para los tiempos que corren.

La defensa de su anfitrión careció tanto de expresividad como de tacto, e Irina se fue hacia la ventana, donde se puso a juguetear sin ton ni son con la borla de poliéster del alzapaño. Ese hotel no estaba cerca de la playa; además, daba al aparcamiento de un McDonald’s donde los cubos de basura rebosaban de porquería. Consuelo tristón para algunos, las almohadas de brocado de satén no habrían mejorado el tejido de la noche en sí. Uno podía sentirse solo en cualquier parte, estar al borde de las lágrimas en cualquier parte, incluso en un hotel de lujo como el Royal Bath. Si a Lawrence no le hubieran informado en la estación de que el último tren a Londres salía a las 10.43 de la noche, Irina le habría insistido para que volvieran a casa.

—Y todo este montaje comercial —dijo Irina—. Pero estamos en Dorset. Cuesta recordar que ésta es la tierra de Thomas Hardy. Páramos, presencias inquietantes y tragedia.

—No sé —dijo Lawrence—. Muchos más encuentros como el de esta noche y «Ramsey el Oscuro» podría empezar a tener un aura.

El mareo, que empezaba a disminuir, poco tenía que ver con el vino. Irina se sentía vagamente culpable, pero, al hacer un repaso de su comportamiento, no pudo localizar ningún delito. Había sido atenta con su anfitrión, lo cual era una obligación. Había estado presentable en público; bonita, pero con buen gusto, lo cual sólo podía dar una buena impresión de su pareja. Había sido una compañía animada; había reído las gracias de Ramsey, y lo que correspondía era demostrar que disfrutaba cuando se gastaba tanto dinero con esa finalidad. No hubo juegos de manos, ni piececitos ni dedos que fuesen a parar al regazo del que no debían. Había sido una buena chica. No tenía nada de que avergonzarse.

Sea como fuere, sabía perfectamente que es posible respetar la etiqueta al pie de la letra y, así y todo, violar, de esa manera solapada por la que nadie podría acusarnos, montones de leyes no escritas. En algunos aspectos, ésa era la peor de todas las groserías, de la clase de las que podemos salir bien librados porque no figuran en el manual. Lawrence nunca sería capaz de mencionar las transgresiones de Irina sin parecer excesivamente susceptible o paranoico. No podía protestar con razón por un destello en su mirada, ni por una risa feliz y llena, desproporcionada a las pequeñas ocurrencias que la provocaron. Tampoco era verdaderamente fiel a sus propias percepciones para aducir que, si bien Irina parecía bastante embelesada mientras él hablaba y no lo había interrumpido una sola vez, saltaba a la vista que su conversación la había aburrido. En cuanto al atrevido conjunto negro, lo que él querría sería retirar el silbido de aprobación que le había dedicado en la estación de Waterloo o, como mínimo, hacer la clase de pregunta que por naturaleza Lawrence Trainer parecía incapaz de formular: ¿De verdad te pusiste esa minifalda para mí?

—¿Y qué tal la tarta? —gruñó Lawrence, poniendo mala cara ante la retransmisión de medianoche del encuentro de Ramsey por la BBC.

—No estaba mal —le dijo Irina a la ventana. Ramsey había pedido una tarta de chocolate sin harina con salsa de frambuesa y crema pastelera, para compartir, pero Lawrence había rechazado esa tentación igual que había hecho con las dos botellas de vino. Lo cual dejó a Irina y Ramsey solos a la hora de degustar pequeños y sabrosos bocados del postre, y del mismo plato. No había nada malo en compartir un trozo de tarta. Absolutamente nada, ¿verdad?—. Deberías haberla probado.

—Ya había comido bastante —dijo Lawrence, muy categórico—. Tú normalmente no comes postre.

—Yo no lo pedí.

—No —dijo él, con brusquedad—. Supongo que no. Y hace falta una disciplina distinta para resistirse a una tentación que alguien te pone ante los ojos y que tú no has pedido.

Habiendo esquivado, aunque sólo fuera por un pelo, «lo principal», Lawrence se refugió en la televisión.

—Retransmitida, la segunda sesión es incluso peor. Ramsey había crucificado a O’Sullivan antes del descanso. Después, ¡zas!, se vino abajo. Hay veces en que no entiendo a esta gente.

—Sí que la entiendes —reflexionó Irina—. Quiero decir, que son personas, no máquinas, aunque intentan serlo. Y por eso, a la larga lo mejor son los jugadores como Stephen Hendry. Gente nada complicada y un poco insulsa. Tienen un aire ausente que es mecánico. Juegan buen snooker, de verdad, como jugadores son perfectos, y es posible que pueda decirse lo mismo de cualquier deporte, que todo se centre en derrotar a tu lado humano. En cierto modo me emocioné cuando Ramsey hizo implosión. Si son demasiado buenos, me resultan casi desagradables. No es natural. Como si no fueran criaturas de sangre caliente.

Lawrence la miró con curiosidad. Detenerse a reflexionar tan a fondo sobre una cuestión que antes le había atraído muy poco, parecía constituir un traición más, infinitesimal, inefable.

La habitación carecía de la larga serie de objetos de utilería que permite la casa de uno; periódicos que doblar, lámparas que necesitan que les quiten el polvo, molinillos de pimienta en los que se están acabando los granos… Recurriendo a la única actividad que en ese momento era capaz de imaginar, Irina se puso a buscar el peine en el bolso que estaba a los pies de Lawrence.

—Tienes un aliento que apesta —dijo él, aunque Irina no estaba lo bastante cerca para que él pudiera notarlo.

—He fumado un cigarrillo, uno solo. De veras, Lawrence —dijo ella, y se desató el moño que se había hecho en el pelo—. Ahora lo de fumar parece una cuestión moral. Como si hubiéramos vuelto a los años veinte, cuando a las mujeres que fumaban las tenían por unas descocadas. Toda esa desaprobación tan quisquillosa ya no parece tener nada que ver con el cáncer de pulmón.

—No fumar es sano. Cuando fumas, besarte se parece a limpiar la chimenea.

¡Pero bueno! ¿Desde cuándo me besas? Irina se mordió la lengua; prefirió gruñirle al espejo. Lawrence no se había equivocado; tenía el pelo revuelto, pero no le había dicho que los cabellos rebeldes habían formado un caos espontáneo que más bien la favorecía.

—Hablando de mal aliento —dijo Lawrence—, ¿dónde has puesto los cepillos de dientes?

Bozhe moi! —exclamó Irina—. Los he olvidado.

—¡Te pedí que preparases una muda! ¡Completa! No es de extrañar que no pudiera dejar de pensar que faltaba algo. ¡No puedo creerme que no hayas traído siquiera una bolsa de mano!

—Bueno, apenas necesitábamos nada…

—¡Tanto más motivo para recordar lo poco que necesitábamos!

—Tenía prisa.

—Te di tiempo de sobra para que te preparases.

—Seguí trabajando después de tu llamada.

La mentirijilla salió de los labios de Irina con un tañido disonante, como el que produce la cuerda de un piano al soltarse. No había seguido trabajando. Lo que hizo fue pasarse dos horas decidiendo qué iba a ponerse.

—Podría haber necesitado una camisa limpia. —Lawrence se olió la manga e hizo una mueca—. Ramsey debió de fumarse casi un paquete entero, por eso ésta huele que parece un cenicero. Y tú mañana tendrás que tomar el tren de vuelta vestida con eso.

—¿Y?

—Parecerás una que de improviso ha tenido que pasarse toda la noche de juerga. Como si hubieras conocido a alguien y os hubierais pasado la noche follando como dos salvajes.

—Hubo pocas oportunidades para algo así —masculló Irina.

—¿Y eso qué significa?

Irina estuvo a punto de contestar: «No tiene importancia», pero se obligó a decir…

—Que no pareces estar de muy buen humor.

—No puedo soportar no cepillarme los dientes.

—Bajaré a ver si me venden un kit de aseo.

—Demasiado tarde —dijo él, furioso—. Ya no habrá nadie en el mostrador de recepción. ¡No puedo creer que no hayas preparado un bolso!

Lawrence se levantó de la cama, y en ese amago —primero en una dirección, luego en la otra— Irina se dio cuenta de que el motivo de tanta irritación, más que la perspectiva de despertar con los dientes pastosos, era, tal vez, la alteración del ritual. Al final, cuando enfiló muy resuelto hacia el cuarto de baño, ella se interpuso en su camino.

—Déjame pasar —dijo Lawrence, impaciente—. Tengo que mear.

Parecía agradecido por haber podido echar mano de una necesidad fisiológica.

Bloqueándole el paso, Irina sintió que su propio humor oscilaba, inclinándose primero hacia la irritación; esta noche había hecho lo que Lawrence quería, a saber, ir a ver una partida de snooker, y no había escatimado esfuerzos para que la excursión fuera un éxito; pero él se pasaba casi toda la noche quejándose por una sola razón, a saber, que unos desconocidos no pudiesen terminar de trabajar e irse a casa antes de medianoche. Ella no había hecho nada malo, y no se merecía ese trato áspero y severo por parte de un hombre que se enfadaba por dos tristes cepillos de dientes y una camisa limpia por si acaso.

Sin embargo, bajo esa justificable vejación acechaba un fastidio menos disculpable: el hecho de que Lawrence, si bien no era bajito, tampoco era muy alto. De que Lawrence, aunque estaba en forma, no era un hombre de líneas estilizadas. Ya podía hacer todos los abdominales que quisiera; ese lado burdo de su figura no se puliría nunca porque así estaba hecho su cuerpo. De que Lawrence, aunque hubiera triunfado en su terreno, no tenía una profesión exótica capaz de llevarlo a hoteles de categoría superior y mantener abiertas, como por arte de magia, las cocinas de los restaurantes las veinticuatro horas del día. De que Lawrence, aun siendo un hombre virtuoso, no exudaba un perfume embriagador a tabaco negro tostado, a vino tinto caro y a algo más que en ese momento Irina no podía nombrar y que probablemente no debía nombrar. Y el hecho de que Lawrence, aunque supiera expresar muy bien sus ideas, tenía un fuerte y anticuado acento americano igual al de ella.

Del lado opuesto del fulcro estaba la «amabilidad mental». En cierto sentido, lo que ella amaba eran precisamente los defectos de Lawrence; en todo caso, su amor era hábil a la hora de pasarlos por alto. Irina nunca olvidaría la primera vez que advirtió que a su pareja comenzaba a ralearle el pelo, ni la desgarradora ternura que ese descubrimiento fomentó. Por perverso que parezca, lo quería más por tener menos pelo, aunque sólo fuese porque él necesitaba un poco más de amor para compensar cualquier minúsculo aumento de belleza objetiva que hubiera perdido. Así pues, esta noche, el hecho mismo de que no fuese alto —de haber sido, sí, un poco aburrido durante la cena, y también suspicaz y, por lo tanto, menos querible, por no decir que también fue duro, sentencioso e impaciente, y que tenía una manchita de mostaza en el cuello de la gabardina, probablemente del sándwich de jamón que había comido a mediodía—, el hecho mismo de que Lawrence no diera el salto que hace falta dar para ser un famoso como Ramsey, y de que no hablara con un encantador acento del sur de Londres ni pudiera hacer alarde de unos dedos exquisitamente terminados en punta, sino de unos dedos que, de verdad, tiraban a mochos y cortos como las salchichas del desayuno… Sí, eso fue lo que la inclinó hacia una actitud más dulce. Le rodeó la cintura con los brazos. Y el abrazo con el que Lawrence respondió fue feroz.