Cuando llegó a la esquina de la que hasta dos minutos antes era la calle en la que vivía, Irina ya era consciente de que su precipitada partida no estaba bien planeada. La chaqueta que se había puesto era demasiado ligera para el cortante viento de octubre; además, no era impermeable, y llovía. La gabardina seguía colgada en el perchero del pasillo, muy a gusto en manos de un hombre que una vez la había tenido a ella en la mayor estima y que ahora tenía todos los motivos del mundo para despreciarla. Si lo hacía o no, era algo que los dos se atormentarían pensando en el más que suficiente tiempo libre que tendrían para hacerlo, a menos que ella diera media vuelta en ese mismo instante y, empapada de remordimientos, le suplicara que la perdonase y le jurase que su devaneo con ese increíble —no, la palabra que había usado Lawrence era «ridículo»— objeto romántico llamado Ramsey Acton no se diferenciaba mucho de un ataque de locura típico de la edad mediana.
Oh, sí, puede que esté como una regadera, pensó Irina, con aire taciturno, parada en la esquina aunque el semáforo estaba en verde. Pero incluso esa locura era su locura, y exigía una imbécil lealtad propia.
La dura verdad era —el semáforo volvió a ponerse en rojo— que no tenía ni idea de adónde iba. Tras ver cómo se habían movido las bolas en esos dos primeros juegos, no cabía duda de que Hendry había derrotado a Ramsey, quien, en consecuencia, se habría ido a casa, si no esa misma noche, al menos sí esta mañana. Pero Irina no sabía cuánto se tardaba en coche de Bournemouth al East End. Además, el pobre no podía saber que en ese momento la mujer que aspiraba a ser su amante cavilaba sobre su paradero, hecha una sopa y desconsolada en una esquina de Borough. Derrotado ignominiosamente en la primera ronda, también era posible que Ramsey se hubiese ido a ahogar las penas a un pub cutre no muy lejos del lugar del encuentro. Irina decidió despertarlo por teléfono, aunque la intuición le decía que sería inútil, pues era raro convencer a Ramsey para que tuviera el móvil encendido.
Cuando divisó la cabina, en la acera de enfrente de High Street, el semáforo volvió a ponerse en rojo. Arriesgándose a quedar convertida en una estatua de sal, Irina miró con nostalgia hacia atrás por encima del hombro. ¿Y a quién vio en la entrada de su edificio? Nada menos que a Lawrence.
—¿Adónde vas? —le gritó él—. ¿Sabes siquiera dónde está?
—¡No te preocupes! ¡Es mi problema! —le gritó ella, con voz lastimera. Sin embargo, tras tantos años considerando que los problemas de Irina eran también los suyos, Lawrence no podía dejar de preocuparse de un momento a otro. A su vez, puesto que era media tarde y él todavía no había comido, Irina, dadas las circunstancias —estaba abandonándolo—, tuvo que contenerse para no reñirle desde la esquina: «¡Lawrence Lawrensovich, ve a prepararte un sándwich!». Un sentido muy arraigado de ser mutuamente responsables por el bienestar básico del otro parecía sobrevivir absolutamente intacto a la traición más flagrante.
—¡Te estás empapando! ¡No vas vestida para este tiempo! ¡Cogerás frío! ¡Y ni siquiera llevas el cepillo de dientes!
—¡Me las arreglaré! —afirmó Irina, sabiendo perfectamente que Lawrence no pensaba que ella tuviera los medios para sortear los peligros del mundo exterior sin su ayuda. No era sólo que él se acomodara, por bondad, a su gusto y voluntad; Lawrence quería que Irina lo necesitara.
Corta, pero, de hecho, infinita, la única calle de la ciudad que los separaba daba la impresión de ser una infranqueable barrera de seguridad de un aeropuerto, y traía a la memoria muchas despedidas más alegres que ésta, cuando Lawrence la acompañaba a Heathrow a coger el avión que la llevaría a Nueva York a visitar amigos y familia. Él siempre se quedaba del otro lado del detector de metales, sonriendo y saludándola con la mano para darle ánimos hasta que ella cogía el bolso de mano y se volvía para decirle adiós una última vez antes de dirigirse a la puerta de embarque. ¿Quién había dicho, no hace mucho, algo así como que todo el mundo quiere tener a alguien que se ocupe de él? Fueran cuales fuesen sus defectos, Lawrence siempre la había cuidado, y en exceso, pero es difícil calificar eso de fallo. Porque no deja de ser extraordinario que un hombre tan práctico como él tuviese la costumbre de acompañarla hasta Heathrow —una hora y media en metro— y, tras verla segura en manos de British Airways, se pegara otra vez esa paliza de hora y media, y solo. Esos largos viajes de vuelta a casa sólo pueden haber sido aburridos y tristes. ¿Y cómo se lo agradecía ella? Tenemos que hablar.
Por segunda vez en menos de un día, Lawrence estaba llorando. Esa frecuencia era tan anómala, que era raro que Irina se diera cuenta bajo ese aguacero. Por lo general, la cara de Lawrence exhibía el recortado claroscuro de un grabado en madera: las cuencas de los ojos, oscuras; los pómulos, realzados, y severas y bien marcadas las líneas que iban de las ventanas de la nariz a las comisuras de su boca enfurruñada. Ahora el retrato se había ablandado; las drásticas líneas se habían vuelto borrosas y dúctiles, como si la tinta negra se corriese bajo la lluvia. Los labios, casi siempre firmes y apretados, los tenía entreabiertos, y le temblaban. Cuando le dijo adiós por última vez, Lawrence sólo pudo levantar la mano hasta la cintura, como si a pesar de las sesiones diarias en el gimnasio no tuviera fuerzas para llevarla a la altura del pecho. Los dedos temblorosos también reflejaban esa debilidad, e Irina deseó estar muerta.
Ramsey. Fue Ramsey el que dijo que todo el mundo quiere tener a alguien que lo cuide.
Ya no recordaba qué aspecto tenía Ramsey. Tampoco recordaba por qué se arriesgaba a salir así, tan mal vestida para ese tiempo de perros, cuando tenía un apartamento bonito y bien caldeado a pocos pasos de esa esquina y vivía con un hombre bueno y cariñoso. En ese momento, su relación con Ramsey, además de estar aún incompleta, se parecía a un libro que ella acabara de empezar y que tenía la libertad de cerrar en cualquier momento. Irina no se entendía a sí misma. Pero, alto. Como lectora tenía tendencia a terminar los libros que empezaba. Era una persona íntegra. Haber tenido esas citas traicioneras durante más de tres meses, y haber angustiado tanto a Lawrence revelándole sus descarriados deseos sólo para poner pies en polvorosa y decir «Bah, no tiene importancia, vayamos a comer», violaba su convicción de que uno debe terminar todo trabajo que empieza. Da igual, pensó. No puedo evitarlo.
Irina, muy triste, también le dijo adiós con la mano. Apretando con fuerza la chaqueta empapada, cruzó la calle a la carrera, desesperada por alejarse de la vista de Lawrence, como si quisiera hacerle un favor.
La cabina la salvó de la fuerza de los elementos, pero el alivio duró poco. Sólo oyó la voz del contestador de Ramsey, y el mensaje que dejó rozaba la incoherencia. Algo así como: «Querido, lo he hecho, ahora soy toda tuya pero no tengo ni idea de dónde estás…». Y como ella no tenía móvil, no podía dejarle un número para que la llamase. Además, le preocupaba que ahora ese «toda tuya» a Ramsey le sonara como una carga. Esa misma mañana Lawrence había planteado la cuestión de la formalidad de Ramsey. Una cosa era tener un lío a escondidas con la mujer de un colega, pero otra muy diferente era asumir toda la responsabilidad por esa mujer sin una competencia que funcionara a manera de tónico y lo mantuviera interesado. El cinismo de Lawrence era contagioso, en especial después de que Irina llamara al fijo de Ramsey en Hackney. Nadie. Y no tenía contestador.
Cierto, si necesitaba un refugio, siempre podía llamar a Betsy, pero la finalidad de esa brusca partida no era arrojarse a la cama de un cuarto de huéspedes en Ealing. Intentando salir del paso con sus propios medios, se metió en la tienda de periódicos a comprar el Evening Standard. Una breve noticia en la sección de deportes informaba de la «sorpresa» del Acton-Hendry jugado la noche anterior en Bournemouth. Porque, después de todo, Ramsey había derrotado a Hendry en un combate muy reñido que duró cuatro horas. Debería haber estado allí, pensó Irina; debería haber aplaudido con vehemencia cuando él iba ganando, y brindado por el triunfo después, abrazada a él en un bar. Haciendo la vista gorda al malicioso comentario incluido en la noticia —«Si bien hay quien sugiere que Ramsey Acton está orquestando un retorno por la puerta grande, hace diez años que “Swish” está retornando, y no es ninguna insensatez esperar que ya haya llegado hasta aquí»—, Irina recordó que la segunda ronda de Ramsey contra Ronnie O’Sullivan estaba programada para esa noche a las siete y media. Incluso en un país apasionado por los deportes, el vendedor pakistaní pudo sentirse desconcertado al ver a un cliente emocionado hasta las lágrimas por los resultados de un torneo de snooker. Irina lo había encontrado.
Compró el paraguas más endeble que encontró y se las ingenió para romper sólo tres de las ocho varillas mientras luchaba contra el viento en los quince minutos a pie que tuvo que andar hasta la estación de Waterloo. Como era austera hasta la médula, ni se le ocurrió coger un taxi.
Luchando para descodificar el cockney que el taquillero disparaba como fuego graneado, tanto más incomprensible por la hosquedad del hombre, dedujo que el próximo tren a Bournemouth salía al cabo de una hora. Harta de pedirle que le repitiera lo que había dicho, hasta esa operación la dejó con el ánimo por los suelos; ésa era exactamente la clase de logística de la que siempre se ocupaba Lawrence. Se retiró a un banco duro; las altas costillas de hierro de la estación le hicieron pensar que se la había tragado una ballena, e intentó calentarse con el aliento las manos heladas. Por Dios, si hasta se había olvidado de coger un par de guantes, algo que, en octubre, y para una mujer con la enfermedad de Raynaud, era una falta de previsión aún mayor que irse de casa sin el cepillo de dientes.
Separada ahora del sostén de un hombre, y aún no del todo encomendada a la protección de otro —oficialmente sin techo, de momento—, la invadió una sensación que, aun siendo profundamente femenina, para ese día y esa edad era deplorable. Se sintió desprotegida. Un sueldo independiente y una cuenta corriente propia no hicieron que disminuyera ni un ápice esa impresión de humillante vulnerabilidad. Que se sintiera abandonada era una estupidez; era ella la que dejaba a Lawrence. Que se sintiera cada vez más rabiosa con Ramsey por tener el móvil apagado era irracional; él no tenía ningún motivo para esperar su llamada. En su juventud, a Irina la había estimulado verse de pronto en una ciudad europea desconocida y obligada a arreglárselas sola. Pero ahora era más consciente de las calamidades que, como el mal tiempo, podían caer bruscamente del cielo y, dejando a un lado todo el alboroto feminista, una mujer estaba más segura —muchísimo más segura— cuando hacía un pacto de supervivencia con un macho de su especie. La sensación que tuvo sentada en ese banco fue animal, como si hubiera cometido una imbecilidad biológica.
Lo sensato habría sido seguir llamando a Ramsey hasta que contestara. Pero tenía pocas monedas, y en el Reino Unido llamar a un móvil desde una cabina cuesta casi una libra por minuto. Además, ahora quería darle una sorpresa. Por supuesto, lo que subyacía a ese impulso de sorprenderlo era miedo; más exactamente, miedo a que Ramsey no se llevara una grata sorpresa. A que la deseara sólo si era inalcanzable. A que su cháchara sobre el matrimonio fuese mera hipocresía. A que se lo hubiera dicho porque creía que eso era lo que todas las chicas querían oír. A que fuese de verdad un irresponsable, un canalla y un oportunista (Lawrence dixit). Y, por lo tanto, miedo a haber cometido el error más grande de su vida.
En el tren, donde sacrificó el escaso alivio de la chaqueta mojada con tal de dejarla en el asiento de al lado para que nadie lo ocupara, la sensación de fragilidad cedió ante otra de seguridad tan suntuosa, que Irina se habría sentido feliz si nunca hubiera llegado a ninguna parte. La protegía por los cuatro costados una acogedora caja en movimiento cuyos resuellos regulares la mecían como una cuna con balancín. Aunque en el mundo antes del cumpleaños a veces había malgastado su soledad preparando recetas que llevaban ajo silvestre, de pronto eran muchas más las cosas que tenía en la cabeza, no sólo lo que iba a cocinar para la noche.
Para su asombro, al «tenemos que hablar» no le había seguido un torrente de recriminaciones. Más que leerle la cartilla por su infidelidad, Lawrence había asumido toda la culpa por las deficiencias de la relación. La cabeza gacha, los hombros caídos, las rodillas apretadas una contra la otra mientras unas lágrimas lentas y gordas le caían en las muñecas torcidas. Su poco estrepitoso derrumbe interior se pareció a una de esas habilidosas demoliciones de grandes edificios abandonados, cuyas cargas explosivas se colocan de manera tal que los ladrillos ceden hacia dentro; aparte de acumular una capa elegiaca de polvo, las estructuras adyacentes quedan intactas. Puesto que gran parte de la autodestrucción de la variedad personal lo arrastra todo y a todos los que se encuentran cerca de los escombros, el espectáculo que tenía lugar en el sofá no fue terrible de presenciar, en absoluto, sino maravilloso; una implosión completa que, sin embargo, dejaba al espectador ileso.
Al principio Lawrence se había resistido tanto a reprocharle su descarrío, que Irina no pudo más que sentir vergüenza, pues nunca había sido su intención quedar impune. Con todo, él insistió en que la alienación creciente en la que habían llegado a vivir era única y exclusivamente culpa suya. Que la quería más que a su propia vida, dijo, pero ¿cómo podía ella apreciar la magnitud de sus sentimientos si él apenas los expresaba y cuando los expresaba lo hacía como por obligación? Sí, debería haberle pedido mucho antes que se casara con él, y eso también era culpa suya. Reconocía que era demasiado estricto, que tenía demasiadas normas y se obsesionaba con el orden y el control, con hacer la misma cosa de la misma manera todos los días. Y había permitido que la relación se anquilosara. Tendrían que haber hecho más viajes juntos, tendrían que haber cogido el Eurostar un fin de semana cualquiera y largarse a París. No debería haber abusado de su generosa dedicación a la cocina y sí haberla llevado más veces a cenar fuera.
—Pero si me encantaba prepararte la cena —había objetado Irina—. Ése no era el problema.
Era horrible, pero ya hablaba de su relación en pasado.
—¿Cuál es el problema, entonces?
—Dejaste de besarme —dijo Irina, y se sorprendió a sí misma.
Llevaba meses confeccionando crueles listas mentales de los puntos flacos de su pareja: era duro con los demás; veía demasiada televisión; hacía excesivo hincapié en los aspectos fríos y externos de la vida, como la política, y a costa de lo espiritual. Pero en el camino le asombró descubrir que sólo había un defecto importante, un fallo aparentemente menor, y de fácil remedio también. Si Lawrence se inclinaba para besarla en los labios, ¿podría ella olvidar a Ramsey y todo volvería a estar bien? Quitando, claro, la descarnada y silenciada verdad de que ya no quería besar a Lawrence. Lo que quería era besar a Ramsey.
Lawrence no desestimó esa única queja por considerarla trivial. Sus padres, le dijo, nunca se habían prodigado en demostraciones físicas de afecto, ni con los hijos ni entre ellos. Cuando lo pinchaba, él se había esforzado por recordar que debía besarla más a menudo, y no sabía muy bien por qué antes o después dejaba de hacerlo, porque le gustaba. Pero se había vuelto tímido. Las emociones fuertes lo abochornaban, y hasta es posible que lo asustaran un poco. Lo hacían sentirse débil. No le parecía masculino.
—La pasión —dijo Irina— es lo más masculino del mundo.
Ésa era exactamente la clase de conversación que los dos debían haber mantenido, y que podían haber mantenido. De haberlo hecho, ella no habría podido acercarse esos centímetros fatales a la mesa de snooker de Ramsey aquella noche de julio. Ahora que por fin habían aprendido a hablar, era demasiado tarde.
Aunque se había preparado para una avalancha de rabia y envilecimiento, Irina había sido colmada de generosidad y remordimientos. A las dos de la mañana, irse a la cama juntos sólo les había parecido natural. Si bien ninguno de los dos había hablado de sexo, durmieron desnudos y abrazados. Y Lawrence no se quejó ni una sola vez de que tenía calor.
Así, Irina despertó en un estado de autocomplacencia. Se había hecho a la idea de que pasaría lo peor, y ahora lo peor —a su manera, de un modo inesperadamente conmovedor y hermoso— había pasado.
Pero, alto.
Por la noche Lawrence no le había preguntado ni sola vez quién era su rival, aunque ella había querido revelárselo. Es posible que Lawrence no estuviera preparado, y que tuviera que tomar el veneno a sorbitos. Pero esa mañana dejó la almohada con un solo y ruidoso movimiento que en cierto modo recordaba el tantas veces citado miedo a despertar «a un gigante dormido», una metáfora de los Estados Unidos después de Pearl Harbor.
—Muy bien —gruñó Lawrence—. ¿Quién es?
Irina estiró las sábanas hasta cubrirse los pechos. El nombre le pesaba muchísimo en la cabeza, pero cuando dijo las sílabas con voz alta y ronca, sonó a poca cosa.
—¿Ramsey Acton? —preguntó Lawrence, empleando el mismo tono de pasmada incredulidad que Betsy había usado en Best of India. Dos veces no contribuían necesariamente a fijar una pauta, pero la simetría intimidaba. Furioso, Lawrence saltó de la cama—. ¿Te has vuelto loca?
Esta mañana no diría que se arrepentía de no haberla llevado a París.
Por la noche Irina había jurado —y era verdad— que ella y el otro nunca se habían acostado. Sin embargo, pese a la masculinidad normal y corriente de Lawrence, esa rectitud formal no cambiaba su modo de ver las cosas. La castidad legalista sólo había servido para hacerla sentirse mejor a ella, pero a él no lo protegía ni pizca. Así pues, mientras se ponía a toda prisa los tejanos, Lawrence bramó:
—¡Mierda, deberías dejar que te follara un par de veces y después quitártelo de la cabeza! Pensé que a lo mejor habías encontrado una alternativa creíble, no un perdedor. ¡Ese capricho no durará ni cinco minutos! ¡Es descabellado! Ramsey no es feo, y tiene su encanto, es adulador y superficial, ¡pero, Irina! ¡No tienes absolutamente nada en común con ese tío!
—Yo no diría eso —dijo Irina en voz baja mientras se vestía.
—¡Entonces lo diré yo! ¡A ti el snooker te importa tres pitos! ¿O es que te atrae la idea de pescar a un famoso? Porque, si es así, podrías haber elegido mejor. ¡Ramsey Acton es una gloria del pasado! Ya viste cómo jugó anoche. Antes lo consideraban un jugador audaz. Ahora simplemente es temerario. Golpeando la blanca por toda la mesa como si estuviera en un demolition derby…
—No era él. Sabe que he estado tratando de decidir lo que voy a hacer, y creo que la situación lo ha puesto nervioso.
—Bonito detalle —dijo Lawrence—. Pero aun creyendo que está interesado, ¿cuánto tiempo soportarás seguirlo de partida en partida? Ya te imaginarás que querrá que se te caiga la baba y sigas cada una de sus bolas. Ya puedes irte olvidando de tu vida de ilustradora. ¡Serás su groupie! ¿Es eso es lo que quieres?
—Bueno, supongo que me gustará mantenerme al tanto de sus progresos…
—¿Progresos? —exclamó Lawrence—. ¡¿Por qué no dices decadencia?! ¿Tienes idea de dónde te estás metiendo? Ese hombre es un vanidoso. Antes era una estrella, y esperará que lo trates como si siguiera siéndolo. ¡No sólo te convertirás en una banda de música portátil, también tendrás que ser cómplice de su propio engaño! Es un narcisista patológico, y lo que te espera es una vida de largas y nostálgicas anécdotas de snooker.
—Yo te escucho a ti hablar de Argelia. ¿Cuál es la diferencia?
—La diferencia es enorme, Irina, ¿no te das cuenta? ¡Eres una mujer inteligente, acostumbrada a estar con gente que se preocupa por lo que pasa en el mundo y lee los periódicos! ¿Cuántos periódicos crees que ha comprado «Swish» en los últimos cinco años? ¡Ni uno! ¡Es muy probable que crea que la EEB es un premio honorífico de la reina! Antes de que dejara los estudios para siempre, hacía novillos un día sí y otro también. No me preguntes a mí, pregúntale a él… ¡porque está orgulloso! Se escapaba a jugar en el club de snooker de Clapham en lugar de aprender a escribir «perro». La verdad es que ni siquiera estoy seguro de que sepa leer. Es tan corto, que te apuesto a que si le das uno de esos tests para saber si tiene todas las facultades mentales intactas (quién es el presidente de los Estados Unidos y si sabe contar hacia atrás de cien a uno), suspendería sin el menor esfuerzo, ¡y sin la atenuante de Alzheimer! ¡Irina, ese tío es un idiota!
—Puede que no tenga un doctorado por la Universidad de Columbia, pero es brillante por naturaleza.
Una defensa, por débil que fuera, del hombre al que quería, le parecía una obligación; más tarde podría decirse que al menos lo había intentado.
—Tiene la cabeza llena de bolitas de billar, de bolitas rojas, Irina. Eso es lo único que tiene en la cabeza.
—Creía que te caía bien —dijo ella entre dientes.
—Me caía, sí. En pasado. Si vuelvo a ver a ese cabrón, es hombre muerto. Es más alto que yo, pero canijo y débil. Tiene las muñecas así de gruesas —dijo Lawrence, y formó un círculo del diámetro de una moneda de veinticinco peniques—. En tres segundos podría tumbarlo.
—No lo dudo —dijo Irina en tono cansino, mientras preparaba el café como un robot.
—También me cae bien el pakistaní de los periódicos, pero eso no significa que quiera pasarme todas las noches de mi vida oyéndolo hablar de las apasionantes revistas que ha vendido. Un poco de Ramsey ya es demasiado. Un par de veces al año ha sido más que suficiente. Una semana seguida oyéndolo decir cosas como «no te vas a creer con qué efecto le di a la azul» y va a aburrirte tanto que querrás esconderte debajo de la mesa.
El hervidor de leche hizo un ruido que parecía que iba a vomitar; era una descarga de ruido blanco que lo ahogaba todo y sólo consiguió que Lawrence levantara aún más la voz.
—¿Sabes algo de la vida de los jugadores de snooker? ¿Todo el tiempo que se pasan de gira? ¿Cuántas tías se tiran por semana? ¿Toda la coca que esnifan? ¿Y todos los cigarrillos que fuman y todo el dinero que apuestan y todo lo que beben y…?
—Teniendo en cuenta ese ambiente, Ramsey es bastante moderado —opinó Irina, como absorta.
—¡Ah! ¿Sabes algo del ambiente? Jimmy White desaparece y abandona a su mujer durante semanas para irse de juerga a Irlanda. Alex Higgins lleva una vida tan disipada que se ve obligado a demandar a las compañías tabaqueras por su cáncer de garganta. Lejos de ser el millonario que debería ser, Higgins les pega un sablazo tras otro a los pocos amigos que le quedan, juega con aficionados en clubs de barrio, y la mitad de las veces pierde, ¡y ahora no tiene domicilio fijo!
Y así horas y horas. Estaba claro que la intención de Lawrence era agotarla, convencerla del disparate de sus sentimientos con lo que eran, de hecho, puntos de debate bien concebidos. Pero no era ésa una batalla que pudiera ganarse discutiendo. Lawrence podría haber estado dándole sin tregua a una pelota de goma en una pista de squash con la esperanza de derribar la pared. Cuando terminó, volvió a tumbarse sin fuerzas en el sofá, cansado como si hubiera jugado una partida maratoniana. La pared seguía en pie.
Cuando Irina salió del capullo de su vagón en Bournemouth, ya estaba oscuro y eran casi las seis y media de la tarde. Como no estaba de humor para atreverse a seguir a pie con el esquemático plano que le dieron en la oficina de información, salió corriendo a buscar un taxi. Cuando dijo la dirección, el taxista, muy conversador, le preguntó si iba a ver el Grand Prix.
—Por supuesto —contestó Irina, e igual que los enamorados del mundo entero, que no se cansan de decir el nombre de su amado, añadió sin que nadie se lo pidiera—: Esta noche Ramsey Acton juega contra Ronnie O’Sullivan.
—Swish ha tenido días mejores, ¿no cree? —dijo el taxista—. Pero es de la vieja guardia, y es asombroso que siga jugando. Ahora vuelve a estar en forma. Me lo perdí porque tenía el turno de noche, pero dicen que la partida contra Hendry fue de miedo. Ramsey les dio a esas bolas como con un látigo, sí, señor. Para que le sonaran a uno los oídos.
—Me temo que yo también me perdí casi toda la partida —dijo Irina, apenada—. Y está muy mal, porque Ramsey es… amigo mío.
—¿De veras? Apuesto a que a los jugadores de snooker no les faltan amigos.
—En realidad, Ramsey no es muy sociable.
El taxista comprimió en un prudente gruñido un pensamiento que más o menos venía a decir: «Seguro que conoce usted a Ramsey Acton y que la reina en persona viene hoy a su casa a tomar el té».
—¡El Cohete! Ese niñato está hecho de la misma madera que su amigo. Dicen que ha heredado el mismo toque, que también es jugador impulsivo. Pero viendo cómo se comporta, está claro que no ha heredado la clase de Acton. Swish es todo un caballero, nunca lo oirá poner en duda una decisión del árbitro. Pero debería haber oído a O’Sullivan el fin de semana pasado. ¡Se quejó del estado del paño! Un buen número le montó al árbitro, discutiendo si levantó o no el pie cuando quiso darle a una roja que estaba muy lejos. Apuesto a que la Asociación le pondrá una buena multa por el jaleo que armó, sí, señor. Y él no puede permitírselo. Todos le damos una oportunidad, claro que sí. Ya sabe que el padre está en la cárcel y esas cosas. Tiene mala pata, el pobre, pero esa excusa no le va a valer siempre. Todo el país está esperando que ese chico crezca.
—Ramsey dice que O’Sullivan tiene un talento natural sin precedentes, pero que si no aprende a dominarse más como persona, nunca le sacará todo el partido que podría sacarle.
Irina estaba practicando. Esa clase de bromas era, por lo visto, el pan de cada día de su nueva vida. Además, debía acostumbrarse a la excentricidad de que su amado fuera el tema de sesudas discusiones que mantenían ocupados a varios millones de personas.
—Me parece que le he oído decir lo mismo —dijo el taxista—. Por la tele.
Durante el resto de la corta carrera, Irina se guardó para ella las muchas otras cosas que sabía.
Irina entró en la gigantesca estructura de ladrillos rojos con una punzada de desencanto. Por televisión, las partidas de snooker parecían muy íntimas: mesas iluminadas en la oscuridad y unas bolas que vibraban con la calidez y la vitalidad de un cuadro de Edward Hopper. Aunque hasta los ochenta no se consolidó como un deporte nacional de categoría, el snooker se había gestado en cantidad de clubs locales repletos de humo, en ciudades venidas a menos como Glasgow, Belfast y Liverpool. Esos refugios —antros, más bien— eran imanes no sólo para los chicos que hacían novillos, sino también para hombres que rehuían a la mujer, los dedos manchados por el tabaco de tantos cigarrillos liados a mano, las venas a reventar de comidas líquidas, la tez pálida a base de las bolsas y más bolsas de patatas fritas al curry que se zampaban cuando del salón los echaban a la calle a patadas a las dos de la mañana. De la oscura insinuación de conducta anómala asociada al snooker provenía al aforismo según el cual «una buena partida es un signo de juventud perdida». Para Irina, el snooker era de un mundo de ayer: gente enrollada, un círculo cerrado, locales poco iluminados. Era la Inglaterra de cerveza amarga sin espuma y a temperatura ambiente, de taburetes de terciopelo raído en la barra de un bar, pastelillos grasientos de carne de cerdo y acentos regionales marcados e indescifrables.
Pero el colosal Centro Internacional de Snooker de Bournemouth era un producto de «Cool Britannia», la hábil nueva campaña publicitaria de Tony Blair, que promovía el Reino Unido no como un diminuto imperio en decadencia, sino como un modelo de eficiencia y progreso estilo máster en administración de empresas. «Cool Britannia» era el estandarte de las vinotecas impersonales de la isla —con mucho cromo, eso sí—, del floreciente sector de las tecnologías de la información, de los restaurantes que servían platos tan cursis como lubina chilena al limoncillo. El Centro Internacional era un edificio reluciente y flamante. Bajo unos reflectores potentísimos, el suelo del vestíbulo era de mármol granulado y pulido, y las ventanas de tres metros daban a la extensa y negra bahía de Bournemouth. En una palabra, nada que ver con el carácter íntimo y recogido del snooker; ese lugar no tenía memoria, y tampoco alma.
Irina se lanzó al mostrador de venta de entradas, donde se llevó la decepción de su vida cuando le dijeron que para esa noche estaban agotadas.
—¿Tiene alguna manera de contactar con Ramsey Acton en el vestuario? —preguntó—. Estoy segura de que podría conseguirme un lugar si lo intentara.
—No lo dudo, señora —dijo el hombre. Su crispada amabilidad era una afrenta a los buenos modales; los británicos suelen usar el decoro como un arma—. Pero los jugadores empezarán en cuestión de minutos, y me imagino que no querrá molestar a su amigo en el preciso momento en que necesita concentrarse.
«Su amigo» era sólo una manera de decir, e Irina tuvo que contenerse para no insistir y aclararle: No entiende usted nada; Ramsey Acton es más que mi «amigo». Y se vio obligada a hacer un verdadero esfuerzo para no levantar la voz cuando dijo:
—Verá… Si contacta con el señor Acton, creo que le estará muy agradecido por haberle avisado de mi presencia. No me espera, pero se alegrará, y mucho, de saber que he llegado hasta aquí a pesar de todo. Me llamo Irina, Irina McGovern.
Con cara de piedra, el vendedor de entradas ni se molestó en apuntar el nombre.
—Estoy seguro de que el señor Acton está muy agradecido de jugar con la sala al completo —dijo—. También lamenta que, además de usted, muchos otros clientes no hayan podido entrar.
Por desgracia, Irina no pudo evitar chillar.
—El señor Acton se enfadará mucho si se entera de que se ha negado a avisarle de mi llegada, y si como mínimo no me vende usted una entrada, y sé que tiene algunas de reserva, me temo que podría verse metido en un BUEN LÍO.
—¿De veras? —dijo el hombre, más duro que una piedra—. Me conmueve su preocupación, pero creo que correré ese riesgo, señora. ¡El siguiente!
Amenazarlo había sido un error. Expulsada del mostrador, Irina se echó a llorar. Si bien no tenía por costumbre llorar en público, tampoco solía abandonar a hombres absolutamente maravillosos para arrojarse en brazos de jugadores de snooker. Hacer un papelón era el último de sus problemas.
—Disculpe… —El tipo corpulento con el pelo brutalmente corto parecía un gorila, pero fue amable cuando le tocó el brazo—. No he podido evitar oír la conversación. Da la casualidad de que mi acompañante no se siente bien esta noche, y tengo una entrada que muy probablemente terminará en la papelera. ¿La quiere? Nunca he soportado ver llorar a una mujer.
Irina se enjugó las lágrimas y aceptó la entrada que le ofrecían.
—¡Oh, sí, muchísimas gracias! No se imagina lo importante que es para mí. Me ha salvado la vida. ¿Cuánto le debo?
—No, no, no quiero dinero. Me alegra que alguien la aproveche, eso es todo.
—Oh, no tema, ya lo creo que la aprovecharé. No soy una cualquiera, da igual lo que pensara el señor del mostrador. —Incapaz de contenerse, estalló—: Ramsey… Bueno, ¡estoy enamorada de él!
Su benefactor le dirigió una sonrisa triste.
—No será usted la primera, bonita.
Irina se regañó a sí misma. El hombre la confundió con otra fan loca perdida por Ramsey, por supuesto, pero, según Lawrence, exactamente en eso se había convertido.
Irina siguió las señales para llegar a Purbeck Hall; en la entrada, los corredores de apuestas habían garabateado con rotulador, en un tablón blanco, lo que ofrecían para esa partida. Ramsey Acton pagaba cinco a uno. (Qué terrible era ver la falta de confianza del público expresada en esos brutales términos numéricos). Un acomodador le indicó a la perfección su lugar en la segunda fila, si bien es cierto que su asiento estaba justo al lado del joven corpulento que le había regalado la entrada. Antes de ponerse en ridículo, debería haber pensado que, lógicamente, si el hombre tenía dos entradas, ella tendría que pasarse unas cuantas horas en el asiento de al lado. Intentó dirigirle una sonrisa cordial de persona cuerda.
Con el estilo chabacano de un concurso televisivo, un maestro de ceremonias anunció que el Cohete no necesitaba presentación y procedió a hacerlo entrar. Irina conocía las estadísticas. O’Sullivan había batido todos los récords —el break máximo más rápido, el despeje más rápido, el ganador más joven de un torneo de clasificación— que antes había fijado Ramsey.
Ronnie salió de detrás del telón levantando el taco bien alto para saludar a sus bulliciosos admiradores. Poco más de veinte años, apuesto con un toque basto, pero no exactamente guapo. De tez pálida y largos rizos negros que, aunque probablemente se los lavaba todos los días, por alguna razón, parecían grasientos, tenía aspecto de patán, una cara como una talla tosca, las cejas bajas; en suma, todo un poco demasiado marcado.
A esas alturas Irina lo conocía bien. Ronnie tenía una historia pintoresca. Sus padres habían tenido un sex-shop hasta que al padre lo metieron en el trullo por golpear a un negro en un pub hasta dejarlo inconsciente y a la madre la encerraron por evasión de impuestos. Si bien el porno y el fraude fiscal eran rentables (los medios se daban de tortazos por él), Ronnie hablaba con impecable acento proletario. En las entrevistas posteriores a los encuentros, se comía casi todas las consonantes. (Es sabido que uno de los lujos de los que están privados los desfavorecidos del Reino Unido son, precisamente, las consonantes). Su juego era veloz y agresivo, y cuando estaba en forma —cosa que no era habitual—, perfecto hasta rayar en lo increíble.
Lawrence lo odiaba. La tendencia de Ronnie a lloriquear cada vez que perdía una partida, a ponerse delante de las cámaras con el ánimo alicaído de alguien al que han echado a la calle, y jurar y perjurar, igual que un niño que recoge las canicas y se va a su casa enfadado, que en la vida volvería a jugar al snooker, era, en opinión de Lawrence, la conducta de un bebé consumado. Y lo más imperdonable: Ronnie era un gamberro que no sabía hablar, un idiota sabio, con el acento puesto en idiota.
La paternal preocupación de Ramsey cuando veía que el muchacho nunca aprovechaba al máximo su potencial a menos que reforzara su ego «todo-o-nada» (Ronnie se henchía de orgullo como una petunia carnosa cuando lo adulaban, o se lo veía mustio y magullado como una pisoteada) era más compleja que el odio de Lawrence. Famoso por su cortesía, a Ramsey no le gustaba reconocer que podía albergar sentimientos hostiles como envidia, resentimiento o encono. Pero no serían errados. El taxista no había hecho más que repetir el consenso general: en lo tocante a técnica, si no a temperamento, Ronnie O’Sullivan era Ramsey Acton redivivo. Igual que más de un padre o una madre tiene sentimientos ambivalentes en lo que atañe al éxito de un hijo, Ramsey no se sentía cómodo reconociendo que su otro yo más joven corriese alrededor de la mesa mandando bolas de colores a las troneras como un mortero que dispara a refugios subterráneos enemigos. A nadie le gusta que lo reemplacen.
El maestro de ceremonias presentó a Ramsey «Swish» Acton. Debía de doler que siempre subrayaran que había sido finalista en seis campeonatos del mundo. Cuando se abrió el telón, se oyó vitorear a los miembros más veteranos del público. En comparación con el rugido de los hinchas de O’Sullivan, la duración del aplauso fue sensiblemente más breve.
No obstante, a Irina se le derritió el corazón. Guapo con un toque grosero, quizá, Ronnie O’Sullivan no le llegaba ni a las suelas de los zapatos a Ramsey Acton. Echando mano de la terminología equina, podía decirse que Ronnie era un carro fuerte, y Ramsey, un caballo de carreras; piernas largas y delgadas como elegantes menudillos, la vibración nerviosa y algo agresiva que emanaba de su figura era la de un handicapper muy excitable corto de rienda. Su cara alargada tenía un refinamiento clásico; y él mismo, en el porte, un garbo y una elegancia a los que la presencia vulgar del fanfarrón de O’Sullivan no se comparaba ni de lejos.
Los aplausos feroces de Irina no atrajeron la atención de Ramsey. No sabía si debía tratar de conseguir que la viese, pues la ponía nerviosa la idea misma de distraerlo de la tarea que tenía entre manos. Si quería granjearse el cariño del ídolo, lo único que no tenía que hacer, nunca, era perjudicar en lo más mínimo sus oportunidades de ganar una partida.
Las luces se fueron apagando, el público guardó silencio y comenzó el juego. Ronnie abrió, y desplazó de la cabaña a una roja suelta que, con suerte, podría haber entrado. Ramsey no perdió un segundo. La audacia y la valentía se dan la mano, y la roja entró. El break, aunque espléndido —cincuenta y seis—, no fue suficiente para ganar el frame. Por desgracia, en cuanto Ronnie volvió a la mesa, la acaparó como un gordo en un bufé libre. Tras asegurarse el juego por setenta-cincuenta y seis, el Cohete metió la negra e hizo con la blanca una carambola espectacular sólo para lucirse. Mala forma, aunque típica.
Éste era el primer torneo de snooker al que Irina asistía, y al principio echó de menos los comentarios en voz baja que por la BBC hacían unos viejos lobos muy refinados y corteses. El juego, despojado de cotilleos históricos y no prefigurado por avisos estilo «¡Eh, ésa es peliaguda, Clive!», era duro y descarnado. En directo, el sonido era tan diferente… Ese espacio vacío, ningún murmullo de fondo. Pero, poco a poco, a medida que fue avanzando el segundo juego, Irina comenzó a apreciar la pureza del ejercicio sin la susurrante voz superpuesta que iba diciéndole qué pensar en cada momento: por qué tal o cual tiro era problemático, si un jugador estaba en posición para golpear la rosa, etcétera. Sin el palique de los comentaristas, la reverberación de las bolas persistía unos segundos y atravesaba toda la sala; las rojas hacían sonar las mandíbulas antes de caer en las troneras con el suspense de un redoble de tambores. Los adversarios, deslizándose alrededor de la mesa en absoluto silencio, creaban una atmósfera más propia de un ritual que de un deporte, un aire místico e incomprensible como el de las misas católicas cuando todavía se decían en latín. Sin los pesados comentarios de Clive Everton, seguir el juego era una actividad mucho más exigente. Había que prestar más atención.
Y, en efecto, en ese momento Irina tenía problemas de atención. La cara de Lawrence bajo la lluvia cuando se despidieron por la mañana no dejaba de interponerse entre ella y la mesa de juego. Ese temblor devastador, el débil movimiento de su mano cuando la levantó para decirle adiós.
Allí, en el escenario, ante varios cientos de espectadores, Ramsey no parecía pertenecerle salvo en un sentido, el más insignificante de todos. La multitud la hacía sentirse orgullosa de él, porque era una auténtica estrella, y, a la vez, rencor por todos esos extraños que habían hecho de él una estrella. Todo parecía indicar que Ramsey era un juguete que ella tendría que compartir. Irina podía reclamar para sí una porción tan mezquina, que el hecho mismo de que fuera atractivo pasaba a ser una tortura.
¿Qué hacía ella ahí? Después de haberse aventurado sola hasta la costa sur de Inglaterra, se sentía como una impulsiva mocosa de primaria que se ha escapado de casa y, sin nada que comer y ningún lugar donde dormir, toma rápidamente conciencia de que todo el proyecto es un despropósito pero insiste en seguir dando vueltas por la calle con un puñado de Oreos y un conejo de peluche hasta que la policía la pilla y la mete en un furgón. Es posible que haberse ido esa tarde fuese un mero acto de empecinamiento y nada más.
Según el monitor que colgaba del techo, mientras ella divagaba Ramsey había perdido otros tres juegos seguidos. Irina se obligó a concentrarse en el quinto. La pauta se repitió: Ramsey consiguió sacarle a su oponente una ventaja no desdeñable, aunque tampoco la ideal, y en cuanto el Cohete atacó, él se pasó el resto del juego tomando sorbitos de agua Highland Spring.
Es posible que Irina no estuviese de humor para el deporte, pero poco a poco el espectáculo se le fue haciendo más y más fascinante. Los estilos de los dos jugadores se parecían tanto entre sí, que la partida corroboraba la máxima expresión del axioma de Lawrence, a saber, que, en última instancia, en snooker se «juega contra uno mismo». Pues si Ronnie O’Sullivan alguna vez había estudiado algo (lo cual era dudoso), había estudiado la manera de jugar de Ramsey Acton. De hecho, la partida tenía sabor edípico, el hijo lanzado a dar muerte al hombre que lo engendró.
Sin embargo, es sabido que, en un contexto edípico, el rival más joven disfruta de la ventaja. Y, a todas luces, el snooker era más novedoso para O’Sullivan, que se interesaba más por las vicisitudes del juego; dominarlo lo llenaba de alegría. En comparación, a Ramsey se lo veía algo cansado de configuraciones que —si bien en sentido estricto no hay constelación de las bolas que se repita jamás—, en líneas generales, ya había visto antes, y antes de antes. Su satisfacción callada y nada aspaventosa cada vez que entraba una bola, se veía veladamente ensombrecida por saber de antemano que vendrían más tacadas —más partidas, más campeonatos, más temporadas— y que la siguiente bolita traviesa no tenía por qué ser tan obediente. La sabiduría y la perspectiva son los consuelos que compensan la vejez, pero un flaco favor en el momento.
Si Ramsey jugaba rápido; O’Sullivan jugaba más rápido aún. Ramsey se lucía mandando a la tronera bolas tiradas desde distancias increíbles; O’Sullivan, desde más lejos todavía. Ramsey hacía desaparecer los colores de la mesa con la velocidad de Mighty Casey cuando bateaba; con su técnica, O’Sullivan subía la apuesta inicial y los enviaba al olvido con la potencia de un acelerador de partículas.
Irina ya había renunciado a aplaudir hasta que le dolían las manos para llamar la atención de Ramsey; las miradas preocupadas del hombre sentado a su lado la hacían sentirse cohibida. La iluminación del escenario envolvía la mesa como un halo y dejaba al público en la oscuridad; Ramsey no podía verla. No le resultó fácil elaborar un plan B. Era de suponer que el acceso a Ramsey Acton estaría bloqueado después de la partida como antes en el vestíbulo. ¿Cómo hacerle saber que tenía a la mujer a la que amaba al alcance de la mano? No sabía en qué hotel se alojaba, y era más que improbable que el glacial taquillero se ofreciera a darle la dirección.
Durante el descanso, con una puntuación descorazonadora de seis a dos, los jugadores se retiraron a sus respectivos vestuarios e Irina se atrevió a gritar: «¡Ramsey!». Pero él, demasiado acostumbrado a que el público lo llamara a gritos, desapareció sin mirar atrás.
No le fue de mucha utilidad que su compañero de fila ya estuviera convencido de que había regalado la entrada que le sobraba a una lunática. Cuando se pusieron de pie para estirar las piernas, Irina sostuvo, con la poca convicción que caracteriza a los psíquicamente equilibrados:
—La verdad es que O’Sullivan está en forma esta noche.
—Dicen que Ronnie tiene más talento natural del que jamás se ha visto en la historia de este deporte —dijo el hombre, y se hizo humo.
Irina se desplomó otra vez en el asiento con los ojos en blanco. Ya había oído decir cosas así de O’Sullivan una docena de veces. ¿Era eso lo que le tenía reservado el futuro? ¿Sortear tópicos y obviedades insustanciales noche tras noche?
Al menos, los juicios de Ramsey eran más sutiles. Por ejemplo, si bien Stephen Hendry, el número uno del mundo, y Ronnie O’Sullivan, el niño malo y de hombros caídos, parecían competir por el título de «Mejor Jugador de Snooker Jamás Nacido», Ramsey había observado que esos jóvenes reivindicaban dos coronas claramente distintas. Si Hendry tenía dominio, O’Sullivan tenía inspiración; si Hendry iba a jugar como quien va a trabajar, O’Sullivan convertía el deporte en arte. Como un buen colegial, Hendry parecía comprender la naturaleza de la geometría; como un evangelista fascinante, O’Sullivan parecía comprender la naturaleza del universo. Hendry era puro conocimiento; O’Sullivan, puro instinto. Y, por inexplicable que resulte, la intuición cautiva más que la inteligencia. (Algo hizo clic; no era de extrañar que Lawrence no soportase a O’Sullivan). Sin embargo, cuando Ramsey y su reencarnación volvieron al escenario, Irina dedujo un corolario siniestro: la inteligencia es de fiar; la inspiración puede fallar sin aviso previo.
Esta vez no aplaudió. No tenía ganas. Dejó las manos apoyadas en el regazo; la resignación le confería a su actitud un aire reposado. Toda esta misión a Bournemouth estaba resultando un fiasco, y era relajante aceptar una catástrofe que no tenía remedio. Después de la angustia de dejar a Lawrence y huir a la estación de Waterloo, muerta de frío bajo la lluvia, con un paraguas que no servía para nada y sin guantes ni cepillo de dientes, lo más probable era que ahora tuviese que ponerse a buscar un hotel por la zona del centro de congresos y dormir hecha un ovillo y sola en un colchón helado. Sabía perfectamente que Ramsey no era muy dado a escuchar los mensajes del buzón de voz del móvil.
Tal vez fuese el hecho mismo de ser la única que no aplaudía. Tal vez a Ramsey se le encendió por fin el sexto sentido, o puede que finalmente aprovechara el descanso para ver si tenía mensajes en el maldito contestador. Pero, por la razón que fuese, se volvió para mirar directamente a la segunda fila, donde divisó a Irina McGovern como si apuntara a una bola de color para mandarla a la tronera.
Y sonrió.
Ahora bien, era muy raro que Ramsey sonriese en medio de un torneo, y mucho menos era dado a sonreír cuando perdía seis a dos y su doble se aprestaba a infligirle una derrota aplastante; pero cuando se dignaba hacerlo, no sólo se transformaba su semblante, sino todo lo que lo rodeaba, y hasta tal punto, que la mesa de snooker ya no parecía iluminada por las lámparas del techo, sino por el brillo refractivo de sus grandes dientes blancos. No era una mera sonrisa cálida, de amabilidad, de cortesía, como cabía esperar de un hombre con su reputación; no, era una sonrisa con un toque alocado, maniaco, inquietante. No podía decirse que fuese una sonrisa realmente agradable. Era anárquica y, ahora, alegre, teñida por la frescura de una indiferencia que Irina desconocía. Después de ubicar a cierta persona entre el público, a Ramsey Acton no se le podía tocar las pelotas para que recuperase los puntos que iba perdiendo, pues daba la impresión de haber ganado, ese mismo día, un encuentro mucho más importante.
La expresión con que Irina reaccionó a esa sonrisa fue, por decirlo de alguna manera, dulce; aunque, precisamente a causa de esa delicadeza, pudo parecer un poco petulante. Se reclinó en el asiento, que de repente le pareció más cómodo, y se cruzó de piernas. El hombre de al lado, que había estado hojeando frenéticamente el programa con tal de no tener que hablar con ella, la miró de refilón, y si antes le había parecido una tía cualquiera, esta vez la miró con un respeto del que no había dado muestras en toda la noche.
En el estrado, la tensión de Ramsey aflojó como un huevo crudo al desparramarse en un plato. La vibración aguda que había emitido su cuerpo durante la primera parte disminuyó hasta quedar reducida a un rasgueo regular. A despecho de la velocidad por la que era famoso, sus movimientos se volvieron etéreos, aletargados casi. Ronnie abrió, pero esta vez, ante una roja que, aunque muy lejos de la tronera, era teóricamente fácil de embocar, Ramsey la ignoró restándole toda importancia. Prefirió jugar sobre seguro, dejando la blanca tan bien colocada detrás de la amarilla, que le bloqueó a Ronnie todas las rojas que había en la mesa.
Así fueron las cosas. A Ronnie le encantaba jugar rápido; Ramsey empezó a jugar a paso de tortuga. A Ronnie también le gustaba embocar, y Ramsey paralizó la mesa con tacadas de conveniencia. Una vez destruido el ritmo de O’Sullivan, Ramsey empezó a acosar al chulito advenedizo dejándole unas bolas tentadoras pero francamente ridículas; sabía muy bien que el chico sería incapaz de resistirse a jugar. Ronnie intentó cada uno de esos tiros imposibles y falló. El magistral manejo de Ramsey no sólo de las bolas, sino también de su adversario, planteaba una cuestión espinosa: ¿a ella también la había manipulado con la misma astucia? De ser así, sólo podía admirarlo. En ese momento, Ramsey se abría camino por la mesa con la misma agilidad, y con la misma languidez, con la que había manejado su cuerpo.
De hecho, al divisarla entre el público, pareció haber descubierto a la hembra en sentido estratégico. A fin de cuentas, cuando se juega una versión moderna, más joven y enérgica del propio juego, no va uno a ganarlo con la fatiga del hombre de cuarenta y siete años. Ramsey nunca vencería a O’Sullivan con fuerza y agresividad, sino con malicia, con la cautela y las mañas de un felino. En una palabra, con la clase de snooker que O’Sullivan despreciaba, y que él también despreciaba: lento, aburrido y taimado. Puesto que Ramsey conocía su propio juego, sabía en qué fallaba. Sabía que los jugadores impulsivos se lían si tienen que levantarse una y otra vez del asiento para jugar una sola bola y volverse a sentar. Sabía que la única modalidad que no había querido practicar cuando era un adolescente prodigio era el juego seguro, el que luego, en la madurez, había jugado hasta la saciedad.
Tras perder cuatro juegos seguidos, y con ese estilo sin gracia pensado sólo para igualar el marcador, Ronnie se vino abajo. Jugó bolas aún más absurdas, y falló aún más que antes mientras Ramsey iba poniéndose más y más escurridizo. Al final de esa vuelta, Ronnie ya jugaba de esa manera que Lawrence calificaba de demolition derby, enviando las bolas a cualquier parte menos a las troneras. El snooker varonil terminó elevado a la categoría de ridículo; el de niña, con un resultado de nueve a siete, se llevó la palma.
Cuando dieron las luces, el compañero de asiento de Irina se volvió hacia ella con deferencia.
—¿Así que usted es amiga de Ramsey Acton?
—Creía que se lo había dicho en el vestíbulo —contestó Irina, tonteando con la chaqueta mojada.
—Así es. ¿Hace mucho que lo conoce?
—Un tiempo —dijo Irina, con deliberada imprecisión. El repentino interés del joven la asustó. A falta de un firme anhelo de celebridad para sí misma, tenía uno infinitamente pequeño de celebridad por asociación. No era su intención soltar cotilleos ni información privilegiada sobre Ramsey igual que alguna gente subasta cartas de escritores famosos en eBay. Así, cuando el joven le preguntó si era verdad que, tras oponerse desde siempre a que Ramsey llegara a jugador profesional, los padres se habían negado a asistir a un solo torneo, Irina no contestó con un parlamento del tipo: «En efecto, y hasta ahora, y mire que ya tiene cuarenta y siete años, le sigue doliendo». Lo que dijo fue que no tenía ni idea.
El público se dispersó. Los empleados de la limpieza que se pusieron a recoger los programas y bolsas de golosinas que habían quedado en el suelo la miraron con curiosidad. Ramsey estaba a punto de dar su entrevista a la BBC. El asiento 2F era, como se dice en la jerga de los detectives, «el último lugar en que se vio al sujeto». A veces, cuando dos personas tratan de encontrarse, lo mejor que pueden hacer es no moverse. Irina había ido muy lejos ese día, en todos los sentidos, y la perspectiva de ponerse a dar vueltas por el centro de congresos para experimentar la tristeza de no cruzarse con cierto jugador y dormir en un Novotel donde el servicio de habitaciones termina a las diez de la noche, era insoportable.
La espera le permitió tener un poco de tiempo libre para preocuparse por su aspecto. No queriendo obligar Lawrence a que viese cómo se acicalaba para ir a acostarse con otro hombre, por la mañana se había puesto lo primero que encontró: tejanos negros, un jersey de chenilla y zapatillas de tenis, también negras; es decir, exactamente lo mismo que se había puesto la tarde anterior. En realidad, hacía tres días que se ponía lo mismo, y la ropa ya olía mal. Los tejanos le quedaban bien, pero el corte era poco elegante, y el jersey le iba enorme. Y lo peor era que todas esas prendas, oscuras y deprimentes, se le habían empapado bajo el chaparrón de Londres y sólo se habían secado hasta el punto de picarle. El agua se había evaporado y ella había tomado frío; ya no podía parar de temblar. Apretaba las manos húmedas de una manera… Como una devota que se dispone a rezar, una actitud totalmente fuera de lugar en ese lugar. Para colmo, y aunque arreglarse en público no estaba bien visto, las urgentes ganas de peinarse se convirtieron en una obsesión.
También necesitaba lavarse la cabeza, y no sólo en sentido literal, sino también coloquial. Tenía que controlarse. Estaba esperando a Ramsey, pero sólo podía pensar en Lawrence. Se preguntó si habría comido algo. Se preguntó si se habría preparado palomitas, aunque Lawrence no sabía la cantidad correcta de aceite por grano de maíz ni la posición correcta de la llama en la cocina económica. Se preguntó si se habría cambiado después de haberla despedido bajo la lluvia. Se preguntó cómo era abandonar un nidito de amor y volver a un apartamento de soltero. Es muy probable que en momentos como ése a nadie se le ocurra emplear expresiones baratas como «nidito de amor» o «apartamento de soltero». Tuvo que esforzarse para no sucumbir al impulso de buscar una cabina telefónica y llamar a casa —¿cómo no iba a parecerle todavía su casa el apartamento de Trinity Street?— para preguntarle a Lawrence si estaba bien o darle el permiso oficial para que esa noche se tomase un trago de algo, y hasta dos tragos si hacía falta. Quería decirle por teléfono que lo quería, cosa que, dadas las circunstancias, era una locura, un insulto incluso.
Pasaron quince minutos. Los acomodadores podrían haberla echado, y si no lo hicieron fue por algo chocante que tenía esa mujer que a esa hora era el único espectador que quedaba en la segunda fila —la extraña manera en que había unido las manos, la postura que adoptan los indigentes para protegerse del frío y otras agresiones—, algo que la hacía parecer, si no peligrosa, al menos sí difícil.
Hasta que apareció Ramsey. En el escenario. Sin ceremonias. Vestido con el chaleco color perla de siempre (aunque se había quitado la pajarita). Cuando se echó al hombro una chaqueta de cuero negra, los gemelos de oro blanco reflejaron las luces de la sala. Al levantar la vista, Irina se dio cuenta de que estaba sentada sola en un auditorio y palacio de congresos desierto de Bournemouth. Por lo tanto, era crucial que en ese momento se sintiera inundada de amor, porque si no estaba loca por Ramsey, no tenía nada que hacer en medio de ese decorado que era una auténtica incongruencia en su vida, lejos de un hombre cuyo corazón estaba partiéndose en dos en ese preciso instante de la noche. Así, cuando por fin miró a Ramsey a los ojos, comprobó y volvió a comprobar su propia reacción, como si, presa de un pánico creciente, palpara los bolsillos del abrigo para encontrar la cartera.
Pero nada. La cartera había desaparecido. Ramsey tenía el aspecto de un caballero encantador y casi cincuentón al que conocía perfectamente pero por pura casualidad.
Con la misma irritante languidez con la que había derrotado a Ronnie O’Sullivan, Ramsey enfiló por uno de los pasillos y fue abriéndose paso hasta la fila dos para sentarse a su lado. Después le cogió la mano y la sostuvo en la suya compartiendo el reposabrazos que separaba los asientos. Tenía las manos secas por culpa de la tiza de los tacos. Cerró los ojos.
—Caray —dijo—. Tienes las manos frías.
—Me olvidé los guantes.
Irina puso las piernas paralelas y clavó la vista en el techo.
Ramsey siguió reclinado en el asiento, inmóvil, sujetándole la mano pero sin apretársela ni jugueteando con los dedos. Si Irina no lo hubiera conocido mejor, habría pensado que estaba rezando.
—Eres hermosa.
—¿Cómo lo sabes? Tienes los ojos cerrados.
—Lo sé.
—Estoy horrenda. Lo siento.
El nudo que tenía en el estómago se le aflojó un poco. Se había preparado para un ataque frontal, lengua con lengua, pero ese pasivo mano con mano tampoco estaba mal.
—No estoy en muy buena forma —dijo Irina.
—Ya me he dado cuenta. En cuanto te vi.
—He estado preguntándome si no debería coger el último tren a Londres, de veras.
Ramsey siempre la hacía decir lo que pensaba. Lo raro era que pareciese una novedad.
—¿Y por qué no lo haces?
—Ya me habías visto. No podía.
—Aún puedes. Te llevaré hasta la estación si quieres.
—No sé si he tomado la decisión que debía.
Tardaría algún tiempo en darse cuenta de que podría no saberlo nunca.
—A mí me parece que no has tomado ninguna decisión.
—Oh, sí que la he tomado. Estoy aquí, ¿no?
Ramsey abrió los ojos, girando la cabeza muy despacio hacia ella pero manteniéndola apoyada en el respaldo, como si supiera que sólo yendo pasito a paso Irina podía aguantar la iniciación al hombre del que supuestamente estaba enamorada.
—¿Decírselo fue… feo?
—En algunos sentidos, no lo suficiente. Y eso lo hizo aún peor.
—¿Se enfadó?
—Al principio no. Después, pero se lo había merecido.
—¿Qué dijo cuando le revelaste que era yo?
—Creo que te ha quitado de su lista de postales navideñas —dijo Irina, haciendo una elipsis.
—Lo echaré de menos, un poco —dijo Ramsey, con nostalgia—. El Hombre del Anorak.
—Nunca me había sentido así antes —dijo ella—. No soy la típica mujer maltratada, pero te juro que me entraron ganas de que me pegase. Y no una bofetada, no. Una paliza. Habría sido más sencillo.
—Da la impresión de que te ha golpeado de otras maneras.
—Sí, adorándome, y ésa no es una forma de violencia que se le pueda recriminar a nadie. Lawrence es un hombre maravilloso. Supongo que me había olvidado de que era maravilloso. Todo esto sería muchísimo más sencillo si no lo fuera.
—Yo también soy estupendo —le recordó Ramsey.
—Lo sé. Es un infierno, te soy sincera. Y no es justo. Hay tan pocos hombres como vosotros. Tengo tantas cosas que no sé qué elegir. Parece codicia. Más de una tendría todos los motivos del mundo para estar celosa. Me llevo más de lo que me corresponde.
No sin vacilar, Irina apoyó la sien en el hombro de Ramsey, que tenía la camisa blanca empapada de sudor; debía de hacer calor bajo los reflectores del escenario. Como si quisiera tranquilizar a un animal asustadizo, Ramsey la rodeó con el brazo y con todo cuidado volvió a apoyar la cabeza de Irina en su cuello. Después se quedó quieto para que se acostumbrase al contacto, igual que se deja que un caballo sin desbravar se habitúe al peso de una manta antes de ensillarlo.
—Sé que va a parecerte una estupidez —dijo Irina, hablándole al cuello rígido y abierto de la camisa—. Pero lo quiero.
Necesitaba decírselo a alguien, aunque fuese a la persona menos indicada.
—Lo sé —dijo Ramsey, e Irina valoró más de lo que era capaz de expresar con palabras que él lo asimilara sin rechistar, como un guardaespaldas que recibe la bala dirigida al presidente.
—Me gustó verte jugar —dijo ella entre dientes—. Me alegra que hayas ganado.
—Me da igual ganar que perder.
—Pero cuando ganas no te da igual ganar.
Ramsey rió.
—Tienes mucha sensibilidad para esta porquería de juego.
—Y muy astuta —dijo Irina, elogiándolo—, la manera en que le desbarataste los planes a O’Sullivan.
—Esa cabeza que tiene se lee como un libro abierto —dijo Ramsey, volviendo a cerrar los ojos.
—¿Quieres decir que es como tú?
—Como yo era.
—Debió de costarte tu orgullo —dijo Irina—. Todas esas tacadas tan prudentes.
—Pasé al lado de Ronnie cuando salía de su rueda de prensa. Me fulminó con la mirada, te lo juro. Dijo que hoy yo había jugado como una vieja dama.
Un aire de normalidad impregnaba la charla, como si llevasen años despachando al final de cada partida de snooker. No es que pareciera normal; sólo sencillo.
La limusina blanca que se acercó hasta la entrada del centro de congresos la llevó de vuelta a la infancia, a tiempos en que la economía familiar hacía gala de la misma naturaleza todo-o-nada del ego de O’Sullivan. Las clases de ballet de su madre eran pan para hoy y hambre para mañana, y las grandes entradas de dinero había que agradecérselas a los esporádicos bolos de su padre como entrenador de diálogos. Cuando una de esas elegantes ballenas blancas iba al viejo edificio de apartamentos del Upper West Side para recoger a su padre y llevarlo al aeropuerto a las cinco de la mañana, ella, pequeña aún, se sentía sobrecogida y, a la vez, frustrada porque todavía era demasiado temprano para que sus amiguitos la vieran. De mayor compartía la desesperación de su madre, que se indignaba porque el estudio no le hacía coger a su marido un taxi para luego extenderle un talón por una diferencia que habría ayudado a cubrir el alquiler del mes próximo. Una limusina no hacía nada que no pudiera hacer un coche y, además, tenía problemas para girar en las esquinas. Si uno de los privilegios principales de ser rico era meramente parecerlo, muy pocos eran los beneficios reales de la riqueza. Sin embargo, y aunque no lo quisiera para ella, Irina no pudo evitar que la impresionara todo ese revuelo que se montaba alrededor de Ramsey.
Como para demostrar no sólo los límites del dinero, sino también su sacrificio, la limusina recorrió por la carretera de la costa el kilómetro que separaba el centro de congresos del Royal Bath Hotel, mientras Irina miraba deseosa la playa, cuya arena blanca y dura brillaba a la luz de la luna incluso a través de los cristales tintados. Cuánto más delicioso habría sido pasear por la bahía cogidos de la mano. Pero Ramsey necesitaba que alguien lo sacara del mundanal ruido, y lo que se esperaba eran gestos como ésos, de pijo.
Descorazonada hasta ahora por los chabacanos compromisos de la profesión de Ramsey, Irina se sintió aliviada cuando llegaron al Royal Bath. El hotel era viejo, por no decir inmenso, blanco y tenuemente iluminado como la playa. Testigo de una época ya desaparecida de sombrillas y trajes de baño hasta la rodilla, el Royal Bath era uno de esos establecimientos palaciegos en los que siempre parecía ser la hora del té.
El personal del hotel se les lanzó literalmente encima para felicitar a Ramsey por la victoria. Con todo, los ofrecimientos para llevarle el estuche de los tacos no prosperaron; el manos fuera de Ramsey incluyó también a Irina. «Denise» estaba destinada a ser la otra mujer en esa relación.
Ramsey la condujo a una enorme suite del último piso, que daba a la bahía. Mientras admiraba la vista, Irina se entretuvo jugueteando con las borlas de seda de las pesadas cortinas color granate. En la sala, la dirección del hotel había mandado colocar un ramo de aves del paraíso en la mesita de centro, que era de caoba, con una tarjeta de felicitación. Después, Irina se disculpó para ir al lavabo, se enjuagó las manos bajo los grifos bañados en oro y se las secó con una de las gruesas toallas blancas, de las que había un surtido grandioso. La cortina de la ducha, de felpa, tenía bordada una reproducción en color del imponente edificio del hotel visto desde la playa. La opulencia del lugar podía desentonar con las actitudes y valores del deporte que Ramsey practicaba, sin duda mucho menos pulidos. Pero daba igual de qué ratonera habían salido arrastrándose; ahora, los jugadores de snooker que triunfaban vivían por todo lo alto. Cuando salió del cuarto de baño, la manera en la que Ramsey tiró el chaleco sobre el cubrecama de brocado antes de sacar del minibar dos botellines de champán (Irina vio en la lista de precios que salían a quince libras cada uno), fue decididamente displicente.
Ramsey se quedó de pie junto a la cama con la camisa casi desabrochada, que le dejaba al descubierto un triángulo del pecho. Aunque por tradición las mujeres se derretían ante unos pectorales bien desarrollados, era la delicadeza de los ligeros montículos de los pechos y no otra cosa lo que fascinaba a Irina, y deseó tocarlos. El torso lampiño y cremoso de Ramsey se parecía al de los chicos del equipo de natación del instituto.
Cuando ella se quitó las zapatillas y se deslizó sobre el inmenso colchón, Ramsey le echó una mirada severa mientras servía champán en vasos para agua con la misma ceremonia de quien sirve Coca-Cola light.
—¿No te has traído nada? ¿Ni siquiera te has cambiado de ropa?
—Lo que tenía pensado —dijo Irina, con timidez— implicaba más bien quitarme ropa.
—Tu mensaje —prosiguió Ramsey—. He deducido que habías dejado a Lawrence y no sólo te disculpabas para ir a pasar el fin de semana follando. ¿O me equivoco?
—No —dijo Irina, frunciendo el ceño.
¿Por qué buscaba problemas precisamente en ese momento?
—Entonces, ¿por qué no has traído ni una maleta? Si no estoy haciéndome ilusiones, doy por hecho que has venido a quedarte. Así que deberías haber traído algo más que una maleta. ¡Un maletón tendrías que haber traído!
Irina bajó la vista.
—Lawrence estaba en casa. No podía obligarlo a mirar cómo llenaba una maleta, y mucho menos con ropa que él mismo había lavado y doblado. Habría sido demasiado cruel.
—Bueno, de eso se trataba, ¿no? Estabas dejándolo. Cuando una mujer coge un solo par de bragas limpias, le hace pensar al marido algo que no es. Como si le dijera no te preocupes, tío, volveré pronto. Si lo hubieras obligado a llenar de vestidos una maleta, habría captado el mensaje. Ahora el pobre puede estar diciéndose que aparecerás en cualquier momento porque necesitas tu champú.
—Puedo comprar más champú —dijo Irina, con recelo, apretando las rodillas contra el pecho.
—¿Te preocupa ser cruel con el Hombre del Anorak y ser cruel conmigo no?
Ahora, el ceño de Irina estaba bastante más que fruncido, y si seguía forzando así la frente mucho más tiempo, empezaría a dolerle la cabeza.
—Acabo de dejar a otro hombre por ti, esta misma tarde. No estoy segura de que sea un acto de crueldad, excepto para con Lawrence.
Ramsey no iba a dejarlo ahí.
—Si dejas a un tipo, tienes que hacerlo bien. Largarte con todos los arreos. Te detienes en la puerta y le dices adiós con una maleta en la mano, ¿entiendes?
Irina empezó a sentirse invadida por una emoción que de un tiempo a esta parte se había vuelto tan extraña que casi no la reconoció. Si no se equivocaba, era rabia.
—He tenido un día muy duro, Ramsey. Y te lo digo así sólo por emplear vuestro famoso eufemismo británico.
—La partida con O’Sullivan tampoco fue coser y cantar.
Irina enderezó la espalda.
—Hoy tú has jugado una partida. Yo he dejado a un hombre. Un hombre que en los últimos diez años sólo ha sido bueno conmigo.
Había un tono en su voz que ni ella misma estaba acostumbrada a oír. Era interesante.
—Me alegra mucho que tengas mi profesión en tan alta estima.
—No he dicho nada sobre la estima que me merece tu profesión, si alta o si baja.
—He captado el mensaje.
—No estás captando nada.
Ramsey, que ya se había echado al coleto su vaso, estaba a unos tres metros de ella. Irina estaba hecha un ovillo en la cama. Eso también era una partida, pero no de un juego al que ella hubiera jugado antes.
—¿Por qué haces esto? —dijo Irina.
—¿Hago qué?
—Ya sabes.
—Tendrías que haber traído una maleta —dijo él.
—¿Lo ves? Eso es lo que haces.
La expresión de Ramsey se parecía a la de un perro con una soga entre los dientes. Si uno tira del otro extremo, el animal tira con más fuerza.
—Quiero saber por qué no lo has hecho. Parece una frivolidad, no una decisión seria. Como si en el fondo no estuvieras aquí y pensaras volver con Lawrence.
Vaya. ¿Qué sentido tenía el viaje de ciento sesenta kilómetros desde la estación de Waterloo si no podían salvar los últimos tres metros que los separaban? A Irina se le aflojó el cuerpo. A duras penas pudo bajar las piernas de la cama; pesaban como el maletón que, criminalmente, había olvidado traer. Se puso las zapatillas mojadas, encogidas tras haberse empapado con la lluvia. Le apretaban. Era desagradable.
—Ha sido un error venir —les dijo a las zapatillas, con dificultades para ver, por entre unos lagrimones exasperantes, los cordones que quería atarse—. A lo mejor todavía sale algún tren para Londres.
Enjugándose las lágrimas con impaciencia, se acercó a la sala. Ramsey dio un paso vacilante para bloquearle la salida.
—Déjame pasar —dijo Irina, con aire cansino.
Por un momento, Ramsey estuvo al borde de hacer lo que le pedía. Irina pudo verle la expresión indecisa, como si él se preparase mentalmente para insistir, con la misma agresividad de antes, en que debería haber traído una maleta y luego, por capricho casi, se lo pensara mejor. Con una fluidez que desdecía la caracterización que había hecho Lawrence —que era debilucho, había dicho—, Ramsey la cogió por debajo de los brazos y la levantó por encima de su cabeza. Después, bajándola muy despacio, acercó el cuerpo de Irina al suyo hasta que la boca de ella quedó a menos de un milímetro de sus labios.
—¿Esto es una pelea? —preguntó Irina, inhalando el olor a champán y tabaco de su aliento.
Ramsey se lo pensó antes de contestar.
—No.
—Entonces, ¿qué dirías que es?
—No entiendo por qué tenemos que ponerle un nombre.
—¿Qué te parece pérdida de tiempo?
Justo antes de besarlo, Irina tuvo la presencia de ánimo necesaria para marcar los últimos cinco minutos, por si en adelante se repetía una situación como ésta.
Cuando abrió los ojos por la mañana, o en algún momento que ella tomó por mañana, le costó recordar que por la noche habían hecho el amor. No porque hubiesen bebido; ella ni siquiera se había terminado su botellín de champán antes de irse a la cama. Sino más bien porque follar con Ramsey tenía algo misterioso, difícil de retener.
Al volverse para mirar la hora, Irina descubrió que eran las dos de la tarde, y mientras terminaba de despertar, tomó conciencia de que los efectos de su aventura se dejaban notar en su cuerpo. Ah. Y empezó a ver con claridad las últimas horas del día anterior. Cuando se le secó el sudor, Ramsey había admitido que, después de semejante derrota inesperada, lo más normal era que la gente esperase que se dejase ver en el bar del hotel, donde se alojaba la mayoría de los participantes en el Grand Prix. Lo peor para Irina, o para su cabeza, fue que el bar tenía licencia para servir bebidas alcohólicas hasta bien tarde, y Ramsey y ella debieron de pasar un par de horas abajo, celebrando con los colegas. No había probado bocado en todo el día, y no vio a nadie comiendo. Después de pasar una noche en manos de Ramsey, ya había empezado, como Lawrence diría, protestando, la dieta de Alex Higgins.
Ramsey se había pasado todo el rato rodeado de sus amigos abrazándola, e Irina pudo saborear esa manera de reivindicarla como suya en público. No obstante, la atropellada cháchara de los jugadores y sus mánagers, el clamor de acentos galeses, escoceses e irlandeses, y las múltiples alusiones a las famosas bolas metidas de chiripa, fueron cosas que le hicieron sentir que no entendía nada, y habló poco. Estar como aferrada a Ramsey sin contribuir mucho a la conversación la hacía sentirse un mero adorno, y con esos tejanos mojados y un suéter que le quedaba demasiado grande, tampoco a la decoración. Echando mano del equipo de supervivencia en sociedad que usaba Lawrence, hubo un momento en que intentó entablar con Ken Doherty una conversación sobre política norirlandesa. Al fin y al cabo, él era oriundo de la República. Pero Doherty, inquieto, se disculpó para ir a buscar otra ronda en cuanto apuró la copa.
Hay que decir que Ramsey fue una verdadera sorpresa. Había sido siempre tan tímido cuando se reunían las dos parejas, entre su mujer, la escritora, y Lawrence, el asesor obsesivo, que Irina había dado por supuesto que en sociedad no abría la boca. Pero por lo visto, cuando gamberreaba con los suyos, Ramsey era parlanchín y gracioso; en una palabra, estaba en su salsa, y era capaz de meterse a todos en el bolsillo interpretando una canción ramplona e interminable llamada «Snooker Loopy». A Irina la había animado enterarse de que, entre sus compinches, Ramsey gozaba de la reputación de ser la sal de todas las fiestas. Pero si lo ocurrido anoche era un criterio por el que guiarse, la participación de ella sólo podía ser muy limitada.
Faltaban cuatro horas para que volviese a hacerse de noche, y el día ya podía darse por perdido. Así pues, Irina se acurrucó en el pecho de alabastro de Ramsey y le besó el puente de la nariz para despertarlo. A fin de cuentas, cuando una era incapaz de recordar cómo era algo, la manera más sencilla de refrescar la memoria era volverlo a hacer.